¡Dios te salve María!
 

 

 

 

 

CAPITULO I


 

 

LIBRO VI


¡Oh Dios, esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas entonces para mí, o

dónde te habías retirado? ¿No eras tú mi creador, el que me había distinguido de

los cuadrúpedos y los volátiles? Más sabio que ellos me hiciste y sin embargo,

andaba yo resbalando en las tinieblas; te buscaba fuera de mí y no te podía

encontrar. Había yo caído, ¡oh Dios de mi corazón! En lo hondo del abismo y 

con total desconfianza desesperaba de llegar a la verdad. 

 

Entretanto había llegado mi madre, que llevada de su inmenso amor me seguía

por tierra y por mar y que en todos los peligros estaba segura de ti y tanto, que

durante los azares de la navegación confortaba ella a los marineros mismos, que

están habituados a animar en sus momentos de zozobra a los viajeros novatos.

Les prometía con seguridad que llegarían a buen puerto, pues tú así se lo habías

revelado en una visión. Me encontró cuando me hallaba yo en sumo peligro por

mi deseperación de alcanzar la verdad. Cuando le dije que no era ya maniqueo

pero tampoco todavía cristiano católico, no se dio en extremos al júbilo como si

mi noticia la hubiera tomado de sorpresa. Segura estaba de que de la miseria en

que yacía yo como muerto, habías tú de resucitarme por sus lágrimas y, como la

viuda de Naím, me presentaba a ti en el féretro de sus pensamientos, para que tú

le dijeras al hijo de la viuda: Joven, yo te lo mando, levántate (Lc 7, 14) y él

reviviera y comenzara a hablar y tú se lo devolvieras a su madre. Así pues, su

corazón no se estremeció con ninguna turbulenta exultación cuando vio que ya

estaba hecho en parte lo que ella a diario con lágrimas te pedía: pues me vio no

ganado todavía para la verdad, pero sí liberado de la falsedad. Y esperaba con

firmeza que tú, que se lo habías prometido todo, hicieras lo que faltaba todavía.

Con el pecho lleno de segura placidez me respondió que no dudaba un punto de

que antes de morir había de verme católico fiel. 

 

Esto fue lo que me dijo a mí; pero a ti te pedía con ardientes preces y lágrimas

que te apresuraras a socorrerme iluminando mis tinieblas y con mayor afán

corría a tu Iglesia y se supendía de la boca de Ambrosio bebiendo el agua que

salta hasta la vida eterna (Jn 4, 14). Amábalo ella como a un ángel de Dios, pues

supo que debido a él había yo llegado a aquel estado de vacilante fluctuación por

la cual presumía ella que habría yo de pasar de la enfermedad a la salud, después

de atravesar ese subido peligro que los médicos llaman "crisis". 

 

 

 

CAPITULO II

 

1.Sucedió en una ocasión que mi madre, según la costumbre africana (1) llevó a

las tumbas de los santos comida de harina cocida, panes y vino puro. El portero

se negó a recibírselos diciendo que el obispo lo tenía prohibido y ella, con

humilde obediencia, se plegó a su voluntad y no dejé de admirarme de la

facilidad con que renunció a una costumbre que le era cara, en vez de criticar

costumbres diferentes. Porque la embriaguez no dominaba su espíritu ni el vino


 

 

 

le inspiraba odio a la verdad, como sucede con tantos hombres y mujeres que al

cántico de la sobriedad responden con la náusea de los beodos por el vino

aguado. Cuando llevaba su cesta con sus manjares rituales para su degustación y

distribución, no ponía para sí misma sino un vasito con vino tan diluído como lo

pedía su temperante paladar. Y si eran muchas las sepulturas que hubiera que

honrar, llevaba y ponía en todas ellas el mismo vasito con el vino no sólo más

aguado, sino ya muy tibio para participar con pequeños sorbitos en la comunión

con los presentes; pues lo que con ello buscaba no era la satisfacción del gusto,

sino la piedad con los demás. 

 

2. Así, cuando se enteró de que esto era cosa prohibida por aquel preclaro

predicador y piadoso prelado que no lo permitía ni siquiera a las personnas

moderadas y sobrias para no dar ocasión de desmandarse a los que no lo eran y

porque, además, dicha costumbre era muy semejante a la costumbre

supersticiosa de los paganos en sus ritos funerarios, ella se sometió con absoluta

buena voluntad y, en lugar de la cesta llena de frutos de la tierra, aprendió a

llevar a las tumbas de los mártires un pecho lleno de afectos más purificados

para dar lo que pudiera a los menesterosos y celebrar allí la comunión del

Cuerpo del Señor, cuya pasión habían imitado los mártires que con el martirio

fueron inmolados y coronados. 

 

3. Sin embargo, me parece probable que no sin interiores dificultades hubiera

cedido mi madre a la supresión de una práctica a la que estaba acostumbrada, de

haber la prohibición procedido de otro que Ambrosio, al cual amaba mucho,

especialmente por lo que él significaba para mi salvación. Y Ambrosio a su vez

la amaba a ella por su religiosa conducta, por su fervor en las buenas obras y su

asiduidad a la Iglesia; hasta el punto de que cuando me encontraba prorrumpía

en alabanzas suyas y me felicitaba por la dicha de tener una madre semejante. Es

que no sabía él qué casta de hijo tenía mi madre: un escéptico que dudaba de

todo y no creía posible atinar con el camino de la verdad. 

 

 

(1) En Africa era costumbre entonces llevar a los sepulcros de los cristianos,

comestibles para un ágape en el cual se mostraba la caridad, especialmente

para con los pobres. Esta costumbre venía desde los tiempos apostólicos, pero

debido a ciertos abusos la suprimió en Milán San Ambrosio y luego fue

igualmente suprimida en otras partes, hasta que finalmente desapareció del

todo.

 

 

 

CAPITULO III

 

1. Yo no había aún aprendido a orar rogándote con gemidos que me ayudaras,

sino que tenía puesta mi alma entera en la investigación de las cosas mundanas y

el ejercicio de la disertación. Y a Ambrosio mismo lo tenía yo por el hombre

feliz según el mundo, pues tantos honores recibía de gentes poderosas y sólo me

parecía trabajoso su celibato. Por otra parte no tenía yo experiencia ni siquiera

sospechas de las esperanzas que él tuviera, ni de las tentaciones que tenía que

vencer derivadas de su propia excelencia; no tenía la menor idea de cuáles


 

 

fueran sus luchas ni sus consuelos en las adversidades, ni sabía de que se

alimentaba en secreto su corazón, ni qué divinos sabores encontraba en rumiar tu

pan. Pero él tampoco sabía nada de mis duras tempestades interiores ni de la

gravedad del peligro en que me hallaba. Ni podía yo preguntarle las cosas que

querría, pues me apartaba de él la multitud de quienes acudían a verlo con toda

clase de asuntos y a quienes él atendía con gran servicialidad. Y el poco tiempo

en que no estaba con las gentes lo empleaba en reparar su cuerpo con el sustento

necesario o en alimentar su mente con la lectura. 

 

2. Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje,

pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente

donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre avisarle la

llegada de los visitantes. 

 

Yo permanecía largo rato sentado y en silencio: pues, ¿qién se atrevería a

interrumpir la lectura de un hombre tan ocupado para echarle encima un peso

más? Y después me retiraba, pensando que para él era precioso ese tiempo

dedicado al cultivo de su espíritu lejos del barullo de los negocios ajenos  y que

no le gustaría ser distraído de su lectura a otras cosas. Y acaso también para

evitar el apuro de tener que explicar a algún oyente atento y suspenso, si leía en

alta voz, algún punto especialmente oscuro, teniendo así que discutir sobre

cuestiones difíciles; con eso restaría tiempo al examen de las cuestiones que

quería estudiar. Otra razón tenía además para leer en silencio: que fácilmente se

le apagaba la voz. Mas cualquiera que haya sido su razón para leer en silencio,

buena tenía que ser en un hombre como él. 

 

3. Lo cierto es que yo no tenía manera de preguntarle lo que necesitaba saber a

aquel santo oráculo tuyo sino cuando me podía brevemente atender y para

exponerle con la debida amplitud mis ardores y dificultades necesitaba buen

tiempo y nunca lo tenía. Cada domingo lo escuchaba yo cuando exponía tan

magistralmente ante el pueblo la palabra de verdad y cada vez crecía en mí la

persuasión de que era posible soltar el nudo de todas aquellas calumniosas

dificultades que los maniqueos levantaban contra los sagrados libros. 

 

4. Pero cuando llegué a comprobar que en el pensamiento de los hijos que tú

engendraste en el seno de la Iglesia católica, tú creaste al hombre a tu imagen y

semejanza pero tú mismo no quedabas contenido y terminado en la forma

humana corporal y, aunque ni de lejos barruntaba yo lo tenue y enigmática que

es la naturaleza de los seres espirituales, sin embargo, me avergoncé, lleno de

felicidad, de haber por tantos años ladrado no contra la fe católica, sino contra

meras ficciones de pensamiento carnal. Tan impío había yo sido, que en vez de

buscar lo que tenía que aprender, lo había temerariamente negado. Porque tú

eres al mismo tiempo inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo; no

tienes partes ni mayores ni menores, pues en todas partes estás de manera total;

ningún lugar te contiene  y, ciertamente, no la forma corporal del hombre. Y sin

embargo, tú hiciste al hombre a tu imagen y semejanza y, ¡él sí que está, de la

cabeza a los pies, contenido en un lugar! 


 

 

 

CAPITULO IV

 

 

1. No sabiendo, pues, cómo podía subsistir esa imagen tuya, con gusto y temor

habría yo pulsado la puerta deAmbrosio para preguntarle por sus motivos de

creer lo que creía, sin ofenderlo con arrogante reproche por haber creído.  Y el

ansia por saber qué podía yo retener como cierto, me corroía las entrañas con

fuerza tanto mayor cuanto más avergonzado me sentía de haber andado por tanto

tiempo engañado por ilusorias promesas de certidumbre y por haber pregonado

con error y petulancia pueril tantas cosas inciertas como si fueran ciertas. Que

eran falsas lo comprobé más tarde, pero entonces era ya seguro, cuando menos,

que se trataba de cosas inciertas que yo había tenido por ciertas en aquel tiempo

en que con ciega arrogancia acusaba a la Iglesia católica; pues si bien es cierto

que la Iglesia no se me aparecía aún como maestra de verdad, cuando menos

nada enseñaba de cuanto a mí me parecía gravemente reprensible. 

 

Con esto quedaba yo confuso y converso. Me alegraba sobremanera de que tu

Iglesia única, Señor, el Cuerpo de tu Hijo único, en la cual se me infundió desde

niño la reverencia al nombre de Cristo, nada supiera de aquellas banalidades ni

admitiera en su doctrina la idea de que tú, el creador de todas las cosas,

estuvieras circunscrito en un lugar del espacio, por sumo y amplio que fuera, ni

terminado en los límites de la figura humana. 

 

2. Alegrábame también de que los viejos escritos de la ley y los profetas no se

me dieran a leer con mis antiguos ojos, que tantos absurdos veían en ellos

cuando yo redarguía a tus santos por errores que ellos nunca profesaron. Y

grande era mi contento cuando oía frecuentemente a Ambrosio decir con énfasis

y reiteración en sus sermones al pueblo que la letra mata y el espíritu vivifica

(2Co 3, 6). Así, descorriendo espiritualmente el velo místico, explicaba algunos

pasajes de la Escritura que entendidos en forma literal estricta suenan a error y al

explicar de esta manera nada decía que pudiera molestarme aun cuando dijese

cosas de cuya verdad no me constaba todavía. Y así, por miedo de precipitarme

en algún yerro, suspendía yo mi asentimiento, sin darme cuenta de que tal

suspensión me estaba matando. 

 

3. Quería yo tener de las cosas invisibles una certidumbre absoluta, como la de

que siete más tres suman diez. Mi escepticismo no llegaba a la insania de tener

por dudosas las proposiciones mateméticas, pero este mismo tipo de certeza era

el que yo pedía para todo lo demás; lo mismo para los objetos materiales

ausentes y por ello invisibles, como para los seres espirituales, que yo era

incapaz de representarme sin una forma corpórea. 

 

Yo no podía sanar sino creyendo; pues la vista de mi entendimiento, agudizada y

purificada por la fe, podía de algún modo enderezarse hacia tu verdad. Esa

verdad que siempre permanece y nunca viene a menos. Pero en ocasiones

acontece que alguien, escamado por la experiencia de algún mal, queda

temeroso y se resiste a entregarse al bien. Esta era entonces la situación de mi

alma, que sólo creyendo podía ser curada, pero, por el miedo de exponerse a

creer en algo errado, recusaba la curación y hacía resistencia a tu mano con la


 

 

que tú preparaste la medicina de la fe y la derramaste sobre todas las

enfermedades del mundo y pusiste en ella tan increíble eficacia. 

 

 

 

CAPITULO V

 

1. Desde ese tiempo comencé a sentir preferencia por la doctrina católica

también por otro motivo: porque en ella, sin falacia de ningún género se me

mandaba creer con modestia en cosas  que no se pueden demostrar, o porque se

resisten a toda demostración, o porque la demostración existe pero no está al

alcance de todos. Los maniqueos, en cambio, se burlaban de la credulidad de la

gente con temerarias promesas de conocimiento científico y en seguida pedían

que creyéramos en las más absurdas fábulas diciendo que eran verdades

indemostrables. Entonces tú, tratándome con mano suavísima y llena de

misericordia, fuiste modelando poco a poco mi corazón. Me hiciste pensar en el

enorme número de cosas que yo creía sin haberlas visto ni haber estado presente

cuando sucedieron. ¡Cuántas cosas admitía yo por pura fe en la palabra de otros

sobre cosas que pasaron en la historia de los pueblos, o lo que se me decía, sobre

lugares y ciudades y, cuántas creía por la palabra de los médicos, o de mis

amigos, o de otros hombres! Si no creyéramos así, la vida se nos haría

imposible. Y ¿cómo, si no por fe en lo que me decían podría yo tener la

firmísima convicción de ser hijo de mis padres?

 

2. Me persuadiste de que no eran de reprender los que se apoyan en la autoridad

de esos libros que tú has dado a tantos pueblos, sino más bien los que en ellos no

creen y, de que no debía yo hacer caso de ellos si por ventura me dijeren: "¿De

dónde sabes tú que esos libros fueron comunicados a los hombres por el

verdadero y veracísimo Espíritu de Dios?". Porque en ese divino origen y en esa

autoridad me pareció que debía yo creer, antes que nada, porque el ardor

polémico de las calumniosas objeciones movidas por tantos filósofos como

había yo leído y que se contradecían unos a otros no pudo jamás arrancar de mí

la convicción de que tú existes, aunque yo no entienda cómo y de que en tus

manos está el gobierno de las cosas humanas. A veces lo creía con fuerza y otras

con debilidad; pero siempre creía que existes y que diriges la marcha de las

cosas del mundo, aunque no sabía qué es lo que se debe pensar de tu sustancia o

de los caminos que llevan a ti o apartan de ti. 

 

3. Por eso, siendo yo débil e incapaz de encontrar la verdad con las solas fuerzas

de mi razón, comprendí que debía apoyarme en la autoridad de las Escrituras y

que tú no habrías podido darle para todos los pueblos semejante autoridad si no

quisieras que por ella te pudiéramos buscar y encontrar. En los últimos días

había yo oído explicaciones muy plausibles sobre aquellas necias objeciones que

antes me habían perturbado y me encontraba dispuesto a poner la oscuridad de

ciertos pasos de la Escritura a la cuenta de la elevación de los misterios y, por

eso mismo, tanto más venerable y digna de fe me parecía la Escritura, cuanto

que por una parte, quedaba accesible a todos y por otra reservaba la intelección

de sus secretos a una interpretación más profunda. A todos está abierta con la

simplicidad de sus palabras y la humildad de su estilo, con la cual ejercita, sin

embargo, el entendimiento de los que no son superficiales de corazón; a todos


 

 

acoge en su amplio regazo, pero a pocos encamina a ti por angostas rendijas.

Pocos, que serían muchos menos si ella no tuviera ese alto ápice de autoridad ni

atrajera a las multitudes al seno de su santa humildad. 

 

Tú estabas a mi vera cuando pensaba yo todo esto; yo suspiraba y tú me oías; yo

andaba flucutuando y tú me gobernabas, sin abandonarme cuando iba yo por el

ancho camino de este siglo. 

 

 

 

 

CAPITULO VI

 

1. Avido estaba yo entonces de honores y de ganacias; ardía por el matrimonio,

pero tú te burlabas de mí. Con todas esas concupiscencias pasaba yo por

amargas dificultades y tú me eras tanto más propicio cuanto que menos

permitías que me fuera dulce lo que no eras tú. Ve mi corazón, Dios mío, que

has querido que yo recordara todo esto para confesártelo. Adhiérase a ti mi alma,

pues me sacaste de tan pegajoso y tenaz engrudo de muerte. 

 

¡Cuán mísera era entonces mi alma! Y  tú hacías todavía más punzante el dolor

de mi herida para que dejándolo todo me convirtiera a ti, ser soberano sin el cual

nada existiría y, para que convertido, quedara sano. Era pues yo bien miserable.

¡Y con qué violencia hiciste que sintiera mi miseria aquel día en que me

preparaba yo a recitar un panegírico del emperador en el cual muchas mentiras

iba a decir para ganarme el favor de quienes sabían que mentía! Con este anhelo

pulsaba mi corazón, encendido en la fiebre de pestilenciales pensamientos,

cuando al pasar por una callejuela de Milán vi a un mendigo, borracho ya según

creo, que lleno de jovialidad decía chistes. Al verlo se me escapó un gemido.

Empecé a hablar con los amigos que me acompañaban sobre los pesados

sinsabores que nos venían de nuestras locuras; pues con todos aquellos esfuerzos

y cuidados como el que en ese momento me oprimía (pues estimulado por mis

deseos iba cargando el fardo de mi infelicidad, que se aumentaba hasta la

exageración) no buscábamos otra cosa que conseguir aquella descuidada alegría

y que aquel mendigo había llegado ya a donde nosotros acaso no lograríamos

nunca. Esa especie de felicidad temporal que él había logrado con unas pocas

monedas habidas de limosna andaba yo buscando por largos rodeos y fragosos

caminos. 

 

2. Aunque, una alegría verdadera no la tenía, por cierto, aquel mendigo; pero yo,

con todas mis ambiciones estaba aún más lejos que él de la verdadera alegría. El

estaba alegre cuando yo andaba ansioso; él se sentía seguro mientras yo

temblaba. Y si alguien me hubiera preguntado entonces qué prefería yo: si estar

alegre o estar triste, le habría respondido que estar alegre. Pero si de nuevo me

interrogara sobre si querría yo ser como aquel mendigo o más bien ser lo que yo

era y como era, le habría yo de cierto contestado que prefería ser yo mismo y

como era, no obstante lo abrumado que me tenían mis muchos temores. Y en tal

respuesta no habría habido verdad, sino sólo perversidad. No podía yo tenerme

en más que él por el  solo hecho de ser más docto, sino que me gozaba en

agradar a los demás y lo que realmente me importaba no era enseñarles algo,


 

 

sino tan sólo agradarles. Por eso me rompías tú los huesos con el duro báculo de

tu disciplina. 

 

¡Lejos pues de mí los que me dicen que es muy importante saber las causas de

nuestra alegría! El mendigo aquel se alegraba por su borrachera, pero tú querías

gozar de la gloria. Pero, ¿de qué gloria, Señor? Pues, de la que te negamos

cuando buscamos la gloria fuera de ti. Porque así como la alegría de aquel beodo

no era verdadera alegría, así tampoco era gloria verdadera la que andaba yo

buscando con tan grande perturbación de mi espíritu. Aquel iba a digerir su vino

aquella misma noche; yo en cambio iba a dormirme con mi ebriedad y a

despertar con ella, para seguir así con ella durmiendo y despertando. Y esto,

Señor, ¡por cuánto tiempo! 

 

Con todo, es importante conocer cuál es la causa de nuestra alegría. Yo sé cuán

grande es la diferencia que media entre la esperanza fiel y toda aquella vanidad.

Pero esta distancia la había entre aquel beodo y yo. Más feliz que yo era él, no

solamente porque podía expandirse en risas mientras a mí me desgarraba toda

clase de cuidados, sino también porque él, con buena elección, había comprado

su buen vino, mientras que yo buscaba una gloria vanidosa por medio de

mentiras. 

 

Muchas cosas dije entonces a mis caros amigos en esta línea de pensamiento y

con frecuencia me preguntaba a mí mismo cómo me iba, sólo para tener que

admitir que me iba mal; con esto me dolía y este dolor aumentaba mis males.

Hasta el punto de que si algo próspero me venía al encuentro sentía fastidio de

tenderle la mano, pues antes de yo tocarlo, se había desvanecido. 

 

 

 

 

CAPITULO VII

 

1. De todas estas miserias nos lamentábamos juntos los que vivíamos unidos por

el lazo de la amistad; pero con mayor familiaridad que con otros hablaba yo con

Alipio y con Nebridio. Alipio había nacido en la misma ciudad que yo, era un

poco mayor que yo y sus padres eran principales en el municipio. El había

estudiado conmigo en nuestra ciudad natal y más tarde en Cartago. El me quería

mucho porque le parecía yo bueno y docto y yo lo amaba a él por su buen

natural y por una virtud que lo hacía señalarse no obstante su juventud. Pero el

vórtice de las costumbres cartaginesas, en las cuales tanta importancia se daba a

toda suerte de frivolidades, lo había absorbido con una insana afición por los

juegos circenses. Mientras él se revolvía en aquella miseria tenía yo establecida

ya mi escuela pública de Retórica, a la cual no asistía él a causa de ciertas

diferencias que habían surgido entre su padre y yo. Bien comprobado tenía yo el

pernicioso delirio que tenía él por los juegos del circo y yo sentía angustia de

pensar que tan bellas esperanzas pudieran frustrarse en él, si acaso no estaban ya

del todo frustradas. Pero no tenía manera  de amonestarlo o de ejercer sobre él

alguna presión para sacarlo de aquello, ni por el afecto de la amistad ni por el

prestigio de mi magisterio. 


 

 

Creía yo que él pensaba de mí lo mismo que su padre, pero en realidad no era así

y por eso, pasando por encima de la voluntad de su padre, comenzó a saludarme

y a visitar mi clase; escuchaba un poco y luego se marchaba. Ya  para enonces

se me había olvidado mi propósito de hablar con él para exhortarlo a no

desperdiciar su buen ingenio con aquel ciego y turbulento amor por los

espectáculos. 

 

2. Pero tú, Señor, que presides el destino de todo cuanto creaste, no te habías

olvidado de quien iba a ser más tarde entre tus hijos ministro de tus sagrados

misterios. (1) Y para que su corrección no pudiera atribuirse a nadie sino a ti,

quisiste valerte de mí para conseguirla, pero no sabiéndolo yo. Sucedió pues

cierto día estando yo sentado en el lugar de costumbre y rodeado de mis

discípulos llegó él, saludó y se sentó poniendo toda su atención en lo que se

estaba tratando. Y dio la casualidad de que tuviera yo entre las manos un texto

para cuya explicación en forma clara y amena me pareció oportuno establecer un

símil con los juegos circenses y me valí de expresiones mordaces y sarcásticas

sobre los que padecen la locura del circo. Bien sabes tú, Señor, que al hacerlo,

para nada pensaba en la corrección de Alipio ni en librarlo de aquella peste; pero

él se lo apropió todo inmediatamente, creyendo que por nadie lo decía yo sino

por él y lo que otro habría tomado como razón para irritarse conmigo lo tomó,

joven honesto como era, como motivo de enojarse consigo mismo y de amarme

más a mí. Bien lo habías tú dicho mucho antes y consignado en tus Escrituras:

Reprende al sabio y te amará por ello (Pr 9, . 

 

Yo, empero, no lo había reprendido. Pero tú te vales de todos, sabiéndolo ellos o

no, según el orden justísimo que tienes establecido. De mi corazón y de mi

lengua sacaste carbones ardiendo para cauterizar y sanar aquella mente que

estaba enferma, pero también llena de juventud y de esperanzas. Que nadie se

atreva a cantar tus loores si no considera tus misericordias como lo hago yo

ahora, confesándotelo todo desde lo hondo de mis entrañas. 

 

Así pues, al oir mis palabras se arrancó Alipio con fuerza de aquella fosa

profunda en la cual con tanta complacencia se había ido hundiendo cegado por

un miserable placer; con temperante energía sacudió de su ánimo las sordideces

del circo y nunca se le vió más por allí. Después venció la resistencia de su

padre y obtuvo su  consentimiento para alistarse entre mis discípulos y con ello

se vio envuelto en la misma superstición que yo, pues le gustaba la ostentación

de austeridad que hacían los maniqueos, que tenía por sincera. Pero no había tal.

Era un error que seducía almas preciosas pero inexpertas de la virtud y fáciles de

engañar por apariencias superficiales de una virtud simulada y no real. 

 

 

(1) Alipio fue consagrado obispo de Tagaste, según Baronio, el año 394.

 

 

 

 

CAPITULO VIII

 

1. Alipio, siguiendo el camino de los honores de la tierra que tanto le habían

ponderado sus padres, me precedió en el viaje a Roma, a donde fue para


 

 

aprender el Derecho. Allí recayó de la manera más increíble en el increíble

frenesí de los juegos gladiatorios. Pues, como manifestara su aversión y

detestación por aquellos espectáculos, algunos entre sus amigos y condiscípulos

a quienes encontró cuando ellos regresaban de una comilona, con amistosa

violencia vencieron su vehemente repugnancia y lo llevaron al anfiteatro en dias

en que se celebraban aquellos juegos crueles y funestos. Alipio les decía:

"Aunque llevéis mi cuerpo y lo pongáis allí no podréis llevar también mi alma,

ni lograr que mis ojos vean semejantes espectáculos. Estaré allí, si me lleváis,

pero ausente y así triunfaré de ellos y también de vosotros". Mayor empeño

pusieron ellos en llevarlo, acaso con la curiosidad de saber si iba a ser capaz de

cumplir su palabra. 

 

2. Alipio les mandó entonces a sus ojos que se cerraran y a su espíritu que no

consintiera en tamaña perversidad; pero por desgracia no se tapó también los

oídos; porque en el momento de la caída de un luchador fue tal el bramido de

todo el anfiteatro que Alipio, vencido por la curiosidad y creyendo que podía

vencer y despreciar lo que viera, abrió los ojos y con esto recibió en el alma una

herida más grave que la que en su cuerpo había recibido el luchador cuya caída

desatara aquel clamor que a Alipio le entró por los oídos y lo forzó a abrir los

ojos para ver lo que lo iba a deprimir y dañar. Su ánimo tenía más audacia que

fortaleza y era tanto más débil  cuanto más había presumido de sus propias

fuerzas en vez de contar sobre las tuyas. Y así aconteció que al ver aquella

sangre bebió con ella la crueldad y no apartó la vista, sino que más clavó los

ojos; estaba bebiendo furias y no caía en la cuenta; se gozaba con la ferocidad de

la lucha y se iba poco a poco embriagando de sangriento placer. Ya no era el que

era antes de llegar al circo, sino uno de tantos en aquella turba y auténtico

compañero de los que lo habían llevado allí. ¿Para qué decir más? Alipio vio,

gritó, se enardeció y de todo ello sacó una locura por volver al circo no sólo con

los que a él lo habían llevado, sino también sin ellos y llevando él mismo a

otros. 

 

Y de esto, sin embargo, con mano fortísima y misericordiosa lo liberaste tú y le

enseñaste a no confiar en sus propias fuerzas sino solamente en las tuyas. Pero

esto fue mucho después. 

 

 

 

CAPITULO IX

 

1. El recuerdo de esta experiencia le quedó en la memoria como medicina para

lo porvenir. Cuando ya asistía él a mis clases en Cartago sucedió que en cierta

ocasión, a mediodía, ensayaba él en el foro lo que luego tenía que recitar, al

modo como suelen hacerlo los estudiantes. Entonces permitiste tú que fuera

aprehendido por los guardianes del foro como ladrón y pienso que tu motivo

para permitirlo fue el de que un hombre que tan grande iba a ser en tiempos

posteriores comenzara a aprender que un juez no siempre puede en un litigio

juzgar con facilidad y que un hombre no ha de ser condenado por otro con

temeraria credulidad. 


 

 

Es el caso que cierto día se paseaba él sólo delante de los tribunales con su

punzón y sus tablillas cuando un jovenzuelo de entre los estudiantes, que era un

verdadero ladrón, entró sin ser visto por Alipio hasta los canceles de plomo que

dominan la calle de los banqueros; llevaba escondida un hacha y con ella

comenzó a cortar el plomo. Al oír el ruido de los golpes, los banqueros que

estaban debajo comenzaron a agitarse y mandaron a los guardias con la orden de

aprehender al que encontrasen. El ladronzuelo al oír las voces huyó rápidamente

dejando olvidado su instrumento para que no lo pillaran con él en la mano. 

 

2. Pero Alipio, que no lo había visto entrar pero sí salir y escapar rápidamente y,

queriendo averiguar de qué se trataba, entró al lugar y encontrando el hacha la

tomó en la mano y la estaba examinando. En esto llegan los guardias y lo

encuentran a él sólo con el hacha en la mano. Lo detienen pues, y se lo llevan

pasando por en medio de la gente que había en el foro y que se había

aglomerado, para entregarlo a los jueces como ladrón cogido en flagrante delito.

Pero hasta aquí llegó y de quí no pasó la lección que querías darle y saliste a la

defensa de una inocencia cuyo único testigo eras tú. Porque mientras se lo

llevaban a la cárcel o al suplicio, les vino al encuentro un arquitecto que tenía a

su cargo la alta vigilancia sobre los edificios públicos. Alegráronse ellos del

encuentro, pues él solía sospechar que fueran ellos mismos los que se robaban lo

que desaparecía del foro: ahora, pensaban, iba a saber por sí mismo quién era el

ladron. 

 

3. Pero el arquitecto conocía a Alipio por haberlo encontrado varias veces en la

casa de cierto senador que él visitaba con frecuencia. Lo reconoció al instante, le

tendió la mano y lo sacó de entre la multitud. Se puso a investigar la razón del

incidente y, cuando Alipio le hubo dicho lo acontecido, mandó a todos los que

estaban gritando y amenazando con furia que lo acompañaran a la casa del

muchacho que había cometido el delito. A la puerta de la casa estaba un

chiquillo muy pequeño, que ningún daño podía temer de su amo si lo decía todo

y él había estado con el delincuente en el foro. 

 

Alipio lo reconoció luego y se lo indicó al arquitecto y éste, mostrándole el

hacha, le preguntó al chiquillo de quién era. "Es nuestra", le contestó éste y

sometido a interrogatorio, contó todo el resto. De esta manera se transfirió la

causa de aquella familia y fueron confundidas las turbas que ya creían haber

triunfado sobre un futuro dispensador de tus miembros, que había más tarde de

examinar muchas causas en tu Iglesia. De este caso salió el futuro juez instruido

y con una preciosa experiencia. 

 

 

 

 

CAPITULO X

 

1. Lo había yo pues encontrado en Roma y se adhirió a mí con fortísimo vínculo

y se fue conmigo a Milán, pues no quería abandonarme y, además, para ejercer

un poco el Derecho que había aprendido más por deseo de sus padres que por su

propio deseo. Después de esto había llegado a ejercer el cargo de consiliario con

una integridad que a todos admiraba y les servía de ejemplo, pues manifestaba

suma extrañeza por los magistrados que estimaban más el dinero que la


 

 

 

inocencia. También fue sometido a prueba su carácter, no sólo con los atractivos

de la sensualidad, sino también por la presión del terror. 

 

2. Alipio asesoraba entonces en Roma al administrador de los bienes imperiales.

Y sucedió que había allí un senador muy poderoso que tenía sometidos a

muchos o por hacerles beneficios o por la intimidación. Este señor confiando en

su fuerza política pretendió una vez salirse con algo que estaba prohibido por la

ley y Alipio le resistió. Se le hicieron promesas, pero las desechó con una

sonrisa; le hicieron amenazas, pero él las despreció con gran admiración de

todos, pues nadie estaba acostumbrado a ver semejante energía para enfrentarse

a un hombre que se había hecho célebre por la fuerza que hacía a la gente y los

grandes recursos con que contaba para favorecer o perjudicar; les parecía

increíble que alguien ni quisiera ser amigo ni temiera ser enemigo de un hombre

tan poderoso. El juez mismo de quien Alipio era consejero no quería plegarse a

las demandas del senador, pero tampoco quería oponerse abiertamente; así que

se descargó en Alipio, diciendo que no lo dejaba obrar. Lo cual, además, era

cierto, pues de haber cedido el juez, Alipio habría dimitido. 

 

Una sola tentación tuvo que combatir y fue la que le vino de su afición a las

letras; pues de haber cedido a las demandas del senador, con la paga que éste le

ofrecía, se habría podido procurar ciertos códices que deseaba poseer. Pero

arendió a la justicia y rechazó la idea; pensaba que a la postre más útil le era la

justicia que le cerraba el paso que no la influencia de un poderoso que todo se lo

permitía. 

 

Poca cosa era eso; pero el que es fiel en lo poco lo será también en lo mucho (Lc

16, 10); y nunca será vana la palabra de verdad que nos vino de ti cuando dijiste:

Si no habéis sido fieles con la riqueza mal habida ¿quién os encomendará la

riqueza verdadera? Y si no habéis sido fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo que

es vuestro? (Lc 16, 11-12). 

 

Tal era entonces Alipio, unido a mí por estrechísima amistad. Ambos estábamos

en la perplejidad y ambos nos preguntábamos qué género de vida teníamos que

llevar. 

 

Nebridio, por su parte, había dejado su ciudad natal, cercana a Cartago y a

Cartago misma que con frecuencia solía visitar; había dejado también su casa y

renunciado a la herencia de un magnífico campo de su padre. Su madre no quiso

seguirlo cuando él se vino  a Milán no por otra razón, sino porque quería vivir

conmigo en el mismo fervoroso empeño por alzanzar la verdad y la sabiduría.

Nebridio participaba en nuestras vacilaciones y ardoroso como era y escrutador

acérrimo de las cuestiones más difíciles suspiraba a una con nosotros por la

consecución de una vida feliz. Eramos tres indigentes con la boca llena de

hambre, que mutuamente se comunicaban su pobreza y sus anhelos, en la

esperanza de que tú les dieras el alimento en el tiempo oportuno (Sal 144, 15). Y

en medio de la amargura que por misericordia tuya se producía de nuestra

mundana manera de vivir, cuando considerábamos el fin que con todo ello nos

proponíamos se abatían sobre nosotros las tinieblas. Nos volvíamos gimiendo

hacia otra parte y decíamos: "¿Cuánto durará todo esto?". Así decíamos con

mucha frecuencia; pero por mucho que lo dijéramos no nos resolvíamos a dejar


 

 

nuestro modo de vida, pues no alcánzabamos a ver una luz cierta que dejándolo

todo pudiéramos seguir. 

 

 

 

CAPITULO XI

 

1. Admirábame yo considerando el largo tiempo transcurrido desde que yo, a los

diecinueve años, con tanto ardor había comenzado el estudio de la sabiduría con

el propósito firme, si la encontraba, de abandonar a las falaces esperanzas y a la

mentida locura de los falsos placeres. Y ya andaba en los treinta años ahora y no

salía del lodazal. 

 

Desde mis diecinueve años estaba yo entregado al goce de los bienes del

momento presente, que se me escurrían entre las manos dejándome distraído y

disperso. Y yo me decía: "Mañana la tendré, mañana se me aparecerá y me

abrazaré a ella, mañana llegará Fausto y me lo explicará todo". ¡Oh, varones

ilustres de la Academia que decís que ninguna certidumbre podemos alcanzar

para dirigir la vida! Pero no. Debemos, bien al contrario, buscar con mayor

diligencia y sin desesperar. Ya no me parecen absurdas en los libros

eclesiásticos las cosas que antes me lo parecían y que pueden ser entendidas con

toda honradez de otra manera. Asentaré entonces mis pies en el paso en que de

niño me pusieron mis padres, en espera de que la verdad se me haga ver

claramente. 

 

2. Pero, ¿dónde y cuándo buscar la verdad? Ambrosio no tiene tiempo y yo no

tengo facilidades para leer. ¿En dónde podría yo conseguir los códices, en dónde

comprarlos o a quién pedirlos prestados? Y será, además, preciso determinar un

tiempo y señalar horas fijas para dedicarlas a la salud de mi alma. 

 

Todo esto me decía, pues se había levantado en mi alma una grande esperanza

desde el momento en que comprobé que la fe católica no afirma los errores de

que vanamente la acusábamos. Sus doctores reprueban resueltamente la idea de

que Dios tenga figura corporal de hombre y que en ella se termine. ¿Cómo dudar

entonces de que inquiriendo más las demás puertas también se me tenían que

abrir? Y me decía para mí mismo: "Las horas de la mañana me las ocupan los

estudiantes y  no me quedan para el estudio de la verdad sino las horas de la

tarde. Pero, por otra parte, sólo por la tarde puedo saludar a mis amigos y visitar

a las personas importantes cuya ayuda necesito y sólo por las tardes puedo

preparar los trabajos que me compran mis alumnos. Además, sólo por las tardes

puedo reparar mis fuerzas descansando de la tensión de mis preocupaciones". 

 

Así me hablaba a mí mismo. Pero decidí que no. Me dije: "Que todo se pierda, si

se ha de perder; pero tengo que dejar todas estas vanidades para consagrarme al

estudio de la verdad. Esta vida es miserable, la muerte es algo incierto; si se me

viene encima de repente, ¿cómo saldré de todo esto y en dónde aprenderé lo que

no aprendí en esta vida? ¿No tendría yo que pagar por semejante negligencia?

¿Y qué, si la muerte da fin a todos nuestros cuidados amputándonos el

sentimiento? Todo esto lo tengo que averiguar. Pero no es posible semejante

anulación, pues las cosas, tantas y tan grandes que Dios ha hecho por nosotros


 

 

no las hiciera si con la muerte del cuerpo viniera también la aniquilación del

alma; ni es cosa vana y sin sentido la grande autoridad del crisitanismo por todo

el orbe. ¿De dónde me viene pues esta vacilación para dejar de lado las

esperanzas del mundo y consagrarme a la búsqueda de Dios y de la vida feliz?". 

 

3. "Pero, aguarda: todas estas cosas mundanas son agradables y tienen su

encanto; no sería prudente cortarlas con precipitación, ya que existe el peligro de

tener que volver vergonzosamente a ellas. No me sería difícil conseguir algún

puesto honorable y más cosas que pudiera desear; tengo muchos amigos

influyentes que podrían fácilmente conseguirme una presidencia. Podría yo

también casarme con una mujer que tuviera algún patrimonio, para que no me

fuera gravosa con sus gastos y con esto tendría satisfechos todos mis  deseos.

Hay, además, muchos varones grandes y dignos de imitación, que no obstante

vivir casados han podido consagrarse a la sabiduría". 

 

4. Mientras todas estas razones revolvía yo en mi mente con muchos cambios de

viento que empujaban mi corazón de aquí para allá, dejaba pasar el tiempo y

difería mi conversión. Dejaba siempre para mañana el vivir en ti y esta dilación

no me impedía morir en mí mismo un poco cada día. Deseando la vida feliz,

tenía miedo de hallarla en su propia sede y huía de ella mientras la buscaba.

Pensaba que sin los abrazos de una mujer sería yo bien miserable pues para nada

pensaba, por no haberla experimentado, en la medicina de tu misericordia para

sanar la enfermedad de la concupiscencia. Tenía la idea de que la continencia es

posible naturalmente para quien tiene fuerza de carácter y yo no tenía la menor

conciencia de poseerla. En mi necedad, ignoraba yo que tú habías dicho: Nadie

puede ser continente si tú no se lo concedes (Sb 8, 21). Y la continencia me la

habrías ciertamente concedido de pulsar yo con gemidos interiores la puerta de

tus oídos, arrojando en ti, con sólida fe, todos mis cuidados. 

 

 

 

 

CAPITULO XII

 

1. Alipio me disuadía de tomar mujer. Pensaba que la vida del matrimonio no

era compatible con una tranquila seguridad en el amor de la sabiduría, que era el

ideal que nos habíamos propuesto. Es de notar que entonces era Alipio de una

castidad admirable. Había ciertamente tenido en su adolescencia conocimiento

de lo que es el concúbito, pero no se había quedado ahí, sino que más bien se

había dolido de ello; lo había menospreciado y había vivido desde entonces en

estricta continencia. Pero yo le resistía, alegando el ejemplo de hombres casados

que habían merecido favores de Dios, se comportaban con fidelidad y amaban a

sus amigos. Muy lejos andaba yo de tal grandeza de ánimo. Esclavizado por el

morbo de la carne y sus mortíferas suavidades arrastraba mis cadenas con mucho

miedo de romperlas y, así como una herida muy maltratada rehúsa la mano que

la cura, así yo rechazaba las palabras del buen consejero que quería soltar mis

cadenas. 

 

2. Pero además, la serpiente le hablaba a Alipio por mi medio; por mi boca le

presentaba y sembraba en su camino lazos agradables en los que pudieran

enredarse sus pies honestos y libres. Porque él se asombraba de que yo, a quien


 

 

en tanta estima tenía, estuviera tan preso en el engrudo de los torpes placeres y,

que cuantas veces tocábamos el tema, le dijera que no me era posible vivir en el

celibato. Le asombraba el que yo me defendiera de su extrañeza afirmando que

no había comparación posible entre su experiencia y las mías. La suya, decía yo,

había sido furtiva, no continuada y, por eso no la recordaba ya bien y podía

condenarla con tanta facilidad; la mía, en cambio, era una recia costumbre del

deleite y si se legalizaba con el honesto nombre de matrimonio, debía serle

comprensible que no desdeñara yo ese género de vida. 

 

Entonces comenzó él mismo a desear el matrimonio no vencido por la lujuria,

sino por mera curiosidad. Decía tener vivo deseo de saber qué podía ser aquello

sin lo cual mi vida, para él tan estimable, para mí no era vida, sino condena. 

 

3. Libre como era, sentía una especie de estupor ante las ataduras de mi

esclavitud y por esta admiración iba entrando en él el deseo de conocer por sí

mismo una experiencia que de haberla él tenido habría acaso dado con él en la

misma servidumbre en que yo estaba; pues quería también él hacer un pacto con

la muerte y el que ama el peligro en el perecerá (Si 3, 26). Ni él ni yo le

concedíamos real importancia a lo que hace la dignidad del matrimonio, que es

la compostura de la vida y la procreación de los hijos. A mí, en mi esclavitud,

me atormentaba con violencia la costumbre de saciar una concupiscencia

insaciable; a él lo arrastraba hacia el mal aquella su admiración por mí. Y así

fuimos, hasta que tú, ¡oh, Señor Altísimo!, tuviste misericordia de nuestra

miseria y por admirable manera viniste a socorrernos. 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

1. Muy vivas instancias se me hacían para que tomase mujer. La pedía yo y me

la prometían. De esto se ocupaba sobre todo mi madre, que veía en mi

matrimonio una preparación para el bautismo saludable. Sentía con gozo que

estaba yo cada día mejor dispuesto para él y esperaba que llegado yo a la fe se

cumplirían sus votos y las promesas que tú le habías hecho. Y un día, por mis

ruegos y por su propio vivo deseo te pidió con clamores del corazón que le

indicaras algo en sueños sobre mi futuro matrimonio, pero tú no quisiste. 

 

2. Algunas visiones tenía, vanas y fantásticas como las que suele engendrar por

su propio ímpetu el espíritu del hombre y me contaba estos sueños, pero no con

la confianza con que solía cuando tú le mostrabas las cosas. Y yo no le hacía

caso. Decíame ella que podía discernir, por no sé qué misterioso sabor imposible

de explicar, la diferencia entre sus revelaciones y sus propios sueños. De todas

maneras, seguía ella en su insistencia y hasta llegó a pedir para mí a una

doncellita dos años menor de lo necesario para casarse; era ella muy agradable y

esperábamos que creciera hasta llegar a la edad núbil, para casarme con ella. 

 

 

 

 

CAPITULO XIV


 

 

1. Habíamos discutido con frecuencia en un grupo de amigos sobre lo molesta y

detestable que era aquella vida turbulenta y revolvíamos en el ánimo el proyecto

de alejarnos de la multitud para llevar en la soledad una vida tranquila y

fecunda. Habíamos pensado contribuir con lo que cada uno tuviera para formar

con lo de todos un patrimonio común, de modo que por nuestra sincera amistad

no hubiera entre nosotros tuyo y mío, sino que todo fuera de todos y de cada

uno. Hasta diez personas podíamos asociarnos en esta compañía y entre nosotros

los había que eran bien ricos; especialmente Romaniano, paisano mío y amigo

desde la infancia, que por asunto de sus negocios había venido a la corte. El era

el más entusiasta y su insistencia tenía grande autoridad precisamente porque su

fortuna superaba la de los otros. 

 

2. También teníamos planeado que dos de entre nosotros se turnaran cada año,

como lo hacen los magistrados, en el cuidado de lo necesario al bien común,

para que los otros pudieran estar quietos y descuidados. Pero en un momento

dado nos tuvimos que preguntar si tal proyecto nos lo iban a permitir las

mujeres; pues algunos ya tenían la suya y yo esperaba tener la mía. Entonces

todo el proyecto se nos deshizo entre las manos, se  vino por tierra y fue

desechado. Y con esto volvimos al gemido y al suspiro. Volvieron nuestros

pasos a transitar los trillados caminos del mundo. En nuestros corazones iban y

venían los pensamientos, al paso que tu consejo permanece eternamente (Sal 32,

11). En tu consejo te reías de lo nuestro y preparabas lo tuyo, pues nos ibas a dar

el alimento en el tiempo oportuno, abriendo tu mano para llenar nuestra almas

de bendición. 

 

 

 

 

CAPITULO XV

 

Mientra tanto, mis pecados se multiplicaban. Cuando se retiró de mi lado aquella

mujer con la cual acostumbraba dormir y a la cual estaba yo profundamente

apegado, mi corazón quedó hecho trizas y chorreando sangre. Ella había

regresado a Africa no sin antes hacerte el voto de no conocer a ningún otro

hombre y dejándome un hijo natural que de mí había concebido. Y yo, infeliz,

no siendo capaz de imitar a esta mujer e impaciente de la dilación, pues tenía

que esperar dos años para poderme casar con la esposa prometida y, no siendo

amante del matrimonio mismo, sino sólo escalvo de la sensualidad, me procuré

otra mujer. No como esposa ciertamente, sino para fomentar y prolongar la

enfermedad de mi alma, sirviéndome de sostén en mi mala costumbre mientras

llegaba el deseado matrimonio. Pero con esta mujer no se curaba la herida

causada por la separación de la primera; sino que pasada la fiebre del primero y

acerbo sufrimiento, la herida se enconaba, más me dolía. Y este dolor era un

dolor seco y desesperado. 

 

 

 

 

CAPITULO XVI

 

1. A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía

cada vez más miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a


 

 

 

sacarme del cieno y lavarme, pero yo no lo sabía. Lo único que me estorbaba

hundirme todavía más en la ciénaga de los placeres carnales era el temor a la

muerte y a tu juicio después de ella, que nunca, no obstante la volubilidad de mis

opiniones, llegué a perder. Y conversaba con Alipio y Nebridio, mis amgios,

sobre los confines del bien y del mal y en mi ánimo le hubiera dado la palma a

Epicuro si no creyera lo que él nunca quiso admitir, que muerto el cuerpo, el

alma sigue viviendo. 

 

2. Y me decía a mí mismo: "Si fuéramos inmortales y viviéramos en una

continua fiesta de placeres carnales sin temor de perderlos, ¿no seríamos, acaso,

felices? ¿Qué otra cosa podríamos buscar?". Ignoraba yo que pensar de este

modo era mi mayor miseria. Ciego y hundido, no podía concebir la luz de la

honestidad y la belleza que no se ven con el ojo carnal sino solamente con la

mirada interior. Ni consideraba, mísero de mí, de qué fuente manaba el contento

con que conversaba con mis amigos aun sobre cosas sórdidas; ni que me era

imposible vivir feliz sin amigos, ni siquiera en el sentido de abundancia carnal

que la felicidad tenía entonces para mí. Pues a estos amigos los amaba yo sin

sombra de interés y sentía que de este modo me amaban también ellos a mí.  

 

3. ¡Oh, tortuosos caminos! ¡Desdichada el alma temeraria que se imaginó que

alejándose de ti puede conseguir algo mejor! Se vuelve y se revuelve de un lado

para otro, hacia la espalda y boca abajo y todo le es duro, pues la única paz eres

tú. Y tú estás ahí, para librarnos de nuestros desvaríos y hacernos volver a tu

camino; nos consuelas y nos dices: ¡Vamos! ¡Yo los aliviaré de peso, los

conduciré hasta el fin y allí los liberaré! 


 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO I


 

 

LIBRO VII


1. Muerta ya mi mala y perversa adolescencia, entraba yo en la juventud. Estaba

ya por los treinta y un años pero al crecer mi edad crecía al parejo mi vanidad,

pues no podía concebir que existiera lo que no nos entra por los ojos. Es cierto,

mi Señor, que no te pensaba concreto en una figura humana desde el día en que

comencé a oír hablar de la sabiduría. Tal idea me repugnó siempre y mucho me

alegré al enterarme de que igualmente la rechazaba la fe espiritual de nuestra

santa Madre la Iglesia Católica; pero de todos modos, no se me ocurría cómo

poder pensarte de otra manera. Te seguía pensando como a hombre; aunque un

hombre tal, que al mismo tiempo fuera El solo, soberano y verdadero Dios.

Creía también y con todas mis fuerzas que Dios es incorruptible, inviolable e

inmutable; porque sin saber cómo ni por dónde, bien claro veía y por cierto tenía

que lo corruptible es inferior a lo incorruptible; que lo inviolable es superior a lo

que puede ser violado y lo inmutable, superior a lo que se puede mudar. Mi

corazón clamaba con violencia contra todos mis fantasmas. 

 

2.Habría querido con un solo golpe de la mano ahuyentar de mi alma toda

aquella turba volátil de imágenes inmundas; pero apenas ahuyentada volvía a la

carga, aumentada todavía y me obnubilaba la vista y así, aun cuando no te

atribuía una figura humana, me sentía forzado a pensarte corpóreo, presente en

los lugares, difundido en el mundo, por todo lo infinito, dentro y fuera del

mundo. Sólo así podría yo concebir lo incorruptible, lo inviolable, lo inmutable

que tan por encima ponía de todo lo que se corrompe, es violado o se muda. Y

todo cuanto imaginara yo privado de esta situación en el espacio me parecía ser

nada. Como si un cuerpo se retirara de un lugar y éste quedara vacío de todo lo

que es térreo, aéreo, húmedo o celeste, la nada absoluta; algo tan absurdo como

una nada que ocupara un lugar. 

 

3. Así yo, embotado y lerdo de corazón y confuso para mí mismo, pensaba que

no podía ser algo real lo que no se extendiera en algún espacio o se difundiera o

se conglomerara o se hinchara en él; lo que no fuera capaz de contener alguna

cosa o ser contenido en otra cosa. Mi mente iba siguiendo las imágenes de las

formas que veían mis ojos y no comprendía que la actividad interior con la cual

formaba yo esas imágenes no era como ellas, cosa vana, ni podría formarlas si

no fuera ella misma algo real. Así pensaba yo pues, que tú, vida mía, eras algo

muy grande que por infinitos espacios penetraba la mole toda del mundo y se

extendía mucho más allá, en todas direcciones, por manera que estabas presente

en la tierra, presente en el cielo, presente en todo y todo se terminaba en ti y tú

mismo no tenías término. 

 

4.. A la manera como el aire que hay sobre la tierra no es obstáculo para la luz

del sol, pues ésta lo atraviesa y lo penetra sin rasgarlo ni despedazarlo, sino

llenándolo todo, así pensaba yo que era penetrable la masa del cielo, del aire, del

mar y aun de la tierra sólida; penetrable en todas sus partes, máximas y mínimas,

para  recibir tu presencia y que es tu presencia la que con oculta inspiración


 

 

 

gobierna por fuera y dirige por dentro a todo cuanto creaste. Falsa era esta idea,

pero no podía entonces tener otra. 

 

Según ella, la parte mayor de la tierra cogía una parte mayor de ti y la parte

menor, una menor y de tal manera estarían las cosas llenas de ti, que más

presencia tuya hubiera en el voluminoso cuerpo del elefante que en el diminuto

de los pajaritos, teniendo así tu presencia que ocupar más o menos lugar. Con el

resultado de que tú dividirías tu presencia en fragmentos; unos grandes para los

cuerpos grandes y otros pequeños para los cuerpos pequeños. 

 

Ahora bien, esto no es así. Pero tú no habías iluminado aún mis cerradas

tinieblas. 

 

 

 

 

CAPITULO II

 

1. Suficiente para mí contra aquellos engañados engañadores, contra aquellos

mudos locuaces (mudos porque en su boca no sonaba tu palabra) suficiente era,

digo, aquel argumento que Nebridio solía proponer desde mucho antes, cuando

vivíamos aún en Cartago y que tan gande impresión había causado en todos

nosotros. Pues, ¿qué podía hacerte no sé qué gente salida de las tinieblas, que

según los maniqueos era contraria a ti, si tú no quisieras pelear con ella? Pues si

se dijera que en algo te podía hacer daño, tú serías violable y corruptible y si se

dijera que ningún daño te podría hacer, no tendrías tú entonces el menor motivo

para luchar con ella y por cierto, con un tipo de lucha en que una parte de ti o

miembro tuyo, o prole nacida de tu misma sustancia se mezclara con las

potencias adversas y con naturalezas no creadas por ti, que las corromperían

mudándolas en algo inferior; con lo cual se trocaba la felicidad en miseria y

quedaba una necesidad de auxilio y purificación. Y decían que nuestra alma no

es sino esa parte de ti, manchada y miserable y que tu Verbo tenía que venir a

socorrerla: el libre a la esclava, el puro a la manchada, el íntegro a la

corrompida; pero siendo él mismo corruptible, pues era de la misma sustancia

que ella. 

 

2. Entonces: si de tu sustancia sea ella lo que fuere, se dice que es incorruptible,

con esto sólo aparecen falsas y execrables las afirmaciones de los maniqueos y si

se dice que es corruptible, al punto se ve claro que esto es falso y abominable.

Este argumento de Nebridio era por sí solo suficiente para vomitar de los

oprimidos corazones aquella falsa doctrina; pues no tenían sus doctores una

salida que no fuera sacrilegio del corazón y de la lengua, cuando tales cosas

decían de ti. 

 

 

 

 

CAPITULO III

 

1. Es cierto que con toda firmeza creía yo que tú, Señor y creador de nuestras

almas, de nuestros cuerpos y de todo cuanto existe, eras incontaminable e

invariable y en ninguna manera mudable; pero, fuese lo que fuese, no creía tener


 

 

que investigar la naturaleza del mal en forma que me viera forzado a tener como

mudable al Dios inmutable; para no convertirme yo mismo en el mal que

investigaba. Mi investigación se basaba en la absoluta seguridad de que era falso

lo que decían aquellos de los que con toda su fuerza huía mi ánimo, pues los

veía llenos de malicia mientras investigaban la naturaleza del mal; pues creían

que tu sustancia era más capaz de padecer el mal que no ellos de cometerlo.

Ponía pues todo mi empeño en comprender lo que oía decir a algunos, que en el

libre albedrío de la voluntad humana está la causa de que hagamos el mal y que

cuando lo padecemos es por la rectitud de tus juicios. Sin embargo, no conseguia

ver esto con entera claridad. 

 

2. Con este esfuerzo por sacar mi alma de la fosa, me hundía en ella y mientras

más batallaba, más me hundía. Levantábame ya un poco hacia tu luz el hecho de

que tenía clara conciencia de poseer una voluntad, lo mismo que la tenía de estar

vivo. Entonces, cuando yo quería algo o no lo quería, seguro estaba yo de que no

había en mí otra cosa que esta voluntad y con esto advertía ya claramente que la

causa del mal estaba en mí. Y, cuando arrastrado por la pasión, hacía algo contra

mi propia voluntad, tenía la clara impresión de que más que hacerlo lo padecía y

que en ello había más que una culpa, una pena y siendo tú justo, convenía que

esa pena no fuera injusta.  

 

3. Pero me volvía con insistencia el pensamiento: ¿Quién me hizo? ¿No fue mi

Dios, que no sólo es bueno, sino que es el Bien? ¿De dónde pues me viene este

querer el mal y no querer el bien, de manera que tenga que ser castigado? Si

todo yo procedo de un Dios de dulzura, ¿quién fue el que puso y plantó en mí

semillas de amargura? si fue el diablo quien lo hizo, ¿quién hizo al diablo? Y si

él, de ángel bueno se convirtió en demonio por obra de su mala voluntad, ¿de

dónde le vino a él esa voluntad mala que lo convirtió en demonio cuando todo

él, como ángel, salió bueno de la mano de Dios?

 

Toda esta baraúnda de pensamientos agitaba mi alma, me deprimía y me dejaba

sofocado. Pero nunca llegué a hundirme en aquel infierno de error en que el

homre no te confiesa y prefiere pensar que tú padeces el mal, antes que admitir

que es el hombre quien lo comete. 

 

 

 

CAPITULO IV

 

1. Fatigábame yo por descubrir las demás verdades con el mismo empeño con

que había descubierto ya que es mejor lo incorruptible que lo corruptible; por lo

cual pensaba que tú, fueras lo que fueras, tenías que ser incorruptible. No existe

ni puede existir quien piense que hay algo más excelente que tú, pues eres el

sumo bien. Y como es del todo cierto y segurísimo que lo incorruptible es mejor

que lo corruptible, es evidente que si fueras corruptible éste era el punto preciso

en que te debía buscar y colegir de eso luego de dónde puede proceder el mal. Es

decir, de dónde provenga la corrupción que, ciertamente, de ti no puede venir. 

 

2. Es pues imposible que la corrupción pueda de alguna manera violar a nuestro

Dios; por ninguna voluntad, por ninguna necesidad, por ningún caso imprevisto.


 

 

Porque él es Dios y lo que para sí mismo quiere, bueno es. Ni puede verse sin su

poder y sólo sería mayor si fuera posible que Dios fuera mayor que El mismo,

ya que la voluntad y el poder de Dios son Dios mismo. ¿Y qué puede tomarte de

improviso a ti, que todo lo sabes; a ti, que conociendo las cosas las pusiste en el

ser? Y después de todo: ¿Para qué tantas palabras para demostrar la

incorruptibilidad de la sustancia de Dios, si es del todo evidente que si fuera

corruptible no sería Dios?

 


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