¡Dios te salve María!
 



Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos

«¿Quién es esa que surge como la aurora, bella como la luna,
resplandeciente como el sol,
imponente como escuadrones con sus insignias?»

¡Qué misterio tan grande! ¡Qué imposible de abarcar! La Santísima Virgen María, que Dios
se dignó enaltecerla con el grandiosísimo título de Madre del Salvador, ha sido también
asunta en cuerpo y alma al Cielo. Realmente somos completamente incapaces de
comprender el alcance de tan glorioso misterio. Pero, si Dios me lo diera, me gustaría
intentar profundizar al menos en algunos puntos que me parecen fundamentales, y que,
con el favor de Su Majestad y tan grande Intercesora, nos ayudarán a crecer en el amor filial
a la Santísima Virgen María.
Cuando el Santo Padre Pío XII, de inmortal memoria, en 1950 proclamó como dogma de fe
la gloriosa Asunción de María Santísima al Cielo, «sabiendo que había llegado el momento
preestablecido    por    la Providencia    de Dios    para proclamarlo    solemnemente»
(Munificentissimus Deus 41), tenía ante sí un mundo «oprimido por grandes cuidados, por
las actuales gravísimas calamidades y la aberración de la Verdad y de la virtud» (Ídem 2). Es
en este contexto en que ha querido proclamar dogmática e infaliblemente que «era necesario
que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin
ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte» (San Juan Damasceno, Encomium in
Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae, hom. II, 14; cfr. etiam ibíd., n. 3.) y
que, a pesar de que «la Santa Madre de Dios sufrió muerte temporal, no pudo ser humillada
por los vínculos de la muerte Aquella que engendró al Hijo de Dios» (Sacramentarium
Gregorianum); por eso nuestro Padre Santo Tomás, cuando en breves ocasiones habla sobre
este misterio, no duda en afirmar que junto al alma, fue asunto al Cielo también el cuerpo
de María (Cfr. Summa Theol., 3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8, Expositio salutationis
angelicae, In symb., Apostolorum expositio, art. 5; In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d:
43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.)
¿Qué se habrá propuesto el Santo Padre al hacer esta proclamación dogmática, de cara a un
mundo que, habiendo despreciado a Dios y a su Evangelio, se destruía a sí mismo? ¿Por qué
Dios suscitó en esa época y no en otra la proclamación de este dogma? Pues, ciertamente, la
Asunción gloriosa de María Santísima ha sido siempre creída por el pueblo fiel y por los
grandes maestros espirituales. Así, por ejemplo, ya decía en el siglo XVI San Pedro Canisio
que «Aquellos que niegan que el cuerpo de María haya sido asunto al cielo, ni siquiera
pueden ser escuchados con paciencia, sino abochornados por    demasiado tercos o del todo
temerarios y animados de espíritu herético más bien que católico» (De María Virgine) ¡Y esto
lo dijo 3 siglos antes de ser proclamado el Dogma de la Asunción!
Ciertamente son preguntas difíciles de contestar, pero es posible acercarse a alguna
respuesta probable. Sabemos que, por puro don de Dios, «la salvación del mundo comenzó
por María, y por medio de Ella debe consumarse» (San Luis María Grignon de Montfort    I
Tratado de la verdadera devoción 3, 49). Frente a un mundo en autodestrucción por
proclamarse a sí mismo como lo absoluto y «amarse a si mismo hasta el desprecio de Dios»
(San Agustín, La ciudad de Dios, libro 14, capítulo 28), el Santo Padre proclama que María
Santísima, elevada a la gloria del Cielo junto a su Hijo, es la porta Caeli, por quien llegará al
mundo entero la salvación. A ella debemos abandonarnos, a su intercesión debemos
acogernos, y hemos de pelear contra quienes azotan a la Iglesia con las armas del Rosario y
del amor filial a nuestra Madre, con la certeza de que el diablo teme a María más que a
todos los ángeles, santos y hombres en esta tierra (San Luis María,    I Tratado de la
verdadera devoción 3, 52).
Sabemos también que, como toda obra de Dios, está será perseguida, ¡Más aun en esta
época de apostasía generalizada! «los esclavos de Satanás, los amigos de este mundo de
pecado han perseguido siempre y perseguirán más que nunca de hoy en adelante a quienes
pertenezcan a la Santísima Virgen» (Ídem 54). Pero, ¡Qué alegría, poder padecer con Cristo!
Así lo afirma, por ejemplo, Santa Teresa, cuando dice «¡Oh Señor mío!, cuando pienso por
qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni
dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer» (Camino de perfección 15, 5). Ese es un don



completamente inmerecido, que Dios da a todos aquellos que le buscan, pero con una
especialísima fuerza a aquellos que son seguidores de tan grande Señora.

Este es el remedio eficacísimo a los males de nuestro mundo que el Santo Padre Pío XII
quiso proponer, y que, ciertamente, es de suma actualidad. Muchos son los enemigos de la
Iglesia, que no soportan oír hablar de nuestra Santísima Señora y Madre. Esta es la voz del
Maligno que habla, pues María, nueva Eva, ha sido asociada a Cristo, nuevo Adán, a la
lucha contra las fuerzas del Infierno. Así, viendo el diablo que le queda poco tiempo, redobla
cada día sus ataques, con más ímpetu que antes.  
Ante todo esto descubrimos que este glorioso misterio de la Asunción debe ser proclamado
con insistencia ante este mundo moderno y modernista, pues la glorificación de María es
también un preanuncio de nuestra propia resurrección en el último día, y contemplando
esto, podemos tener fuerzas para seguir adelante, con el auxilio de la gracia, en el combate
por la Verdad, por defender a la Iglesia de los errores que acechan a sus puertas y por
invitar a todos los hombres a conversión, que es tarea perenne del pueblo de Dios.
Una segunda idea a considerar, respecto de la Asunción, es su razón teológica: ¿Cómo
sabemos que María fue asunta? No hay texto bíblico alguno que lo diga explícitamente,
aunque sí, ciertamente algunos que lo sugieren o que lo anuncian. Por esto el sumo
Pontífice afirma que este misterio está «contenido en aquel divino depósito que Cristo confió
a su Esposa» la Iglesia (Munificentissimus Deus 12).
Pues bien, una primera razón es que Jesús, en cuanto hombre, no podía faltar al
cumplimiento de la ley. Y sabemos que el cuarto mandamiento es Honrar Padre y Madre…
por tanto, no era posible que permitiera el Señor que su Madre Gloriosa padeciera la
deshonra de la corrupción, pues ¿Qué hijo hay tan perverso que, pudiendo evitar a su
Madre la corrupción del cuerpo, no lo hiciera? ¡Menos aun el Hijo de Dios Encarnado!
Es por esto que podemos afirmar, con toda certeza, que Jesús ha    querido la Asunción de
María al Cielo por su piedad filial hacia ella. Todo esto reposa, como he dicho, en la
incomparable dignidad de esta Gloriosa esclava del Señor (Lc 1, 48), que ha sido
predestinada «desde toda la eternidad» (Ídem 3) a ser la Madre del Señor; por su insigne
santidad, superior a la de todos los hombres y ángeles y, por cierto, aquel amor sumo que el
Hijo tenía por su Madre.
Además de esto, existe un estrecho vínculo entre el dogma proclamado años antes por el
Beato Pío IX de la Inmaculada concepción y la Asunción: la corrupción del cuerpo es fruto
del pecado, pero ella «por privilegio del todo singular, venció al pecado con su concepción
inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro
ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo» (Ídem 5). Es así que el
cuerpo de María, bellísimo y purísimo por su virginidad y por la dignidad que le había sido
concedida de ser    Mater Creatoris, permanece incorrupta y sube en cuerpo y alma a los
cielos.
Asimismo, no podía permitir Dios que tan hermoso y glorioso tabernáculo en el que, por
obra del Espíritu Santo se había encarnado nuestro Señor Jesucristo, sufriese corrupción,
pues esto redundaría en deshonra suya. Y esto es muy importante de pensarlo, pues la
Asunción de María, ante todo, nos debe conducir a la glorificación de la Santísima Trinidad.
No celebramos «solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen
María, sino también su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza de su
Unigénito» (Ídem 20). En efecto, la Madre del Hijo de Dios y Esposa del Espíritu Santo está
unida a la Santísima Trinidad con vínculos especialísimos, del todo distintos a los del resto
de las criaturas, y por tanto, al venerarla a ella, no hacemos sino glorificar a la Trinidad
Santa.
Miremos, por tanto, a María Santísima, la más bella flor que jamás haya sido creada, la más
pura de las criaturas, y exultemos de gozo, y roguémosle incesantemente nos alcance de su
Divino Hijo la vida Eterna.

Hermano Luca Alcalde


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