¡Dios te salve María!
 

CAPITULO V

 

1. Buscaba pues yo de dónde viene el mal, pero no buscaba bien y no veía lo que

de malo había en mi búsqueda. En mi mente me representaba la creación entera

y cuanto en ella podemos ver: la tierra, el mar, el aire, los astros, los árboles y

los animales; me representaba también lo que no se ve, como el espacio sin fin,

los ángeles y todo lo que tienen de espiritual; pero me los representaba como si

fueran cuerpos a los cuales señalaba un lugar mi imaginación. Con eso me

forjaba una masa enorme, que era tu creación, distinta con diferentes géneros de

cuerpos; unos, que realmente lo eran y otros, los espíritus, que yo como cuerpos

me imaginaba. Muy grande me imaginé tu creación; no como en realidad es, que

eso no lo podía yo saber, sino como me plugo que fuera. Grande, sí, pero por

todas partes limitada. Y a ti, Señor, te imaginaba como ambiente y continente de

toda tu creación, pero tú mismo infinito. Como un mar que estuviera en todas

partes y no hubiera sino un solo mar infinito y en él se contuviera una grande

esponja, grande pero limitada y que esa esponja estuviera todda llena, en todas

sus partes, del agua del inmenso mar. Así me imaginaba yo tu creación; finita,

pero llena de ti y tú, infinito. Y me decía: así es Dios y todo esto es lo que Dios

creó. Bueno es Dios y con mucho, con muchísimo, más excelente que todo eso.

Y siendo El bueno, creó buenas todas las cosas y, ved aquí cómo las circunda,

las contiene y las llena. 

 

2. Pero, ¿en dónde está pues el mal, de dónde procede y por qué caminos nos

llega? ¿Cuál es su raíz y cuáles las semillas que lo engendran? ¿O será acaso que

el mal en sí no existe? Pero, ¿cómo, entonces, podemos temer y precavernos de

algo que no existe? Puede ser que nuestro temor mismo sea vano; pero entonces

el temor es un mal que sin causa nos aflige y nos hiere en el corazón. Un mal

tanto más grande cuanto que no hay nada que temer y sin embargo tememos. Y

entonces, o es realmente malo lo que tememos, o lo hacemos malo nosotros

porque lo tememos. ¿De dónde viene, pues?

 

Dios hizo todas las cosas. Buenos es El y buenas son ellas. El es el bien

supremo, ellas son bienes inferiores; pero de todos modos bueno es el creador y

buena es la creación. ¿De dónde, entonces, viene el mal? ¿Acaso en la materia

de que hizo el mundo había una parte mala y Dios formó y ordenó el mundo,

pero dejándole una parte de aquella materia, que no convirtió en bien? Pero una

vez más, ¿por qué? ¿Acaso no podía, siendo omnipotente, mudar y convertir

aquella materia para que nada quedara de ella? Y por último: ¿Por qué quiso

formar algo con esa materia en lugar de hacer con su omnipotencia, que esa

materia no existiera? Porque ella no podía existir sin su voluntad.  Y si la


 

 

materia es eterna, ¿por qué la dejó estar así por tan dilatados espacios de tiempo,

para luego sacar algo de ella? 

 

3. O bien, si quiso con una voluntad repentina hacer algo, ¿por qué en su

omnipotencia no hizo que esa materia no existiese para ser El el único ser

verdadero, sumo e infinito bien? Y si no era conveniente que el ser sumamente

bueno dejara de crear ortras cosas buenas, ¿por qué no redujo a la nada aquella

materia, que era mala, para sustituirla por otra buena de la cual sacara todas las

cosas? Porque no sería omnipotente si no fuera capaz de crear algo bueno sin ser

ayudado por una materia no creada por El. 

 

Tales cavilaciones revolvía yo penosamente en mi corazón gravado por

mordentes preocupaciones y por el temor a la muerte. Pero si bien cuando no

daba aún con la verdad, tenía ya bien firme y estable en mi corazón la fe en tu

Cristo, Salvador nuestro, como la profesa la Iglesia Católica; una fe informe

todavía y fluctuante fuera de toda norma doctrinal. Con todo, no sólo no

rechazaba mi alma esta fe, sino que al paso de los días se adentraba más en ella. 

 

 

 

CAPITULO VI

 

1. Ya me había yo desprendido de la falacia de la adivinación y había rechazado

los impíos delirios de los matemáticos. Alábete mi alma, Señor, desde sus más

hondas intimidades, por tus misericordias. Pues, ¿quién puede apartarnos de la

muerte del error sino la Vida que nunca muere y que ilumina la indigencia de las

mentes sin necesidad de ninguna otra luz y que gobierna el mundo hasta en las

hojas que se lleva el aire? Sí, fuiste tú y sólo tú el que me curaste de aquella

obstinación con que había yo resistido a Vindiciano, el anciano sagaz y a

Nebridio, el admirable joven, cuando frecuentemente me decían, aquel con

vehemencia y éste con alguna vacilación, que no existe ninguna manera de

predecir lo futuro y que las conjeturas humanas salen a veces acertadas por pura

casualidad; que a fuerza de predecir tantas cosas algunas tienen que salir, sin que

quienes las dicen realmente sepan lo que dicen y se topan con ellas simplemente

por suerte y por no haber callado. 

 

2. Entonces tú me procuraste la amistad de un hombre que consultaba con

frecuencia a los matemáticos y algo sabía de sus artes, aunqeu no era perito en

sus libros y los vivitaba más que nada por curiosidad. Este hombre me contó

algo que decía haber oído de su padre y por la cabeza no le pasaba que eso podía

destruir por completo la credibilidad del arte de la adivinación. Este hombre,

llamado Firmino, que era muy instruido y culto en su lenguaje, considerándome

su más caro amigo, me consultó cierta vez sobre algunas cosas de este mundo en

las cuales había puesto crecidas esperanzas. Quería saber qué pronóstico le daba

yo basado en sus constelaciones, como ellos las llaman. Yo que para entonces

me sentía ya muy inclinado a la posición de Nebridio, no quise negarme en

redondo a adelantar algunas conjeturas; pero le dije por lo claro, que estaba a

punto menos que convencido de la futilidad y ridiculez de la adivinación. 


 

 

 

3. Entonces él me contó que su padre había sido muy aficionado a la astrología y

muy curioso y que había tenido un amigo que andaba en las mismas. Siempre

conversaban de esas vanidades y estaban en ellas hasta el punto de observar

cuidadosamente a los mudos animales, si algunos nacían en su casa; notaban el

momento en que nacían y lo ponían en relación con la posición de los astros,

para adquirir así experiencia en la adivinación. Por su padre supo Firmino que

cuando su madre estaba grávida de él comenzó a dar señales de preñez una

criada de aquel amigo de su padre. Dicho amigo, que observaba con cuidadosa

atención los partos de sus perras advirtió luego que su criada estaba encinta. Y

sucedió que mientras su padre observaba a su criada contando los días y las

horas, ambas dieron a luz al mismo tiempo. Con esto resultaba necesario que las

mismas constelaciones produjeran efectos idénticos hasta en las minucias sobre

los dos recién nacidos, uno de los cuales era hijo y el otro, esclavo. Y cuando las

dos mujeres se sintieron cercanas al  alumbramiento ellos empezaron a

comunicarse lo que pasaba en su propia casa y ambos dispusieron que algunas

personas estuvieran listas para anunciar al amigo el nacimiento del hijo

esperado. De este modo consiguieron que se supiera inmediatamente en cada

casa lo que pasaba en la otra. Y según me contó Firmino, los emisarios de ambos

amigos se encontraron a la misma distancia de ambas casas; por manera que

ninguno de los dos pudo notar la menor diferencia en la posición de las estrellas

ni en las fracciones del tiempo. Y sin embargo, Firmino, nacido en una casa de

mucho desahogo, corría por los más honorables caminos del mundo, crecía en

riquezas y recibía altos honores; al paso que aquel pequeño esclavo seguía en el

vínculo de la esclavitud y sirviendo a sus señores. 

 

4. Escuché pues el relato y lo creí, pues me contaba las cosas quien las conocía.

Con esto me derrumbó mi última resistencia y allí mismo traté de apartar a

Firmino de su insana curiosidad. Le hice ver que si del examen de su horóscopo

iba yo a decirle algo verdadero tendría que haber visto en él que sus padres eran

principales entre sus conciudadanos, una noble familia de la misma ciudad y

tendría que ver también su cuna distinguida, su buena crianza y su liberal

educación. Pero si me consultara aquel esclavo que nació bajo los mismos

signos que él, tendría yo que ver en el mismo horóscopo cosas del todo

contrarias, una familia de condición servil y en todo el resto distinta y alejada de

la de Firmino. ¿Cómo podría ser que considerando las mismas constelaciones

pudiera ver cosas tan diferentes y las dijera con verdad; o que dijera que veía lo

mismo, pero hablando con falsedad?

 

De esto saqué la conclusión de que lo que se dice tomando en cuenta las

constelaciones no resulta atinado (cuando resulta) por arte, sino nada más por

suerte y que las predicciones fallidas no se explican por una deficiencia en el

arte, sino por una mentira de la suerte. 

 

5. Con esto comencé a rumiar en mi ánimo la idea de ir a encontrar, para

burlarme de ellos y confundirlos, a aquellos delirantes astrólogos que tan buenas

ganancias sacaban de sus delirios; seguro de que no podrían resistirme diciendo

que Firmino me había contado mentiras, o que su padre se las había contado a él.

Me propuse estudiar los casos de esos hermanos gemelos que uno tras otro en

tan pequeño intervalo, que por más que se hable de las leyes del mundo no

resulta posible determinar con fijeza las diferencias, de modo que el astrólogo


 

 

pudiera decir algo con seriedad. Mucho habría errado, por ejemplo, el que

viendo el horóscopo de Jacob y de Esaú predijera de ambos lo mismo, cuando

sus vidas fueron tan diferentes. Y si hubiera predicho estas diferencias, no las

hubiera podido sacar del horóscopo, que era el mismo. No habría podido acertar

por arte, sino sólo por suerte. 

 

Pero tú, Señor, justísimo moderador del universo, desde el abismo de tus justos

juicios y sin que lo sepan ni los consultantes ni los consultados, con oculta

providencia haces que el consultante oiga lo que según los méritos de su alma le

conviene oír. Y que nadie diga: ¿Qué es esto, o para qué es esto? Que nadie lo

diga, porque es nada más un hombre. 

 

 

 

 

CAPITULO VII

 

1. Ya me habías tú, Señor, que eres mi auxilio, soltado de aquellas cadenas, pero

seguía yo preguntándome con insistencia de dónde procede el mal y no

encontraba solución alguna. Pero tú no permitías que el ir y venir de mis

pensamientos me apartara de la firme convicción de que tú existes y de que tu

ser es inmutable. Creía también que eres el juez de los hombres y que tu

providencia cuida de ellos y que pusiste el camino de la salvación para todos los

hombres en tu Hijo Jesucristo y en las santas Escrituras que recomienda la

autoridad de la Iglesia Católica. Creía asimismo en la vida futura que sigue a la

muerte corporal. Firmemente establecidos y arraigados en mi alma estos puntos

de fe, seguía yo agitando en mí el problema del mal. ¡Qué tormentos pasó mi

corazón, Señor, qué dolores de parto! Pero tu oído estaba atento, sin que yo lo

supiera y mientras yo buscaba en silencio, clamaba a tu misericordia con fuertes

voces mi desolación interior. 

 

2. Mis padecimientos no los conocóa nadie sino tú, pues era bien poco lo que mi

lengua hacía llegar al oído de mis más íntimos amigos. ¿Cómo podían ellos

sospechar nada del tumulto de mi alma, si para describirlo no me hubiera

bastado ni el tiempo ni las palabras? Pero a tu oído llegaba todo cuanto rugía en

mi corazón adolorido; ante ti estaba patente el anhelo de mi alma y no estaba

conmigo la luz de mis ojos (Sal 37, 11). Porque esa luz la tenía yo por  dentro y

yo andaba por afuera. Ella no estaba en lugar, pero yo no atendía sino a las cosas

localizadas y en ellas no encontraba sitio de reposo. Ninguna de ellas me recibía

en forma tal que yo dijera "aquí estoy bien y contento", pero tampoco me dejaba

volver a donde realmente pudiera estar bien. Yo era superior a ellas e inferior a

ti. Si yo aceptaba serte sumiso, tú eras para mí la verdadera alegría y sometías a

mí las criaturas inferiores. 

 

3. Y en esto consistía el justo equilibrio, la región intermedia favorable a mi

salud; para que permaneciera yo a tu imagen y semejanza y en tu servicio

dominara mi cuerpo. Pero yo me había erguido orgullosamente delante de ti y

corrí contra mi Señor con dura cerviz (Jb 15, 26), dura como un escudo. Y

entonces las cosas inferiores me quedaron por encima, me oprimían y no me

daban respiro ni descanso. Salían a mi encuentro atropelladamente y  en masa

cuando yo no pensaba sino en imágenes corporales y estas mismas imágenes me


 

 

cortaban el paso cuando yo quería regresar a ti, como si me dijeran: ¿A dónde

vas, tan indigno y tan sucio?

 

De mi herida había salido toda esta confusión; porque tú heriste y humillaste mi

soberbia, cuando mi vanidad me separaba de ti hinchando mi rostro hasta

cerrarme los ojos. 

 

 

 

CAPITULO VIII

 

Tú, Señor, permaneces eternamente, pero no es eterno tu enojo contra nosotros;

quisite tener misericordia del polvo y la ceniza y te agradó reformar mis

deformidades. Con vivos estímulos me agitabas para que no tuviera reposo hasta

alcanzar certidumbre de ti por una visión interior. Y así, el toque secreto de tu

mano medicinal iba hacindo ceder mi fatuidad y la agudeza de mi mente

conturbada y entenebrecida se iba curando poco a poco con el acre colirio de mis

saludables dolores. 

 

 

 

CAPITULO IX

 

1. Y en primer lugar: queriendo mostrarme cómo a los soberbios les resistes y a

los humildes les das tu gracia (St 4, 6) y cuánta misericordia has hecho a los

hombres por la humildad de tu Verbo, que se hizo Carne y habitó entre nosotros

(Jn 1, 14), me procuraste, por medio de cierta persona excesivamente hinchada y

fatua, algunos libros platónicos vertidos del griego al latín. En ellos leí, no

precisamente con estos términos pero sí en el mismo sentido, que en el principio

existía el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Que todo fue

hecho por El y sin El nada fue hecho. Y lo que fue hecho es vida en El. La vida

era la Luz de los hombres y la Luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la

comprendieron. Decían también esos libros que el alma del hombre, aun cuando

da testimonio de la luz, no es la luz; porque sólo el Verbo de Dios, que es Dios

El mismo, es también la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a

este mundo. Y estuvo en este mundo y el mundo fue hecho por El y el mundo no

lo conoció. 

 

2. También leí que el Verbo no nació de carne ni de sangre ni por voluntad de

varón, sino que nació de Dios; pero no leí que el Verbo se hizo carne y habitó

entre nosotros. Aprendí también algo que repetidamente y de varias maneras se

dice en aquellos escritos: que el Verbo tiene la forma del Padre y no tuvo por

usurpación la igualdad con Dios, ya que es la misma sustancia con El; pero esos

libros nada dicen sobre que el Verbo se anonadó a sí mismo tomando la forma

de siervo, se hizo semejante a los hombres y fue contado como uno de ellos; se

humilló hasta la muerte y muerte de cruz, por lo cual Dios lo levantó de entre los

muertos y le dio un Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de

Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos y para que

todo hombre confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios Padre. 


 

 

3. En esos libros se dice que tu Verbo, coeterno contigo, existe desde antes de

los tiempos y sobre todos los tiempos y que de su plenitud reciben todas las

almas para llegar a la bienaventuranza y que se renuevan por la participación de

la permanente sabiduría. Pero que tu Hijo haya muerto en el tiempo por todos

los pecadores y que a tu propio Hijo no perdonaste sino que lo entregaste por

todos nosotros, eso no lo dicen. Porque cosas como éstas las has escondido a los

ojos de los sabios y los prudentes para revelarlas a los párvulos, de modo que

pudieran venir a El los que sufren y están agobiados y el los aliviará; pues El,

que es manso y humilde de corazón, dirige a los apacibles en el juicio y enseña

sus caminos a los humildes (Rm 5, 6 y 8, 32; Mt 11, 25-29-30; Sal 24, 9),

considerando nuestra humildad y nuestros trabajos y perdonándonos nuestros

pecados. En cambio, aquellos que se levantan sobre el contorno de una más

sublime doctrina no escuchan al que dijo: Aprended de mí, que soy manso y

humilde de corazón y encontraréis la paz de vuestras almas; y aquello otro, que

si conocen a Dios no lo glorifican como a Dios ni le dan gracias, sino que se

desvanecen en sus propios pensamientos y se les oscurece el corazón; mientras

dicen ser sabios, se convierten en necios (Mt 11, 19 y Rm 1, 21-22). 

 

4. Por eso, leí también que tu gloria incorruptible había sido trocada en imágenes

de hombres corruptibles y aun de aves, animales cuadrúpedos y serpientes. Ese

era el alimento egipcio por el cual perdió Esaú su primogenitura; proque tu

pueblo primogénito adoró en lugar tuyo la cabeza de un cuadrúpedo,

convirtiendo a Egipto en su corazón (Ex 32, 9) e inclinando su alma, hecha a tu

imagen, ante la imagen de un becerro que come hierba (Sal 105, 20). Tales

pastos hallé en aquellos libros, pero no los comí; porque te plugo, Señor, quitar

de Jacob el oprobio de su disminución, de modo que el mayor sirva al menor y

llamaste a los gentiles a tener parte en tu heredad. 

 

5. Y yo, que vine a ti entre los gentiles, había puesto mi atención en aquel oro

que quisiste que tu pueblo sacara de Egipto y que sería tuyo dondequiera que

estuviese (Ex 11 y 30). Y a los atenienses les dijiste por boca de tu apóstol que

en ti vivimos, nos movemos y somos, como algunos de ellos habían dicho (Hch

17, 28). Y ciertamente de allá procedían aquellos libros. No puse pues los ojos

en los ídolos egipcios fabricados con tu oro por los que cambian la verdad de

Dios por la mentira y adoraron y sirvieron a la criatura en vez de al creador (Rm

1, 25). 

 

 

 

CAPITULO X

 

1. Advertido quedé con todo esto de que debía entrar en mí mismo y pude

conseguirlo porque tú, mi auxiliador, me ayudaste. Entré pues y de algún modo,

con la mirada del alma y por encima de mi alma y de mi entendimiento, vi la luz

inmutable del Señor. No era como la luz ordinaria, accesible a toda carne; ni era

más grande que ella dentro del mismo género, como si la luz natural creciera y

creciera en claridad hasta ocuparlo todo con su magnitud. Era una luz del todo

diferente, muchísimo más fuerte que toda luz natural. No estaba sobre mi

entendimiento como el aceite está sobre el agua o el cielo sobre la tierra; era

superior a mí, porque ella me hizo y yo le era inferior porque fui hecho por ella.


 

 

Quien conoce esta luz conoce la Verdad y con la Verdad la eternidad. Y es la

caridad quien la conoce. 

 

2. ¡Oh Verdad eterna, oh verdadera caridad y amable eternidad! Tú eres mi Dios

y por ti suspiro día y noche. Y cuando por primera vez te conocí tú me tomaste

para hacerme ver que hay muchas cosas que entender y que yo no era todavía

capaz de entenderlas. Y con luz de intensos rayos azotaste la debilidad de mi

vista y me hiciste estremecer de amor y de temor. Entendí que me hallaba muy

lejos de ti, en una región distante y extraña y sentí como si oyera tu voz que

desde el cielo me dijera: "Yo soy el alimento del las almas adultas; crece y me

comerás. Pero no me transfomarás en ti como asimilas los alimentos de la carne,

sino que tú te transformarás en mí". 

 

Claro vi entonces que tú corriges al hombre por sus iniquidades e hiciste a mi

alma secarse como una araña (Sal 38, 12). Y me dije: "¿Acaso es inexistente la

verdad por no difundirse por los lugares del espacio?". Y tú desde lejos me

respondiste: Muy al contrario, yo soy El-Que-Es (Ex 3, 14). Esta palabra la oí

muy adentro del corazón y no había para mí duda posible. Más fácilmente

podría dudar de mi propia existencia que no de la existencia de la Verdad, pues

ella se nos manifiesta a partir de la inteligencia de las cosas creadas (Rm 1, 20). 

 

 

 

CAPITULO XI

 

Consideré todo cuanto existe debajo de ti y encontré que ni absolutamente son ni

absolutamente no son. Son, pues existen fuera de ti, pero no son, por cuanto no

son lo que tú eres. Porque verdadera y absolutamente es sólo aquello que

premanece inconmutable. Entonces, bueno es para mí adherirme a mi Dios (Sal

72, 28); pues si no permanezco en El tampoco permanezco en mí. Y El,

permaneciendo en sí mismo renueva todas las cosas (Sb 7, 27). Y Señor mío

eres tú, pues no necesitas de mí (Sal 15,2). 

 

 

 

 

CAPITULO XII

 

1.Y me quedó del todo manifiesto que son buenas las cosas que se corrompen.

No podrían corromperse si fueran sumamente buenas, pero tampoco se podrían

corromper si no fueran buenas. Si fueran sumos bienes serían por eso

incorruptibles; pero si no fueran buenas nada tendrían que pudiera corromperse.

La corrupción es un daño por cuanto priva de algún bien, pues si no fuera así a

nadie dañaría. Porque o bien la corrupción no implica año, lo cual es

evidentemente falso, o bien, como es igualmente evidente, nos daña porque nos

priva de algo bueno. Si las cosas se vieran privadas de todo bien no podrían

existir en modo alguno; pero si existen y ya no admiten corrupción, ello será

sólo porque son mejores y permanecen incorruptibles. 

 

2. ¿Y qué monstruosidad mayor que la de decir que perdiendo algo se hacen

mejores? Por consiguiente: si de todo bien se ven privadas, nada son y si algo


 

 

son, es porque son  buenas. El mal sobre cuya naturaleza y procedencia

investigaba yo, no puede ser una sustancia, ya que si lo fuera sería buena.

Entonces, no hay escape: o sería una sustancia incorruptible y por eso un sumo

bien, o sería una sustancia corruptible que no podría corromperse si no fuera

buena. Vi pues de manera manifiesta que tú todo lo hiciste bueno y que no existe

sustancia alguna que tú no hayas hecho. Por otra parte, no hiciste todas las cosas

igualmente buenas; por eso cada una tiene su bien y el conjunto de todas las

cosas es muy bueno. Tú, Señor y Dios nuestro, lo hiciste todo muy bueno. 

 

 

 

CAPITULO XIII

 

1. En ti mismo no hay, en absoluto, mal alguno. Pero tampoco en el conjunto del

universo, pues fuera de ti nada hay que pudiera irrumpir en él y perturbar el

orden que tú le impusiste. Sin embargo, en las partes singulares del mundo hay

elementos que no convienen con otros y por eso se dicen malos; pero esos

mismos tienen conveniencia con otras cosas y para lelas, son buenos, además de

que son buenos en sí mismos. Y todos los elementos que entre sí no concuerdan

tienen clara conveniencia con esta parte inferior del mundo que llamamos

"tierra" la cual tiene porque así es congruente, su cielo lleno de vientos y nubes. 

 

2. Lejos de mí el decir que sólo estas cosas existen. Pero si no viera yo ni

conociera más que éstas, de ellas solas tendría motivo para alabarte. Porque

manifiestan que eres laudable, en la tierra, los dragones y los abismos, el calor y

el frío, el hielo, la nieve y el granizo y el terrible soplo de las tempestades, que

obedecen a tu palabra. Que alaben siempre tu Nombre los montes y las colinas,

los árboles frutales  todos los cedros. Que lo canten las bestias y todas las ovejas,

los reptiles y las plumadas aves. Que los reyes de la tierra y todos los pueblos,

los príncipes y los jueces de la tierra, los jóvenes y las doncellas, los ancianos y

los menores de edad canten a tu Nombre. 

 

Y como en el cielo, Señor y Dios nuestro también se te alaba, canten a tu

Nombre en las alturas todos los ángeles y las virtudes; el sol y la luna, la luz y

todas las estrellas, los cielos de los cielos y las aguas que contienen (Sal 148, 7-

12). 

 

No deseaba yo ya cosas mejores, pues pensé en todo lo que existe, donde los

seres más perfectos son mejores que los menos perfectos; pero su conjunto es

mejor todavía que los mismos seres superiores. Todo eso lo llegué a pensar con

mayor cordura. 

 

 

 

CAPITULO XIV

 

No hay cordura en quienes sienten disgusto por alguna de tus criaturas, como no

la había en mí cuando me disgustaban algunas de la cosas que tú creaste. Y

como no se atrevía mi alma a desagradarte a ti, mi Dios, prefería no admitir

como tuyo lo que me disgustaba. De ahí me vino la inclinación a la teoría de las


 

 

dos sustancias, en la cual, por otra parte, no hallaba quietud y tenía que decir

muchos desatinos. A vueltas de estos errores me había yo imaginado un dios

difuso por todos los lugares del espacio, creyendo que eso eras tú y, ese ídolo

abominable para ti, lo había puesto yo en mi corazón como en un templo. Pero

luego que alumbraste mi ignorante cabeza y cerraste mis ojos para que no vieran

la vanidad (Sal 118, 37), me alejé un poco de mí mismo y se aplacó mi locura.

Me desperté en tus brazos y comprendí que eres infinito, pero de muy otra

manera; con visión que ciertamente no procedía de mi carne. 

 

 

 

CAPITULO XV

 

Consideré pues todas las cosas y vi que te deben el ser; que todo lo finito se

contiene en ti no como en un lugar, sino abarcado, como en la mano, por tu

verdad. Todas son verdaderas en la medida en que algo son y, en ellas no hay

falsedad sino cuando nosotros pensamos que son lo que no son. Y vi que cada

cosa está bien en su lugar y también en su tiempo y que tú, eterno como eres, no

comenzaste a obrar sólo pasados largos espacios de tiempo; pues todos los

tiempos, los que ya pasaron y los que van a venir, no vendrían ni pasarían sino

porque tú obras y eres permanente. 

 

 

 

CAPITULO XVI

 

Por la experiencia he podido comprobar que el pan mismo, bueno como es y

agradable al paladar del hombre sano, no le cae bien al  paladar de un hombre

enfermo; así como la luz, agradable para el ojo sano, es un martirio para el que

está enfermo de los ojos. Tu justicia misma no place a los inicuos que, a la par

de las víboras y los gusanos, buenos en sí, tienen afinidad con las partes

inferiores de la tierra y tanto más les son afines cuanto más desemejantes son

contigo; por la misma manera como los que más se te asemejan mayor

conveniencia tienen con las cosas superiores. 

 

Al preguntarme pues qué es la maldad me encontré con que no es sutancia

alguna, sino sólo la perversidad de un albedrío que se tuerce hacia las cosas

inferiores apartándose de la suma sustancia que eres tú y que arroja de sí sus

propias entrañas quedándose sólo con su hinchazón. 

 

 

 

CAPITULO XVII

 

1. Y me admiré entonces de ver que te amaba a ti y no ya a un fantasma. Pero no

era estable este mi gozo de ti; pues si bien tu hermosura me arrebataba,

apartábame luego de ti la pesadumbre de mi miseria y me derrumbaba gimiendo

en mis costumbres carnales. Pero aun en el pecado me acompañaba siempre el

recuerdo de ti y ninguna duda me cabía ya de tener a quien asirme, aun cuando

carecía yo por mí mismo de la fuerza necesaria. Porque el cuerpo corruptible es


 

 

un peso para el alma y el hecho mismo de vivir sobre la tierra deprime la mente

agitada por muchos pensamientos (Sb 9, 15). Segurísimo estaba yo de que tus

perfecciones invisibles se hicieron, desde la constitución del mundo, visibles a la

inteligencia que considera las criaturas y también tu potencia y tu divinidad (Rm

1, 20). 

 

2. Buscando pues un fundamento para apreciar la belleza de los cuerpos tanto en

el cielo como sobre la tierra, me peguntaba qué criterio tenía yo para juzgar con

integridad las cosas mudables diciendo: "esto debe ser así y aquello no". Y

encontré que por encima de mi mente mudable existe una verdad eterna e

inmutable. De este modo y procediendo gradualmente a partir de los cuerpos

pasé a la consideración de que existe un alma que siente por medio del cuerpo y

esto es el límite de la inteligencia de los animales, que poseen una fuerza interior

a la cual los sentidos externos anuncian sobre las cosas de afuera. 

 

3. Pero luego de esto, mi mente, reconociéndose mudable, se irguió hasta el

conocimiento de sí misma y comenzó a hurtar el pensamiento a la acostumbrada

muchedumbre de fantasmas contradictorios para conocer cuál era aquella luz

que la inundaba, ya que con toda certidumbre veía que lo inmutable es superior

y mejor que lo mudable. Alguna idea debía de tener sobre lo inmutable, pues sin

ella no le sería posible preferirlo a lo mudable. Por fin y siguiendo este proceso,

llegó mi mente al conocimiento del ser por esencia en un relámpago de

temblorosa iluminación. Entonces tus perfecciones invisibles se me hicieron

visibles a través de las criaturas, pero no pude clavar en ti fijamente la mirada.

Como si rebotara en ti mi debilidad, me volvía yo a lo acostumbrado y de

aquellas luces no me quedaba sino un amante recuerdo, como el recuerdo del

buen olor de cosas que aún no podía comer. 

 

 

 

CAPITULO XVIII

 

Andaba yo en busca de alguna manera de adquirir la energía necesaria para

gozar de ti, pero no pude encontrarla mientras no pude admitir que Jesucristo es

mediador entre Dios y los hombres; que está sobre todas las cosas y es Dios

bendito por todos los siglos (1Tm 2, 5; Rm 9, 5). Y Cristo me llamaba diciendo:

yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). 

 

El alimento que yo no podía alcanzar no era otro que tu propio Verbo por quien

hiciste todas las cosas, el cual al hacerse hombre y habitar en nuestra carne (Jn 1,

14) se hizo leche para nuestra infancia. 

 

Pero yo no era humilde y por eso no podía entender a un Cristo humilde, ni

captar lo que El nos enseña con su debilidad. Porque tu Verbo, eterna verdad y

supereminente sobre lo más excelso que hay en tu creación, levanta hacia sí a

quienes se le someten. Siendo la excelsitud misma, quiso edificarse acá en la

tierra una humilde morada de nuestro barro por la cual deprimiese el orgullo de

los que quería atraer a sí y los sanara nutriéndolos en su amor; para que no

caminaran demasiado lejos apoyados en su propia confianza, sino que más bien

se humillaran al ver a sus pies a una persona divina empequeñecida por su


 

 

participación en la vestidura de nuestra piel humana; para que sintiéndose

fatigados se postraran ante ella y ella levantándose, los levantara. 

 

 

 

CAPITULO XIX

 

1. Pero entonces creía yo de mi Señor Jesucristo algo del todo diferente.

Ciertamente lo tenía por un varón de insuperable sabiduría con el cual nadie

podía compararse, especialmente porque había nacido de manera admirable de

una virgen, como para ejemplo de menosprecio de los bienes temporales poder

conseguir la inmortalidad. Por haber tenido de nosotros tan grande providencia,

su autoridad me parecía inigualable; pero no me cabía ni la menor sospecha del

misterio encerrado en las palabras el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). De todo lo

que sobre El se nos había entregado por escrito asumía yo que Cristo había

bebido y dormido, que caminó y predicó, que conoció la tristeza y también la

alegría; pero estimaba que aquella carne suya no se había unido a tu Verbo, sino

con un alma y con una inteligencia humanas. Esto lo sabe quien ha llegado a

conocer la inmutabilidad de tu Verbo, como la conocía yo ya para entonces y lo

profesaba sin la menor sombra de dubitación. Porque la capacidad de mover a

voluntad los miembros del cuerpo o no moverlos; o sentir un afecto y luego otro

diferente en otro momento; o pronunciar en una ocasión admirables sentencias

para guardar silencio en otra, es cosa propia de la mutabilidad del alma y de la

mente. Y si todas estas cosas que de Cristo se dicen fueran falsas, todo lo demás

naufragaría en la mentira y no quedaría en los sagrados Libros ninguna

esperanza de salvación para el género humano. 

 

2. Pero yo, teniendo por veraces esos escritos, reconocía en Cristo a un hombre

completo. No solamente un cuerpo humano o un alma en ese cuerpo pero sin

inteligencia, sino un hombre completo y verdadero. Cristo no era para mí la

Verdad personal; pero sí veía en El una incomparable grandeza y excelencia

debida a su más perfecta participación en la sabiduría. Alipio pensaba que la fe

de los católicos predicaba que en Cristo no había, aparte de Dios y el cuerpo, un

alma y una mente de hombre. Y como aceptaba bien en firme lo que había oído

y guardaba en la memoria y como pensaba que tales cosas no son posibles sino

en un ser dotado de alma y de razón, caminaba con tardos pasos hacia la fe

cristiana. Pero cuando más tarde se enteró de que tales enseñanzas eran la herejía

de los apolinaristas, se alegró sobremanera y se entregó sin reticencias a la fe

católica. 

 

Confieso que sólo más tarde fui capaz de distinguir la mucha diferencia que

media entre el error de Fotino y la fe católica a propósito de que el Verbo se hizo

carne. Porque la discusión de las herejías pone en relieve cuál es el verdadero

sentir de tu Iglesia y cuál es la doctrina verdadera. Era necesario que se

produjesen las herejías para que los fuertes en la fe se distinguieran de los

débiles en la fe (1Co 11, 19). 

 

 

 

CAPITULO XX


 

 

1. Los libros platónicos que leí me advirtieron que debía buscar la verdad

incorpórea y llegué a sentir que en realidad perfecciones invisibles se hacen

visibles a la inteligencia por la consideración de las criaturas; pero era repelido

por aquellos que las tinieblas de mi alma no me dejaban  conocer. Seguro estaba

yo de tu existencia; seguro de que eres infinito pero que no te difundes por

lugares ni finitos ni infinitos; que en verdad eres el que siempre has sido,

idéntico a ti mismo y deducía que todas las cosas proceden de ti por el

simplicísimo argumento de que existen. 

 

De todas estas cosas estaba ciertísimo, pero era débil para gozar de ti. Hablaba

con locuacidad, como si fuera muy perito; pero de no buscar el camino en Cristo

Redentor sería yo no un hombre perito, sino un hombre que perece. Ya para

entonces había yo comenzado a hacer ostentación de sabiduría, lleno como

estaba de lo que era mi castigo y, en vez de llorar, me hinchaba con la

ostentación de la ciencia. 

 

2. Pues, ¿dónde estaba aquella caridad que edifica sobre el fundamento de la

humildad de Jesucristo; o cuándo me enseñaron la humildad aquellos libros? Tú

quisiste, creo, que los leyera antes de acercarme a la Sagrada Escritura para que

quedara impreso en mi memoria el efecto que me habían producido; así, más

tarde, amansado ya por tus libros y curado de mis llagas por tu mano

bienhechora, iba yo a tener discernimiento para distinguir la verdadera confesión

de la mera presunción; para ver la diferencia entre los que entienden a dónde se

debe ir pero no ven por dónde y la senda que lleva a la patria feliz no sólo para

verla, sino para habitar en ella. 

 

Porque si primeramente hubiera sido formado en tus sagrados libros y en una

suave familiaridad contigo y después hubiera leído los libros de los platónicos,

acaso me arrancaran del sólido fundamento de la piedad; o si no me arrancaban

afectos en los que estaba profundamente embebido, al menos pudiera yo creer

que dichos libros eran capaces, con sólo leerlos, de engendrar tan noble afecto. 

 

 

 

CAPITULO XXI

 

1. Así sucedió que con ardiente avidez arrebataba yo la escritura de tu Espíritu,

en San Pablo con preferencia a los demás apóstoles y se me desvanecieron

ciertas dificultades que tuve cuando en cierta ocasión me parecía encontrarlo en

contradicción consigo mismo y no ir de acuerdo el texto de sus palabras con el

testimonio de la ley y los profetas. Y se apoderó de mí una trepidante exultación

cuando vi claro que uno solo es el rostro que nos ofrecen todas las Escrituras. 

 

Comencé pues y, cuanto había leído de verdadero allá, lo encontré también aquí

con la recomendación de tu gracia; para que el que ve no se gloríe como si su

visión no la hubiera recibido (1Co 4, 7). Pues, ¿qué tiene nadie que no lo haya

recibido? Y para que sea no sólo amonestado de verte, sino también sanado para

poseerte a ti, que eres siempre el mismo y para que, siéndole imposible

descubrirte desde lejos, tome el camino por donde puede legar a verte y luego a

poseerte. Pues cuando se deleite el hombre en la ley de Dios según el hombre


 

 

 

interior, ¿qué hará con esa otra ley que está en sus miembros y que resiste a la

ley de su mente y lo tiene cautivo en la ley del pecado que está en sus

miembros? (Rm 7, 22-23). Porque tú, Señor, eres justo y nosotros somos

pecadores y hemos obrado la iniquidad (Dn 3, 28). Por eso tu mano se ha hecho

pesada sobre nosotros y con justicia hemos sido entregados al antiguo pecador y

señor de la muerte y éste ha modelado nuestra voluntad según la suya en la cual

no está la verdad (Jn 8, 44). 

 

2. ¿Qué hará pues el hombre mísero? ¿Quién lo libertará de su cuerpo de muerte

sino tu gracia por Jesucristo, Señor nuestro? (Rm 7, 24-25). Jesucristo, a quien

engendraste coeterno contigo y a quien creaste en el principio de tus caminos (Pr

8, 22); en el  cual un príncipe de este mundo no halló causa de muerte (Jn 14,

30) y, sin embargo, lo hizo matar y con esa muerte fue destruído el decreto que

nos era contrario (Col 2, 14). 

 

Nada de esto dicen los libros de los platónicos, ni en sus páginas se encuenta

este rostro de piedad, ni las lágrimas de la confesión, en las que tú ves el

sacrificio de un corazón contrito y humillado (Sal 50, 19); nada dicen de la salud

del pueblo, ni de la ciudad desposada, ni de las primicias del Espíritu Santo y el

cáliz de nuestra salud. Nadie canta en ellos "mi alma está sujeta al Señor de

quien viene mi salud. Porque El es mi Dios y mi salvación; El me ha recibido y

ya más no me moveré (Sal 41, 2-3). 


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