¡Dios te salve María!
 

experiencia anticipada del diálogo entre cristianismo e islamismo, que se

procura fomentar, de manera sistemática, en el período posconciliar.

 

Cualquiera que, conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento, lee el Corán,

ve con claridad el proceso de reducción de la Divina Revelación que en él se

lleva a cabo. Es imposible no advertir el alejamiento de lo que Dios ha dicho

de Sí mismo, primero en el Antiguo Testamento por medio de los profetas y

luego de modo definitivo en el Nuevo Testamento por medio de Su Hijo.

Toda esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio

del Antiguo y del Nuevo Testamento, en el islamismo ha sido de hecho

abandonada.

 

Al Dios del Corán se le dan unos nombres que están entre los más bellos

que conoce el lenguaje humano, pero en definitiva es un Dios que está fuera

del mundo, un Dios que es sólo Majestad, nunca el Emmanuel, Dios-con-

nosotros. El islamismo no es una religión de redención. No hay sitio en él

para la Cruz y la Resurrección. Jesús es mencionado, pero sólo como profeta

preparador del último profeta, Mahoma. También María es recordada, Su

Madre virginal; pero está completamente ausente el drama de la Redención.

Por eso, no solamente la teología, sino también la antropología del Islam,

están muy lejos de la cristiana.

 

Sin embargo, la religiosidad de los musulmanes merece respeto. No se

puede dejar de admirar, por ejemplo, su fidelidad a la oración. La imagen

del creyente en Alá que, sin preocuparse ni del tiempo ni del sitio, se postra

de rodillas y se sume en la oración, es un modelo para los confesores del

verdadero Dios, en particular para aquellos cristianos que, desertando de

sus maravillosas catedrales, rezan poco o no rezan en absoluto.

 

El Concilio ha llamado a la Iglesia al diálogo también con los seguidores del

«Profeta», y la Iglesia procede a lo largo de este camino. Leemos en la

Nostra aetate: «Si en el transcurso de los siglos no pocas desavenencias y

enemistades surgieron entre cristianos y musulmanes, el Sacrosanto

Concilio exhorta a todos a olvidar el pasado y a ejercitar sinceramente la

mutua comprensión, además de a defender y promover juntos, para todos

los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad» (n.

3).

 

Desde este punto de vista han tenido ciertamente, como ya lo he señalado,

un gran papel los encuentros de oración en Asís (especialmente la oración

por la paz en Bosnia, en 1993), además de los encuentros con los

seguidores del islamismo durante mis numerosos viajes apostólicos por

África y Asia, donde a veces, en un determinado país, la mayoría de los

ciudadanos está formada precisamente por musulmanes; pues bien, a pesar

de eso, el Papa fue acogido con una grandísima hospitalidad y escuchado

con pareja benevolencia.

 

La visita a Marruecos por invitación del rey Hasán II puede ser sin duda

definida como un acontecimiento histórico. No se trató solamente de una

visita de cortesía, sino de un hecho de orden verdaderamente pastoral.

Inolvidable fue el encuentro con la juventud en el estadio de Casablanca


 

 

 

(1985). Impresionaba la apertura de los jóvenes a la palabra del Papa

cuando ilustraba la fe en el Dios único. Ciertamente fue un acontecimiento

sin precedentes.

 

Tampoco faltan, sin embargo, dificultades muy concretas. En los países

donde las corrientes fundamentalistas llegan al poder, los derechos del

hombre y el principio de la libertad religiosa son interpretados, por

desgracia, muy unilateralmente; la libertad religiosa es entendida como

libertad de imponer a todos los ciudadanos la «verdadera religión». La

situación de los cristianos en estos países es a veces de todo punto

dramática. Los comportamientos fundamentalistas de este tipo hacen muy

difícil los contactos recíprocos. No obstante, por parte de la Iglesia

permanece inmutable la apertura al diálogo y a la colaboración.

 

-XVI. LA SINAGOGA DE WADOWICE 

 

PREGUNTA 

 

Llegados a este punto -como era de esperar- Su Santidad pretende dirigirse

a Israel.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Así es. A través de esa sorprendente pluralidad de religiones, que se

disponen entre ellas como en círculos concéntricos, hemos llegado a la

religión que nos es más cercana: la del pueblo de Dios de la Antigua

Alianza.

 

Las palabras de la Nostra aetate suponen un verdadero cambio. El Concilio

dice: «La Iglesia de Cristo reconoce que, efectivamente, los comienzos de

su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de

salvación, en los Patriarcas, Moisés y los Profetas. [...] Por eso, la Iglesia no

puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por

medio de aquel pueblo con el que Dios, en su inefable misericordia, se dignó

sellar la Alianza Antigua, y que se nutre de la raíz del buen olivo en el que

han sido injertados los ramos del olivo silvestre que son los gentiles. [...]

Por consiguiente, siendo tan grande el patrimonio espiritual común a los

cristianos y a los hebreos, este Sacro Concilio quiere promover y

recomendar entre ellos el mutuo conocimiento y estima, que se consigue

sobre todo por medio de los estudios bíblicos y de un fraterno diálogo» (n.

4).

 

Tras las palabras de la declaración conciliar está la experiencia de muchos

hombres, tanto judíos como cristianos. Está también mi experiencia

personal desde los primerísimos años de mi vida en mi ciudad natal.

Recuerdo sobre todo la escuela elemental de Wadowice, en la que, en mi

clase, al menos una cuarta parte de los alumnos estaba compuesta por

chicos judíos. Y quiero ahora mencionar mi amistad, en aquellos tiempos


 

 

 

escolares, con uno de ellos, Jerzy Kluger. Amistad que ha continuado desde

los bancos de la escuela hasta hoy. Tengo viva ante mis ojos la imagen de

los judíos que cada sábado se dirigían a la sinagoga, situada detrás de

nuestro gimnasio. Ambos grupos religiosos, católicos y judíos, estaban

unidos, supongo, por la conciencia de estar rezando al mismo Dios. A pesar

de la diversidad de lenguaje, las oraciones en la iglesia y en la sinagoga

estaban basadas, en considerable medida, en los mismos textos.

 

Luego vino la Segunda Guerra Mundial, con los campos de concentración y

el exterminio programado. En primer lugar, lo sufrieron precisamente los

hijos de la nación hebrea, solamente porque eran judíos. Quien viviera

entonces en Polonia tenía, aunque sólo fuera indirectamente, contacto con

esa realidad.

 

Ésta fue, por tanto, también mi experiencia personal, una experiencia que

he llevado dentro de mí hasta hoy. Auschwitz, quizá el símbolo más

elocuente del holocausto del pueblo judío, muestra hasta dónde puede llevar

a una nación un sistema construido sobre premisas de odio racial o de afán

de dominio. Auschwitz no cesa de amonestarnos aún en nuestros días,

recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad;

que todo odio racial acaba inevitablemente por llevar a la conculcación de la

dignidad humana.

 

Quisiera volver a la sinagoga de Wadowice. Fue destruida por los alemanes

y hoy ya no existe. Hace algunos años vino a verme Jerzy para decirme que

el lugar en el que estaba situada la sinagoga debería ser honrado con una

lápida conmemorativa adecuada. Debo admitir que en aquel momento los

dos sentimos una profunda emoción. Se presentó ante nuestros ojos la

imagen de aquellas personas conocidas y queridas, y de aquellos sábados

de nuestra infancia y adolescencia, cuando la comunidad judía de Wadowice

se dirigía a la oración. Le prometí que escribiría gustoso unas palabras para

tal ocasión, en señal de solidaridad y de unión espiritual con aquel

importante suceso. Y así fue. La persona que transmitió a mis

conciudadanos de Wadowice el contenido de esa carta personal mía fue el

propio Jerzy. Aquel viaje fue muy difícil para él. Toda su familia, que se

había quedado en aquella pequeña ciudad, murió en Auschwitz, y la visita a

Wadowice, para la inauguración de la lápida conmemorativa de la sinagoga

local, era para él la primera después de cincuenta años...

 

 

 

 

Detrás de las palabras de la Nostra aetate, como he dicho, está la

experiencia de muchos. Vuelvo con el recuerdo al periodo de mi trabajo

pastoral en Cracovia. Cracovia y especialmente el barrio de Kazimierz

conservan muchos rasgos de la cultura y la tradición judías. En Kazimierz,

antes de la guerra, había algunas decenas de sinagogas, que en parte eran

grandes monumentos de la cultura. Como arzobispo de Cracovia, tuve

intensos contactos con la comunidad judía de la ciudad. Relaciones muy

cordiales me unían con su jefe, que han continuado incluso después de mi

traslado a Roma.


 

 

 

Elegido a la Sede de Pedro, conservo pues en mi ánimo algo que tiene

raíces muy profundas en mi vida. Con ocasión de mis viajes apostólicos por

el mundo intento siempre encontrarme con representantes de las

comunidades judías. Pero una experiencia del todo excepcional fue para mí,

sin duda, la visita a la sinagoga romana. La historia de los judíos en Roma

es un capítulo aparte en la historia de este pueblo, capítulo estrechamente

ligado, por otro lado, a los Hechos de los Apóstoles. Durante aquella visita

memorable, definí a los judíos como hermanos mayores en lafe. Son

palabras que resumen en realidad todo cuanto dijo el Concilio y que no

puede dejar de ser una profunda convicción de la Iglesia. El Vaticano II en

este caso no se ha extendido mucho, pero lo que ha dejado confirmado

abarca una realidad inmensa, una realidad no solamente religiosa sino

también cultural.

 

Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales

de la elección divina. Lo dije una vez hablando con un político israelí, el cual

estuvo plenamente de acuerdo conmigo. Sólo añadió: «¡Si esto fuera menos

costoso...."? Realmente, Israel ha pagado un alto precio por su propia

«elección». Quizá debido a eso se ha hecho más semejante al Hijo del

hombre, quien, según la carne, era también Hijo de Israel; el dos mil

aniversario de Su venida al mundo será fiesta también para los judíos.

 

Estoy contento de que mi ministerio en la Sede de Pedro haya tenido lugar

en el período posconciliar, mientras las aspiraciones que guiaron Nostra

aetate iban adquiriendo forma concreta. De este modo se acercan entre sí

estas dos grandes partes de la divina elección: la Antigua y la Nueva

Alianza.

 

La Nueva Alianza tiene sus raíces en la Antigua. Cuándo podrá el pueblo de

la Antigua Alianza reconocerse en la Nueva es, naturalmente, una cuestión

que hay que dejar en manos del Espiritu Santo. Nosotros, hombres,

intentemos sólo no obstaculizar el camino. La manera de este «no poner

obstáculos» es ciertamente el diálogo cristianojudio, que se lleva adelante

por parte de la Iglesia mediante el Consejo Pontificio para la Unidad de los

Cristianos.

 

Estoy además contento de que -como efecto del proceso de paz que se está

llevando a cabo, a pesar de retrocesos y obstáculos, en el Oriente Medio,

también por iniciativa del Estado de Israel- se haya hecho posible el

restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Sede Apostólica e

Israel. En cuanto al reconocimiento del Estado de Israel, hay que subrayar

que no tuve nunca dudas al respecto.

 

Una vez, después de la conclusión de uno de mis encuentros con

comunidades judías, uno de los presentes dijo: «Quiero agradecer al Papa

todo cuanto la Iglesia católica ha hecho en pro del conocimiento del

verdadero Dios en el transcurso de estos dos mil años.» 

 

En estas palabras queda comprendido indirectamente cómo la Nueva

Alianza sirve al cumplimiento de lo que tiene sus raíces en la vocación de

Abraham, en la Alianza del Sinaí sellada con Israel, y en todo ese riquísimo


 

 

 

patrimonio de los profetas inspirado por Dios, los cuales, ya centenares de

años antes de su cumplimiento, hicieron presente, por medio de los Libros

Sagrados, a Aquel que Dios iba a mandar en la «plenitud de los tiempos»

(cfr. Gálatas 4,4).

 

}}-XVII. HACIA EL DOS MIL EN MINORIA 

 

PREGUNTA 

 

Perdone, Santo Padre, pero mi papel (del que reconozco todo el honor, pero

a la vez su no pequeña responsabilidad) incluye el llevar a cabo una

respetuosa «provocación» a propósito de cuestiones de actualidad -quizá

preocupantes- también entre católicos.

 

Prosigo, pues. He observado cómo Usted se ha referido en repetidas

ocasiones-consciente de la importancia simbólica del acontecimiento- al

próximo tercer milenio de la era de la Redención; pues bien, basándome en

cifras estadísticas, precisamente en torno al dos mil, y por primera vez en la

historia, los musulmanes superarán en número a los católicos. Ya ahora sólo

los hindúes son más numerosos que los protestantes y los ortodoxos griegos

y eslavos juntos. En Sus viajes apostólicos por el mundo, Usted va con

frecuencia a tierras donde los creyentes en Cristo, y los católicos en

particular, son una pequeña minoría, incluso a veces en disminución.

 

¿Qué siente ante una realidad semejante, después de veinte siglos de

evangelización? ¿Qué enigmático plan divino vislumbra?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Pienso que una visión así del problema está marcada por una cierta

interpretación simplificadora de lo que es su esencia. Ésta, en realidad, es

mucho más profunda, como he intentado ya explicar en la respuesta a la

pregunta anterior. Aquí la estadística no se puede utilizar: valores de este

tipo no son cuantficables en cifras.

 

A decir verdad, tampoco la sociología de la religión, por otra parte muy útil,

puede decirnos mucho; los criterios de valoración que ofrece, según sus

presupuestos, no sirven si lo que se quiere es sacar conclusiones sobre el

comportamiento interior de las personas. Ninguna estadística que pretenda

presentar cuantitativamente la fe, por ejemplo mediante la sola

participación de los fieles en los ritos religiosos, alcanza el núcleo de la

cuestión. Aquí las solas cifras no bastan.

 

En la pregunta se plantea la cuestión -aunque sea «provocativamente»,

como usted ha precisado- del siguiente modo: contemos cuántos son en el

mundo los musulmanes o los hindúes, contemos cuántos son los católicos, o

los cristianos en general, y tendremos la respuesta a la pregunta sobre qué

religión es la mayoritaria, cuál tiene futuro por delante y cuál, en cambio,


 

 

 

parece pertenecer ya sólo al pasado o está sufriendo un proceso sistemático

de descomposición o decadencia.

 

En realidad, desde el punto de vista del Evangelio la cuestión es

completamente distinta. Cristo dice: «No temas, pequeño rebaño, porque

vuestro Padre se ha complacido en daros su reino» (Lucas 12,32). Pienso

que con estas palabras Cristo responde mejor a los problemas que turban a

algunos, y que quedan expresados en su pregunta. Pero Jesús va incluso

más lejos: «El Hijo del hombre, cuando venga en la Parusía, ¿encontrará fe

sobre la tierra?» (cfr. Lucas 18,18).

 

Tanto esta pregunta como la expresión precedente sobre el pequeño rebaño

indican el profundo realismo por el que se guiaba Jesús en lo referente a

Sus apóstoles. No los preparaba para éxitos fáciles. Hablaba claramente,

hablaba de las persecuciones que les esperaban a Sus confesores. Al mismo

tiempo iba construyendo la certeza de la fe.

 

«Al Padre le complació dar el Reino» a aquellos doce hombres de Galilea, y

por medio de ellos a toda la humanidad. Les amonestaba diciendo que en el

camino de su misión, hacia la que los dirigía, les esperaban contrariedades y

persecuciones, porque Él mismo había sido perseguido: «Si me han

perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros»; pero inmediatamente

añadía: «Si han observado mi palabra, observarán también la vuestra»

(Juan 15,20).

 

Desde joven yo advertía que estas palabras contienen la esencia misma del

Evangelio. El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a

nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una Gran

Promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de

la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre

atemorizado por tantas derrotas.

 

En el Evangelio está contenida una fundamental paradoja: para encontrar la

vida, hay que perder la vida; para nacer, hay que morir; para salvarse, hay

que cargar con la Cruz. Ésta es la verdad esencial del Evangelio, que

siempre y en todas partes chocará contra la protesta del hombre.

 

Siempre y en todas partes el Evangelio será un desafio para la debilidad

humana. En ese desafío está toda su fuerza. Y el hombre, quizá, espera en

su subconsciente un desafio semejante; hay en él la necesidad de superarse

a sí mismo. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente hombre

(Blas Pascal, Pensées, n. 434: Apprenez que l"homme passe infiniment

l"homme: «Sabed que el hombre supera infinitamente al hombre»).

 

Ésta es la verdad más profunda sobre el hombre. El primero que la conoce

es Cristo. Él sabe verdaderamente «lo que hay en cada hombre» (Juan

2,25). Con Su Evangelio ha indicado cuál es la íntima verdad del hombre. La

ha señalado en primer lugar con Su Cruz. Pilato que, señalando al Nazareno

coronado de espinas después de la flagelación, dijo: «¡He aquí al hombre!»

(Juan 19,5), no se daba cuenta de que estaba proclamando una verdad


 

 

 

esencial, de que estaba expresando lo que siempre y en todas partes sigue

siendo el contenido de la evangelización.

 

}}-XVIII. EL RETO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN 

 

PREGUNTA 

 

Le pediría que se detuviera un poco en esta última expresión, que reaparece

con    frecuencia    en    Sus    enseñanzas,    en    sus    exhortaciones:    la

«evangelización», mejor aún, la «nueva evangelización», parece ser para el

Papa la tarea principal, y más urgente, del católico de este final del siglo xx.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

En efecto, la llamada a un gran relanzamiento de la evangelización vuelve

de diversas maneras a la vida actual de la Iglesia. Aunque la verdad es que

nunca ha estado ausente: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» (1

Corintios 9,16). Esta expresión de Pablo de Tarso ha sido válida en todas las

épocas de la historia de la Iglesia. Él mismo, fariseo convertido, se sintió

continuamente perseguido por ese «¡ay!». El mundo mediterráneo en el que

vivió oyó sus palabras, la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo. Y

aquel mundo comenzó a reflexionar sobre el significado de tal mensaje.

Fueron muchos los que siguieron al apóstol. No se debe olvidar nunca la

misteriosa llamada que indujo a san Pablo a superar los confines entre Asia

Menor y Europa (cfr. Hechos de los Apóstoles 16,9-10). Entonces tuvo inicio

la primera evangelización de Europa.

 

El encuentro del Evangelio con el mundo helénico mostró ser fructuosísimo.

Entre los oyentes que Pablo consiguió reunir en su entorno, merecen

particular atención los que acudieron a escucharle en el areópago ateniense.

Haría falta ahora analizar el Discurso de san Pablo en el areópago, una obra

maestra en su género. Lo que el apóstol dice y el modo en que lo dice

manifiestan todo su genio evangelizador. Sabemos que aquel día acabó en

fracaso. Mientras Pablo habló de un Dios desconocido los que le escuchaban

le atendieron, porque advertían en sus palabras algo que correspondía a su

religiosidad;    pero    cuando    mencionó   la    Resurrección,    reaccionaron

inmediatamente protestando. El apóstol comprendió entonces que costaria

abrir el camino para que el misterio de la salvación en Cristo entrara en las

mentes de los griegos, habituados a la mitología y a diversas formas de

especulación filosófica. Sin embargo, no se rindió. Derrotado en Atenas,

reanudó con santa tozudez el anuncio del Evangelio a toda criatura. Esta

santa obstinación le condujo al ffn a Roma, donde encontró la muerte.

 

El Evangelio fue así llevado fuera del estrecho ámbito de Jerusalén y de

Palestina, y empezó su carrera hasta los alejados confines del mundo de

entonces. Lo que Pablo anunciaba a viva voz, lo confirmaba luego con sus

cartas. Cartas que testimoniaban el hecho que el apóstol dejaba tras de sí,

por cualquier sitio donde fuera: las comunidades llenas de vitalidad en las


 

 

 

que no cesaba de estar presente como testigo de Cristo crucificado y

resucitado.

 

La evangelización llevada a cabo por los apóstoles puso los fundamentos

para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia, convirtiéndose en

germen y, en cierto sentido, en modelo válido para cualquier época. Sobre

las huellas de los apóstoles, sus discípulos continuaron la obra

evangelizadora en la segunda y en la tercera generación. Aquélla fue la

época heroica, la época de san Ignacio de Antioquía, de san Policarpo y de

tantos otros mártires insignes.

 

La evangelización no es solamente la enseñanza viva de la Iglesia, el primer

anuncio de la fe (kérygma) y la instrucción, la formación en la fe (la

catequesis), sino que es también todo el vasto esfuerzo de reJlexión sobre

la verdad revelada, que se ha expresado desde el comienzo en la obra de

los Padres de Oriente y de Occidente y que, cuando hubo que confrontar esa

verdad con las elucubraciones gnósticas y con las varias herejías nacientes,

fue polémica.

 

Evangelización ha sido la actividad de los diversos concilios. Probablemente,

en los primeros siglos, si no hubiese tenido lugar el encuentro con el mundo

helénico, habría bastado con el Concilio de Jerusalén, que celebraron los

mismos apóstoles hacia el año 50 (cfr. Hechos de los Apóstoles, 15). Los

sucesivos concilios ecuménicos surgieron de la necesidad de expresar la

verdad de la fe revelada con un lenguaje comunicativo y convincente para

los hombres que vivian en el ámbito de la civilización helénica.

 

Todo esto forma parte de la historia de la evangelización, una historia que

se ha desarrollado en el encuentro con la cultura de cada época. A los

Padres de la Iglesia debe reconocérseles un papel fundamental en la

evangelización del mundo, además de en la formación de las bases de la

doctrina teológica y filosóflca durante el primer milenio. Cristo había dicho:

«Id y predicad por todo el mundo» (Marcos 16,15). A medida que el mundo

conocido por el hombre se engrandecía, también la Iglesia afrontaba nuevas

tareas de evangelización.

 

El primer milenio supuso el encuentro con muchos pueblos que, en sus

migraciones, llegaban a los centros del cristianismo. En ellos acogieron la fe,

se hicieron cristianos, aunque con bastante frecuencia no estaban en

condiciones de comprender del todo la formulación del Misterio. Así, muchos

se deslizaron hacia el arrianismo, que negaba la igualdad del Hijo con el

Padre, y lucharon por la victoria de esa herejía en el mundo cristiano. No

fueron sólo disputas ideológicas; se trataba de una continua lucha por la

afirmación del Evangelio mismo. Y constantemente, a través de aquellas

controversias, resonaba la voz de Cristo: «Id por todo el mundo y enseñad a

todas las naciones» (cfr. Mateo 28,19). /Ad gentes!: es sorprendente la

eficacia de estas palabras del Redentor del mundo.

 

Uno de los más grandes acontecimientos en la historia de la evangelización

fue sin duda alguna la misión de los dos hermanos provenientes de

Tesalónica, los santos Cirilo y Metodio. Fueron los apóstoles de los eslavos:


 

 

 

llevaron el Evangelio y al mismo tiempo pusieron los fundamentos de las

culturas eslavas. En cierta medida, estos pueblos les son deudores de una

lengua litúrgica y literaria. Ambos trabajaron en el siglo IX entre

Constantinopla y Roma. Y lo hicieron en nombre de la unidad de la Iglesia

de Oriente y de Occidente, a pesar de que esa unidad comenzaba entonces

a deshacerse. El patrimonio de su evangelización ha permanecido en las

vastas regiones de la Europa central y meridional, y tantas naciones

eslavas, aún hoy, reconocen en ellos no solamente a los maestros de la fe,

sino también a los padres de la cultura.

 

Una nueva y gran oleada de evangelización partirá, a fines del siglo xv,

sobre todo de España y de Portugal. Esto es tanto más extraordinario

cuanto que precisamente en aquel período, después del llamado cisma de

Oriente en el siglo Xl, se estaba consumando la dramática escisión de

Occidente. El gran esplendor medieval del papado quedaba ya atrás; la

Reforma protestante tomaba cuerpo de modo imparable. A pesar de eso, en

el momento en que la Iglesia romana perdía pueblos al norte de los Alpes,

la Providencia le abria nuevas perspectivas. Con el descubrimiento de

América se preparaba la obra de evangelización de todo aquel continente,

de norte a sur. Hace poco hemos celebrado el Quinto Centenario de aquella

evangelización, con la intención no sólo de recordar un hecho del pasado,

sino de preguntarnos por los compromisos actuales a la luz de la obra

realizada por los heroicos misioneros, especialmente religiosos, en todo el

continente americano.

 

El afán misionero, que se manifestó más allá del océano con el

descubrimiento del nuevo continente, no dejó de despertar además

iniciativas eclesiales hacia Oriente. El siglo XVI es también el siglo de san

Francisco Javier, el cual, precisamente allí, en el Este, en la India y en

Japón, buscó la meta de su actividad misionera, que fue eficacísima, a pesar

de encontrar fuerte resistencia por parte de las culturas que aquellos

grandes pueblos habían desarrollado a lo largo de milenios. Se hacía

necesario dedicarse a la obra de culturación, como proponía el padre Mateo

Ricci, el apóstol de China, si se quería que el cristianismo alcanzase con

profundidad el ánimo de esos pueblos. He recordado ya que Asia es cristiana

solamente en un pequeño tanto por ciento; no obstante, este «pequeño

rebaño» participa ciertamente del Reino transmitido por el Padre a los

apóstoles por medio de Cristo. Y es sorprendente la vitalidad de algunas

Iglesias asiáticas; una vez más, es fruto de la persecución. Esto es así, en

particular, para Corea, Vietnam y, en el último período, también para China.

 

La conciencia de que la Iglesia entera se encuentra in statu missionis (en

estado de misión) se manifestó con fuerza en el siglo pasado y se manifiesta

también en el presente, en primer lugar entre las antiguas Iglesias de

Europa occidental. Baste pensar que en el pasado, por ejemplo en Francia,

de algunas diócesis partían para las misiones la mitad de los sacerdotes.

 

La Encíclica Redemptoris missio, publicada hace poco, abarca este pasado

lejano y cercano, que comienza con el areópago de Atenas, hasta nuestro

tiempo, en que se han multiplicado otros areópagos semejantes. La Iglesia

evangeliza, la Iglesia anuncia a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida;


 

 

 

Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Y, a pesar de las

debilidades humanas, la Iglesia es incansable en este anuncio. La gran

oleada misionera, la que tuvo lugar en el siglo pasado, se dirigió hacia todos

los continentes y, en particular, hacia el continente africano. Hoy en ese

continente tenemos mucha tarea que hacer con una Iglesia indígena ya

formada. Son ya numerosas las generaciones de obispos de color. África se

convierte en un continente de vocaciones misioneras. Y las vocaciones -

gracias a Dios- no faltan. Todo lo que disminuyen en Europa, otro tanto

aumentan allí, en África, en Asia.

 

Quizá algún día se revelen verdaderas las palabras del cardenal Hyacinthe

Thiandoum, que planteaba la posibilidad de evangelizar el Viejo Mundo con

misioneros negros y de color. Y de nuevo hay que preguntarse si no será

ésta una prueba más de la permanente vitalidad de la Iglesia. Hablo de eso

para echar así una luz distinta sobre la pregunta un poco inquietante acerca

del número de cristianos, de católicos en particular. De verdad que no hay

motivo para el derrotismo. Si el mundo no es católico desde el punto de

vista confesional, ciertamente está penetrado, muy profundamente, por el

Evangelio. Se puede incluso decir que, en cierto modo, está presente en él

de modo invisible el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

 

La Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que

no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo. Si de hecho, por un

lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por el otro hay

una poderosa antievangelización, que dispone de medios y de programas, y

se opone con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización. La lucha por el

alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este

mundo parece más poderoso. En este sentido, la Redemptoris missio habla

de modernos areópagos, es decir, de nuevos púlpitos. Estos areópagos son

hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, de los medios de comunicación;

son los ambientes en que se crean las elites intelectuales, los ambientes de

los escritores y de los artistas.

 

La evangelización renueva su encuentro con el hombre, está unida al

cambio generacional. Mientras pasan las generaciones que se han alejado

de Cristo y de la Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de

vivir, o a las que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre

hacia el futuro; sale, sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas

generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones

acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar.

 

¿Qué significa esto? Significa que Cristo es siempre joven. Significa que el

Espíritu Santo obra incesantemente. ¡Qué elocuentes son las palabras de

Cristo!: «Mi Padre obra siempre y yo también obro!» (Juan 5,17). El Padre y

el Hijo obran en el Espíritu Santo, que es el Espíritu de verdad, y la verdad

no cesa de ser fascinante para el hombre, especialmente para los corazones

jóvenes. No nos podemos detener, pues, en las meras estadísticas. Para

Cristo lo importante son las obras de caridad. La Iglesia, a pesar de todas

las pérdidas que sufre, no cesa de mirar con esperanza hacia el futuro. Tal

esperanza es un signo de la fuerza de Cristo. Y la potencia del Espiritu


 

 

 

siempre se mide con el metro de estas palabras apostólicas: «¡Ay de mi si

no predicase el Evangelio.l» (1 Corintios 9,16).

 

Diez años después del Concilio fue convocado el Sínodo de los Obispos para

el tema de la evangelización. Su fruto fue la Exhortación apostólica de Pablo

VI Evangelii nuntiandi. No es una encíclica, pero su valor intrinseco supera

quizá al de muchas encíclicas. Esa exhortación, puede decirse, constituye la

interpretación del magisterio conciliar sobre lo que es tarea esencial de la

Iglesia: «¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!» 

 

En el mundo contemporáneo se siente una especial necesidad del Evangelio,

ante la perspectzva ya cercana del año 2000. Se advierte tal necesidad de

modo especial, quizá porque el mundo parece alejarse del Evangelio, o bien

porque aún no ha llegado a ese mundo. La primera hipótesis -el alejamiento

del Evangelio- mira sobre todo al «Viejo Mundo», especialmente a Europa;

la segunda posibilidad mira al continente asiático, al Extremo Oriente y a

África. Si a partir de la Evangelii nuntiandi se repite la expresión nueva

evangelización, eso es solamente en el sentido de los nuevos retos que el

mundo contemporáneo plantea a la misión de la Iglesia.

 

Es sintomático que la Redemptoris missio hable de una nueva primavera de

la evangelización, y es aún más significativo el hecho de que esta Encíclica

haya sido acogida con gran satisfacción, incluso con entusiasmo, en tantos

ambientes. Después de la Evangelii nuntiandi, se propone como una nueva

síntesis de la enseñanza sobre la evangelización del mundo contemporáneo.

 

La Encíclica precisa cuáles son los principales problemas; llama por su

nombre a los obstáculos que se acumulan en el camino de la

evangelización; aclara algunos conceptos, de los que a veces se abusa,

especialmente en el lenguaje periodístico; finalmente señala las partes del

mundo, por ejemplo los países poscomunistas, en las que la verdad del

Evangelio es esperada de una manera especial. Para éstos, que son países

de largo pasado cristiano, se impone una especie de «re-evangelización».

 

La nueva evangelización no tiene nada que ver con lo que diversas

publicaciones han insinuado, hablando de restauración, o lanzando la

palabra proselitismo en tono de acusación, o echando mano de conceptos

como pluralismo y tolerancia, entendidos unilateral y tendenciosamente.

Una profunda lectura de la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la

libertad religiosa ayudaría a esclarecer tales problemas, y también a disipar

los temores que se intenta despertar, quizá con el fin de arrancar a la

Iglesia el coraje y el empuje para acometer su misión evangelizadora. Y esa

misión pertenece a la esencia de la Iglesia. El Concilio Vaticano II hizo una

declaración de principios afirmando que «la Iglesia [...] es por naturaleza

misionera» (Ad Gentes, 2).

 

Aparte de esas objeciones, que se refieren a la evangelización en cuanto tal

y a sus posibilidades en el mundo contemporáneo, aparecieron otras más

bien concernientes a los modos y métodos de evangelización. En 1989 en

Santiago de Compostela, en España, se desarrolló la Jornada Mundial de la

Juventud. La respuesta de los jóvenes, sobre todo de los europeos, fue


 

 

 

extraordinariamente calurosa. La antiquísima ruta de las peregrinaciones al

santuario de Santiago apóstol vibró nuevamente de vida. Es sabida la

importancia que este santuario -y en general las peregrinaciones- tuvo para

el cristianismo; en concreto, es conocido su papel en la formación de la

identidad cultural de Europa. Pero casi a la vez que este significativo evento,

se alzaron voces que decían que «el sueño de Compostela» pertenecía ya,

de modo irrevocable, al pasado, y que la Europa cristiana se había

convertido en un fenómeno histórico que había que relegar ya a los

archivos. Mueve a reflexión un miedo semejante, frente a la nueva

evangelización, por parte de algunos ambientes que dicen representar la

opinión pública.

 

En el contexto de la nueva evangelización es muy elocuente el actual

descubrimiento de los auténticos valores de la llamada religiosidad popular.

Hasta hace algún tiempo se hablaba de ellos en un tono bastante

despreciativo. Algunas de sus formas de expresión están, por el contrario,

viviendo en nuestros tiempos un verdadero renacimiento, por ejemplo, el

movimiento de peregrinaciones por rutas antiguas y nuevas. Así, al

testimonio inolvidable del encuentro en Santiago de Compostela (1989) se

añadió luego la experiencia de Jasna Góra, en Czestochowa (1991). So 

 

bre todo las generaciones jóvenes van encantadas en peregrinación; y esto

no sólo en nuestro Viejo Continente, sino también en los Estados Unidos,

donde, a pesar de no tener una tradición de peregrinaciones a santuarios, el

encuentro mundial de jóvenes en Denver (1993) reunió a unos cuantos

cientos de miles de jóvenes confesores de Cristo.

 

Hoy se da, pues, la clara necesidad de una nueva evangelización. Existe la

necesidad de un anuncio evangélico que se haga peregrino junto al hombre,

que se ponga en camino con la joven generación. ¿Tal necesidad no es ya

en sí misma un slntoma del ano 2000, que se está acercando? Cada vez

más a menudo los peregrinos miran hacia Tierra Santa, hacia Nazaret,

Belén y Jerusalén. El pueblo de Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza

vive en las nuevas generaciones y, al finalizar este siglo xx, tiene la misma

conciencia deAbraham, el cual siguió la voz de Dios que lo llamaba a

emprender la peregrinación de la fe. ¿Qué palabra oímos con más

frecuencia en el Evangelio sino ésta?: «Sígueme» (Mateo 8,22). Esa palabra

llama a los hombres de hoy, especialmente a los jóvenes, a ponerse en

camino por las rutas del Evangelio en dirección a un mundo mejor.

 

}}-XIX. JÓVENES: ¿REALMENTE UNA ESPERANZA?

 

 

 

 

PREGUNTA 

 

Los jóvenes son siempre los privilegiados en la afectuosa atención del Santo

Padre, quien con frecuencia repite que la Iglesia los mira con especial

esperanza para la nueva evangelización.


 

 

 

Santidad, ¿es fundada esta esperanza? ¿No estaremos más bien ante la

siempre renovada ilusión de nosotros los adultos de que la nueva

generación será mejor que la nuestra y que todas las precedentes?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Abre usted aquí un enorme campo para el análisis y para la meditación.

¿Cómo son los jóvenes de hoy, qué buscan? Se podría decir que son los de

siempre. Hay algo en el hombre que no experimenta cambios, como ha

recordado el Concilio en la Gaudium et Spes (n. 10). Esto queda confirmado

en la juventud quizá más que en otras edades. Sin embargo, esto no quita

que los jóvenes de hoy sean distintos de los que los han precedido. En el

pasado, las jóvenes generaciones se formaron en las dolorosas experiencias

de la guerra, en los campos de concentración, en un constante peligro.

Tales experiencias despertaban también en los jóvenes -y pienso en

cualquier parte del mundo, aunque esté recordando ahora a la juventud

polacalos rasgos de un gran heroismo.

 

Baste recordar la rebelión de Varsovia en 1944: el desesperado arrojo de

mis compatriotas, que no escatimaron sus fuerzas, que entregaron sus

jóvenes vidas como a una hoguera ardiente. Querían demostrar que estaban

madurando ante la gran y difícil herencia que habían recibido. También yo

pertenezco a esa generación, y pienso que el heróísmo de mis compatriotas

me ha sido de ayuda para determinar mi personal vocación. El padre

Konstanty Michalski, uno de los grandes profesores de la Universidad de

Jagel en Cracovia, al volver del campo de concentración de Sachsenhausen,

escribió un libro titulado Entre el heroísmo y la bestialidad. Este título

traduce bien el clima de la época. El mismo Michalski, a propósito de fray

Alberto Chmielowski, recordaba la frase evangélica según la cual «hay que

dar el alma» (cfr. Juan 15,15). Precisamente en aquel período de tanto

desprecio por el hombre como quizá nunca lo había habido, cuando una vida

humana no valía nada, precisamente entonces la vida de cada uno se hizo

preciosa, adquirió el valor de un don gratuito.

 

En esto, ciertamente, los jóvenes de hoy crecen en un contexto distinto, no

llevan dentro de sí las experiencias de la Segunda Guerra Mundial. Muchos,

además, no han conocido -o no lo recuerdan- las luchas contra el sistema

comunista, contra el Estado totalitario. Viven en la libertad, conquistada

para ellos por otros, y en gran medida han cedido a la civilización del

consumo. Éstos son los parámetros, evidentemente sólo esbozados, de la

situación actual.

 

A pesar de eso, es diffcil saber si la juventud rechaza los valores

tradicionales, si abandona la Iglesia. Las experiencias de los educadores y

de los pastores con,firman, hoy no menos que ayer, el idealismo

característico de esta edad, aunque actualmente se exprese, quizá, en

forma sobre todo crítica, mientras que en otro tiempo se traducía más

sencillamente en compromiso. En general, se puede afirmar que las nuevas

generaciones crecen ahora principalmente en un clima de nueva época


 

 

 

positivista, mientras que por ejemplo en Polonia, cuando yo era muchacho,

dominaban las tradiciones románticas. Los jóvenes con los que entré en

contacto nada más ser consagrado sacerdote crecieron en ese clima. En la

Iglesia y en el Evangelio veían un punto de referencia en torno al que

concentrar el esfuerzo interior, para formar la propia vida de modo que

tuviese sentido. Recuerdo todavía las conversaciones con aquellos jóvenes,

que expresaban precisamente así su relación con la fe.

 

La principal experiencia de aquel período, cuando mi tarea pastoral se

centraba sobre todo en ellos, fue el descubrimiento de la esencial

importancia de la juventud. ¿Qué es la juventud? No es solamente un

período de la vida correspondiente a un determinado número de años, sino

que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada hombre, tiempo

que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como el joven del

Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no sólo el

sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a construir

su vida. Ésta es la característica esencial de la juventud. Además del

sacerdote, cada educador, empezando por los padres, debe conocer bien

esta característica, y debe saberla reconocer en cada muchacho o

muchacha; digo más, debe amar lo que es esencial para la juventud.

 

Si en cada época de su vida el hombre desea afirmarse, encontrar el amor,

en ésta lo desea de un modo aún más intenso. El deseo de afirmación, sin

embargo, no debe ser entendido como una legitimación de todo, sin

excepciones. Los jóvenes no quieren eso; están también dispuestos a ser

reprendidos, quieren que se les diga sí o no. Tienen necesidad de un guía, y

quieren tenerlo muy cerca. Si recurren a personas con autoridad, lo hacen

porque las suponen ricas de calor humano y capaces de andar con ellos por

los caminos que están siguiendo.

 

Resulta, pues, obvio que el problema esencial de la juventud es

profundamente personal. La juventud es el período de la personalización de

la vida humana. Es también el período de la comunión: los jóvenes, sean

chicos o chicas, saben que tienen que vivir para los demás y con los demás,

saben que su vida tiene sentido en la medida en que se hace don gratuito

para el prójimo. Ahí tienen origen todas las vocaciones, tanto las

sacerdotales o religiosas, como las vocaciones al matrimonio o a la familia.

También la llamada al matrimonio es una vocación, un don de Dios. Nunca

olvidaré a un muchacho, estudiante del politécnico de Cracovia, del que

todos sabían que aspiraba con decisión a la santidad. Ése era el programa

de su vida; sabía que había sido «creado para cosas grandes», como dijo

una vez san Estanislao de Kostka. Y al mismo tiempo ese muchacho no

tenía duda alguna de que su vocación no era ni el sacerdocio ni la vida

religiosa; sabía que tenía que seguir siendo laico. Le apasionaba el trabajo

profesional, los estudios de ingeniería. Buscaba una compañera para su vida

y la buscaba de rodillas, con la oración. No podré olvidar una conversación

en la que, después de un día especial de retiro, me dijo: «Pienso que ésta

debe ser mi mujer, es Dios quien me la da.» Como si no siguiera las voces

del propio gusto, sino en primer lugar la voz de Dios. Sabía que de Dios

viene todo bien, e hizo una buena elección. Estoy hablando de Jerzy

Ciesielski, desaparecido en un trágico incidente en Sudán, donde había sido


 

 

 

invitado para enseñar en la universidad, y cuyo proceso de beatificación ha

sido ya iniciado.

 

Esta vocación al amor es, de modo natural, el elemento más íntimamente

unido a los jóvenes. Como sacerdote, me di cuenta muy pronto de esto.

Sentía una llamada interior en esa dirección. Hay que preparar a los jóvenes

para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se

aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar!

Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es

uno de los temas fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi

ministerio desde el púlpito, en el confesonario, y también a través de la

palabra escrita. Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad

de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso».

 

Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la

belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades,

imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como «un

escándalo del mundo contemporáneo» (y son modelos desgraciadamente

muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y

puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En

definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y,

por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que

eso pueda comportar.

 

En los años en que yo mismo era un joven sacerdote y pastor, me formé

esta imagen de los jóvenes y de la juventud, que me ha seguido a lo largo

de todos los años posteriores. Imagen que me permite también encontrar a

los chicos en cualquier sitio al que vaya. Todo párroco de Roma sabe que la

visita a las parroquias debe concluir con un encuentro del Obispo de Roma

con los jóvenes. Y no solamente en Roma, sino en cualquier parte a la que

el Papa vaya busca a los jóvenes, y en todas partes es buscado por los

jóvenes. Aunque, la verdad es que no es a él a quien buscan. A quien

buscan es a Cristo, que «sabe lo que hay en cada hombre» (Juan 2,25),

especialmente en un hombre joven, ¡y sabe dar las verdaderas respuestas a

sus preguntas! Y si son respuestas exigentes, los jóvenes no las rehuyen en

absoluto; se diría más bien que las esperan.

 

Se explica así también la génesis de las jornadas mundiales de los jóvenes.

Inicialmente, con ocasión del Año Jubilar de la Redención y luego con el Año

Internacional de la Juventud, convocado por la Organización de las Naciones

Unidas (1985), los jóvenes fueron invitados a Roma. Y éste fue el comienzo.

Nadie ha inventado las jornadas mundiales de los jóvenes. Fueron ellos

quienes las crearon. Esas jornadas, esos encuentros, se convirtieron desde

entonces en una necesidad de los jóvenes en todos los lugares del mundo.

Las más de las veces han sido una gran sorpresa para los sacerdotes, e

incluso para los obispos. Superaron todo lo que ellos mismos se esperaban.

 

Estas jornadas mundiales se han convertido también en un fascinante y

gran testimonio que los jóvenes se dan a sí mismos, han llegado a ser un

poderoso medio de evangelización. En los jóvenes hay un inmenso potencial

de bien, y de posibilidades creativas. Cuando me encuentro con ellos, en


 

 

 

cualquier lugar del mundo, espero en primer lugar todo lo que ellos quieran

decirme, de su sociedad, de su Iglesia. Y siempre les hago tomar conciencia

de esto: «No es más importante, en absoluto, lo que yo os vaya a decir; lo

importante es lo que vosotros me digáis. Me lo diréis no necesariamente con

palabras; lo diréis con vuestra presencia, con vuestras canciones, quizá

incluso con vuestros bailes, con vuestras representaciones; en fin, con

vuestro entusiasmo.» 

 

Tenemos necesidad del entusiasmo de los jóvenes. Tenemos necesidad de

la alegría de vivir que tienen los jóvenes. En ella se refleja algo de la alegría

original que Dios tuvo al crear al hombre. Esta alegría es la que

experimentan los jóvenes en sí mismos. Es igual en cada lugar, pero es

también siempre nueva, original. Los jóvenes la saben expresar a su modo.

No es verdad que sea el Papa quien lleva a los jóvenes de un extremo al

otro del globo terráqueo. Son ellos quienes le llevan a él. Y aunque sus años

aumentan, ellos le exhortan a ser joven, no le permiten que olvide su

experiencia, su descubrimiento de la juventud y la gran importancia que

tiene para la vida de cada hombre. Pienso que esto explica muchas cosas.

 

El día de la inauguración del pontificado, el 22 de octubre de 1978, después

de la conclusión de la liturgia, dije a los jóvenes en la plaza de San Pedro:

«Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi

esperanza.» Recuerdo constantemente aquellas palabras.

 

Los jóvenes y la Iglesia. Resumiendo, deseo subrayar que los jóvenes

buscan a Dios, buscan el sentido de la vida, buscan respuestas definitivas:

«¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Lucas 10,25). En esta

búsqueda no pueden dejar de encontrar la Iglesia. Y tampoco la Iglesia

puede dejar de encontrar a los jóvenes. Solamente hace falta que la Iglesia

posea una profunda comprensión de lo que es la juventud, de la importancia

que reviste para todo hombre. Hace falta también que los jóvenes conozcan

la Iglesia, que descubran en ella a Cristo, que camina a través de los siglos

con cada generación, con cada hombre. Camina con cada uno como un

amigo. Importante en la vida de un joven es el día en que se convence de

que éste es el único Amigo que no defrauda, con el que siempre se puede

contar.

 

}}-XX. ÉRASE UNA VEZ EL COMUNISMO 

 

PREGUNTA 

 

Dios parece callar (el «silencio de Dios» del que algunos han hablado y aún

hablan), pero en realidad no cesa de actuar. Eso afirman los que, en los

acontecimientos humanos, descubren la realización del enigmático plan de

la Providencia.

 

Ateniéndonos a acontecimientos recientes, Usted, Santidad, ha insistido a

menudo en una convicción Suya (recuerdo, por ejemplo, sus palabras en los

países bálticos, Su primera visita a territorios ex soviéticos, en el otoño de

1993): en la caída del marxismo ateo se puede descubrir el digitus Dei, el


 

 

 

«dedo de Dios». Ha aludido con frecuencia a un «misterio», incluso a un

«milagro», al hablar de ese colapso, después de setenta años de un poder

que parecía que iba a durar siglos.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Cristo dice: «Mi Padre obra siempre y yo también obro» (Juan 5,17). ¿A qué

se refieren estas palabras? La unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo

es el elemento constitutivo esencial de la vida eterna. «Ésta es la vida

eterna: que te conozcan a Ti [...] y a quien Tú has enviado, Jesucristo»

(Juan 17,3). Pero cuando Jesús habla del Padre que «obra siempre», no

pretende aludir directamente a la eternidad; habla del hecho de que Dios

obra en el mundo. El cristianismo no es solamente una religión del

conocimiento, de la contemplación. Es una religión de la acción de Dios y de

la acción del hombre. El gran maestro de la vida mística y de la

contemplación, san Juan de la Cruz, al que ya citamos, ha escrito: «A la

tarde de la vida seremos examinados en el amor» (cfr. Dichos de luz y

amor, 59). Jesús ha expresado esta misma verdad del modo más sencillo en

el discurso sobre el juicio final, referido por san Mateo en su Evangelio (25,

31-46).

 

¿Se puede hablar de silencio de Dios? Y si así fuera, ¿cómo interpretar ese

silencio?

 

Sí, en cierto sentido Dios calla, porque ya lo ha revelado todo. Habló «en los

tiempos antiguos» por medio de los profetas y, «últimamente», por medio

del Hijo (cfr. Hebreos 1,1-2): en Él ha dicho todo cuanto tenía que decir. El

mismo san Juan de la Cruz afirma que Cristo es «como abundante mina con

muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni

término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas

acá y allá» (Cántico espiritual, B, 37,4). Es necesario, pues, volver a

escuchar la voz de Dios que habla en la historia del hombre. Y si esta

palabra no se oye, puede ser porque el oído interior no se abre a ella. En

este sentido hablaba Cristo de los que «viendo no ven, y oyendo no oyen»

(cfr. Mateo 13,13), mientras que tener experiencia de Dios está siempre al

alcance de todo hombre, el cual puede acceder a Él en Jesucristo y en virtud

del Espíritu Santo.

 

Hoy, a pesar de las apariencias, son muchos los que encuentran el camino

para esa experiencia del Dios que obra. Es ésta la gran experiencia de

nuestros tiempos, especialmente la de las jóvenes generaciones. ¿Qué otra

interpretación podría darse no sólo de todas las asociaciones sino de todos

los movimientos que han florecido en la Iglesia? ¿Qué otra cosa son sino la

palabra de Dios que ha sido oída y acogida? ¿Y qué otra cosa es la

experiencia de la reunión de Denver sino la voz de Dios que ha sido oída por

los jóvenes, y en un contexto en el que, humanamente hablando, no se veía

posibilidad alguna de éxito, y también porque se estaba haciendo mucho

para impedir que esa palabra se oyera?


 

 

 

Esta escucha, este conocimiento, es el origen de la acción; de ahí nace el

movimiento del pensamiento, el movimiento del corazón, el movimiento de

la voluntad. Dije una vez a los representantes de los movimientos

apostólicos que la Iglesia misma es en primer lugar un ”movimiento”, una

misión. Es la misión que se inicia en Dios Padre y que, mediante el Hijo en

el Espíritu Santo, alcanza siempre de nuevo a la humanidad, y la modela de

manera nueva. Sí, el cristianismo es una gran acción de Dios. La acción de

la palabra se transforma en la acción de los Sacramentos.

 

¿Qué otra cosa son los Sacramentos (¡todos!) sino la acción de Cristo en el

Espíritu Santo? Cuando la Iglesia bautiza, es Cristo quien bautiza; cuando la

Iglesia absuelve, es Cristo quien absuelve; cuando la Iglesia celebra la

Eucaristía, es Cristo quien la celebra: «Esto es mi Cuerpo.» Y así en todos.

Todos los Sacramentos son una acción de Cristo, la acción de Dios en Cristo.

Por lo tanto, es verdaderamente difícil hablar del silencio de Dios. Se debe

más bien hablar de la voluntad de sofocar la voz de Dios.

 

Sí, este deseo de sofocar la voz de Dios está bastante bien programado;

muchos hacen cualquier cosa para que no se oiga Su voz, y se oiga

solamente la voz del hombre, que no tiene nada que ofrecer que no sea

terreno. Y a veces tal oferta lleva consigo la destrucción en proporciones

cósmicas. ¿No es ésta la trágica historia de nuestro siglo?

 

En su pregunta asegura usted que la acción de Dios se ha hecho casi visible

en la historia de nuestro siglo con la caída del comunismo. Pero conviene

evitar una simplificación excesiva. Lo que llamamos comunismo tiene su

historia: es la historia de la protesta frente a la injusticia, como he

recordado en la encíclica Laborem exercens. Una protesta del amplio mundo

de los hombres del trabajo, que se convirtió en una ideología. Pero esa

protesta se convirtió también en parte del magisterio de la Iglesia. Baste

recordar la Rerum novarum, al final del siglo pasado. Añadamos que el

Magisterio no se limitó a la protesta, sino que lanzó una clarividente mirada

hacia el futuro; León XIII fue quien predijo en cierto sentido la caída del

comunismo, una caída que costaría cara a la humanidad y a Europa,

“porque la medicina -escribía Él en Su encíclica de 1891- podría demostrar

ser más peligrosa que la enfermedad misma”. Esto decía el Papa con la

seriedad y la autoridad propias de la Iglesia docente.

 

¿Y qué decir de los tres niños portugueses de Fátima, que, de improviso, en

vísperas del estallido de la Revolución de Octubre, oyeron: «Rusia se

convertirá» y «Al final, mi Corazón triunfará»? No pudieron ser ellos quienes

inventaron tales predicciones. No sabían historia ni geografia, y sabían aún

menos de los movimientos sociales y de la evolución de las ideologías. Y, sin

embargo, ha sucedido exactamente cuanto habían anunciado.

 

Quizá también por eso el Papa fue llamado de «un país lejano», quizá por

eso hacía falta que tuviera lugar el atentado en la plaza de San Pedro

precisamente el 13 de mayo de 1981, aniversario de la primera aparición de

Fátima, para que todo eso se hiciera más transparente y comprensible, para

que la voz de Dios, que habla en la historia del hombre mediante «los

signos de los tiempos», pudiera ser más fácilmente oída y comprendida.


 

 

 

Esto es, pues, el Padre que obra constantemente, y esto es el Hijo, que

también obra, y esto es el invisible Espíritu Santo, que es Amor, y como

Amor es incesante acción creadora, salvífica, santificante y vivificante.

 

Sería, por tanto, sencillísimo decir que ha sido la Divina Providencia la que

ha hecho caer el comunismo. El comunismo como sistema, en cierto

sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios

errores y abusos. Ha demostrado ser una medicina más dañosa que la

enfermedad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a

pesar de haberse convertido para todo el mundo en una poderosa amenaza

y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad interna.

 

«Mi Padre obra siempre y yo también obro» (Juan 5,17). La caída del

comunismo abre ante nosotros un panorama retrospectivo sobre el típico

modo de pensary de actuar de la civilización moderna, especialmente la

europea, que ha dado origen al comunismo. Ésta es una civilización que,

junto a indudables logros en muchos campos, ha cometido también una

gran cantidad de errores y de abusos contra el hombre, explotándolo de

innumerables modos. Una civilización que siempre se reviste de estructuras

de fuerza y de prepotencia, sea política sea cultural (especialmente con los

medios de comunicación social), para imponer a la humanidad entera tales

errores y abusos.

 

¿De qué otro modo explicar, sino, la creciente diferencia entre el rico Norte

y el Sur, cada vez más pobre? ¿Quién es el responsable? El responsable es

el hombre; son los hombres, las ideologías, los sistemas filosóflcos. Diría

que el responsable es la lucha contra Dios, la sistemática eliminación de

cuanto hay de cristiano; una lucha que en gran medida domina desde hace

tres siglos el pensamiento y la vida de Occidente. El colectivismo marxista

no es más que una «versión empeorada» de este programa. Se puede decir

que hoy semejante programa se está manifestando en toda su peligrosidad

y, al mismo tiempo, con toda su debilidad.

 

Dios, en cambio, es fiel a su Alianza. Alianza que selló con la humanidad en

Jesucristo. No puede ya volverse atrás, habiendo decidido de una vez por

todas que el destino del hombre es la vida eterna y el Reino de los Cielos.

¿Cederá el hombre al amor de Dios, reconocerá su trágico error? ¿Cederá el

príncipe de las tinieblas, que es «padre de la mentira» (Juan 8,44), que

continuamente acusa a los hijos de los hombres como en otro tiempo acusó

a Job? (cfr. Job 1,9 y ss.) Probablemente no cederá, pero quizá sus

argumentos pierdan fuerza. Quizá la humanidad se vaya haciendo poco a

poco más sencilla, vaya abriendo de nuevo los oídos para escuchar la

palabra, con la que Dios lo ha dicho todo al hombre.

 

Y en esto no habrá nada de humillante; el hombre puede aprender de sus

propios errores. También la humanidad puede hacerlo, en cuanto Dios la

conduzca a lo largo de los tortuosos caminos de su historia; y Dios no cesa

de obrar de este modo. Su obra esencial seguirá siendo siempre la Cruz y la

Resurrección de Cristo. Ésta es la palabra definitiva de la verdad y del amor.

Ésta es también la incesante fuente de la acción de Dios en los

Sacramentos, como lo es en otras vias sólo conocidas por Él. Es una acción


 

 

 

que pasa a través del corazón del hombre y a través de la historia de la

humanidad.

 

}}-XXI. ¿SÓLO ROMA TIENE RAZÓN?

 

 

 

 

PREGUNTA 

 

Volvamos a esos tres niveles de la fe católica, unidos entre sí de modo

inseparable, y de los que hablamos en la cuarta pregunta. Entre estas

realidades ya señalamos a Dios y a Jesucristo; ahora es el momento de

llegar a la Iglesia.

 

Se ha comprobado que la mayoría de las personas, incluso en Occidente,

creen en Dios, o al menos en «algún» Dios. El ateísmo motivado, declarado,

ha sido siempre, y parece serlo todavia, un asunto de elite, de intelectuales.

En cuanto a creer que ese Dios se haya «encarnado» en Jesús -o al menos

«manifestado» de algún modo singular-, también lo creen muchos.

 

Pero ¿y en la Iglesia? ¿En la Iglesia católica en concreto? Muchos parecen

hoy rebelarse ante la pretensión de que sólo en ella haya salvación. Aunque

sean cristianos, a veces incluso católicos, son muchos los que se preguntan:

¿Por qué, entre todas las Iglesias cristianas, tiene que ser la católica la

única en poseer y enseñar la plenitud del Evangelio?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Aquí, en primer lugar, hay que explicar cuál es la doctrina sobre la salvación

y sobre la mediación de la salvación, que siempre proviene de Dios. «Uno

solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, el

hombre Cristo Jesús» (cfr. 1 Timoteo 2,5). «En ningún otro nombre hay

salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles 4,12). Por eso es verdad revelada

que la salvación está sola y exclusivamente en Cristo. De esta salvación la

Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, es un simple instrumento. En las

primeras palabras de la Lumen gentium, la Constitución conciliar sobre la

Iglesia, leemos: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o signo e

instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género

humano» (n. 1). Como pueblo de Dios, la Iglesia es pues al mismo tiempo

Cuerpo de Cristo.

 

El último Concilio explicó con toda profundidad el misterio de la Iglesia: «El

Hijo de Dios, uniendo consigo la naturaleza humana y venciendo la muerte

con Su muerte y Resurrección, redimió al hombre y lo transformó en una

nueva criatura (cfr. Gálatas 6,15; 2 Corintzos 5,17). Al comunicar Su

Espíritu hace que Sus hermanos, llamados de entre todas las gentes,

constituyan Su cuerpo místico» (LG n. 7). Por eso, según la expresión de

san Cipriano, la Iglesia universal se presenta como «un pueblo unido bajo la


 

 

 

unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De Oratione Dominica, 23).

Esta vida, que es la vida de Dios y la vida en Dios, es la realización de la

Salvación. El hombre se salva en la Iglesia en cuanto que es introducido en

el Misterio trinitario de Dios, es decir, en el misterio de la íntima vida divina.

 

No se debe entender eso deteniéndose exclusivamente en el aspecto visible

de la Iglesia. La Iglesia es más bien un organismo. Esto es lo que expresó

san Pablo en su genial intuición del Cuerpo de Cristo (cfr. Colosenses 1,18).

 

«Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cfr. 1

Corintios 12,27) [...], e individualmente somos miembros los unos de los

otros (Romanos 12,5) [...] También en la estructura del Cuerpo místico

existe una diversidad de miembros y de oficios (1 Corintios 12,1-11).

 

Uno es el Espíritu, el cual para la utilidad de la Iglesia distribuye la variedad

de sus dones con una magnificencia proporcionada a su riqueza y a la

necesidad de los ministerios» (LG n. 7).

 

Así    pues,    el    Concilio    está   lejos   de    proclamar   ningún    tipo    de

eclesiocentrismo. El magisterio conciliar es cristocéntrico en todos sus

aspectos y, por eso, está profundamente enraizado en el Misterio trinitario.

En el centro de la Iglesia se encuentra siempre a Cristo y Su Sacrificio,

celebrado, en cierto sentido, sobre el altar de toda la creación, sobre el altar

del mundo. Cristo «es engendrado antes que toda criatura» (cfr. Colosenses

1,15), mediante Su Resurrección es también «el primogénito de los que

resucitan de entre los muertos» (Colosenses 1,18). En torno a Su Sacrificio

redentor se reúne toda la creación, que está madurando sus eternos

destinos en Dios. Si tal maduración se obra en el dolor, está, sin embargo,

llena de esperanza, como enseña san Pablo en la Carta a los Romanos (cfr.

8,23-24).

 

En Cristo la Iglesia es católica, es decir, universal. Y no puede ser de otro

modo: «En todas las naciones de la tierra está enraizado un único Pueblo de

Dios, puesto que de en medio de todas las estirpes ese Pueblo reúne a los

ciudadanos de Su Reino, no terreno sino celestial. Todos los fieles dispersos

por el mundo se comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así "quien

habita en Roma sabe que los habitantes de la India son miembros suyos".»

Leemos en el mismo documento, uno de los más importantes del Vaticano

II: «En virtud de esta catolicidad, cada una de estas partes aporta sus

propios dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de este modo el todo y

cada una de las partes quedan reforzadas, comunicándose cada una con las

otras y obrando concordemente para la plenitud de la unidad» (LG n. 13).

 

En Cristo la Iglesia es, en muchos sentidos, una comunión. Su carácter de

comunión la hace semejante a la divina comunión trinitaria del Padre y del

Hijo y del Espíritu Santo. Gracias a esa comunión, la Iglesia es instrumento

de la salvación del hombre. Lleva en sí el misterio del Sacrificio redentor, y

del que continuamente se enriquece. Mediante la propia sangre derramada,

Jesucristo no cesa de «entrar en el santuario de Dios, después de haber

obrado una redención eterna» (cfr. Hebreos 9,12).


 

 

 

Así pues, Cristo es el verdadero autor de la salvación de la humanidad. La

Iglesia lo es en tanto en cuanto actúa por Cristo y en Cristo. El Concilio

enseña: «El solo Cristo, presente en medio de todos nosotros en Su Cuerpo

que es la Iglesia, es el mediador y camino de la salvación, y Él mismo,

inculcando expresamente la necesidad de la fe y del bautismo (cfr. Marcos

16,16 y Juan 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en

la que los hombres entran por el Bautismo como por una puerta. Por eso no

pueden salvarse aquellos hombres que, no ignorando que la Iglesia católica

ha sido de Dios, por medio de Jesucristo, fundada como necesaria, no

quieran entrar en ella o en ella perseverar» (LG n. 14).

 

Aquí se inicia la exposición de la enseñanza conciliar sobre la Iglesia como

autora de la salvación en Cristo: «Están plenamente incorporados en la

sociedad de la Iglesia aquellos que, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan

integralmente su organización y todos los medios de salvación en Ella

establecidos, y en su cuerpo visible están unidos a Cristo -que la dirige

mediante el Sumo Pontífice y los obispos- por los vínculos de la profesión de

fe, de los Sacramentos, del régimen eclesiástico y de la Comunión. No se

salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, el que, no

perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia con el

«cuerpo», pero no con el «corazón». No olviden todos los hijos de la Iglesia

que su privilegiada condición no se debe a sus méritos, sino a una especial

gracia de Cristo, por la que si no corresponden con el pensamiento, con las

palabras y con las obras, no sólo no se salvarán sino que serán más

severamente juzgados» (LG n. 14). Pienso que estas palabras del Concilio

explican plenamente la dificultad que expresaba su pregunta, aclaran de

qué modo la Iglesia es necesaria para la salvación.

 

El Concilio habla de pertenecer a la Iglesia para los cristianos, y de

ordenación a la Iglesia para los no cristianos que creen en Dios, para los

hombres de buena voluntad (cfr. LG nn. 15 y 16). Para la salvación, estas

dos dimensiones son importantes, y cada una de ellas posee varios grados.

Los hombres se salvan mediante la Iglesia, se salvan en la Iglesia, pero

siempre se salvan gracias a Cristo. Ámbito de salvación pueden ser también,

además de la formal pertenencia, otras formas de ordenación. Pablo VI

expone la misma doctrina en Su primera Encíclica Ecclesiam suam, cuando

habla de los varios círculos del diálogo de la salvación (cfr. nn. 101-117),

que son los mismos que señala el Concilio como ámbitos de pertenencia y

de ordenación a la Iglesia. Tal es el sentido genuino de la conocida

afirmación: «Fuera de la Iglesia no hay salvación.» 

 

Es difícil no admitir que toda esta doctrina es extremadamente abierta. No

puede ser tachada de exclusivismo eclesiológico. Los que se rebelan contra

las presuntas pretensiones de la Iglesia católica probablemente no conocen,

como deberían, esta enseñanza.

 

La Iglesia católica se alegra cuando otras comunidades cristianas anuncian

con ella el Evangelio, sabiendo que la plenitud de los medios de salvación le

han sido confiados a ella. En este contexto debe ser entendido el subsistit

de la enseñanza conciliar (cfr. Constitución Lumen gentium, 8; Decreto

Unitatis redintegratio, 4).


 

 

 

La Iglesia, precisamente como católica que es, está abierta al diálogo con

todos los otros cristianos, con los se guidores de religiones no cristianas, y

también con los hombres de buena voluntad, como acostumbraban a decir

Juan XXIII y Pablo VI. Qué significa «hombre de buena vo 

 

luntad» lo explica de modo profundo y convincente la misma Lumen

gentium. La Iglesia quiere anunciar el Evangelio junto con los confesores de

Cristo. Quiere señalar a todos el camino de la eterna salvación, los

principios de la vida en Espíritu y verdad.

 

Permítame que me refiera a los años de mi primera juventud. Recuerdo

que, un día, mi padre me dio un libro de oraciones en el que se encontraba

la Oración al Espíritu Santo. Me dijo que la rezara cada día. Por eso, desde

aquel momento, procuro hacerlo. Entonces comprendí por primera vez qué

significan las palabras de Cristo a la samaritana sobre los verdaderos

adoradores de Dios, sobre los que Lo adoran en Espíritu y verdad (cfr. Juan

4,23). Después, en mi camino hubo muchas etapas. Antes de entrar en el

seminario, me encontré a un laico llamado Jan Tyranowski, que era un

verdadero místico. Aquel hombre, que considero un santo, me dio a conocer

a los grandes místicos españoles y, especialmente, a san Juan de la Cruz.

Aun antes de entrar en el seminario clandestino leía las obras de aquel

místico, en particular las poesías. Para poderlo leer en el original estudié la

lengua española. Aquélla fue una etapa muy importante de mi vida.

 

Pienso, sin embargo, que aquí tuvieron un papel esencial las palabras de mi

padre, porque me orientaron a quefuera un verdadero adorador de Dios, me

orientaron a que procurara pertenecer a Sus verdaderos adoradores, a

aquellos que Le adoran en Espíritu y verdad. Encontré la Iglesia como

comunidad de salvación. En esta Iglesia encontré mi puesto y mi vocación.

Gradualmente, comprendí el significado de la redención obrada por Cristo y,

en consecuencia, el significado de los Sacramentos, en particular de la

Santa Misa. Comprendí a qué precio hemos sido redimidos. Y todo eso me

introdujo aún más profundamente en el misterio de la Iglesia que, en

cuanto misterio, tiene una dimensión invisible. Lo ha recordado el Concilio.

Este misterio es más grande que la sola estructura visible de la Iglesia y su

organízación. Estructura y organización sirven al misterio. La Iglesia, como

Cuerpo místico de Cristo, penetra en todos y a todos comprende. Sus

dimensiones espirituales, místicas, son mucho mayores de cuanto puedan

demostrar todas las estadísticas sociológicas.

 

-XXII. A LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD PERDIDA 

 

Hay una pregunta que surge espontánea después de Su respuesta anterior.

Junto a indudables resultados positivos, en el diálogo ecuménico -el

esfuerzo por la reunificación de los cristianos, conforme a la oración al Padre

del mismo Cristo- no parecen haberse ahorrado desilusiones. El ejemplo

más reciente es el de algunas decisiones de la Iglesia anglicana, que

reabren un abismo precisamente allí donde se esperaba estar más cerca de

la reunificación. Santidad, ¿cuáles son, sobre este decisivo tema, Sus

impresiones y Sus esperanzas?


 

 

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Antes de hablar de desilusiones, es oportuno detenerse en la iniciativa del

Concilio Vaticano II de reactualizar la vía ecuménica en la historia de la

Iglesia. Esta vía me es muy querida; provengo de una nación que, teniendo

fama de ser sobre todo católica, tiene también enraizadas tradiciones

ecumenicas.

 

A lo largo de los siglos de su milenaria historia, Polonia ha vivido la

experiencia de ser un Estado de muchas nacionalidades y de muchas

confesiones cristianas, y no sólo cristianas. Tales tradiciones hicieron y

hacen que un aspecto positivo de la mentalidad de los polacos sea la

tolerancia y la apertura hacia la gente que piensa de modo distinto, que

habla otras lenguas, que cree, reza o celebra los mismos misterios de la fe

de modo diferente. La historia de Polonia ha estado penetrada también por

concretas iniciativas de uníficación. La Unión de Brest en 1596 marcó el

inicio de la historia de la Iglesia oriental, que hoy se llama católica de rito

bizantino-ucraniano, pero que entonces era en primer lugar la Iglesia de la

población rusa y bielorrusa.

 

Esto quiere ser una especie de introducción a la respuesta sobre las

opiniones de algunos respecto a las desilusiones provocadas por el diálogo

ecuménico. Yo pienso que más fuerte que esas desilusiones es el hecho

mismo de haber emprendido con renovado empeño la via que debe llevar a

todos los cristianos hacia la unidad. Al acercarnos al término del segundo

milenio, los cristianos han advertido con mayor viveza que las divisiones

que existen entre ellos son contrarias a la oración de Cristo en el cenáculo:

«Padre, haz que todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo

en ti [...] para que el mundo crea que tú me has enviado» (cfr. Juan 17,21).

 

Los cristianos de las distintas confesiones y comunidades han podido

constatar lo verdaderas que son estas palabras especialmente a través de la

actividad misionera, que en los tiempos recientes ha sido muy bien

comprendida tanto por parte de la Iglesia católica, como he apuntado antes,

como por las varias Iglesias y comunidades protestantes. Las poblaciones a

las que los misioneros se dirigen anunciando a Cristo y su Evangelio,

predicando ideales de fraternidad y de unidad, no pueden evitar el hacer

preguntas sobre su unidad. Es necesario saber cuál de estas Iglesias o

comunidades es la de Cristo, puesto que Él no fundó más que una Iglesia, la

única que puede hablar en Su nombre. Así pues, las experiencias

relacionadas con la actividad misionera han dado inicio, en cierto sentido, al

movimiento ecuménico, en el sentido actual de la palabra.

 

El papa Juan XXIII, que, movido por Dios, abrió el Concilio, acostumbraba a

decir que lo que nos divide como confesores de Cristo es mucho menos de

cuanto nos une. En esta afirmación está contenida la esencia misma del

pensamiento ecuménico. El Concilio Vaticano II ha ido en la misma

dirección, como indican los ya citados pasajes de la Constitución sobre la

Iglesia Lumen gentium, a los cuales hay que añadir el Decreto sobre el


 

 

 

ecumenismo Unitatis redintegratio y la Declaración sobre la libertad religiosa

Dignitatis humanae, extremadamente importante desde el punto de vista

ecuménico.

 

Lo que nos une es más grande de cuanto nos divide: los documentos

conciliares dan forma más concreta a esta fundamental intuición de Juan

XXIII. Todos creemos en el mismo Cristo; y esa fe es esencialmente el

patrimonio heredado de la enseñanza de los siete primeros concilios

ecuménicos anteriores al año mil. Existen por tanto las bases para un

diálogo, para la ampliación del espacio de la unidad, que debe caminar

parejo con la superación de las divisiones, en gran medida consecuencia de

la convicción de poseer en exclusiva la verdad.

 

Las divisiones son ciertamente contrarias a cuanto había establecido Cristo.

No es posible imaginar que esta Iglesia, instituida por Cristo sobre el

fundamento de los apóstoles y de Pedro, no sea una. Se puede en cambio

comprender cómo en el curso de los siglos, en contacto con situaciones

culturales y políticas distintas, los creyentes hayan podido interpretar con

distintos acentos el mismo mensaje que proviene de Cristo.

 

Estos diversos modos de entender y de practicar la fe en Cristo pueden en

ciertos    casos    ser    complementarios; no tienen por qué excluirse

necesariamente entre sí. Hace falta buena voluntad para comprobar todo

aquello en lo que las en el orden temporal, en favor de todo lo que es

coherentemente exigido por la misión de los confesores de Jesucristo en el

mundo.

 

En nuestro siglo en particular han tenido lugar hechos que están

profundamente en contra de la verdad evangélica. Aludo sobre todo a las

dos guerras mundiales y a los campos de concentración y de exterminio.

Paradójicamente, quizá estos mismos hechos pueden haber reforzado la

conciencia ecuménica entre los cristianos divididos. Un papel especial ha

tenido ciertamente, a este respecto, el exterminio de los judzos: eso ha

planteado al mismo tiempo ante la Iglesia y ante el cristianismo la cuestión

de la relación entre la Nueva y la Antigua Alianza. En el campo católico, el

fruto de la reflexión sobre esta relación se ha dado en la Nostra aetate, que

tanto ha contribuido a madurar la conciencia de que los hijos de Israel -ya

hemos hablado de eso- son nuestros «hermanos mayores». Es una

maduración que ha tenido lugar a través del diálogo, en especial el

ecuménico. En la Iglesia católica ese diálogo con los judíos tiene

significativamente su centro en el Consejo para la promoción de la unidad

de los cristianos, que se ocupa al mismo tiempo del diálogo entre las varias

comunidades cristianas.

 

Si tomamos en consideración todo esto, es dificil no reconocer que la tarea

ecuménica ha sido realizada con entusiasmo por la Iglesia católica, la cual la

ha asumido en toda su complejidad, y la lleva a cabo día a día con gran

seriedad. Naturalmente, la cuestión de la efectiva unidad no es y no puede

ser fruto de esfuerzos solamente humanos. El verdadero protagonista sigue

siendo el Espíritu Santo, al cual corresponderá decidir en qué momento el


 

 

 

proceso de unidad estará suficientemente maduro, también desde el lado

humano.

 

¿Cuándo sucederá esto? No es fácil preverlo. En todo caso, con ocasión del

inicio del tercer milenio, que se está aproximando, los cristianos han

advertido que, mientras el primer milenio ha sido el período de la Iglesia

indivisa, el segundo ha llevado a Oriente y a Occidente a profundas

divisiones, que hoy es necesario recomponer.

 

Es necesario que el año 2000 nos encuentre al menos más unidos, más

dispuestos a emprender el camino de esa unidad por la que Cristo rezó en la

vigilia de su Pasión. El valor de esa unidad es enorme. Se trata en algún

sentido del futuro del mundo, se trata del futuro del reino de Dios en el

mundo. Las debilidades y prejuicios humanos no pueden destruir lo que es

el plan de Dios para el mundo y la humanidad. Si sabemos valorar todo

esto, podemos mirar al futuro con un cierto optimismo. Podemos tener

confianza en que «El que ha iniciado en nosotros la obra buena, la llevará a

su cumplimiento» (cfr. Fílipenses 1,6).

 

}}-XXIII. ¿POR QUÉ DIVIDIDOS?

 

 

 

 

PREGUNTA 

 

Los designios de Dios son a menudo inescrutables; sólo en el Más Allá nos

será dado «ver» de verdad y, por tanto, entender. Pero ¿sería posible

descubrir desde ahora una cierta vislumbre de respuesta a la pregunta que,

a lo largo de los siglos, han hecho tantos creyentes: ¿Por qué el Espíritu

Santo ha permitido tantas y tales divisiones y enemistades entre los que,

sin embargo , se llaman seguidores del mismo Evangelio, discípulos del

mismo Cristo?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Sí, así es, podemos de verdad preguntarnos: ¿Por qué el Espíritu Santo ha

permitido todas estas divisiones? En general, sus causas y los mecanismos

históricos son conocidos. Sin embargo, es legítimo preguntarse si no habrá

también una motivación metahistórica.

 

Para esta pregunta podemos encontrar dos respuestas. Una, más negativa,

ve en las divisiones el fruto amargo de los pecados de los cristianos. La otra,

en cambio, más positiva, surge de la confianza en Aquel que saca el bien

incluso del mal, de las debilidades humanas: ¿No podría ser que las

divisiones hayan sido también una vía que ha conducido y conduce a la

Iglesia a descubrir las múltiples riquezas contenidas en el Evangelio de

Cristo y en la reden ción obrada por Cristo? Quizá tales riquezas _ podido

ser descubiertas de otro modo...


 

 

 

Desde una visión más general, se puede afirmar que para el conocimiento

humano y para la acción humana tiene sentido también hablar de una cierta

dialéctica. El Espíritu Santo, en Su condescendencia divina, ¿no habrá

tomado esto de algún modo en consideración? Es necesario que el género

humano alcance la unidad mediante la pluralidad, que aprenda a reunirse en

la única Iglesia, también con ese pluralismo en las formas de pensary de

actuar, de culturas y de civilizaciones. ¿Esta manera de entenderlo no

podría estar en cierto sentido más de acuerdo con la sabiduría de Dios, con

Su bondad y providencia?

 

¡Pero ésta no puede ser una justificación de las divisiones, que se

radicalizan cada vez más! ¡7iene que llegar ya el tiempo en que se

manífieste el amor que une! Numerosos son los indicios que permiten

pensar que ese tiempo efectivamente ya ha llegado y, en consecuencia,

resulta evidente la importancia del diálogo ecuménico para el cristianismo.

Este diálogo constituye una respuesta a la invitación de la Primera Carta de

Pedro a «dar razón de la esperanza que está en nosotros» (cfr. 1 Pedro

1,15).

 

El mutuo respeto es condición previa para un auténtico ecumenismo. He

recordado poco antes las experiencias vividas en el país donde nací, y he

subrayado cómo los acontecimientos de su historia formaron una sociedad

pluriconfesional y plurinacional, caracterizada por una gran tolerancia. En

los tiempos en que en Occidente tenían lugar procesos y se encendían

hogueras para los herejes, el último rey polaco de la estirpe de los

Jaghelloni dio prueba de ello con estas palabras: «No soy rey de vuestras

conciencias.»  

 

Recordemos además que el Señor Jesús confirió a Pedro tareas pastorales,

que consisten en mantener la unidad de la grey. En el ministerio petrino

está también el ministerio de la unidad, que se desarrolla en particular en el

campo ecuménico. La tarea de Pedro es la de buscar constantemente las

vías que sirvan al mantenimiento de la unidad. No debe crear obstáculos,

sino buscar soluciones. Lo cual no está en contradicción con la tarea que le

ha confiado Cristo de «confirmar a los hermanos en la fe» (cfr. Lucas

22,32). Por otra parte, es significativo que Cristo haya pronunciado estas

palabras cuando el apóstol iba a renegar de Él. Era como si el Maestro

mismo hubiese querido decirle: «Acuérdate de que eres débil, de que

también tú tienes necesidad de una incesante conversión. Podrás confirmar

a los otros en la medida en que tengas conciencia de tu debilidad. Te doy

como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvación del

hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún

otro modo más que amando.» Es necesario, siempre, veritatem facere in

caritate (hacer la verdad en la caridad, cfr. Efesios 4,15).

 

 

 

 

-XXIV. LA IGLESIA A CONCILIO 

 

PREGUNTA


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