¡Dios te salve María!
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experiencia anticipada del diálogo entre cristianismo e islamismo, que se procura fomentar, de manera sistemática, en el período posconciliar. Cualquiera que, conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento, lee el Corán, ve con claridad el proceso de reducción de la Divina Revelación que en él se lleva a cabo. Es imposible no advertir el alejamiento de lo que Dios ha dicho de Sí mismo, primero en el Antiguo Testamento por medio de los profetas y luego de modo definitivo en el Nuevo Testamento por medio de Su Hijo. Toda esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio del Antiguo y del Nuevo Testamento, en el islamismo ha sido de hecho abandonada. Al Dios del Corán se le dan unos nombres que están entre los más bellos que conoce el lenguaje humano, pero en definitiva es un Dios que está fuera del mundo, un Dios que es sólo Majestad, nunca el Emmanuel, Dios-con- nosotros. El islamismo no es una religión de redención. No hay sitio en él para la Cruz y la Resurrección. Jesús es mencionado, pero sólo como profeta preparador del último profeta, Mahoma. También María es recordada, Su Madre virginal; pero está completamente ausente el drama de la Redención. Por eso, no solamente la teología, sino también la antropología del Islam, están muy lejos de la cristiana. Sin embargo, la religiosidad de los musulmanes merece respeto. No se puede dejar de admirar, por ejemplo, su fidelidad a la oración. La imagen del creyente en Alá que, sin preocuparse ni del tiempo ni del sitio, se postra de rodillas y se sume en la oración, es un modelo para los confesores del verdadero Dios, en particular para aquellos cristianos que, desertando de sus maravillosas catedrales, rezan poco o no rezan en absoluto. El Concilio ha llamado a la Iglesia al diálogo también con los seguidores del «Profeta», y la Iglesia procede a lo largo de este camino. Leemos en la Nostra aetate: «Si en el transcurso de los siglos no pocas desavenencias y enemistades surgieron entre cristianos y musulmanes, el Sacrosanto Concilio exhorta a todos a olvidar el pasado y a ejercitar sinceramente la mutua comprensión, además de a defender y promover juntos, para todos los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad» (n. 3). Desde este punto de vista han tenido ciertamente, como ya lo he señalado, un gran papel los encuentros de oración en Asís (especialmente la oración por la paz en Bosnia, en 1993), además de los encuentros con los seguidores del islamismo durante mis numerosos viajes apostólicos por África y Asia, donde a veces, en un determinado país, la mayoría de los ciudadanos está formada precisamente por musulmanes; pues bien, a pesar de eso, el Papa fue acogido con una grandísima hospitalidad y escuchado con pareja benevolencia. La visita a Marruecos por invitación del rey Hasán II puede ser sin duda definida como un acontecimiento histórico. No se trató solamente de una visita de cortesía, sino de un hecho de orden verdaderamente pastoral. Inolvidable fue el encuentro con la juventud en el estadio de Casablanca (1985). Impresionaba la apertura de los jóvenes a la palabra del Papa cuando ilustraba la fe en el Dios único. Ciertamente fue un acontecimiento sin precedentes. Tampoco faltan, sin embargo, dificultades muy concretas. En los países donde las corrientes fundamentalistas llegan al poder, los derechos del hombre y el principio de la libertad religiosa son interpretados, por desgracia, muy unilateralmente; la libertad religiosa es entendida como libertad de imponer a todos los ciudadanos la «verdadera religión». La situación de los cristianos en estos países es a veces de todo punto dramática. Los comportamientos fundamentalistas de este tipo hacen muy difícil los contactos recíprocos. No obstante, por parte de la Iglesia permanece inmutable la apertura al diálogo y a la colaboración. -XVI. LA SINAGOGA DE WADOWICE PREGUNTA Llegados a este punto -como era de esperar- Su Santidad pretende dirigirse a Israel. RESPUESTA Así es. A través de esa sorprendente pluralidad de religiones, que se disponen entre ellas como en círculos concéntricos, hemos llegado a la religión que nos es más cercana: la del pueblo de Dios de la Antigua Alianza. Las palabras de la Nostra aetate suponen un verdadero cambio. El Concilio dice: «La Iglesia de Cristo reconoce que, efectivamente, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de salvación, en los Patriarcas, Moisés y los Profetas. [...] Por eso, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con el que Dios, en su inefable misericordia, se dignó sellar la Alianza Antigua, y que se nutre de la raíz del buen olivo en el que han sido injertados los ramos del olivo silvestre que son los gentiles. [...] Por consiguiente, siendo tan grande el patrimonio espiritual común a los cristianos y a los hebreos, este Sacro Concilio quiere promover y recomendar entre ellos el mutuo conocimiento y estima, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y de un fraterno diálogo» (n. 4). Tras las palabras de la declaración conciliar está la experiencia de muchos hombres, tanto judíos como cristianos. Está también mi experiencia personal desde los primerísimos años de mi vida en mi ciudad natal. Recuerdo sobre todo la escuela elemental de Wadowice, en la que, en mi clase, al menos una cuarta parte de los alumnos estaba compuesta por chicos judíos. Y quiero ahora mencionar mi amistad, en aquellos tiempos escolares, con uno de ellos, Jerzy Kluger. Amistad que ha continuado desde los bancos de la escuela hasta hoy. Tengo viva ante mis ojos la imagen de los judíos que cada sábado se dirigían a la sinagoga, situada detrás de nuestro gimnasio. Ambos grupos religiosos, católicos y judíos, estaban unidos, supongo, por la conciencia de estar rezando al mismo Dios. A pesar de la diversidad de lenguaje, las oraciones en la iglesia y en la sinagoga estaban basadas, en considerable medida, en los mismos textos. Luego vino la Segunda Guerra Mundial, con los campos de concentración y el exterminio programado. En primer lugar, lo sufrieron precisamente los hijos de la nación hebrea, solamente porque eran judíos. Quien viviera entonces en Polonia tenía, aunque sólo fuera indirectamente, contacto con esa realidad. Ésta fue, por tanto, también mi experiencia personal, una experiencia que he llevado dentro de mí hasta hoy. Auschwitz, quizá el símbolo más elocuente del holocausto del pueblo judío, muestra hasta dónde puede llevar a una nación un sistema construido sobre premisas de odio racial o de afán de dominio. Auschwitz no cesa de amonestarnos aún en nuestros días, recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad; que todo odio racial acaba inevitablemente por llevar a la conculcación de la dignidad humana. Quisiera volver a la sinagoga de Wadowice. Fue destruida por los alemanes y hoy ya no existe. Hace algunos años vino a verme Jerzy para decirme que el lugar en el que estaba situada la sinagoga debería ser honrado con una lápida conmemorativa adecuada. Debo admitir que en aquel momento los dos sentimos una profunda emoción. Se presentó ante nuestros ojos la imagen de aquellas personas conocidas y queridas, y de aquellos sábados de nuestra infancia y adolescencia, cuando la comunidad judía de Wadowice se dirigía a la oración. Le prometí que escribiría gustoso unas palabras para tal ocasión, en señal de solidaridad y de unión espiritual con aquel importante suceso. Y así fue. La persona que transmitió a mis conciudadanos de Wadowice el contenido de esa carta personal mía fue el propio Jerzy. Aquel viaje fue muy difícil para él. Toda su familia, que se había quedado en aquella pequeña ciudad, murió en Auschwitz, y la visita a Wadowice, para la inauguración de la lápida conmemorativa de la sinagoga local, era para él la primera después de cincuenta años... Detrás de las palabras de la Nostra aetate, como he dicho, está la experiencia de muchos. Vuelvo con el recuerdo al periodo de mi trabajo pastoral en Cracovia. Cracovia y especialmente el barrio de Kazimierz conservan muchos rasgos de la cultura y la tradición judías. En Kazimierz, antes de la guerra, había algunas decenas de sinagogas, que en parte eran grandes monumentos de la cultura. Como arzobispo de Cracovia, tuve intensos contactos con la comunidad judía de la ciudad. Relaciones muy cordiales me unían con su jefe, que han continuado incluso después de mi traslado a Roma. Elegido a la Sede de Pedro, conservo pues en mi ánimo algo que tiene raíces muy profundas en mi vida. Con ocasión de mis viajes apostólicos por el mundo intento siempre encontrarme con representantes de las comunidades judías. Pero una experiencia del todo excepcional fue para mí, sin duda, la visita a la sinagoga romana. La historia de los judíos en Roma es un capítulo aparte en la historia de este pueblo, capítulo estrechamente ligado, por otro lado, a los Hechos de los Apóstoles. Durante aquella visita memorable, definí a los judíos como hermanos mayores en lafe. Son palabras que resumen en realidad todo cuanto dijo el Concilio y que no puede dejar de ser una profunda convicción de la Iglesia. El Vaticano II en este caso no se ha extendido mucho, pero lo que ha dejado confirmado abarca una realidad inmensa, una realidad no solamente religiosa sino también cultural. Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales de la elección divina. Lo dije una vez hablando con un político israelí, el cual estuvo plenamente de acuerdo conmigo. Sólo añadió: «¡Si esto fuera menos costoso...."? Realmente, Israel ha pagado un alto precio por su propia «elección». Quizá debido a eso se ha hecho más semejante al Hijo del hombre, quien, según la carne, era también Hijo de Israel; el dos mil aniversario de Su venida al mundo será fiesta también para los judíos. Estoy contento de que mi ministerio en la Sede de Pedro haya tenido lugar en el período posconciliar, mientras las aspiraciones que guiaron Nostra aetate iban adquiriendo forma concreta. De este modo se acercan entre sí estas dos grandes partes de la divina elección: la Antigua y la Nueva Alianza. La Nueva Alianza tiene sus raíces en la Antigua. Cuándo podrá el pueblo de la Antigua Alianza reconocerse en la Nueva es, naturalmente, una cuestión que hay que dejar en manos del Espiritu Santo. Nosotros, hombres, intentemos sólo no obstaculizar el camino. La manera de este «no poner obstáculos» es ciertamente el diálogo cristianojudio, que se lleva adelante por parte de la Iglesia mediante el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos. Estoy además contento de que -como efecto del proceso de paz que se está llevando a cabo, a pesar de retrocesos y obstáculos, en el Oriente Medio, también por iniciativa del Estado de Israel- se haya hecho posible el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Sede Apostólica e Israel. En cuanto al reconocimiento del Estado de Israel, hay que subrayar que no tuve nunca dudas al respecto. Una vez, después de la conclusión de uno de mis encuentros con comunidades judías, uno de los presentes dijo: «Quiero agradecer al Papa todo cuanto la Iglesia católica ha hecho en pro del conocimiento del verdadero Dios en el transcurso de estos dos mil años.» En estas palabras queda comprendido indirectamente cómo la Nueva Alianza sirve al cumplimiento de lo que tiene sus raíces en la vocación de Abraham, en la Alianza del Sinaí sellada con Israel, y en todo ese riquísimo patrimonio de los profetas inspirado por Dios, los cuales, ya centenares de años antes de su cumplimiento, hicieron presente, por medio de los Libros Sagrados, a Aquel que Dios iba a mandar en la «plenitud de los tiempos» (cfr. Gálatas 4,4). }}-XVII. HACIA EL DOS MIL EN MINORIA PREGUNTA Perdone, Santo Padre, pero mi papel (del que reconozco todo el honor, pero a la vez su no pequeña responsabilidad) incluye el llevar a cabo una respetuosa «provocación» a propósito de cuestiones de actualidad -quizá preocupantes- también entre católicos. Prosigo, pues. He observado cómo Usted se ha referido en repetidas ocasiones-consciente de la importancia simbólica del acontecimiento- al próximo tercer milenio de la era de la Redención; pues bien, basándome en cifras estadísticas, precisamente en torno al dos mil, y por primera vez en la historia, los musulmanes superarán en número a los católicos. Ya ahora sólo los hindúes son más numerosos que los protestantes y los ortodoxos griegos y eslavos juntos. En Sus viajes apostólicos por el mundo, Usted va con frecuencia a tierras donde los creyentes en Cristo, y los católicos en particular, son una pequeña minoría, incluso a veces en disminución. ¿Qué siente ante una realidad semejante, después de veinte siglos de evangelización? ¿Qué enigmático plan divino vislumbra? RESPUESTA Pienso que una visión así del problema está marcada por una cierta interpretación simplificadora de lo que es su esencia. Ésta, en realidad, es mucho más profunda, como he intentado ya explicar en la respuesta a la pregunta anterior. Aquí la estadística no se puede utilizar: valores de este tipo no son cuantficables en cifras. A decir verdad, tampoco la sociología de la religión, por otra parte muy útil, puede decirnos mucho; los criterios de valoración que ofrece, según sus presupuestos, no sirven si lo que se quiere es sacar conclusiones sobre el comportamiento interior de las personas. Ninguna estadística que pretenda presentar cuantitativamente la fe, por ejemplo mediante la sola participación de los fieles en los ritos religiosos, alcanza el núcleo de la cuestión. Aquí las solas cifras no bastan. En la pregunta se plantea la cuestión -aunque sea «provocativamente», como usted ha precisado- del siguiente modo: contemos cuántos son en el mundo los musulmanes o los hindúes, contemos cuántos son los católicos, o los cristianos en general, y tendremos la respuesta a la pregunta sobre qué religión es la mayoritaria, cuál tiene futuro por delante y cuál, en cambio, parece pertenecer ya sólo al pasado o está sufriendo un proceso sistemático de descomposición o decadencia. En realidad, desde el punto de vista del Evangelio la cuestión es completamente distinta. Cristo dice: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros su reino» (Lucas 12,32). Pienso que con estas palabras Cristo responde mejor a los problemas que turban a algunos, y que quedan expresados en su pregunta. Pero Jesús va incluso más lejos: «El Hijo del hombre, cuando venga en la Parusía, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (cfr. Lucas 18,18). Tanto esta pregunta como la expresión precedente sobre el pequeño rebaño indican el profundo realismo por el que se guiaba Jesús en lo referente a Sus apóstoles. No los preparaba para éxitos fáciles. Hablaba claramente, hablaba de las persecuciones que les esperaban a Sus confesores. Al mismo tiempo iba construyendo la certeza de la fe. «Al Padre le complació dar el Reino» a aquellos doce hombres de Galilea, y por medio de ellos a toda la humanidad. Les amonestaba diciendo que en el camino de su misión, hacia la que los dirigía, les esperaban contrariedades y persecuciones, porque Él mismo había sido perseguido: «Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros»; pero inmediatamente añadía: «Si han observado mi palabra, observarán también la vuestra» (Juan 15,20). Desde joven yo advertía que estas palabras contienen la esencia misma del Evangelio. El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas. En el Evangelio está contenida una fundamental paradoja: para encontrar la vida, hay que perder la vida; para nacer, hay que morir; para salvarse, hay que cargar con la Cruz. Ésta es la verdad esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes chocará contra la protesta del hombre. Siempre y en todas partes el Evangelio será un desafio para la debilidad humana. En ese desafío está toda su fuerza. Y el hombre, quizá, espera en su subconsciente un desafio semejante; hay en él la necesidad de superarse a sí mismo. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente hombre (Blas Pascal, Pensées, n. 434: Apprenez que l"homme passe infiniment l"homme: «Sabed que el hombre supera infinitamente al hombre»). Ésta es la verdad más profunda sobre el hombre. El primero que la conoce es Cristo. Él sabe verdaderamente «lo que hay en cada hombre» (Juan 2,25). Con Su Evangelio ha indicado cuál es la íntima verdad del hombre. La ha señalado en primer lugar con Su Cruz. Pilato que, señalando al Nazareno coronado de espinas después de la flagelación, dijo: «¡He aquí al hombre!» (Juan 19,5), no se daba cuenta de que estaba proclamando una verdad esencial, de que estaba expresando lo que siempre y en todas partes sigue siendo el contenido de la evangelización. }}-XVIII. EL RETO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN PREGUNTA Le pediría que se detuviera un poco en esta última expresión, que reaparece con frecuencia en Sus enseñanzas, en sus exhortaciones: la «evangelización», mejor aún, la «nueva evangelización», parece ser para el Papa la tarea principal, y más urgente, del católico de este final del siglo xx. RESPUESTA En efecto, la llamada a un gran relanzamiento de la evangelización vuelve de diversas maneras a la vida actual de la Iglesia. Aunque la verdad es que nunca ha estado ausente: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» (1 Corintios 9,16). Esta expresión de Pablo de Tarso ha sido válida en todas las épocas de la historia de la Iglesia. Él mismo, fariseo convertido, se sintió continuamente perseguido por ese «¡ay!». El mundo mediterráneo en el que vivió oyó sus palabras, la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo. Y aquel mundo comenzó a reflexionar sobre el significado de tal mensaje. Fueron muchos los que siguieron al apóstol. No se debe olvidar nunca la misteriosa llamada que indujo a san Pablo a superar los confines entre Asia Menor y Europa (cfr. Hechos de los Apóstoles 16,9-10). Entonces tuvo inicio la primera evangelización de Europa. El encuentro del Evangelio con el mundo helénico mostró ser fructuosísimo. Entre los oyentes que Pablo consiguió reunir en su entorno, merecen particular atención los que acudieron a escucharle en el areópago ateniense. Haría falta ahora analizar el Discurso de san Pablo en el areópago, una obra maestra en su género. Lo que el apóstol dice y el modo en que lo dice manifiestan todo su genio evangelizador. Sabemos que aquel día acabó en fracaso. Mientras Pablo habló de un Dios desconocido los que le escuchaban le atendieron, porque advertían en sus palabras algo que correspondía a su religiosidad; pero cuando mencionó la Resurrección, reaccionaron inmediatamente protestando. El apóstol comprendió entonces que costaria abrir el camino para que el misterio de la salvación en Cristo entrara en las mentes de los griegos, habituados a la mitología y a diversas formas de especulación filosófica. Sin embargo, no se rindió. Derrotado en Atenas, reanudó con santa tozudez el anuncio del Evangelio a toda criatura. Esta santa obstinación le condujo al ffn a Roma, donde encontró la muerte. El Evangelio fue así llevado fuera del estrecho ámbito de Jerusalén y de Palestina, y empezó su carrera hasta los alejados confines del mundo de entonces. Lo que Pablo anunciaba a viva voz, lo confirmaba luego con sus cartas. Cartas que testimoniaban el hecho que el apóstol dejaba tras de sí, por cualquier sitio donde fuera: las comunidades llenas de vitalidad en las que no cesaba de estar presente como testigo de Cristo crucificado y resucitado. La evangelización llevada a cabo por los apóstoles puso los fundamentos para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia, convirtiéndose en germen y, en cierto sentido, en modelo válido para cualquier época. Sobre las huellas de los apóstoles, sus discípulos continuaron la obra evangelizadora en la segunda y en la tercera generación. Aquélla fue la época heroica, la época de san Ignacio de Antioquía, de san Policarpo y de tantos otros mártires insignes. La evangelización no es solamente la enseñanza viva de la Iglesia, el primer anuncio de la fe (kérygma) y la instrucción, la formación en la fe (la catequesis), sino que es también todo el vasto esfuerzo de reJlexión sobre la verdad revelada, que se ha expresado desde el comienzo en la obra de los Padres de Oriente y de Occidente y que, cuando hubo que confrontar esa verdad con las elucubraciones gnósticas y con las varias herejías nacientes, fue polémica. Evangelización ha sido la actividad de los diversos concilios. Probablemente, en los primeros siglos, si no hubiese tenido lugar el encuentro con el mundo helénico, habría bastado con el Concilio de Jerusalén, que celebraron los mismos apóstoles hacia el año 50 (cfr. Hechos de los Apóstoles, 15). Los sucesivos concilios ecuménicos surgieron de la necesidad de expresar la verdad de la fe revelada con un lenguaje comunicativo y convincente para los hombres que vivian en el ámbito de la civilización helénica. Todo esto forma parte de la historia de la evangelización, una historia que se ha desarrollado en el encuentro con la cultura de cada época. A los Padres de la Iglesia debe reconocérseles un papel fundamental en la evangelización del mundo, además de en la formación de las bases de la doctrina teológica y filosóflca durante el primer milenio. Cristo había dicho: «Id y predicad por todo el mundo» (Marcos 16,15). A medida que el mundo conocido por el hombre se engrandecía, también la Iglesia afrontaba nuevas tareas de evangelización. El primer milenio supuso el encuentro con muchos pueblos que, en sus migraciones, llegaban a los centros del cristianismo. En ellos acogieron la fe, se hicieron cristianos, aunque con bastante frecuencia no estaban en condiciones de comprender del todo la formulación del Misterio. Así, muchos se deslizaron hacia el arrianismo, que negaba la igualdad del Hijo con el Padre, y lucharon por la victoria de esa herejía en el mundo cristiano. No fueron sólo disputas ideológicas; se trataba de una continua lucha por la afirmación del Evangelio mismo. Y constantemente, a través de aquellas controversias, resonaba la voz de Cristo: «Id por todo el mundo y enseñad a todas las naciones» (cfr. Mateo 28,19). /Ad gentes!: es sorprendente la eficacia de estas palabras del Redentor del mundo. Uno de los más grandes acontecimientos en la historia de la evangelización fue sin duda alguna la misión de los dos hermanos provenientes de Tesalónica, los santos Cirilo y Metodio. Fueron los apóstoles de los eslavos: llevaron el Evangelio y al mismo tiempo pusieron los fundamentos de las culturas eslavas. En cierta medida, estos pueblos les son deudores de una lengua litúrgica y literaria. Ambos trabajaron en el siglo IX entre Constantinopla y Roma. Y lo hicieron en nombre de la unidad de la Iglesia de Oriente y de Occidente, a pesar de que esa unidad comenzaba entonces a deshacerse. El patrimonio de su evangelización ha permanecido en las vastas regiones de la Europa central y meridional, y tantas naciones eslavas, aún hoy, reconocen en ellos no solamente a los maestros de la fe, sino también a los padres de la cultura. Una nueva y gran oleada de evangelización partirá, a fines del siglo xv, sobre todo de España y de Portugal. Esto es tanto más extraordinario cuanto que precisamente en aquel período, después del llamado cisma de Oriente en el siglo Xl, se estaba consumando la dramática escisión de Occidente. El gran esplendor medieval del papado quedaba ya atrás; la Reforma protestante tomaba cuerpo de modo imparable. A pesar de eso, en el momento en que la Iglesia romana perdía pueblos al norte de los Alpes, la Providencia le abria nuevas perspectivas. Con el descubrimiento de América se preparaba la obra de evangelización de todo aquel continente, de norte a sur. Hace poco hemos celebrado el Quinto Centenario de aquella evangelización, con la intención no sólo de recordar un hecho del pasado, sino de preguntarnos por los compromisos actuales a la luz de la obra realizada por los heroicos misioneros, especialmente religiosos, en todo el continente americano. El afán misionero, que se manifestó más allá del océano con el descubrimiento del nuevo continente, no dejó de despertar además iniciativas eclesiales hacia Oriente. El siglo XVI es también el siglo de san Francisco Javier, el cual, precisamente allí, en el Este, en la India y en Japón, buscó la meta de su actividad misionera, que fue eficacísima, a pesar de encontrar fuerte resistencia por parte de las culturas que aquellos grandes pueblos habían desarrollado a lo largo de milenios. Se hacía necesario dedicarse a la obra de culturación, como proponía el padre Mateo Ricci, el apóstol de China, si se quería que el cristianismo alcanzase con profundidad el ánimo de esos pueblos. He recordado ya que Asia es cristiana solamente en un pequeño tanto por ciento; no obstante, este «pequeño rebaño» participa ciertamente del Reino transmitido por el Padre a los apóstoles por medio de Cristo. Y es sorprendente la vitalidad de algunas Iglesias asiáticas; una vez más, es fruto de la persecución. Esto es así, en particular, para Corea, Vietnam y, en el último período, también para China. La conciencia de que la Iglesia entera se encuentra in statu missionis (en estado de misión) se manifestó con fuerza en el siglo pasado y se manifiesta también en el presente, en primer lugar entre las antiguas Iglesias de Europa occidental. Baste pensar que en el pasado, por ejemplo en Francia, de algunas diócesis partían para las misiones la mitad de los sacerdotes. La Encíclica Redemptoris missio, publicada hace poco, abarca este pasado lejano y cercano, que comienza con el areópago de Atenas, hasta nuestro tiempo, en que se han multiplicado otros areópagos semejantes. La Iglesia evangeliza, la Iglesia anuncia a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida; Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Y, a pesar de las debilidades humanas, la Iglesia es incansable en este anuncio. La gran oleada misionera, la que tuvo lugar en el siglo pasado, se dirigió hacia todos los continentes y, en particular, hacia el continente africano. Hoy en ese continente tenemos mucha tarea que hacer con una Iglesia indígena ya formada. Son ya numerosas las generaciones de obispos de color. África se convierte en un continente de vocaciones misioneras. Y las vocaciones - gracias a Dios- no faltan. Todo lo que disminuyen en Europa, otro tanto aumentan allí, en África, en Asia. Quizá algún día se revelen verdaderas las palabras del cardenal Hyacinthe Thiandoum, que planteaba la posibilidad de evangelizar el Viejo Mundo con misioneros negros y de color. Y de nuevo hay que preguntarse si no será ésta una prueba más de la permanente vitalidad de la Iglesia. Hablo de eso para echar así una luz distinta sobre la pregunta un poco inquietante acerca del número de cristianos, de católicos en particular. De verdad que no hay motivo para el derrotismo. Si el mundo no es católico desde el punto de vista confesional, ciertamente está penetrado, muy profundamente, por el Evangelio. Se puede incluso decir que, en cierto modo, está presente en él de modo invisible el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo. Si de hecho, por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por el otro hay una poderosa antievangelización, que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso. En este sentido, la Redemptoris missio habla de modernos areópagos, es decir, de nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean las elites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas. La evangelización renueva su encuentro con el hombre, está unida al cambio generacional. Mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de la Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, o a las que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale, sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar. ¿Qué significa esto? Significa que Cristo es siempre joven. Significa que el Espíritu Santo obra incesantemente. ¡Qué elocuentes son las palabras de Cristo!: «Mi Padre obra siempre y yo también obro!» (Juan 5,17). El Padre y el Hijo obran en el Espíritu Santo, que es el Espíritu de verdad, y la verdad no cesa de ser fascinante para el hombre, especialmente para los corazones jóvenes. No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas. Para Cristo lo importante son las obras de caridad. La Iglesia, a pesar de todas las pérdidas que sufre, no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro. Tal esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espiritu siempre se mide con el metro de estas palabras apostólicas: «¡Ay de mi si no predicase el Evangelio.l» (1 Corintios 9,16). Diez años después del Concilio fue convocado el Sínodo de los Obispos para el tema de la evangelización. Su fruto fue la Exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi. No es una encíclica, pero su valor intrinseco supera quizá al de muchas encíclicas. Esa exhortación, puede decirse, constituye la interpretación del magisterio conciliar sobre lo que es tarea esencial de la Iglesia: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» En el mundo contemporáneo se siente una especial necesidad del Evangelio, ante la perspectzva ya cercana del año 2000. Se advierte tal necesidad de modo especial, quizá porque el mundo parece alejarse del Evangelio, o bien porque aún no ha llegado a ese mundo. La primera hipótesis -el alejamiento del Evangelio- mira sobre todo al «Viejo Mundo», especialmente a Europa; la segunda posibilidad mira al continente asiático, al Extremo Oriente y a África. Si a partir de la Evangelii nuntiandi se repite la expresión nueva evangelización, eso es solamente en el sentido de los nuevos retos que el mundo contemporáneo plantea a la misión de la Iglesia. Es sintomático que la Redemptoris missio hable de una nueva primavera de la evangelización, y es aún más significativo el hecho de que esta Encíclica haya sido acogida con gran satisfacción, incluso con entusiasmo, en tantos ambientes. Después de la Evangelii nuntiandi, se propone como una nueva síntesis de la enseñanza sobre la evangelización del mundo contemporáneo. La Encíclica precisa cuáles son los principales problemas; llama por su nombre a los obstáculos que se acumulan en el camino de la evangelización; aclara algunos conceptos, de los que a veces se abusa, especialmente en el lenguaje periodístico; finalmente señala las partes del mundo, por ejemplo los países poscomunistas, en las que la verdad del Evangelio es esperada de una manera especial. Para éstos, que son países de largo pasado cristiano, se impone una especie de «re-evangelización». La nueva evangelización no tiene nada que ver con lo que diversas publicaciones han insinuado, hablando de restauración, o lanzando la palabra proselitismo en tono de acusación, o echando mano de conceptos como pluralismo y tolerancia, entendidos unilateral y tendenciosamente. Una profunda lectura de la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa ayudaría a esclarecer tales problemas, y también a disipar los temores que se intenta despertar, quizá con el fin de arrancar a la Iglesia el coraje y el empuje para acometer su misión evangelizadora. Y esa misión pertenece a la esencia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II hizo una declaración de principios afirmando que «la Iglesia [...] es por naturaleza misionera» (Ad Gentes, 2). Aparte de esas objeciones, que se refieren a la evangelización en cuanto tal y a sus posibilidades en el mundo contemporáneo, aparecieron otras más bien concernientes a los modos y métodos de evangelización. En 1989 en Santiago de Compostela, en España, se desarrolló la Jornada Mundial de la Juventud. La respuesta de los jóvenes, sobre todo de los europeos, fue extraordinariamente calurosa. La antiquísima ruta de las peregrinaciones al santuario de Santiago apóstol vibró nuevamente de vida. Es sabida la importancia que este santuario -y en general las peregrinaciones- tuvo para el cristianismo; en concreto, es conocido su papel en la formación de la identidad cultural de Europa. Pero casi a la vez que este significativo evento, se alzaron voces que decían que «el sueño de Compostela» pertenecía ya, de modo irrevocable, al pasado, y que la Europa cristiana se había convertido en un fenómeno histórico que había que relegar ya a los archivos. Mueve a reflexión un miedo semejante, frente a la nueva evangelización, por parte de algunos ambientes que dicen representar la opinión pública. En el contexto de la nueva evangelización es muy elocuente el actual descubrimiento de los auténticos valores de la llamada religiosidad popular. Hasta hace algún tiempo se hablaba de ellos en un tono bastante despreciativo. Algunas de sus formas de expresión están, por el contrario, viviendo en nuestros tiempos un verdadero renacimiento, por ejemplo, el movimiento de peregrinaciones por rutas antiguas y nuevas. Así, al testimonio inolvidable del encuentro en Santiago de Compostela (1989) se añadió luego la experiencia de Jasna Góra, en Czestochowa (1991). So bre todo las generaciones jóvenes van encantadas en peregrinación; y esto no sólo en nuestro Viejo Continente, sino también en los Estados Unidos, donde, a pesar de no tener una tradición de peregrinaciones a santuarios, el encuentro mundial de jóvenes en Denver (1993) reunió a unos cuantos cientos de miles de jóvenes confesores de Cristo. Hoy se da, pues, la clara necesidad de una nueva evangelización. Existe la necesidad de un anuncio evangélico que se haga peregrino junto al hombre, que se ponga en camino con la joven generación. ¿Tal necesidad no es ya en sí misma un slntoma del ano 2000, que se está acercando? Cada vez más a menudo los peregrinos miran hacia Tierra Santa, hacia Nazaret, Belén y Jerusalén. El pueblo de Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza vive en las nuevas generaciones y, al finalizar este siglo xx, tiene la misma conciencia deAbraham, el cual siguió la voz de Dios que lo llamaba a emprender la peregrinación de la fe. ¿Qué palabra oímos con más frecuencia en el Evangelio sino ésta?: «Sígueme» (Mateo 8,22). Esa palabra llama a los hombres de hoy, especialmente a los jóvenes, a ponerse en camino por las rutas del Evangelio en dirección a un mundo mejor. }}-XIX. JÓVENES: ¿REALMENTE UNA ESPERANZA? PREGUNTA Los jóvenes son siempre los privilegiados en la afectuosa atención del Santo Padre, quien con frecuencia repite que la Iglesia los mira con especial esperanza para la nueva evangelización. Santidad, ¿es fundada esta esperanza? ¿No estaremos más bien ante la siempre renovada ilusión de nosotros los adultos de que la nueva generación será mejor que la nuestra y que todas las precedentes? RESPUESTA Abre usted aquí un enorme campo para el análisis y para la meditación. ¿Cómo son los jóvenes de hoy, qué buscan? Se podría decir que son los de siempre. Hay algo en el hombre que no experimenta cambios, como ha recordado el Concilio en la Gaudium et Spes (n. 10). Esto queda confirmado en la juventud quizá más que en otras edades. Sin embargo, esto no quita que los jóvenes de hoy sean distintos de los que los han precedido. En el pasado, las jóvenes generaciones se formaron en las dolorosas experiencias de la guerra, en los campos de concentración, en un constante peligro. Tales experiencias despertaban también en los jóvenes -y pienso en cualquier parte del mundo, aunque esté recordando ahora a la juventud polacalos rasgos de un gran heroismo. Baste recordar la rebelión de Varsovia en 1944: el desesperado arrojo de mis compatriotas, que no escatimaron sus fuerzas, que entregaron sus jóvenes vidas como a una hoguera ardiente. Querían demostrar que estaban madurando ante la gran y difícil herencia que habían recibido. También yo pertenezco a esa generación, y pienso que el heróísmo de mis compatriotas me ha sido de ayuda para determinar mi personal vocación. El padre Konstanty Michalski, uno de los grandes profesores de la Universidad de Jagel en Cracovia, al volver del campo de concentración de Sachsenhausen, escribió un libro titulado Entre el heroísmo y la bestialidad. Este título traduce bien el clima de la época. El mismo Michalski, a propósito de fray Alberto Chmielowski, recordaba la frase evangélica según la cual «hay que dar el alma» (cfr. Juan 15,15). Precisamente en aquel período de tanto desprecio por el hombre como quizá nunca lo había habido, cuando una vida humana no valía nada, precisamente entonces la vida de cada uno se hizo preciosa, adquirió el valor de un don gratuito. En esto, ciertamente, los jóvenes de hoy crecen en un contexto distinto, no llevan dentro de sí las experiencias de la Segunda Guerra Mundial. Muchos, además, no han conocido -o no lo recuerdan- las luchas contra el sistema comunista, contra el Estado totalitario. Viven en la libertad, conquistada para ellos por otros, y en gran medida han cedido a la civilización del consumo. Éstos son los parámetros, evidentemente sólo esbozados, de la situación actual. A pesar de eso, es diffcil saber si la juventud rechaza los valores tradicionales, si abandona la Iglesia. Las experiencias de los educadores y de los pastores con,firman, hoy no menos que ayer, el idealismo característico de esta edad, aunque actualmente se exprese, quizá, en forma sobre todo crítica, mientras que en otro tiempo se traducía más sencillamente en compromiso. En general, se puede afirmar que las nuevas generaciones crecen ahora principalmente en un clima de nueva época positivista, mientras que por ejemplo en Polonia, cuando yo era muchacho, dominaban las tradiciones románticas. Los jóvenes con los que entré en contacto nada más ser consagrado sacerdote crecieron en ese clima. En la Iglesia y en el Evangelio veían un punto de referencia en torno al que concentrar el esfuerzo interior, para formar la propia vida de modo que tuviese sentido. Recuerdo todavía las conversaciones con aquellos jóvenes, que expresaban precisamente así su relación con la fe. La principal experiencia de aquel período, cuando mi tarea pastoral se centraba sobre todo en ellos, fue el descubrimiento de la esencial importancia de la juventud. ¿Qué es la juventud? No es solamente un período de la vida correspondiente a un determinado número de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no sólo el sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir su vida. Ésta es la característica esencial de la juventud. Además del sacerdote, cada educador, empezando por los padres, debe conocer bien esta característica, y debe saberla reconocer en cada muchacho o muchacha; digo más, debe amar lo que es esencial para la juventud. Si en cada época de su vida el hombre desea afirmarse, encontrar el amor, en ésta lo desea de un modo aún más intenso. El deseo de afirmación, sin embargo, no debe ser entendido como una legitimación de todo, sin excepciones. Los jóvenes no quieren eso; están también dispuestos a ser reprendidos, quieren que se les diga sí o no. Tienen necesidad de un guía, y quieren tenerlo muy cerca. Si recurren a personas con autoridad, lo hacen porque las suponen ricas de calor humano y capaces de andar con ellos por los caminos que están siguiendo. Resulta, pues, obvio que el problema esencial de la juventud es profundamente personal. La juventud es el período de la personalización de la vida humana. Es también el período de la comunión: los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que tienen que vivir para los demás y con los demás, saben que su vida tiene sentido en la medida en que se hace don gratuito para el prójimo. Ahí tienen origen todas las vocaciones, tanto las sacerdotales o religiosas, como las vocaciones al matrimonio o a la familia. También la llamada al matrimonio es una vocación, un don de Dios. Nunca olvidaré a un muchacho, estudiante del politécnico de Cracovia, del que todos sabían que aspiraba con decisión a la santidad. Ése era el programa de su vida; sabía que había sido «creado para cosas grandes», como dijo una vez san Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo ese muchacho no tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni la vida religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el trabajo profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su vida y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una conversación en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: «Pienso que ésta debe ser mi mujer, es Dios quien me la da.» Como si no siguiera las voces del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios viene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy Ciesielski, desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido invitado para enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación ha sido ya iniciado. Esta vocación al amor es, de modo natural, el elemento más íntimamente unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto. Sentía una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es uno de los temas fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi ministerio desde el púlpito, en el confesonario, y también a través de la palabra escrita. Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso». Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como «un escándalo del mundo contemporáneo» (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar. En los años en que yo mismo era un joven sacerdote y pastor, me formé esta imagen de los jóvenes y de la juventud, que me ha seguido a lo largo de todos los años posteriores. Imagen que me permite también encontrar a los chicos en cualquier sitio al que vaya. Todo párroco de Roma sabe que la visita a las parroquias debe concluir con un encuentro del Obispo de Roma con los jóvenes. Y no solamente en Roma, sino en cualquier parte a la que el Papa vaya busca a los jóvenes, y en todas partes es buscado por los jóvenes. Aunque, la verdad es que no es a él a quien buscan. A quien buscan es a Cristo, que «sabe lo que hay en cada hombre» (Juan 2,25), especialmente en un hombre joven, ¡y sabe dar las verdaderas respuestas a sus preguntas! Y si son respuestas exigentes, los jóvenes no las rehuyen en absoluto; se diría más bien que las esperan. Se explica así también la génesis de las jornadas mundiales de los jóvenes. Inicialmente, con ocasión del Año Jubilar de la Redención y luego con el Año Internacional de la Juventud, convocado por la Organización de las Naciones Unidas (1985), los jóvenes fueron invitados a Roma. Y éste fue el comienzo. Nadie ha inventado las jornadas mundiales de los jóvenes. Fueron ellos quienes las crearon. Esas jornadas, esos encuentros, se convirtieron desde entonces en una necesidad de los jóvenes en todos los lugares del mundo. Las más de las veces han sido una gran sorpresa para los sacerdotes, e incluso para los obispos. Superaron todo lo que ellos mismos se esperaban. Estas jornadas mundiales se han convertido también en un fascinante y gran testimonio que los jóvenes se dan a sí mismos, han llegado a ser un poderoso medio de evangelización. En los jóvenes hay un inmenso potencial de bien, y de posibilidades creativas. Cuando me encuentro con ellos, en cualquier lugar del mundo, espero en primer lugar todo lo que ellos quieran decirme, de su sociedad, de su Iglesia. Y siempre les hago tomar conciencia de esto: «No es más importante, en absoluto, lo que yo os vaya a decir; lo importante es lo que vosotros me digáis. Me lo diréis no necesariamente con palabras; lo diréis con vuestra presencia, con vuestras canciones, quizá incluso con vuestros bailes, con vuestras representaciones; en fin, con vuestro entusiasmo.» Tenemos necesidad del entusiasmo de los jóvenes. Tenemos necesidad de la alegría de vivir que tienen los jóvenes. En ella se refleja algo de la alegría original que Dios tuvo al crear al hombre. Esta alegría es la que experimentan los jóvenes en sí mismos. Es igual en cada lugar, pero es también siempre nueva, original. Los jóvenes la saben expresar a su modo. No es verdad que sea el Papa quien lleva a los jóvenes de un extremo al otro del globo terráqueo. Son ellos quienes le llevan a él. Y aunque sus años aumentan, ellos le exhortan a ser joven, no le permiten que olvide su experiencia, su descubrimiento de la juventud y la gran importancia que tiene para la vida de cada hombre. Pienso que esto explica muchas cosas. El día de la inauguración del pontificado, el 22 de octubre de 1978, después de la conclusión de la liturgia, dije a los jóvenes en la plaza de San Pedro: «Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza.» Recuerdo constantemente aquellas palabras. Los jóvenes y la Iglesia. Resumiendo, deseo subrayar que los jóvenes buscan a Dios, buscan el sentido de la vida, buscan respuestas definitivas: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Lucas 10,25). En esta búsqueda no pueden dejar de encontrar la Iglesia. Y tampoco la Iglesia puede dejar de encontrar a los jóvenes. Solamente hace falta que la Iglesia posea una profunda comprensión de lo que es la juventud, de la importancia que reviste para todo hombre. Hace falta también que los jóvenes conozcan la Iglesia, que descubran en ella a Cristo, que camina a través de los siglos con cada generación, con cada hombre. Camina con cada uno como un amigo. Importante en la vida de un joven es el día en que se convence de que éste es el único Amigo que no defrauda, con el que siempre se puede contar. }}-XX. ÉRASE UNA VEZ EL COMUNISMO PREGUNTA Dios parece callar (el «silencio de Dios» del que algunos han hablado y aún hablan), pero en realidad no cesa de actuar. Eso afirman los que, en los acontecimientos humanos, descubren la realización del enigmático plan de la Providencia. Ateniéndonos a acontecimientos recientes, Usted, Santidad, ha insistido a menudo en una convicción Suya (recuerdo, por ejemplo, sus palabras en los países bálticos, Su primera visita a territorios ex soviéticos, en el otoño de 1993): en la caída del marxismo ateo se puede descubrir el digitus Dei, el «dedo de Dios». Ha aludido con frecuencia a un «misterio», incluso a un «milagro», al hablar de ese colapso, después de setenta años de un poder que parecía que iba a durar siglos. RESPUESTA Cristo dice: «Mi Padre obra siempre y yo también obro» (Juan 5,17). ¿A qué se refieren estas palabras? La unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es el elemento constitutivo esencial de la vida eterna. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti [...] y a quien Tú has enviado, Jesucristo» (Juan 17,3). Pero cuando Jesús habla del Padre que «obra siempre», no pretende aludir directamente a la eternidad; habla del hecho de que Dios obra en el mundo. El cristianismo no es solamente una religión del conocimiento, de la contemplación. Es una religión de la acción de Dios y de la acción del hombre. El gran maestro de la vida mística y de la contemplación, san Juan de la Cruz, al que ya citamos, ha escrito: «A la tarde de la vida seremos examinados en el amor» (cfr. Dichos de luz y amor, 59). Jesús ha expresado esta misma verdad del modo más sencillo en el discurso sobre el juicio final, referido por san Mateo en su Evangelio (25, 31-46). ¿Se puede hablar de silencio de Dios? Y si así fuera, ¿cómo interpretar ese silencio? Sí, en cierto sentido Dios calla, porque ya lo ha revelado todo. Habló «en los tiempos antiguos» por medio de los profetas y, «últimamente», por medio del Hijo (cfr. Hebreos 1,1-2): en Él ha dicho todo cuanto tenía que decir. El mismo san Juan de la Cruz afirma que Cristo es «como abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá» (Cántico espiritual, B, 37,4). Es necesario, pues, volver a escuchar la voz de Dios que habla en la historia del hombre. Y si esta palabra no se oye, puede ser porque el oído interior no se abre a ella. En este sentido hablaba Cristo de los que «viendo no ven, y oyendo no oyen» (cfr. Mateo 13,13), mientras que tener experiencia de Dios está siempre al alcance de todo hombre, el cual puede acceder a Él en Jesucristo y en virtud del Espíritu Santo. Hoy, a pesar de las apariencias, son muchos los que encuentran el camino para esa experiencia del Dios que obra. Es ésta la gran experiencia de nuestros tiempos, especialmente la de las jóvenes generaciones. ¿Qué otra interpretación podría darse no sólo de todas las asociaciones sino de todos los movimientos que han florecido en la Iglesia? ¿Qué otra cosa son sino la palabra de Dios que ha sido oída y acogida? ¿Y qué otra cosa es la experiencia de la reunión de Denver sino la voz de Dios que ha sido oída por los jóvenes, y en un contexto en el que, humanamente hablando, no se veía posibilidad alguna de éxito, y también porque se estaba haciendo mucho para impedir que esa palabra se oyera? Esta escucha, este conocimiento, es el origen de la acción; de ahí nace el movimiento del pensamiento, el movimiento del corazón, el movimiento de la voluntad. Dije una vez a los representantes de los movimientos apostólicos que la Iglesia misma es en primer lugar un ”movimiento”, una misión. Es la misión que se inicia en Dios Padre y que, mediante el Hijo en el Espíritu Santo, alcanza siempre de nuevo a la humanidad, y la modela de manera nueva. Sí, el cristianismo es una gran acción de Dios. La acción de la palabra se transforma en la acción de los Sacramentos. ¿Qué otra cosa son los Sacramentos (¡todos!) sino la acción de Cristo en el Espíritu Santo? Cuando la Iglesia bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando la Iglesia absuelve, es Cristo quien absuelve; cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, es Cristo quien la celebra: «Esto es mi Cuerpo.» Y así en todos. Todos los Sacramentos son una acción de Cristo, la acción de Dios en Cristo. Por lo tanto, es verdaderamente difícil hablar del silencio de Dios. Se debe más bien hablar de la voluntad de sofocar la voz de Dios. Sí, este deseo de sofocar la voz de Dios está bastante bien programado; muchos hacen cualquier cosa para que no se oiga Su voz, y se oiga solamente la voz del hombre, que no tiene nada que ofrecer que no sea terreno. Y a veces tal oferta lleva consigo la destrucción en proporciones cósmicas. ¿No es ésta la trágica historia de nuestro siglo? En su pregunta asegura usted que la acción de Dios se ha hecho casi visible en la historia de nuestro siglo con la caída del comunismo. Pero conviene evitar una simplificación excesiva. Lo que llamamos comunismo tiene su historia: es la historia de la protesta frente a la injusticia, como he recordado en la encíclica Laborem exercens. Una protesta del amplio mundo de los hombres del trabajo, que se convirtió en una ideología. Pero esa protesta se convirtió también en parte del magisterio de la Iglesia. Baste recordar la Rerum novarum, al final del siglo pasado. Añadamos que el Magisterio no se limitó a la protesta, sino que lanzó una clarividente mirada hacia el futuro; León XIII fue quien predijo en cierto sentido la caída del comunismo, una caída que costaría cara a la humanidad y a Europa, “porque la medicina -escribía Él en Su encíclica de 1891- podría demostrar ser más peligrosa que la enfermedad misma”. Esto decía el Papa con la seriedad y la autoridad propias de la Iglesia docente. ¿Y qué decir de los tres niños portugueses de Fátima, que, de improviso, en vísperas del estallido de la Revolución de Octubre, oyeron: «Rusia se convertirá» y «Al final, mi Corazón triunfará»? No pudieron ser ellos quienes inventaron tales predicciones. No sabían historia ni geografia, y sabían aún menos de los movimientos sociales y de la evolución de las ideologías. Y, sin embargo, ha sucedido exactamente cuanto habían anunciado. Quizá también por eso el Papa fue llamado de «un país lejano», quizá por eso hacía falta que tuviera lugar el atentado en la plaza de San Pedro precisamente el 13 de mayo de 1981, aniversario de la primera aparición de Fátima, para que todo eso se hiciera más transparente y comprensible, para que la voz de Dios, que habla en la historia del hombre mediante «los signos de los tiempos», pudiera ser más fácilmente oída y comprendida. Esto es, pues, el Padre que obra constantemente, y esto es el Hijo, que también obra, y esto es el invisible Espíritu Santo, que es Amor, y como Amor es incesante acción creadora, salvífica, santificante y vivificante. Sería, por tanto, sencillísimo decir que ha sido la Divina Providencia la que ha hecho caer el comunismo. El comunismo como sistema, en cierto sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abusos. Ha demostrado ser una medicina más dañosa que la enfermedad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en una poderosa amenaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad interna. «Mi Padre obra siempre y yo también obro» (Juan 5,17). La caída del comunismo abre ante nosotros un panorama retrospectivo sobre el típico modo de pensary de actuar de la civilización moderna, especialmente la europea, que ha dado origen al comunismo. Ésta es una civilización que, junto a indudables logros en muchos campos, ha cometido también una gran cantidad de errores y de abusos contra el hombre, explotándolo de innumerables modos. Una civilización que siempre se reviste de estructuras de fuerza y de prepotencia, sea política sea cultural (especialmente con los medios de comunicación social), para imponer a la humanidad entera tales errores y abusos. ¿De qué otro modo explicar, sino, la creciente diferencia entre el rico Norte y el Sur, cada vez más pobre? ¿Quién es el responsable? El responsable es el hombre; son los hombres, las ideologías, los sistemas filosóflcos. Diría que el responsable es la lucha contra Dios, la sistemática eliminación de cuanto hay de cristiano; una lucha que en gran medida domina desde hace tres siglos el pensamiento y la vida de Occidente. El colectivismo marxista no es más que una «versión empeorada» de este programa. Se puede decir que hoy semejante programa se está manifestando en toda su peligrosidad y, al mismo tiempo, con toda su debilidad. Dios, en cambio, es fiel a su Alianza. Alianza que selló con la humanidad en Jesucristo. No puede ya volverse atrás, habiendo decidido de una vez por todas que el destino del hombre es la vida eterna y el Reino de los Cielos. ¿Cederá el hombre al amor de Dios, reconocerá su trágico error? ¿Cederá el príncipe de las tinieblas, que es «padre de la mentira» (Juan 8,44), que continuamente acusa a los hijos de los hombres como en otro tiempo acusó a Job? (cfr. Job 1,9 y ss.) Probablemente no cederá, pero quizá sus argumentos pierdan fuerza. Quizá la humanidad se vaya haciendo poco a poco más sencilla, vaya abriendo de nuevo los oídos para escuchar la palabra, con la que Dios lo ha dicho todo al hombre. Y en esto no habrá nada de humillante; el hombre puede aprender de sus propios errores. También la humanidad puede hacerlo, en cuanto Dios la conduzca a lo largo de los tortuosos caminos de su historia; y Dios no cesa de obrar de este modo. Su obra esencial seguirá siendo siempre la Cruz y la Resurrección de Cristo. Ésta es la palabra definitiva de la verdad y del amor. Ésta es también la incesante fuente de la acción de Dios en los Sacramentos, como lo es en otras vias sólo conocidas por Él. Es una acción que pasa a través del corazón del hombre y a través de la historia de la humanidad. }}-XXI. ¿SÓLO ROMA TIENE RAZÓN? PREGUNTA Volvamos a esos tres niveles de la fe católica, unidos entre sí de modo inseparable, y de los que hablamos en la cuarta pregunta. Entre estas realidades ya señalamos a Dios y a Jesucristo; ahora es el momento de llegar a la Iglesia. Se ha comprobado que la mayoría de las personas, incluso en Occidente, creen en Dios, o al menos en «algún» Dios. El ateísmo motivado, declarado, ha sido siempre, y parece serlo todavia, un asunto de elite, de intelectuales. En cuanto a creer que ese Dios se haya «encarnado» en Jesús -o al menos «manifestado» de algún modo singular-, también lo creen muchos. Pero ¿y en la Iglesia? ¿En la Iglesia católica en concreto? Muchos parecen hoy rebelarse ante la pretensión de que sólo en ella haya salvación. Aunque sean cristianos, a veces incluso católicos, son muchos los que se preguntan: ¿Por qué, entre todas las Iglesias cristianas, tiene que ser la católica la única en poseer y enseñar la plenitud del Evangelio? RESPUESTA Aquí, en primer lugar, hay que explicar cuál es la doctrina sobre la salvación y sobre la mediación de la salvación, que siempre proviene de Dios. «Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (cfr. 1 Timoteo 2,5). «En ningún otro nombre hay salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles 4,12). Por eso es verdad revelada que la salvación está sola y exclusivamente en Cristo. De esta salvación la Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, es un simple instrumento. En las primeras palabras de la Lumen gentium, la Constitución conciliar sobre la Iglesia, leemos: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 1). Como pueblo de Dios, la Iglesia es pues al mismo tiempo Cuerpo de Cristo. El último Concilio explicó con toda profundidad el misterio de la Iglesia: «El Hijo de Dios, uniendo consigo la naturaleza humana y venciendo la muerte con Su muerte y Resurrección, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cfr. Gálatas 6,15; 2 Corintzos 5,17). Al comunicar Su Espíritu hace que Sus hermanos, llamados de entre todas las gentes, constituyan Su cuerpo místico» (LG n. 7). Por eso, según la expresión de san Cipriano, la Iglesia universal se presenta como «un pueblo unido bajo la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De Oratione Dominica, 23). Esta vida, que es la vida de Dios y la vida en Dios, es la realización de la Salvación. El hombre se salva en la Iglesia en cuanto que es introducido en el Misterio trinitario de Dios, es decir, en el misterio de la íntima vida divina. No se debe entender eso deteniéndose exclusivamente en el aspecto visible de la Iglesia. La Iglesia es más bien un organismo. Esto es lo que expresó san Pablo en su genial intuición del Cuerpo de Cristo (cfr. Colosenses 1,18). «Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cfr. 1 Corintios 12,27) [...], e individualmente somos miembros los unos de los otros (Romanos 12,5) [...] También en la estructura del Cuerpo místico existe una diversidad de miembros y de oficios (1 Corintios 12,1-11). Uno es el Espíritu, el cual para la utilidad de la Iglesia distribuye la variedad de sus dones con una magnificencia proporcionada a su riqueza y a la necesidad de los ministerios» (LG n. 7). Así pues, el Concilio está lejos de proclamar ningún tipo de eclesiocentrismo. El magisterio conciliar es cristocéntrico en todos sus aspectos y, por eso, está profundamente enraizado en el Misterio trinitario. En el centro de la Iglesia se encuentra siempre a Cristo y Su Sacrificio, celebrado, en cierto sentido, sobre el altar de toda la creación, sobre el altar del mundo. Cristo «es engendrado antes que toda criatura» (cfr. Colosenses 1,15), mediante Su Resurrección es también «el primogénito de los que resucitan de entre los muertos» (Colosenses 1,18). En torno a Su Sacrificio redentor se reúne toda la creación, que está madurando sus eternos destinos en Dios. Si tal maduración se obra en el dolor, está, sin embargo, llena de esperanza, como enseña san Pablo en la Carta a los Romanos (cfr. 8,23-24). En Cristo la Iglesia es católica, es decir, universal. Y no puede ser de otro modo: «En todas las naciones de la tierra está enraizado un único Pueblo de Dios, puesto que de en medio de todas las estirpes ese Pueblo reúne a los ciudadanos de Su Reino, no terreno sino celestial. Todos los fieles dispersos por el mundo se comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así "quien habita en Roma sabe que los habitantes de la India son miembros suyos".» Leemos en el mismo documento, uno de los más importantes del Vaticano II: «En virtud de esta catolicidad, cada una de estas partes aporta sus propios dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de este modo el todo y cada una de las partes quedan reforzadas, comunicándose cada una con las otras y obrando concordemente para la plenitud de la unidad» (LG n. 13). En Cristo la Iglesia es, en muchos sentidos, una comunión. Su carácter de comunión la hace semejante a la divina comunión trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Gracias a esa comunión, la Iglesia es instrumento de la salvación del hombre. Lleva en sí el misterio del Sacrificio redentor, y del que continuamente se enriquece. Mediante la propia sangre derramada, Jesucristo no cesa de «entrar en el santuario de Dios, después de haber obrado una redención eterna» (cfr. Hebreos 9,12). Así pues, Cristo es el verdadero autor de la salvación de la humanidad. La Iglesia lo es en tanto en cuanto actúa por Cristo y en Cristo. El Concilio enseña: «El solo Cristo, presente en medio de todos nosotros en Su Cuerpo que es la Iglesia, es el mediador y camino de la salvación, y Él mismo, inculcando expresamente la necesidad de la fe y del bautismo (cfr. Marcos 16,16 y Juan 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el Bautismo como por una puerta. Por eso no pueden salvarse aquellos hombres que, no ignorando que la Iglesia católica ha sido de Dios, por medio de Jesucristo, fundada como necesaria, no quieran entrar en ella o en ella perseverar» (LG n. 14). Aquí se inicia la exposición de la enseñanza conciliar sobre la Iglesia como autora de la salvación en Cristo: «Están plenamente incorporados en la sociedad de la Iglesia aquellos que, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan integralmente su organización y todos los medios de salvación en Ella establecidos, y en su cuerpo visible están unidos a Cristo -que la dirige mediante el Sumo Pontífice y los obispos- por los vínculos de la profesión de fe, de los Sacramentos, del régimen eclesiástico y de la Comunión. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, el que, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia con el «cuerpo», pero no con el «corazón». No olviden todos los hijos de la Iglesia que su privilegiada condición no se debe a sus méritos, sino a una especial gracia de Cristo, por la que si no corresponden con el pensamiento, con las palabras y con las obras, no sólo no se salvarán sino que serán más severamente juzgados» (LG n. 14). Pienso que estas palabras del Concilio explican plenamente la dificultad que expresaba su pregunta, aclaran de qué modo la Iglesia es necesaria para la salvación. El Concilio habla de pertenecer a la Iglesia para los cristianos, y de ordenación a la Iglesia para los no cristianos que creen en Dios, para los hombres de buena voluntad (cfr. LG nn. 15 y 16). Para la salvación, estas dos dimensiones son importantes, y cada una de ellas posee varios grados. Los hombres se salvan mediante la Iglesia, se salvan en la Iglesia, pero siempre se salvan gracias a Cristo. Ámbito de salvación pueden ser también, además de la formal pertenencia, otras formas de ordenación. Pablo VI expone la misma doctrina en Su primera Encíclica Ecclesiam suam, cuando habla de los varios círculos del diálogo de la salvación (cfr. nn. 101-117), que son los mismos que señala el Concilio como ámbitos de pertenencia y de ordenación a la Iglesia. Tal es el sentido genuino de la conocida afirmación: «Fuera de la Iglesia no hay salvación.» Es difícil no admitir que toda esta doctrina es extremadamente abierta. No puede ser tachada de exclusivismo eclesiológico. Los que se rebelan contra las presuntas pretensiones de la Iglesia católica probablemente no conocen, como deberían, esta enseñanza. La Iglesia católica se alegra cuando otras comunidades cristianas anuncian con ella el Evangelio, sabiendo que la plenitud de los medios de salvación le han sido confiados a ella. En este contexto debe ser entendido el subsistit de la enseñanza conciliar (cfr. Constitución Lumen gentium, 8; Decreto Unitatis redintegratio, 4). La Iglesia, precisamente como católica que es, está abierta al diálogo con todos los otros cristianos, con los se guidores de religiones no cristianas, y también con los hombres de buena voluntad, como acostumbraban a decir Juan XXIII y Pablo VI. Qué significa «hombre de buena vo luntad» lo explica de modo profundo y convincente la misma Lumen gentium. La Iglesia quiere anunciar el Evangelio junto con los confesores de Cristo. Quiere señalar a todos el camino de la eterna salvación, los principios de la vida en Espíritu y verdad. Permítame que me refiera a los años de mi primera juventud. Recuerdo que, un día, mi padre me dio un libro de oraciones en el que se encontraba la Oración al Espíritu Santo. Me dijo que la rezara cada día. Por eso, desde aquel momento, procuro hacerlo. Entonces comprendí por primera vez qué significan las palabras de Cristo a la samaritana sobre los verdaderos adoradores de Dios, sobre los que Lo adoran en Espíritu y verdad (cfr. Juan 4,23). Después, en mi camino hubo muchas etapas. Antes de entrar en el seminario, me encontré a un laico llamado Jan Tyranowski, que era un verdadero místico. Aquel hombre, que considero un santo, me dio a conocer a los grandes místicos españoles y, especialmente, a san Juan de la Cruz. Aun antes de entrar en el seminario clandestino leía las obras de aquel místico, en particular las poesías. Para poderlo leer en el original estudié la lengua española. Aquélla fue una etapa muy importante de mi vida. Pienso, sin embargo, que aquí tuvieron un papel esencial las palabras de mi padre, porque me orientaron a quefuera un verdadero adorador de Dios, me orientaron a que procurara pertenecer a Sus verdaderos adoradores, a aquellos que Le adoran en Espíritu y verdad. Encontré la Iglesia como comunidad de salvación. En esta Iglesia encontré mi puesto y mi vocación. Gradualmente, comprendí el significado de la redención obrada por Cristo y, en consecuencia, el significado de los Sacramentos, en particular de la Santa Misa. Comprendí a qué precio hemos sido redimidos. Y todo eso me introdujo aún más profundamente en el misterio de la Iglesia que, en cuanto misterio, tiene una dimensión invisible. Lo ha recordado el Concilio. Este misterio es más grande que la sola estructura visible de la Iglesia y su organízación. Estructura y organización sirven al misterio. La Iglesia, como Cuerpo místico de Cristo, penetra en todos y a todos comprende. Sus dimensiones espirituales, místicas, son mucho mayores de cuanto puedan demostrar todas las estadísticas sociológicas. -XXII. A LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD PERDIDA Hay una pregunta que surge espontánea después de Su respuesta anterior. Junto a indudables resultados positivos, en el diálogo ecuménico -el esfuerzo por la reunificación de los cristianos, conforme a la oración al Padre del mismo Cristo- no parecen haberse ahorrado desilusiones. El ejemplo más reciente es el de algunas decisiones de la Iglesia anglicana, que reabren un abismo precisamente allí donde se esperaba estar más cerca de la reunificación. Santidad, ¿cuáles son, sobre este decisivo tema, Sus impresiones y Sus esperanzas? RESPUESTA Antes de hablar de desilusiones, es oportuno detenerse en la iniciativa del Concilio Vaticano II de reactualizar la vía ecuménica en la historia de la Iglesia. Esta vía me es muy querida; provengo de una nación que, teniendo fama de ser sobre todo católica, tiene también enraizadas tradiciones ecumenicas. A lo largo de los siglos de su milenaria historia, Polonia ha vivido la experiencia de ser un Estado de muchas nacionalidades y de muchas confesiones cristianas, y no sólo cristianas. Tales tradiciones hicieron y hacen que un aspecto positivo de la mentalidad de los polacos sea la tolerancia y la apertura hacia la gente que piensa de modo distinto, que habla otras lenguas, que cree, reza o celebra los mismos misterios de la fe de modo diferente. La historia de Polonia ha estado penetrada también por concretas iniciativas de uníficación. La Unión de Brest en 1596 marcó el inicio de la historia de la Iglesia oriental, que hoy se llama católica de rito bizantino-ucraniano, pero que entonces era en primer lugar la Iglesia de la población rusa y bielorrusa. Esto quiere ser una especie de introducción a la respuesta sobre las opiniones de algunos respecto a las desilusiones provocadas por el diálogo ecuménico. Yo pienso que más fuerte que esas desilusiones es el hecho mismo de haber emprendido con renovado empeño la via que debe llevar a todos los cristianos hacia la unidad. Al acercarnos al término del segundo milenio, los cristianos han advertido con mayor viveza que las divisiones que existen entre ellos son contrarias a la oración de Cristo en el cenáculo: «Padre, haz que todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti [...] para que el mundo crea que tú me has enviado» (cfr. Juan 17,21). Los cristianos de las distintas confesiones y comunidades han podido constatar lo verdaderas que son estas palabras especialmente a través de la actividad misionera, que en los tiempos recientes ha sido muy bien comprendida tanto por parte de la Iglesia católica, como he apuntado antes, como por las varias Iglesias y comunidades protestantes. Las poblaciones a las que los misioneros se dirigen anunciando a Cristo y su Evangelio, predicando ideales de fraternidad y de unidad, no pueden evitar el hacer preguntas sobre su unidad. Es necesario saber cuál de estas Iglesias o comunidades es la de Cristo, puesto que Él no fundó más que una Iglesia, la única que puede hablar en Su nombre. Así pues, las experiencias relacionadas con la actividad misionera han dado inicio, en cierto sentido, al movimiento ecuménico, en el sentido actual de la palabra. El papa Juan XXIII, que, movido por Dios, abrió el Concilio, acostumbraba a decir que lo que nos divide como confesores de Cristo es mucho menos de cuanto nos une. En esta afirmación está contenida la esencia misma del pensamiento ecuménico. El Concilio Vaticano II ha ido en la misma dirección, como indican los ya citados pasajes de la Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium, a los cuales hay que añadir el Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio y la Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, extremadamente importante desde el punto de vista ecuménico. Lo que nos une es más grande de cuanto nos divide: los documentos conciliares dan forma más concreta a esta fundamental intuición de Juan XXIII. Todos creemos en el mismo Cristo; y esa fe es esencialmente el patrimonio heredado de la enseñanza de los siete primeros concilios ecuménicos anteriores al año mil. Existen por tanto las bases para un diálogo, para la ampliación del espacio de la unidad, que debe caminar parejo con la superación de las divisiones, en gran medida consecuencia de la convicción de poseer en exclusiva la verdad. Las divisiones son ciertamente contrarias a cuanto había establecido Cristo. No es posible imaginar que esta Iglesia, instituida por Cristo sobre el fundamento de los apóstoles y de Pedro, no sea una. Se puede en cambio comprender cómo en el curso de los siglos, en contacto con situaciones culturales y políticas distintas, los creyentes hayan podido interpretar con distintos acentos el mismo mensaje que proviene de Cristo. Estos diversos modos de entender y de practicar la fe en Cristo pueden en ciertos casos ser complementarios; no tienen por qué excluirse necesariamente entre sí. Hace falta buena voluntad para comprobar todo aquello en lo que las en el orden temporal, en favor de todo lo que es coherentemente exigido por la misión de los confesores de Jesucristo en el mundo. En nuestro siglo en particular han tenido lugar hechos que están profundamente en contra de la verdad evangélica. Aludo sobre todo a las dos guerras mundiales y a los campos de concentración y de exterminio. Paradójicamente, quizá estos mismos hechos pueden haber reforzado la conciencia ecuménica entre los cristianos divididos. Un papel especial ha tenido ciertamente, a este respecto, el exterminio de los judzos: eso ha planteado al mismo tiempo ante la Iglesia y ante el cristianismo la cuestión de la relación entre la Nueva y la Antigua Alianza. En el campo católico, el fruto de la reflexión sobre esta relación se ha dado en la Nostra aetate, que tanto ha contribuido a madurar la conciencia de que los hijos de Israel -ya hemos hablado de eso- son nuestros «hermanos mayores». Es una maduración que ha tenido lugar a través del diálogo, en especial el ecuménico. En la Iglesia católica ese diálogo con los judíos tiene significativamente su centro en el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, que se ocupa al mismo tiempo del diálogo entre las varias comunidades cristianas. Si tomamos en consideración todo esto, es dificil no reconocer que la tarea ecuménica ha sido realizada con entusiasmo por la Iglesia católica, la cual la ha asumido en toda su complejidad, y la lleva a cabo día a día con gran seriedad. Naturalmente, la cuestión de la efectiva unidad no es y no puede ser fruto de esfuerzos solamente humanos. El verdadero protagonista sigue siendo el Espíritu Santo, al cual corresponderá decidir en qué momento el proceso de unidad estará suficientemente maduro, también desde el lado humano. ¿Cuándo sucederá esto? No es fácil preverlo. En todo caso, con ocasión del inicio del tercer milenio, que se está aproximando, los cristianos han advertido que, mientras el primer milenio ha sido el período de la Iglesia indivisa, el segundo ha llevado a Oriente y a Occidente a profundas divisiones, que hoy es necesario recomponer. Es necesario que el año 2000 nos encuentre al menos más unidos, más dispuestos a emprender el camino de esa unidad por la que Cristo rezó en la vigilia de su Pasión. El valor de esa unidad es enorme. Se trata en algún sentido del futuro del mundo, se trata del futuro del reino de Dios en el mundo. Las debilidades y prejuicios humanos no pueden destruir lo que es el plan de Dios para el mundo y la humanidad. Si sabemos valorar todo esto, podemos mirar al futuro con un cierto optimismo. Podemos tener confianza en que «El que ha iniciado en nosotros la obra buena, la llevará a su cumplimiento» (cfr. Fílipenses 1,6). }}-XXIII. ¿POR QUÉ DIVIDIDOS? PREGUNTA Los designios de Dios son a menudo inescrutables; sólo en el Más Allá nos será dado «ver» de verdad y, por tanto, entender. Pero ¿sería posible descubrir desde ahora una cierta vislumbre de respuesta a la pregunta que, a lo largo de los siglos, han hecho tantos creyentes: ¿Por qué el Espíritu Santo ha permitido tantas y tales divisiones y enemistades entre los que, sin embargo , se llaman seguidores del mismo Evangelio, discípulos del mismo Cristo? RESPUESTA Sí, así es, podemos de verdad preguntarnos: ¿Por qué el Espíritu Santo ha permitido todas estas divisiones? En general, sus causas y los mecanismos históricos son conocidos. Sin embargo, es legítimo preguntarse si no habrá también una motivación metahistórica. Para esta pregunta podemos encontrar dos respuestas. Una, más negativa, ve en las divisiones el fruto amargo de los pecados de los cristianos. La otra, en cambio, más positiva, surge de la confianza en Aquel que saca el bien incluso del mal, de las debilidades humanas: ¿No podría ser que las divisiones hayan sido también una vía que ha conducido y conduce a la Iglesia a descubrir las múltiples riquezas contenidas en el Evangelio de Cristo y en la reden ción obrada por Cristo? Quizá tales riquezas _ podido ser descubiertas de otro modo... Desde una visión más general, se puede afirmar que para el conocimiento humano y para la acción humana tiene sentido también hablar de una cierta dialéctica. El Espíritu Santo, en Su condescendencia divina, ¿no habrá tomado esto de algún modo en consideración? Es necesario que el género humano alcance la unidad mediante la pluralidad, que aprenda a reunirse en la única Iglesia, también con ese pluralismo en las formas de pensary de actuar, de culturas y de civilizaciones. ¿Esta manera de entenderlo no podría estar en cierto sentido más de acuerdo con la sabiduría de Dios, con Su bondad y providencia? ¡Pero ésta no puede ser una justificación de las divisiones, que se radicalizan cada vez más! ¡7iene que llegar ya el tiempo en que se manífieste el amor que une! Numerosos son los indicios que permiten pensar que ese tiempo efectivamente ya ha llegado y, en consecuencia, resulta evidente la importancia del diálogo ecuménico para el cristianismo. Este diálogo constituye una respuesta a la invitación de la Primera Carta de Pedro a «dar razón de la esperanza que está en nosotros» (cfr. 1 Pedro 1,15). El mutuo respeto es condición previa para un auténtico ecumenismo. He recordado poco antes las experiencias vividas en el país donde nací, y he subrayado cómo los acontecimientos de su historia formaron una sociedad pluriconfesional y plurinacional, caracterizada por una gran tolerancia. En los tiempos en que en Occidente tenían lugar procesos y se encendían hogueras para los herejes, el último rey polaco de la estirpe de los Jaghelloni dio prueba de ello con estas palabras: «No soy rey de vuestras conciencias.» Recordemos además que el Señor Jesús confirió a Pedro tareas pastorales, que consisten en mantener la unidad de la grey. En el ministerio petrino está también el ministerio de la unidad, que se desarrolla en particular en el campo ecuménico. La tarea de Pedro es la de buscar constantemente las vías que sirvan al mantenimiento de la unidad. No debe crear obstáculos, sino buscar soluciones. Lo cual no está en contradicción con la tarea que le ha confiado Cristo de «confirmar a los hermanos en la fe» (cfr. Lucas 22,32). Por otra parte, es significativo que Cristo haya pronunciado estas palabras cuando el apóstol iba a renegar de Él. Era como si el Maestro mismo hubiese querido decirle: «Acuérdate de que eres débil, de que también tú tienes necesidad de una incesante conversión. Podrás confirmar a los otros en la medida en que tengas conciencia de tu debilidad. Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvación del hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando.» Es necesario, siempre, veritatem facere in caritate (hacer la verdad en la caridad, cfr. Efesios 4,15). -XXIV. LA IGLESIA A CONCILIO PREGUNTA |
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