¡Dios te salve María!
 

CAPITULO IX

 

Esto es lo que se ama en los amigos y de tal manera ama que la conciencia se

siente culpable cuando no se corresponde el amor con amor, sin buscar del


 

 

cuerpo del amigo otra cosa que signos de benevolencia. De aquí el luto cuando

se muere un amigo; de aquí los sombríos dolores y el corazón empapado en una

dulzura que se trocó en amargura y la vida que se perdió en los que mueren es

muerte para los que siguen viviendo. 

 

Dichoso el que te ama a ti y a su amigo en ti y a su enemigo en ti; pues el único

que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que

no se pierde. ¿Y quién es ése sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra

y los llena, pues llenándolos los hizo?

 

A ti no te pierde sino el que te abandona. Y el que te deja, ¿a dónde va, a dónde

huye sino de ti benévolo a ti enojado? ¿Y en dónde no encontrará tu ley en su

propia pena? Pues tu ley es la verdad y la Verdad eres tú. 

 

 

 

CAPITULO X

 

1. ¡Oh Dios de las virtudes, conviértenos a ti, muéstranos tu rostro y seremos

salvos! (Sal 79, 4). Porque a dondequiera que se  vuelva el alma del hombre

fuera de ti, queda fincada en el dolor, aunque se detenga en cosas bellas fuera de

ti y fuera de él mismo, cosas que sin ti nada serían. Cosas que tienen su aurora y

su ocaso; que al nacer tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son

perfectas, envejecen y mueren. Todo envejece y perece. Cuando nacen y tienden

al ser, mientras más deprisa crecen para ser perfectas, tanto más se apresuran

rumbo al no ser. Así es su manera, tanto como eso les diste. Son parte de cosas,

que no coexisten nunca simultáneamente, sino que sucediéndose unas a otras

componen el universo cuyas son las partes. Como en la palabra humana, que

consta de signos sonoros; no se completa una frase sino a condición de que las

palabras, habiendo dicho lo que les toca, dejen el sitio a las palabras que siguen. 

 

2. Por todo eso te alabe mi alma, ¡oh Dios, creador de todas las cosas! Pero que

no se embadurne en ellas con el pegamento del amor de los sentidos corporales.

Porque las cosas van umbo al no ser y despedazan el alma con deseos

pestilenciales, pues ella quiere ser lo que ama y descansa en ello. Pero en las

cosas no hay permanencia; no son estables, sino fugitivas. Nadie puede seguirlas

en su huída con el sentido de la carne, que es lerdo porque es carnal y ese es su

modo. Es suficiente para cosas para las cuales fue hecho, pero no lo es para

dominar el flujo de las cosas transeúntes desde su debido principio hasta su fin

debido. Es en tu Verbo, Palabra por la cual fueron creadas, donde las cosas oyen

su destino: "Desde aquí comienzan y hasta allí llegarán". 

 

 

 

CAPITULO XI

 

1. No seas hueca, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón

con el tumulto de tus vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama para que

vuelvas a El. El es el lugar de la paz imperturbable en donde el amor no es


 

 

abandonado sino cuando él mismo abandona. Mira cómo receden las cosas para

dejar el lugar a otras cosas y que así se integre este inferior universo. 

 

"Pero yo, dice el Verbo, no me retiro ni cedo mi lugar". Finca en El tu mansión,

alma mía, ahí encomienda todo lo que tienes, aun cuando no sea más que por la

fatiga de tanto engaño. Encomienda a la Verdad todo lo que de ella has recibido,

segura de que nada habrás de perder: florecerá en ti lo que tienes podrido,

quedarás sana de todas tus dolencias. Lo que hay en ti de fugaz y perecedero

será reformado y adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas

receden, sino que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios

estable y permanente. 

 

2. ¿Por qué en tu descarrío sigues los pasos de tu carne? Es ella la que,

convertida, a ti debe seguirte. Lo que por su medio sientes es parcial; tú ignoras

cómo sea el todo de que forma parte y sin embargo te deleita. Mas si tu sentido

carnal fuese idóneo para conocer el todo; si no hubiera recibido en pena justos

límites como parte del universo, bien querrías tú que pasara volando todo cuanto

existe para mejor conocer el conjunto; a la manera como mediante un sentido

corporal sientes lo que se habla pero no quieres que se detengan las sílabas, sino

que vuelen y que vengan otras y así puedas entender lo que te dicen. De este

modo son siempre las partes que forman un todo pero no existen al mismo

tiempo: mayor deleite causa el todo que no las partes, con tal que puedan todas

ser sentidas. 

 

Pero mucho mejor que todo cuanto existe es el que todo lo hizo, nuestro Dios y

Señor, que no recede y a quien nadie puede suceder. 

 

 

 

 

CAPITULO XII

 

1. Entonces: si te agradan los cuerpos, alaba a Dios por ellos y endereza al

artífice tu amor; no sea que en las cosas que a ti te placen a él le desagrades.

Pero si te agradan las almas ámalas en Dios; porque ellas también son inestables,

pero en Dios se estabilizan y sin El pasan y perecen. Han de ser pues, amadas en

Dios. Arrastra hacia El a cuantas puedas y diles: "A El y sólo a El debemos

amar; El lo hizo todo y no está lejos. Porque no hizo las cosas para marcharse

luego, sino las hizo y están en El. Donde El está, la Verdad adquiere sabor; El

está muy adentro del corazón, pero el corazón se aparta de El. Volveos,

prevaricadores a vuestro propio corazón (Is 46, y abrazad allí al que os creó.

Estad con El y seréis estables; descansad en El y vuestro descanso será

verdadero. ¿A dónde vais por fragosos caminos? Lo que amáis, de El procede y

no es bueno y suave sino por cuanto a El se refiere. Pero lo dulce se volverá

justamente amargo si se le ama con injusticia, con abandono de aquel que lo

creó". 

 

2. ¿A dónde vais pues, una vez y otra vez, por caminos difíciles y laboriosos?

Buscad la paz que queréis encontrar; pero la paz no está en donde la andáis

buscando. Pues, ¿cómo hablar de una vida feliz cuando ni siquiera es vida?

Cristo, nuestra vida, bajó acá para llevarse nuestra muerte y matarla con la


 

 

abundancia de su vida; con tonante voz nos llamó para que volviéramos a El en

el secreto santuario de aquel vientre virginal en que El se desposó con la humana

criatura, carne mortal, pero no para siempre mortal; y de ahí, como esposo que

sale de su tálamo se llenó de exultación, gigante ansioso de recorrer su camino

(Sal 18, 6). Porque no se tardó, sino que corrió, clamando con los dichos, con los

hechos, con su muerte, con su vida, con su descenso y su ascenso, que volvamos

El. Y luego desapareció de nuestra vista para que lo busquemos en nuestro

corazón y allí lo encontremos. 

 

3. Se fue, pero aquí está. No se quiso quedar largo tiempo con nosotros, pero no

nos dejó. Se fue hacia el lugar en que siempre estuvo y que nunca abandonó;

porque El hizo el mundo y estuvo en el mundo, a donde vino para salvar a los

pecadores. A El se confiesa mi alma, para que El la sane, pues había pecado

contra El. 

¿Hasta cuándo, hijos de los hombres seréis de pesado corazón? (Sal 40, 6). ¿No

queréis acaso, después de que la vida descendió hasta nosotros, ascender y vivir?

Pero, ¿a dónde subís si ya estáis en alto y habéis puesto vuestra boca en el cielo?

(Sal 72, 9). Descended primero, para poder luego ascender hasta Dios; porque

habíais caído al subir contra El. 

 

Diles todo esto, alma mía, para que lloren en este valle de lágrimas y así te los

puedas llevar hacia Dios; porque del Espíritu de Dios será lo que digas, si lo

dices ardiendo en caridad. 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

Todo esto no lo sabía yo entonces; amaba las bellezas de orden inferior, me iba a

lo profundo y decía a mis amigos: "¿Amamos algo, acaso, que no sea bello?

Pero, ¿qué es la hermosura y qué cosas la tienen? ¿Qué es lo que atrae nuestro

ánimo hacia las cosas cuando las amamos? Pues si ninguna gracia ni hermosura

tuvieran no nos moverían". Bien advertía yo que en los cuerpos se da una

integridad en que reside su hermosura; pero algo muy distinto es su aptitud y la

decencia con que se acomodan a algo, como los miembros del cuerpo, que se

acomodan y proporcionan al todo. Y muchas otras cosas hay que así son. Esta

consideración brotó en mi ánimo desde muy hondo y escribí sobre el tema de lo

bello y de lo apto dos o tres libros, no lo recuerdo con exactitud. Tú, Señor,

sabes cuántos fueron; yo no los conservo, pues no sé cómo se extraviaron. 

 

 

 

CAPITULO XIV

 

1. ¿Qué fue, Dios mío, lo que me movió a dedicar mis libros al renombrado

orador romano Hierio a quien de persona no conocía? Yo amaba a este hombre

sin conocerlo, pues su gran fama había llegado hasta mí y algunas palabras

suyas había yo oído con mucho placer. Pero más aún me movía el que otros las

hallaran agradables y a él lo ensalzaran con grandes alabanzas, pues se

asombraban de que un hombre de Siria como él, formado inicialmente en la


 

 

lengua griega hubiera podido luego llegar a la excelencia en la lengua latina. Y a

mí me caía muy bien el que fuera tan perito en todo lo relativo al estudio de la

sabiduría. 

 

De esta manera se ama y se loa a un hombre aun en su ausencia. ¿Será acaso

porque el amor pasa de quien alaba a quien oye la alabanza? Por cierto que no;

pero el amor de uno enciende el amor en otro. Se ama al ausente porque las

alabanzas que se le dedican parecen sinceras y brotadas del corazón, que es

siempre el caso cuando alaba el que ama. Era así como amaba yo entonces a los

hombres, movido por el juicio de otros hombres y no por el tuyo, Dios mío, en

quien nadie se engaña. 

 

2. Y sin embargo: ¿por qué se alaba a Hierio no como se hace con los aurigas

célebres o con los cazadores de fieras famosos y favoritos del pueblo; sino de

muy diferente manera, con gravedad, como a mí mismo me hubiera gustado ser

alabado? Porque yo he amado y alabado, ciertamente, a los cómicos; pero en

manera alguna querría ser ni amado ni alabado como lo son ellos. Prefiero sin

género de duda la oscuridad total a este tipo de celebridad y más querría ser

odiado que no amado de esa manera. Así como un buen caballo es amado por

quien no quiere ser caballo aunque bien lo pudiera, así se ha de pensar del

cómico, aunque él es hombre como nosotros. O sea, que amo yo en un hombre

lo que de ningún modo querría yo ser, siendo hombre él y yo. 

 

Insondable abismo es el hombre, Señor, cuyos cabellos tú tienes contados,

ninguno de los cuales se pierde en ti. Y mucho más fáciles son de contar sus

cabellos que no sus afectos y los movimientos de su corazón. 

 

3. Pero aquel retórico era el tipo de hombre que yo amaba y hubiera querido ser.

Lleno de vanidad flotaba yo a todos los vientos; pero tú me gobernabas

secretamente. ¿Y de dónde puedo saber para confesártelo con toda certeza que

yo amaba a aquel hombre movido más por el amor de quienes lo alababan que

no por las cualidades mismas que en él eran loadas? Porque si quienes así lo

ensalzaban en lugar de eso lo vituperasen y si con ese menosprecio me refirieran

de él las mismas cosas por las cuales lo alababan, de cierto no me habría yo

encendido ni entusiasmado por él. Y no por ello habrían cambiado las cosas, ni

sería él otro del que era; lo único diferente habría sido el ánimo de quienes de él

hablaran. Así es, Señor, como yace enferma el alma cuando todavía no se funda

en la solidez de la verdad: se deja mover según sopla el viento de las opiniones

humanas; es llevada y traída, torcida y retorcida y atormentada, se le oscurece la

luz y no da con la verdad aunque la tenga enfrente. 

 

Por todo eso, era para mí algo muy grande e importante el que mis libros y mis

estudios fueran conocidos por un varón tan insigne. Su aprobación me habría

enardecido, su desaprobación habría herido profundamente mi corazón vanidoso

y alejado de tu solidez. Y sin embargo, aquella obrita sobre lo bello y lo apto

que yo le había escrito y dedicado, la tenía yo presente y con ella me recreaba en

la soledad de mi contemplación, sin necesidad de que nadie me alabara por ello. 


 

 

 

CAPITULO XV

 

1. Pero yo no entendía aún la capital importancia de tu acción providencial, ¡oh,

Dios omnipotente!, que obras maravillas tú sólo. Mi ánimo vagaba  por las

formas corporales y distinguía lo bello, que parece bien por sí mismo, de lo apto

o conveniente, que lo parece porque se acomoda a algo y esto lo fundaba en

ejemplos sacados del mundo corporal. 

 

De eso pasé a la consideración de la naturaleza del alma; pero la falsa idea que

me había formado sobre lo que es el espíritu me impedía ver la verdad. La fuerza

de la verdad irrumpía en mis ojos; pero yo apartaba la mente vacilante del

concepto mismo de lo incorpóreo, reduciéndolo todo a líneas, colores y

volúmenes. Y porque tales cosas espirituales no las podía forjar en mi

imaginación creía no poder conocer el alma. Ya amaba la paz en la virtud y

odiaba en el vicio la discordia; advertía en aquella la unidad y en éste la división.

Y en aquella unidad me parecía que estaba la mente racional, la naturaleza de la

verdad y del sumo bien; al paso que en la división del vicio veía yo la vida

irracional, no sé que naturaleza y sustancia del sumo mal, que no era sólo

sustancia, sino también vida. Y no sólo vida, mísero de mí, sino vida absoluta e

independiente de ti, de quien todo procede. Y a la primera, concebida por mí

como "mente sin sexo", la llamaba mónada y al otro lo llamaba "díada", de que

proceden la ira en el crimen y la sensualidad en los vicios. Así hablaba yo sin

saber lo que decía. 

 

2. Ignoraba yo, pues de nadie lo había aprendido, que el mal no es una sustancia

y que la mente humana no es tampoco el bien sumo e inmutable. Así como se

cometen los crímenes cuando es vicioso el movimiento del ánimo y éste se

avienta con ímpetu y con turbia insolencia y, así como se cometen los vicios

cuando es inmoderada la inclinación del alma hacia las voluptuosidades

carnales, así también los errores y las falsas opiniones contaminan la vida

cuando la misma mente racional es viciosa. 

 

Así era la mía entonces; yo ignoraba que la mente ha de ser iluminada por otra

lumbre, ya que no es ella misma la esencia de la verdad. "Tú, Dios mío,

iluminarás mi lucerna, iluminarás mis tinieblas y de tu plenitud recibimos

todos"(Sal  17, 20; Jn 1, 16). Porque tú eres la luz verdadera, que ilumina a todo

hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9). Y en ti no hay mutación ni sombra de

declinación (St 1, 17). Esforzábame yo por llegar a ti, pero era de ti rechazado,

pues a los soberbios tú les resistes (1P 5, 5). 

 

3. ¿Qué soberbia mayor que la de pensar en mi demencia que yo soy de la

misma naturaleza que tú? Como yo me sabía mudable precisamente porque

quería ser sabio para pasar de lo menos bueno a lo mejor, antes que admitir que

yo era lo que eres tú, prefería pensar que tú eres mudable como yo. Entonces tú

me rechazabas y resistías a mi fatua vanidad y yo, siendo carne, lo manifestaba

imaginándome formas corpóreas y, espíritu vagabundo, no retornaba a ti y me

movía entre cosas que no existen ni en ti ni en mí, ni fuera de mí. No eran

formas creadas en mí por tu verdad, sino fingidas por mi imaginación sobre el

modelo de lo que son los cuerpos y, a tus hijos fieles, de los cuales andaba sin

saberlo desterrado, les decía con parlanchina necedad: "¿Cómo puede errar el


 

 

alma si fue creada por Dios?. Y no quería que se me respondiera: "Entonces,

¿Dios puede errar?". Y prefería pensar que tu sustancia inmutable erraba por

necesidad, más bien que admitir que mi sustancia mudable yerra por albedrío y

encuentra en el error mismo su pena. 

 

4. Tenía yo veintiseis o veintisiete años cuando compuse aquellos libros

revolviendo en mi mente ficciones corpóreas que aturdían mi corazón y, sin

embargo, tendía mi oído interior a la dulce melodía de tu voz, pues al meditar

sobre lo bello y lo apto deseaba, en el fondo, estar ante ti y escucharte y gozar

con la voz del esposo (Jn 3, 29). Pero no podía; las voces de mi error me sacaban

fuera de mí y me arrastraban hacia abajo con el peso de mi soberbia. Es que tú

no dabas gozo a mi oído ni alegría; ni tampoco exultaban mis huesos (Sal 50,

10), porque no eran humildes. 

 

 

 

CAPITULO XVI

 

1. Pero, ¿de qué me sirvió el haber leído y entendido por mí mismo cuando tenía

veinte años el libro de Aristóteles llamado "De las diez categorías"? Mi maestro

el retórico de Cartago y otros que pasaban por doctos mencionaban ese libro con

sonoro énfasis y yo quedaba arrobado. Curioso y como presintiendo algo grande

y divino, lo leí yo sólo y lo entendí. Dialogué luego sobre él con otros que

decían haberlo comprendido con harto trabajo, aun cuando se lo explicaban

maestros doctísimos que no sólo se valían de palabras, sino también de figuras

dibujadas con el dedo en el polvo y no me pudieron decir nada que no hubiera

yo entendido leyendo solo en mi estudio. Dichas categorías me parecían explicar

bien claro lo que son las sustancias, como el hombre y lo que son las

propiedades del hombre, como su figura, su estatura,  de pie o sentado, calzado o

armado, si hace algo o padece algo. Esto lo pongo a guisa de ejemplos de las

innumerables cosas que caben en esos nueve géneros y en el género de

sustancia. 

 

2. Pero todo esto en lugar de ayudarme me estorbaba, creyendo que todo cuanto

existe está comprendido en esas categorías, pensaba que tú mismo, ser

admirablemente simple e inmutable, quedabas comprendido en ellas a la par de

los demás seres y estimaba que tu grandeza y tu belleza estaban en ti como en un

sujeto que las tuviera, como pasa con los cuerpos; siendo así que tú mismo eres

tu propia grandeza y belleza. Al contrario de ti, un cuerpo no es ni grande ni

hermoso por el solo hecho de ser cuerpo, ya que si fuera menos grande y bello

sería cuerpo todavía. Pero todo eso no era verdad sino falsedad cuando lo

pensaba de ti: ficciones de mi miseria y no fundamentos de tu bienaventuranza.

En mí se cumplía algo que tú habías mandado:que la tierra diera abrojos y

espinas (Gn 3, 18) y que con trabajo llegara a mi pan. 

 

3. ¿De qué me sirvió pues, siendo como era esclavo de mis malos apetitos, el

haber leído y entendido por mí mismo todos aquellos libros de las llamadas

liberales? 


 

 

 

Mucho me alegraba con ellas, pero no sabía cuál era el origen de cuanto hay en

ellas de cierto y verdadero. A la luz tenía vuelta la espalda y la cara a las cosas

por ella iluminadas, por lo cual mi propio rostro, que veía iluminadas las cosas,

no era él mismo iluminado. Todo lo que entendí sin mayor trabajo y sin maestro

alguno acerca del arte de hablar y de disertar, sobre las dimensiones de las

figuras, sobre la música y acerca de los números, lo entendí porque tú, Dios mío,

me habías dado el don de un entendimiento vivaz y agudo para discutir; pero

siendo dones tuyos no los usaba yo para tu alabanza. Por eso mis conocimientos

me resultaban más que útiles, perniciosos. Me empeñé en conservar para mí la

mejor parte de mi herencia y no te consagré a ti mis energías, sino que me

marché lejos de tu presencia a una región remota para malbaratarlo todo con las

meretrices de mis malos apetitos. ¿De qué podía servirme una cosa buena si la

usaba mal? Pero de la dificultad con que tropezaban personas estudiosas e

inteligentes para entender esas artes no me percataba yo sino cuando me ponía a

explicárselas y el mejor de mis discípulos era el que con menor tardanza me

podía seguir. 

 

4. Pero, ¿de qué me servía todo eso cuando yo pensaba de ti, mi Señor, que eras

un cuerpo inmenso y lúcido y yo una partecita de ese cuerpo? Mucha

perversidad era ésta; pero así era yo entonces. Ahora no me averguenzo de

invocarte y de confesar las muchas misericordias que tuviste conmigo, ya que no

me avergoncé entonces de proferir ante los hombres mis blasfemias y ladrar

contra ti. ¿De qué me servía la agilidad de mi ingenio en aquellas disciplinas y

comprender sin ayuda de nadie aquellos libros tan difíciles si con sacrílega

torpeza erraba yo en la doctrina de la piedad? ¿O qué perjuicio reportaban tus

hijos pequeños por tener un ingenio más tardo si no se apartaban de ti y en el

nido de tu Iglesia pelechaban y nutrían sus alas con el alimento de una fe

saludable?

 

5. Esperemos, Señor, bajo la sombra de tus alas (Sal 62, ; protégenos y

líbranos. Tú llevarás a los párvulos y también a los ancianos encanecidos; pues

cuando nuestra firmeza eres tú, es en verdad firmeza, mientras que cuando es

solamente nuestra no es sino debilidad. En ti nuestro bien está siempre vivo y

cuando de ti nos apartamos, nos pervertimos. Volvamos ya a ti, Señor, para no

quedar abatidos; en ti vive siempre y sin defecto nuestro bien, que eres tú mismo

y no temeremos que no haya lugar a donde volver por haber nosotros caído de

él. Nuestra casa no se derrumba por nuestra ausencia, pues nuestra casa es tu

eternidad. 


 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO I


 

 

LIBRO V


Recibe, Señor, el sacrificio de estas confesiones por medio de esta lengua que

me diste y que excitas para que alabe tu nombre. sana todos mis huesos y digan:

¿Quién hay, Señor, que sea semejante a ti? (Sal 34, 10). Pues el que se confiesa

a ti no te hace saber lo que pasa en él, sino que te lo confiesa. El corazón más

cerrado es patente a tu mirada y tu mano no pierde poder por la dureza de los

hombres, ya que tú la vences cuando quieres, o con la venganza o con la

misericordia: No hay quien pueda esconderse a tu calor (Sal 18, 7). 

 

Alábete mi alma, para que pueda llegar a amarte; que te confiese todas tus

misericordia y por ellas te alabe. No cesa en tu loor ni calla tus alabanzas la

creación entera; ni se calla el espíritu, que habla por la boca de quienes se

convierten en ti; ni los animales, ni las cosas inanimadas que hablan por la boca

de quienes las conocen y contemplan, para que nuestra alma se levante de su

abatimiento hacia ti apoyándose en las cosas creadas y pasando por ellas hasta

llegar a su admirable creador, en quien alcanza su renovación y una verdadera

fortaleza. 

 

 

 

CAPITULO II

 

1. ¡Qué se vayan y huyan de ti los inquietos y los impíos! Pero tú los ves y los

distingues muy bien entre las sombras. Y tu creación sigue siendo hermosa,

aunque los tenga a ellos, que son odiosos. ¿Qué daño te han podido causar, o en

qué han menoscabado tu imperio, que desde el cielo hasta lo más ínfimo es

íntegro y justo? ¿A dónde fueron a dar cuando huían de tu rostro, o en dónde no

has hallado a los fugitivos? Huyeron de ti para no verte, pero tú sí los veías; en

su ceguera toparon contigo, pues tú no abandonas jamás cosas que hayas creado.

Siendo injustos chocaron contigo y justo fue que de ello sufrieran. Quisieron

sustraerse a tu benignidad y fueron a chocar con tu rectitud y cayeron abrumados

bajo el peso de tu rigor. Es que no saben que en todas partes estás y que ningún

lugar te circunscribe y que estás presente también en aquellos que huyen de ti. 

 

2. Conviértanse pues a ti; que te busquen, pues tú, el creador, no abandonas

jamás a tus criaturas como ellas te abandonan a ti. Entiendan que tú estás en

ellos; que estás en lo hondo de los corazones de los que te confiesan y se arrojan

en ti de cabeza; de los que lloran en tu seno tras de sus pasos difíciles. Tú

enjugas con blandura sus lágrimas, para que lloren todavía más y en su llanto se

gocen. Porque tú, Señor, no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador

que los hiciste y que los restauras y consuelas. 

 

¿Por dónde andaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, pero yo me

había retirado de mí mismo y no me podía encontrar. ¡Cuánto menos a ti! 


 

 

 

 

CAPITULO III

 

1. Voy a recordar ahora delante de mi Dios aquel año vigésimo nono de mi vida.

Había ya venido a Cartago un cierto obispo de los maniqueos llamado Fausto,

que era una verdadera trampa del diablo y a muchos enredaba con el atractivo de

su suave elocuencia. Yo, ciertamente, la alababa pero no la confundía con

aquella verdad de las cosas de la cual estaba yo tan ávido. Lo que me interesaba

no era el hermoso platillo de las palabras, sino lo que pudiera haber de

sustanciosa ciencia en la doctrina que el dicho Fausto proponía. Mucho lo había

levantado la fama ante mis ojos, como a varón peritísimo en toda clase de

honestas disciplinas y especialmente perito en las artes liberales. 

 

2. Y como había yo leído mucho de varios filósofos y lo tenía todo bien claro en

la memoria, comparaba algunas de sus afirmaciones con las prolijas fábulas de

los maniqueos y mucho más que éstas me parecían dignos de aprobación los

principios de aquellos filósofos que fueron capaces de averiguar la naturaleza

del mundo, aun cuando al Señor mismo del mundo no lo hayan llegado a

conocer. Porque tú, Señor, eres grande, pones los ojos en las cosas humildes y a

las grandes las miras desde lejos (Sb 13, 9). No te acercas sino a los de corazón

contrito, ni te dejas encontrar por los soberbios por más que en su curiosidad y

pericia sean capaces de contar las estrellas y conocer y medir los caminos de los

astros por las regiones siderales. En estas cosas tienen los sabios puesta su mente

según el ingenio que tú les diste y, de hecho, muchas cosas desconocidas han

descubierto. Han llegado a predecir con antelación los eclipses del sol y de la

luna; en qué día y a qué hora y en qué grado iban a acontecer y no se engañaron

en sus cálculos, pues todo sucedió como lo habían predicho. Escribieron luego

sobre las leyes descubiertas y eso se lee hasta el día de hoy y sirve de base para

anunciar en qué año, en qué mes, en qué día y a qué hora del día y en qué grado

va a faltar la luz del sol o de la luna y tales predicciones resultan acertadas. 

 

3. Todo esto llena de asombro y estupor a los que tales cosas ignoran; pero

quienes las saben, llenos de complacencia y engreimiento, com impía soberbia

se retiran de tu luz; prevén los oscurecimientos del sol pero no ven la oscuridad

en que ellos mismos están, ya que no buscan con espíritu de piedad de dónde les

viene el ingenio que ponen en sus investigaciones. Y cuando les viene el

pensamiento de que tú los creaste no se entregan a ti para que guardes y

conserves lo que creaste. Mundanos como llegaron a hacerse, no se inmolan ante

ti, no sacrifican como a volátiles sus pensamientos altaneros, ni refieren a ti la

curiosidad con que pretenden moverse entre los misterios del mundo como los

peces se mueven en los escondidos fondos del mar; ni matan sus lujurias como

se matan los animales del campo para que tú, que eres un fuego devorador,

consumas sus muertos desvelos para recrearlos en la inmortalidad. 

 

4. Pero no llegaron a conocer el camino. El camino, que es tu Verbo, por quien

hiciste lo que ellos cuentan y a los que lo cuentan y el sentido con que perciben

lo que cuentan y la inteligencia con que sacan la cuenta; y tu sabiduría no tiene

número (Sal 146, 5). Tu mismo hijo unigénito se hizo para nosotros sabiduría y

justicia y santificación (1Co 1, 130), fue contado entre nosotros y pagó tributo al

César (Mt 22, 21). No conocieron el camino para descender desde sí mismos

hacia él para poder ascender hasta él. Ignorando pues este camino se creen


 

 

excelsos y luminosos como los astros, cuando en realidad se han venido a tierra

y se ha oscurecido su corazón (Rm 1, 21). 

 

Es cierto que muchas cosas verdaderas dicen de la creación, pero no buscan con

espíritu de piedad al artífice del universo y por eso no lo encuentran, habiéndolo

conocido no lo honran como a Dios, ni le dan gracias, sino que se desvanecen en

sus propios pensamientos y se tienen por sabios (Rm 1, 21-22), atribuyéndose lo

que no es suyo sino tuyo. Por esto mismo te atribuyen a ti, con perversa ceguera,

lo que es propio de ellos, suponiendo mentira en ti, que eres la Verdad. Truecan

la gloria del Dios incorruptible según la semejanza de la imagen del hombre

corruptible y a la imagen de volátiles, de cuadrúpedos y de serpientes (Rm 1,

23). Convierten pues tu verdad en mentira y dan culto y servicio no al Creador,

sino a la criatura. 

 

5. De estos filósofos retenía yo muchas cosas verdaderas que habían ellos sacado

de la observación del mundo y se me alcanzaba la razón de ellas por el cálculo y

la ordenación de los tiempos y las visibles atestaciones de los astros. Comparaba

yo eso con los dichos de Maniqueo, el cual escribió sobre esos fenómenos

muchas cosas delirantes; pero en sus escritos no aparecía en modo alguno la

razón de los equinoccios, los solsticios y los eclipses del sol y de la luna según

lo tenía yo aprendido en los libros de la ciencia del siglo. Maniqueo me mandaba

creer; pero la creencia que me mandaba no convenía con mis cálculos ni con lo

que veían mis ojos: se trataba  de cosas del todo diferentes. 

 

 

 

CAPITULO IV

 

1. ¿Acaso, Señor, el que sabe estas cosas te agrada con sólo saberlas? Infeliz del

hombre que sabiendo todo esto no te sabe a ti  y dichoso del que a ti te conoce

aunque tales cosas ignore. Pero el que las sepa y a ti te conozca no es más feliz

por saberlas, sino solamente por ti, si conociéndote te honra como a Dios y te da

gracias y no se envanece con sus propios pensamientos. 

 

2. El que posee un árbol y te da las gracias por sus frutos sin saber cuán alto es y

cuánto se extienden sus ramas está en mejor condición que otro hombre que

mide la altura del árbol y cuenta sus ramas, pero ni lo posee ni conoce ni ama a

su creador y, de manera igual, un hombre fiel cuyas son todas las riquezas del

mundo y que sin tener nada todo lo posee (2Co 6, 10), con sólo apegarse a ti, a

quien sirven todas las criaturas; aunque no conozca los giros de la osa mayor, en

mejor condición se encuentra que el que mide el cielo y cuenta los astros y pesa

los elementos, pero no se esmera por ti, que todo lo hiciste en número, peso y

medida (Sb 11, 20). 

 

 

 

 

CAPITULO V

 

1. Alguno pidió a no sé qué maniqueo que escribiera también de estas cosas que

pueden ser ignoradas sin perjuicio de la piedad. Porque tú dijiste que en la


 

 

piedad está la sabiduría (Jb 28, 28) y ésta podía ignorarla el maniqueo aun

cuando tuviera la ciencia de las cosas. Pero no la tenía y con toda impudencia se

atrevía a enseñar y, en consecuencia, no podía alcanzarla. Porque es vanidad

hacer profesión de estas cosas mundanales aunque sean en realidad conocidas;

pero es piedad el confesarte a ti. Así, pues, aquel hombre descaminado por su

locuacidad, habló de muchas cosas en forma tal que los que en verdad las sabían

lo pusieron en evidencia y así quedó probada su incapacidad para entender cosas

aún más difíciles. Pero él no quería ser estimado en poco; entonces, pretendió

convencerlos de que en él residía personalmente y con su plena autoridad, el

Espíritu Santo que consuela y enriquece a los tuyos. 

 

2. Fue pues demostrado que había dicho cosas falsas sobre el cielo y las estrellas

y sobre los movimientos del sol y de la luna.  Y aun cuando estas cosas no

pertenecen a la doctrina religiosa, quedó puesta en claro su audacia sacrílega

cuando con soberbia y demente vanidad se atrevió a poner afirmaciones no sólo

ignorantes sino también falseadas bajo el patrocinio de una divina persona.

Cuando oigo decir de algún cristiano hermano mío que no sabe estas cosas y

dice una cosa por otra, oigo con paciencia esas opiniones; no veo en qué pueda

perjudicarle su ignorancia sobre las cosas del mundo si no piensa de ti cosas

indignas. 

 

Pero mucho le daña el pensar que tales cosas pertenecen a la esencia de la

doctrina de la fe y si se atreve a afirmar con pertinencia lo que no sabe. 

 

3. Pero aun esta flaqueza la soporta maternalmente la caridad en los que están

recién nacidos a la fe mientras no llega el tiempo de que surja en ellos el hombre

nuevo, el varón perfecto que no es llevado de aquí para allá por cualquier viento

de doctrina (Ef 4, 13-14). Aquel hombre, en cambio, se atrevió a presentarse

como doctor, consejero, guía y director y, a sus discípulos los persuadía de que

no eran seguidores de un hombre cualquiera, sino tu mismo Santo Espíritu;

¿cómo no juzgar semejante audacia como detestable demencia y de no

condenarla con firme reprobación y con horror apenas quedaba demostrado que

había dicho cosas erróneas?

 

Con todo, no había yo sacado completamente en claro que no pudieran

componerse con sus enseñanzas los fenómenos celestes del alargamiento y

acortamiento de los días y las noches y los desfallecimientos del sol y de la luna

según yo los conocía por otros libros; me quedaba siempre la incertidumbre de

que pudiera o no ser así, pero todavía me sentía inclinado a aceptar su autoridad,

pues me parecía acreditada por la santidad de su vida. 

 

 

 

 

CAPITULO VI

 

1. Durante esos nueve años bien corridos en que con inmenso deseo de verdad

pero con ánimo vagabundo escuché a los maniqueos,estuve esperando la llegada

del dicho Fausto. Porque los otros maniqueos con que dada la ocasión me

encontraba y no eran capaces de responder a mis objeciones, me prometían

siempre que cuando él llegara, con su sola conversación les daría el mate a mis


 

 

objeciones y aun a otras más serias que yo pudiera tener. Cuando Fausto por fin

llegó me encontré con un hombre muy agradable y de fácil palabra; pero decía lo

que todos los demás, sólo que con mayor elegancia. Mas no era lo que mi sed

pedía a aquel mero, aunque magnífico escanciador de copas preciosas. De las

cosas que decía estaban ya hartos mis oídos y no me parecían mejores porque él

las dijera mejor, ni verdaderas por dichas con elocuencia; ni sabia su alma

porque fuera su rostro muy expresivo y muy elegante su discurso. Los que tanto

me lo habían ponderado no tenían buen criterio: les parecía sabio y prudente

sólo porque tenía el arte del buen decir. 

 

2. Conozco también otro tipo de hombres, que tienen la verdad por sospechosa y

se resisten a ella cuando se les presenta en forma bien aliñada y con abundancia.

Pero tú ya me habías enseñado (creo que eras tú, pues nadie fuera de ti enseña la

verdad dondequiera que brille y de donde proceda), me habías enseñado, digo,

que nada se ha de tener por verdadero simplemente porque se dice con

elocuencia, ni falso porque se diga con desaliño y torpeza en el hablar. Pero

tampoco se ha de tener por verdadero algo que se dice sin pulimento, ni falso lo

que se ofrece con esplendor en la dicción. La sabiduría y la necedad se parecen a

los alimentos, que son buenos unos y malos otros, pero se pueden unos y otros

servir lo mismo en vasija de lujo que en vasos rústicos y corrientes. La sabiduría

y la necedad pueden ofrecerse lo mismo con palabras cultas y escogidas que con

expresiones corrientes y vulgares. 

 

La avidez con que había yo por tan largo tiempo esperado la llegada de aquel

hombre me hacía ciertamente deleitarme en la vivacidad y animación con que

disputaba y en el feliz tino con que hallaba las palabras justas, que fácilmente le

venían para revestir sus sentencias. Pero me sentía molesto de que en la rueda de

quienes lo escuchaban no se me permitiera intervenir para proponerle mis

dificultades conversando con él en diálogo familiar. 

 

3. Pero cuando finalmente pude en compañía de algunos amigos ocupar su

atención en tiempo que no parecía importuno, le expuse algunos puntos que me

preocupaban. Me di cuenta entonces de que tenía enfrente a un hombre

ignorante de las disciplinas liberales con la sola excepción de la gramática, de la 

cual tenía, por otra parte, un conocimiento muy ordinario. Había leído solamente

unas pocas oraciones de Tulio y poquísimos libros de Séneca, algunos libros

poéticos y los de su propia secta, cuando sucedía que estuvieran escritos en 

buen latín. Le ayudaba también el cotidiano ejercicio de hablar, que le daba una

fluída elocuencia tanto más seductora cuanto que sabía muy bien gobernar su

talento con un donaire natural. 

 

Es así como lo recuerdo. ¿Lo he recordado bien, Señor y Dios mío, árbitro de mi

conciencia? Delante de ti pongo mi corazón y mi memoria. Tú me dirigías

entonces con secretos movimientos de tu providencia y, poco a poco, ibas

poniendo ante mis ojos mis funestos errores, para que los viera y los aborreciera. 

 

 

 

CAPITULO VII


 

 

1. Cuando aquel hombre a quien había yo tenido por excelente conocedor de las

artes liberales se me apareció en toda su impericia comencé a desesperar de que

pudiera él aclarar mis problemas y resolver mis dudas. Porque ignorante como

era, bien podía conocer la verdad y la piedad si no fuera maniqueo. Porque los

libros están repletos de interminables fábulas sobre el cielo y las estrellas, sobre

el sol y la luna y no creía yo ya que él me pudiera explicar las cosas como era mi

deseo, comparando sus explicaciones con los datos numéricos que había yo

leído en otras partes y no sabía si concordaban o no con lo que en los libros

maniqueos se decía, ni si daban buena razón de su doctrina. Así que cuando le

hube propuesto mis problemas para su consideración y discusión, se comportó

con mucha modestia y no se atrevió a arrimar el hombro a tan pesada carga.

Bien sabía él que ignoraba tales cosas y no tuvo reparo en reconocerlo. No era

de la laya de otros hombres locuaces que yo había padecido, que pretendían

enseñarme, pero no decían nada. Fausto era un hombre de corazón; si no lo tenía

enderezado hacia ti tampoco lo tenía clavado en sí mismo. No era del todo

inconsciente de su impericia y no quiso exponerse temerariamente a disputar y

meterse en una situación de la que no pudiera salir ni tampoco retirarse

honorablemente y en eso me gustó sobremanera. Porque más hermosa que

cuanto yo deseaba conocer es la temperancia de un hombre de ánimo sincero y

yo lo encontraba tal en todas las cuestiones más sutiles y difíciles. 

 

2. Rota así la ilusión que yo tenía por los estudios maniqueos y desesperando por

completo de sus otros doctores cuando, para las cuestiones que me agitaban, me

había parecido insuficiente el más prestigioso de todos ellos, comencé a

frecuentarlo en otro terreno. El tenía grande avidez por conocer las letras que yo

enseñaba a los adolescentes como maestro retórico de Cartago: comencé pues a

leer con él lo que él deseaba por haber oído de ello o lo que yo mismo estimaba

adaptado a su ingenio. Por lo demás mi intento por aprovechar en aquella secta

quedó completamente cortado, no porque yo me separara de ellos del todo, sino

porque no encontrando por el momento nada mejor que aquello en que

ciegamente había dado de cabeza, había resuelto contentarme con ello mientras

no apareciera ante mis ojos algo mejor. 

 

3. Y así, aquel Fausto, que había sido perdición para muchos, aflojaba sin

quererlo ni saberlo el lazo en que estaba yo amarrado. Porque tu mano, Señor, en

lo oculto de tu providencia no me dejaba y las lágrimas del corazón que mi

madre vertía por mí de día y de noche eran un sacrificio ante ti por mi salvación.

Y tú obraste en mí de maravillosas maneras. Sí, Dios mío, tú lo hiciste; tú, que

diriges los pasos de los hombres y regulas sus caminos. ¿Ni qué pretensión de

salvación puede haber si no viene de tu mano, que recrea lo que creaste?

 

 

 

CAPITULO VIII

 

 

1. Te las arreglaste para que fuera yo persuadido de ir a Roma para enseñar allí

lo mismo que enseñaba en Cartago  y no pasaré por alto el recordar el modo

como me persuadí. pues en ello se ven muy de manifiesto tus misteriosos

procedimientos y tu siempre presente misericordia. No fui a Roma en busca de


 

 

 

mayores ganacias ni en pos del prestigio de que mis amigos me hablaban,

aunque ciertamente no estaba ajeno a tales consideraciones; pero la razón

principal, casi la única fue que yo sabía que en Roma los estudiantes eran más

sosegados y se contenían en los límites de una sana disciplina; no entraban a

cada rato y con impudente arrogancia a las clases de otros profesores no suyos,

sino solamente con su venia y permiso. 

 

2. En Cartago, muy al contrario, los estudiantes eran de una fea e intemperante

indisciplina. Irrumpían y con una especie de furia perturbaban el orden que los

profesores tenían establecido para sus propios alumnos. Con increíble estupidez

cometían desmanes que la ley debería castigar si no los condonara la costumbre,

con lo cual quedaban en la condición miserable de poder hacer cuanto les venía

en gana, abusos que tu ley no permite ni permitirá jamás. Y los cometían con

una falsa sensación de impunidad, ya que en el mero hecho de cometerlos llevan

ya su castigo, por cuanto deben padecer males mayores que los que cometieron. 

 

Así sucedió que aquella mala costumbre que yo ni aprobé ni hice mía cuando era

estudiante, tenía que padecerla de otros siendo profesor. Por eso me pareció

conveniente emigrar hacia un lugar en que tales cosas no sucedieran, según me

lo decían quienes estaban de ello informados. Y tú, que eres mi esperanza y mi

porción en la tierra de los vivientes (Sal 141, 6), me ponías para cambiar de

lugar en bien de mi alma estímulos que me apartaran de Cartago y me ponías el

señuelo de Roma valiéndote de hombres amadores de la vida muerta que hacían

algo insano y prometían allá algo vano y, para corregir mis pasos, te valías

ocultamente de la perversidad de ellos y de la mía. Porque los que perturbaban

mi quietud estudiosa con insana rabia eran ciegos  y, los que me sugerían otra

cosa, tenían el sentido de la tierra. Y yo, que detestaba la miseria muy real de

aquellos, apetecía la falsa felicidad que éstos me prometían. 

 

3. Cuál era la causa que me movía a huir de Cartago para ir a Roma, tú la sabías,

pero no me la hacías saber a mí ni tampoco a mi madre y ella padeció

atrozmente de mi partida y me siguió hasta el mar. Y yo la engañé cuando

fuertemente asida a mí quería retenerme o bien acompañarme. Fingí que no

quería abandonar a un amigo que iba de viaje, mientras el viento se hacía

favorable para la navegación. Le mentí pues a aquella madre tan extraordinaria y

me escabullí. 

 

Pero tú me perdonaste también esa mentira y, tan lleno de sordideces

abominables como estaba yo, me libraste de las aguas del mar para que pudiese

llegar al agua de tu gracia y absuelto ya y limpio, pudieran secarse los torrentes

de lágrimas con que mi madre regaba la tierra por mí en tu presencia. Ella se

negaba a regresar sin mí y a duras penas pude persuadirla de que pasara aquella

noche en el templo de San Cipriano que estaba cerca de nuestra nave. Pero esa

misma noche me marché a escondidas mientras ella se quedaba orando y

llorando y sólo te pedía que me impidieras el viaje. Pero tú, con oculto consejo y

escuchando lo sustancial de su petición no le concediste lo que entonces te pedía

para concederle lo que siempre te pedía. 

 

4. Sopló pues el viento e hinchó nuestra velas y pronto perdimos de vista la

ribera en la cual ella a la siguiente mañana creyó enloquecer de dolor y llenaba


 

 

tus oídos con gemidos y reclamaciones. Tú desdeñabas esos extremos; me

dejabas arrebatar por el torbellino de mis apetitos con el fin de acabar con ellos y

domabas también el deseo natural de ella con un justo flagelo, pues ella, como

todas las madres (y con mayor intensidad que muchas) necesitaba de mi

presencia, ignorante como estaba de las inmensas alegrías que tú le ibas a dar

mediante mi ausencia. Nada de esto sabía y por eso lloraba y se quejaba; se

manifestaba en ella la herencia de Eva, que es buscar entre gemidos a quien

gimiendo había dado a luz. Sin embargo, después de haberse quejado de mi

engaño y de mi crueldad, volvió a su vida acostumbrada y a rogarte por mí. Y yo

continué mi viaje hasta Roma. 

 

 

 

 

CAPITULO IX

 

1. Y he aquí que apenas llegado a Roma me recibe con su flagelo la enfermedad

corporal. Ya me iba yendo a los infiernos cargando todos los pecados que había

cometido contra ti, contra mí mismo y contra los demás; pecados muchos y muy

graves, que hacían todavía más pesada la cadena del pecado original con que en

Adán morimos todos (1Co 15, 22). Porque nada de Cristo me habías dado

todavía, ni había El reconciliado con la sangre de su cruz las enemistades que

contigo había contraído yo por mis pecados; pues, ¿cómo podía destruírlas aquel

fantasma crucificado en que yo entonces creía? Tan falsa como me parecía su

muerte corporal era real y verdadera la muerte de mi alma y tan real como fue su

muerte corporal así era de mentida la vida de mi alma, pues no creía en aquella.

Y como la fiebre se hacía más y más grave, me deslizaba yo rumbo a la muerte.

¿Y a dónde me hubiera ido, de morir entonces, sino a los fuegos y tormentos que

mis pecados merecían según el orden que tú tienes establecido? Mi madre

ausente ignoraba todo esto, pero me asistía con la presencia de su plegaria y tú,

que en todas partes estás, la oías en donde ella estaba y en donde estaba yo

tenías misericordia de mí. Por esta misericordia recuperé la salud del cuerpo,

aunque mi corazón sacrílego seguía enfermo. Porque viéndome en tan grave

peligro no tenía el menor deseo de tu bautismo; mucho mejor era yo cuando de

niño le solicitaba a mi madre que se me bautizara: así lo recuerdo y así te lo he

confesado. 

 

2. Yo había aventajado mucho en la deshonra y en mi demencia me burlaba de

tu medicina y tú, sin embargo, no permitiste que muriera yo entonces, que habría

muerto dos veces, en el cuerpo y en el alma. Esto habría causado en el corazón

de mi madre una herida incurable. Lo digo porque no he ponderado cual

conviene el afecto sin medida que por mí sentía y con el cual engendraba en el

espíritu al hijo que había alumbrado según la carne. No comprendo como

hubiera podido sobrevivir si la noticia de mi muerte la hubiera herido entonces

en pleno corazón. ¿Qué habría sido entonces de aquellas plegarias tan grandes y

tan ardientes, que no conocían descanso alguno? ¿En dónde estarían, pues no

había para ellas otro lugar fuera de ti?

 

Pero, ¿cómo podías tú, el Dios de las misericordias, despreciar el corazón

contrito y humillado (Sal 50, 19) de una viuda sobria y casta que hacía

abundantes limosnas y servía obsequiosamente a tus siervos; que no se quedaba


 

 

un sólo día sin asistir al santo sacrificio y que diariamente, por la mañana y por

la tarde visitaba tu casa y no para perder el tiempo en locuacidades de mujeres,

sino para escuchar tu palabra y que tú escucharas sus preces? 

 

3. ¿Cómo podía ser que tú desoyeras y rechazaras las lágrimas de la que no te

pedía oro ni plata ni bien alguno volátil sino la salud espiritual de su hijo, que

era suyo porque tú se lo habías dado? No, mi Señor. Bien al contrario, le estabas

siempre presente y la escuchabas; ibas haciendo según su orden lo que habías

predestinado que ibas a hacer. Lejos de mí la idea de que la hubieras engañado

en aquellas visiones y en aquellas respuestas que le diste y que ya conmemoré y

otras que no he recordado. Palabras tuyas que ella guardaba fielmente en su

corazón y que te presentaba en su oración como documentos firmados de tu

propia mano. Tanta así es, Señor, tu misericordia, que te dignas de ligarte con

tus promesas y te conviertes en deudor de la criatura a quien le perdonas todas

sus deudas. 

 

 

 

CAPITULO X

 

1. De aquella enfermedad me hiciste volver a la vida y salvaste al hijo de tu

sierva para que pudiera más tarde recibir otra salud mucho mejor y más cierta. Y

en Roma me juntaba yo todavía con aquellos santos falsos y engañadores y no

sólo con los simples oyentes de cuyo número formaba parte el dueño de la casa

en que estuve enfermo, sino que también oía y servía a los elegidos. Todavía

pensaba yo que no somos nosotros los que pecamos, sino que peca en nosotros

no sé que naturaleza distinta y mi soberbia sentía complacencia en no sentirse

culpable ni confesarse tal cuando algo malo había yo hecho. 

 

2. Porque todavía no habías tú puesto una guarda a mi boca ni puerta de

comedimiento  a mis labios para impedirme la palabra maliciosa y que mi

corazón se excusara de los pecados junto con hombres obradores de la iniquidad

(Sal 140 3-4); por eso seguía yo tratando con aquellos electos sin esperanza ya

de aventajar en la secta, pues había determinado quedarme provisionalmente en

ella mientras no diera con cosa mejor y su doctrina la retenía aún, pero cada vez

con mayor tibieza y negligencia. 

 

Me asaltó entonces la idea de que mucho más avisados habían sido aquellos

filósofos que llamaban "académicos", que tienen por necesario dudar de todo y

sostienen que nada puede el hombre conocer con certeza. Esta era la idea

corriente sobre ellos y yo lo pensé así, pues no conocía entonces su verdadera

posición. 

 

3. Tampoco descuidé el reprender en mi huésped la desmedida confianza que

veía yo en él sobre las fábulas de que están llenos los libros maniqueos; pero con

todo, me ligaba a ellos una familiaridad que no tenía los ímpetus del principio;

mas la familiaridad con ellos (de los cuales hay muchos ocultos en Roma) me

hacía perezoso para indagar más allá. Y menos que en ninguna parte, Dios y

Señor mío, creador de todas las cosas, me imaginaba yo encontrar la verdad en

tu Iglesia, de la cual me habían ellos apartado. 


 

 

Muy torpe cosa me parecía el creer que tú hubieras tomado una forma corporal

ajustada a los lineamientos del cuerpo humano y, como cuando quería pensar en

Dios, no podía pensarlo sino como una mole corporal, ya que era para mí

imposible concebir la realidad de otra manera y en esto sólo estaba la causa

inevitable de mi error. 

 

4. De aquí que creyera yo con los maniqueos que tal es la sustancia del mal, que

tenía o bien una mole negra, espesa y deforme que elos llaman "tierra", o bien

una masa tenue y sutil como la del aire, una especie de espíritu maligno que

según ellos rastrea sobre esa tierra. Y como la piedad más elemental me prohibía

pensar que Dios hubiera creado ninguna cosa mala, ponía yo frente a frente dos

moles o masas, infinitas las dos, pero amplia la buena y más angosta la mala y

de este pestilencial principio se seguían los otros sacrilegios. 

 

Así, cuando a veces me sentía movido a considerar con seriedad la fe católica

me sentía por ella repelido, porque no la conocía yo como realmente es. ¡Oh

Dios, cuyas misericordias confieso de corazón! Más piedad veía yo en creerte

infinito en todas tus partes que no limitado y terminado por las dimensiones del

cuerpo humano; aunque por el mero hecho de poner frente a ti una sustancia

mala me veía obligado a pensarte finito, contenido y terminado en una forma

humana. 

 

5. Y mejor me parecía pensar que tú no habias creado ningún mal, por cuanto mi

ignorancia concebía el mal como algo sustantivo y aún corpóreo; no podía mi

mente concebirlo sino a manera de un cuerpo sutil que se difundiera por todos

los lugares del espacio. Mejor me parecía esto que no pensar que procediera de ti

lo que yo creía que era la naturaleza del mal. Y aun de nuestro salvador, hijo

tuyo unigénito pensaba yo que emanaba de tu masa lucidísima y venía a

nosotros para salvarnos y no creía de él que una naturaleza tan lúcida no podía

nacer de la Virgen María sino mezclándose con la carne y no podía imaginarme

semejante mezcla sin una contaminación. Me resistía a creer en un Cristo

nacido, por no poder creer en un Cristo manchado por la carne. Tus amigos

fieles se reirán de mí con amor y suavidad si llegan a leer estas confesiones. Pero

así era yo. 

 

 

 

CAPITULO XI

 

1. Por otra parte, me parecía que los puntos de la Escritura impugnados por los

maniqueos no tenían defensa posible; pero en ocasiones me venía el

pensamiento de conferir sobre ellos con algún varón muy docto, para conocer su

sentir. Ya desde que enseñaba en Cartago me habían hecho impresión los

sermones y discursos de un cierto Helvidio que hablaba y disertaba contra los

maniqueos; pues decía sobre las Escrituras cosas que parecían irresistibles y

contra las cuales me parecían débiles las respuestas de los maniqueos. 

 

2. Tales respuestas, además, no las daban fácilmente en público; más bien nos

decían a nosotros en secreto que los textos del Nuevo Testamento habían sido

adulterados por no sé quién que estaba empeñado en introducir en la fe cristiana


 

 

la ley de los judíos. Pero nunca mostraban para probarlo ningún texto incorrupto

de las Escrituras. Por lo que a mí se refiere, siendo como era incapaz de concebir

otras cosas que seres materiales, me sofocaban y oprimían con su pesada mole

aquellas dos masas infinitas tras de las cuales anhelaba yo; pero no podía

respirar el aire puro y delgado de tu verdad. 

 

 

 

CAPITULO XII

 

1. Con mucha diligencia comencé pues en Roma lo que me había llevado a ella;

la enseñanza del arte de la Retórica. Primero reuní en mi casa a algunos que

habían tenido ya noticia de mí y por los cuales me conocieron luego otros. Y

comencé a padecer en Roma vejaciones que no había conocido en Africa.

Porque ciertamente no se usaban allí las "eversiones" que en Africa había yo

conocido, pero en cambio se me anunció desde el principio que los estudiantes

romanos se confabulaban para pasar a golpe de la clase de otro maestro

abandonando al primero sin pagarle. Eran infieles a la palabra dada, les

importaba mucho el dinero y menospreciaban la justicia. Odiábalos yo de todo

corazón, aunque mi odio no era perfecto. Lo digo porque más me afectaba lo que

yo podía padecer de su parte que no la injusticia que cometían con otros

maestros. 

 

2. Ciertamente son innobles estos tales, que fornicando lejos de ti aman esas

burlas pasajeras y un lodoso lucro que cuando se lo toca mancha la mano y se

abrazan a un mundo pasajero mientras te menosprecian a ti, que eres permanente

y que perdonas al alma humana meretriz cuando se vuelve hacia ti. Y aun ahora

detesto a esos tales perversos y descarriados, aunque los amo en el deseo de que

se corrijan y que prefieran la ciencia que aprenden, al dinero con que la pagan y

que más que a ella te estimen a ti, ¡oh Dios!, que eres verdad y superabundancia

de bien cierto y de castísima paz. Pero entonces no quería yo que fueran malos

por consideración de mi propio interés y para nada pensaba que fueran buenos

para gloria de tu Nombre. 

 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

1. Fue entonces cuando Símaco, prefecto de Roma, recibió de Milán una

solicitud para que enviara allá a un maestro de Retórica, a quien se le ofrecía a

costa del erario público todo cuanto necesitara para su traslado. Yo, valiéndome

de aquellos amigos míos ebrios de la vanidad maniquea y de los cuales ansiaba

yo separarme sin que ni yo ni ellos lo supiéramos, me propuse al prefecto para

pronunciar en su presencia una pieza oratoria, para ver si le gustaba y era yo el

designado. Lo fui y se me envió a Milán, en donde me recibió tu obispo

Ambrosio, renombrado en todo el orbe por sus óptimas cualidades. Era un

piadoso siervo tuyo que administraba vigorosamente con su elocuencia la

grosura de tu trigo, la alegría de tu óleo y la sobria ebriedad de tu vino. Sin que

yo lo supiera me guiabas hacia él para que por su medio llegara yo, sabiéndolo


 

 

ya, hasta ti. Me acogió paternalmente ese hombre de Dios y con un espíritu

plenamente episcopal se alegró de mi viaje. 

 

2. Y yo empecé a quererlo y a aceptarlo. Al principio no como a un doctor de la

verdad, pues yo desesperaba de encontrarla en tu Iglesia, sino simplemente

como a un hombre que era amable conmigo. Con mucha atención lo escuchaba

en sus discursos al pueblo; no con la buena intención con que hubiera debido,

sino para observar su elocuencia y ver si correspondía a su fama, si era mayor o

menor de lo que de él se decía. Yo lo escuchaba suspenso, pero sin la menor

curiosidad ni interés por el contenido de lo que predicaba. Me deleitaba la

suavidad de su palabra, que era la de un hombre mucho más docto que Fausto,

aunque no tan ameno ni seductor en el modo de decir. Pero en cuanto al

contenido de lo que el uno y el otro decían no había comparación posible. Fausto

erraba con todas las falacias del maniqueísmo, mientras que Ambrosio hablaba

de la salvación de manera muy saludable. La salvación, empero, está siempre

lejos de los pecadores como lo era yo entonces y, sin embargo, se acercaba a mí

sin que yo lo supiera. 

 

 

 

 

CAPITULO XIV

 

1. Me quedaba todavía una frívola desesperación al pensar que el camino hacia ti

está cerrado al hombre y en esta disposición de ánimo no me preocupaba por

aprender lo que él decía y sólo me fijaba en el modo cómo lo decía. Y sin

embargo, llegaban a mi alma envueltas en las bellas palabras que apreciaba las

grandes verdades que despreciaba y no podía yo disociarlas. Y mientras abría mi

corazón para apreciar lo bien que enseñaba las cosas, me iba percatando muy

poco a poco de cuán verdaderas eran las cosas que enseñaba. Gradualmente fui

derivando a pensar que tales cosaas eran aceptables. 

 

Respecto a la fe católica pensaba antes que no era posible defenderla de las

objeciones de los maniqueos; pero entonces creía ya que podía aceptarse sin

imprudencia, máxime cuando tras de haber oído las explicaciones de Ambrosio

una vez  y otra y muchas más, me encontraba con que él resolvía

satisfactoriamente algunos enigmas del Antiguo Testamento entendidos por mí

hasta entonces de una manera estrictamente literal, que había matado mi espíritu. 

 

2. Y así, con la exposición de muchos lugares de esos libros comenzaba yo a

condenar la deseperación con que creía irresistibles a los que detestaban la

Escritura y se burlaban de los profetas. 

 

Y sin embargo, no por el hecho de que la fe católica tenía doctores y defensores

que refutaban con abundancia y buena lógica las objeciones que le eran

contrarias, me sentía yo obligado a tomar el camino de los católicos, pues

pensaba que también las posturas contrarias tenían sus defensores y que había un

equilibrio de fuerzas; la fe católica no me parecía vencida, pero tampoco todavía

victoriosa. 


 

 

 

Me apliqué entonces con todas mis fuerzas a investigar si había algunos

documentos ciertos en los cuales pudiera yo encontrar un argumento decisivo

contra la falsedad de los maniqueos. Pensé que si llegaba yo a concebir una

sustancia espiritual con sólo eso quedarían desarmadas sus maqinaciones y yo

las rechazaría definitivamente. Pero no podía  conseguirlo. 

 

Considerando sin embargo, con una atención cada vez mayor lo que del mundo

y su naturaleza conocemos por los sentidos y comparando las diferentes

sentencias llegué a la conclusión de que eran mucho más probables las

explicaciones de varios otros filósofos. Y entonces, dudando de todo, como es

según se dice, el modo de los académicos y fluctuando entre nubes de

incertidumbre decidí que mientras durara mi dubitación, en ese tiempo en que

les anteponía yo a otros filósofos, no podía ya de cierto seguir con los

maniqueos. Pero aún a tales filósofos me negaba yo a confiarles la salud de mi

alma, pues andaba aún bien lejos de la doctrina saludable de Cristo. En

consecuencia resolví quedarme como catecúmeno en la Iglesia católica, la que

mis padres me habían recomendado, mientras no brillara a mis ojos alguna luz

cuya certeza me diera seguridad. 


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