¡Dios te salve María!
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Nadie, por otra parte, se sorprende por el hecho de que el conocimiento humano sea, inicialmente, un conocimiento sensorial. Ningún clásico de la filosofía, ni Platón ni Aristóteles, lo ponía en duda. El realismo cognoscitivo, tanto el llamado realismo ingenuo como el realismo crítico, afirma unánimemente que nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu («nada está en el intelecto que no haya estado antes en el sentido»). Sin embargo, los límites de tal sensus no son exclusivamente sensoriales. Sabemos, efectivamente, que el hombre conoce no sólo los colores, los sonidos o las formas, sino que conoce los objetos globalmente; por ejemplo, no conoce sólo un conjunto de cualidades referentes al objeto «hombre», sino que también conoce al hombre en sí mismo (sí, al hombre como persona). Conoce, por tanto, verdades extrasensoriales o, en otras palabras, transempíricas. No se puede tampoco afirmar que lo que es transempírico deje de ser empírico. De este modo, puede hablarse con todo fundamento de experiencia humana, de experiencia moral, o bien de experiencia religiosa. Y si es posible hablar de tales experiencias, es difícil negar que, en la órbita de las experiencias humanas, se encuentren asimismo el bien y el mal, se encuentren la verdad y la belleza, se encuentre también Dios. En Sí mismo, Dios ciertamente no es objeto empírico, no cae bajo la experiencia sensible humana; es lo que, a su modo, subraya la misma Sagrada Escritura: «a Dios nadie lo ha visto nunca ni lo puede ver» (cfr. Juan 1,18). Si Dios es objeto de conocimiento, lo es -como enseñan concordemente el Libro de la Sabiduría y la Carta a los Romanos- sobre la base de la experiencia que el hombre tiene, sea del mundo visible sea del mundo interior. Por aquí, por la experiencia ética, se adentra Emmanuel Kant, abandonando la antigua vía de los libros bíblicos mencionados y de santo Tomás de Aquino. El hombre se reconoce a sí mismo como un ser ético, capaz de actuar según los criterios del bien y del mal, y no solamente según la utilidad y el placer. Se reconoce también a sí mismo como un ser religioso, capaz de ponerse en contacto con Dios. La oración -de la que se ha hablado anteriormente- es, en cierto sentido, la primera prueba de esta realidad. El pensamiento contemporáneo, al alejarse de las convicciones positivistas, ha hecho notables avances en el descubrimiento, cada vez más completo, del hombre, al reconocer, entre otras cosas, el valor del lenguaje metafórico y simbólico. La hermenéutica contemporánea -tal como se encuentra, por ejemplo, en las obras de Paul Ricoeur o, de otro modo, en las de Emmanuel Lévinas- nos muestra desde nuevas perspectivas la verdad del mundo y del hombre. En la misma medida que el positivismo nos aleja de esta comprensión más completa, y, en cierto sentido, nos excluye de ella, la hermenéutica, que ahonda en el significado del lenguaje simbólico, nos permite reencontrarla e incluso, en cierto modo, profundizar en ella. Esto está dicho, obviamente, sin querer negar en absoluto la capacidad de la razón para proponer enunciados conceptuales verdaderos sobre Dios y sobre las verdades de fe. Por eso, para el pensamiento contemporáneo es tan importante la filosofía de la religión; por ejemplo, la de Mircea Eliade y, entre nosotros, en Polonia, la del arzobispo Marian Jaworski y la de la escuela de Lublin. Somos testigos de un significativo retorno a la metafisica a;los oJ?a del ser) a través de una antropología integral. No se puede pensar adecuadamente sobre el hombre sin hacer referencia, constitutiva para él, a Dios. Y lo que santo Tomás definía como actus essendi con el lenguaje de la filosofía de la existencia, la filosofía de la religión lo expresa con las categorías de la experiencia antropológica. A esta experiencia han contribuido mucho los filósofos del diálogo, como Martin Buber o el ya citado Lévinas. Y nos encontramos ya muy cerca de santo Tomás, pero el camino pasa no tanto a través del ser y de la existencia como a través de las personas y de su relación mutua, a través del «yo» y el «tú». Ésta es una dimensión fundamental de la existencia del hombre, que es siempre una coexistencia. ¿Dónde han aprendido esto los filósofos del diálogo? Lo han aprendido en primer lugar de la experiencia de la Biblia. La vida humana entera es un «coexistir» en la dimensión cotidiana -«tú» y «yo»- y también en la dimensión absoluta y definitiva: «yo» «Tú». La tradición bíblica gira entorno a este TÚ, que en primer lugar es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de los Padres, y después el Dios de Jesucristo y de los apóstoles, el Dios de nuestra fe. Nuestra fe es profundamente antropológica, está enraizada constitutivamente en la coexistencia, en la comunidad del pueblo de Dios, y en la comunión con ese eterno TÚ. Una coexistencia así es esencial para nuestra tradición judeocristiana, y proviene de la iniciativa del mismo Dios. Está en la línea de la Creación, de la que es su prolongación, y al mismo tiempo es -como enseña san Pablo«la eterna elección del hombre en el Verbo que es el Hijo» (cfr. Efesios 1,4). -VI. SI EXISTE, ¿POR QUÉ SE ESCONDE? PREGUNTA Dios, o sea, el Dios bíblico, existe. Pero entonces acaso sea comprensible la protesta de muchos, tanto de ayer como de hoy: ¿Por qué no se manifiesta más claramente? ¿Por qué no da pruebas tangibles y accesibles a todos de Su existencia? ¿Por qué Su misteriosa estrategia parece la de jugar a esconderse de Sus criaturas? Existen razones para creer, de acuerdo; pero -como muestra la experiencia de la historia- hay también razones para dudar, e incluso para negar. ¿No sería más sencillo que Su existencia fuera evidente? RESPUESTA Pienso que las preguntas que usted plantea -y que, por otra parte, son las de tantos otros- no se refieren ni a santo Tomás ni a san Agustín, ni a toda la gran tradición judeocristiana. Me parece que apuntan más bien hacia otro terreno, el puramente racionalista, que es propio de la filosofía moderna, cuya historia se inicia con , quien, por así decirlo, desgajó el pensar del existir y lo identificó con la razón misma: Cogito, ergo sum («Pienso, luego existo»). ¡Qué distinta es la postura de santo Tomás, para quien no es el pensamiento el que decide la existencia, sino que es la existencia, el esse, lo que decide el pensar! Pienso del modo que pienso porque soy el que soy- es decir, una criatura- y porque Él es El que es, es decir, el absoluto Misterio increado. Si Él no fuese Misterio, no habría necesidad de la Revelación o, mejor, hablando de modo más riguroso, de la autorrevelación de Dios. Si el hombre, con su intelecto creado y con las limitaciones de la propia subjetividad, pudiese superar la distancia que separa la creación del Creador, el ser contingente y no necesario del Ser necesario «el que no es» -según la conocida expresión dirigida por Cristo a santa Catalina de Siena- de «Aquel que es» (cfr. Raimundo de Capua, Legenda maior, I,10,92), sólo entonces sus preguntas estarían fundadas. Los pensamientos que le inquietan, y que aparecen en sus libros, están expresados por una serie de preguntas que no son solamente suyas; usted quiere erigirse en portavoz de los hombres de nuestra época, poniéndose a su lado en los caminos -a veces difíciles e intrincados, a veces aparentemente sin salida- de la búsqueda de Dios. Su inquietud se expresa en la pregunta: ¿Por qué no hay pruebas más seguras de la existencia de Dios? ¿Por qué Él parece esconderse, como si jugara con Su criatura? ¿No deberá ser todo mucho más sencillo? ¿Su existencia no debería ser algo evidente? Son preguntas que pertenecen al repertorio del agnosticismo contemporáneo. El agnosticismo no es ateísmo, no es un ateísmo programático, como lo eran el ateísmo marxista y, en otro contexto, el ateísmo de la época del iluminismo. Con todo, sus preguntas contienen formulaciones en las que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Cuando usted habla del Dios que se esconde, usa casi el mismo lenguaje de Moisés, que deseaba ver a Dios cara a cara, pero no pudo ver más que «sus espaldas» (cfr. Éxodo 33,23). ¿No está aquí indicado el conocimiento a través de la Creación? Cuando después habla de «juego», me hace recordar las palabras del Libro de los Proverbios, que presenta la Sabiduría ocupada en «recrearse con los hijos de los hombres por el orbe de la tierra» (cfr. Proverbios 8,31). ¿No significa esto que la Sabiduría de Dios se da a las criaturas pero, al mismo tiempo, no desvela del todo Su misterio? La autorrevelación de Dios se actualiza en concreto en Su «humanizarse». De nuevo la gran tentación es la de hacer, según palabras de Ludwig Feuerbach, la clásica reducción de lo que es divino a lo que es humano. Las palabras son de Feuerbach, de quien toma orientación el ateísmo marxista, pero -ut minus sapiens («voy a decir una locura», cfr. 2 Corintios 11,23)- la provocación proviene de Dios mismo, puesto que Él realmente se ha hecho hombre en Su Hijo y ha nacido de la Virgen. Precisamente en este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la historia del hombre alcanza su cenit: la revelación del Dios invisible en la visible humanidad de Cristo. Aun el día antes de la Pasión, los apóstoles preguntaban a Cristo: «Muéstranos al Padre» (Juan 14,8). Su respuesta sigue siendo una respuesta clave: «¿Cómo podéis decir: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? [...] Si no, creed por las obras mismas. Yo y el Padre somos una sola cosa» (cfr. Juan 14,9-11 y 10,30). Las palabras de Cristo van muy lejos. Tenemos casi que habérnoslas con aquella experiencia directa a la que aspira el hombre contemporáneo. Pero esta inmediatez no es el conocimiento de Dios «cara a cara» (1 Corintios 13,12), no es el conocimiento de Dios como Dios. Intentemos ser imparciales en nuestro razonamiento: ¿Podía Dios ir más allá en Su condescendencia, en Su acercamiento al hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas? Verdaderamente, parece que haya ido todo lo lejos que era posible. Más allá no podía ir. En cierto sentido, ¡Dios ha ido demasiado lejos! ¿Cristo no fue acaso «escándalo para los judíos, y necedad para los paganos»? (1 Corintios 1,23). Precisamente porque llamaba a Dios Padre suyo, porque lo manifestaba tan abiertamente en Sí mismo, no podía dejar de causar la impresión de que era demasiado... El hombre ya no estaba en condiciones de soportar tal cercanía, y comenzaron las protestas. Esta gran protesta tiene nombres concretos: primero se llama Sinagoga, y después Islam. Ninguno de los dos puede aceptar un Dios así de humano. «Esto no conviene a Dios -protestan-. Debe permanecer absolutamente trascendente, debe permanecer como pura Majestad. Por supuesto, Majestad llena de misericordia, pero no hasta el punto de pagar las culpas de la propia criatura, sus pecados.» Desde una cierta óptica es justo decir que Dios se ha desvelado al hombre incluso demasiado en lo que tiene de más divino, en lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en el propio Misterio. No ha considerado el hecho de que tal desvelamiento Lo habría en cierto modo oscurecido a los ojos del hombre, porque el hombre no es capaz de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser así invadido y superado. Sí, el hombre sabe que Dios es Aquel en el que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hechos de los Apóstoles 17,28); pero ¿por qué eso ha tenido que ser confirmado por Su Muerte y Resurrección? Sin embargo, san Pablo escribe: «Pero si Cristo no ha resucitado, entonces es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe» (1 Corintios 15,14). }}-VII. JESÚS-DIOS: ¿NO ES UNA PRETENSIÓN EXCESIVA? PREGUNTA Del «problema» de Dios pasemos directamente al «problema» de Jesús, como además Usted ya ha empezado a hacer. ¿Por qué Jesús no podría ser solamente un sabio, como Sócrates, o un profeta, como Mahoma, o un iluminado, como Buda? ¿Cómo mantener esa inaudita certeza de que este hebreo condenado a muerte en una oscura provincia es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza que el Padre? Esta pretensión cristiana no tiene parangón, por su radicalidad, con ninguna otra creencia religiosa. San Pablo mismo la define como «escándalo y locura». RESPUESTA San Pablo está profundamente convencido de que Cristo es absolutamente original, de que es único e irrepetible. Si fuese solamente un sabio, como Sócrates, si fuese un «profeta", como Mahoma, si fuese un «iluminado», como Buda, no sería sin duda lo que es. Y es el único mediador entre Dios y los hombres. Es Mediador por el hecho de ser Dios-hombre. Lleva en sí mismo todo el mundo íntimo de la divinidad, todo el Misterio trinitariO y a la vez el misterio de la vida en el tiempo y en la inmortalidad. Es hombre verdadero. En Él lo divino no se confunde con lo humano. Sigue siendo algo esencialmente divino. ¡Pero Cristo, al mismo tiempo, es tan humano...! Gracias a esto todo el mundo de los hombres, toda la historia de la humanidad encuentra en Él su expresión ante Dios. Y no ante un Dios lejano, inalcanzable, sino ante un Dios que está en Él, más aún, que es Él mismo. Esto no existe en ninguna otra religión ni, mucho menos, en ninguna filosofía. ¡Cristo es irrepetible! No habla solamente, como Mahoma, promulgando principios de disciplina religiosa, a los que deben atenerse todos los adoradores de Dios. Cristo tampoco es simplemente un sabio en el sentido en que lo fue Sócrates, cuya libre aceptación de la muerte en nombre de la verdad tiene, sin embargo, rasgos que se asemejan al sacrificio de la Cruz. Menos aún es semejante a Buda, con su negación de todo lo creado. Buda tiene razón cuando no ve la posibilidad de la salvación del hombre en la creación, pero se equivoca cuando por ese motivo niega a todo lo creado cualquier valor para el hombre. Cristo no hace esto ni puede hacerlo, porque es testigo eterno del Padre y de ese amor que el Padre tiene por Su criatura desde el comienzo. El Creador, desde el comienzo, ve un múltiple bien en lo creado, lo ve especialmente en el hombre formado a Su imagen y semejanza; ve ese bien, en cierto sentido, a través del Hijo encarnado. Lo ve como una tarea para Su Hijo y para todas las criaturas racionales. Esforzándonos hasta el límite de la visión divina, podremos decir que Dios ve este bien de modo especial a través de la Pasión y Muerte del Hijo. Este bien será confirmado por la Resurrección que, realmente, es el principio de una creación nueva, del reencuentro en Dios de todo lo creado, del definitivo destino de todas las criaturas. Y tal destino se expresa en el hecho de que Dios será «todo en todos» (1 Corintios 15,28). Cristo, desde el comienzo, está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. Y también en el centro del Magisterio y de la teología. En cuanto al Magisterio, hay que referirse a todo el primer milenio, empezando por el primer Concilio de Nicea, siguiendo con los de Éfeso y Calcedonia, y luego hasta el segundo Concilio de Nicea, que es la consecuencia de los precedentes. Todos los concilios del primer milenio giran en torno al misterio de la Santísima Trinidad, comprendida la procesión del Espíritu Santo; pero todos, en su raíz, son cristológicos. Desde que Pedro confesó: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16,16), Cristo está en el centro de la fe y de la vida de los cristianos, en el centro de su testimonio, que no pocas veces ha llegado hasta la efusión de sangre. Gracias a esta fe, la Iglesia conoció una creciente expansión, a pesar de las persecuciones. La fe cristianizó progresivamente el mundo antiguo. Y si más tarde surgió la amenaza del arrianismo, la verdadera fe en Cristo, Dios- hombre, según la confesión de Pedro junto a Cesarea de Filipo, no dejó de ser el centro de la vida, del testimonio, del culto y de la liturgia. Se podría hablar de una concentración cristológica del cristianismo, que se produjo ya desde el inicio. Esto se refiere en primer lugar a la fe y se refiere a la tradición viva de la Iglesia. Una expresión peculiar suya tanto en el culto mariano como en la mariología es: «Fue concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen» (Credo). La marianidad y la mariología de la Iglesia no son más que otro aspecto de la citada concentración cristológica. Sí, no hay que cansarse de repetirlo. A pesar de algunos aspectos convergentes, Cristo no se parece ni a Mahoma ni a Sócrates ni a Buda. Es del todo original e irrepetible. La originalidad de Cristo, señalada en las palabras pronunciadas por Pedro junto a Cesarea de Filipo, constituye el centro de la fe de la Iglesia expresada en el Símbolo: «Yo creo en Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra; y en Jesucristo, Su único Hijo, nuestro Señor, el cual fue concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen, padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; el tercer día resucitó de la muerte; subió al Cielo, se sentó a la derecha de Dios Padre Omnipotente.» Este llamado Símbolo apostólico es la expresión de la fe de Pedro y de toda la Iglesia. Desde el siglo IV entrará en el uso catequético y litúrgico el Símbolo niceno-constantinopolitano, que amplía su enseñanza. La amplía como consecuencia del creciente conocimiento que la Iglesia alcanza, al penetrar progresivamente en la cultura helénica y al advertir, por tanto, con mayor claridad la necesidad de los planteamientos doctrinales adecuados y convincentes para aquel mundo. En Nicea y en Constantinopla se definió, pues, que Jesucristo es «el Hijo unigénito del eterno Padre, engendrado y no creado, de Su misma sustancia, por medio del cual todas las cosas han sido creadas». Estas formulaciones no son simplemente fruto del helenismo; provienen directamente del patrimonio apostólico. Si queremos buscar su fuente, la encontramos en primer lugar en Pablo y en Juan. La cristología de Pablo es extraordinariamente rica. Su punto de partida se debe al acontecimiento sucedido en las puertas de Damasco. En aquella circunstancia, el joven fariseo fue herido con la ceguera, pero, al mismo tiempo, con los ojos del alma vio toda la verdad sobre Cristo resucitado. Esta verdad es la que él expresó luego en sus Cartas. Las palabras de la profesión de fe de Nicea no son sino el reflejo de la doctrina de Pablo. En ellas se recoge, además, también la herencia de Juan, en particular la herencia contenida en el Prólogo (cfr. Juan 1,1-18), pero no sólo ahí: todo su Evangelio, además de sus Cartas, es un testimonio de la Palabra de Vida, de «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos [...], lo que tocaron nuestras manos» (1 Juan 1,1). Bajo cierto aspecto, Juan tiene mayores tíulos que Pablo para ser caljJicado como testigo, a pesar de que el testimonio de Pablo siga siendo particularmente impresionante. Es importante esta comparación entre Pablo y Juan. Juan escribe más tarde, Pablo antes; por tanto, es sobre todo en Pablo donde se encuentran las primeras expresiones de la fe. Y no sólo en Pablo, sino también en Lucas, que era seguidor de Pablo. En Lucas encontramos la frase que podría ser considerada como un puente entre Pablo y Juan. Me refiero a las palabras que Cristo pronunció -como anota el Evangelista- «exultando en el Espíritu Santo» (cfr. Lucas 10,21): «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los doctos y a los sabios y las has revelado a los pequeños. [...] Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Lucas 10,2122). Lucas dice aquí lo mismo que Mateo pone en labios de Jesús cuando se dirige a Pedro: «Ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mateo 16,17). Pero cuanto afirma Lucas encuentra también una precisa correspondencia en las palabras del Prólogo de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito, el que está en el seno del Padre, Él lo ha revelado» (Juan 1,18). Esta verdad evangélica, por otra parte, se repite en tantos otros pasajes joánicos, que es difícil en este momento recordarlos. La cristología del Nuevo Testamento es ..rompedora». Los Padres, la gran escolástica, la teología de los siguientes siglos no han hecho más que volver, con admiración siempre renovada, al patrimonio recibido, para encauzar y progresivamente desarrollar su investigación. Usted recuerda que mi primera Encíclica sobre el Redentor del hombre (Redemptor hominis) apareció algunos meses después de mi elección, el 16 de octubre de 1978. Esto quiere decir que en realidad llevaba conmigo su contenido. Tuve solamente, en cierto modo, que «copiar» con la memoria y con la experiencia lo que ya vivía estando aún en el umbral de mi pontificado. Lo subrayo porque la Encíclica constituye la confirmación, por un lado, de la tradición de las escuelas de las que provengo y, por otro, del estilo pastoral al que esa tradición se refiere. El Misterio de la Redención está visto con los ojos de la gran renovación del hombre y de todo lo que es humano, propuesto por el Concilio, especialmente en la Gaudium et Spes. La Encíclica quiere ser un gran himno de alegría por el hecho de que el hombre ha sido redimido por Cristo; redimido en el alma y en el cuerpo. Esta redención del cuerpo encontró luego una nueva expresión en la serie de catequesis de los miércoles: «Macho y hembra los creó»; sería mejor decir: ..Macho y hembra los redimió.» }}-VIII. LA LLAMAN «HISTORIA DE LA SALVACIÓN» PREGUNTA Aprovechando la cordial libertad que ha querido concederme, permítame continuar exponiéndoLe preguntas que, aunque puedan parecerLe peculiares, quizá expongo, como Usted mismo ha observado, en nombre de no pocos de nuestros contemporáneos, quienes, ante el anuncio evangélico propuesto por la Iglesia, parecen cuestionarse: ¿Por qué esta «historia de la salvación», como la llaman los cristianos, se presenta de una manera tan complicada? ¿Para perdonarnos, para salvarnos, un Dios-Padre tenía de verdad necesidad del sacrificio cruento de su propio Hijo? RESPUESTA Su pregunta concerniente a la historia de la salvación toca lo que es el significado más profundo de la salvación redentora. Comencemos echando una mirada a la historia del pensamiento europeo después de Descartes. ¿Por qué pongo también aquí en primer plano a Descartes? No sólo porque él marca el comienzo de una nueva época en la historia del pensamiento europeo, sino también porque este filósofo, que ciertamente está entre los más grandes que Francia ha dado al mundo, inaugura el gran giro antropocéntrico en la filosofía. «Pienso, luego existo», como recordamos antes, es el lema del racionalismo moderno. Todo el racionalismo de los últimos siglos -tanto en su expresión anglosajona como en la continental con el kantismo, el hegelianismo y la filosofía alemana de los siglos XIX Y XX hasta Husserl y Heidegger- puede considerarse una continuación y un desarrollo de las posiciones cartesianas. El autor de Meditationes de prima philosophia, con su prueba ontológica, nos alejó de la filosofia de la existencia, y también de las tradicionales vías de santo Tomás. Tales vías llevan a Dios, «existencia autónoma», Ipsum esse subsistens («el mismo Ser subsistente»). Descartes, con la absolutización de la conciencia subjetiva, lleva más bien hacia la pura conciencia del Absoluto, que es el puro pensar; un tal Absoluto no es la existencia autónoma, sino en cierto modo el pensar autónomo: solamente tiene sentido lo que se refiere al pensamiento humano; no importa tanto la verdad objetiva de este pensamiento como el hecho mismo de que algo esté presente en el conocimiento humano; no importa tanto la verdad objetiva de este pensamiento como el hecho mismo de que algo esté presente en el conocimiento humano. Nos encontramos en el umbral del inmanentismo y del subjetivismo modernos. Descartes representa el inicio del desarrollo tanto de las ciencias exactas y naturales como de las ciencias humanas según esta nueva expresión. Con él se da la espalda a la metafísica y se centra el foco de interés en la filosofía del conocimiento. Kant es el más grande representante de esta corriente. Si no es posible achacar al padre del racionalismo moderno el alejamiento del cristianismo, es difícil no reconocer que él creó el clima en el que, en la época moderna, tal alejamiento pudo realizarse. No se realizó de modo inmediato, pero sí gradualmente. En efecto, unos ciento cincuenta años después de Descartes, comprobamos cómo lo que era esencialmente cristiano en la tradición del pensamiento europeo, se ha puesto ya entre paréntesis. Estamos en los tiempos en que en Francia el protagonista es el iluminismo, una doctrina con la que se lleva a cabo la definitiva afirmación del puro racionalismo. La Revolución francesa, durante el Terror, derribó los altares dedicados a Cristo, derribó los crucifijos de los caminos, y en su lugar introdujo el culto a la diosa Razón, sobre cuya base queron proclamadas la libertad, la igualdad y la fraternidad. De este modo, el patrimonio espiritual, y en concreto el moral, del cristianismo fue arrancado de su fundamento evangélico, al que es necesario devolverlo para que reencuentre su plena vitalidad. Sin embargo, el proceso de alejamiento del Dios de los Padres, del Dios de Jesucristo, del Evangelio y de la Eucaristía no trajo consigo la ruptura con un Dios existente más allá del mundo. De hecho, el Dios de los deistas estuvo siempre presente; quizá estuvo también presente en los enciclopedistas franceses, en las obras de Voltaire y de JeanJacques Rousseau, aún más en los Philosophiae naturalis principia mathematica de Isaac Newton, que marcan el inicio de la física moderna. Este Dios, sin embargo, es decididamente un Dios fuera del mundo. Un Dios presente en el mundo aparecía como inútil a una mentalidad formada sobre el conocimiento naturalista del mundo; igualmente, un Dios operante en el hombre resultaba inútil para el conocimiento moderno, para la moderna ciencia del hombre, del que examina sus mecanismos conscientes y subconscientes. El racionalismo iluminista puso entre paréntesis al verdadero Dios y, en particular, al Dios Redentor. ¿Qué consecuencias trajo esto? Que el hombre tenía que vivir dejándose guiar exclusivamente por la propia razón, como si Dios no existiese. No sólo había que prescindir de Dios en el conocimiento objetivo del mundo -debido a que la premisa de la existencia del Creador o de la Providencia no servía para nada a la ciencia-, sino que había que actuar como si Dios no existiese, es decir, como si Dios no se interesase por el mundo. El racionalismo iluminista podia aceptar un Dios fuera del mundo, sobre todo porque ésta era una hipótesis no comprobable. Era imprescindible, sin embargo, que a ese Dios se le colocara fuera del mundo. -IX. UNA «HISTORIA» QUE SE CONCRETA PREGUNTA Le sigo con atención en este planteamiento filosóflco; pero ¿de qué modo se une eso a la pregunta que le he formulado sobre la «historia de la salvación»? RESPUESTA Precisamente ahí quiero llegar. Con tal modo de pensar y de actuar, el racionalismo iluminista ataca en su mismo corazón a toda la soteriologia cristiana, que es la reflexión teológica sobre salvación (soteria, en griego), sobre redención. «Dios amó tanto al mundo que le entregó a Su Hijo unigénito para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16). Cada palabra de esta respuesta de Cristo en la conversación con Nicodemo supone una especie de manzana de discordia para una forma mentis surgida de las premisas del iluminismo, no sólo del francés sino también del inglés y del alemán. Volvamos a tomar ahora, directamente, el hilo de su pregunta y analicemos las palabras de Cristo en el Evangelio de san Juan, para comprender en qué puntos nos encontramos en desacuerdo con esa forma mentis. Usted, obviamente, también aquí se hace portavoz de los hombres de hoy. Por eso pregunta: «¿Por qué la historia de la salvación es tan complicada?» ¡En realidad tenemos que decir que es muy sencilla! Podemos demostrar de una manera muy directa su profunda sencillez partiendo de las palabras que Jesucristo dirige a Nicodemo. Ésta es la primera afirmación: «Dios ha amado al mundo.» Para la mentalidad iluminista, el mundo no necesita del amor de Dios. El mundo es autosuficiente, y Dios, a su vez, no es en primer lugar amor; es en todo caso intelecto, intelecto que eternamente conoce. Nadie tiene necesidad de Su intervención en este mundo, que existe, es autosufi ciente, transparente al conocimiento humano, que gracias a la investigación científica está cada vez más libre de misterios, cada vez más sometido por el hombre como re curso inagotable de materias primas, a este hombre de- miurgo de la técnica moderna. Es este mundo el que tiene que dar la felicidad al hombre. Cristo, en cambio, dice a Nicodemo que «Dios amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo unigénito para que el hombre no muera» (cfr. Juan 3,16). De este modo Jesús da a entender que el mundo no es la fuente de la definitiva felicidad del hombre. Es más, puede convertirse en fuente de su perdición. Este mundo, que aparece como un gran taller de conocimientos elaborados por el hombre, como progreso y civilización, este mundo, que se presenta como moderno sistema de medios de comunicación, como el ordenamiento de las libertades democráticas sin limitación alguna, este mundo no es capaz, sin embargo, de hacer al hombre feliz. Cuando Cristo habla del amor que el Padre siente por el mundo, no hace sino traer el eco de aquella inicial afirmación del Libro del Génesis, que acompaña a la descripción de la Creación: «Dios vio que era bueno [...], que era muy bueno» (Génesis 1,12 y 31). Pero tal afirmación no suponenunca una absolutización salvíca. El mundo no es capaz de hacer al hombre feliz. No es capaz de salvarlo del mal en todas sus especies y formas: enfermedades, epidemias, cataclismos, catástrofes y otros males semejantes. Este mismo mundo, con sus riquezas y sus carencias, necesita ser salvado, ser redimido. El mundo no es capaz de liberar al hombre del sufrimiento, en concreto, no es capaz de liberarlo de la muerte. El mundo entero está sometido a la ·precariedad?, como dice Pablo en la Carta a los Romanos; está sometido a la corrupción y a la mortalidad. En su dimensión corpórea lo está también el hombre. La inmortalidad no pertenece a este mundo; exclusivamente puede venirle de Dios. Por eso Cristo habla del amor de Dios que se expresa en esa invitación del Hijo unigénito, para que el hombre «no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16). La vida eterna puede ser dada al hombre solamente por Dios, sólo puede ser don Suyo. No puede ser dada al hombre por el mundo creado; la creación -y el hombre con ella- ha sido sometida a la «caducidad» (cfr. Romanos 8,20). «El Hijo del hombre no ha venido al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo» (cfr. Juan 3,17). El mundo que el Hijo del hombre encontró cuando se hizo hombre merecía condenación, y eso era debido al pecado que había dominado toda la historia, comenzando por la caída de nuestros progenitores. Pero éste es otro de los puntos que el pensamiento pos- iluminista rechaza absolutamente. No acepta la realidad del pecado y, en particular, no acepta el pecado original. Cuando, durante mi última visita a Polonia, elegí como tema de las homilías el Decálogo y el mandamiento del amor, a todos los polacos seguidores del «programa iluminista» les pareció mal. El Papa que intenta convencer al mundo del pecado humano, se convierte, por culpa de esa mentalidad, en una persona desagradable. Objeciones de este tipo chocan contra lo que san Juan expresa con las palabras de Cristo, que anunciaba la venida del Espíritu Santo, el cual «convencerá al mundo del pecado» (Juan 16,8). ¿Qué otra cosa puede hacer la Iglesia? Pero convencer del pecado no equivale a condenar. «El Hijo del hombre no ha venido al mundo para condenarlo, sino para salvarlo.» Convencer del pecado quiere decir crear las condiciones para la salvación. La primera condición de la salvación es el conocimiento de la propia pecaminosidad, también de la hereditaria; es luego la confesión ante Dios, que no espera más que recibir esta confesión para salvar al hombre. Salvar, abrazar y consolar con amor redentor, con amor que siempre es más grande que cualquier pecado. La parábola del hijo pródigo sigue siendo a este propósito un paradigma insuperable. Como ve, la historia de la salvación es algo muy sencillo. Y es una historia que se desarrolla dentro de la historia de la humanidad, comenzando desde el primer Adán, a través de la revelación del segundo Adán, Jesucristo (cfr. 1 Corintios 15,45), hasta el definitivo cumplimiento de la historia del mundo en Dios, cuando Él sea «todo en todos» (1 Corintios 15,28). Al mismo tiempo, esta historia tiene la dimensión de la vida de cada hombre. En un cierto sentido, está contenida por entero en la parábola del hijo pródigo, o en las palabras que Cristo dirigió a la adúltera: «Yo tampoco te condeno; vete y de ahora en adelante no peques más» (Juan 8,11). La historia de la salvación se sintetiza en la fundamental constatación de una gran intervención de Dios en la historia del hombre. Tal intervención alcanza su culminación en el Misterio pascual -la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al Cielo de Jesús-, completado por el Pentecostés, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Esta historia, a la vez que revela la voluntad salvífica de Dios, revela también la misión de la Iglesia. Es la historia de todos los hombres y de toda la familia humana, al comienzo creada y luego recreada en Cristo y en la Iglesia. San Agustín tuvo una profunda intuición de esta historia cuando escribió el De civitate Dei. Pero no ha sido el único. La historia de la salvación ofrece siempre nueva inspiración para interpretar la historia de la humanidad. Por eso, numerosos pensadores e historiadores contemporáneos se interesan también por la historia de la salvación. Propone realmente el tema más apasionante. Todos los interrogantes que el Concilio Vaticano II se planteó se reducen, en definitiva, a este tema. La historia de la salvación no se plantea sólo la cuestión de la historia del hombre, sino que afronta también el problema del sentido de su existencia. Por eso es, al mismo tiempo, historia y metafisica. Es más, se podría decir que es la forma de teología más integral, la teología de todos los encuentros entre Dios y el mundo. La Gaudium et Spes no es otra cosa que una actualización de este gran tema. }}-X. DIOS ES AMOR. ENTONCES, ¿POR QUÉ HAY TANTO MAL? PREGUNTA Grandes perspectivas éstas, fascinantes, y que para los creyentes serán además confirmación de su esperanza. Sin embargo, no podemos ignorar que en todos los siglos, a la hora de la prueba, también los cristianos se han hecho una pregunta que atormenta. ¿Cómo se puede seguir confiando en Dios, que se supone Padre misericordioso, en un Dios que -como revela el Nuevo Testamento y como Usted repite con pasión- es el Amor mismo, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros? RESPUESTA Stat crux dum volvitur orbis («la cruz permanecerá mientras el mundo gire»). Como he dicho antes, nos encontramos en el centro mismo de la historia de la salvación. Usted no podía naturalmente dejar de lado lo que es Jilente de tan frecuentes dudas, no solamente ante la bondad de Dios, sino ante Su misma existencia. ¿Cómo ha podido Dios permitir tantas guerras, los campos de concentración, el holocausto? ¿El Dios que permite todo esto es todavía de verdad Amor, como proclama san Juan en su Primera Carta? Más aún, ¿es acaso justo con Su creación? ¿No carga en exceso la espalda de cada uno de los hombres? ¿No deja al hombre solo con este peso, condenándolo a una vida sin esperanza? Tantos enfermos incurables en los hospitales, tantos niños disminuidos, tantas vidas humanas a quienes les es totalmente negada la felicidad humana corriente sobre la tierra, la felicidad que proviene del amor, del matrimonio, de la familia. Todo esto junto crea un cuadro sombrío, que ha encontrado su expresión en la literatura antigua y moderna. Baste recordar a Fiodor Dostoievski, Franz Kafka o Albert Camus. Dios ha creado al hombre racional y libre y, por eso mismo, se ha sometido a su juicio. La historia de la salvación es también la historia del juicio constante del hombre sobre Dios. No se trata sólo de interrogantes, de dudas, sino de un verdadero juicio. En parte, el veterotestamentario Libro de Job es el paradigma de este juicio. A eso se añade la intervención del espíritu maligno que, con perspicacia aún mayor, está dispuesto a juzgar no sólo al hombre, sino también la acción de Dios en la historia del hombre. Esto queda confirmado en el mismo Libro de Job. Scandalum Crucis, el escándalo de la Cruz. En una de las preguntas precedentes planteó usted de modo preciso el problema: ¿Era necesario para la salvación del hombre que Dios entregase a Su Hijo a la muerte en la Cruz? En el contexto de estas reflexiones es necesario preguntarse: ¿Podía ser de otro modo? ¿Podía Dios, digamos, justi.ficarse ante la historia del hombre, tan llena de sufrimientos, de otro modo que no fuera poniendo en el centro de esa historia la misma Cruz de Cristo? Evidentemente, una respuesta podría ser que Dios no tiene necesidad de justificarse ante el hombre: es suficiente con que sea todopoderoso; desde esa perspectiva, todo lo que hace o permite debe ser aceptado. Ésta es la postura del bíblico Job. Pero Dios, que además de ser Omnipotencia, es Sabiduría y -repitámoslo una vez más- Amor, desea, por así decirlo, justificarse ante la historia del hombre. No es el Absoluto que está fuera del mundo, y al que por tanto le es indiferente el sufrimiento humano. Es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, un Dios que comparte la suerte del hombre y participa de su destino. Aquí se hace patente otra insuficiencia, precisamente la falsedad de aquella imagen de Dios que el iluminismo aceptó sin objeciones. Respecto al Evangelio, eso constituye un evidente paso atrás, no un paso en dirección a un mejor conocimiento de Dios y del mundo, sino un paso hacia su incomprensión. ¡No, absolutamente no! Dios no es solamente alguien que está fuera del mundo, feliz de ser en Sí mismo el más sabio y omnipotente. Su sabiduría y omnipotencia se ponen, por libre elección, al servicio de la criatura. Si en la historia humana está presente el sufrimiento, se entiende entonces por qué Su omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la Cruz. El escándalo de la Cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre. En eso concuerdan incluso los críticos contemporáneos del cristianismo. Incluso ésos ven que Cristo crucificado es una prueba de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre. Dios se pone de parte del hombre. Lo hace de manera radical: «Se humilló a sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (cfr. Filipenses 2,7-8). Todo está contenido en esto: todos los sufrimientos individuales y los sufrimientos colectivos, los causados por la fuerza de la naturaleza y los provocados por la libre voluntad humana, las guerras y los gulag y los holocaustos, el holocausto hebreo, pero también, por ejemplo, el holocausto de los esclavos negros de África. -XI. ¿IMPOTENCIA DIVINA? PREGUNTA Sin embargo, es muy conocida la objeción que muchos plantean: de este modo la pregunta sobre el dolor y el mal del mundo no se afronta de verdad, sino que sólo se pospone. De hecho, la fe afirma que Dios es omnipotente, ¿por qué, entonces, no ha eliminado y sigue sin eliminar el sufrimiento del mundo que Él ha creado? ¿No estaremos aquí ante una especie de «impotencia divina», como dicen incluso personas de sincera aunque atormentada religiosidad? RESPUESTA Sí, en cierto sentido se puede decir que frente a la libertad humana Dios ha querido hacerse «impotente». Y puede decirse asimismo que Dios está pagando por este gran don que ha concedido a un ser creado por Él «a Su imagen y semejanza» (cfr. Juan 1,26). Él permanece coherente ante un don semejante; y por eso se presenta hombre, ante un tribunal usurpador que tas provocativas: «¿Es verdad que eres 18,38), ¿es verdad que todo lo que sucede en el mundo, en la historia de Israel, en la historia de todas las naciones, depende de ti? Sabemos cuál es la respuesta que Cristo dio a esa pregunta ante el tribunal de Pilato: «Para esto nací y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Juan 18,37). Pero, entonces, «¿qué es la verdad?» (Juan 18,38). Y aquí acaba el proceso judicial, aquel dramático proceso en el que el hombre acusó a Dios ante el tribunal de la propia historia. Proceso en el que la sentencia no fue emitida conforme a verdad. Pilato dice: «Yo no encuentro en él ninguna culpa» (Juan 18,38 y 19,6), y un momento después ordena: «¡Prendedlo vosotros y crucificadlo!» (Juan 19,6). De este modo se lava las manos del asunto y hace recaer la responsabilidad sobre la violenta muchedumbre. Así pues, la condena de Dios por parte del hombre no se basa en la verdad, sino en la prepotencia, en una engañosa conjura. ¿No es exactamente ésta la verdad de la historia del hombre, la verdad de nuestro siglo? En nuestros días, semejante condena ha sido repetida en numerosos tribunales en el ámbito de regímenes de opresión totalitaria. Pero ¿no se repite igualmente en los parlamentos democráticos cuando, por ejemplo, mediante una ley emitida regularmente, se condena a muerte al hombre aún no nacido? Dios está siempre de parte de los que sufren. Su omnipotencia se manifiesta precisamente en el hecho de haber aceptado libremente el sufrimiento. Hubiera podido no hacerlo. Hubiera podido demostrar la propia omnipotencia incluso en el momento de la Crucifixión; de hecho, así se lo proponían: «Baja de la cruz y te creeremos» (cfr. Marcos 15,32). Pero no recogió ese desafío. El hecho de que haya permanecido sobre la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15,34), este hecho, ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar. ¡Sí!, Dios es Amor, y precisamente por eso entregó a Su Hijo, para darlo a conocer hasta el fin como amor. Cristo es el que «amó hasta el fin» (Juan 13,1). «Hasta el fin» quiere decir hasta el último respiro. «Hasta el fin» quiere decir aceptando todas las consecuencias del pecado del hombre, tomándolo sobre sí como propio. Como había afirmado el profeta Isaías: «Cargó con nuestros sufrimientos, [...] Todos estábamos perdidos como ovejas, cada uno iba por su camino, y el Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros» (cfr. 53, 4 y 6). El Varón de dolores es la revelación de aquel Amor que «lo soporta todo» (1 Corintios 13,7), de aquel Amor que es «el más grande» (cfr. Romanos 5,5). En definitiva, ante el Crucificado, cobra en nosotros preeminencia el hombre que se hace parhcipe de la Redención frente al hombre que pretende ser encarnizado juez de las sentencias divinas, en la propia vida y en la de la humanidad. Así pues, nos encontramos en el centro mismo de la historia de la salvación. El juicio sobre Dios se convierte en juicio sobre el hombre. La dimensión divina y la dimensión humana de este acontecimiento se encuentran, se entrecruzan y se superponen. No es posible no detenerse aquí. Desde el monte de las Bienaventuranzas el camino de la Buena Nueva lleva al Gólgota, y pasa a través del monte Tabor, es decir, del monte de la Transfiguración: la dificultad del Gólgota, su desafío, es tan grande que Dios mismo quiso advertir a los apóstoles de todo lo que debía suceder entre el Viernes Santo y el Domingo de Pascua. La elocuencia definitiva del Viernes Santo es la siguiente: Hombre, tú que juzgas a Dios, que le ordenas que se justifique ante tu tribunal, piensa en ti mismo, mira si no eres tú el responsable de la muerte de este Condenado, si el juicio contra Dios no es en realidad un juicio contra ti mismo. Reflexiona y juzga si este juicio y su resultado -la Cruz y luego la Resurrección- no son para ti el único camino de salvación. Cuando el arcángel Gabriel anunció a la Virgen de Nazaret el nacimiento del Hijo, revelándole que Su Reino no tendría fin (cfr. Lucas 1,33), era ciertamente difícil prever que aquellas palabras preludiaban tal futuro: que el Reino de Dios en el mundo se tendría que realizar a un precio tan alto, que desde aquel momento la historia de la salvación de toda la humanidad tendría que seguir un camino semejante. ¿Sólo desde aquel momento? ¿O también desde el inicio? El evento del Gólgota es un hecho histórico; sin embargo, no está limitado ni en el tiempo ni en el espacio, alcanza el pasado hasta el principio y se abre al futuro hasta el término mismo de la historia. Comprende en sí mismo lugares y tiempos, comprende a todos los hombres. Cristo es lo que se espera y es, al mismo tiempo, el cumplimiento. «No hay otro Nombre dado a los hombres bajo el cielo por el que esté establecido que podamos salvarnos» (Hechos de losApóstoles 4,12). El cristianismo es una religión de salvación, es decir, soteriológica, para usar el término que usa la teologfa. La soteriología cristiana se centra en el ámbito del Misterio pascual. Para poder esperar ser salvado por Dios, el hombre tiene que detenerse bajo la Cruz de Cristo. Luego, el domingo después del Sábado Santo, tiene que estar ante el sepulcro vacío y escuchar, como las mujeres de Jerusalén: «No está aquí. Ha resucitado» (Mateo 28,6). Entre la Cruz y la Resurrección está contenida la certeza de que Dios salva al hombre, que Él lo salva por medio de Cristo, por medio de Su Cruz y de Su Resurrección. }}-XII. ASÍ NOS SALVA PREGUNTA El Santo Padre no ignora que en la cultura actual nosotros, «la gente corriente», corremos el riesgo de no comprender siquiera el verdadero significado de las propias bases en que se apoya el planteamiento cristiano. Le pregunto, pues: Para la fe, ¿qué significa «salvar»? ¿En qué consiste esa «salvación» que, como Usted repite, es el corazón mismo del cristianismo? RESPUESTA Salvar significa liberar del mal. Aquí no se trata solamente del mal social, como la injusticia, la opresión, la explotación; ni solamente de las enfermedades, de las catástrofes, de los cataclismos naturales y de todo lo que en la historia de la humanidad es calificado como desgracia. Salvar quiere decir liberar del mal radical, de.finitivo. Semejante mal no es siquiera la muerte. No lo es si después viene la Resurrección. Y la Resurrección sucede por obra de Cristo. Por obra del Redentor la muerte cesa de ser un mal de.finitivo, está sometida al poder de la vida. El mundo no tiene un poder semejante. El mundo, que puede perfeccionar sus técnicas terapéuticas en tantos ámbitos, no tiene el poder de liberar al hombre de la muerte. Y por eso el mundo no puede ser fuente de salvación para el hombre. Solamente Dios salva, y salva a toda la humanidad en Cristo. El mismo nombre de Jesús, Jeshua -«Dios que salva»-, habla de esta salvación. En la historia llevaron este nombre muchos israelitas, pero se puede decir que sólo pertenecía a este Hijo de Israel, que tenía que confirmar Su verdad: «¿No soy yo el Señor? Fuera de mí no hay otro Dios; un Dios justo y salvador no lo hay fuera de mí» (cfr. Isaías 45,21). Salvar quiere decir liberar del mal radical. Semejante mal no es solamente el progresivo declinar del hombre con el paso del tiempo y su abismarse final en la muerte. Un mal aún más radical es el rechazo del hombre por parte de Dios, es decir, la condenación eterna como consecuencia del rechazo de Dios por parte del hombre. La condenación es lo opuesto a la salvación. La una y la otra se unen con el destino del hombre a vivir eternamente. La una y la otra presuponen la inmortalidad del ser humano. La muerte temporal no puede destruir el destino del hombre a la vida eterna. ¿Y qué es esta vida eterna? Es la felicidad que proviene de la unión con Dios. Cristo afirma: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que has enviado, Jesucristo» (Juan 17,3). La unión con Dios se actualiza en la visión del Ser divino «cara a cara» (1 Corintios 13,12), visión llamada «beatífica», porque lleva consigo el definitivo cumplimiento de la aspiración del hombre a la verdad. En vez de tantas verdades parciales, alcanzadas por el hombre mediante el conocimiento precientífico y científico, la visión de Dios «cara a cara» permite gozar de la absoluta plenitud de la verdad. De este modo es definitivamente satisfecha la aspiración humana a la verdad. La salvación, sin embargo, no se reduce a esto. Conociendo a Dios «cara a cara», el hombre encuentra la absoluta plenitud del bien. La intuición platónica de la idea de bien encuentra en el cristianismo su confirmación ultrafilosófica y definitiva. No se trata aquí de la unión con la idea de bien, sino de la unión con el Bien mismo. Dios es este bien. Al joven que preguntaba: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?», Cristo le respondió: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Marcos 10,17-18). Como plenitud del Bien, Dios es plenitud de la vida. La vida es en Él y es por Él. Ésta es la vida que no tiene límites de tiempo ni de espacio. Es «vida eterna», participación en la vida de Dios mismo, y se realiza en la eterna comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. El dogma de la Santísima Trinidad expresa la verdad sobre la vida íntima de Dios, e invita a que se la acoja. En Jesucristo el hombre es llamado a semejante participación y es llevado hacia ella. La vida eterna es precisamente esto. La muerte de Cristo da la vida, porque permite al creyente tomar parte en Su Resurrección. La Resurrección misma es la revelación de la vida, que se confirma más allá de los confines de la muerte. Cuando aún no había muerto y resucitado, Cristo resucitó a Lázaro y, antes de hacerlo, sostuvo aquella significativa conversación con sus hermanas. Marta le dice: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.» Cristo responde: «Tu hermano resucitará.» Marta replica: «Sé que resucitará en el último día.» Y Jesús: «Yo soy la Resurrección y la vida. [...] Todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre» (Juan 11,21 y 23-26). Estas palabras dichas con ocasión de la Resurrección de Lázaro contienen la verdad sobre la Resurrección de los cuerpos obrada por Cristo. Su Resurrección y Su victoria sobre la muerte abrazan a todo hombre. Somos llamados a la salvación, somos llamados a la participación en la vida que se ha revelado mediante la Resurrección de Cristo. Según san Mateo, esta Resurrección debe estar precedida por el juicio sobre las obras de caridad que se hayan llevado a cabo o, al contrario, no realizado. Como consecuencia del juicio, los justos son destinados a la vida eterna. Existe también el destino a la condenación eterna, que no es otra cosa que el definitivo rechazo de Dios, la definitiva ruptura de la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En ella no es tanto Dios quien rechaza al hombre como el hombre quien rechaza a Dios. La eterna condenación está claramente afirmada en el Evangelio. ¿En qué medida encuentra su cumplimiento en la vida de ultratumba? Esto, en definitiva, es un gran misterio. No es posible, sin embargo, olvidar que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4). La felicidad que brota del conocimiento de la verdad, de la visión de Dios cara a cara, de la participación de Su vida, esta felicidad, es tan profundamente acorde con esa aspiración, que está inscrita en la esencia del hombre, que las palabras que acabo de citar de la Primera Carta a Timoteo quedan plenamente justificadas: el que ha creado al hombre con esta fundamental inclinación no puede comportarse de modo distinto a cuanto está escrito en el texto revelado, no puede no querer «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». El cristianismo es una religión salvífica, soteriológica. La soteriología es la de la Cruz y la de la Resurrección. Dios quiere que «el hombre viva» (cfr. Ezequiel 18,23), se acerca a él mediante la Muerte del Hijo para revelarle la vida a la que le llama en Dios mismo. Todo hombre que busque la salvación, no sólo el cristiano, debe detenerse ante la Cruz de Cristo. ¿Aceptará la verdad del Misterio pascual o no? ¿Creerá? Esto es ya otra cuestión. Este Misterio de salvación es un hecho ya consumado. Dios ha abrazado a todos con la Cruz y la Resurrección de su Hijo. Dios abraza a todos con la vida que se ha revelado en la Cruz y en la Resurrección, y que se inicia siempre de nuevo por ella. El Misterio está ya injertado en la historia de la humanidad, en la historia de cada hombre, como queda significado en la alegoría de la «vid y los sarmientos», recogida por Juan (cfr. Juan 15,1 La soteriología cristiana es soteriología de la plenitud de vida. No es solamente soteriología de la verdad descubier ta en la Revelación, sino que al mismo tiempo es también soteriología del amor. En un cierto sentido es, en primer lugar, soteriología del Amor Divino. Es sobre todo el amor el que posee poder salvffico. El poder salvífico del amor-según las palabras de san Pablo en la Carta a los Corintios- es más grande que el puro conocimiento de la verdad: «Éstas son, pues, las tres cosas que permanecen: la fe, la esperanza y la caridad; pero, de entre todas ellas, ¡la más grande es la caridad!» (1 Corintios 13,13). La salvación por medio del amor es, al mismo tiempo, participación en la plenitud de la verdad, y también en la plenitud de la belleza. Todo esto es Dios. Dios ha abierto todos estos «tesoros de vida y de santidad» ante el hombre en Jesucristo (Letanías del Sagrado Corazón de Jesús). El hecho de que el cristianismo sea una religión soteriológica se manifiesta en la vida sacramental de la Iglesia. Cristo, que vino para que «tuviésemos la vida, y la tuviésemos en abundancia» (cfr. Juan 10,10), abre ante nosotros las fuentes de esta vida. Lo hace de modo especial por medio del Misterio pascual, de la Muerte y Resurrección; a él están unidos tanto el Bautismo como la Eucaristlsa, sacramentos que crean en el hombre un germen de vida eterna. En el Misterio pascual Cristo ha fijado el poder de regeneración en el sacramento de la Reconciliación; después de la Resurrección, dijo a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados» (Juan 20,22-23). El hecho de que el cristianismo sea una soteriología tiene también su expresión en el culto. En el centro de todo elopus laudis («obra, trabajo de alabanza») está la celebración de la Resurrección y de la vida. La Iglesia oriental, en su liturgia, se centra fundamentalmente en la Resurrección. La Iglesia occidental, aun manteniendo la primacía de la Resurrección, ha ido más lejos en dirección a la Pasión. El culto a la Cruz de Cristo ha modelado la historia de la piedad cristiana y ha dado lugar a los más grandes santos que hayan salido del seno de la Iglesia a lo largo de los siglos. Todos, comenzando por san Pablo, han sido «amantes de la Cruz de Cristo» (cfr. Gálatas 6,14). Entre ellos ocupa un lugar especial san Francisco de Asís, aunque no sólo él. No hay santidad cristiana sin devoción a la Pasión, como no hay santidad sin el primado del Misterio pascual. La Iglesia oriental atribuye una gran importancia a la fiesta de la Transfiguración. Los santos ortodoxos manifiestan, sobre todo, este misterio. Los santos de la Iglesia católica no raramente fueron estigmatizados, empezando por Francisco de Asís; llevaron en sí mismos la señal física de su semejanza con Cristo en Su Pasión. De este modo, en el transcurso de dos mil años, se ha ido formando esta gran síntesis de vida y de santidad, cuyo centro es siempre Cristo. A pesar de toda su orientación hacia la vida eterna, hacia esa felicidad que se encuentra en Dios mismo, el cristianismo, y especialmente el cristianismo occidental, no ha sido nunca una religión indiferente con respecto al mundo; ha estado siempre abierto al mundo, a sus interrogantes, a sus inquietudes, a sus expectativas. Esto queda expresado de modo especial en la Constitución Gaudium et Spes, debida a la iniciativa personal de Juan XXIII. Antes de morir, el papa Roncalli tuvo aún tiempo de entregarla al Concilio, como deseo personal Suyo. El aggiornamento no es sólo la renovación de la Iglesia en sí misma, no es sólo la unidad de los cristianos, «para que el mundo crea» (Juan 17,21), es también, y sobre todo, la acción salvífica en favor del mundo. Es acción salvífica que se centra en esta «forma del mundo que pasa» (cfr. 1 Corintios 7,31), pero que está constantemente orientada hacia la eternidad, hacia la plenitud de la vida. La Iglesia no pierde de vista esa plenitud definitiva, a la que nos conduce Cristo. Con esto queda confirmada -a través de todas las dimensiones de la vida humana, de la vida temporalla constitución soteriológica de la Iglesia. La Iglesia es cuerpo de Cristo: cuerpo vivo, y que da la vida a todas las cosas. }}-XIII. ¿POR QUÉ TANTAS RELIGIONES? PREGUNTA Pero si el Dios que está en los cielos, que ha salvado y undo, es Uno solo y es El que se ha revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones? ¿Por qué hacernos tan ardua la búsqueda de la verdad en medio de una selva de cultos, creencias, revelaciones, diferentes maneras de fe, que siempre, y aún hoy, crecen en todos los pueblos? RESPUESTA Usted habla de «tantas religiones». Yo, en cambio, intentaré mostrar qué es lo que constituye para estas religiones el elemento común fundamental y la raíz común. El Concilio definió las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las palabras Nostra aetate («En nuestro tiempo»). Es un documento conciso y, sin embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la Iglesia desde los tiempos más antiguos. La Revelación cristiana, desde su inicio, ha mirado la historia espiritual del hombre de una manera en la que entran en cierto modo todas las religiones, mostrando así la unidad del género humano ante el eterno y último destino del hombre. La declaración conciliar habla de esa unidad al referirse a la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y unir la humanidad, gracias a los medios de que dispone la civilización actual. La Iglesia considera el empeño en pro de esta unidad una de sus tareas: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia el que nos dirigimos. Desde la antiguedad hasta nuestros días, se halla en los diversos pueblos una cierta sensibilidad de aquella misteriosa fuerza que está presente en el curso de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también se reconoce la Suprema Divinidad y también al Padre. Sensibilidad y conocimiento que impregnan la vida de un íntimo sentido religioso. Junto a eso, las religiones, relacionadas con el progreso de la cultura, se esfuerzan en responder a las mismas cuestiones con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado» (Nostra aetate, 1-2). Y aquí la declaración conciliar nos conduce hacia el Extremo Oriente. En primer lugar al este asiático, un continente en el cual la actividad misionera de la Iglesia, iniciada desde los tiempos apostólicos, ha conseguido unos frutos, hay que reconocerlo, modestísimos. Es sabido que solamente un reducido tanto por ciento de la población, en el que es el continente más grande del mundo, confiesa a Cristo. Esto no significa que la tarea misionera de la Iglesia haya sido desatendida. Todo lo contrario, el esfuerzo ha sido y es cada vez más intenso. Pero la tradición de culturas muy antiguas, anteriores al cristianismo, sigue siendo en Oriente muy fuerte. Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales (en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un antitestimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial, aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las potencias coloniales? El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con las otras religiones del Extremo Oriente es tan importante. Leemos: «En el hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda venida de lo alto» (Nostra aetate, 2). Más adelante el Concilio recuerda que «la Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es ..camino, verdad y vida» (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas» (Nostra aetate, 2). Las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados semina Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación eterna. En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de la Iglesia (cfr. Lumen gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos semina Verbi, que constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones. He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz. Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas. Llegados a este punto sería oportuno recordar todas las religiones primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los antepasados. Parece que quienes las practican se encuentren especialmente cerca del cristianismo. Con ellos, también la actividad misionera de la Iglesia halla más fácilmente un lenguaje común. ¿Hay, quizá, en esta veneración a los antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por la que todos los creyentes - vivos o muertos- forman una única comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente. Estas últimas -también según la presentación que hace de ellas el Concilio- poseen carácter de sistema. Son sistemas cultuales y, al mismo tiempo, sistemas éticos, con un notable énfasis en lo que es el bien y en lo que es el mal. A ellas pertenecen ciertamente tanto el confucionismo chino como el taoísmo; Tao quiere decir verdad eterna -algo semejante al Verbo cristiano-, que se refleja en los actos del hombre mediante la verdad y el bien morales. Las religiones del Extremo Oriente han supuesto una gran contribución en la historia de la moralidad y de la cultura, han formado la conciencia de identidad nacional en los habitantes de China, India, Japón, Tíbet, y también en los pueblos del sudeste de Asia o de los archipiélagos del océano Pacífico. Algunos de estos pueblos tienen culturas que se remontan a épocas muy lejanas. Los indígenas australianos se enorgullecen de tener una historia de varias decenas de miles de años, y su tradición étnica y religiosa es más antigua que la de Abraham y Moisés. Cristo vino al mundo para todos estos pueblos, los ha redimido a todos y tiene ciertamente Sus caminos para llegar a cada uno de ellos, en la actual etapa escatológica de la historia de la salvación. De hecho, en aquellas regiones muchos Lo aceptan y muchos más tienen en Él una fe implícita (cfr. Hebreos 11,6). }}-XIV. ¿BUDA? PREGUNTA Antes de pasar al monoteísmo, a las otras dos religiones (judaísmo e islamismo), que adoran a un Dios único, quisiera pedirle que se detuviera aún un poco en el budismo. Pues, como Usted bien sabe, es ésta una «doctrina salvífica» que parece fascinar cada vez más a muchos occidentales, sea como «alternativa» al cristianismo, sea como una especie de «complemento», al menos para ciertas técnicas ascéticas y místicas. RESPUESTA Sí, tiene usted razón, y le agradezco la pregunta. Entre las religiones que se indican en Nostra aetate, es necesario prestar una especial atención al budismo, que según un cierto punto de vista es, como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son, por así decirlo, contrarias. En Occidente es bien conocida la figura del Dalai-Lama, cabeza espiritual de los tibetanos. También yo me he entrevistado con él algunas veces. Él presenta el budismo a los hombres de Occidente cristiano y suscita interés tanto por la espiritualidad budista como por sus métodos de oración. Tuve ocasión también de entrevistarme con el «patriarca» budista de Bangkok en Tailandia, y entre los monjes que lo rodeaban había algunas personas provenientes, por ejemplo, de los Estados Unidos. Hoy podemos comprobar que se está dando una cierta difusión del budismo en Occidente. La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de este sistema. Sin embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa. La «iluminación» experimentada por Buda se reduce a la convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de sufrimiento para el hombre. Para liberarse de este mal hay que liberarse del mundo; hay que romper los lazos que nos unen con la realidad externa, por lo tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en nuestra psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más indiferentes nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del sufrimiento, es decir, del mal que proviene del mundo. ¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la «iluminación» transmitida por Buda no se habla de eso. El budismo es en gran medida un sistema ..ateo». No nos liberamos del mal a través del bien, que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado nirvana, o sea, un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo. Salvarse quiere decir, antes que nada, liberarse del mal haciéndose indiferente al mundo, que es fuente de mal. En eso culmina el proceso espiritual. A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión con los místicos cristianos, sea con los del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso, Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su Subida del Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un desprendimiento como fin en sí mismo: «[...] Para venir a lo que no gustas, / has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo que no sabes, / has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, / has de ir por donde no posees. [...]» (Subida del Monte Carmelo, I,13,11). Estos textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento del mundo. Propone el desprendimiento del mundo para unirse a lo que está fuera del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor. La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reJlexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espiritu, san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el título de su principal obra: Llama de amor viva. Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia. La mzstica cristiana de cualquier tiempo -desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los carmelitas- no nace de una «iluminación» puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios se abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor. La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo -y también la mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe- ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular, la «civilización occidental», marcada por una positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas tanto en la tradición filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento. El Concilio Vaticano II ha confirmado ampliamente esta verdad: abandonarse a una actitud negativa hacia el mundo, con la convicción de que para el hombre el mundo es sólo fuente de sufrimiento y de que por eso nos debemos distanciar de él, no es negativa solamente porque sea unilateral, sino también porque fundamentalmente es contraria al desarrollo del hombre y al desarrollo del mundo, que el Creador ha dado y confiado al hombre como tarea. Leemos en la Gaudium et Spes: «El mundo que [el Concilio] tiene presente es el de los hombres, o sea, el de la entera familia humana en el conjunto de todas las realidades entre las que vive; el mundo, que es teatro de la historia del género humano, y lleva las señales de sus esfuerzos, de sus fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen que ha sido creado y conservado en la existencia por el amor del Creador, mundo ciertamente sometido bajo la esclavitud del pecado pero, por Cristo crucificado y resucitado, con la derrota del Maligno, liberado y destinado, según el propósito divino, a transformarse y a alcanzar su cumplimiento» (n. 2). Estas palabras nos muestran que entre las religiones del Extremo Oriente, en particular el budismo, y el cristianismo hay una diferencia esencial en el modo de entender el mundo. El mundo es para el cristiano criatura de Dios, no hay necesidad por tanto de realizar un desprendimiento tan absoluto para encontrarse a sí mismo en lo profundo de su íntimo misterio. Para el cristianismo no tiene sentido hablar del mundo como de un mal «radical», ya que al comienzo de su camino se encuentra el Dios Creador que ama la propia criatura, un Dios «que ha entregado a su Hijo unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16). No está por eso fuera de lugar alertar a aquellos cristianos que con entusiasmo se abren a ciertas propuestas provenientes de las tradiciones religiosas del Extremo Oriente en materia, por ejemplo, de técnicas y métodos de meditación y de ascesis. En algunos ambientes se han convertido en una especie de moda que se acepta de manera más bien acrítica. Es necesario conocer primero el propio patrimonio espiritual y reflexionar sobre si es justo arrinconarlo tranquilamente. Es obligado hacer aquí referencia al importante aunque breve documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» (15.X.1989). En él se responde precisamente a la cuestión de «si y cómo» la oración cristiana «puede ser enriquecida con los métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas distintas» (n. 3). Cuestión aparte es el renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. No debemos engañarnos pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas. La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano. }}-XV. ¿MAHOMA? PREGUNTA Tema muy distinto, obviamente, es el que nos lleva a las mezquitas donde (como en las sinagogas) se reúnen los que adoran al Dios Uno y único. RESPUESTA Sí, ciertamente. Debe hacerse un comentario aparte para estas grandes religiones monotéístas, comenzando por el islamismo. En la ya varias veces citada Nostra aetate leemos: «La Iglesia mira también con afecto a los musulmanes que adoran al único Dios, vivo y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra» (n. 3). Gracias a su monoteísmo, los creyentes en Alá nos son particularmente cercanos. Recuerdo un suceso de mi juventud. Nos hallábamos visitando, en el convento de San Marcos de Florencia, los frescos del beato Angélico. En cierto momento se unió a nosotros un hombre, que, compartiendo nuestra admiración por la maestría de aquel gran religioso artista, no tardó en añadir: «Pero nada es comparable con nuestro magnífico monoteísmo musulmán.» Ese comentario no nos impidió continuar la visita y la conversación en tono amigable. Fue en aquella ocasión cuando tuve una |
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