¡Dios te salve María!
 

 

 

 

 

CAPITULO I


 

 

LIBRO I


 

1. Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder y

tu inteligencia no tiene límites. 

Y ahora hay aquí un hombre que te quiere alabar. Un hombre que es parte de tu

creación y que, como todos, lleva siempre consigo por todas partes su

mortalidad y el testimonio de su pecado, el testimonio de que tú siempre te

resistes a la sobrebia humana. así pues, no obstante su miseria, ese hombre te

quiere alabar. Y tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nps

creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse

en ti. 

 

Y ahora, Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte o alabarte; o si

antes de invocarte es todavía preciso conocerte. 

 

2. Pues,  ¿quién te podría invocar cuando no te conoce? Si no te conoce bien

podría invocar a alguien que no eres tú. 

 

¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te invoca primero? Mas por otra

parte: ¿Cómo te podría invocar quien todavía no cree en ti; y cómo podría creer

en ti si nadie te predica?

 

Alabarán al Señor quienes lo buscan; pues si lo buscan lo habrán de encontrar; y

si lo encuentran lo habrán de alabar. 

 

Haz pues, Señor, que yo te busque y te invoque; y que te invoque creyendo en ti,

pues ya he escuchado tu predicación. Te invoca mi fe. Esa fe que tú me has

dado, que infundiste en mi alma por la humanidad de tu Hijo, por el ministerio

de aquel que tú nos enviaste para que nos hablara de ti. 

 

 

 

 

CAPITULO II

 

1. ¿Y cómo habré de invocar a mi Dios y Señor? Porque si lo invoco será

ciertamente para que venga a mí. Pero, ¿qué lugar hay en mí para que a mí

venga Dios, ese Dios que hizo el cielo y la tierra? ¡Señor santo! ¿Cómo es

posible que haya en mí algo capaz de ti?

Porque a ti no pueden contenerte ni el cielo ni la tierra que tú creaste, y yo en

ella me encuentro, porque en ella me creaste. 

 

2. Acaso porque sin ti no existiría nada de cuanto existe, resulta posible que lo

que existe te contenga. ¡Y yo existo! Por eso deseo que vengas a mí, pues sin ti

yo no existiría. Yo no estoy en los abismos, pero tú estás tambien allí. Y yo no

sería, absolutamnete no podría ser, si tú no estuvieras en mi. O, para decirlo

mejor, yo no existiría si no existiera en ti, de quien todo procede, por el cual y en

el cual existe todo. Así es, Señor, así es. ¿Y cómo, entonces, invocarte, si estoy


 

 

 

en ti? ¿Y cómo podrías tú venir si ya estás en mí? ¿Cómo podría yo salirme del

cielo y de la tierra para que viniera a mí mi Señor pues El dijo: yo lleno los

cielos y la tierra?

 

 

 

 

CAPITULO III

 

1. Entonces, Señor: ¿Te contienen el cielo y la tierra porque tú los llenas; o los

llenas pero queda algo de ti que no cabe en ellos? ¿Y en dónde pones lo que,

llenados el cielo y la tierra, sobra de ti? ¿O, más bien, tú no necesitas que nada te

contenga porque tú lo contienes todo; porque lo que tú llenas lo llenas

conteniéndolo?

 

Porque los vasos que están llenos de ti no te dan tu estabilidad; aunque ellos se

rompieran tú no te derramarías. Y cuando te derramas en nosotros no te rebajas,

sino que nos levantas; no te desparramas, sino que nos recoges. 

 

Pero tú, que todo lo llenas, ¿lo llenas con la totalidad de ti?

 

2. Las cosas no te pueden contener todo entero. ¿Diremos que sólo captan una

parte de ti y que todas toman esa misma parte? ¿O que una cosa toma una parte

de ti y otra, otra; unas una parte mayor y otras una menor? Habría que decir,

entonces, que tú tienes partes, y unas mayores que otras. Pero esto no puede ser.

Tú estás en todas las cosas, estás en ellas de una manera total; y la creación

entera no te puede abarcar. 

 

 

 

 

CAPITULO IV

 

1. ¿Quién eres pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y

Señor? ¡Y qué otro Dios fuera del Señor nuestro Dios! 

 

Tú eres Sumo y Optimo y tu poder no tiene límites. Infinitamente misericordioso

y justo, al mismo tiempo inaccesiblemente secreto y vivamente presente, de

inmensa fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un inmutable que todo lo

mueve. 

 

Nunca nuevo, nunca viejo; todo lo renuevas, pero haces envejecer a los

soberbios sin que ellos se den cuenta. Siempre activo, pero siempre quieto; todo

lo recoges, pero nada te hace falta. Todo lo creas, lo sustentas y lo llevas a

perfección. Eres u nDios que busca, pero nada necesita. 

 

2. Ardes de amor, pero no te quemas; eres celoso, pero también seguro; cuando

de algo te arrepientes, no te duele, te enojas, pero siempre estás tranquilo;

cambias lo que haces fuera de ti, pero no cambias consejo. Nunca eres pobre,

pero te alegra lo que de nosotros ganas. 


 

 

No eres avaro, pero buscas ganancias; nos haces darte más de lo que nos mandas

para convertirte en deudor nuestro. Pero, ¿quién tiene algo que no sea tuyo? Y

nos pagas tus deudas cuando nada nos debes; y nos perdonas lo que te debemos

sin perder lo que nos perdonas. 

 

¿Qué diremos pues de ti, Dios mío, vida mía y santa dulzura? Aunque bien poco

es en realidad lo que dice quien de ti habla. Pero, ¡ay de aquellos que callan de

ti! Porque teniendo el don de la palabra se han vuelto mudos. 

 

 

 

 

CAPITULO V

 

1. ¿Quién me dará reposar en ti, que vengas a mi corazón y lo embriagues hasta

hacerme olvidar mis males y abrazarme a ti, mi único bien? 

 

¿Qué eres tú para mí? Hazme la misericordia de que pueda decirlo. ¿Y quién soy

yo para ti, pues me mandas que te ame; y si ni lo hago te irritas contra mí y me

amenazas con grandes miserias? ¡Pero, qué! ¿No es ya muchísima miseria

simplemente el no amarte? 

 

Dime pues, Señor, por tu misericordia, quién eres tú para mí. Dile a mi alma:

"Yo soy tu salud" (Sal. 34, 3). Y dímelo en forma que te oiga; ábreme los oídos

del corazón, y dime: "Yo soy tu salud". Y corra yo detrás de esa voz, hasta

alcanzarte. No escondas de mí tu rostro, y muera yo, si es preciso, para no morir

y contemplarlo. 

 

2. Angosta morada es mi alma; ensánchamela, para que puedas venir a ella. Está

en ruinas: repárala. Sé bien y lo confieso, que tiene cosas que ofenden tus ojos.

¿A quién más que a ti puedo clamar para que me la limpie? "Límpiame, Señor,

de mis pecados ocultos y líbrame de las culpas ajenas. Creo, y por eso hablo".

Tú, Señor, lo sabes bien. Ya te he confesado mis culpas, Señor, y tú me las

perdonaste (Sal. 18, 13-14). No voy a entrar en pleito contigo, que eres la

Verdad; no quiero engañarme, para que "mi iniquidad no se mienta a sí misma"

(Sal. 26, 12). No entraré, pues, en contienda contigo, pues "si te pones a

observar nuestros pecados, ¿quién podrá resistir?" (Sal. 129, 3) 

 

 

 

 

CAPITULO VI

 

1. Permíteme sin embargo hablar ante tu misericordia a mí, que soy polvo y

ceniza. Déjame hablar, pues hablo a tu misericordia, y no a un hombre burlón

que pueda mofarse de mí. 

 

Quizás aparezco risible ante tus ojos, pero tú te volverás hacia mí lleno de

misericordia. 

 

¿Qué es lo que pretendo decir, Dios y Señor mío, sino que ignoro cómo vine a

dar a ésta que no sé si llamar vida mortal o muerte vital? Y me recibieron los


 

 

 

consuelos de tu misericordia según lo oí de los que me engendraron en la carne,

esta carne en la cual tú me formaste en el tiempo; cosa de la cual no puedo

guardar recuerdo alguno. 

 

Recibiéronme pues las consolaciones de la leche humana. Ni mi madre ni sus

nodrizas llenaban sus pechos, eras tú quien por ellas me dabas el alimento de la

infancia, según el orden y las riquezas que pusiste en el fondo de las cosas. Don

tuyo era también el que yo no deseara más de lo que me dabas; y que las que me

nutrían quisieran darme lo que les dabas a ellas. Porque lo que me daban, me lo

daban llevadas del afecto natural en que tú las hacías abundar; el bien que me

daban lo consideraban su propio bien. Bien que me venía no de ellas, sino por

ellas, ya que todo bien procede de tí, mi Dios y toda mi salud. Todo esto lo

entendí más tarde por la voz con que me hablabas, por dentro y por fuera de mí,

a través de las cosas buenas que me concedías. Porque en ese entonces yo no

sabía otra cosa que mamar, dejarme ir en los deleites y llorar las molestias de mi

carne. No sabía otra cosa. Más tarde comencé a reír, primero mientras dormía, y

luego estando despierto. Así me lo han contado, y lo creo por lo que vemos de

ordinario en los niños; pues de lo mío nada recuerdo. 

 

2. Poco a poco comencé a sentir en dónde estaba, y a querer manifestar mis

deseos a quienes me los podían cumplir, pero no me era posible, pues mis

deseos los tenía yo dentro, y ellos estaban afuera y no podían penetrar en mí.

Entonces agitaba mis miembros y daba voces para significar mis deseos, los

poco que podía expresar, y que no resultaban fáciles de comprender. Y cuando

no me daban lo qur yo quería, o por no haberme entendido o para que no me

hiciera daño, me indignaba de que mis mayores no se me sometieran y de que

los libres no me sirvieran; y llorando me vengaba de ellos. Más tarde llegué a

saber que así son los niños; y mejor me lo enseñaron ellos, que no lo sabían, que

no mis mayores, que sí lo sabían. Y así, esta infancia mía, ha tiempo ya que

murió, y yo sigo viviendo. 

 

Pero tú, Señor, siempre vives, y no hay en ti nada que muera. Porque tú existes

desde antes del comienzo de los tiempos, antes de que se pudiera decir antes, y

eres Dios y Señor de todo cuanto creaste. En ti está la razón de todas las cosas

inestables; en ti el origen inmutable de todas las cosas mudables, y el porqué de

las cosas temporales e irracionales. 

 

Dime, Señor misericordioso, a mí,  tu siervo que te lo suplica, si mi infancia

sucedió a otra edad más anterior. ¿Sería el tiempo que pasé en el seno de mi

madre? Pues de ella se me han dicho muchas cosas, y he visto también mujeres

preñadas. 

 

3. ¿Qué fue de mí, Dios y dulzura mía, antes de eso? ¿Fui alguien y estuve en

alguna parte? Porque esto no me lo pueden decir ni mi padre ni mi madre, ni la

experiencia de otros, ni mi propio recuerdo. Acaso te sonríes de que te pregunte

tales cosas, tú que me mandas reconocer lo que sé y alabarte por ello. Te lo

confieso pues, Señor del cielo y de la tierra, y te rindo tributo de alabanza por

los tiempos de mi infancia, que yo no recuerdo, y porque has concedido a los

hombres que puedan deducir de lo que ven y hasta creer muchas cosas de sí

mismos por lo que dicen mujeres iletradas.  Existía yo pues, y vivía en ese


 

 

tiempo, y hacia el fin de mi infancia buscaba el modo de hacer comprender a

otros lo que sentía. ¿Y de quién sino de ti podía proceder un viviente así? No

puede venirnos de afuera una sola vena por la que corre en nosotros la vida, y

nadie puede ser artífice de su propio cuerpo. Todo nos viene de ti, Señor, en

quien ser y vivir son la misma cosa, pues el supremo existir es supremo vivir. 

 

Sumo eres, y no admites mutación. Por ti no pasan los días, y sin embargo pasan

en ti, porque tú contienes todas las cosas con todos sus cambios. Y porque tus

años no pasan (Sal. 101, 28), tú vives en un eterno Día, en un eterno Hoy.

¡Cuántos días de los nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este Hoy

tuyo, del que recibieron su ser y su modo!; ¿y cuántos habrán de pasar todavía y

recibir de él la existencia? "Tú eres siempre el mismo" (Sal. 101, 28); y todo lo

que está por venir en el más hondo futuro y lo que ya pasó, hasta en la más

remota distancia, Hoy lo harás, Hoy lo hiciste. 

 

¿Y qué más da si alguno no lo entiende? Alégrese cuando pregunta: ¿qué es

esto? Porque más le vale encontrarte sin haber resuelto tus enigmas, que

resolverlos y no encontrarte. 

 

 

 

 

CAPITULO VII

 

1. Señor: ¡ay del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto tú te

apiadas de él; porque tú lo hiciste a él, pero no sus pecados. 

 

¿Quién me recordará los pecados de mi infancia? Porque nadie está libre de

pecado ante tus ojos, ni siquiera el niño que ha vivido un solo día. ¿Quién, pues,

me los recordará? Posiblemente un pequeñuelo en el que veo lo que de mí no

recuerdo. Pero, ¿cuáles podían ser mis pecados? Acaso, que buscaba con ansia y

con llanto el pecho de mi madre. Porque si ahora buscase con el mismo deseo no

ya la leche materna sino los alimentos que convienen a mi edad, sería

ciertamente reprendido, y con justicia. Yo hacía, pues, entonces cosas dignas de

reprensión; pero como no podía entender a quien me reprendiera, no me

reprendía nadie, ni lo hubiera consentido la razón. Defectos son estos que

desaparecen con el paso del tiempo. Ni he visto a nadie tampoco, cuando está

limpiando algo, desechar advertidamente lo que está bueno. Es posible que en

aquella temprana edad no estuviera tan mal el que yo pidiese llorando cosas que

me dañarían si me las dieran; ni que me indignara contra aquellas personas

maduras y prudentes, y contra mis propios padres porque no se doblegaban al

imperio de mi voluntad; y esto, hasta el punto de quererlas yo golpear y dañar

según mis débiles fuerzas, por no rendirme una obediencia que me habría

perjudicado. 

 

Por lo cual puede pensarse que un niño es siempre inocente si se considera la

debilidad de sus fuerzas, pero no necesariamente si se mira la condición de su

ánimo. Tengo la experiencia de un niño que conocí: no podía aún hablar, pero se

ponía pálido y miraba con torvos ojos a un hermano de leche. 


 

 

2. Todos tenemos alguna experiencia de éstas. A veces madres y nodrizas

pretenden que esto se puede corregir con no sé que remedios; pero, miradas las

cosas en sí, no hay inocencia en excluir de la fuente abundante y generosa a otro

niño mucho más necesitado y que no cuenta para sobrevivir sino con ese

alimento de vida. Y con todo esto, cosas tales se les pasan fácilmente a los

niños; no porque se piense que son pequeñeces sin importancia, sino más bien

porque estiman que son defectos que pasan con el tiempo. Esto no parece fuera

de razón, pero lo cierto es que cosas tales no se le permiten a un niño más

crecido. 

 

Así pues, tú, Señor, que al darle a un niño la vida, lo provees con el cuerpo que

le vemos, dotado de sentidos y de graciosa figura, y con miembros organizados

en disposición y con fuerza conveniente, me mandas ahora que te alabe por esto;

que te confiese y cante en honor de tu nombre (Sal. 91, 2). Porque eres un Dios

omnipotente y bueno. Y también lo serías aún cuando no hubieras hecho  otras

cosas fuera de éstas, pues cosas tales no las puede hacer nadie sino tú, el único

de quien procede el mundo todo; el hermosísimo que da forma a todos los seres

y con sus leyes los ordena. 

 

3. Pero trabajo me cuesta, Señor, considerar como parte de la vida que ahora

vivo, ni siquiera como principio de ella, a esa infancia mía de la que no tengo

recuerdos y de la que algo sé por lo que otros me han dicho y por lo que veo en

otros niños. Porque el olvido de mi primera infancia es tan tenebroso como el

tiempo que viví en el seno de mi madre. Y si "fui concebido en la iniquidad y en

el pecado me nutrió mi madre" (Sal. 50, 7), ¿cuándo y dónde, Señor, te lo

suplico, cuándo y dónde fui yo inocente?

 

Pasaré pues por alto ese tiempo. ¿Qué tengo que ver con él, pues no me queda

de él vestigio alguno?

 

 

 

 

CAPITULO VIII

 

1. De la infancia pasé, pues, a la niñez; o por mejor decir, la niñez vino a mí

sucediendo a la infancia. Y sin embargo la infancia no desapareció: ¿A dónde se

habría ido? Pero yo no era ya un infante incapaz de hablar, sino un niño que

hablaba. Esto lo recuerdo bien, así como advertí más tarde el modo como había

aprendido a hablar. Mis mayores no me enseñaban proponiéndome

ordenadamente las cosas, como después aprendí las letras; sino que con la mente

que me diste, Señor, y mediante voces y gemidos y con movimientos varios

trataba yo de expresar mi voluntad. No podía yo expresar todo lo que quería, ni a

todos aquellos a quienes lo quería expresar. Cuando ellos mentaban alguna cosa

y con algún movimiento la señalaban, yo imprimía con fuerza las voces en mi

memoria, seguro de que correspondían a lo que ellos con sus movimientos

habían señalado. 

 

2. Lo que ellos querían me lo daban a entender sus movimientos. La expresión

de su rostro, las mociones de los ojos y de otros miembros  del cuerpo, el sonido

de la voz al pedir o rechazar o hacer algo son como un lenguaje natural en todos


 

 

los pueblos, indicativo de los estados de ánimo. Así, las palabras, ocupando su

lugar en las frases y frecuentemente repetidas en relación con las cosas me

hacían colegir poco a poco el significado de cada una; y por medio de ellas, una

vez acostumbrada mi boca a pronunciarlas, me hacía comprender. De este modo

aprendí a comunicarme por signos con los que me rodeaban, y entré a la

tormentosa sociedad de la vida humana sometido a la autoridad de mis padres y

al querer de las gentes mayores. 

 

 

 

 

CAPITULO IX

 

1. ¡Cuántas miserias y humillaciones pasé, Dios mío, en aquella edad en la que

se me proponía como única manera de ser bueno sujetarme a mis preceptores!

Se pretendía con ello que yo floreciera en este mundo por la excelencia de las

artes del decir con que se consigue la estimación de los hombres y se está al

servicio de falsas riquezas. Fui enviado a la escuela para aprender las letras,

cuya utilidad, pobre de mí, ignoraba yo entonces; y sin embargo, me golpeaban

cuando me veían perezoso. Porque muchos que vivieron antes que nosotros nos

prepararon estos duros caminos por los que nos forzaban a caminar, pobres hijos

de Adán, con mucho trabajo y dolor. 

 

2. Entonces conocí a algunas persona que te invocaban. De ellas aprendía a

sentir en la medida de mi pequeñez que tú eras Alguien, que eres muy grande y

que nos puedes escuchar y socorrer sin que te percibamos con los sentidos.

Siendo pues niño comencé a invocarte como a mi auxilio y mi refugio; y en este

rogar iba yo rompiendo las ataduras de mi lengua. Pequeño era yo; pero con

ahínco nada pequeño te pedía que no me azotaran en la escuela. Y cuando no me

escuchabas, aún cuando nadie podía tener por necia mi petición, las gentes

mayores se reían, y aún mis padres mismos, que nada malo querían para mí. En

eso consistieron mis mayores sufrimientos de aquellos días. 

 

¿Existe acaso, Señor, un alma tan grande y tan unida a ti por el amor, que en la

fuerza de esta afectuosa unión contigo haga lo que en ocasiones se hace por pura

demencia: despreciar los tormentos del potro, de los ganchos de hierro y otros

varios? Porque de tormentos tales quiere la gente verse libre, y por todo el

mundo te lo suplican llenos de temor. ¿Habrá pues quienes por puro amor a ti

los desprecien y tengan en poco a quienes sienten terror ante el tormento a la

manera como nuestros padres se reían de lo que nuestros maestros nos hacían

sufrir?

 

Y sin embargo, pecábamos leyendo y escribiendo y estudiando menos de lo que

se nos exigía. 

 

3. Lo que nos faltaba no era ni la memoria ni el ingenio, pues nos los diste

suficiente para aquella edad; pero nos gustaba jugar y esto nos lo castigaban

quienes jugaban lo mismo que nosotros. Porque los juegos con que se divierten

los adultos se llaman solemnemente "negocios"; y lo que para los niños son

verdaderos negocios, ellos lo castigan como juegos y nadie compadece a los

niños ni a los otros. 


 

 

A menos que algún buen árbitro de las cosas tenga por bueno el que yo recibiera

castigos por jugar a la pelota. Verdad es que este juego me impedía aprender con

rapidez las letras; pero las letras me permitieron más tarde juegos mucho más

inadmisibles. Porque en el fondo no hacía otra cosa aquel mismo que por jugar

me pegaba. Cuando en alguna discusión era vencido por alguno de sus colegas

profesores, la envidia y la bilis lo atormentaban más de lo que a mí me afectaba

perder un juego de pelota. 

 

 

 

 

CAPITULO X

 

Y sin embargo pecaba yo, oh Dios, que eres el creador y ordenador de todas las

cosas naturales con la excepción del pecado, del cual no eres creador, sino nada

más ordenador. 

 

Pecaba obrando contra el querer de mis padres y de aquellos maestros. Pero

pude más tarde hacer buen uso de aquellas letras que ellos, no sé con qué

intención, querían que yo aprendiese. 

 

Si yo desobedecía no era por haber elegido algo mejor, sino simplemente por la

atracción del juego. Gozábame yo en espléndidas victorias, y me gustaba el

cosquilleo ardiente que en los oídos dejan las fábulas. Cada vez más me brillaba

una peligrosa curiosidad en los ojos cuando veía los espéctaculos circenses y

gladiatorios de los adultos. Quienes tales juegos organizan ganan con ello tal

dignidad y excelencia, que todos luego la desean para sus hijos. Y sin embargo

no llevan a mal el que se los maltrate por el tiempo que pierden viendo esos

juegos, ya queel estudio les permitiría montarlos ellos mismos más tarde.

Considera, Señor, con misericordia estas cosas y líbranos a nosotros, los que ya

te invocamos. Y libra también a los que no te invocan todavía, para que lleguen

a invocarte y los salves. 

 

 

 

 

CAPITULO XI

 

Todavía siendo niño había yo oído hablar de Vida Eterna que nos tienes

prometida por tu Hijo nuestro Señor, cuya humildad descendió hasta nuestra

soberbia. Ya me signaba con el signo de su cruz y me sazonaba con su sal ya

desde el vientre de mi madre, que tan grande esperanza tenía puesta en ti. Y tú

sabes que ciertos días me atacaron violentos dolores de vientre con mucha

fiebre, y que me vi de muerte. Y viste también, porque ya entonces eras mi

guardián, con cuánta fe y ardor pedí el bautismo de tu Cristo, Dios y Señor mío,

a mi madre y a la Madre de todos que es tu Iglesia. Y mi madre del cuerpo, que

consternada en su corazón casto y lleno de fe quería engendrarme para la vida

eterna, se agitaba para que yo fuera iniciado en los sacramentos de la salvación

y, confiándote a ti, Señor mío, recibiera la remisión de mi pecado. Y así hubiera

sido sin la pronta recuperación que tuve. Se difirió pues mi purificación, como si

fuera necesario seguir viviendo una vida manchada, ya quee una recaída en el


 

 

mal comportamiento después del baño bautismal habría sido peor y mucho más

peligrosa. 

 

Yo era ya pues un creyente. Y lo eran también mi madre y todos los de la casa,

con la excepción de mi padre, quien a pesar de que no creía tampoco estorbaba

los esfuerzos de mi piadosa madre para afirmarme en la fe en Cristo. Porque ella

quería que no él sino tú fueras mi Padre; y tú la ayudabas a sobreponerse a quien

bien servía siendo ella mejor, pues al servirlo a él por tu mandato, a ti te servía. 

 

Me gustaría saber, Señor, por qué razón se difirió mi bautismo; si fue bueno para

mí que se aflojaran las riendas para seguir pecando, o si hubiera sido mejor que

no se me aflojaran. ¿Por qué oímos todos los días decir: "Deja a éste que haga su

voluntad, al cabo no está bautizado todavía", cuando de la salud del cuerpo

nunca decimos: "Déjalo que se trastorne más, al cabo no está aún curado"?

¡Cuánto mejor hubiera sido que yo sanara más pronto y que de tal manera obrara

yo y obraran conmigo, que quedara en seguro bajo tu protección la salud del

alma que de ti me viene! Pero bien sabía mi madre cuántas y cuán grandes

oleadas de tentación habrían de seguir a mi infancia. Pensó que tales batallas

contribuirían a formarme, y no quiso exponer a ellas la efigie tuya que se nos da

en el bautismo. 

 

 

 

CAPITULO XII

 

1. Durante mi niñez (que era menos de temer que mi adolescencia) no me

gustaba estudiar, ni soportaba que me urgieran a ello. Pero me urgían, y eso era

bueno para mí; y yo me portaba mal, pues no aprendía nada como no fuera

obligado. Y digo que me conducía mal porque nadie obra tan bien cuando sólo

forzado hace las cosas, aun cuando lo que hace sea bueno en sí. Tampoco hacían

bien los que en tal forma me obligaban; pero de ti, Dios mío, me venía todoo

bien. Los que me forzaban a estudiar no veían otra finalidad que la de ponerme

en condiciones de saciar insaciables apetitos en una miserable abundancia e

ignominiosa gloria. 

 

2. Pero tú, que tienes contados todos nuestros cabellos, aprovechabas para mi

bien el error de quienes me forzaban a estudiar y el error mío de no querer

aprender lo usabas como un castigo que yo, niño de corta edad pero ya gran

pecador, ciertamente merecía. De este modo sacabas tú provecho para mí de

gentes que no obraban bien, y a mí me dabas retribución por mi pecado. Es así

como tienes ordenadas y dispuestas las cosas: que todo desorden en los afectos

lleve en sí mismo su pena. 

 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

1. Nunca he llegado a saber a que obedecía mi aborrecimiento por la lengua

griega que me forzaban a aprender, pero en cambio me gustaba mucho la lengua

latina. No por cierto la de la primera enseñanza en la que se aprende a leer,


 

 

 

escribir y contar, ya que ésta me era tan odiosa como el aprendizaje del griego;

pero sí la enseñanza de los llamados "gramáticos". ¿Pero de dónde venía esto,

sino del pecado y la vanidad de la vida? Porque yo era carne y espíritu que

camina sin volver atrás (Sal. 77,39). Ciertamente eran mejores, por más ciertas,

aquellas primeras letras a las que debo el poder leer algo y escribir lo que quiero,

que no aquellas otras que me hacían considerar con emoción las andanzas de

Eneas con olvido de mis propias malas andanzas; llorar a Dido muerta y su

muerte de amor, mientras veía yo pasar sin lágrimas mi propia muerte; una

muerte que moría yo lejos de ti, que eres mi Dios y mi vida. Pues no hay nada

más lamentable que la condición de un miserable que no tiene compasión de su

miseria. ¿Quién tan desdichado como uno que lloraba la muerte de Dido por el

amor de Eneas pero no esa otra muerte propia, muerte terrible, que consiste en

no amarte a ti? 

 

2. ¡Oh, Dios, luz de mi corazón y pan de mi alma, fuerza que fecunda mi ser y

los senos de mi pensamiento! Yo no te amaba entonces, y me entregaba lejos de

ti a fornicarios amores; pues no otra cosa que fornicación es la amistad del

mundo lejos de ti. Pero por todos lados oía yo continuas alabanzas de mi

fornicación: "¡Bien, muy bien!", gritaban los que me veían fornicar. También es

cierto que decimos: "¡Bien, muy bien!" cuando el elogio es evidentemente

inmerecido y queremos con él humillar a la gente. 

 

Pero nada de esto me hacía llorar, sino que lloraba yo por la muerte violenta de

Dido, tierra que vuelve a la tierra; y me iba a la zaga de lo peor que hay en tu

creación. Y cuando se me impedía seguir con esas lecturas me llenaba de dolor

porque no me dejaban leer lo que me dolía. Esta demencia era tenida por más

honorable disciplina que las letras con que aprendí  a leer y escribir. 

 

3. Pero clama tú ahora dentro de mi alma, Dios mío, y que tu verdad me diga

que no es así; que no es así, sino que mejor cosa es aquella primera enseñanza;

pues ahora estoy más que preparado para olvidar las andanzas de Eneas y otras

cosas parecidas, y no lo estoy para olvidarme de leer y escribir. 

 

Es cierto que a las puertas de las escuelas de gramática se cuelgan cortinas; pero

no es tanto para significar el prestigio de una ciencia secreta, cuanto para

disimular el error. Y que no clamen contra mí esas gentes a quienes ya no temo

ahora que confieso delante de ti lo que desea mi alma y consiento en que se me

reprenda de mis malos caminos para que pueda yo amar los buenos tuyos. Que

nada me reclamen los vendedores y compradores de gramática; pues si les

pregunto si fue verdad que Eneas haya estado alguna vez en Cartago, los más

indoctos me dirán que no lo saben, y los más prudentes lo negarán en absoluto. 

 

4. Pero si les pregunto con qué letras se escribe el nombre de Eneas todos

responderán bien, pues conocen lo que según el convenio de los hombres

significan esas letras. Más aún: si les pregunto qué causaría mayor daño en esta

vida: si olvidarnos de leer y escribir u olvidar  todas esas poéticas ficciones

¿quién dudará de la respuesta, si es que no ha perdido la razón?

 

Pecaba yo pues entonces, siendo niño, cuando prefería las ficciones a las letras

útiles que tenía en aborrecimiento, ya que el que uno más uno sean dos y dos


 

 

más dos sumen cuatro, era para mí fastidiosa canción; y mucho mejor quería

contemplar los dulces espectáculos de vanidad, como aquel caballo de madera

lleno de hombres armados, como el incendio de Troya y la sombra de Creusa. 

 

 

 

 

CAPITULO XIV

 

1. ¿Por qué pues aborrecía yo la literatura griega que tan bellas cosas cantaba?

Porque homero, tan perito en urdir preciosas fábulas, es dulce, pero vano; y esta

vana dulzura era amrga para mí cuando era yo niño; de seguro también lo es

Virgilio para los niños griegos si los obligan al estudio como a mí me obligaban:

es muy duro estudiar obligados. Y así, la dificultad de batallar con una lengua

extraña amargaba como hiel la suavidad de aquellas fabulosas narraciones

griegas. La lengua yo no la conocía, y sin embargo se me amenazaba con penas

y rigores como si bien la conociera. Tampoco conocía yo en mi infancia la

lengua latina; pero con la sola atención la fui conociendo, sin miedo ni fatiga, y

hasta con halagos de parte de mis nodrizas, y con afectuosas burlas y juegos

alegres que inspiraban mi ignorancia. 

 

2. La aprendí pues sin presiones, movido solamente por la urgencia que yo

mismo sentía de hacerme comprender. Iba poco a poco aprendiendo las palabras,

no de quien me las enseñara, sino de quienes hablaban delante de mí; y yo por

mi parte ardía por hacerles conocer mis pensamientos. Por donde se ve que para

aprender mayor eficacia tiene la natural curiosidad que no una temerosa

coacción. Pero tú, Señor, tienes establecida una ley: la de que semejantes

coacciones pongan un freno benficioso al libre flujo de la espontaneidad. Desde

la férula de los maestros hasta las pruebas terribles del martirio, es tu ley que

todo se vea mezclado de saludables amarguras, con las que nos llamas hacia ti

en expiación de las pestilentes alegrías que de ti nos alejan. 

 

 

 

 

CAPITULO XV

 

1. Escucha, Señor, mi súplica para que mi alma no se quiebre bajo tu disciplina,

ni desmaye en confesar las misericordias con las que me sacaste de mis pésimos

caminos. Seas tú siempre para mí una dulzura más fuerte que todas las

mundanas seducciones que antes me arrastraban. Haz que te ame con hondura y

apriete tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre hasta el

fin de todas las tentaciones. 

 

2. Sírvate pues, Dios y Señor mío, cuanto de útil aprendí siendo niño; y sírvate

cuanto hablo, escribo, leo o pongo en números. Porque cuando aprendía yo

vanidades, tú me dabas disciplina y me perdonabas el pecaminoso placer que en

ellas tenía. Es cierto que en ellas aprendí muchas coas que me han sido de

utilidad; pero eran cosas que también pueden aprenderse sin vanidad alguna.

Este camino es el mejor, y ojalá todos los niños caminaran por esta senda

segura. 


 

 

 

 

 

CAPITULO XVI

 

1. ¡Maldito seas, oh río de las costumbres humanas, pues nadie te puede resistir!

¿Cuándo te secarás? ¿Hasta cuándo seguirás arrastrando a los pobres hijos de

Eva hacia mares inmensos y tormentosos en los que apenas pueden navegar los

que se suben a un leño? ¿No he leído yo acaso en ti que Júpiter truena en el cielo

pero es adúltero sobre la tierra? Ambas cosas son incompatibles, pero él las

hizo; y con la alcahuetería de truenos falsos dio autoridad a quienes lo imitaran

en un adulterio verdadero. ¿Y cuál de aquellos maestros más insignes soportaría

sin impaciencia que un hombre de su misma condición dijese que Homero en

sus ficciones transfería a los dioses los vicios humanos en vez de traspasar a los

hombres cualidades divinas?

 

Aunque mayor verdad habría de decir que él en sus ficciones atribuía cualidades

divinas a hombres viciosos; con lo cual los vicios quedaban cohonestados, y

quien los tuviera podía pensar que imitaba no a hombres depravados, sino a

celestes deidades. 

 

2. Y sin embargo, ¡oh río infernal! En tus ondas se revuelven los hijos de los

hombres en pos de la ganancia; y en mucho se tiene el que las leyendas

homéricas se representen en el Foro, bajo el amparo de leyes que les conceden

crecidos estipendios. Y haces, oh río, sonar tus piedras, diciendo: "Aquí se

aprende el arte de la palabra, aquí se adquiere la elocuencia tan necesaria para

explicar las cosas y persuadir los ánimos". 

 

En efecto: no conoceríamos palabras tales como lluvia de oro, regazo, engaño y

templos del cielo si no fuera porque Terencio las usa cuando nos presenta a un

joven disoluto que quiere cometer un estupro siguiendo el ejemplo de Júpiter.

Porque vió en una pared una pintura sobre el tema de cómo cierta vez Júpiter

embarazó a la doncella Dánae penetrando en su seno bajo la forma de una lluvia

de oro. Y ¡hay que ver cómo se excita la concupiscencia de ese joven con

semejante ejemplo, que le viene de un dios! ¿Y qué dios? Se pregunta. Pues,

nada menos que aquel que hace retemblar con sus truenos los templos del cielo.

Y se dice: "¿No voy yo, simple hombre, a hacer lo que veo en un dios? ¡Claro

que sí! Y ya lo he hecho, y con toda mi voluntad".  

 

3. Y no es que con estas selectas palabras se expresen mejor semejantes

torpezas; sino más bien, que bajo el amparo de esas palabras las torpezas se

cometen con más desahogo. No tengo objeciones contra las palabras mismas,

que son como vasos escogidos y preciosos; pero sí las tengo contra el vino de

error que en ellos nos daban a beber maestros ebrios, que todavía nos amenzaban

si nos negábamos a beber. Y no teníamos un juez a quien apelar. Y sin embargo,

Dios mío, en quien reposa ya segura mi memoria, yo aprendía tales vanidades

con gusto; y, mísero de mí, encontraba en ellas placer. Por eso decían de mí que

era un niño que mucho prometía para el futuro. 


 

 

CAPITULO XVII

 

1. Permíteme, Señor, decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos

con que lo desperdiciaba. 

 

Me proponían algo que mucho me inquietaba el alma. Querían que por amor a la

alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado repitiera las palabras deJuno,

iracunda y dolida de que no podía alejar de Italia al rey de los teucros (Virgilio,

Eneida 1, 38). 

 

Pues nunca había oído yo que Juno hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban

a seguir como vagabundos los vestigios de aquellas ficciones poéticas y a decir

en prosa suelta lo que los poetas decían en verso. Y el que lo hacía mejor entre

nosotros y era más alabado, era el que según la dignidad del personaje que fingía

con mayor vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de

su personaje. 

 

2. Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué era

yo, cuando recitaba, más alabado que otros coetáneos míos y compañeros de

estudios? ¿No era todo ello viento y humo? ¿No había por ventura otros temas

en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio? Los había. Tus alabanzas,

Señor, tus alabanzas como están en la Santa Escritura, habrían sostenido el gajo

débil de mi corazón; y no habría yo quedado como presa innoble de los pájaros

de rapiña en medio de aquellas vanidades. 

 

 

 

 

CAPITULO XVIII

 

1. No es pues maravilla si llevado por tanta vanidad me descarriaba yo lejos de

ti, mi Dios. Para mi norma y gobierno se me proponían hombres que eran

reprendidos por decir con algún barbarismo o solecismo algún hecho suyo no

malo, pero eran alabados y glorificados cuando ponían en palabras adecuadas y

con buena ornamentación sus peores concupicencias. Y tú, Señor, ¡ves todo esto

y te callas! ¡Tú, que eres veraz, generoso y muy misericordioso! (Sal. 102, .

Pero no vas a seguir por siempre callado. Ahora mismo has sacado del terrible

abismo a un alma que te busca y tiene sed de deleitarse en ti; un alma que te

dice: "He buscado, Señor, tu rostro y lo habré siempre de buscar" (Sal. 26, .

Porque yo anduve lejos de tu rostro, llevado por una tenebrosa pasión. 

 

2. Porque nadie se aleja de ti o retorna a ti con pasos corporales por los caminos

del mundo. ¿Acaso aquel hijo menor tuyo que huyó de ti, para disipar en una

región lejana cuanto le habías dado, tuvo en el momento de partir necesidad de

caballos, o carros o naves? ¿Necesitó acaso alas para volar, o presurosas

rodillas? Tú fuiste para él un dulce padre cuando le diste lo que te pidió para

poder marcharse; pero mucho más dulce todavía cuando a su regreso lo recibiste

pobre y derrumbado. El que vive en un afecto deshonesto vive en las tinieblas

lejos de tu rostro. 


 

 

Mira pues, Señor, con paciencia lo que tienes ante los ojos. ¡Con cuánto cuidado

observan los hijos de los hombres las reglas que sobre el sonido de letras y

sílabas recibieron de sus maestros, al paso que descuidan las leyes que tú les

pones para su eterna salvación! Así sucede que quien es conocedor de las leyes

de la gramática no osportará que alguien diga "ombre" por "hombre",

suprimiendo la aspiración de la primera sílaba; pero en cambio tendrá por cosa

ligera, de nada, si siendo hombre él mismo, odia a los demás hombres contra tu

mandamiento. Como si le fuera posible a alguien causarle a otro un daño mayor

que el que se causa a sí mismo con el odio que le tiene; como si pudiera causarle

a otro una devastación mayor que la que a sí mismo se causa siendo su enemigo. 

 

3. Y por cierto no hay cultura literaria que nos sea más íntima que la conciencia

misma, en la cual llevamos escrito que no se debe hacer a otro lo que nosotros

mismos no queremos padecer (Tb 4, 16 y Mt 7, 12). ¡Cuán distinto eres Tú, oh

Dios inmenso y único, que habitas en el silencio de las alturas, y con inmutables

decretos impones cegueras para castigar ilícitos deseos! 

 

Cuando alguien busca la fama de la elocuencia atacando con odio a un enemigo

en presencia de un juez y de un auditorio, pone sumo cuidado para no

desprestigiarse con un error de lenguaje. No dirá, por ejemplo, "entre LAS

hombres". Pero en cambio, nada se le da, en la violencia de su odio, si intenta

arrancar a otro hombre de la sociedad de sus semejantes. 

 

 

 

 

CAPITULO XIX

 

1. Al umbral de semejantes costumbres yacía yo infeliz mientras fui niño. Y tal

era la lucha en esa palestra, que más temía yo cometer un barbarismo que

envidiar a los que lo cometían. Ahora admito y confieso en tu presencia aquellas

pequeñeces por las cuales recibía yo alabanza de parte de personas para mí tan

importantes que agradarles me parecía la suma del buen vivir. No caía yo en la

cuenta de la vorágine de torpezas que me arrastraba ante tus ojos. 

 

¿Podían ellos ver entonces algo más detestable que yo? Pues los ofendía

engañando con incontables mentiras a mi pedagogo, a mis maestros y a mis

padres; y todo por la pasión de jugar y por el deseo de contemplar espectáculos

vanos para luego divertirme en imitarlos. 

 

2. Cometí muchos hurtos de la mesa y la despensa de mis padres, en parte

movido por la gula, y en parte también para tener algo que dar a otros

muchachos que me vendían su juego; trueque en el cual ellos y yo

encontrábamos gusto. Pero también en esos juegos me vencía con frecuencia la

vanidad de sobresalir, y me las arreglaba para conseguir victorias fraudulentas.

Y no había cosa que mayor fastidio me diera que el sorprenderlos en alguna de

aquellas trampas que yo mismo les hacía a ellos. Y cuando en alguna me

pillaban prefería pelear a conceder. 

 

3. ¿Qué clase de inocencia infantil era esta? No lo era, Señor, no lo era,

permíteme que te lo diga. Porque esta misma pasión, que en la edad escolar tiene


 

 

por objeto nueces, pelotas y pajaritos, en las edades posteriores, para prefectos y

reyes, es ambición de oro, de tierras y de esclavos. Con  el paso del tiempo se

pasa de lo chico a lo grande, así como de la férula de los maestros se pasa más

tarde a suplicios mayores. 

 

Fue, pues, la humildad lo que tú, Rey y Señor nuestro, aprobaste en la pequeñez

de los niños cuando dijiste que de los que son como ellos es el Reino de los

Cielos (Mt 19,14). 

 

 

 

 

CAPITULO XX

 

1. Y sin embargo, Señor excelentísimo y óptimo Creador de cuanto existe,

gracias te daría si hubieses dispuesto que yo no pasara de la niñez. Poruqe yo

existía y vivía; veía y sentía y  cuidaba de mi conservación, vestigio secreto de

aquella Unidad de la que procedo. Un instinto muy interior me movía a cuidar la

integridad de mis sentidos, y aun en las cosas más pequeñas me deleitaba en la

verdad de mis pensamientos. No me gustaba equivocarme. Mi memoria era

excelente, mi habla ya estaba formada. Me gozaba en la amistad, huía del dolor,

del desprecio y de la ignorancia. ¿Qué hay en un ser así que no sea admirable y

digno de loor?

 

2. Pero todo esto me venía de mi Dios, pues yo no me dí a mí mismo semejantes

dones. Cosas buenas eran, y todas ellas eran mi yo. Bueno es, entonces, el que

me hizo. El es mi bien, y en su presencia me lleno de exultación.


 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO I


 

 

LIBRO II


1. Quiero ahora recordar las fealdades de mi vida pasada, las corrupciones

carnales de mi alma; no porque en ellas me complazca, sino porque te amo a ti,

mi Dios. Lo hago por amor de tu Amor, recordando en la amargura de una

revivida memoria mis perversos caminos y malas andanzas. Para que me seas

dulce tú, dulzura no falaz, dulzura cierta y feliz; para que me recojas de la

dispersión en la que anduve como despedazado mientras   lejos de ti vivía en la

vanidad. 

 

2. Durante algún tiempo de mi adolescencia ardía en el deseo de saciar los más

bajos apetitos y me hice como una selva de sombríos amores. Se marchitó mi

hermosura y aparecí ante tus ojos como un ser podrido y sólo atento a

complacerse a sí mismo  y agradar a los demás. 

 

 

 

 

CAPITULO II

 

1. Nada me deleitaba entonces fuera de amar y ser amado. Pero no guardábamos

compostura, y pasábamos más allá de los límites luminosos de la verdadera

amistad que va de un alma a la otra. De mí se exhalaban nubes de fangosa

concupiscencia carnal en el hervidero de mi pubertad, y de tal manera

obnubilaban y ofuscaban mi corazón que no era yo capaz de distinguir entre la

serenidad del amor y el fuego de la sensualidad. Ambos ardían en confusa

efervescencia y arrastraban mi debilidad por los derrumbaderos de la

concupiscencia en un torbellino de pecados. Tu cólera se abatía sobre mí, pero

yo lo ignoraba; me había vuelto sordo a tu voz y como encadenado, por la

estridencia de mi carne mortal. Esta era la pena con que castigabas la soberbia

de mi alma. Cada vez me iba más lejos de ti, y tú lo permitías; era yo empujado

de aquí para allá, me derramaba y desperdiciaba en la ebullición de las pasiones

y tú guardabas silencio. ¡Oh, mis pasos tardíos! Tú callabas entonces,  y yo me

alejaba de ti más y más, desparramado en dolores estériles, pero soberbio en mi

envilecimiento y sin sosiego en mi cansancio. 

 

2. ¡Ojalá hubiera yo tenido entonces quien pusiera medida a mi agitación, quien

me hubiera enseñado a usar con provecho la belleza fugitiva de las cosas nuevas

marcándoles una meta! Si tal hubiera sido, el hervoroso ímpetu de mi juventud

se habría ido moderando rumbo al matrimonio y, a falta de poder conseguir la

plena serenidad, me habría contentado con procrear hijos como lo mandas tú,

que eres poderoso para sacar renuevos de nuestra carne mortal, y sabes tratarnos

con mano suave para templar la dureza de las espinas excluídas de tu paraíso. 

 

Porque tu providencia está siempre cerca, aun cuando nosotros andemos lejos.

No tuve quien me ayudara a poner atención a tu Palabra que del cielo nos baja

por la boca de tu apóstol, cuando dijo: "Estos tendrán la tribulación de la carne,

pero yo os perdono". Y también: "Bueno es para el hombre no tocar a la mujer";


 

 

 

y luego: "El que no tiene mujer se preocupa de las cosas de Dios y de cómo

agradarle; pero el que está unido en matrimonio se preocupa de las cosas del

mundo y de cómo agradar a su mujer" (1Co 7, 28.32.33). Si hubiera yo

escuchado con más atención estas voces habría yo castigado mi carne por amor

del Reino de los Cielos y con más felicidad habría esperado tu abrazo. 

 

3. Pero, mísero de mí, te abandoné por dejarme llevar de mis impetuosos

ardores; me excedí en todo más allá de lo que tú me permitías y no me escapé de

tus castigos. Pues, ¿quién lo podría entre todos los mortales? Tú me estabas

siempre presente con cruel misericordia y amargabas mis ilegítimas alegrías para

que así aprendiera a buscar goces que no te ofendan. 

 

¿Y dónde podía yo conseguir esto sino en ti, Señor, que finges poner dolor en

tus preceptos, nos hieres para sanarnos y nos matas para que no nos muramos

lejos de ti? 

 

¿Por dónde andaba yo, lejos de las delicias de tu casa, en ese año decimosexto

de mi edad carnal, cuando le concedí el cetro a la lujuria y con todas mis fuerzas

me entregué a ella en una licencia que era indecorosa ante los hombres y

prohibida por tu ley? Los míos para nada pensaron en frenar mi caída con el

remedio del matrimonio. Lo que les importaba era solamente que yo aprendiera

lo mejor posible el arte de hablar y de convencer con la palabra. 

 

 

 

 

CAPITULO III

 

1. Aquel año se vieron interrumpidos mis estudios. Me llamaron de la vecina

ciudad de Madaura a donde había ido yo para estudiar la literatura y la

elocuencia, con el propósito de enviarme a la más distante ciudad de Cartago.

Mi padre, ciudadano de escasos recursos en Tagaste, con más ánimo que dinero,

preparaba los gastos de mi viaje. 

 

Pero, ¿a quién le cuento yo todas estas cosas? No a ti, ciertamente, Señor; sino

en presencia tuya a todos mis hermanos del mundo; a aquellos, por lo menos, en

cuyas manos puedan caer estas letras mías. ¿Y con qué objeto? Pues, para que

yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad y la necesidad de clamar

ati desde los más hondos abismos. Porque nada puede haber que más vecino sea

de tu oído que un corazón que te confiesa y una vida de fe. A mi padre no había

quien no lo alabara por ir más allá de sus fuerzas para dar a su hijo cuanto había

menester para ese viaje en busca de buenos estudios, cuando ciudadanos

opulentos no hacían por sus hijos nada semejante. Pero este mismo padre que

tanto por mí se preocupaba, no pensaba para nada en cómo podía yo crecer para

ti, ni hasta dónde podía yo mantenerme casto; le bastaba con que aprendiera a

disertar, aunque desertara de ti y de tus cuidados, Dios mío, tú que eres uno,

verdadero y bueno y dueño de este campo tuyo que es mi corazón. 

 

2. En ese año decimosexto de mi vida, forzado por las necesidades familiares a

abandonar la escuela, viví con mis padres, y se formó en mi cabeza un matorral

de concupiscencias que nadie podía arrancar. Sucedió pues que aquel hombre


 

 

 

que fue mi padre me vió un día en los baños, ya púber y en inquieta

adolescencia. Muy orondo fue a contárselo a mi madre, feliz como si ya tuviera

nietos de mi; embriagado con un vino invisible, el de su propia voluntad

perversa e inclinada a lo más bajo; la embriaguez presuntuosa de un mundo

olvidado de su Creador y todo vuelto hacia las criaturas. 

 

Pero tú ya habías empezado a echar en el pecho de mi madre los cimientos del

templo santo en que ibas a habitar. Mi padre era todavía catecúmeno, y de poco

tiempo;  entonces, al oírlo ella se estremeció de piadoso temor; aunque yo no me

contaba aún entre los fieles, ella temió que me fuera por los desviados caminos

por donde van los que no te dan la cara, sino que te vuelven la espalda. 

 

3. ¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más

me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino tuyas

eran aquellas palabras que con voz de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al

oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para ponerlas en

práctica. Ella no quería que yo cometiera fornicación y recuerdo cómo me

amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no

debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me parecían debilidades de

mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. 

 

Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú

callabas, cuando por su voz me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te

despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo. Pero yo nada sabía. Iba desbocado,

con una ceguera tal, que no podía soportar que me superaran en malas acciones

aquellos compañeros que se jactaban de sus fechorías tanto más cuanto peores

eran. Con ello pecaba yo no sólo con la lujuria de los actos, sino también con la

lujuria de las alabanzas. 

 

4. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del vicio? Pero yo,

para evitar el vituperio me fingía más vicioso y, cuando no tenía un pecado real

con el cual pudiera competir con aquellos perdidos inventaba uno que no había

hecho, no queriendo parecer menos abyecto que ellos ni ser tenido por tonto

cuando era más casto. 

 

Con tales compañeros corría yo las calles y plazas de Babilonia y me revolcaba

en su cieno como en perfumes y unguentos preciosos; y un enemigo invisible me

hacía presión para tenerme bien fijo en el barro; yo era seducible y él me

seducía. 

 

Ni siquiera mi madre, aquella mujer que había huído ya de Babilonia pero

andaba aún con lentos pasos por sus arrabales tomó providencias para hacerme

conseguir aquella pureza que ella misma me aconsejaba. Lo que de mí había

oído decir a su marido lo sentía peligroso y pestilente; yo necesitaba del freno de

la vida conyugal si no era posible cortarme en lo vivo la concupiscencia. Y, sin

embargo, ella no cuidó de esto: temía que los lazos de una mujer dieran fin a mis

esperanzas. No ciertamente la esperanza de la vida futura, que mi madre ya

poseía; pero sí las buenas esperanzas de aprendizaje de las letras que tanto ella

como mi padre deseaban vivamente; él, porque pensaba poco en ti y formaba a

mi propósito castillos en el aire; y ella, porque no veía en las letras un estorbo,


 

 

sino más bien una ayuda para llegar a ti. Todo esto lo conjeturo  recordando lo

mejor que puedo cómo eran mis padres. Por este motivo y sin un necesario

temperamento de severidad, me soltaban las riendas y yo me divertía, andaba

distraído y me desintegraba en una variedad de afectos y en una ardiente

ofuscación que me ocultaba, Señor, las serenidades de tu verdad. "Y de mi craso

pecho salía la iniquidad" (Sal. 72, 7). 

 

 

 

 

CAPITULO IV

 

1. El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones

humanos y que ni la maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que

soporte a otro ladrón? Ni siquiera un ladrón rico soporta al que roba movido por

la indigencia. Pues bien, yo quise robar y robé; no por necesidad o por penuria,

sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque robé cosas que

tenía ya en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni

siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí,

el pecado. 

 

Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no eran

apetecibles ni por su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces perversos, a

sacudir el peral a eso de la medianoche, pues hasta esa hora habíamos alargado,

según nuestra mala costumbre, los juegos. Nos llevamos varias cargas grandes

no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para

echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido. 

 

2. Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón al que tuviste misericordia

cuando se hallaba en lo profundo del abismo. Que él te diga que era lo que

andaba yo buscando cuando era gratuitamente malo; pues para mi malicia no

había otro motivo que la malicia misma. Detestable era, pero la amé; amé la

perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto

mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba de tu firme apoyo rumbo al

exterminio, sin otra finalidad en la ignominia que la ignominia misma. 

 

 

 

 

CAPITULO V

 

1. Porque se da ciertamente un atractivo en todo lo que es hermoso: en el oro, en

la plata, en todo. En el tacto de la carne mucho tiene que ver el halago, así como

los demás sentidos encuentran en las cosas corporales una peculiaridad que les

reponde. Belleza hay también en el honor temporal, en el poder de vencer y

dominar, de donde proceden luego los deseos de la venganza. Y sin embargo,

Señor, para conseguir estas cosas no es indispensable separarse de ti ni violar tus

leyes. Y la vida que aquí vivimos tiene su encanto en cierto modo particular de

armonía y de conveniencia con todas estas bellezas inferiores. Así como también

es dulce para los hombres la amistad, que con sabroso nudo hace de muchas

almas una sola. 


 

 

2. Por conseguir estas cosas y otras semejantes se admite el pecado; por cuanto

una inmoderada inclinación hace que se abandonen otros bienes de mayor valía,

que son realmente supremos: tú mismo, Señor, tu verdad y tu ley. Es indudable

que también estas cosas ínfimas tienen su deleite; pero no es tan grande como mi

Dios, creador de todas las cosas, que es deleite del justo y delicia de los

corazones rectos. Por lo cual, cuando se pregunta sobre las posibles causas del

pecado, se suele pensar que no está sino en el vivo deseo de alcanzar o de no

perder esos bienes que he llamado ínfimos. Son, a no dudarlo, hermosos y

agradables en sí mismos, aun cuando resultan a ras de tierra y despreciables

cuando se los compara con los bienes superiores, los únicos que dan verdadera

felicidad. 

 

3. Alguno, por ejemplo, comete un homicidio. ¿Por qué lo hizo? Lo hizo, o

porque quería quedarse con la mujer o el campo de otro, o porque tal

depredación lo ayudaría a vivir, o porque temía que el occiso lo desposeyera de

algo, o porque había recibido de él algún agravio que encendió en su pecho el

ardor de la venganza. De Catilina, hombre en exceso malo y cruel, se ha dicho

que era malo gratuitamente, que hacía horrores sólo porque no se le

entumecieran por la falta de ejercicio ni la mano ni el ánimo. No deja de ser una

explicación. Pero esto no lo es todo. Lo cierto es que de haberse apoderado del

gobierno de la ciudad mediante tal acumulación de crímenes tendría honores,

poder y riquezas; se libraba, además, de temor de las leyes inducido por la

conciencia de sus delitos y del mal pasar debido a la pobreza de su familia. Ni el

mismo Catilina amaba sus crímenes por ellos mismos, sino por otra cosa que

mediante ellos pretendía conseguir. 

 

 

 

CAPITULO VI

 

1. ¿Qué fue pues, miserable de mí, lo que en ti amé, hurto mío, delito mío

nocturno, en aquel decimosexto año de mi vida? No eras hermoso, pues eras un

hurto. Pero, ¿eres acaso algo real, para que yo ahora hable contigo? 

 

Bonitas eran aquellas frutas que robamos, pues eran criaturas tuyas, ¡oh, tú,

creador de todas ellas, sumo Bien y verdadero Bien! Hermosas eran, pero no

fueron ellas lo que deseó mi alma miserable, ya que yo las tenía mejores. Si las

corté fue sólo para robarlas y, prueba de ello es que apenas cortadas, las arrojé;

mi banquete consistió meramente en mi fechoría, pues me gozaba en la maldad.

Porque si algo de aquellas peras entró en mi boca, su condimento no fue otro

que el sabor del delito. 

 

Ahora me pregunto, Dios mío, por qué motivo pude deleitarme en aquel hurto.

Las peras en sí no eran muy atractivas. No había en ellas el brillo de la equidad y

de la prudencia; pero ni siquiera algo que pudiera ser pasto de la memoria, de los

sentidos, de la vida vegetativa. No eran hermosas como lo son las estrellas en el

esplendor de sus giros; ni como lo son la tierra y el mar, llenos como están de

seres vivientes que vienen a reemplazar a los que van feneciendo y, ni siquiera

tenían la hermosura aparente y oscura con que nos engañan los vicios. 


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