¡Dios te salve María!
 

CRUZANDO EL

UMBRAL DE LA

ESPERANZA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Pablo II y V. Messori


 

 

 

 

 

 

-INTRODUCCIÓN 

 

SOBRE ESTE LIBRO 

 

UN TELEFONAZO 

 

Siento un especial afecto, naturalmente, por los colegas -periodistas y

escritores- que trabajan en la televisión. Por eso, a pesar de repetidas

invitaciones, nunca he intentado quitarles su trabajo. Me parece que las

palabras, que constituyen la materia prima de nuestro quehacer, tienen

consistencia e impacto diferentes si se confían a la «materialidad» del papel

impreso o a la inmaterialidad de los signos electrónicos.

 

Sea lo que sea, cada uno es rehén de su propia historia, y la mía, referente

a lo que aquí importa, es la de quien ha conocido sólo redacciones de

periódicos y editoriales, y no estudios con cámaras de televisión, focos,

escenografía.

 

Tranquilícese el lector: no voy a seguir con estas consideraciones más

propias de un debate sobre los medios de comunicación, ni deseo castigar a

nadie con desahogos autobiográficos. Con lo que he dicho me basta para

hacer comprender la sorpresa, unida quizá a una pizca de disgusto,

provocada por un telefonazo un día de finales de mayo de 1993.

 

Como cada mañana, al ir hacia mi estudio, me repetía interiormente las

palabras de Cicerón: Si apud bibliothecam hortulum habes, nihil deerit.

¿Qué más quieres si tienes una biblioteca que se abre a un pequeño jardín?

Era una época especialmente cargada de trabajo; terminada la corrección

del borrador de un libro, me había metido en la redacción definitiva de otro.

Mientras tanto, había que seguir con las colaboraciones periodísticas de

siempre.

 

Actividad, pues, no faltaba. Pero tampoco faltaba el dar gracias a Quien

debía darlas, porque me permitía sacar adelante toda esa tarea, día tras

día, en el silencio solitario de aquel estudio situado sobre el lago Garda,

lejos de cualquier centro importante, político o cultural, e incluso religioso.

¿No fue acaso el nada sospechoso Jacques Maritain, tan querido por Pablo

VI, quien, medio en broma, recomendó a todo aquel que quisiera continuar

amando y defendiendo el catolicismo que frecuentara poco y de una manera

discreta a cierto «mundo católico»?

 

Sin embargo, he aquí que aquel día de primavera, en mi apartado refugio,

irrumpió un imprevisto telefonazo: era el director general de la RAI.

Dejando sentado que conocía mi poca disponibilidad para los programas

televisivos, conocidos los precedentes rechazos, me anunciaba a pesar de

todo que me llegaría en breve una propuesta. Y esta vez, aseguraba, «no

podría rechazarla».


 

 

 

En los días siguientes se sucedieron varias llamadas «romanas», y el

cuadro, un poco alarmante, se fue perfilando: en octubre de aquel 1993 se

cumplían quince años del pontificado de Juan Pablo II. Con motivo de tal

ocasión, el Santo Padre había aceptado someterse a una entrevista

televisiva propuesta por la RAI; hubiera sido absolutamente la primera en la

historia del papado, historia en la que, durante tantos siglos, ha sucedido de

todo. De todo, pero nunca que un sucesor de Pedro se sentara ante las

cámaras de la televisión para responder apresuradamente, durante una

hora, a unas preguntas que además quedaban a la completa libertad del

entrevistador.

 

Transmitido primero por el principal canal de la televisión italiana en la

misma noche del decimoquinto aniversario, el programa sería retransmitido

a continuación por las mayores cadenas mundiales. Me preguntaban si

estaba decidido a dirigir yo la entrevista, porque era sabido que desde hacía

años estaba escribiendo, en libros y artículos, sobre temas religiosos, con

esa libertad propia del laico, pero al mismo tiempo con la solidaridad del

creyente, que sabe que la Iglesia no ha sido confiada sólo al clero sino a

todo bautizado, aunque a cada uno según su nivel y según su obligación.

 

En especial no se había olvidado el vivo debate -aunque tampoco su eficacia

pastoral, el positivo impacto en la Iglesia entera, con una difusión masiva en

muchas lenguas- suscitado por Informe sobre la fe, libro que publiqué en

1985 y en el que exponía lo hablado durante varios días con el más estrecho

colaborador teológico del Papa, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto del

antiguo

 

Santo Oficio, ahora Congregación para la Doctrina de la Fe. Entrevista que

suponía también una «novedad», y sin precedentes, para una institución

que había entrado hacía siglos en la leyenda anticlerical, con frecuencia

«negra», por su silencio y secreto, rotos, por primera vez, con aquel libro.

 

Volviendo a 1993, diré solamente, por ahora, que la fase de preparación -

llevada con tal discreción que ni una sola noticia llegó a oídos de los

periodistas- incluía también un encuentro con Juan Pablo II en

Castelgandolfo.

 

Allí, con el debido respeto pero con una franqueza que quizá alarmó a

alguno de los presentes -aunque no al amo de casa, manifiestamente

complacido de mi filial sencillez-, pude explicar qué intenciones me habían

llevado a esbozar un primer esquema de preguntas. Porque, efectivamente,

un «Hágalo usted mismo» había sido la única indicación que se me había

dado.

 

 

 

 

UN IMPREVISTO 

 

El mismo Papa, sin embargo, no había tenido en cuenta el implacable

cúmulo de obligaciones que tenía programadas para septiembre, fecha


 

 

 

límite para llevar a cabo las tomas y conceder al director y los técnicos el

tiempo necesario para «trabajar» el material antes de emitirlo. Ahora me

dicen que la agenda de trabajo del Pontílce, aquel mes, ocupaba treinta y

seis apretadas páginas escritas en el ordenador.

 

Eran compromisos tan heterogéneos como ineludibles. Además de los viajes

a dos diócesis italianas (Arezzo y Asti), antes estaba la visita del emperador

del Japón al Pontífice de Roma, y antes estaba la visita a los territorios ex

soviéticos de Letonia, Lituania y Estonia, con la necesidad de practicar, al

menos un poco, esas difíciles lenguas, deber impuesto al Papa por su propio

celo pastoral, su ansia de «hacerse entender» al predicar el Evangelio a

todos los pueblos del mundo.

 

En resumen, resultó que a aquellas dos primicias -la nipona y la báltica- no

había posibilidad de añadir una tercera, la televisiva. Tanto más cuanto que

la buena disposición de Juan Pablo II le había llevado a prometer cuatro

horas de tomas, y a conceder al director -el conocido y apreciado cineasta

italiano Pupi Avati- la elección de la mejor hora televisiva. Luego todo

concluiría en un libro, completando así la intención pastoral y catequística

que había inducido al Papa a aceptar el proyecto; pero el cúmulo de trabajo

al que me he referido impidió, en el último momento, realizarlo.

 

En cuanto a mí, volví al lago a reflexionar, como de costumbre, sobre los

mismos temas de los que hubiera tenido que hablar con el Pontífice, pero en

la quietud de mi biblioteca.

 

¿Acaso Pascal, cuyo retrato vigila el escritorio sobre el que trabajo, no ha

escrito: «Todas las contrariedades de los hombres provienen de no saber

permanecer tranquilos en su habitación»?

 

Aunque el proyecto en el que había estado envuelto no lo busqué yo, y

además, no fue una contrariedad, ¡sólo faltaría! Sin embargo, no quiero

ocultar que me había creado algunas dificultades.

 

Sobre todo, y como creyente, me preguntaba si era de verdad oportuno que

el Papa concediese entrevistas, y además televisivas. A pesar de su

generosa y buena intención, al quedar necesariamente involucrado en el

mecanismo implacable de los medios de comunicación, ¿no se arriesgaba a

que su voz se confundiese con el caótico ruido de fondo de un mundo que lo

banaliza todo, que todo lo convierte en espectáculo, que amontona

opiniones contrarias e inacabables parloteos sobre cualquier cosa? ¿Era

oportuno que también un Supremo Pontífice de Roma se amoldase al «en mi

opinión» en su conversación con un cronista, abandonando el solemne

«Nos» en el que resuena la voz del milenario misterio de la Iglesia?

 

Eran preguntas que no sólo no dejé de hacerme, sino también -aunque

respetuosamente- de hacer.

 

Más allá de tales cuestiones «de principio», consideré que la competencia

que podía yo haber adquirido durante tantos años en la información


 

 

 

religiosa, probablemente no bastaba para compensar la desventaja de mi

inexperiencia en el medio televisivo, y menos en una ocasión semejante, la

más comprometida que pueda imaginarse para un periodista.

 

Pero incluso sobre este punto otras razones se contrapusieron a las mías.

 

En todo caso, la operación «Quince años de papado en TV» no se realizó, y

era presumible que, pasada la ocasión del aniversario, no se hablase más de

ella. Por lo tanto, podía volver a teclear en mi máquina de escribir y seguir

con la debida atención la palabra del Obispo de Roma, pero -como había

hecho hasta ese momento- a través de las Acta Apostolicae Sedis.

 

 

 

 

UNA SORPRESA 

 

Pasaron algunos meses. Y he aquí que un día, otro telefonazo -de nuevo

totalmente imprevisto- del Vaticano. En la línea estaba el director de la Sala

de Prensa de la Santa Sede, el psiquiatra español convertido en periodista

Joaquín Navarro-Valls, hombre tan eficaz como cordial, uno de los más

firmes defensores de la conveniencia de aquella entrevista.

 

Navarro-Valls era portador de un mensaje que, me aseguraba, le había

cogido por sorpresa a él el primero. El Papa me mandaba decir: «Aunque no

ha habido modo de responderle en persona, he tenido sobre la mesa sus

preguntas; me han interesado, y me parece que sería oportuno no

abandonarlas. Por eso he estado reflexionando sobre ellas y desde hace

algún tiempo, en los pocos ratos que mis obligaciones me lo permiten, me

he puesto a responderlas por escrito. Usted me ha planteado unas

cuestiones y por tanto, en cierto modo, tiene derecho a recibir unas

respuestas... Estoy trabajando en eso. Se las haré llegar. Luego, haga lo

que crea más conveniente.» 

 

En resumen, una vez más Juan Pablo II confirmaba esa fama de «Papa de

las sorpresas» que lo acompaña desde que fue elegido; había superado toda

previsión.

 

Así fue como, un día de finales de abril de este 1994 en que escribo, recibía

en mi casa al doctor Navarro-Valls, quien sacó de su cartera un gran sobre

blanco. Dentro estaba el texto que me había sido anunciado, escrito de

puño y letra del Papa, quien, para resaltar aún más la pasión con que había

manuscrito las páginas, había subrayado con vigorosos trazos de su pluma

muchísimos puntos; son los que el lector encontrará en letra cursiva, según

indicación del propio Autor. Igualmente, han sido conservadas las

separaciones en blanco que con frecuencia introduce entre un parágrafo y

otro.

 

El título mismo del libro es de Juan Pablo II. Lo había escrito personalmente

sobre la carpeta que contenía el texto; aunque precisó que se trataba sólo

de una indicación: dejaba a los editores libertad para cambiarlo. Si nos


 

 

 

hemos decidido a conservarlo es porque nos dimos cuenta de que ese título

resumía plenamente el «núcleo» del mensaje propuesto en estas páginas al

hombre contemporáneo.

 

Este debido respeto a un texto en el que cada palabra cuenta obviamente

me ha orientado también en el trabajo de editing que se me pidió, en el que

me he limitado a cosas como la traducción, entre paréntesis, de las

expresiones latinas; a retoques de puntuación, quizá apresurada; a

completar nombres de personas -por ejemplo el de Yves Congar que el

Papa, por razón de brevedad, había escrito sólo Congar-; a proponer un

sinónimo en los casos en que una palabra se repite en la misma frase; a la

modificación de algunas, pocas, imprecisiones en la traducción del original

polaco. Minucias, pues, que de ningún modo han afectado al contenido.

 

Mi trabajo más relevante ha consistido en introducir nuevas preguntas allí

donde el texto lo pedía. En efecto, aquel esquema mío sobre el que Juan

Pablo II ha trabajado con una diligencia sorprendente (el hecho de haberse

tomado tan en serio a un cronista parece una prueba más, si es que acaso

hacía falta, de su humildad, de su generosa disponibilidad para escuchar

nuestras voces, las de la «gente de la calle»), aquel esquema, digo,

comprendía veinte cuestiones. Ninguna de las cuales, hay que recalcarlo,

me fue sugerida por nadie; y ninguna ha quedado sin respuesta o en cierto

modo «adaptada» por Aquel a quien iba dirigida.

 

En todo caso, eran sin duda demasiadas, y demasiado amplias para una

entrevista televisiva, incluso larga. Al responder por escrito, el Papa ha

podido explayarse, apuntando él mismo, mientras respondía, nuevos

problemas. Los cuales presuponían, por tanto, una pregunta ad hoc. Por

citar un solo caso: los jóvenes. No entraban en el esquema, y les ha querido

dedicar unas páginas -cosa que confirma además su predilección por ellos-,

que se cuentan entre las más bellas del libro, y en las que vibra,

emocionada, su experiencia de joven pastor entre la juventud de una patria

a la que tanto ama.

 

Para comodidad del lector más interesado en unos temas que en otros

(aunque nuestro consejo es que lea el texto completo, verdaderamente

«católico», también en el sentido de que en el texto tout se tient y todo se

integra en una perspectiva orgánica), a cada una de las treinta y cinco

preguntas he puesto un breve título que indica los contenidos, aunque sólo

sea de manera aproximada debido a lo imprevisto de las sugerencias que el

Papa señala aquí y allá; otra confirmación más del pathos que impregna

unas palabras que, sin embargo, están inmersas obviamente en el

«sistema» de la ortodoxia católica, junto a la más amplia «apertura»

posconciliar.

 

De todos modos, el texto ha sido examinado y aprobado por el mismo Autor

en la versión publicada en italiano, y de ese modelo salen al mismo tiempo

las traducciones en las principales lenguas del mundo; ya que la fidelidad

era imprescindible para garantizar al lector que la voz que aquí resuena, en

su humanidad y también en su autoridad, es única y totalmente la del

Sucesor de Pedro.


 

 

 

Así que parece más adecuado hablar no tanto de una «entrevista» como de

«un libro escrito por el Papa», si bien con el estímulo de una serie de

preguntas. Corresponderá luego a los teólogos y a los exegetas del

magisterio pontificio plantearse el problema de la «clasificación» de un texto

sin precedentes, y que por tanto ofrece perspectivas inéditas en la Iglesia.

 

A propósito de mi tarea de edición, desde ciertos sectores se me proponía

una intervención excesiva, con comentarios, observaciones, explicaciones,

citas de encíclicas, de documentos, de alocuciones. Contra tales

sugerencias, he procurado pasar lo más inadvertido posible, limitándome a

esta nota editorial que explica cómo fueron las cosas (tan «raras» en su

sencillez), sin disminuir, con intrusiones inoportunas, la extraordinaria

novedad, la sorprendente vibración, la riqueza teológica que caracterizan

estas páginas.

 

Páginas que, estoy seguro, hablan por sí mismas; y que no tienen otra

intención que la «religiosa», no tienen ningún otro propósito sino subrayar -

con el género literario «entrevista»-, la tarea del Sucesor de Pedro, maestro

de la fe, apóstol del Evangelio, padre y al mismo tiempo hermano universal.

En él sólo los cristiano-católicos ven al Vicario de Cristo, pero su testimonio

de la verdad y su servicio en la caridad se extienden a todo hombre, como

lo demuestra también el indiscutible prestigio que la Santa Sede ha ido

adquiriendo en la escena mundial. No hay pueblo que al reconquistar su

libertad o su independencia no decida, entre los primeros actos de

soberanía, enviar un representante a Roma, ad Petri Sedem. Y esto es

debido, mucho antes que a cualquier consideración política, casi a una

necesidad de legitimidad «espiritual», de exigencia «moral».

 

 

 

 

UNA CUESTIÓN DE FE 

 

Puesto ante la no leve responsabilidad de plantear una serie de preguntas,

para las que se me dejaba una completa libertad, decidí inmediatamente

descartar los temas políticos, sociológicos e incluso «clericales», de

«burocracia eclesiástica», que constituyen la casi totalidad de la

información, o desinformación, supuestamente «religiosa», que circula por

tantos medios de comunicación, no solamente laicos.

 

Si se me permite, citaré un párrafo de un apunte de trabajo que propuse a

quien me había metido en el proyecto: «El tiempo que tenemos para esta

ocasión     verdaderamente       única     no    debería      malgastarse      con    las

acostumbradas preguntas del "vaticanólogo". Antes, mucho antes del

"Vaticano" -Estado entre otros Estados, aunque sea minúsculo y peculiar-,

antes de los habituales temas -necesarios quizá pero secundarios, y quizá

también desorientadores- sobre las posibilidades de la institución

eclesiástica, antes de la discusión sobre cuestiones morales controvertidas,

antes que todo eso está la fe.


 

 

 

«Antes que todo eso están las certezas y oscuridades de la fe, está esa

crisis por la que parece verse atacada, está su posibilidad misma hoy en

culturas que juzgan como provocación, fanatismo, intolerancia, el sostener

que no existen solamente opiniones, sino que todavía existe una Verdad,

con mayúscula. En resumen, seria oportuno aprovechar la disponibilidad del

Santo Padre para intentar plantear el problema de las "raíces", de eso sobre

lo que se basa todo el resto, y que sin embargo parece que se deja aparte,

a menudo dentro de la Iglesia misma, como si no se quisiera o no se

pudiera afrontar.» 

 

En ese apunte continuaba: «Lo diré, si se me permite, en tono de broma:

aquí no interesa el problema exclusivamente clerical -y "clerical" es también

cierto laicismo- de la decoración de las salas vaticanas, si debe ser "clásica"

(conservadores) o "moderna" (progresistas).

 

«Tampoco interesa un Papa al que muchos quisieran ver reducido a

presidente de una especie de agencia mundial para la ética o para la paz o

para el medio ambiente. Un Papa que garantizara el nuevo dogmatismo

(más sofocante que ese del que se acusa a los católicos) de lo politically

correct, ni un Papa repetidor de conformismos a la moda. Interesa, en

cambio, descubrir si todavía son firmes los fundamentos de la fe sobre los

que se apoya ese palacio eclesial, cuyo valor y cuya legitimidad dependen

solamente de si sigue basado en la certeza de la Resurrección de Cristo. Por

tanto, desde el comienzo de la conversación, sería necesario poner de

relieve el "escandaloso" enigma que el Papa, en cuanto tal, representa: no

es principalmente un grande entre los grandes de la tierra, sino el único

hombre en el que otros hombres ven una relación directa con Dios, ven al

"Vice" mismo de Jesucristo, Segunda Persona de la Trinidad.» 

 

Añadía finalmente: «Del sacerdocio de las mujeres, de la pastoral para

homosexuales o divorciados, de estrategias geopolíticas vaticanas, de

elecciones sociopolíticas de los creyentes, de ecología o de superpoblación,

así como de tantas otras cuestiones, se puede, es más, se debe discutir, y a

fondo;   pero   sólo   después   de    haber    establecido   un    orden   (tan

frecuentemente tergiversado hoy, hasta en ambientes católicos) que ponga

en primer lugar la sencilla y terrible pregunta: lo que los católicos creen, y

de lo que el Papa es el Supremo Garante, ¿es "verdad" o "no es verdad"?

¿El Credo cristiano es todavía aceptable al pie de la letra o se debe poner

como telón de fondo, como una especie de vieja aunque noble tradición

cultural, de orientación sociopolítica, de escuela de pensamiento, pero ya no

como una certeza de fe cara a la vida eterna? Discutir -como se hace- sobre

cuestiones morales (desde el uso del preservativo hasta la legalización de la

eutanasia) sin afrontar antes el tema de la fe y de su verdad es inútil, más

aún, no tiene sentido. Si Jesús no es el Mesías anunciado por los profetas,

¿puede, de verdad, importarnos el "cristianismo" y sus exigencias éticas?

¿Puede interesarnos seriamente la opinión de un Vicario de Cristo si ya no

se cree en que aquel Jesús resucitó y que -sirviéndose sobre todo de este

hombre vestido de blanco- guía a Su Iglesia hasta que vuelva en su Gloria?» 

 

He de reconocer que no tuve que insistir para que se me aceptara un

planteamiento así. Al contrario, encontré enseguida la plena conformidad, la


 

 

 

completa sintonía del Interlocutor de la conversación, quien durante nuestro

encuentro en Castelgandolfo, y después de decirme que había examinado el

primer borrador de preguntas que le había enviado, me comentó que había

aceptado la entrevista sólo desde su deber de Sucesor de los apóstoles, sólo

para aprovechar una posterior ocasión de dar a conocer el kérigma, es

decir, el impresionante anuncio sobre el que toda la fe se funda: «Jesús es

el Señor; solamente en Él hay salvación: hoy, como ayer y siempre.» 

 

Desde este planteamiento, pues, ha sido vista y juzgada esta posibilidad de

una «entrevista», que inicialmente me había dejado perplejo. Éste es un

Papa impaciente en su afán apostólico, un Pastor al que los caminos usuales

le parecen siempre insuficientes, que busca por todos los medios hacer

llegar a los hombres la Buena Nueva, que, evangélicamente, quiere gritar

desde los terrados (hoy cuajados de antenas de televisión) que la Esperanza

existe, que tiene fundamento, que se ofrece a quien quiera aceptarla;

incluso la conversación con un periodista es valorada por él en la línea de lo

que Pablo dice en su primera carta a los Corintios: «Me he hecho todo a

todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el

Evangelio, para ser partícipe del mismo» (9,22-23).

 

En este ambiente toda abstracción desaparece: el dogma se convierte en

carne, sangre, vida. El teólogo se hace testigo y pastor.

 

 

 

 

DON KAROL, PÁRROCO DEL MUNDO 

 

Estas páginas que ahora siguen han nacido de una vibración «kerigmática»,

de primer anuncio, de «nueva evangelización»; al acercarse a ellas, el lector

se dará cuenta de por qué no quise añadir mis irrelevantes notas y

comentarios a palabras tan cargadas ya de significado, llevadas casi al

colmo de la pasión, precisamente esa passion de convaincre que, siguiendo

a Pascal, tendría que ser el signo distintivo de todo cristiano, y que aquí

caracteriza profundamente a este «Siervo de los siervos de Dios».

 

Para él, Dios no sólo existe, vive, obra, sino que también, y sobre todo, es

Amor; mientras que para el iluminismo y el racionalismo, que contaminaron

incluso cierto tipo de teología, Dios era el impasible Gran Arquitecto, era

sobre todo Inteligencia. Con un clamor tras otro, este hombre -sirviéndose

de las páginas aquí recogidas- quiere hacer llegar a cada hombre el

siguiente mensaje: «¡Date cuenta, quienquiera que seas, de que eres

amado! ¡Advierte que el Evangelio es una invitación a la alegría! ¡No te

olvides de que tienes un Padre, y que cualquier vida, incluso la que para los

hombres es más insignificante, tiene un valor eterno e infinito a Sus ojos!» 

 

Un experto teólogo, una de las poquísimas personas que han podido hojear

este texto todavía manuscrito, me decía: «Aquí hay una revelación -directa,

sin esquemas ni filtros- del universo religioso e intelectual de Juan Pablo II

y, en consecuencia, una clave para la lectura e interpretación de su

magisterio completo.» 


 

 

 

Aventuraba incluso el mismo teólogo: «No sólo los comentaristas actuales

sino también los historiadores futuros tendrán que apoyarse en estas

páginas para comprender el primer papado polaco. Escritas a mano, de un

tirón -con esa manera suya que algún pacato podría calificar de "impulsiva",

o quizá de generosa "imprudencia"-, estas páginas nos dan a conocer, de

modo extraordinariamente eficaz, no sólo la mente sino también el corazón

del hombre a quien se deben tantas encíclicas, tantas cartas apostólicas,

tantos discursos. Aquí todo va a la raíz; es un documento para hoy, pero

también Para la historia.» 

 

Me confiaba un colaborador directo del Pontífice que cada homilía, cada

explicación del Evangelio -en cada Misa que él celebra- está siempre, y

toda, escrita de su mano, de comienzo a fin. No se limita a poner sobre el

papel algunos apuntes que señalen los temas que deben ser desarrollados;

escribe cada palabra, tanto en una liturgia solemne para un millón de

personas (o para mil millones, como ha sucedido en ciertas emisiones

televisivas) como en la Eucaristía celebrada para unos pocos íntimos, en su

oratorio privado. Justifica este esfuerzo recordando que es tarea primordial

e ineludible, no delegable, de todo sacerdote el hacerse instrumento para

consagrar el pan y el vino, para hacer llegar al pecador el perdón de Cristo,

y también para explicar la Palabra de Dios.

 

De este mismo modo parece haber considerado estas respuestas. Hay,

pues, aquí también una especie de «predicación», de «explicación del

Evangelio» hecha por «don Karol, párroco del mundo».

 

Digo «también» porque el lector no encontrará solamente eso, sino una

singular combinación a veces de confidencia personal (emocionantes los

trozos sobre su infancia y juventud en su tierra natal), a veces de reflexión

y de exhortación espirituales, a veces de meditación mística, a veces de

retazos del pasado o sobre el futuro, a veces de especulaciones teológicas y

filosóficas.

 

Por tanto, si todas las páginas exigen una lectura atenta (detrás del tono

divulgativo, quien se detenga un poco podrá descubrir una sorprendente

profundidad), algunos pasajes exigen una especial atención. Desde nuestra

experiencia de lectores «de preestreno», podemos asegurar que vale del

todo la pena. El tiempo y la atención que se empleen recibirán amplia

recompensa.

 

Se podrá comprobar, entre otras cosas, cómo al máximo de apertura (con

arranques de gran audacia: véanse, por ejemplo, las páginas sobre el

ecumenismo o las otras sobre escatología, «los novísimos») va unido

siempre el máximo de fidelidad a la tradición. Y que sus brazos abiertos a

todo hombre no debilitan en nada la identidad, católica, de la que Juan

Pablo II es muy consciente de ser garante y depositario ante Cristo, «en

cuyo nombre solamente está la salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles

4,12).

 

Es bien sabido que en 1982 el escritor y periodista francés André Frossard

publicó -tomando como título la exhortación que ha llegado a ser casi la


 

 

 

consigna del pontificado: ¡No tengáis miedo!- el resultado de una serie de

conversaciones con este Papa.

 

Sin querer quitarle nada, por supuesto, a ese importante libro,

excelentemente estructurado, puede observarse que entonces se estaba al

comienzo del pontificado de Karol Wojtyla en la Sede de Pedro. En las

páginas que siguen está, en cambio, toda la experiencia de quince años de

servicio, está la huella que ha dejado en su vida todo lo que de decisivo ha

ocurrido en este tiempo (basta pensar solamente en la caída del marxismo),

la huella dejada en la Iglesia, en el mundo. Pero lo que no sólo ha

permanecido intacto sino que parece incluso haberse multiplicado (este libro

da de ello pleno testimonio) es su capacidad de generar proyectos, su

ímpetu de cara al futuro, su mirar hacia adelante -a ese «tercer milenio

cristiano» con el ardor y la seguridad de un hombre joven.

 

 

 

 

EL SERVICIO DE PEDRO 

 

Bajo una luz semejante, cabe esperar entre otras cosas que los que, tanto

fuera como dentro de la Iglesia, llegaron a sospechar que este «Papa venido

de lejos» traía «intenciones restauradoras» o era «reaccionario a las

novedades conciliares» encuentren al fin el modo de rectificarse

completamente.

 

Queda aquí confirmado de continuo su papel providencial desde aquel

Concilio Vaticano II en cuyas sesiones (desde la primera a la última) el

entonces joven obispo Karol Wojtyla participó con un papel siempre activo y

relevante. Por aquella extraordinaria aventura -y por lo que ha derivado de

ella en la Iglesia- Juan Pablo II no tiene ninguna intención de

«arrepentirse», como declara rotundamente, a pesar de que no oculte los

problemas y dificultades debidas -esto está comprobado- no al Vaticano II,

sino a apresuradas cuando no abusivas interpretaciones.

 

Que quede, pues, bien claro que -ante el planteamiento plenamente

religioso de estas páginas-, simplificaciones como «derecha-izquierda» o

como «conservador-progresista» se revelan totalmente inadecuadas y sin

sentido. La «salvación cristiana», a la que dedica algunas de las páginas

más apasionadas, no tiene nada que ver con semejantes estrecheces

políticas, que constituyen desgraciadamente el único parámetro de tantos

comentaristas, condenados así -sin sospecharlo siquiera- a no comprender

nada de la profunda dinámica de la Iglesia. Los esquemas de las siempre

cambiantes ideologías mundanas están muy lejos de la visión «apocalíptica»

-en el sentido etimológico de revelación, de desvelamiento del plan de la

Providenciaque llena el magisterio de este Pontífice y da vida también a las

siguientes páginas.

 

Me decía un íntimo colaborador suyo: «Para saber quién es Juan Pablo II

hay que verlo rezar, sobre todo en la intimidad de su oratorio privado.»


 

 

 

¿Acaso puede entender algo de este Papa-igual que de cualquier otro Papa-

quien excluya esto de sus análisis, centrándose en sofisticadas apariencias?

 

El lector comprobará que, en numerosas ocasiones, no he dudado en

adoptar el papel de «acicate», de «estímulo», aun hasta el de respetuoso

«provocador». Es una tarea no siempre grata ni fácil. Creo, sin embargo,

que ésta es la obligación de todo entrevistador, que -manteniendo,

naturalmente, esa virtud cristiana que es la de ironizar sobre sí mismo, esa

sonrisa burlona ante la tentación de tomarse demasiado en seriodebe

intentar poner en práctica la «mayéutica», que es, como se sabe, la

«técnica de las comadronas».

 

Por otra parte, tuve la impresión de que mi Interlocutor esperaba

precisamente este tipo de «provocación», y no delicadezas cortesanas,

como demuestran la viveza, la claridad, la sinceridad espontánea de las

respuestas. He conseguido con eso algo que se parece a una afectuosa

«reprensión», o quizá a una paternal «oposición». También esto me

complace, ya que no sólo confirma la generosa seriedad con que han sido

acogidas mis preguntas, sino que además el Santo Padre ha corroborado así

que mi modo de plantear los problemas -a pesar de que no los pueda

compartir- es el de tantos otros hombres de nuestro tiempo. Era, pues, un

deber de este cronista intentar erigirse en su portavoz, en nombre de todos

los que «nos dan trabajo», los lectores.

 

Claro que, con algo parecido a lo que los autores de espiritualidad llaman

«santa envidia» (y que, como tal, puede no ser un «pecado», sino un

beneficioso acicate), ante algunas respuestas he tomado plena conciencia

de la desproporción entre nosotros -pequeños creyentes agobiados por

problemas a nuestra mediocre medida- y este Sucesor de Pedro, quien -si

es lícito expresarse así- no tiene necesidad de «creer». Para él, en efecto, el

contenido de la fe es de una evidencia tangible. Por tanto, y a pesar de que

él también aprecie a Pascal (al que cita), no tiene necesidad de recurrir a

ninguna «apuesta» como él, no necesita del apoyo de ningún «cálculo de

probabilidades» para estar seguro de la objetiva verdad del Credo.

 

Que la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado, que Jesucristo

vive, actúa, informa el universo entero con Su amor, el cristiano Karol

Wojtyla en cierta manera lo siente, lo toca, lo experimenta; como le sucede

a todo místico, que es el que ha alcanzado ya la evidencia. Lo que para

nosotros puede ser un problema, para él es un dato de hecho objetivamente

incontestable. No ignora, como antiguo profesor de filosofía, el esfuerzo de

la mente humana en la búsqueda de «pruebas» de la verdad cristiana (a

esto, precisamente, dedica algunas de las páginas más densas), pero se

tiene la impresión de que, para él, esos argumentos no son sino

confirmaciones obvias de una realidad evidente.

 

También en este sentido me ha parecido estar verdaderamente en

consonancia con el Evangelio, ver cumplidas las palabras de Jesús,

transmitidas por Mateo: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque

no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los


 

 

 

Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi

Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (16,17-18).

 

Una piedra, una roca a la que agarrarse a la hora de la prueba, en esas

«tempestades de la duda», en esas «noches oscuras» que insidian nuestra

fe, tan a menudo vacilante; el testigo de la verdad del Evangelio, que no

duda, el testigo de la existencia de Otro Mundo donde a cada uno le será

dado lo suyo, y en el que a cada uno -con tal de que haya querido- le será

dada la plenitud de la vida eterna. Éste es el servicio a los hombres que

Jesucristo mismo confió a un hombre, haciéndole Su «Vicario»: «Simón,

Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo.

Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te

conviertas, confirma a tus hermanos» (Lucas 22,31-32). Éste es el servicio

que cumple el actual Sucesor de Pedro, que, después de casi veinte siglos,

está todavia entre los que «han visto la Resurrección», y que saben que

«aquel Jesús ha subido al Cielo» (cfr. Hechos de los Apóstoles 1,21-22). Y

está dispuesto a asegurarlo con su misma vida, con palabras, pero sobre

todo con hechos.

 

En esta mano firme que se nos tiende para darnos seguridad, en esta

confirmación, tan respetuosa como apasionada, del «esplendor de la

verdad» -expresión que muchas veces se repite aquí-, me ha parecido que

está el mayor regalo que ofrecen estas páginas.

 

A quien primero las ha leído le han hecho mucho bien, le han dado

seguridad, empujándole a una mayor coherencia, a intentar sacar

consecuencias más acordes con las premisas de una fe quizá más teorizada

que practicada en la vida cotidiana.

 

No dudamos de que harán bien a muchos, cumpliéndose así la única razón

que ha movido a este singular Entrevistado, quien desde la cama del

hospital donde se encontraba por una dolorosa caída, decía que había

ofrecido un poco de su sufrimiento también por los lectores de estas

páginas, en las que la palabra que quizá con mayor frecuencia se repite,

junto a «esperanza», sea «alegría».

 

¿Será acaso retórico decirle que, también por esto, le estamos agradecidos?

 

VITTORIO MESSORI 

 

 

 

 

-I. EL «PAPA»: UN ESCÁNDALO Y UN MISTERIO 

 

PREGUNTA 

 

Santidad, con mi primera pregunta quisiera remontarme a las raíces; me

excusará, pues, si es más larga que las siguientes.


 

 

 

Estoy ante un hombre vestido de blanco, con una cruz sobre el pecho. No

quiero dejar de señalar que este hombre al que llaman Papa («Padre», en

griego) es en sí mismo un misterio, un signo de contradicción, e incluso una

provocación, un «escándalo» según lo que para muchos es el sentido

común.

 

Efectivamente, ante un Papa hay que elegir. El que es Cabeza de la Iglesia

católica es definido por la fe «Vicario de Cristo». Es considerado como el

hombre que sobre la tierra representa al Hijo de Dios, el que «hace las

veces» de la Segunda Persona de la Trinidad. Esto es lo que afirma todo

Papa de sí mismo. Esto es lo que creen los católicos.

 

Sin embargo, y según muchos otros, esta pretensión es absurda; para ellos

el Papa no es representante de Dios sino testigo superviviente de unos

antiguos mitos y leyendas que el hombre de hoy no puede aceptar.

 

Por lo tanto, ante Usted es necesario -diciéndolo al modo de Pascal-

apostar: o bien es Usted el misterioso testimonio vivo del Creador del

universo, o bien el protagonista más ilustre de una ilusión milenaria.

 

Si me lo permite, Le preguntaría: ¿No ha dudado nunca, en medio de su

certeza, de tal vínculo con Jesucristo y, por tanto, con Dios? ¿Nunca se ha

planteado preguntas y problemas acerca de la verdad de ese Credo que se

recita en la Misa y que proclama una inaudita fe, de la que Usted es el

garante más autorizado?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Quisiera empezar con la explicación de las palabras y de los conceptos. Su

pregunta está, de un lado, penetrada por una fe viva y, de otro, por una

cierta inquietud. Debo señalar eso ya desde el principio y, al hacerlo, debo

referirme a la exhortación que resonó al comienzo de mi ministerio en la

Sede de Pedro: «¡No tengáis miedo!» 

 

Cristo dirigió muchas veces esta invitación a los hombres con que se

encontraba. Esto dijo el Ángel a María: «No tengas miedo» (cfr. Lucas

1,30). Y esto mismo a José: «No tengas miedo» (cfr. Mateo 1,20). Cristo lo

dijo a los Apóstoles, y a Pedro, en varias ocasiones, y especialmente

después de su Resurrección, e insistía: «¡No tengáis miedo!»; se daba

cuenta de que tenían miedo porque no estaban seguros de si Aquel que

veían era el mismo Cristo que ellos habían conocido. Tuvieron miedo cuando

fue apresado, y tuvieron aún más miedo cuando, Resucitado, se les

apareció.

 

Esas palabras pronunciadas por Cristo las repite la Iglesia. Y con la Iglesia

las repite también el Papa. Lo ha hecho desde la primera homilía en la plaza

de San Pedro: «¡No tengáis miedo!» No son palabras dichas porque sí,


 

 

 

están profundamente enraizadas en el Evangelio; son, sencillamente, las

palabras del mismo Cristo.

 

 

 

 

¿De qué no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de

nosotros mismos. Pedro tuvo conciencia de ella, un día, con especial viveza,

y dijo a Jesús: «¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!»

(Lucas 5,8).

 

Pienso que no fue sólo Pedro quien tuvo conciencia de esta verdad. Todo

hombre la advierte. La advierte todo Sucesor de Pedro. La advierte de modo

particularmente claro el que, ahora, le está respondiendo. Todos nosotros le

estamos agradecidos a Pedro por lo que dijo aquel día: «¡Apártate de mí,

Señor, que soy un hombre pecador!» Cristo le respondió: «No temas; desde

ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5,10). ¡No tengas miedo de los

hombres! El hombre es siempre igual; los sistemas que crea son siempre

imperfectos, y tanto más imperfectos cuanto más seguro está de sí mismo.

¿Y esto de dónde proviene? Esto viene del corazón del hombre, nuestro

corazón está inquieto; Cristo mismo conoce mejor que nadie su angustia,

porque «Él sabe lo que hay dentro de cada hombre» (cfr. Juan 2,25).

 

Así que, ante su primera pregunta, deseo referirme a las palabras de Cristo

y, al mismo tiempo, a mis primeras palabras en la plaza de San Pedro. Por

lo tanto, «no hay que tener miedo» cuando la gente te llama Vicario de

Cristo, cuando te dicen Santo Padre o Su Santidad o emplean otras

expresiones semejantes a éstas, que parecen incluso contrarias al

Evangelio, porque el mismo Cristo afirmó: «A nadie llaméis padre [...]

porque sólo uno es vuestro Padre, el del Cielo. Tampoco os hagáis llamar

maestros, porque sólo uno es vuestro Maestro: Cristo» (Mateo 23,9-10).

Pero estas expresiones surgieron al comienzo de una larga tradición,

entraron en el lenguaje común, y tampoco hay que tenerles miedo.

 

Todas las veces en que Cristo exhorta a «no tener miedo» se refiere tanto a

Dios como al hombre. Quiere decir: No tengáis miedo de Dios, que, según

los filósofos, es el Absoluto trascendente; no tengáis miedo de Dios, sino

invocadle conmigo: «Padre nuestro» (Mateo 6,9). No tengáis miedo de

decir: ¡Padre! Desead incluso ser perfectos como lo es Él, porque Él es

perfecto. Sí: «Sed, pues, vosotros perfectos como es perfecto vuestro Padre

celestial» (Mateo 5,48).

 

Cristo es el sacramento, el signo tangible, visible, del Dios invisible.

Sacramento implica presencia. Dios está con nosotros. Dios, infinitamente

perfecto, no sólo está con el hombre, sino que Él mismo se ha hecho

hombre en Jesucristo. ¡No tengáis miedo de Dios que se ha hecho hombre!

Esto es lo que Pedro dijo junto a Cesarea de Filipo; «Tú eres Cristo, el Hijo

de Dios vivo» (Mateo 16,16). Indirectamente afirmaba: Tú eres el Hijo de

Dios que se ha hecho Hombre. Pedro no tuvo miedo de decirlo, aunque tales

palabras no provenían de él. Provenían del Padre. «Solamente el Padre

conoce al Hijo y sólo el Hijo conoce al Padre» (cfr. Mateo 1 1 ,27).


 

 

 

«Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto ni

la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (Mateo 16,17).

Pedro pronunció estas palabras en virtud del Espíritu Santo. También la

Iglesia las pronuncia constantemente en virtud del Espíritu Santo.

 

Así pues, Pedro no tuvo miedo de Dios que se había hecho hombre. Sintió

miedo, en cambio, ante el Hijo de Dios como hombre; no acababa de

aceptar que fuese flagelado y coronado de espinas, y al fin crucificado.

Pedro no podía aceptarlo. Le daba miedo. Y por eso Cristo le reprendió

severamente. Sin embargo, no lo rechazó.

 

No rechazó a aquel hombre que tenía buena voluntad y un corazón ardiente,

a aquel hombre que en el Getsemaní empuñaría incluso la espada para

defender a su Maestro. Jesús solamente le dijo: «Satanás os ha buscado -te

ha buscado, pues, también a ti- para cribaros como el trigo; pero yo he

rogado por ti... tú, una vez convertido, confirma en la fe a tus hermanos»

(cfr. Lucas 22,31-32). Cristo no rechazó a Pedro; aceptó complacido su

confesión junto a Cesarea de Filipo y, con el poder del Espíritu Santo, lo

llevó a través de Su Pasión hasta la renuncia de sí mismo.

 

Pedro, como hombre, demostró no ser capaz de seguir a Cristo a todas

partes, y especialmente a la muerte. Después de la Resurrección, sin

embargo, fue el primero que corrió, junto con Juan, al sepulcro, para

comprobar que el Cuerpo de Cristo ya no estaba allí.

 

También después de la Resurrección, Jesús confirmó a Pedro en su misión.

Le dijo de manera significativa: «¡Apacienta mis corderos! [...] Apacienta

mis ovejas!» (Juan 21,15-16). Pero antes le preguntó si Le amaba. Pedro,

que había negado conocer a Cristo, aunque no había dejado de amarLe,

pudo responder: «Tú sabes que te amo» (Juan 21,15); sin embargo, ya no

repitió: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mateo 26,35). Ya

no era una cuestión solamente de Pedro y de sus simples fuerzas humanas;

se había convertido ahora en una cuestión del Espíritu Santo, prometido por

Cristo al que tuviera que hacer las veces de Él sobre la tierra.

 

Efectivamente, el día de Pentecostés, Pedro habló el primero a los israelitas

allí reunidos y a los que habían llegado de diversas partes, recordando la

culpa de quienes clavaron a Cristo en la Cruz, y confirmando la verdad de

Su Resurrección. Exhortó también a la conversión y al Bautismo. Y así,

gracias a la acción del Espíritu Santo, Cristo pudo cor4fiar en Pedro, pudo

apoyarse en él -en él y en todos los demás apóstoles-, como también en

Pablo, que por entonces perseguía aún a los cristianos y odiaba el nombre

de Jesús.

 

Sobre este fondo, un fondo histórico, poco importan expresiones como

Sumo Pontífice, Su Santidad, Santo Padre. Lo que importa es eso que surge

de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Lo importante es lo que

proviene del poder del Espíritu Santo. En este campo, Pedro, y con él los

otros apóstoles, y luego también Pablo después de su conversión, se

transformaron en los auténticos testigos de Cristo, hasta el derramamiento

de sangre.


 

 

 

En definitiva, Pedro es el que no sólo no niega ya nunca más a Cristo, el que

no repite su infausto «No conozco a este hombre» (Mateo 26,72), sino que

es el que ha perseverado en la fe hasta el fin: «Tú eres Cristo, el Hijo de

Dios vivo» (Mateo 16,16). De este modo, ha llegado a ser la «roca», aun si

como hombre, quizá, no era más que arena movediza. Cristo mismo es la

roca, y Cristo edifica Su Iglesia sobre Pedro. Sobre Pedro, Pablo y los

apóstoles. La Iglesia es apostólica en virtud de Cristo.

 

Esta Iglesia confiesa: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Esto confiesa la

Iglesia a través de los siglos, junto con todos los que comparten su fe. Junto

con todos aquellos a quienes el Padre ha revelado al Hijo en el Espíritu

Santo, así como a quienes el Hijo en el Espíritu Santo ha revelado al Padre

(cfr. Mateo 11,25-27).

 

Esta revelación es definitiva, sólo se la puede aceptar o rechazar. Se la

puede aceptar, confesando a Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y

de la tierra, y a Jesucristo, el Hijo, de la misma sustancia que el Padre y el

Espíritu Santo, que es el Señor y da la vida. O bien se puede rechazar todo

esto, y escribir con mayúsculas: «Dios no tiene un Hijo»; «Jesucristo no es

el Hijo de Dios, es solamente uno de los profetas, aunque no el último; es

solamente un hombre.» 

 

¿Se puede uno sorprender de tales posturas cuando sabemos que Pedro

mismo tuvo dificultades a este respecto? Él creía en el Hijo de Dios, pero no

acababa de aceptar que este Hijo de Dios, como hombre, pudiese ser

flagelado, coronado de espinas, y tuviese que morir luego en la cruz.

 

¿Cabe sorprenderse si hasta los que creen en un Dios único, del cual

Abraham fue testigo, encuentran difícil aceptar la fe en un Dios crucificado?

Éstos sostienen que Dios únicamente puede ser potente y grandioso,

absolutamente trascendente y bello en Su poder, santo, e inalcanzable por

el hombre. ¡Dios sólo puede ser así! No puede ser Padre e Hijo y Espíritu

Santo. No puede ser Amor que se da y que permite que se Le vea, que se

Le oiga, que se Le imite como hombre, que se Le ate, que se Le abofetee y

que se Le crucifique. ¡Eso no puede ser Dios...! Así que en el centro mismo

de la gran tradición monoteísta se ha introducido esta profunda

desgarradura.

 

En la Iglesia -edificada sobre la roca que es Cristo- Pedro, los apóstoles y

sus sucesores son testigos de Dios crucificado y resucitado en Cristo. De ese

modo, son testigos de la vida que es más fuerte que la muerte. Son testigos

de Dios que da la vida porque es Amor (cfr. 1 Juan 4,8). Son testigos

porque han visto, oído y tocado con las manos, con los ojos y los oídos de

Pedro, de Juan y de tantos otros. Pero Cristo dijo a Tomás;

«¡Bienaventurados los que, aun sin haber visto, creerán!» (Juan 20,29).

 

Usted, justamente, afirma que el Papa es un misterio. Usted afirma, con

razón, que él es signo de contradicción, que él es una provocación. El

anciano Simeón dijo del propio Cristo que seria «signo de contradicción»

(cfr. Lucas 2,34).


 

 

 

Usted, además, sostiene que frente a una verdad así -o sea, frente al Papa-

hay que elegir, y para muchos esa elección no es fácil. Pero ¿acaso fue fácil

para el mismo Pedro? ¿Lo ha sido para cualquiera de sus sucesores? ¿Es

fácil para el Papa actual? Elegir comporta una iniciativa del hombre. Sin

embargo, Cristo dice: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre, sino

mi Padre» (Mateo 16,17). Esta elección, por tanto, no es solamente una

iniciativa del hombre, es también una acción de Dios, que obra en el

hombre, que revela. Y en virtud de esa acción de Dios, el hombre puede

repetir: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16), y después

puede recitar todo el Credo, que es íntimamente armónico, conforme a la

profunda lógica de la Revelación. El hombre también puede aplicarse a sí

mismo y a los otros las consecuencias que se derivan de la lógica de la fe,

penetradas del esplendor de la verdad; puede hacer todo eso, a pesar de

saber que, a causa de ello, se convertirá en «signo de contradicción».

 

¿Qué le queda a un hombre asíí Solamente las palabras que Jesús dirigió a

los apóstoles: «Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a

vosotros; si han observado mi palabra, observarán también la vuestra»

(Juan 15,20). Por lo tanto: «¡No tengáis miedo!» No tengáis miedo del

misterio de Dios; no tengáis miedo de Su amor; ¡y no tengáis miedo de la

debilidad del hombre ni de su grandeza! El hombre no deja de ser grande ni

siquiera en su debilidad. No tengáis miedo de ser testigos de la dignidad de

toda persona humana, desde el momento de la concepción hasta la hora de

su muerte.

 

Y a propósito de los nombres, añado: el Papa es llamado también Vicario de

Cristo. Este título debe ser visto dentro del contexto total del Evangelio.

Antes de subir al Cielo, Jesús dijo a los apóstoles: «Yo estaré con vosotros

todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). Él, aunque invisible,

está pues personalmente presente en su Iglesia. Y lo está en cada cristiano,

en virtud del Bautismo y de los otros Sacramentos. Por eso, ya en tiempo

de los santos Padres, era costumbre afirmar: Christianus alter Christus («el

cristiano es otro Cristo»), queriendo con eso resaltar la dignidad del

bautizado y su vocación, en Cristo, a la santidad.

 

Cristo, además, cumple una especial presencia en cada sacerdote, quien,

cuando celebra la Eucaristía o administra los Sacramentos, lo hace in

persona Christi.

 

Desde esta perspectiva, la expresión Vicario de Cristo cobra su verdadero

significado. Más que una dignidad, se refiere a un servicio: pretende señalar

las tareas del Papa en la Iglesia, su ministerio petrino, que tiene como fin el

bien de la Iglesia y de los fieles. Lo entendió perfectamente san Gregorio

Magno, quien, de entre todos los títulos relativos a la función del Obispo de

Roma, prefería el de Servus servorum Dei («Siervo de los siervos de Dios»).

 

Por otra parte, no solamente el Papa ostenta este título; todo obispo es

Vicarius Christi para la Iglesia que le ha sido confiada. El Papa lo es para la

Iglesia de Roma y, por medio de ésta, para toda la Iglesia en comunión con

ella, comunión en la fe y comunión institucional, canónica. Si además, con

ese título, se quiere hacer referencia a la dignidad del Obispo de Roma, ésta


 

 

 

no puede ser entendida separándola de la dignidad de todo el colegio

episcopal, a la que está estrechísimamente unida, como lo está también a la

dignidad de cada obispo, de cada sacerdote, y de cada bautizado.

 

¡Y qué grande es la dignidad de las personas consagradas, mujeres y

hombres, que eligen como propia la vocación de realizar la dimensión

esponsal de la Iglesia, esposa de Cristo! Cristo, Redentor del mundo y del

hombre, es el Esposo de la Iglesia y de todos los que están en ella: «el

esposo está con vosotros» (cfr. Mateo 9,15). Una especial tarea del Papa es

la de profesar esta verdad y también la de hacerla en cierto modo presente

en la Iglesia que está en Roma y en toda la Iglesia, en toda la humanidad,

en el mundo entero.

 

Así pues, para disipar en alguna medida sus temores, dictados sin embargo

por una profunda fe, le aconsejaría la lectura de san Agustín, quien solía

repetir: Vobis sum episcopus, vobiscum christianus («Para vosotros soy el

obispo, con vosotros soy un cristiano», cfr. por ej. Sermo 340,1: PL

38,1483). Si se considera esto adecuadamente, significa mucho más

christianus que no episcopus, aunque se trate del Obispo de Roma.

 

-II. REZAR: CÓMO Y POR QUÉ 

 

PREGUNTA 

 

Permítame pedirle que del secreto de Su corazón en Su Dersona -como en

nos confíe al menos un poco . Frente a la convicción de que la de cualquier

Papa- vive el misterio en el que la fe cree, surge espontáneamente la

pregunta: ¿Cómo es capaz de sostener un peso semejante, que desde el

punto de vista humano resulta casi insoportable? Ningún hombre en la

tierra, ni siquiera los más altos representantes de las distintas religiones,

tiene una responsabilidad semejante; nadie está en tan estrecha relación

con Dios mismo, a pesar de Sus precisiones sobre la «corresponsabilidad»

de todos los bautizados, bien que cada uno a su nivel.

 

Santidad, si me lo permite: ¿Cómo se Jesús? ¿Cómo dialoga en la oración

con ese Cristo que entregó a Pedro (para que llegaran hasta Usted, a través

de la sucesión apostólica) las «llaves del Reino de los cielos», confiriéndole

el poder de «atar y desatar» todas las cosas?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Usted hace una pregunta sobre la oración, pregunta al Papa cómo reza. Se

lo agradezco. Quizá convenga iniciar la contestación con lo que san Pablo

escribe en la Carta a los Romanos. El apóstol entra directamente in medias

res cuando dice: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque ni

siquiera sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede

con insistencia por nosotros, con gemidos inefables» (8,26).


 

 

 

¿Qué es la oración? Comúnmente se considera una conversación. En una

conversación hay siempre un «yo» y un «tú». En este caso un Tú con la T

mayúscula. La experiencia de la oración enseña que si inicialmente el «yo»

parece el elemento más importante, uno se da cuenta luego de que en

realidad las cosas son de otro modo. Más importante es el Tú, porque

nuestra oración parte de la iniciativa de Dios. San Pablo en la Carta a los

Romanos enseña exactamente esto. Según el apóstol, la oración refleja toda

la realidad creada, tiene en cierto sentido una función cósmica.

 

El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella, pero

en cuanto guiado por el Espíritu. Se debería meditar detenidamente sobre

este pasaje de la Carta a los Romanos para entrar en el profundo centro de

lo que es la oración. Leamos: «La creación misma espera con impaciencia la

revelación de los hijos de Dios; pues fue sometida a la caducidad -no por su

voluntad, sino por el querer de aquel que la ha sometido-, y fomenta la

esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción,

para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos que

efectivamente toda la creación gime y sufre hasta hoy los dolores del parto;

no sólo ella, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del

Espíritu, gemimos interiormente esperando la adopción de los hijos, la

redención de nuestro cuerpo. Porque en la esperanza hemos sido salvados»

(8,19-24). Y aquí encontramos de nuevo las palabras ya citadas del apóstol:

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera

sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede con

insistencia por nosotros, con gemidos inefables» (8,26).

 

En la oración, pues, el verdadero protagonista es Dios. El protagonista es

Cristo, que constantemente libera la criatura de la esclavitud de la

corrupción y la conduce hacia la libertad, para la gloria de los hijos de Dios.

Protagonista es el Espfiritu Santo, que «viene en ayuda de nuestra

debilidad». Nosotros empezamos a rezar con la impresión de que es una

iniciativa nuestra; en cambio, es siempre una iniciativa de Dios en nosotros.

Es exactamente así, como escribe san Pablo. Esta iniciativa nos reintegra en

nuestra verdadera humanidad, nos reintegra en nuestra especial dignidad.

Sí, nos introduce en la superior dignidad de los hijos de Dios, hijos de Dios

que son lo que toda la creación espera.

 

Se puede y se debe rezar de varios modos, como la Biblia nos enseña con

abundantes ejemplos. El Libro de los Sal mos es insustituible. Hay que rezar

con «gemidos inefables» para entrar en el ritmo de las súplicas del Espíritu

mismo. Hay que implorar para obtener el perdón, integrándose en el

profundo grito de Cristo Redentor (cfr. Hebreos 5,7). Y a través de todo esto

hay que proclamar la gloria. La oración siempre es un opus gloriae (obra,

trabajo de gloria). El hombre es sacerdote de la creación. Cristo ha

confirmado para él una vocación y dignidad tales. La criatura realiza su opus

gloriae por el mero hecho de ser lo que es, y por medio del esfuerzo de

llegar a ser lo que debe ser.

 

También la ciencia y la técnica sirven en cierto modo al mismo fin. Sin

embargo, en cuanto obras del hombre, pueden desviarse de este fin. Ese

riesgo está particularmente presente en nuestra civilización que, por eso,


 

 

 

encuentra tan difícil ser la civilización de la vida y del amor. Falta en ella el

opus gloriae, que es el destino fundamental de toda criatura, y sobre todo

del hombre, el cual ha sido creado para llegar a ser, en Cristo, sacerdote,

profeta y rey de toda terrena criatura.

 

Sobre la oración se ha escrito muchísimo y, aún más, se ha experimentado

en la historia del género humano, de modo especial en la historia de Israel y

en la del cristianismo. El hombre alcanza la plenitud de la oración no cuando

se expresa principalmente a sí mismo, sino cuando permite que en ella se

haga más plenamente presente el propio Dios. Lo testimonia la historia de

la oración mística en Oriente y en Occidente: san Francisco de Asís, santa

Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola y, en Oriente,

por ejemplo, san Serafín de Sarov y muchos otros.

 

 

 

 

-III. LA ORACIÓN DEL «VICARIO DE CRISTO» 

 

PREGUNTA 

 

Después de estas precisiones, necesarias, sobre la oración cristiana,

permítame que vuelva a la pregunta precedente: ¿Cómo -y por quiénes y

por qué- reza el Papa?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

¡Habría que preguntárselo al Espíritu Santo! El Papa reza tal como el

Espiritu Santo le permite rezar. Pienso que debe rezar de manera que,

profundizando en el misterio revelado en Cristo, pueda cumplir mejor su

ministerio. Y el Espíritu Santo ciertamente le guía en esto. Basta solamente

que el hombre no ponga obstáculos. «El Espíritu Santo viene en ayuda de

nuestra debilidad.» 

 

¿Por qué reza el Papa? ¿Con qué se llena el espacio interior de su oración?

 

Gaudium et spes, luctus et angor hominum huius temporis, alegrías y

esperanzas, tristezas y angustias de los hombres de hoy son el objeto de la

oración del Papa. (Éstas son las palabras con que se inicia el último

documento del Concilio Vaticano II, la Constitución pastoral sobre la Iglesia

en el mundo contemporáneo.) 

 

Evangelio quiere decir buena noticia, y la Buena Noticia es siempre una

invitación a la alegrza. ¿Qué es el Evangelio? Es una gran afirmación del

mundo y del hombre, porque es la revelación de la verdad de su Dios. Dios

es la primera fuente de alegrza y de esperanza para el hombre. Un Dios tal

como nos lo ha revelado Cristo. Dios es Creador y Padre; Dios, que «amó


 

 

 

tanto al mundo hasta entregar a su Hijo unigénito, para que el hombre no

muera, sino que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16).

 

Evangelio es, antes que ninguna otra cosa, la alegría de la creación. Dios, al

crear, ve que lo que crea es bueno (cfr. Juan 1,1-25), que es fuente de

alegría para todas las criaturas, y en sumo grado lo es para el hombre. Dios

Creador parece decir a toda la creación: «Es bueno que tú existas.» Y esta

alegría Suya se transmite especialmente mediante la Buena Noticia, según

la cual el bien es más grande que todo lo que en el mundo hay de mal. El

mal no es ni fundamental ni definitivo. También en este punto el

cristianismo se distingue de modo tajante de cualquier forma de pesimismo

existencial.

 

La creación ha sido dada y confiada como tarea al hombre con el fin de que

constituya para él no una fuente de sufrimientos, sino para que sea el

fundamento de una existencia creativa en el mundo. Un hombre que cree en

la bondad esencial de las criaturas está en condiciones de descubrir todos

los secretos de la creación, de perfeccionar continuamente la obra que Dios

le ha asignado. Para quien acoge la Revelación, y en particular el Evangelio,

tiene que resultar obvio que es mejor existir que no existir; y por eso en el

horizonte del Evangelio no hay sitio para ningún nirvana, para ninguna

apatía o resignación. Hay, en cambio, un gran reto para perfeccionar todo lo

que ha sido creado, tanto a uno mismo como al mundo.

 

Esta alegría esencial de la creación se completa a su vez con la alegría de la

Salvación, con la alegria de la Redención. El Evangelio es en primer lugar

una gran alegría por la salvación del hombre. El Creador del hombre es

también su Redentor. La salvación no sólo se enfrenta con el mal en todas

las formas de su existir en el mundo, sino que proclama la victoria sobre el

mal. «Yo he vencido al mundo», dice Cristo (cfr. Juan 16,33). Son palabras

que tienen su plena garantía en el Misterio pascual, en el suceso de la

Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Durante la vigilia de Pascua, la

Iglesia canta como transportada: O felix culpa, quae talem ac tantum meruit

habere Redemptorem («¡Oh feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan

gran Redentor!» Exultet).

 

El motivo de nuestra alegría es pues tener la fuerza con la que derrotar el

mal, y es recibir la filiación divina, que constituye la esencia de la Buena

Nueva. Este poder lo da Dios al hombre en Cristo. «El Hijo unigénito viene al

mundo no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve del mal»

(cfr. Juan 3,17).

 

La obra de la Redención es la elevación de la obra de la Creación a un nuevo

nivel. Lo que ha sido creado queda penetrado por una santificación

redentora, más aún, por una divinización, queda como atraído por la órbita

de la divinidad y de la vida íntima de Dios. En esta dimensión es vencida la

fuerza destructiva del pecado. La vida indestructible, que se revela en la

Resurrección de Cristo, «se traga», por así decir, la muerte. «¿Dónde está,

oh muerte, tu victoria?», pregunta el apóstol Pablo fijando su mirada en

Cristo resucitado (1 Corintios 15,55).


 

 

 

El Papa, que es testigo de Cristo y ministro de la Buena Nueva, es por eso

mismo hombre de alegría y hombre de esperanza, hombre de esta

fundamental afirmación del valor de la existencia, del valor de la Creación y

de la esperanza en la vida futura. Naturalmente, no se trata ni de una

alegría ingenua ni de una esperanza vana. La alegría de la victoria sobre el

mal no ofusca la conciencia realista de la existencia del mal en el mundo y

en todo hombre. Es más, incluso la agudiza. El Evangelio enseña a llamar

por su nombre el bien y el mal, pero enseña también que «se puede y se

debe vencer el mal con el bien» (cfr. Romanos 12,21).

 

La moral cristiana tiene su plena expresión en esto. Sin embargo, si está

dirigida con tanta fuerza hacia los valores más altos, si trae consigo una

afirmación tan universal del bien, no puede por menos de ser también

extraordinariamente exigente. El bien, de hecho, no es fácil, sino que

siempre es esa «senda estrecha» de la que Cristo habla en el Evangelio (cfr.

Mateo 7,14). Así pues, la alegría del bien y la esperanza de su triun,fo en el

hombre y en el mundo no excluyen el temor de perder este bien, de que

esta esperanza se vacze de contenido.

 

Sí, el Papa, como todo cristiano, debe tener una conciencia particularmente

clara de los peligros a los que está sujeta la vida del hombre en el mundo y

en su futuro a lo largo del tiempo, como también en su futuro final, eterno,

escatológico. La conciencia de tales peligros, sin embargo, no genera

pesimismo, sino que lleva a la lucha por la victoria del bien en cualquier

campo. Y esta lucha por la victoria del bien en el hombre y en el mundo

provoca la necesidad de rezar.

 

La oración del Papa tiene, no obstante, una dimensión especial. La solicitud

por todas las Iglesias impone cada día al Pontífice peregrinar por el mundo

entero rezando con el pensamiento y con el corazón. Queda perfilada así

una especie de geografía de la oración del Papa. Es la geografía de las

comunidades, de las Iglesias, de las sociedades y también de los problemas

que angustian al mundo contemporáneo. En este sentido el Papa es llamado

a una oración universal en la que la sollicitudo omnium Ecclesiarum («la

preocupación por todas las Iglesias»; 2 Corintios 11,28) le permite exponer

ante Dios todas las alegrías y las esperanzas y, al mismo tiempo, las

tristezas y preocupaciones que la Iglesia comparte con la humanidad

contemporanea.

 

Se podría también hablar de la oración de nuestro tiempo, de la oración del

siglo xx. El año 2000 supone una especie de desafío. Hay que mirar la

inmensidad del bien que ha brotado del misterio de la Encarnación del Verbo

y, al mismo tiempo, no permitir que se nos desdibuje el misterio del pecado,

que se expande a continuación. San Pablo escribe que «allí donde abundó el

pecado»      (ubi      abundavit       peccatum),      «sobreabundó        la     gracia»

(superabundavit gratia) (Romanos 5,20).

 

Esta profunda verdad renueva de modo permanente el desafío de la oración.

Muestra lo necesaria que es para el mundo y para la Iglesia, porque en

definitiva supone la manera más simple de hacer presente a Dios y Su amor

salvífico en el mundo. Dios ha confiado a los hombres su misma salvación,


 

 

 

ha confiado a los hombres la Iglesia, y, en la Iglesia, toda la obra salvífica

de Cristo. Ha confiado a cada uno cada individuo y el conjunto de los seres

humanos. Ha confiado a cada uno todos, y a todos cada uno. Tal conciencia

debe hallar eco constante en la oración de la Iglesia y en la oración del Papa

en particular.

 

Todos somos «hijos de la promesa» (Gálatas 4,28). Cristo decía a los

apóstoles: «Tened confianza, Yo he vencido al mundo» (Juan 16,33). Pero

también preguntaba: «El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará aún

fe sobre la tierra?» (Lucas 18,8). De aquí nace la dimensión misionera de la

oración de la Iglesia y del Papa.

 

La Iglesia reza para que, en todas partes, se cumpla la obra de la salvación

por medio de Cristo. Reza para poder vivir, ella también, constantemente

dedicada a la misión recibida por Dios. Tal misión define en cierto sentido su

misma esencia, como ha recordado el Concilio Vaticano II.

 

La Iglesia y el Papa rezan, pues, por las personas a las que debe ser

confiada de modo particular esa misión, rezan por las vocaciones, no

solamente sacerdotales y religiosas, sino también por las muchas

vocaciones a la santidad entre el pueblo de Dios, en medio del laicado.

 

La Iglesia reza por los que sufren. El sufrimiento es siempre una gran

prueba no sólo para las fuerzas físicas, sino también para las espirituales. La

verdad paulina sobre ese «completar los sufrimientos de Cristo» (cfr.

Colosenses 1,24) es parte del Evangelio. Está ahí contenida esa alegría y

esa esperanza que son esenciales al Evangelio; pero el hombre no puede

traspasar el umbral de esa verdad si no lo atrae el mismo Espíritu Santo. La

oración por los que surren y con los que surren es, pues, una parte muy

especial de este gran grito que la Iglesia y el Papa alzan junto con Cristo. Es

el grito por la victoria del bien incluso a través del mal, por medio del

sufrimiento, por medio de toda culpa e injusticia humanas.

 

Finalmente, la Iglesia reza por los difuntos, y esta oración dice mucho sobre

la realidad de la misma Iglesia. Dice que la Iglesia está firme en la

esperanza de la vida eterna. La oración por los difuntos es como un

combate con la realidad de la muerte y de la destrucción, que hacen

gravosa la existencia del hombre sobre la tierra. Es y sigue siendo esta

oración una especial revelación de la Resurrección. Esa oración es Cristo

mismo que da testimonio de la vida y de la inmortalidad, a la que Dios llama

a cada hombre.

 

La oración es una búsqueda de Dios, pero también es revelación de Dios. A

través de ella Dios se revela como Creador y Padre, como Redentor y

Salvador, como Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de

Dios» (1 Corintios 2,10) y, sobre todo, «los secretos de los corazones

humanos» (cfr. Salmo 44(43),22). A través de la oración, Dios se revela en

primer lugar como Misericordia, es decir, como Amor que va al encuentro

del hombre que sufre. Amor que sostiene, que levanta, que invita a la

confianza. La victoria del bien en el mundo está unida de modo orgánico a


 

 

 

esta verdad: un hombre que reza profesa esta verdad y, en cierto sentido,

hace presente a Dios que es Amor misericordioso en medio del mundo.

 

}}-IV. ¿HAY DE VERDAD UN DIOS EN EL CIELO?

 

La fe de esos cristianos católicos de quienes Usted es pastor y maestro (bien

que como «Vice» del único Pastor y Maestro) tiene tres «grados», tres

«niveles», unidos los unos a los otros: Dios, Jesucristo, la Iglesia.

 

Todo cristiano cree que Dios existe.

 

Todo cristiano cree que ese Dios no sólo ha hablado, sino que ha asumido la

carne del hombre siendo una de las figuras de la historia, en tiempos del

Imperio romano: Jesús de Nazaret.

 

Pero, entre los cristianos, un católico va más allá: cree que ese Dios, que

ese Cristo, vive y actúa -como en un «cuerpo», para usar uno de los

términos del Nuevo Testamento- en la Iglesia cuya Cabeza visible en la

tierra es ahora Usted, el Obispo de Roma.

 

La fe, por supuesto, es un don, una gracia divina; pero también la razón es

un don divino. Según las antiguas exhortaciones de los santos y doctores de

la Iglesia, el cristiano «cree para entender»; pero está también llamado a

«entender para creer».

 

Comencemos, pues, por el principio. Santidad, situándonos en una

perspectiva sólo humana -si eso es posible, al menos momentáneamente-,

¿puede el hombre, y cómo, llegar a la convicción de que Dios

verdaderamente existe?

 

Su pregunta se refiere, a fin de cuentas, a la distinción pascaliana entre el

Absoluto, es decir, el Dios de los filósofos (los libertins racionalistas), y el

Dios de Jesucristo y, antes, el Dios de los patriarcas, desde Abraham a

Moisés. Solamente este segundo es el Dios vivo. El primero es fruto del

pensamiento humano, de la especulación humana, que, sin embargo, está

en condiciones de poder decir algo válido sobre Él, como la Constitución

conciliar sobre la Divina Revelación, la Dei Verbum, ha recordado (n. 3).

Todos los argumentos racionales, a fin de cuentas, siguen el camino

indicado por el Libro de la Sabiduria y por la Carta a los Romanos: van del

mundo visible al Absoluto invisible.

 

Por esa misma vía proceden de modo distinto Aristóteles y Platón. La

tradición cristiana anterior a Tomás de Aquino, y por tanto también Agustín,

estuvo primero ligada a Platón, del cual, sin embargo, se distanció, y

justamente: para los cristianos el Absoluto filosófico, considerado como

Primer Ser o como Supremo Bien, no revestía mucho significado. ¿Para qué

entrar en las especulaciones filosóficas sobre Dios -se preguntaban- si el

Dios vivo había hablado, no solamente por medio de los profetas, sino

también por medio de su propio Hijo? La teología de los Padres,

especialmente en Oriente, se distancia cada vez más de Platón y, en


 

 

 

general, de los filósofos. La misma filosofía, en el cristianismo del Oriente

europeo, acaba por resolverse en una teología (así por ejemplo, en los

tiempos modernos, con Vladimir Soloviev).

 

Santo Tomás, en cambio, no abandona la vía de los filósofos. Inicia la

Summa Theologiae con la pregunta: An Deus sit?, («¿Dios existe?», cfr. I,

q. 2, a. 3). La misma pregunta que usted me hace. Esa pregunta ha

demostrado ser muy útil. No solamente ha creado la teodicea, sino que toda

la civilización occidental, que es considerada como la más desarrollada, ha

seguido acorde con esta pregunta. Y si hoy la Summa Theologiae, por

desgracia, se ha dejado un poco de lado, su pregunta inicial sigue en pie, y

continúa resonando en nuestra civilización.

 

Llegados a este punto, hay que citar un párrafo completo de la Gaudium et

Spes del Concilio Vaticano II: «Realmente, los desequilibrios que sufre el

mundo moderno están ligados a ese otro desequilibrio fundamental que

hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que

combaten en el propio interior del hombre. Por una parte, como criatura, el

hombre experimenta múltiples limitaciones; por otra, se siente, sin

embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por

muchos otros deseos, tiene que elegir alguno y renunciar a otros. Además,

como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere, y deja de

hacer lo que quería llevar a cabo. Por ello sufre en sí mismo una división, de

la que provienen tantas y tan graves discordias en la sociedad. [...]. A pesar

de eso, ante la actual evolución del mundo, son cada dia más numerosos los

que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones

más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del

mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, todavía subsisten?

¿Qué valen estas conquistas logradas a tan alto precio? ¿Qué aporta el

hombre a la sociedad, y qué puede esperarse de ella? ¿Qué habrá después

de esta vida? Esto: la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por

todos, da siempre al hombre, mediante su Espíritu, luz y fuerza para

responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado en la tierra otro

nombre a los hombres por el que puedan salvarse. Cree igualmente que la

clave, el centro y el fin del hombre y de toda la historia humana se

encuentran en su Señor y Maestro» (GS 10).

 

Este pasaje conciliar tiene una riqueza inmensa. Se advierte claramente que

la respuesta a la pregunta An Deus sit? no es sólo una cuestión que afecte

al intelecto; es, al mismo tiempo, una cuestión que abarca toda la existencia

humana. Depende de múltiples situaciones en las que el hombre busca el

significado y el sentido de la propia existencia. El interrogante sobre la

existencia de Dios está íntimamente unido a la finalidad de la existencia

humana. No es solamente una cuestión del intelecto, sino también una

cuestión de la voluntad del hombre, más aún, es una cuestión del corazón

humano (las raisons du cceur de Blas Pascal). Pienso que es injusto

considerar que la postura de santo Tomás se agote en el solo ámbito

racional. Hay que dar la razón, es verdad, a Étienne Gilson cuando dice con

Tomás que el intelecto es la creación más maravillosa de Dios; pero eso no

significa en absoluto ceder a un racionalismo unilateral. Tomás es el

esclarecedor de toda la riqueza y complejidad de todo ser creado, y


 

 

 

especialmente del ser humano. No es justo que su pensamiento se haya

arrinconado en este período posconciliar; él, realmente, no ha dejado de ser

el maestro del universalismo filosó.fico y teológico. En este contexto deben

ser leídas sus quinque viae, es decir, las cinco vías que llevan a responder a

la pregunta: An Deus sit?

 

-V. «PRUEBAS», PERO ¿TODAVÍA SON VÁLIDAS?

 

 

 

 

PREGUNTA 

 

Permítame una pequeña pausa. No discuto, es obvio, sobre la validez

filosóflca, teorética, de todo lo que acaba de exponer; pero ¿esta manera de

argumentar tiene todavía un significado concreto para el hombre de hoy?

¿Tiene sentido que se pregunte sobre Dios, Su existencia, Su esencia?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Diría que hoy más que nunca; por supuesto, más que en otras épocas,

incluso recientes. La mentalidad positivista, que se desarrolló con mucha

fuerza entre los siglos XIX Y XX, hoy va, en cierto sentido, de retirada. El

hombre contemporáneo está redescubriendo lo sacrum, si bien no siempre

sabe llamarlo por su nombre.

 

 

 

 

El positivismo no fue solamente una filosofía, ni sólo una metodología; fue

una de esas escuelas de la sospecha que la época moderna ha visto florecer

y prosperar. ¿El hombre es realmente capaz de conocer algo más de lo que

ven sus ojos u oyen sus oídos? ¿Existe otra ciencia además del saber

rigurosamente empírico? ¿La capacidad de la razón humana está totalmente

sometida a los sentidos, e interiormente dirigida por las leyes de la

matemática, que han demostrado ser particularmente útiles para ordenar

los fenómenos de manera racional, además de para orientar los procesos

del progreso técnico?

 

Si se entra en la óptica positivista, conceptos como por ejemplo Dios o alma

resultan sencillamente carentes de sentido. Nada corresponde a esos

conceptos en el ámbito de la experiencia sensorial.

 

Esta óptica, al menos en algunos campos, es la que está actualmente en

retirada. Se puede constatar esto incluso comparando entre sí las primeras

y las sucesivas obras de Ludwig Wittgenstein, el filósofo austriaco de la

primera mitad de nuestro siglo.


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