¡Dios te salve María!
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CAPITULO IX Esto es lo que se ama en los amigos y de tal manera ama que la conciencia se siente culpable cuando no se corresponde el amor con amor, sin buscar del cuerpo del amigo otra cosa que signos de benevolencia. De aquí el luto cuando se muere un amigo; de aquí los sombríos dolores y el corazón empapado en una dulzura que se trocó en amargura y la vida que se perdió en los que mueren es muerte para los que siguen viviendo. Dichoso el que te ama a ti y a su amigo en ti y a su enemigo en ti; pues el único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde. ¿Y quién es ése sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra y los llena, pues llenándolos los hizo? A ti no te pierde sino el que te abandona. Y el que te deja, ¿a dónde va, a dónde huye sino de ti benévolo a ti enojado? ¿Y en dónde no encontrará tu ley en su propia pena? Pues tu ley es la verdad y la Verdad eres tú. CAPITULO X 1. ¡Oh Dios de las virtudes, conviértenos a ti, muéstranos tu rostro y seremos salvos! (Sal 79, 4). Porque a dondequiera que se vuelva el alma del hombre fuera de ti, queda fincada en el dolor, aunque se detenga en cosas bellas fuera de ti y fuera de él mismo, cosas que sin ti nada serían. Cosas que tienen su aurora y su ocaso; que al nacer tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son perfectas, envejecen y mueren. Todo envejece y perece. Cuando nacen y tienden al ser, mientras más deprisa crecen para ser perfectas, tanto más se apresuran rumbo al no ser. Así es su manera, tanto como eso les diste. Son parte de cosas, que no coexisten nunca simultáneamente, sino que sucediéndose unas a otras componen el universo cuyas son las partes. Como en la palabra humana, que consta de signos sonoros; no se completa una frase sino a condición de que las palabras, habiendo dicho lo que les toca, dejen el sitio a las palabras que siguen. 2. Por todo eso te alabe mi alma, ¡oh Dios, creador de todas las cosas! Pero que no se embadurne en ellas con el pegamento del amor de los sentidos corporales. Porque las cosas van umbo al no ser y despedazan el alma con deseos pestilenciales, pues ella quiere ser lo que ama y descansa en ello. Pero en las cosas no hay permanencia; no son estables, sino fugitivas. Nadie puede seguirlas en su huída con el sentido de la carne, que es lerdo porque es carnal y ese es su modo. Es suficiente para cosas para las cuales fue hecho, pero no lo es para dominar el flujo de las cosas transeúntes desde su debido principio hasta su fin debido. Es en tu Verbo, Palabra por la cual fueron creadas, donde las cosas oyen su destino: "Desde aquí comienzan y hasta allí llegarán". CAPITULO XI 1. No seas hueca, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón con el tumulto de tus vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama para que vuelvas a El. El es el lugar de la paz imperturbable en donde el amor no es abandonado sino cuando él mismo abandona. Mira cómo receden las cosas para dejar el lugar a otras cosas y que así se integre este inferior universo. "Pero yo, dice el Verbo, no me retiro ni cedo mi lugar". Finca en El tu mansión, alma mía, ahí encomienda todo lo que tienes, aun cuando no sea más que por la fatiga de tanto engaño. Encomienda a la Verdad todo lo que de ella has recibido, segura de que nada habrás de perder: florecerá en ti lo que tienes podrido, quedarás sana de todas tus dolencias. Lo que hay en ti de fugaz y perecedero será reformado y adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas receden, sino que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios estable y permanente. 2. ¿Por qué en tu descarrío sigues los pasos de tu carne? Es ella la que, convertida, a ti debe seguirte. Lo que por su medio sientes es parcial; tú ignoras cómo sea el todo de que forma parte y sin embargo te deleita. Mas si tu sentido carnal fuese idóneo para conocer el todo; si no hubiera recibido en pena justos límites como parte del universo, bien querrías tú que pasara volando todo cuanto existe para mejor conocer el conjunto; a la manera como mediante un sentido corporal sientes lo que se habla pero no quieres que se detengan las sílabas, sino que vuelen y que vengan otras y así puedas entender lo que te dicen. De este modo son siempre las partes que forman un todo pero no existen al mismo tiempo: mayor deleite causa el todo que no las partes, con tal que puedan todas ser sentidas. Pero mucho mejor que todo cuanto existe es el que todo lo hizo, nuestro Dios y Señor, que no recede y a quien nadie puede suceder. CAPITULO XII 1. Entonces: si te agradan los cuerpos, alaba a Dios por ellos y endereza al artífice tu amor; no sea que en las cosas que a ti te placen a él le desagrades. Pero si te agradan las almas ámalas en Dios; porque ellas también son inestables, pero en Dios se estabilizan y sin El pasan y perecen. Han de ser pues, amadas en Dios. Arrastra hacia El a cuantas puedas y diles: "A El y sólo a El debemos amar; El lo hizo todo y no está lejos. Porque no hizo las cosas para marcharse luego, sino las hizo y están en El. Donde El está, la Verdad adquiere sabor; El está muy adentro del corazón, pero el corazón se aparta de El. Volveos, prevaricadores a vuestro propio corazón (Is 46, Estad con El y seréis estables; descansad en El y vuestro descanso será verdadero. ¿A dónde vais por fragosos caminos? Lo que amáis, de El procede y no es bueno y suave sino por cuanto a El se refiere. Pero lo dulce se volverá justamente amargo si se le ama con injusticia, con abandono de aquel que lo creó". 2. ¿A dónde vais pues, una vez y otra vez, por caminos difíciles y laboriosos? Buscad la paz que queréis encontrar; pero la paz no está en donde la andáis buscando. Pues, ¿cómo hablar de una vida feliz cuando ni siquiera es vida? Cristo, nuestra vida, bajó acá para llevarse nuestra muerte y matarla con la abundancia de su vida; con tonante voz nos llamó para que volviéramos a El en el secreto santuario de aquel vientre virginal en que El se desposó con la humana criatura, carne mortal, pero no para siempre mortal; y de ahí, como esposo que sale de su tálamo se llenó de exultación, gigante ansioso de recorrer su camino (Sal 18, 6). Porque no se tardó, sino que corrió, clamando con los dichos, con los hechos, con su muerte, con su vida, con su descenso y su ascenso, que volvamos El. Y luego desapareció de nuestra vista para que lo busquemos en nuestro corazón y allí lo encontremos. 3. Se fue, pero aquí está. No se quiso quedar largo tiempo con nosotros, pero no nos dejó. Se fue hacia el lugar en que siempre estuvo y que nunca abandonó; porque El hizo el mundo y estuvo en el mundo, a donde vino para salvar a los pecadores. A El se confiesa mi alma, para que El la sane, pues había pecado contra El. ¿Hasta cuándo, hijos de los hombres seréis de pesado corazón? (Sal 40, 6). ¿No queréis acaso, después de que la vida descendió hasta nosotros, ascender y vivir? Pero, ¿a dónde subís si ya estáis en alto y habéis puesto vuestra boca en el cielo? (Sal 72, 9). Descended primero, para poder luego ascender hasta Dios; porque habíais caído al subir contra El. Diles todo esto, alma mía, para que lloren en este valle de lágrimas y así te los puedas llevar hacia Dios; porque del Espíritu de Dios será lo que digas, si lo dices ardiendo en caridad. CAPITULO XIII Todo esto no lo sabía yo entonces; amaba las bellezas de orden inferior, me iba a lo profundo y decía a mis amigos: "¿Amamos algo, acaso, que no sea bello? Pero, ¿qué es la hermosura y qué cosas la tienen? ¿Qué es lo que atrae nuestro ánimo hacia las cosas cuando las amamos? Pues si ninguna gracia ni hermosura tuvieran no nos moverían". Bien advertía yo que en los cuerpos se da una integridad en que reside su hermosura; pero algo muy distinto es su aptitud y la decencia con que se acomodan a algo, como los miembros del cuerpo, que se acomodan y proporcionan al todo. Y muchas otras cosas hay que así son. Esta consideración brotó en mi ánimo desde muy hondo y escribí sobre el tema de lo bello y de lo apto dos o tres libros, no lo recuerdo con exactitud. Tú, Señor, sabes cuántos fueron; yo no los conservo, pues no sé cómo se extraviaron. CAPITULO XIV 1. ¿Qué fue, Dios mío, lo que me movió a dedicar mis libros al renombrado orador romano Hierio a quien de persona no conocía? Yo amaba a este hombre sin conocerlo, pues su gran fama había llegado hasta mí y algunas palabras suyas había yo oído con mucho placer. Pero más aún me movía el que otros las hallaran agradables y a él lo ensalzaran con grandes alabanzas, pues se asombraban de que un hombre de Siria como él, formado inicialmente en la lengua griega hubiera podido luego llegar a la excelencia en la lengua latina. Y a mí me caía muy bien el que fuera tan perito en todo lo relativo al estudio de la sabiduría. De esta manera se ama y se loa a un hombre aun en su ausencia. ¿Será acaso porque el amor pasa de quien alaba a quien oye la alabanza? Por cierto que no; pero el amor de uno enciende el amor en otro. Se ama al ausente porque las alabanzas que se le dedican parecen sinceras y brotadas del corazón, que es siempre el caso cuando alaba el que ama. Era así como amaba yo entonces a los hombres, movido por el juicio de otros hombres y no por el tuyo, Dios mío, en quien nadie se engaña. 2. Y sin embargo: ¿por qué se alaba a Hierio no como se hace con los aurigas célebres o con los cazadores de fieras famosos y favoritos del pueblo; sino de muy diferente manera, con gravedad, como a mí mismo me hubiera gustado ser alabado? Porque yo he amado y alabado, ciertamente, a los cómicos; pero en manera alguna querría ser ni amado ni alabado como lo son ellos. Prefiero sin género de duda la oscuridad total a este tipo de celebridad y más querría ser odiado que no amado de esa manera. Así como un buen caballo es amado por quien no quiere ser caballo aunque bien lo pudiera, así se ha de pensar del cómico, aunque él es hombre como nosotros. O sea, que amo yo en un hombre lo que de ningún modo querría yo ser, siendo hombre él y yo. Insondable abismo es el hombre, Señor, cuyos cabellos tú tienes contados, ninguno de los cuales se pierde en ti. Y mucho más fáciles son de contar sus cabellos que no sus afectos y los movimientos de su corazón. 3. Pero aquel retórico era el tipo de hombre que yo amaba y hubiera querido ser. Lleno de vanidad flotaba yo a todos los vientos; pero tú me gobernabas secretamente. ¿Y de dónde puedo saber para confesártelo con toda certeza que yo amaba a aquel hombre movido más por el amor de quienes lo alababan que no por las cualidades mismas que en él eran loadas? Porque si quienes así lo ensalzaban en lugar de eso lo vituperasen y si con ese menosprecio me refirieran de él las mismas cosas por las cuales lo alababan, de cierto no me habría yo encendido ni entusiasmado por él. Y no por ello habrían cambiado las cosas, ni sería él otro del que era; lo único diferente habría sido el ánimo de quienes de él hablaran. Así es, Señor, como yace enferma el alma cuando todavía no se funda en la solidez de la verdad: se deja mover según sopla el viento de las opiniones humanas; es llevada y traída, torcida y retorcida y atormentada, se le oscurece la luz y no da con la verdad aunque la tenga enfrente. Por todo eso, era para mí algo muy grande e importante el que mis libros y mis estudios fueran conocidos por un varón tan insigne. Su aprobación me habría enardecido, su desaprobación habría herido profundamente mi corazón vanidoso y alejado de tu solidez. Y sin embargo, aquella obrita sobre lo bello y lo apto que yo le había escrito y dedicado, la tenía yo presente y con ella me recreaba en la soledad de mi contemplación, sin necesidad de que nadie me alabara por ello. CAPITULO XV 1. Pero yo no entendía aún la capital importancia de tu acción providencial, ¡oh, Dios omnipotente!, que obras maravillas tú sólo. Mi ánimo vagaba por las formas corporales y distinguía lo bello, que parece bien por sí mismo, de lo apto o conveniente, que lo parece porque se acomoda a algo y esto lo fundaba en ejemplos sacados del mundo corporal. De eso pasé a la consideración de la naturaleza del alma; pero la falsa idea que me había formado sobre lo que es el espíritu me impedía ver la verdad. La fuerza de la verdad irrumpía en mis ojos; pero yo apartaba la mente vacilante del concepto mismo de lo incorpóreo, reduciéndolo todo a líneas, colores y volúmenes. Y porque tales cosas espirituales no las podía forjar en mi imaginación creía no poder conocer el alma. Ya amaba la paz en la virtud y odiaba en el vicio la discordia; advertía en aquella la unidad y en éste la división. Y en aquella unidad me parecía que estaba la mente racional, la naturaleza de la verdad y del sumo bien; al paso que en la división del vicio veía yo la vida irracional, no sé que naturaleza y sustancia del sumo mal, que no era sólo sustancia, sino también vida. Y no sólo vida, mísero de mí, sino vida absoluta e independiente de ti, de quien todo procede. Y a la primera, concebida por mí como "mente sin sexo", la llamaba mónada y al otro lo llamaba "díada", de que proceden la ira en el crimen y la sensualidad en los vicios. Así hablaba yo sin saber lo que decía. 2. Ignoraba yo, pues de nadie lo había aprendido, que el mal no es una sustancia y que la mente humana no es tampoco el bien sumo e inmutable. Así como se cometen los crímenes cuando es vicioso el movimiento del ánimo y éste se avienta con ímpetu y con turbia insolencia y, así como se cometen los vicios cuando es inmoderada la inclinación del alma hacia las voluptuosidades carnales, así también los errores y las falsas opiniones contaminan la vida cuando la misma mente racional es viciosa. Así era la mía entonces; yo ignoraba que la mente ha de ser iluminada por otra lumbre, ya que no es ella misma la esencia de la verdad. "Tú, Dios mío, iluminarás mi lucerna, iluminarás mis tinieblas y de tu plenitud recibimos todos"(Sal 17, 20; Jn 1, 16). Porque tú eres la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9). Y en ti no hay mutación ni sombra de declinación (St 1, 17). Esforzábame yo por llegar a ti, pero era de ti rechazado, pues a los soberbios tú les resistes (1P 5, 5). 3. ¿Qué soberbia mayor que la de pensar en mi demencia que yo soy de la misma naturaleza que tú? Como yo me sabía mudable precisamente porque quería ser sabio para pasar de lo menos bueno a lo mejor, antes que admitir que yo era lo que eres tú, prefería pensar que tú eres mudable como yo. Entonces tú me rechazabas y resistías a mi fatua vanidad y yo, siendo carne, lo manifestaba imaginándome formas corpóreas y, espíritu vagabundo, no retornaba a ti y me movía entre cosas que no existen ni en ti ni en mí, ni fuera de mí. No eran formas creadas en mí por tu verdad, sino fingidas por mi imaginación sobre el modelo de lo que son los cuerpos y, a tus hijos fieles, de los cuales andaba sin saberlo desterrado, les decía con parlanchina necedad: "¿Cómo puede errar el alma si fue creada por Dios?. Y no quería que se me respondiera: "Entonces, ¿Dios puede errar?". Y prefería pensar que tu sustancia inmutable erraba por necesidad, más bien que admitir que mi sustancia mudable yerra por albedrío y encuentra en el error mismo su pena. 4. Tenía yo veintiseis o veintisiete años cuando compuse aquellos libros revolviendo en mi mente ficciones corpóreas que aturdían mi corazón y, sin embargo, tendía mi oído interior a la dulce melodía de tu voz, pues al meditar sobre lo bello y lo apto deseaba, en el fondo, estar ante ti y escucharte y gozar con la voz del esposo (Jn 3, 29). Pero no podía; las voces de mi error me sacaban fuera de mí y me arrastraban hacia abajo con el peso de mi soberbia. Es que tú no dabas gozo a mi oído ni alegría; ni tampoco exultaban mis huesos (Sal 50, 10), porque no eran humildes. CAPITULO XVI 1. Pero, ¿de qué me sirvió el haber leído y entendido por mí mismo cuando tenía veinte años el libro de Aristóteles llamado "De las diez categorías"? Mi maestro el retórico de Cartago y otros que pasaban por doctos mencionaban ese libro con sonoro énfasis y yo quedaba arrobado. Curioso y como presintiendo algo grande y divino, lo leí yo sólo y lo entendí. Dialogué luego sobre él con otros que decían haberlo comprendido con harto trabajo, aun cuando se lo explicaban maestros doctísimos que no sólo se valían de palabras, sino también de figuras dibujadas con el dedo en el polvo y no me pudieron decir nada que no hubiera yo entendido leyendo solo en mi estudio. Dichas categorías me parecían explicar bien claro lo que son las sustancias, como el hombre y lo que son las propiedades del hombre, como su figura, su estatura, de pie o sentado, calzado o armado, si hace algo o padece algo. Esto lo pongo a guisa de ejemplos de las innumerables cosas que caben en esos nueve géneros y en el género de sustancia. 2. Pero todo esto en lugar de ayudarme me estorbaba, creyendo que todo cuanto existe está comprendido en esas categorías, pensaba que tú mismo, ser admirablemente simple e inmutable, quedabas comprendido en ellas a la par de los demás seres y estimaba que tu grandeza y tu belleza estaban en ti como en un sujeto que las tuviera, como pasa con los cuerpos; siendo así que tú mismo eres tu propia grandeza y belleza. Al contrario de ti, un cuerpo no es ni grande ni hermoso por el solo hecho de ser cuerpo, ya que si fuera menos grande y bello sería cuerpo todavía. Pero todo eso no era verdad sino falsedad cuando lo pensaba de ti: ficciones de mi miseria y no fundamentos de tu bienaventuranza. En mí se cumplía algo que tú habías mandado:que la tierra diera abrojos y espinas (Gn 3, 18) y que con trabajo llegara a mi pan. 3. ¿De qué me sirvió pues, siendo como era esclavo de mis malos apetitos, el haber leído y entendido por mí mismo todos aquellos libros de las llamadas liberales? Mucho me alegraba con ellas, pero no sabía cuál era el origen de cuanto hay en ellas de cierto y verdadero. A la luz tenía vuelta la espalda y la cara a las cosas por ella iluminadas, por lo cual mi propio rostro, que veía iluminadas las cosas, no era él mismo iluminado. Todo lo que entendí sin mayor trabajo y sin maestro alguno acerca del arte de hablar y de disertar, sobre las dimensiones de las figuras, sobre la música y acerca de los números, lo entendí porque tú, Dios mío, me habías dado el don de un entendimiento vivaz y agudo para discutir; pero siendo dones tuyos no los usaba yo para tu alabanza. Por eso mis conocimientos me resultaban más que útiles, perniciosos. Me empeñé en conservar para mí la mejor parte de mi herencia y no te consagré a ti mis energías, sino que me marché lejos de tu presencia a una región remota para malbaratarlo todo con las meretrices de mis malos apetitos. ¿De qué podía servirme una cosa buena si la usaba mal? Pero de la dificultad con que tropezaban personas estudiosas e inteligentes para entender esas artes no me percataba yo sino cuando me ponía a explicárselas y el mejor de mis discípulos era el que con menor tardanza me podía seguir. 4. Pero, ¿de qué me servía todo eso cuando yo pensaba de ti, mi Señor, que eras un cuerpo inmenso y lúcido y yo una partecita de ese cuerpo? Mucha perversidad era ésta; pero así era yo entonces. Ahora no me averguenzo de invocarte y de confesar las muchas misericordias que tuviste conmigo, ya que no me avergoncé entonces de proferir ante los hombres mis blasfemias y ladrar contra ti. ¿De qué me servía la agilidad de mi ingenio en aquellas disciplinas y comprender sin ayuda de nadie aquellos libros tan difíciles si con sacrílega torpeza erraba yo en la doctrina de la piedad? ¿O qué perjuicio reportaban tus hijos pequeños por tener un ingenio más tardo si no se apartaban de ti y en el nido de tu Iglesia pelechaban y nutrían sus alas con el alimento de una fe saludable? 5. Esperemos, Señor, bajo la sombra de tus alas (Sal 62, líbranos. Tú llevarás a los párvulos y también a los ancianos encanecidos; pues cuando nuestra firmeza eres tú, es en verdad firmeza, mientras que cuando es solamente nuestra no es sino debilidad. En ti nuestro bien está siempre vivo y cuando de ti nos apartamos, nos pervertimos. Volvamos ya a ti, Señor, para no quedar abatidos; en ti vive siempre y sin defecto nuestro bien, que eres tú mismo y no temeremos que no haya lugar a donde volver por haber nosotros caído de él. Nuestra casa no se derrumba por nuestra ausencia, pues nuestra casa es tu eternidad. CAPITULO I LIBRO V Recibe, Señor, el sacrificio de estas confesiones por medio de esta lengua que me diste y que excitas para que alabe tu nombre. sana todos mis huesos y digan: ¿Quién hay, Señor, que sea semejante a ti? (Sal 34, 10). Pues el que se confiesa a ti no te hace saber lo que pasa en él, sino que te lo confiesa. El corazón más cerrado es patente a tu mirada y tu mano no pierde poder por la dureza de los hombres, ya que tú la vences cuando quieres, o con la venganza o con la misericordia: No hay quien pueda esconderse a tu calor (Sal 18, 7). Alábete mi alma, para que pueda llegar a amarte; que te confiese todas tus misericordia y por ellas te alabe. No cesa en tu loor ni calla tus alabanzas la creación entera; ni se calla el espíritu, que habla por la boca de quienes se convierten en ti; ni los animales, ni las cosas inanimadas que hablan por la boca de quienes las conocen y contemplan, para que nuestra alma se levante de su abatimiento hacia ti apoyándose en las cosas creadas y pasando por ellas hasta llegar a su admirable creador, en quien alcanza su renovación y una verdadera fortaleza. CAPITULO II 1. ¡Qué se vayan y huyan de ti los inquietos y los impíos! Pero tú los ves y los distingues muy bien entre las sombras. Y tu creación sigue siendo hermosa, aunque los tenga a ellos, que son odiosos. ¿Qué daño te han podido causar, o en qué han menoscabado tu imperio, que desde el cielo hasta lo más ínfimo es íntegro y justo? ¿A dónde fueron a dar cuando huían de tu rostro, o en dónde no has hallado a los fugitivos? Huyeron de ti para no verte, pero tú sí los veías; en su ceguera toparon contigo, pues tú no abandonas jamás cosas que hayas creado. Siendo injustos chocaron contigo y justo fue que de ello sufrieran. Quisieron sustraerse a tu benignidad y fueron a chocar con tu rectitud y cayeron abrumados bajo el peso de tu rigor. Es que no saben que en todas partes estás y que ningún lugar te circunscribe y que estás presente también en aquellos que huyen de ti. 2. Conviértanse pues a ti; que te busquen, pues tú, el creador, no abandonas jamás a tus criaturas como ellas te abandonan a ti. Entiendan que tú estás en ellos; que estás en lo hondo de los corazones de los que te confiesan y se arrojan en ti de cabeza; de los que lloran en tu seno tras de sus pasos difíciles. Tú enjugas con blandura sus lágrimas, para que lloren todavía más y en su llanto se gocen. Porque tú, Señor, no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador que los hiciste y que los restauras y consuelas. ¿Por dónde andaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar. ¡Cuánto menos a ti! CAPITULO III 1. Voy a recordar ahora delante de mi Dios aquel año vigésimo nono de mi vida. Había ya venido a Cartago un cierto obispo de los maniqueos llamado Fausto, que era una verdadera trampa del diablo y a muchos enredaba con el atractivo de su suave elocuencia. Yo, ciertamente, la alababa pero no la confundía con aquella verdad de las cosas de la cual estaba yo tan ávido. Lo que me interesaba no era el hermoso platillo de las palabras, sino lo que pudiera haber de sustanciosa ciencia en la doctrina que el dicho Fausto proponía. Mucho lo había levantado la fama ante mis ojos, como a varón peritísimo en toda clase de honestas disciplinas y especialmente perito en las artes liberales. 2. Y como había yo leído mucho de varios filósofos y lo tenía todo bien claro en la memoria, comparaba algunas de sus afirmaciones con las prolijas fábulas de los maniqueos y mucho más que éstas me parecían dignos de aprobación los principios de aquellos filósofos que fueron capaces de averiguar la naturaleza del mundo, aun cuando al Señor mismo del mundo no lo hayan llegado a conocer. Porque tú, Señor, eres grande, pones los ojos en las cosas humildes y a las grandes las miras desde lejos (Sb 13, 9). No te acercas sino a los de corazón contrito, ni te dejas encontrar por los soberbios por más que en su curiosidad y pericia sean capaces de contar las estrellas y conocer y medir los caminos de los astros por las regiones siderales. En estas cosas tienen los sabios puesta su mente según el ingenio que tú les diste y, de hecho, muchas cosas desconocidas han descubierto. Han llegado a predecir con antelación los eclipses del sol y de la luna; en qué día y a qué hora y en qué grado iban a acontecer y no se engañaron en sus cálculos, pues todo sucedió como lo habían predicho. Escribieron luego sobre las leyes descubiertas y eso se lee hasta el día de hoy y sirve de base para anunciar en qué año, en qué mes, en qué día y a qué hora del día y en qué grado va a faltar la luz del sol o de la luna y tales predicciones resultan acertadas. 3. Todo esto llena de asombro y estupor a los que tales cosas ignoran; pero quienes las saben, llenos de complacencia y engreimiento, com impía soberbia se retiran de tu luz; prevén los oscurecimientos del sol pero no ven la oscuridad en que ellos mismos están, ya que no buscan con espíritu de piedad de dónde les viene el ingenio que ponen en sus investigaciones. Y cuando les viene el pensamiento de que tú los creaste no se entregan a ti para que guardes y conserves lo que creaste. Mundanos como llegaron a hacerse, no se inmolan ante ti, no sacrifican como a volátiles sus pensamientos altaneros, ni refieren a ti la curiosidad con que pretenden moverse entre los misterios del mundo como los peces se mueven en los escondidos fondos del mar; ni matan sus lujurias como se matan los animales del campo para que tú, que eres un fuego devorador, consumas sus muertos desvelos para recrearlos en la inmortalidad. 4. Pero no llegaron a conocer el camino. El camino, que es tu Verbo, por quien hiciste lo que ellos cuentan y a los que lo cuentan y el sentido con que perciben lo que cuentan y la inteligencia con que sacan la cuenta; y tu sabiduría no tiene número (Sal 146, 5). Tu mismo hijo unigénito se hizo para nosotros sabiduría y justicia y santificación (1Co 1, 130), fue contado entre nosotros y pagó tributo al César (Mt 22, 21). No conocieron el camino para descender desde sí mismos hacia él para poder ascender hasta él. Ignorando pues este camino se creen excelsos y luminosos como los astros, cuando en realidad se han venido a tierra y se ha oscurecido su corazón (Rm 1, 21). Es cierto que muchas cosas verdaderas dicen de la creación, pero no buscan con espíritu de piedad al artífice del universo y por eso no lo encuentran, habiéndolo conocido no lo honran como a Dios, ni le dan gracias, sino que se desvanecen en sus propios pensamientos y se tienen por sabios (Rm 1, 21-22), atribuyéndose lo que no es suyo sino tuyo. Por esto mismo te atribuyen a ti, con perversa ceguera, lo que es propio de ellos, suponiendo mentira en ti, que eres la Verdad. Truecan la gloria del Dios incorruptible según la semejanza de la imagen del hombre corruptible y a la imagen de volátiles, de cuadrúpedos y de serpientes (Rm 1, 23). Convierten pues tu verdad en mentira y dan culto y servicio no al Creador, sino a la criatura. 5. De estos filósofos retenía yo muchas cosas verdaderas que habían ellos sacado de la observación del mundo y se me alcanzaba la razón de ellas por el cálculo y la ordenación de los tiempos y las visibles atestaciones de los astros. Comparaba yo eso con los dichos de Maniqueo, el cual escribió sobre esos fenómenos muchas cosas delirantes; pero en sus escritos no aparecía en modo alguno la razón de los equinoccios, los solsticios y los eclipses del sol y de la luna según lo tenía yo aprendido en los libros de la ciencia del siglo. Maniqueo me mandaba creer; pero la creencia que me mandaba no convenía con mis cálculos ni con lo que veían mis ojos: se trataba de cosas del todo diferentes. CAPITULO IV 1. ¿Acaso, Señor, el que sabe estas cosas te agrada con sólo saberlas? Infeliz del hombre que sabiendo todo esto no te sabe a ti y dichoso del que a ti te conoce aunque tales cosas ignore. Pero el que las sepa y a ti te conozca no es más feliz por saberlas, sino solamente por ti, si conociéndote te honra como a Dios y te da gracias y no se envanece con sus propios pensamientos. 2. El que posee un árbol y te da las gracias por sus frutos sin saber cuán alto es y cuánto se extienden sus ramas está en mejor condición que otro hombre que mide la altura del árbol y cuenta sus ramas, pero ni lo posee ni conoce ni ama a su creador y, de manera igual, un hombre fiel cuyas son todas las riquezas del mundo y que sin tener nada todo lo posee (2Co 6, 10), con sólo apegarse a ti, a quien sirven todas las criaturas; aunque no conozca los giros de la osa mayor, en mejor condición se encuentra que el que mide el cielo y cuenta los astros y pesa los elementos, pero no se esmera por ti, que todo lo hiciste en número, peso y medida (Sb 11, 20). CAPITULO V 1. Alguno pidió a no sé qué maniqueo que escribiera también de estas cosas que pueden ser ignoradas sin perjuicio de la piedad. Porque tú dijiste que en la piedad está la sabiduría (Jb 28, 28) y ésta podía ignorarla el maniqueo aun cuando tuviera la ciencia de las cosas. Pero no la tenía y con toda impudencia se atrevía a enseñar y, en consecuencia, no podía alcanzarla. Porque es vanidad hacer profesión de estas cosas mundanales aunque sean en realidad conocidas; pero es piedad el confesarte a ti. Así, pues, aquel hombre descaminado por su locuacidad, habló de muchas cosas en forma tal que los que en verdad las sabían lo pusieron en evidencia y así quedó probada su incapacidad para entender cosas aún más difíciles. Pero él no quería ser estimado en poco; entonces, pretendió convencerlos de que en él residía personalmente y con su plena autoridad, el Espíritu Santo que consuela y enriquece a los tuyos. 2. Fue pues demostrado que había dicho cosas falsas sobre el cielo y las estrellas y sobre los movimientos del sol y de la luna. Y aun cuando estas cosas no pertenecen a la doctrina religiosa, quedó puesta en claro su audacia sacrílega cuando con soberbia y demente vanidad se atrevió a poner afirmaciones no sólo ignorantes sino también falseadas bajo el patrocinio de una divina persona. Cuando oigo decir de algún cristiano hermano mío que no sabe estas cosas y dice una cosa por otra, oigo con paciencia esas opiniones; no veo en qué pueda perjudicarle su ignorancia sobre las cosas del mundo si no piensa de ti cosas indignas. Pero mucho le daña el pensar que tales cosas pertenecen a la esencia de la doctrina de la fe y si se atreve a afirmar con pertinencia lo que no sabe. 3. Pero aun esta flaqueza la soporta maternalmente la caridad en los que están recién nacidos a la fe mientras no llega el tiempo de que surja en ellos el hombre nuevo, el varón perfecto que no es llevado de aquí para allá por cualquier viento de doctrina (Ef 4, 13-14). Aquel hombre, en cambio, se atrevió a presentarse como doctor, consejero, guía y director y, a sus discípulos los persuadía de que no eran seguidores de un hombre cualquiera, sino tu mismo Santo Espíritu; ¿cómo no juzgar semejante audacia como detestable demencia y de no condenarla con firme reprobación y con horror apenas quedaba demostrado que había dicho cosas erróneas? Con todo, no había yo sacado completamente en claro que no pudieran componerse con sus enseñanzas los fenómenos celestes del alargamiento y acortamiento de los días y las noches y los desfallecimientos del sol y de la luna según yo los conocía por otros libros; me quedaba siempre la incertidumbre de que pudiera o no ser así, pero todavía me sentía inclinado a aceptar su autoridad, pues me parecía acreditada por la santidad de su vida. CAPITULO VI 1. Durante esos nueve años bien corridos en que con inmenso deseo de verdad pero con ánimo vagabundo escuché a los maniqueos,estuve esperando la llegada del dicho Fausto. Porque los otros maniqueos con que dada la ocasión me encontraba y no eran capaces de responder a mis objeciones, me prometían siempre que cuando él llegara, con su sola conversación les daría el mate a mis objeciones y aun a otras más serias que yo pudiera tener. Cuando Fausto por fin llegó me encontré con un hombre muy agradable y de fácil palabra; pero decía lo que todos los demás, sólo que con mayor elegancia. Mas no era lo que mi sed pedía a aquel mero, aunque magnífico escanciador de copas preciosas. De las cosas que decía estaban ya hartos mis oídos y no me parecían mejores porque él las dijera mejor, ni verdaderas por dichas con elocuencia; ni sabia su alma porque fuera su rostro muy expresivo y muy elegante su discurso. Los que tanto me lo habían ponderado no tenían buen criterio: les parecía sabio y prudente sólo porque tenía el arte del buen decir. 2. Conozco también otro tipo de hombres, que tienen la verdad por sospechosa y se resisten a ella cuando se les presenta en forma bien aliñada y con abundancia. Pero tú ya me habías enseñado (creo que eras tú, pues nadie fuera de ti enseña la verdad dondequiera que brille y de donde proceda), me habías enseñado, digo, que nada se ha de tener por verdadero simplemente porque se dice con elocuencia, ni falso porque se diga con desaliño y torpeza en el hablar. Pero tampoco se ha de tener por verdadero algo que se dice sin pulimento, ni falso lo que se ofrece con esplendor en la dicción. La sabiduría y la necedad se parecen a los alimentos, que son buenos unos y malos otros, pero se pueden unos y otros servir lo mismo en vasija de lujo que en vasos rústicos y corrientes. La sabiduría y la necedad pueden ofrecerse lo mismo con palabras cultas y escogidas que con expresiones corrientes y vulgares. La avidez con que había yo por tan largo tiempo esperado la llegada de aquel hombre me hacía ciertamente deleitarme en la vivacidad y animación con que disputaba y en el feliz tino con que hallaba las palabras justas, que fácilmente le venían para revestir sus sentencias. Pero me sentía molesto de que en la rueda de quienes lo escuchaban no se me permitiera intervenir para proponerle mis dificultades conversando con él en diálogo familiar. 3. Pero cuando finalmente pude en compañía de algunos amigos ocupar su atención en tiempo que no parecía importuno, le expuse algunos puntos que me preocupaban. Me di cuenta entonces de que tenía enfrente a un hombre ignorante de las disciplinas liberales con la sola excepción de la gramática, de la cual tenía, por otra parte, un conocimiento muy ordinario. Había leído solamente unas pocas oraciones de Tulio y poquísimos libros de Séneca, algunos libros poéticos y los de su propia secta, cuando sucedía que estuvieran escritos en buen latín. Le ayudaba también el cotidiano ejercicio de hablar, que le daba una fluída elocuencia tanto más seductora cuanto que sabía muy bien gobernar su talento con un donaire natural. Es así como lo recuerdo. ¿Lo he recordado bien, Señor y Dios mío, árbitro de mi conciencia? Delante de ti pongo mi corazón y mi memoria. Tú me dirigías entonces con secretos movimientos de tu providencia y, poco a poco, ibas poniendo ante mis ojos mis funestos errores, para que los viera y los aborreciera. CAPITULO VII 1. Cuando aquel hombre a quien había yo tenido por excelente conocedor de las artes liberales se me apareció en toda su impericia comencé a desesperar de que pudiera él aclarar mis problemas y resolver mis dudas. Porque ignorante como era, bien podía conocer la verdad y la piedad si no fuera maniqueo. Porque los libros están repletos de interminables fábulas sobre el cielo y las estrellas, sobre el sol y la luna y no creía yo ya que él me pudiera explicar las cosas como era mi deseo, comparando sus explicaciones con los datos numéricos que había yo leído en otras partes y no sabía si concordaban o no con lo que en los libros maniqueos se decía, ni si daban buena razón de su doctrina. Así que cuando le hube propuesto mis problemas para su consideración y discusión, se comportó con mucha modestia y no se atrevió a arrimar el hombro a tan pesada carga. Bien sabía él que ignoraba tales cosas y no tuvo reparo en reconocerlo. No era de la laya de otros hombres locuaces que yo había padecido, que pretendían enseñarme, pero no decían nada. Fausto era un hombre de corazón; si no lo tenía enderezado hacia ti tampoco lo tenía clavado en sí mismo. No era del todo inconsciente de su impericia y no quiso exponerse temerariamente a disputar y meterse en una situación de la que no pudiera salir ni tampoco retirarse honorablemente y en eso me gustó sobremanera. Porque más hermosa que cuanto yo deseaba conocer es la temperancia de un hombre de ánimo sincero y yo lo encontraba tal en todas las cuestiones más sutiles y difíciles. 2. Rota así la ilusión que yo tenía por los estudios maniqueos y desesperando por completo de sus otros doctores cuando, para las cuestiones que me agitaban, me había parecido insuficiente el más prestigioso de todos ellos, comencé a frecuentarlo en otro terreno. El tenía grande avidez por conocer las letras que yo enseñaba a los adolescentes como maestro retórico de Cartago: comencé pues a leer con él lo que él deseaba por haber oído de ello o lo que yo mismo estimaba adaptado a su ingenio. Por lo demás mi intento por aprovechar en aquella secta quedó completamente cortado, no porque yo me separara de ellos del todo, sino porque no encontrando por el momento nada mejor que aquello en que ciegamente había dado de cabeza, había resuelto contentarme con ello mientras no apareciera ante mis ojos algo mejor. 3. Y así, aquel Fausto, que había sido perdición para muchos, aflojaba sin quererlo ni saberlo el lazo en que estaba yo amarrado. Porque tu mano, Señor, en lo oculto de tu providencia no me dejaba y las lágrimas del corazón que mi madre vertía por mí de día y de noche eran un sacrificio ante ti por mi salvación. Y tú obraste en mí de maravillosas maneras. Sí, Dios mío, tú lo hiciste; tú, que diriges los pasos de los hombres y regulas sus caminos. ¿Ni qué pretensión de salvación puede haber si no viene de tu mano, que recrea lo que creaste? CAPITULO VIII 1. Te las arreglaste para que fuera yo persuadido de ir a Roma para enseñar allí lo mismo que enseñaba en Cartago y no pasaré por alto el recordar el modo como me persuadí. pues en ello se ven muy de manifiesto tus misteriosos procedimientos y tu siempre presente misericordia. No fui a Roma en busca de mayores ganacias ni en pos del prestigio de que mis amigos me hablaban, aunque ciertamente no estaba ajeno a tales consideraciones; pero la razón principal, casi la única fue que yo sabía que en Roma los estudiantes eran más sosegados y se contenían en los límites de una sana disciplina; no entraban a cada rato y con impudente arrogancia a las clases de otros profesores no suyos, sino solamente con su venia y permiso. 2. En Cartago, muy al contrario, los estudiantes eran de una fea e intemperante indisciplina. Irrumpían y con una especie de furia perturbaban el orden que los profesores tenían establecido para sus propios alumnos. Con increíble estupidez cometían desmanes que la ley debería castigar si no los condonara la costumbre, con lo cual quedaban en la condición miserable de poder hacer cuanto les venía en gana, abusos que tu ley no permite ni permitirá jamás. Y los cometían con una falsa sensación de impunidad, ya que en el mero hecho de cometerlos llevan ya su castigo, por cuanto deben padecer males mayores que los que cometieron. Así sucedió que aquella mala costumbre que yo ni aprobé ni hice mía cuando era estudiante, tenía que padecerla de otros siendo profesor. Por eso me pareció conveniente emigrar hacia un lugar en que tales cosas no sucedieran, según me lo decían quienes estaban de ello informados. Y tú, que eres mi esperanza y mi porción en la tierra de los vivientes (Sal 141, 6), me ponías para cambiar de lugar en bien de mi alma estímulos que me apartaran de Cartago y me ponías el señuelo de Roma valiéndote de hombres amadores de la vida muerta que hacían algo insano y prometían allá algo vano y, para corregir mis pasos, te valías ocultamente de la perversidad de ellos y de la mía. Porque los que perturbaban mi quietud estudiosa con insana rabia eran ciegos y, los que me sugerían otra cosa, tenían el sentido de la tierra. Y yo, que detestaba la miseria muy real de aquellos, apetecía la falsa felicidad que éstos me prometían. 3. Cuál era la causa que me movía a huir de Cartago para ir a Roma, tú la sabías, pero no me la hacías saber a mí ni tampoco a mi madre y ella padeció atrozmente de mi partida y me siguió hasta el mar. Y yo la engañé cuando fuertemente asida a mí quería retenerme o bien acompañarme. Fingí que no quería abandonar a un amigo que iba de viaje, mientras el viento se hacía favorable para la navegación. Le mentí pues a aquella madre tan extraordinaria y me escabullí. Pero tú me perdonaste también esa mentira y, tan lleno de sordideces abominables como estaba yo, me libraste de las aguas del mar para que pudiese llegar al agua de tu gracia y absuelto ya y limpio, pudieran secarse los torrentes de lágrimas con que mi madre regaba la tierra por mí en tu presencia. Ella se negaba a regresar sin mí y a duras penas pude persuadirla de que pasara aquella noche en el templo de San Cipriano que estaba cerca de nuestra nave. Pero esa misma noche me marché a escondidas mientras ella se quedaba orando y llorando y sólo te pedía que me impidieras el viaje. Pero tú, con oculto consejo y escuchando lo sustancial de su petición no le concediste lo que entonces te pedía para concederle lo que siempre te pedía. 4. Sopló pues el viento e hinchó nuestra velas y pronto perdimos de vista la ribera en la cual ella a la siguiente mañana creyó enloquecer de dolor y llenaba tus oídos con gemidos y reclamaciones. Tú desdeñabas esos extremos; me dejabas arrebatar por el torbellino de mis apetitos con el fin de acabar con ellos y domabas también el deseo natural de ella con un justo flagelo, pues ella, como todas las madres (y con mayor intensidad que muchas) necesitaba de mi presencia, ignorante como estaba de las inmensas alegrías que tú le ibas a dar mediante mi ausencia. Nada de esto sabía y por eso lloraba y se quejaba; se manifestaba en ella la herencia de Eva, que es buscar entre gemidos a quien gimiendo había dado a luz. Sin embargo, después de haberse quejado de mi engaño y de mi crueldad, volvió a su vida acostumbrada y a rogarte por mí. Y yo continué mi viaje hasta Roma. CAPITULO IX 1. Y he aquí que apenas llegado a Roma me recibe con su flagelo la enfermedad corporal. Ya me iba yendo a los infiernos cargando todos los pecados que había cometido contra ti, contra mí mismo y contra los demás; pecados muchos y muy graves, que hacían todavía más pesada la cadena del pecado original con que en Adán morimos todos (1Co 15, 22). Porque nada de Cristo me habías dado todavía, ni había El reconciliado con la sangre de su cruz las enemistades que contigo había contraído yo por mis pecados; pues, ¿cómo podía destruírlas aquel fantasma crucificado en que yo entonces creía? Tan falsa como me parecía su muerte corporal era real y verdadera la muerte de mi alma y tan real como fue su muerte corporal así era de mentida la vida de mi alma, pues no creía en aquella. Y como la fiebre se hacía más y más grave, me deslizaba yo rumbo a la muerte. ¿Y a dónde me hubiera ido, de morir entonces, sino a los fuegos y tormentos que mis pecados merecían según el orden que tú tienes establecido? Mi madre ausente ignoraba todo esto, pero me asistía con la presencia de su plegaria y tú, que en todas partes estás, la oías en donde ella estaba y en donde estaba yo tenías misericordia de mí. Por esta misericordia recuperé la salud del cuerpo, aunque mi corazón sacrílego seguía enfermo. Porque viéndome en tan grave peligro no tenía el menor deseo de tu bautismo; mucho mejor era yo cuando de niño le solicitaba a mi madre que se me bautizara: así lo recuerdo y así te lo he confesado. 2. Yo había aventajado mucho en la deshonra y en mi demencia me burlaba de tu medicina y tú, sin embargo, no permitiste que muriera yo entonces, que habría muerto dos veces, en el cuerpo y en el alma. Esto habría causado en el corazón de mi madre una herida incurable. Lo digo porque no he ponderado cual conviene el afecto sin medida que por mí sentía y con el cual engendraba en el espíritu al hijo que había alumbrado según la carne. No comprendo como hubiera podido sobrevivir si la noticia de mi muerte la hubiera herido entonces en pleno corazón. ¿Qué habría sido entonces de aquellas plegarias tan grandes y tan ardientes, que no conocían descanso alguno? ¿En dónde estarían, pues no había para ellas otro lugar fuera de ti? Pero, ¿cómo podías tú, el Dios de las misericordias, despreciar el corazón contrito y humillado (Sal 50, 19) de una viuda sobria y casta que hacía abundantes limosnas y servía obsequiosamente a tus siervos; que no se quedaba un sólo día sin asistir al santo sacrificio y que diariamente, por la mañana y por la tarde visitaba tu casa y no para perder el tiempo en locuacidades de mujeres, sino para escuchar tu palabra y que tú escucharas sus preces? 3. ¿Cómo podía ser que tú desoyeras y rechazaras las lágrimas de la que no te pedía oro ni plata ni bien alguno volátil sino la salud espiritual de su hijo, que era suyo porque tú se lo habías dado? No, mi Señor. Bien al contrario, le estabas siempre presente y la escuchabas; ibas haciendo según su orden lo que habías predestinado que ibas a hacer. Lejos de mí la idea de que la hubieras engañado en aquellas visiones y en aquellas respuestas que le diste y que ya conmemoré y otras que no he recordado. Palabras tuyas que ella guardaba fielmente en su corazón y que te presentaba en su oración como documentos firmados de tu propia mano. Tanta así es, Señor, tu misericordia, que te dignas de ligarte con tus promesas y te conviertes en deudor de la criatura a quien le perdonas todas sus deudas. CAPITULO X 1. De aquella enfermedad me hiciste volver a la vida y salvaste al hijo de tu sierva para que pudiera más tarde recibir otra salud mucho mejor y más cierta. Y en Roma me juntaba yo todavía con aquellos santos falsos y engañadores y no sólo con los simples oyentes de cuyo número formaba parte el dueño de la casa en que estuve enfermo, sino que también oía y servía a los elegidos. Todavía pensaba yo que no somos nosotros los que pecamos, sino que peca en nosotros no sé que naturaleza distinta y mi soberbia sentía complacencia en no sentirse culpable ni confesarse tal cuando algo malo había yo hecho. 2. Porque todavía no habías tú puesto una guarda a mi boca ni puerta de comedimiento a mis labios para impedirme la palabra maliciosa y que mi corazón se excusara de los pecados junto con hombres obradores de la iniquidad (Sal 140 3-4); por eso seguía yo tratando con aquellos electos sin esperanza ya de aventajar en la secta, pues había determinado quedarme provisionalmente en ella mientras no diera con cosa mejor y su doctrina la retenía aún, pero cada vez con mayor tibieza y negligencia. Me asaltó entonces la idea de que mucho más avisados habían sido aquellos filósofos que llamaban "académicos", que tienen por necesario dudar de todo y sostienen que nada puede el hombre conocer con certeza. Esta era la idea corriente sobre ellos y yo lo pensé así, pues no conocía entonces su verdadera posición. 3. Tampoco descuidé el reprender en mi huésped la desmedida confianza que veía yo en él sobre las fábulas de que están llenos los libros maniqueos; pero con todo, me ligaba a ellos una familiaridad que no tenía los ímpetus del principio; mas la familiaridad con ellos (de los cuales hay muchos ocultos en Roma) me hacía perezoso para indagar más allá. Y menos que en ninguna parte, Dios y Señor mío, creador de todas las cosas, me imaginaba yo encontrar la verdad en tu Iglesia, de la cual me habían ellos apartado. Muy torpe cosa me parecía el creer que tú hubieras tomado una forma corporal ajustada a los lineamientos del cuerpo humano y, como cuando quería pensar en Dios, no podía pensarlo sino como una mole corporal, ya que era para mí imposible concebir la realidad de otra manera y en esto sólo estaba la causa inevitable de mi error. 4. De aquí que creyera yo con los maniqueos que tal es la sustancia del mal, que tenía o bien una mole negra, espesa y deforme que elos llaman "tierra", o bien una masa tenue y sutil como la del aire, una especie de espíritu maligno que según ellos rastrea sobre esa tierra. Y como la piedad más elemental me prohibía pensar que Dios hubiera creado ninguna cosa mala, ponía yo frente a frente dos moles o masas, infinitas las dos, pero amplia la buena y más angosta la mala y de este pestilencial principio se seguían los otros sacrilegios. Así, cuando a veces me sentía movido a considerar con seriedad la fe católica me sentía por ella repelido, porque no la conocía yo como realmente es. ¡Oh Dios, cuyas misericordias confieso de corazón! Más piedad veía yo en creerte infinito en todas tus partes que no limitado y terminado por las dimensiones del cuerpo humano; aunque por el mero hecho de poner frente a ti una sustancia mala me veía obligado a pensarte finito, contenido y terminado en una forma humana. 5. Y mejor me parecía pensar que tú no habias creado ningún mal, por cuanto mi ignorancia concebía el mal como algo sustantivo y aún corpóreo; no podía mi mente concebirlo sino a manera de un cuerpo sutil que se difundiera por todos los lugares del espacio. Mejor me parecía esto que no pensar que procediera de ti lo que yo creía que era la naturaleza del mal. Y aun de nuestro salvador, hijo tuyo unigénito pensaba yo que emanaba de tu masa lucidísima y venía a nosotros para salvarnos y no creía de él que una naturaleza tan lúcida no podía nacer de la Virgen María sino mezclándose con la carne y no podía imaginarme semejante mezcla sin una contaminación. Me resistía a creer en un Cristo nacido, por no poder creer en un Cristo manchado por la carne. Tus amigos fieles se reirán de mí con amor y suavidad si llegan a leer estas confesiones. Pero así era yo. CAPITULO XI 1. Por otra parte, me parecía que los puntos de la Escritura impugnados por los maniqueos no tenían defensa posible; pero en ocasiones me venía el pensamiento de conferir sobre ellos con algún varón muy docto, para conocer su sentir. Ya desde que enseñaba en Cartago me habían hecho impresión los sermones y discursos de un cierto Helvidio que hablaba y disertaba contra los maniqueos; pues decía sobre las Escrituras cosas que parecían irresistibles y contra las cuales me parecían débiles las respuestas de los maniqueos. 2. Tales respuestas, además, no las daban fácilmente en público; más bien nos decían a nosotros en secreto que los textos del Nuevo Testamento habían sido adulterados por no sé quién que estaba empeñado en introducir en la fe cristiana la ley de los judíos. Pero nunca mostraban para probarlo ningún texto incorrupto de las Escrituras. Por lo que a mí se refiere, siendo como era incapaz de concebir otras cosas que seres materiales, me sofocaban y oprimían con su pesada mole aquellas dos masas infinitas tras de las cuales anhelaba yo; pero no podía respirar el aire puro y delgado de tu verdad. CAPITULO XII 1. Con mucha diligencia comencé pues en Roma lo que me había llevado a ella; la enseñanza del arte de la Retórica. Primero reuní en mi casa a algunos que habían tenido ya noticia de mí y por los cuales me conocieron luego otros. Y comencé a padecer en Roma vejaciones que no había conocido en Africa. Porque ciertamente no se usaban allí las "eversiones" que en Africa había yo conocido, pero en cambio se me anunció desde el principio que los estudiantes romanos se confabulaban para pasar a golpe de la clase de otro maestro abandonando al primero sin pagarle. Eran infieles a la palabra dada, les importaba mucho el dinero y menospreciaban la justicia. Odiábalos yo de todo corazón, aunque mi odio no era perfecto. Lo digo porque más me afectaba lo que yo podía padecer de su parte que no la injusticia que cometían con otros maestros. 2. Ciertamente son innobles estos tales, que fornicando lejos de ti aman esas burlas pasajeras y un lodoso lucro que cuando se lo toca mancha la mano y se abrazan a un mundo pasajero mientras te menosprecian a ti, que eres permanente y que perdonas al alma humana meretriz cuando se vuelve hacia ti. Y aun ahora detesto a esos tales perversos y descarriados, aunque los amo en el deseo de que se corrijan y que prefieran la ciencia que aprenden, al dinero con que la pagan y que más que a ella te estimen a ti, ¡oh Dios!, que eres verdad y superabundancia de bien cierto y de castísima paz. Pero entonces no quería yo que fueran malos por consideración de mi propio interés y para nada pensaba que fueran buenos para gloria de tu Nombre. CAPITULO XIII 1. Fue entonces cuando Símaco, prefecto de Roma, recibió de Milán una solicitud para que enviara allá a un maestro de Retórica, a quien se le ofrecía a costa del erario público todo cuanto necesitara para su traslado. Yo, valiéndome de aquellos amigos míos ebrios de la vanidad maniquea y de los cuales ansiaba yo separarme sin que ni yo ni ellos lo supiéramos, me propuse al prefecto para pronunciar en su presencia una pieza oratoria, para ver si le gustaba y era yo el designado. Lo fui y se me envió a Milán, en donde me recibió tu obispo Ambrosio, renombrado en todo el orbe por sus óptimas cualidades. Era un piadoso siervo tuyo que administraba vigorosamente con su elocuencia la grosura de tu trigo, la alegría de tu óleo y la sobria ebriedad de tu vino. Sin que yo lo supiera me guiabas hacia él para que por su medio llegara yo, sabiéndolo ya, hasta ti. Me acogió paternalmente ese hombre de Dios y con un espíritu plenamente episcopal se alegró de mi viaje. 2. Y yo empecé a quererlo y a aceptarlo. Al principio no como a un doctor de la verdad, pues yo desesperaba de encontrarla en tu Iglesia, sino simplemente como a un hombre que era amable conmigo. Con mucha atención lo escuchaba en sus discursos al pueblo; no con la buena intención con que hubiera debido, sino para observar su elocuencia y ver si correspondía a su fama, si era mayor o menor de lo que de él se decía. Yo lo escuchaba suspenso, pero sin la menor curiosidad ni interés por el contenido de lo que predicaba. Me deleitaba la suavidad de su palabra, que era la de un hombre mucho más docto que Fausto, aunque no tan ameno ni seductor en el modo de decir. Pero en cuanto al contenido de lo que el uno y el otro decían no había comparación posible. Fausto erraba con todas las falacias del maniqueísmo, mientras que Ambrosio hablaba de la salvación de manera muy saludable. La salvación, empero, está siempre lejos de los pecadores como lo era yo entonces y, sin embargo, se acercaba a mí sin que yo lo supiera. CAPITULO XIV 1. Me quedaba todavía una frívola desesperación al pensar que el camino hacia ti está cerrado al hombre y en esta disposición de ánimo no me preocupaba por aprender lo que él decía y sólo me fijaba en el modo cómo lo decía. Y sin embargo, llegaban a mi alma envueltas en las bellas palabras que apreciaba las grandes verdades que despreciaba y no podía yo disociarlas. Y mientras abría mi corazón para apreciar lo bien que enseñaba las cosas, me iba percatando muy poco a poco de cuán verdaderas eran las cosas que enseñaba. Gradualmente fui derivando a pensar que tales cosaas eran aceptables. Respecto a la fe católica pensaba antes que no era posible defenderla de las objeciones de los maniqueos; pero entonces creía ya que podía aceptarse sin imprudencia, máxime cuando tras de haber oído las explicaciones de Ambrosio una vez y otra y muchas más, me encontraba con que él resolvía satisfactoriamente algunos enigmas del Antiguo Testamento entendidos por mí hasta entonces de una manera estrictamente literal, que había matado mi espíritu. 2. Y así, con la exposición de muchos lugares de esos libros comenzaba yo a condenar la deseperación con que creía irresistibles a los que detestaban la Escritura y se burlaban de los profetas. Y sin embargo, no por el hecho de que la fe católica tenía doctores y defensores que refutaban con abundancia y buena lógica las objeciones que le eran contrarias, me sentía yo obligado a tomar el camino de los católicos, pues pensaba que también las posturas contrarias tenían sus defensores y que había un equilibrio de fuerzas; la fe católica no me parecía vencida, pero tampoco todavía victoriosa. Me apliqué entonces con todas mis fuerzas a investigar si había algunos documentos ciertos en los cuales pudiera yo encontrar un argumento decisivo contra la falsedad de los maniqueos. Pensé que si llegaba yo a concebir una sustancia espiritual con sólo eso quedarían desarmadas sus maqinaciones y yo las rechazaría definitivamente. Pero no podía conseguirlo. Considerando sin embargo, con una atención cada vez mayor lo que del mundo y su naturaleza conocemos por los sentidos y comparando las diferentes sentencias llegué a la conclusión de que eran mucho más probables las explicaciones de varios otros filósofos. Y entonces, dudando de todo, como es según se dice, el modo de los académicos y fluctuando entre nubes de incertidumbre decidí que mientras durara mi dubitación, en ese tiempo en que les anteponía yo a otros filósofos, no podía ya de cierto seguir con los maniqueos. Pero aún a tales filósofos me negaba yo a confiarles la salud de mi alma, pues andaba aún bien lejos de la doctrina saludable de Cristo. En consecuencia resolví quedarme como catecúmeno en la Iglesia católica, la que mis padres me habían recomendado, mientras no brillara a mis ojos alguna luz cuya certeza me diera seguridad. |
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