¡Dios te salve María!
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Déjeme que continúe -siempre con la intención de que sirva de acicate- erigiéndome en portavoz de quien dice rechazar tanto el optimismo como el pesimismo, para atenerse a un duro pero obligado realismo. Usted no ignora ciertamente que no han faltado, ni faltan tampoco ahora, quienes sostienen que las puertas abiertas por el Vaticano II parecen haber servido -si hacemos un balance no teórico ni triunfalista de estos decenios posconciliares- más a los que estaban «dentro» de la Iglesia para salir de ella que para que entraran los que estaban «fuera». Hay quien no duda siquiera en dar la voz de alarma sobre la situación actual de la Iglesia, cuya unidad de fe y de gobierno no sería ya una cosa sólida, sino algo amenazado por tendencias centrífugas y por el resurgir de opiniones teológicas no conformes con el Magisterio. RESPUESTA Permítame no estar de acuerdo con semejantes planteamientos. Cuanto he dicho hasta ahora me lleva a tener sobre este problema una opinión distinta de esa que otros tienen y que usted me refiere. Es una opinión, la mía, que proviene de la fe en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia, y también de una cuidadosa observación de los hechos. El Concilio Vaticano II ha sido un gran don para la Iglesia, para todos los que han tomado parte en él, para la entera familia humana, un don para cada uno de nosotros. Es difícil decir algo nuevo sobre el Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo, hay siempre necesidad de recordarlo, pues se ha convertido en una tarea y en un desafío para la Iglesia y para el mundo. Se advierte, pues, la exigencia de hablar del Concilio, para interpretarlo de modo adecuado y defenderlo de interpretaciones tendenciosas. Tales interpretaciones existen, y no han aparecido sólo ahora; en cierto sentido el Concilio se las había encontrado ya en el mundo y hasta en la Iglesia. En ellas se expresaban las disposiciones de ánimo favorables o contrarias a su aceptación y comprensión y también al empeño por introducirlo en la vida. He tenido la especial fortuna de poder tomar parte en el Concilio desde el primero al último día. Esto no estaba en absoluto previsto, porque las autoridades comunistas de mi país consideraban el viaje a Roma un privilegio, administrado completamente por ellos. Si, pues, en semejantes condiciones me fue posible participar en el Concilio desde el comienzo hasta el final, con razón puede juzgarse como un especial don de Dios. Sobre la base de la experiencia conciliar escribí La renovación en sus fuentes. Al comienzo del libro afirmaba que éste quería ser un intento de pagar la deuda contraída por cada uno de los obispos con el Espíritu Santo, por participar en el Concilio. Sí, el Concilio tuvo dentro de sí algo de Pentecostés: dirigió al episcopado de todo el mundo, y por tanto a la Iglesia, sobre las vías por las que había que proceder al final del segundo milenio. Vías de las que habla Pablo VI en la Ecclesiam suam (cfr. nn. 60 y ss.). Cuando comencé a tomar parte en el Concilio era un joven obispo. Recuerdo que mi puesto al principio estuvo cerca de la entrada de la basílica de San Pedro, pero desde la tercera sesión en adelante, es decir, desde que fui nombrado arzobispo de Cracovia, fui colocado más cerca del Altar de la Confesión. El Concilio fue una singular ocasión para escuchar a los otros, pero también de pensar creativamente. Como es natural, los obispos de más edad y más expertos aportaban una contribución mayor en la maduración del pensamiento conciliar. Al comienzo, puesto que era joven, más bien aprendía; gradualmente, sin embargo, alcancé una forma de participación en el Concilio más madura y más creativa. Así pues, ya durante la tercera sesión me encontré en el équipe que preparaba el llamado Esquema XIII, el documento que se convertiría luego en la Constitución pastoral Gaudium et Spes; pude de ese modo participar en los trabajos extremadamente interesantes de este grupo, compuesto por representantes de la Comisión teológica y del Apostolado de los laicos. Permanece siempre vivo en mi memoria el recuerdo del encuentro con Ariccia, en enero de 1965. Contraje también una deuda personal de gratitud con el cardenal Gabriel-Marie Garrone por su fundamental ayuda en la elaboración del nuevo documento. Lo mismo debo decir de los otros teólogos y obispos, con los que tuve la fortuna de sentarme en torno a la misma mesa de trabajo. Mucho debo en particular al padre Yves Congar y al padre Henri De Lubac. Recuerdo todavía hoy las palabras con que este último me animó a perseverar en la línea que había yo definido durante las discusiones. Esto sucedía cuando las sesiones se desarrollaban ya en el Vaticano. Desde aquel momento estreché una especial amistad con el padre De Lubac. El Concilio fue una gran experiencia de la Iglesia, o bien -como entonces se decía- el ..seminario del Espíritu Santo». En el Concilio el Espíritu Santo hablaba a toda la Iglesia en su universalidad, determinada por la participación de los obispos del mundo entero. Determinante era también la participación de los representantes de las Iglesias y de las comunidades no católicas, muy numerosas. Lo que el Espíritu Santo dice supone siempre una penetración más profunda en el eterno Misterio, y a la vez una indicación, a los hombres que tienen el deber de dar a conocer ese Misterio al mundo contemporáneo, del camino que hay que recorrer. El hecho mismo de que aquellos hombres fueran convocados por el Espíritu Santo y constituyeran durante el Concilio una especial comunidad que escucha unida, reza unida, y unida piensa y crea, tiene una importancia fundamental para la evangelización, para esa nueva evangelización que con el Vaticano II tuvo su comienzo. Todo eso está en estrecha relación con una nueva época en la historia de la humanidad y también en la historia de la Iglesia. }}-XXV. ANÓMALO, PERO NECESARIO PREGUNTA El Santo Padre no tiene, pues, dudas. En ese período de la historia de la Iglesia y del mundo había necesidad de un concilio ecuménico como el Vaticano II, «anómalo», por su estilo y contenidos, respecto a los otros veinte precedentes, desde Nicea en el 325 al Vaticano I en el 1869. RESPUESTA Había necesidad no tanto para contrarrestar una concreta herejía, como sucedía en los primeros siglos, como para poner en marcha una especie de proceso bipolar por una parte, sacar al cristianismo de las divisiones que se han acumulado durante todo el milenio que llega a su fin; por otra, reanudar, en cuanto sea posible en común, la misión evangélica en el umbral del tercer milenio. Bajo este aspecto, como usted justamente advierte, el Concilio Vaticano II se distingue de los concilios precedentes por su particular estilo. No ha sido un estilo defensivo. Ni una sola vez se encuentran en los documentos conciliares las palabras anathema sit («sea anatema», o «queda excomulgado»). Ha sido un estilo ecuménico, caracterizado por una gran apertura al diálogo, que el papa Pablo VI calificaba como «diálogo de salvación». Ese diálogo no debía limitarse solamente al ámbito cristiano, sino abrirse también a otras religiones no cristianas, y alcanzar al mundo entero de la cultura y de la civilización, incluido el mundo de los que no creen. La verdad no acepta límite alguno; es para todos y para cada uno. Y si esa verdad es realizada en la caridad (cfr. Efesios 4,15), entonces se hace aún más universal. Éste ha sido el estilo del Concilio Vaticano II, el espíritu en que se ha desarrollado. Tal estilo y tal espíritu permanecerán también en el futuro como la verdad esencial del Concilio; no las controversias entre «progresistas» y «conservadores» -controversias políticas y no religiosas- a las que algunos han querido reducir el acontecimiento conciliar. Según este espíritu el Vaticano II continuará siendo por mucho tiempo un reto para todas las Iglesias y una tarea para cada uno. En los decenios transcurridos desde la conclusión del Vaticano II hemos podido comprobar cómo dicho reto y dicha tarea han sido acogidos según distintas perspectivas y distintas valoraciones. Esto ha sucedido sobre todo con los sínodos posconciliares: sea los sínodos generales de los obispos de todo el mundo convocados por el Papa, sea los de las concretas diócesis o provincias eclesiásticas. Sé por experiencia cómo este método sinodal responde a las expectativas de los diversos ambientes y los frutos que lleva consigo. Y pienso en los sínodos diocesanos que, casi espontáneamente, se han deshecho de la antigua unilateralidad clerical y se han convertido en una manera de expresar la responsabilidad de cada uno hacia la Iglesia. La responsabilidad comunitaria hacia la Iglesia, que los laicos sienten de un modo especial, es ciertamente fuente de renovación. Esa responsabilidad forma el rostro de la Iglesia para las nuevas generaciones, frente al tercer milenio. En el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio, en 1985, fue convocado el sínodo extraordinario de obispos. Recuerdo este hecho porque de aquel Sínodo proviene la iniciativa del Catecismo de la Iglesia católica. Algunos teólogos, a veces ambientes enteros, difundían la tesis de que no había ya necesidad de ningún catecismo, siendo ésta una forma de transmisión de la fe ya superada y, por eso, que había que abandonar. Expresaban también la opinión de que la creación de un catecismo de la Iglesia universal sería de hecho irrealizable. Eran los mismos ambientes que, en su día, habían juzgado inútil e inoportuno el nuevo Código de derecho canónico, anunciado ya por Juan XXIII. En cambio, las voces de los obispos en el Sínodo manifestaban un parecer del todo contrario: el nuevo Código ha sido una providencial iniciativa que va a resolver una necesidad de la Iglesia. También el catecismo era indispensable para que toda la riqueza del magisterio de la Iglesia, después del Concilio Vaticano II, pudiese recibir una nueva síntesis y, en cierto sentido, una nueva orientación. Sin el catecismo de la Iglesia universal, esto hubiera sido algo inalcanzable. Cada ambiente concreto, con base en este texto del Magisterio, crearía sus propios catecismos según las necesidades locales. En tiempo relativamente breve fue realizada esa gran síntesis; en ella, verdaderamente, tomó parte toda la Iglesia. Particular mérito debe serle reconocido al cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. El Catecismo, publicado en 1992, se convirtió en un bestseller en el mercado mundial del libro, como confirmación de lo grande que era la demanda de este tipo de lectura, que a primera vista podría parecer impopular. Y el interés por el catecismo no cesa. Nos encontramos, pues, ante una realidad nueva. El mundo, cansado de ideologías, se abre a la verdad. Ha llegado el tiempo en que el esplendor de esta verdad (veritatis splendor) comienza a rasgar nuevamente las tinieblas de la existencia humana. Aunque sea difícil juzgarlo desde ahora, sin embargo, sobre la base de cuanto se ha realizado y de cuanto se está realizando, es evidente que el Concilio no quedará como letra muerta. El Espíritu, que ha hablado por medio del Vaticano II, no ha hablado en vano. La experiencia de estos años nos deja entrever nuevas perspectivas de apertura hacia esa verdad divina que la Iglesia debe anunciar «en toda ocasión oportuna y no oportuna» (2 Timoteo 4,2). Cada ministro del Evangelio debería dar gracias al Espíritu Santo por el don del Concilio, y debería sentirse constantemente en deuda con Él. Y para que esta deuda quede saldada serán necesarios todavía muchos años y muchas generaciones. -XXVI. UNA CUALIDAD RENOVADA PREGUNTA Déjeme señalar que estas palabras Suyas, tan claras, confirman una vez más la parcialidad, la miopía de los que han llegado a sospechar en Usted intenciones «restauradoras», planes «reaccionarios» ante las novedades conciliares. Usted no ignora que son bien pocos, entre los que siguen siendo católicos, los que ponen en duda la oportunidad de la renovación obrada en la Iglesia. Lo que se discute no es ciertamente el Vaticano II, sino algunas interpretaciones calificadas de disconformes no sólo con la letra de esos documentos sino con el espíritu mismo de los padres conciliares. RESPUESTA Permítame entonces volver a aquella pregunta suya, que también, como otras, era intencionadamente provocadora: ¿El Concilio abrió las puertas para que los hombres de hoy pudiesen entrar en la Iglesia, o bien las puertas se abrieron para que los hombres, ambientes y sociedades comenzaran a salir de Ella? La opinión expresada en sus palabras responde en cierta medida a la verdad, especialmente si nos referimos a la Iglesia en su dimensión occidentaleuropea (aunque seamos testigos de la manifestación, en la misma Europa occidental, de muchos síntomas de renovación religiosa). Pero la situación de la Iglesia debe ser evaluada globalmente. Hay que tomar en consideración todo lo que hoy sucede en la Europa centro-oriental yfuera de Europa, en Norteamérica y en Sudamérica, lo que sucede en los países de misión, en particular en el continente africano, en las vastas áreas del océano Índico y del Pacífico, y en cierta medida en los países asiáticos, incluida China. En muchas de aquellas tierras la Iglesia está construida sobre el fundamento de los mártires, y sobre este fundamento crece con vigor renovado, como Iglesia minoritaria, sí, pero muy viva. A partir del Concilio asistimos a una renovación, que es en primer lugar cualitativa. Si continúan escaseando los sacerdotes y si las vocaciones siguen siendo demasiado pocas, sin embargo aparecen y se desarrollan diversos movimientos de carácter religioso. Nacen sobre un fondo un poco distinto del de las antiguas asociaciones católicas de perfil más bien social, que, inspirándose en la doctrina de la Iglesia sobre esa cuestión, pretendían la transformación de la sociedad, el restablecimiento de la justicia social; algunas iniciaron un diálogo tan intenso con el marxismo que perdieron, en alguna medida, su identidad católica. Los nuevos movimientos, en cambio, están orientados sobre todo hacia la renovación de la persona. El hombre es el primer autor de todo cambio social e histórico, pero para poder desarrollar este papel él mismo debe renovarse en Cristo, en el Espíritu Santo. Es ésta una dirección muy prometedora ante el futuro de la Iglesia. Antes, la renovación de la Iglesia pasaba principalmente a través de las órdenes religiosas. Así fue en el período después de la caída del Imperio romano con los benedictinos y, en el Medievo, con las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos; así fue en el período después de la Reforma, con los jesuitas y otras iniciativas semejantes; en el siglo XVIII con los redentoristas y pasionistas; en el siglo XIX con dinámicas congregaciones misioneras como los verbitas, los salvatorianos y, naturalmente, los salesianos. Junto a las órdenes religiosas de fundación reciente y junto al maravilloso florecimiento de los institutos seculares durante nuestro siglo, en el período conciliar y posconciliar han aparecido estos nuevos movimientos, los cuales, aun recogiendo también a personas consagradas, comprenden especialmente laicos que viven en el matrimonio y ejercen distintas profesiones. El ideal de la renovación del mundo en Cristo nace directamente del fundamental compromiso del Bautismo. Seria injusto hoy hablar solamente de abandono. Hay también retornos. Sobre todo, hay una transformación profundamente radical del modelo de base. Pienso en Europa y en América, en particular en la del Norte y, en otro sentido, en la del Sur. El modelo tradicional, cuantitativo, se transforma en un modelo nuevo, más cualitativo. Y también esto es fruto del Concilio. El Vaticano II apareció en un momento en que el viejo modelo comenzaba a ceder el puesto al nuevo. Así pues, hay que decir que el Concilio vino en el momento oportuno y asumió una tarea de la que esta época tenía necesidad, no solamente la Iglesia, sino el mundo entero. Si la Iglesia posconciliar tiene dificultades en el campo de la doctrina o de la disciplina, no son sin embargo tan graves que comporten una seria amenaza de nuevas divisiones. La Iglesia del Concilio Vaticano II, la Iglesia de intensa colegialidad del episcopado mundial, sirve verdaderamente y de muy diversos modos a este mundo, y se propone a sí misma como el verdadero Cuerpo de Cristo, como ministra de Su misión salvífica y redentora, como valedora de la justicia y de la paz. En un mundo dividido, la unidad supranacional de la Iglesia católica permanece como una gran fuerza, comprobada cuando es el caso por sus enemigos, y también hoy está presente en las diversas instancias de la política y de la organización mundial. No para todos es ésta una fuerza que resulte cómoda. La Iglesia repite en muchas direcciones su non possumus apostólico: «No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos de los Apóstoles 4,20), permaneciendo así fiel a sí misma y difundiendo a su alrededor aquel veritatis splendor que el Espíritu Santo efunde en el rostro de su I,sposa. }}-XXVII. CUANDO EL «MUNDO» DICE QUE NO PREGUNTA Su referencia a la firmeza de Pedro y de Juan en los Hechos de los Apóstoles («No podemos callar lo que hemos visto y oído» 4,20) nos recuerda que -a pesar de toda voluntad eclesial de diálogo- no siempre y no para todos son bien aceptadas las palabras del Papa. En no pocos casos se comprueba su explícito rechazo, a veces violento (al menos, si se da crédito a ese espejo, quizá deformante, que son los medios de comunicación internacionales) cuando la Iglesia remacha su enseñanza, sobre todo en ciertos temas, como los morales. RESPUESTA Usted se refiere al problema de la acogida de la enseñanza de la Iglesia en el mundo actual, especialmente en el campo de la ética y de la moral. Algunos sostienen que en las cuestiones de moralidad, y en primer lugar en las de ética sexual, la Iglesia y el Papa no van de acuerdo con la tendencia dominante en el mundo contemporáneo, dirigida hacia una cada vez mayor libertad de costumbres. Puesto que el mundo se desarrolla en esa dirección, surge la impresión de que la Iglesia vuelve atrás o, en todo caso, que el mundo se aleja de ella. El mundo, por tanto, se aleja del Papa, el mundo se aleja de la Iglesia. Es una opinión muy difundida, pero estoy convencido de que es profundamente injusta. Nuestra encíclica Veritatis splendor, aunque no se refiere directamente al campo de la ética sexual sino a la gran amenaza que supone la civilización occidental del relativismo moral, lo demuestra. Se dio perfectamente cuenta el papa Pablo VI, que sabía que Su deber era luchar contra ese relativismo frente a lo que es el bien esencial del hombre. Con su Encíclica Humanae vitae puso en práctica la exhortación del apóstol Pablo, que escribía a su discípulo Timoteo: «Anuncia la palabra, insiste en toda ocasión oportuna y no oportuna... Vendrá un día en que no se soportará la sana doctrina» (2 Timoteo 4,2-3). ¿No parecen censurar estas palabras del apóstol esta situación contemporánea? Los medios de comunicación han acostumbrado a ciertos sectores sociales a escuchar lo que «halaga los oídos» (cfr. 2 Timoteo 4,3). Peor es la situación cuando los teólogos, y especialmente los moralistas, se alían con los medios de comunicación, que, como es obvio, dan una amplia resonancia a cuanto éstos dicen y escriben contra la «sana doctrina». Cuando la verdadera doctrina es impopular, no es lícito buscar una fácil popularidad. La Iglesia debe dar una respuesta sincera a la pregunta; «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mateo 19,16). Cristo nos previno, nos advirtió de que la vía de la salvación no es ancha y cómoda, sino estrecha y angosta (cfr. Mateo 7,1314). No tenemos derecho a abandonar esta perspectiva ni a cambiarla. Éste es el aviso del Magisterio, éste es también el deber de los teólogos-sobre todo de los moralistas-, los cuales, como colaboradores de la Iglesia docente, tienen en esto una parte esencial. Naturalmente, siguen siendo válidas las palabras de Jesús referidas a aquellas cargas que ciertos maestros echan sobre la espalda de los hombres, pero que ellos no quieren llevarlas (cfr. Lucas 11,46). Aunque se debe considerar también cuál es el peso mayor: si el de la verdad, incluso el de la muy exigente, o si lo es, en cambio, el de la apariencia de verdad, que crea sólo la ilusión de lo que es moralmente correcto. La Veritatis splendor ayuda a afrontar este fundamental dilema que la gente parece comenzar a entender. Pienso que hoy se comprende mejor que en 1968, cuando Pablo VI publicaba la Humanae vitae. ¿Es cierto que la Iglesia está parada y que el mundo se aleja de ella? ¿Se puede decir que el mundo evoluciona solamente hacia una mayor libertad de costumbres? ¿Estas palabras no enmascaran quizá ese relativismo que es tan nefasto para el hombre? No sólo con el aborto, sino también con la contracepción, se trata en definitiva de la verdad del hombre. Alejarse de esa verdad no constituye en absoluto una tendencia evolutiva, no puede ser considerada como una medida de «progreso ético». Frente a semejantes tendencias, cada pastor de la Iglesia y, sobre todo el Papa, debe ser particularmente sensible para no desatender la severa amonestación contenida en la Segunda Carta de Pablo a Timoteo: «Tú, sin embargo, vigila atentamente, aprende a soportar los sufrimientos, cumple tu tarea de anunciador del Evangelio, cumple tu ministerio» (4,5). La fe en la Iglesia de hoy. En el Símbolo -tanto en el apostólico como en el niceno-constantinopolitano- decimos: creo en la Iglesia. Ponemos, pues, a la Iglesia en el mismo plano que el misterio de la Santísima Trinidad y que los misterios de la Encarnación y de la Redención. Pero, como ha mostrado el padre De Lubac, esta fe en la Iglesia significa una cosa distinta de la fe en los grandes misterios de Dios, puesto que no solamente creemos en la Iglesia, sino que a la vez la constituimos. Siguiendo el Concilio, podemos decir que creemos en la Iglesia como en un misterio; y, a la vez, sabemos que somos Iglesia como pueblo de Dios. Somos Iglesia también como miembros de estructura jerárquica y, antes que nada, como partícipes de la misión mesiánica de Cristo, que posee un triple carácter: profético, sacerdotal y real. Se puede decir que nuestra fe en la Iglesia ha sido renovada y profundizada de modo signi,ficativo por el Concilio. Durante mucho tiempo, en la Iglesia se vio más bien la dimensión institucional, jerárquica, y se había olvidado un poco la fundamental &ensión de gracia, carismática, propia del pueblo de Dios. A través del magisterio del Concilio, podremos decir que la la fe en la Iglesia nos ha sido de nuevo cor6fiada como tarea. La renovación posconciliar es, sobre todo, renovación de esta fe, extraordinariamente rica y fecunda. La fe en la Iglesia, como enseña el Concilio Vaticano II, lleva a replantearse ciertos esquematismos demasiado rígidos: por ejemplo, la distinción entre Iglesia docente, que enseña, e Iglesia discente, que aprende, debe tener en cuenta el hecho de que todo bautizado participa, si bien a su nivel, de la misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Se trata pues no sólo de cambiar de conceptos, sino de renovar las actitudes, como he intentado mostrar en mi estudio posconciliar ya citado y titulado La renovación en sus fuentes. Permítame volver un momento a la actual situación religiosa de Europa. Algunos esperaban que, después de la caída del comunismo, tendría lugar, por así decirlo, un giro instintivo hacia la religión en todos los estratos de la sociedad. ¿Ha sucedido esto? Ciertamente no ha sucedido del modo en que algunos se lo imaginaban; y sin embargo, se puede afirmar que esto está sucediendo, especialmente en Rusia. ¿Cómo? Sobre todo en forma de vuelta a la tradición y a las prácticas propias de la Iglesia ortodoxa. En aquellas regiones, además, gracias a la reconquistada libertad religiosa, ha renacido también la Iglesia católica, presente desde siglos por medio de los polacos, de los alemanes, de los lituanos, de los ucranianos que habitaban en Rusia; y están llegando comunidades protestantes, y numerosas sectas occidentales, que disponen de grandes medios económicos. En otros países el proceso de vuelta a la religión, o bien de perseverancia en la propia Iglesia, se desarrolla según haya sido la situación vivida por la Iglesia durante la opresión comunista y, en un cierto sentido, también en relación con sus más antiguas tradiciones. Se puede mostrar esto fácilmente observando sociedades como la de Bohemia, la de Eslovaquia, la de Hungría, y también la de Rumanía, de mayoría ortodoxa, o Bulgaria. Una problemática propia presentan la ex Yugoslavia y los países bálticos. Pero ¿en qué está la verdadera fuerza de la Iglesia? Naturalmente, la fuerza de la Iglesia, en Oriente y en Occidente, a través de los siglos, está en el testimonio de los santos, de los que de la verdad de Cristo han hecho su propia verdad, de los que han seguido el camino que es Él mismo, que han vivido la vida que brota de Él en el Espíritu Santo. Y nunca han faltado estos santos en la Iglesia, en Oriente y en Occidente. Los santos de nuestro siglo han sido en gran parte mártires. Los regímenes totalitarios, que han dominado en Europa en la mitad del siglo xx, han contribuido a incrementar su número. Los campos de concentración, los campos de muerte, que han producido, entre otras cosas, el monstruoso holocausto judío, han hecho que aparecieran auténticos santos entre los católicos y los ortodoxos, y también entre los protestantes. Se ha tratado de verdaderos mártires. Baste recordar las figuras del padre Maximiliano Kolbe y de Edith Stein y, aún antes, aquéllas de los mártires de la guerra civil en España. En el este de Europa es enorme el ejército de los santos mártires, especialmente ortodoxos: rusos, ucranianos, bielorrusos, y de vastos territorios más allá de los Urales. Ha habido también mártires católicos en la misma Rusia, en Bielorrusia, en Lituania, en los países bálticos, en los Balcanes, en Ucrania, en Galizia, en Rumania, Bulgaria, Albania, en los países de la ex Yugoslavia. Ésta es la gran multitud de los que, como se dice en el Apocalipsis, «siguen al Cordero» (cfr. 14,4). Ellos completaron con su martirio el testimonio redentor de Cristo (cfr. Colosenses 1,24) y, al mismo tiempo, están en la base de un mundo nuevo, de la nueva Europa y de la nueva civilización. }}-XXVIII. VIDA ETERNA: ¿TODAVÍA EXISTE? PREGUNTA En la Iglesia de estos años se han multiplicado las palabras; parece que, en los últimos veinte años, se han producido más «documentos» a cualquier nivel eclesial que en los casi veinte siglos precedentes. Y, sin embargo, algunos consideran que esta Iglesia tan locuaz se calla sobre lo esencial: la vida eterna. No obstante hay que reconocer, sinceramente, que no se puede decir otro tanto de Su Santidad, que se ha referido por extenso a este vértice de la panorámica cristiana en su respuesta sobre la «salvación», y ha hecho claras referencias a ella en otros puntos de la entrevista. Pero, por lo que parece según cierta pastoral, según cierta teología, vuelvo a ese tema para preguntarLe: ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno todavía «existen»? ¿Por qué tantos hombres de iglesia nos comentan continuamente la actualidad y ya casi no nos hablan de la eternidad, de esa unión definitiva con Dios que, ateniéndonos a la fe, es la vocación, el destino, el fin último del hombre? RESPUESTA Por favor, abra la Lumen gentium en el capítulo VII, donde se trata la índole escatológica de la Iglesia peregrinante sobre la tierra, como también la unión de la Iglesia terrena con la celeste. Su pregunta no se refiere a la unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste, sino al nexo entre la escatología y la Iglesia sobre la tierra. A este respecto, usted muestra que en la práctica pastoral este planteamiento en cierta manera se ha perdido, y tengo que reconocer que, en eso, tiene usted algo de razón. Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos -muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio- constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas! Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: «Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos.» Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción salvífica. El hombre es libre y, por eso, responsable. La suya es una responsabilidad personal y social, es una responsabilidad ante Dios. Responsabilidad en la que está su grandeza. Comprendo qué es lo que teme quien llama la atención sobre la importancia de eso de lo que usted se hace portavoz, teme que la pérdida de estos contenidos catequéticos, homiléticos, constituya un peligro para esa fundamental grandeza del hombre. Cabe efectivamente que nos preguntemos si, sin ese mensaje, la Iglesia sería aún capaz de despertar heroísmos, de generar santos. No hablo tanto de esos «grandes» santos que son elevados al honor de los altares, sino de los santos «cotidianos», según la acepción del término en la primera literatura cristiana. Es significativo que el Concilio nos recuerde también la llamada universal a la santidad en la Iglesia. Esta vocación universal, se refiere a todo bautizado, a todo cristiano. Y es siempre muy personal, está unida al trabajo, a la profesión. Es un rendir cuentas del uso de los propios talentos, de si el hombre ha hecho un buen o un mal uso de ellos. Y sabemos que las palabras del Señor Jesús, dirigidas al hombre que había enterrado el talento, son muy duras, amenazadoras (cfr. Mateo 25,25-30). Se puede decir, que aun en la reciente tradición catequética y kerygmática de la Iglesia, dominaba una escatología, que podríamos calificar de individual, conforme a una dimensión, aunque profundamente enraizada en la divina Revelación. La perspectiva que el Concilio desea proponer es la de una escatología de la Iglesia y del mundo. El titulo del capítulo VII de la Lumen gentium, que le proponía que leyera, ofrece esta propuesta: «Índole escatológica de la Iglesia peregrinante.» Éste es el comienzo: «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús, y en la cual por medio de la gracia de Dios conseguimos la santidad, no tendrá su cumplimiento sino en la gloria del Cielo, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hechos de los Apóstoles 1,21), y con el género humano también la creación entera-que está íntimamente unida con el hombre y por medio de él alcanza su finserá perfectamente renovada en Cristo. [...] Porque Cristo, cuando fue levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos (cfr. Juan 12, 2); resucitando de entre los muertos (cfr. Romanos 6,9) infundió en los Apóstoles Su Espíritu vivificador, y por medio de Él constituyó Su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal sacramento de salvación; estando sentado a la derecha de Dios Padre, obra continuamente en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por medio de ella unirlos más estrechamente a sí mismo y, con el alimento del propio Cuerpo y de la propia Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos está ya comenzada en Cristo, y es impulsada por medio de la misión del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia, en la cual somos también instruidos por la fe sobre el sentido de nuestra vida temporal, mientras llevamos a término, con la esperanza de los bienes futuros, la obra que nos encomendó en el mundo el Padre, y damos cumplimiento a nuestra salvación (cfr. F71ipenses 2,12). Ya ha llegado, pues, a nosotros la última fase de los tiempos (cfr. 1 Corintios 10,11) y la renovación del mundo está irrevocablemente fijada y en un cierto modo, real, es anticipada en este mundo: la Iglesia, ya sobre la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque imperfecta. Pero hasta que no lleguen los nuevos cielos y la tierra nueva, en los que la justicia tiene su morada (cfr. 2 Pedro 3,12), la Iglesia peregrinante, en sus Sacramentos y en sus instituciones, que pertenecen a la edad presente, lleva la imagen fugaz de este mundo, y vive entre las criaturas, que gimen y están con dolores de parto hasta ahora, suspirando por la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Romanos 8,19-22).» (n. 48). Hay que admitir que esta visión de la escatología estaba sólo muy débilmente presente en las predicaciones tradicionales. Y se trata de una visión originaria, bíblica. Todo el pasaje conciliar, antes citado, está realmente compuesto de textos sacados del Evangelio, de las Cartas apostólicas y de los Hechos de los Apóstoles. La escatología tradicional, que giraba en torno a los llamados Novísimos, está inscrita por el Concilio en esta esencial visión bíblica. La escatología, como ya he mostrado, es profundamente antropológica, pero a la luz del Nuevo Testamento está sobre todo centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también, en un cierto sentido, cósmica. Nos podemos preguntar si el hombre con su vida individual, con su responsabilidad, su destino, con su personal futuro escatológico, su paraíso o su infierno o purgatorio, no acabará por perderse en esa dimensión cósmica. Reconociendo las buenas razones de su pregunta, hay que responder honestamente que sí: el hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de «amenazar con el infierno». Y quizá hasta quien les escucha haya dejado de tenerle miedo. De hecho, el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las «cosas últimas». Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por el otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los in,fiernos temporales, ocasionados por este siglo que está acabando. Después de las experiencias de los campos de concentración, los gulag, los bombardeos, sin hablar de las catástrofes naturales, ¿puede el hombre esperar algo peor que el mundo, un cúmulo aun mayor de humillaciones y de desprecios? ¿En una palabra, puede esperar un infierno? Así pues, la escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo, especialmente en nuestra civilización. Esto, sin embargo, no significa que se haya convertido en completamente extraña la fe en Dios como Suprema Justicia; la espera en Alguien que, al fin, diga la verdad sobre el bien y sobre el mal de los actos humanos, y premie el bien y castigue el mal. Ningún otro, solamente Él, podrá hacerlo. Los hombres siguen teniendo esta convicción. Los horrores de nuestro siglo no han podido eliminarla: «Al hombre le es dado morir una sola vez, y luego el juicio» (cfr. Hebreos 9,27). Esta convicción constituye además, en cierto sentido, un denominador común de todas las religiones monoteístas, junto a otras. Si el Concilio habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, se basa también en este conocimiento. Dios, que es justo Juez, el Juez que premia el bien y castiga el mal, es realmente el Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, y también de Cristo, que es Su Hijo. Este Dios es en primer lugarAmor. No solamente Misericordia, sino Amor. No solamente el padre del hijo pródigo; es también el Padre que «da a Su Hijo para que el hombre no muera sino que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16). Esta verdad evangélica de Dios determina un cierto cambio en la perspectiva escatológica. En primer lugar, la escatología no es lo que todavía debe venir, lo que vendrá sólo después de la vida eterna. La escatología está ya iniciada con la venida de Cristo. Evento escatológico fue, en primer lugar, Su Muerte redentora y Su Resurrección. Éste es el principio «de un nuevo cielo y de una nueva tierra» (cfr. Apocalipsis 21,1). El futuro de más allá de la muerte de cada uno y de todos se une con esta afirmación: «Creo en la Resurrección de la carne»; y también: «Creo en la remisión de los pecados y en la vida eterna.» Ésta es la escatología cristocéntrica. En Cristo, Dios ha revelado al mundo que quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4). Esta frase de la Primera Carta a Timoteo tiene una importancia fundamental para la visión y para el anuncio de las cosas últimas. Si Dios desea esto, si Dios por esta causa entrega a Su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el Espíritu Santo, ¿puede el hombre ser condenado, puede ser rechazado por Dios? Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, hasta Michail Bulgakov y Hans Urs von Balthasar. En verdad que los antiguos concilios rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis final, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno. Pero el problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (cfr. 25,46). ¿Quiénes serán éstos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano. También cuando Jesús dice de Judas, el traidor, que «sería mejor para ese hombre no haber nacido» (Mateo 26,24), la afirmación no puede ser entendida con seguridad en el sentido de una eterna condenación. Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo en la misma conciencia moral del hombre que reacciona ante la pérdida de una tal perspectiva: ¿El Dios que es Amor no es también Justicia definitiva? ¿Puede Él admitir estos terribles crímenes, pueden quedar impunes? ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? ¿Un infierno no es en cierto sentido «la última tabla de salvación» para la conciencia moral del hombre? La Sagrada Escritura conoce también el concepto de filego purificador. La Iglesia oriental lo asume como bíblico, y en cambio no acoge la doctrina católica sobre el purgatorio. Un argumento muy convincente acerca del purgatorio se me ha ofrecido - aparte de la bula de Benedicto XII en el siglo XIV-, sacado de las Obras místicas de san Juan de la Cruz. La «llama de amor viva», de la que él habla, es en primer lugar una llama purificadora. Las noches místicas, descritas por este gran doctor de la Iglesia por propia experiencia, son en un cierto sentido eso a lo que corresponde el purgatorio. Dios hace pasar al hombre a través de un tal purgatorio interior toda su naturaleza sensual y espiritual, para llevarlo a la unión con Él. No nos encontramos aquí frente a un simple tribunal. Nos presentamos ante el poder del mismo Amor. Es sobre todo el Amor el que juzga. Dios, que es Amor, juzga mediante el amor. Es el Amor quien exige la purificación, antes de que el hombre madure por esa unión con Dios que es su definitiva vocación y su destino. Quizá esto baste. Muchos teólogos, en Oriente y en Occidente, también teólogos contemporáneos, han dedicado sus estudios a la escatología, a los Novísimos. La Iglesia no ha cesado de mantener su conciencia escatológica. No ha cesado de llevar a los hombres a la vida eterna. Si cesara de ser escatológica, dejaría de ser fiel a la propia vocación, a la Nueva Alianza, .ellada con ella por Dios en Jesucristo. }}-XXIX. PERO ¿PARA QUÉ SIRVE CREER? Muchos hoy, formados, o deformados, por una especie de pragmatismo, de utilitarismo-, ante la evangelización cristiana parecen estar dispuestos a reconocer su atractivo, pero luego acaban por preguntar: «Pero, en definitiva, Gpara qué sirve creer? ¿Acaso no es posible vivir una vida honesta, recta, sin tener que molestarse en tomar el Evangelio en serio?» RESPUESTA A una pregunta semejante se podría responder muy brevemente: la utilidad de la fe no es comparable con bien alguno, ni siquiera con los bienes de naturaleza moral. La Iglesia no ha negado nunca que también un hombre no creyente pueda realizar acciones honestas y nobles. Cada uno, por otra parte, se convence fácilmente de eso. El valor de la fe no se puede explicar solamente con su utilidad para la moral humana, aunque la misma fe suponga la más profunda motivación de la moral. Por esta razón, muy a menudo hacemos referencia a la fe como tema. También yo he hecho eso en la veritatis splendor, subrayando la importancia moral de la respuesta de Cristo «Cumple los mandamientos» (Mateo 19,17)- a la pregunta del joven sobre el correcto uso del don de la libertad. A pesar de eso, se puede decir que la fundamental utilidad de la fe está en el hecho mismo de haber creído y de haber conJiado. María es, en el momento de la Anunciación, inimitable ejemplo y maravilloso modelo de una tal actitud; esto está extraordinariamente expresado en la obra poética de Rainer Maria Rilke, ..Verkundigung» (Anunciación). Creyendo y confiando, damos una respuesta a la palabra de Dios: esa palabra no cae en el vacío, vuelve con su fruto a Aquel que la había pronunciado, como está dicho de modo tan eficaz en el libro del profeta Isaías (cfr. 55,11). Sin embargo Dios no quiere obligarnos en absoluto a una tal respuesta. Bajo ese aspecto, el magisterio del último Concilio y, en su ámbito, especialmente la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, tienen una particular importancia. Valdría la pena traer aquí la Declaración entera y analizarla; pero quizá baste con citar algunas frases: «Y todos los seres humanos-leemos- están obligados a buscar la verdad, especialmente en orden a Dios y a su Iglesia, y están obligados a adherirse a la verdad a medida que la van conociendo y a rendirle homenaje» (n. 1). Lo que el Concilio subraya aquí es, en primer lugar, la dignidad del hombre. El texto continúa: «Por razón de su dignidad todos los seres humanos, en cuanto que son personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por eso, investidos de personal responsabilidad, están por su misma naturaleza y por deber moral obligados a buscar la verdad, en primer lugar la concerniente a la religión. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias» (n. 2). «Ahora bien, la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, con una búsqueda que sea libre, con la ayuda de la enseñanza o de la educación, por medio de la comunicación y del diálogo» (n. 3). Como se ve, el Concilio trata la libertad humana con toda seriedad y se refiere al imperativo interior de la conciencia para demostrar que la respuesta dada por el hombre a Dios y a Su palabra mediante la fe está estrechamente unida a su dignidad personal. El hombre no puede ser constreñido a aceptar la verdad. A ella es empujado solamente por su naturaleza, es decir, por su misma libertad, que lo mueve a buscarla sinceramente y, cuando la encuentra, a adherirse a ella, sea con su convicción sea con su comportamiento. Ésta ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia; pero, aun antes, es la enseñanza que Cristo mismo confirmó con Su obrar. Desde ese punto de vista hay que releer la segunda parte de la Dignitatis humanae. Ahí quizá se encuentre también la respuesta a su pregunta. Una respuesta que, por otra parte, refleja la enseñanza de los Padres y la tradición de los teólogos, desde santo Tomás de Aquino a John H. Newman. El Concilio no hace más que insistir en lo que ha sido la constante convicción de la Iglesia. Es conocida la posición de santo Tomás: es tan coherente en esta línea de respeto a la conciencia, que considera ilícito el acto de fe en Cristo que realizara quien, por un absurdo, estuviese convencido en conciencia de estar obrando mal al hacerlo (cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 19, a. 5). Si el hombre advierte en su propia conciencia una llamada, aunque esté equivocada, pero que le parece incontrovertible, debe siempre y en todo caso escucharla. Lo que no le es lícito es entrar culpablemente en el error, sin esforzarse por alcanzar la verdad. Si Newman pone la conciencia por encima de la autoridad, no proclama nada nuevo respecto al permanente magisterio de la Iglesia. La conciencia, como enseña el Conci lio, «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en su intimidad. [...] En la fidelidad a la conciencia los cristia nos se unen con los otros hombres para buscar la verdad y para resolver según verdad los muchos problemas morales que surgen en la vida individual y en la vida social. Cuanto más prevalece la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos sociales se alejan de la ciega arbitrariedad y se esfuerzan por conformarse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que la conciencia sea errónea por ignorancia invencible, sin que por esto pierda su dignidad. No puede decirse esto, en cambio, cuando el hombre se preocupa poco de buscar la verdad y el bien, y cuando la conciencia se hace casi ciega como consecuencia del hábito del pecado» (n. 16). Es difícil no advertir la profunda coherencia interna de la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa. A la luz de su enseñanza podemos decir que la esencial utilidad de la fe consiste en el hecho de que, a través de ella, el hombre realiza el bien de su naturaleza racional. Y lo realiza dando su respuesta a Dios, como es su deber. Un deber no sólo hacia Dios, sino también hacia sí mismo. Cristo lo ha hecho todo para convencernos de la importancia de esta respuesta que el hombre está llamado a dar en condiciones de libertad interior, para que en ella refulja aquel splendor veritatis tan esencial a la dignidad humana. Él ha comprometido a la Iglesia para que actúe del mismo modo: por eso son tan habituales en la historia las protestas contra todos los que han intentado constreñir a la fe «convirtiendo con la espada». A este respecto es necesario recordar que la escuela católica española de Salamanca tomó una posición netamente contraria frente a las violencias cometidas contra los indígenas de América, los indios, con el pretexto de convertirlos al cristianismo. Y que, aun antes, con el mismo espíritu se había pronunciado la Academia de Cracovia en el Concilio de Constanza de 1414, condenando las violencias perpetradas contra los pueblos bálticos con el mismo pretexto. Cristo ciertamente desea la fe. La desea del hombre y la desea para el hombre. A las personas que Le pedían un milagro solía responderles: «Tu fe te ha salvado» (cfr. Marcos 10,52). El caso de la mujer cananea es especialmente emocionante. Parece al principio que Jesús no quiera escuchar la petición de ayuda para su hija, como si quisiera provocar aquella conmovedora fe: «Pero los perrillos se alimentan de las migas que caen de la mesa de sus dueños» (Mateo 15,27). Él pone a prueba a aquella mujer extranjera para poder decir después: «¡Grande es tu fe! Hágase como deseas» (Mateo 15,28). Jesús quiere despertar en los hombres la fe, desea que respondan a la palabra del Padre, pero lo quiere respetando siempre la dignidad del hombre, porque en la búsqueda misma de la fe está ya presente una forma de fe, una forma implícita, y por eso queda ya cumplida la condición necesaria para la salvación. Desde esta óptica, su pregunta parece encontrar una cumplida respuesta en el enunciado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, que por eso merece ser releído una vez más: «Aquellos que sin culpa ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y que sin embargo buscan sinceramente a Dios, y con la ayuda de la gracia se esfuerzan por cumplir con obras Su voluntad, conocida a través del dictamen de la conciencia, pueden conseguir la vida eterna. Tampoco la Divina Providencia niega las ayudas necesarias para la salvación a los que no han llegado todavía al claro conocimiento y reconocimiento de Dios, y se esfuerzan, no sin la gracia divina, por alcanzar una vida recta» (LGn. 16). En su pregunta se habla de «una vida honesta, recta, pero sin el Evangelio». Respondería que si una vida es verdaderamente recta es porque el Evangelio, no conocido o no rechazado a nivel consciente, en realidad desarrolla ya su acción en lo profundo de la persona que busca con honesto esfuerzo la verdad y está dispuesta a aceptarla, apenas la conozca. Una tal disponibilidad es manifestación de la gracia que obra en el alma. El Espíritu sopla donde quiere y como quiere (cfr. Juan 3,8). La libertad del Espíritu encuentra la libertad del hombre y la con,firma hasta elfondo. Esta precisión era necesaria para evitar cualquier riesgo de interpretación pelagiana. Semejante riesgo existía ya en los tiempos de san Agustín, y parece dejarse sentir nuevamente en nuestra época. Pelagio sostenía que sin la gracia divina el hombre puede llevar una vida honesta y feliz; la gracia divina no le parecía necesaria. La verdad es, en cambio, que el hombre es realmente llamado a la salvación; que la vida honesta es la condición de tal salvación; y que la salvación no puede ser alcanzada sin el aporte de la gracia. En definitiva, solamente Dios puede salvar al hombre, teniendo en cuenta su colaboración. El hecho de que el hombre pueda colaborar con Dios es lo que decide su auténtica grandeza. La verdad según la cual el hombre es llamado a hacer todo en función del fin último de su vida, la salvación y la divinización, tiene su expresión en la tradición oriental bajo la forma del llamado sinergismo. El hombre «crea» con Dios el mundo, el hombre «crea» con Dios su personal salvación. La divinización del hombre proviene de Dios. Pero también aquí el hombre debe colaborar con Dios. }}-XXX. UN EVANGELIO PARA HACERSE HOMBRE PREGUNTA Una vez más se ha referido Usted a la dignidad del hombre. Junto a los derechos humanos, que son su consecuencia, es éste uno de los temas centrales, siempre recurrentes, de Su enseñanza. Pero ¿qué es de verdad, para el Santo Padre, la dignidad del hombre? ¿Qué son los auténticos derechos humanos? ¿Concesiones de los gobiernos, de los Estados? ¿O algo distinto, más profundo? RESPUESTA En cierto sentido he respondido ya a lo que constituye el problema central de su pregunta: «¿En qué consiste la dignidad del hombre? ¿Qué son los derechos del hombre?» Es evidente que estos derechos han sido inscritos por el Creador en el orden de la creación; que aquí no se puede hablar de concesiones de las instituciones humanas, de los Estados o de las organizaciones internacionales. Tales instituciones expresan sólo lo que Dios mismo ha inscrito en el orden creado por Él, lo que Él mismo ha inscrito en la conciencia moral, en el corazón del hombre, como explica san Pablo en la Carta a los Romanos (cfr. 2,15). El Evangelio es la confirmación más plena de todos los derechos del hombre. Sin eso muy fácilmente nos podemos encontrar lej os de la verdad del hombre . El Evangelio confirma la regla divina que rige el orden moral del universo, la confirma de modo particular mediante la misma Encarnación. ¿Quién es el hombre, si el Hijo asume la naturaleza humana? ¿Quién debe ser este hombre, si el Hijo de Dios paga el máximo precio por su dignidad? Cada año la liturgia de la Iglesia manifiesta un profundo estupor ante esta verdad y este misterio, tanto en el período de Navidad como durante la Vigilia pascual: «O felix culpa, quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem."? («¡Oh feliz culpa, que nos hizo merecer un tal y tan grande Redentor!» Exultet). El Redentor con,firma los derechos del hombre sencillamente para llevarlo a la plenitud de la dignidad recibida cuando Dios lo creó a su imagen y semejanza. Ya que usted ha tocado este problema, permítame que me sirva de su pregunta para recordar cómo fue situándose gradualmente en el centro de mis intereses, incluso personales. En cierto sentido fue para mí una gran sorpresa constatar que el interés por el hombre y por su dignidad se había convertido, a pesar de las previsiones en contrario, en el tema principal de la polémica con el marxismo, y esto porque los marxistas mismos habían puesto en el centro de esa polémica la cuestión del hombre. Cuando, después de la guerra, tomaron el poder en Polonia y comenzaron a controlar la enseñanza universitaria, podría haberse esperado que al comienzo el programa del materialismo dialéctico se expresara, en primer lugar, a través de lafilosofia de la naturaleza. Hay que decir que la Iglesia en Polonia estaba preparada incluso para eso. Recuerdo qué consuelo supusieron para los intelectuales católicos, en los años de posguerra, las publicaciones del reverendo Kazimierz Klósak, eximio profesor de la Facultad de Teología de Cracovia, conocido por su extraordinaria erudición. En sus doctos escritos la filosofía de la naturaleza marxista se tenía que comparar con una renovadora aproximación al tema, que permitía descubrir el Logos en el mundo, es decir, el Pensamiento creador y el orden. Así Klósak entraba en la tradición filosóflca que, desde los pensadores griegos, a través de las cinco vías de Tomás de Aquino, ha llegado hasta los estudiosos de hoy como Alfred North Whitehead. El mundo visible, de por sí, no puede ofrecer base científica para una interpretación atea, es más, una reflexión honesta encuentra en él elementos suficientes para llegar al conocimiento de Dios. En este sentido la interpretación atea es unilateral y tendenciosa. Aún recuerdo aquellas discusiones. Participé también en numerosos encuentros con científicos, en particular con fisicos, que, después de Einstein, se han abierto notablemente a una interpretación teísta del mundo. Pero, curiosamente, este tipo de controversias con el marxismo duraron poco. Pronto se demostró que el hombre, precisamente él, con su moral, era el problema central de la discusión. La filosofia de la naturaleza fue puesta, por así decirlo, aparte. En la tentativa de apología del ateísmo, se hizo dominante no tanto la interpretación cosmológica, sino la argumentación ética. Cuando escribí el ensayo Acción y persona, los primeros que lo advirtieron, obviamente para oponerse a él, fueron los marxistas; en su polémica con la religión y con la Iglesia constituía un elemento incómodo. Pero, llegado a este punto, debo decir que mi atención a la persona y a la acción no nació en absoluto en el terreno de la polémica con el marxismo o, por lo menos, no nació en función de esa polémica. El interés por el hombre como persona estaba presente en mi desde hacía mucho tiempo. Quizá dependía también del hecho de que no había tenido nunca una especial predilección por las ciencias naturales. Siempre me ha apasionado más el hombre; mientras estudiaba en la Facultad de Letras, me interesaba por él en cuanto artífice de la lengua y en cuanto objeto de la literatura; luego, cuando descubrí la vocación sacerdotal, comencé a ocuparme de él como tema central de la actividad pastoral. Estábamos ya en la posguerra, y la polémica con el marxismo estaba en su apogeo. En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en los jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de Dios, como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar y resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los relacionados con el mundo del trabajo. Le he contado ya cómo aquellos jóvenes del período siguiente a la ocupación alemana quedaron profundamente grabados en mi memoria; con sus dudas y sus preguntas, en cierto sentido me señalaron el camino también a mí. De nuestra relación, de la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo contenido resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad. El ensayo sobre la persona y la acción vino luego; pero también nació de la misma fuente. Era en cierto modo inevitable que llegase a ese tema, desde el momento en que había entrado en el campo de los interrogantes sobre la existencia humana; y no solamente del hombre de nuestro tiempo, sino del hombre de todo tiempo. La cuestión sobre el bien y el mal no abandona nunca al hombre, como lo testimonia el joven del Evangelio, que pregunta a Jesús: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Marcos 10,17). Por tanto, el origen de mis estudios centrados en el hombre, en la persona humana, es en primer lugar pastoral. Y es desde el ángulo de lo pastoral cómo, en Amor y responsabilidad, formulé el concepto de norma personalista.Tal norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor al lenguaje de la ética filosóflca. La persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una persona cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute. Esta norma está ya presente en la ética kantiana, y constituye el contenido del llamado segundo imperativo. No obstante, este imperativo tiene un carácter negativo y no agota todo el contenido del mandamiento del amor. Si Kant subraya con tanta fuerza que la persona no puede ser tratada como objeto de goce, lo hace para oponerse al utilitarismo anglosajón y, desde ese punto de vista, puede haber alcanzado su pretensión. Sin embargo, Kant no ha interpretado de modo completo el mandamiento del amor, que no se limita a excluir cualquier comportamiento que reduzca la persona a mero objeto de placer, sino que exige más: exige la afirmación de la persona en sz misma. La verdadera interpretación personalista del mandamiento del amor se encuentra en las palabras del Concilio: «El Señor Jesús, cuando reza al Padre para que "todos sean una sola cosa" (Juan 17,21-22), poniéndonos ante horizontes inaccesibles a la razón humana, ha insinuado que hay una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta cómo el hombre -que en la tierra es la única criatura que Dios ha querido por sí mismano puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través de un sincero don de sí» (GS n. 24). Ésta puede decirse que es verdaderamente una interpretación adecuada del mandamiento del amor. Sobre todo, queda formulado con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple hecho de ser persona; ella, se dice, «es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma». Al mismo tiempo el texto conciliar subraya que lo más esencial del amor es el «sincero don de sí mismo». En este sentido la persona se realiza mediante el amor. Así pues, estos dos aspectos -la afirmación de la persona por sí misma y el don sincero de sí mismo- no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se confirman y se integran de modo recíproco. El hombre se afirma a sz mismo de manera más completa dándose. Ésta es la plena realización del mandamiento del amor. Ésta es también la plena verdad del hombre, una verdad que Cristo nos ha enseñado con Su vida y que la tradición de la moral cristiana -no menos que la tradición de los santos y de tantos héroes del amor por el prójimo- ha recogido y testimoniado en el curso de la historia. Si privamos a la libertad humana de esta perspectiva, si el hombre no se esfuerza por llegar a ser un don para los demás, entonces esta libertad puede revelarse peligrosa. Se convertirá en una libertad de hacer lo que yo considero bueno, lo que me procura un provecho o un placer, acaso un placer sublimado. Si no se acepta la perspectiva del don de sz mismo, subsistirá siempre el peligro de una libertad egoista. Peligro contra el que luchó Kant; y en esta línea deben situarse también Max Scheller y todos los que, después de él, han compartido la ética de los valores. Pero una expresión completa de esto la encontramos sencillamente en el Evangelio. Por eso en el Evangelio está también contenida una coherente declaración de todos los derechos del hombre, incluso de aquellos que por diversos motivos pueden ser incómodos. }}-XXXI. DEFENSA DE CUALQUIER VIDA PREGUNTA Entre los derechos «incómodos» a los que se refiere, está, en primerísimo plano, el derecho a la vida; está el deber de su defensa desde la concepción. También éste es un tema siempre recurrente -y de tonos dramáticos- en Su magisterio. Esta continua denuncia de cualquier legalización del aborto ha sido definida incluso como «obsesiva» por ciertos sectores político-culturales. Son los mismos que sostienen que las «razones humanitarias» están de su parte; de la parte que ha llevado a los Parlamentos a dictar medidas permisivas sobre la interrupción del embarazo. RESPUESTA El derecho a la vida es, para el hombre, el derecho fundamental. Y sin embargo, cierta cultura contemporánea ha querido negarlo, transformándolo en un derecho «incómodo» de defender. ¡No hay ningún otro derecho que afecte más de cerca a la existencia misma de la persona! Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la existencia hasta su natural extinción: «Mientras vivo tengo derecho a vivir.» La cuestión del niño concebido y no nacido es un problema especialmente delicado, y sin embargo claro. La legalización de la interrupción del embarazo no es otra cosa que la autorización dada al hombre adulto -con el aval de una.ley instituida- para privar de la vida al hombre no nacido y, por eso, incapaz de defenderse. Es difícil pensar en una situación más injusta, y es de verdad difícil poder hablar aquí de obsesión, desde el momento en que entra en juego un fundamental imperativo de toda conciencia recta: la defensa del derecho a la vida de un ser humano inocente e inerme. Con frecuencia la cuestión se presenta como derecho de la mujer a una libre eleeeión frente a la vida que ya existe en ella, que ella ya lleva en su seno: la mujer tendría que tener el derecho de elegir entre dar la vida y quitar la vida al niño concebido. Cualquiera puede ver que ésta es una alternativa sólo aparente. ¡No se puede hablar de dereeho a elegir euando lo que está en euestión es un evidente mal moral, cuando se trata simplemente del mandamiento de No matar! ¿Este mandamiento prevé acaso alguna exepción? La respuesta de suyo es «no»; ya que hasta la hipótesis de la legítima defensa, que no se refiere nunca a un inocente sino siempre y solamente a un agresor injusto, debe respetar el principio que los moralistas llaman prineipium ineulpatae tutelae (principio de defensa irreprensible): para ser legítima esa «defensa» debe llevarse a cabo de modo que inflinja el menor daño y, si es posible, que deje a salvo la vida del agresor. El caso de un niño no nacido no entra en semejante situación. Un niño eoncebido en el seno de la madre no es nunca un agresor injusto, es un ser indefenso que espera ser acogido y ayudado. Es obligado reconocer que, en este campo, somos testigos de verdaderas tragedias humanas. Muchas veces la mujeres víctima del egoísmo masculino, en el sentido de que el hombre, que ha contribuido a la concepción de la nueva vida, no quiere luego hacerse cargo de ella y echa la responsabilidad sobre la mujer, como si ella fuese la única «culpable». Precisamente cuando la mujer tiene mayor necesidad de la ayuda del hombre, éste se comporta como un cínico egoísta, capaz de aprovecharse del afecto y de la debilidad, pero refractario a todo sentido de responsabilidad por el propio acto. Son problemas que conocen bien no sólo los confesonarios, sino además los tribunales de todo el mundo y, cada vez más, también los tribunales de menores. Por tanto, rechazo firmemente la fórmula pro choice «por la elección»); es necesario decidirse con valentía por la fórmula pro woman «por la mujer»), es decir, por una elección que está verdaderamente a favor de la mujer. Es ella quien paga el más alto precio no solamente por su maternidad, sino aún más por destruirla, por la supresión de la vida del niño concebido. La única actitud honesta en este caso es la de la radical solidaridad con la mujer. No es lícito dejarla sola. Las experiencias de diversos centros asesores demuestran que la mujer no quiere suprimir la vida del niño que lleva en su seno. Si es ayudada en esta situación, y si al mismo tiempo es liberada de la intimidación del ambiente circundante, entonces es incluso capaz de heroísmo. Lo atestiguan, decía, numerosos centros asesores y, sobre todo, las casas para madres adolescentes. Parece, pues, que la mentalidad de la sociedad esté comenzando a madurar en su justa dirección, aunque todavía sean muchos esos sedicentes «benefactores» que pretenden ayudar a la mujer liberándola de la perspectiva de la maternidad. Nos encontramos aquí en un punto, por así decir, neurálgico, sea visto tanto desde los derechos del hombre, como desde el derecho de la moral y de la pastoral. Todos estos aspectos están estrechamente unidos entre sí. Los he encontrado siempre juntos también en mi vida y en mi ministerio de sacerdote, de obispo diocesano, y luego como sucesor de Pedro, con el ámbito de responsabilidad consiguiente. Por eso, debo repetir que rechazo categóricamente toda acusación o sospecha de una presunta «obsesión» del Papa en este campo. Se trata de un problema de gran envergadura, en el que todos debemos demostrar la máxima responsabilidad y vigilancia. No podemos permitirnos formas de permisivismo, que llevarían directamente al conculcamiento de los derechos del hombre, y también a la aniquilación de los valores fundamentales, no solamente de la vida de las personas singulares y de la familias, sino de la misma sociedad. ¿No es acaso una triste verdad eso a lo que se alude con la fuerte expresión de civilización de la muerte? Obviamente, lo contrario de la civilización de la muerte no es y no puede ser el programa de la multiplicación irresponsable de la población sobre el globo terrestre. Hay que tomar en consideración el índice demográ,fico. Y la vía justa es lo que la Iglesia llama paternidad y maternidad responsables. Los centros asesores familiares de la Iglesia así lo enseñan. La paternidad y la maternidad responsables son el postulado del amor por el hombre, y son también el postulado de un auténtico amor conyugal, porque el amor no puede ser irresponsable. Su belleza está contenida en su responsabilidad. Cuando el amor es verdaderamente responsable es también verdaderamente libre. Ésta es la enseñanza que aprendí de la encíclica Humanae vitae de mi venerado predecesor Pablo Vl, y que, aun antes, había aprendido de mis jóvenes interlocutores, cónyuges yfuturos cónyuges mientras escribía Amor y responsabilidad. Como he dicho, ellos mismos fueron mis educadores en ese campo. Ellos, hombres y mujeres, contribuían creativamente a la pastoral de las familias, a la pastoral de la paternidad y de la maternidad responsables, a la formación de centros asesores que tuvieron luego un óptimo desarrollo. La principal actividad de estos centros, su primera tarea, estaba y está dirigida al amor humano; en ellos se vivia y se vive la responsabilidad para el amor humano. El deseo es que tal responsabilidad no falte nunca en ningún sitio y en ninguna persona; que la responsabilidad no falte ni en los legisladores ni en los educadores ni en los pastores. ¡A cuántas personas menos conocidas desearía rendir aquí homenaje y expresarles la más profunda gratitud por su generoso esfuerzo y su dedicación sin tasa! En su comportamiento queda confirmada la cristiana y personalista verdad del hombre, que se realiza en la medida en que sabe hacerse don gratuito para los demás. De los centros de asesoramiento debo referirme a los ateneos. Tengo en mente las escuelas que conozco y aquellas a cuya institución he contribuido. Tengo en mente de modo particular la cátedra de Ética de la Universidad Católica de Lublin, como también el instituto que allí surgió, después de mi marcha, bajo la dirección de mis más estrechos colaboradores y discípulos. Tengo en mente al reverendo profesor Tadeusz Styczen y al reverendo profesor Andrzej Szostek. La persona no es solamente una maravillosa teoría; se encuentra al mismo tiempo en el centro del ethos humano. Aquí en Roma, además, no puedo por menos de recordar el instituto, análogo, creado por la Universidad Lateranense. Ya ha llevado adelante iniciativas semejantes a los Estados Unidos, a México, Chile y a otros países. El modo más eficaz de servir a la verdad de la paternidad y de la maternidad responsables está en mostrar sus bases éticas y antropológicas. En ningún otro campo como en éste es tan indispensable la colaboración entre pastores, biólogos y médicos. No puedo detenerme aquí en pensadores contemporáneos, pero un nombre al menos debo citar, el de Emmanuel Lévinas, representante de una especial corriente de personalismo contemporáneo y de lafilosofía del diálogo. Análogamente a Martin Buber y a Franz Rosenzweig, expone la tradición personalista del Antiguo Testamento, donde tan fuertemente se acentúa la relación entre el «yo» humano y el divino, el absolutamente soberano «Tú». Dios, que es el supremo legislador, promulgó con gran fuerza sobre el Sinaí el mandamiento de «No matar», como un imperativo moral de carácter absoluto. Lévinas, que como sus correligionarios vivió profundamente el drama del holocausto, ofrece de este fundamental mandamiento del decálogo una singular formulación: para él, la persona se manifiesta a través del rostro. La filosofía del rostro es también uno de los temas del Antiguo Testamento, de los Salmos y de los escritos de los profetas, en los que con frecuencia se habla de la «búsqueda del rostro de Dios» (cfr. por ej. el Salmo 27(26),8). A través del rostro habla el hombre, habla en particular todo hombre que ha sufrido una injusticia, habla y pronuncia estas palabras: «¡No me mates!» El rostro humano y el mandamiento de ..No matar» se unen en Lévinas de modo genial, convirtiéndose al mismo tiempo en un testimonio de nuestra época, en la que incluso Parlamentos, Parlamentos democráticamente elegidos, decretan asesinatos con tanta facilidad. Sobre un tema tan doloroso quizá es mejor no decir más. }}-XXXII. TOTUS TUUS PREGUNTA Desde una perspectiva cristiana, hablar de maternidad lleva espontáneamente a hablar de la otra parte, con la ininterrumpida tradición católica- es otro de los caracteres distintivos de la enseñanza y de la acción de Juan Pablo II. Entre otras cosas, hoy se multiplican las voces y las noticias que hablan de misteriosas apariciones y mensajes de la Virgen; masas de peregrinos se ponen en camino como en otros siglos. ¿Qué puede decirnos, Santidad, de todo esto? RESPUESTA Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la Segunda Guerra Mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente radicada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la Encarnación y la Redención. Así pues, redescubrí con conocimiento de causa la nueva piedad mariana, y esta forma madura de devoción a la Madre de Dios me ha seguido a través de los años: sus frutos son la Redemptoris Mater y la Mulieris dignitatem. Respecto a la devoción mariana, cada uno de nosotros debe tener claro que no se trata sólo de una necesidad del corazón, de una inclinación sentimental, sino que corresponde también a la verdad objetiva sobre la Madre de Dios. María es la nueva Eva, que Dios pone ante el nuevo Adán- Cristo, comenzando por la Anunciación, a través de la noche del Nacimiento en Belén, el banquete de bodas en Caná de Galilea, la Cruz sobre el Gólgota, hasta el cenáculo del Pentecostés: la Madre de Cristo Redentor es Madre de la Iglesia. El Concilio Vaticano II da un paso de gigante tanto en la doctrina como en la devoción mariana. No es posible traer aquí ahora todo el maravilloso capítulo VIII de la Lumen gentium, pero habría que hacerlo. Cuando participé en el Concilio, me reconoci a mí mismo plenamente en este capítulo, en el que reencontré todas mis pasadas experiencias desde los años de la adolescencia, y también aquel especial ligamen que me une a la Madre de Dios de forma siempre nueva. La primera forma, la más antigua, está ligada a las visitas durante la infancia a la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en la iglesia parroquial de Wadowice, está ligada a la tradición del escapulario del Carmen, particularmente elocuente y rica en simbolismo, que conocí desde la juventud por medio del convento de carmelitas que se halla «sobre la colina» de mi ciudad natal. Está ligada, además, a la tradición de las peregrinaciones al santuario de Kalwaria Zebrzydowska, uno de esos lugares que atraen a multitudes de peregrinos, especialmente del sur de Polonia y de más allá de los Cárpatos. Este santuario regional tiene una particularidad, la de ser no solamente mariano, sino también profundamente cristocéntrico. Y los peregrinos que llegan allí, durante su primera jornada junto al santuario de Kalwaria practican antes que nada los «senderos», que son un Viacrucis en el que el hombre encuentra su sitio junto a Cristo por medio de María. La Crucifixión, que es también el punto topográficamente más alto, domina los alrededores del santuario. La solemne procesión mariana, que tiene lugar antes de la fiesta de la Asunción, no es sino la expresión de la fe del pueblo cristiano en la especial participación de la Madre de Dios en la Resurrección y en la Gloria de su propio Hijo. Desde los primerisimos años, mi devoción mariana estuvo relacionada estrechamente con la dimensión cristológica. En esta dirección me iba educando el santuario de Kalwaria. Un capítulo aparte es Jasna Góra, con su icono de la Señora Negra. La Virgen de Jasna Góra es desde hace siglos venerada como Reina de Polonia. Éste es el santuario de toda la nación. De su Señora y Reina la nación polaca ha buscado durante siglos, y continúa buscando, el apoyo y la fuerza para el renacimiento espiritual. Jasna Góra es lugar de especial evangelización. Los grandes acontecimientos de la vida de Polonia están siempre de alguna manera ligados a este sitio; sea la historia antigua de mi nación, sea la contemporánea, tienen precisamente allí su punto de más intensa concentración, sobre la colina de Jasna Góra. Cuanto he dicho pienso que explica suficientemente la devoción mariana del actual Papa y, sobre todo, Su actitud de total abandono en María, ese Totus Tuus. Respecto a esas «apariciones», a esos «mensajes» a que se refería, me propongo decir algo más adelante en nuestra conversación. }}-XXXIII. MUJERES PREGUNTA En la Carta apostólica con el significativo título de Mulieris dignitatem («La dignidad de la mujer»), Usted ha mostrado entre otras cosas cómo el culto católico por una Mujer, María, no es en absoluto irrelevante en lo que se refiere a la cuestión femenina. RESPUESTA Sobre la estela dejada por las observaciones precedentes, quisiera llamar aún la atención sobre un aspecto del culto mariano. Este culto no es sólo una forma de devoción o piedad, sino también una actitud. Una actitud respecto a la mujer como tal. Si nuestro siglo, en las sociedades liberales, está caracterizado por un creciente feminismo, se puede suponer que esta orientación sea una reacción a la falta de respeto debido a toda mujer. Todo lo que escribí sobre el tema en la Mulieris dignitatem lo llevaba en mí desde muy joven, en cierto sentido desde la infancia. Quizá influyó en mí también el ambiente de la época en que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y consideración por la mujer, especialmente por la mujer-madre. Pienso que quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente ahí, en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer. La verdad revelada sobre la mujer es otra. El respeto por la mujer, el asombro por el misterio de la feminidad, y en fin el amor esponsal de Dios mismo y de Cristo como se manifiesta en la Redención, son todos elementos de la fe y de la vida de la Iglesia que no han estado nunca completamente ausentes de Ella. Lo testimonia una rica tradición de usos y costumbres que hoy está más bien sometida a una preocupante degradación. En nuestra civilización la mujer se ha convertido en primer lugar en un objeto de placer. Muy significativo es, en cambio, que en el interior de esta realidad esté renaciendo la auténtica teología de la mujer. Es descubierta su belleza espiritual, su especial talento; están redefiniéndose las bases para la consolidación de su situación en la vida, no solamente familiar, sino también social y cultural. Y, a este propósito, debemos volver a la figura de María. La figura de María y la devoción hacia Ella, vividas en toda su plenitud, se convierten así en una creativa y gran inspiración para esta via. }}-XXXIV. PARA NO TENER MIEDO PREGUNTA Como ha recordado durante nuestra conversación, no fue easual que Su pontifieado se inieiara eon un grito que tuvo y que todavia tiene en el mundo profundos eeos: «¡No tengáis miedo!» Entre las posibles leeturas de esta exhortaeión, ¿no cree Su Santidad que una podría ser ésta: muehos tienen neeesidad de ser asegurados, de ser exhortados a «no tener miedo» de Cristo y de Su Evangelio, porque temen que, si se aeerearan a ellos, su vida se agravaría eon exigencias que se ven no como una liberación sino como un peso? RESPUESTA Cuando el 22 de octubre de 1978 pronuncié en la plaza de San Pedro las palabras «¡No tengáis miedo!», no era plenamente conseiente de lo lejos que me llevarían a mí y a la Iglesia entera. Su eontenido provenía más del Espíritu Santo, prometido por el Señor Jesús a los apóstoles eomo Consolador, que del hombre que las pronuneiaba. Sin embargo, eon el paso de los años, las he recordado en variadas circunstancias. La exhortación «¡No tengáis miedo!» debe ser leída en una dimensión muy amplia. En cierto sentido era una exhortación dirigida a todos los hombres, una exhortación a vencer el miedo a la actual situación mundial, sea en Oriente, sea en Occidente, tanto en el Norte como en el Sur. ¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis creado, no tengáis miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está convirtiéndose cada día más en un peligro para él! En fin, ¡no tengáis miedo de vosotros mismos! ¿Por qué no debemos tener miedo? Porque el hombre ha sido redimido por Dios. Mientras pronunciaba esas palabras en la plaza de San Pedro, tenía ya la convicción de que la primera encíclica y todo el pontificado estarían ligados a la verdad de la Redención. En ella se encuentra la más profunda afirmación de aquel «¡No tengáis miedo!»: «¡Dios ha amado al mundo! Lo ha amado tanto que ha entregado a su Hijo unigénito!» (cfr. Juan 3,16). Este Hijo permanece en la historia de la humanidad como el Redentor. La Redención impregna toda la historia del hombre, también la anterior a Cristo, y prepara su futuro escatológico. Es la luz que «esplende en las tinieblas y que las tinieblas no han recibido» (cfr. Juan 1,5). El poder de la Cruz de Cristo y de su Resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y deberia tener miedo. Llegados a este punto, debo volver de nuevo al Totus luus. En su pregunta anterior usted hablaba de la Madre de Dios y de las numerosas revelaciones privadas que han tenido lugar especialmente en los últimos dos siglos. Al responder, he explicado de qué modo la devoción mariana se ha desarrollado en mi historia personal, empezando por mi ciudad natal, pasando por el santuario de Kalwaria, hasta Jasna Góra. Jasna Góra entró en la historia de mi patria en el siglo xvll, como una especie de «¡No tengáis miedo."» pronunciado por Cristo por boca de Su Madre. Cuando el 22 de octubre de 1978 asumí la herencia romana del Ministerio de Pedro, sin duda llevaba profundamente impresa en la memoria, en primer lugar, esta experiencia mariana de mi tierra polaca. «¡No tengáis miedo!», decía Cristo a los apóstoles (Lucas 24,36) y a las mujeres (Mateo 28,10) después de la Resurrección. En los textos evangélicos no consta que la Señora haya sido destinataria de esta recomendación; fuerte en Su fe, Ella «no tuvo miedo». El modo en que Maria participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la experiencia de mi nación. De boca del cardenal Stefan Wyszyn"ski sabía también que su predecesor, el cardenal August Hlond, al morir, pronunció estas significativas palabras: «La victoria, si llega, llegará por medio de Maria.» Durante mi ministerio pastoral en Polonia, fui testigo del modo en que aquellas palabras se iban realizando. Mientras entraba en los problemas de la Iglesia universal, al ser elegido Papa, llevaba en mí una convicción semejante: que también en esta dimensión universal, la victoria, si llega, será alcanzada por María. Cristo vencerá por medio de Ella, porque Él quiere que las victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el mundo del futuro estén unidas a Ella. Tenía, pues, esa convicción, aunque entonces sabía aún poco de Fátima. Presentía, sin embargo, que había una cierta continuidad desde La Salette, a través de Lourdes, hasta Fátima. Y en el lejano pasado, nuestra polaca Jasna Góra. Y he aquí que llegó el 13 de mayo de 1981. Cuando fui alcanzado por el proyectil en el atentado en la plaza de San Pedro, no reparé al principio en el hecho de que aquél era precisamente el aniversario del día en que María se había aparecido a los tres niños de Fátima, en Portugal, dirigiéndoles aquellas palabras que, con el fin del siglo, parecen acercarse a su cumplimiento. ¿Con este suceso acaso no ha dicho Cristo, una vez más, Su «¡No tengáis miedo!»? ¿No ha repetido al Papa, a la Iglesia e, indirectamente, a toda la familia humana estas palabras pascuales? Al finalizar este segundo milenio tenemos quizá más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado: «¡No tengáis miedo!» Tiene necesidad de ellas el hombre que, después de la caída del comunismo, no ha dejado de tener miedo y que, en verdad, tiene muchas razones para experimentar dentro de sí mismo semejante sentimiento. Tienen necesidad las naciones, las que han renacido después de la caída del imperio comunista, pero también las que han asistido a esa experiencia desde fuera. Tienen necesidad de esas palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa;Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los in,fiernos (cfr. Apocalipsis 1,18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (cfr. Apocalipsis 22,13), sea la individual como la colectiva. Y este Alguien es Amor (cfr. 1 Juan 4,8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras «¡No tengáis miedo!». Usted ha observado que al hombre contemporáneo le es dificil volver a la fe, porque le asustan las exigencias morales que la fe le presenta. Y esto, en cierto modo, es verdad. El Evangelio es ciertamente exigente. Es sabido que Cristo, a este respecto, no engañaba nunca a Sus discípulos ni a los que Le escuchaban. Al contrario, los preparaba con verdadera firmeza para todo género de dificultades internas y externas, advirtiéndoles siempre que ellos también podían decidir abandonarLe. Por tanto, si Él dice: «¡No tengáis miedo!», con toda seguridad no lo dice para paliar de algún modo sus exigencias. Al contrario, con estas palabras confirma toda la verdad del Evangelio y todas las exigencias en él contenidas. Al mismo tiempo, sin embargo, manifiesta que lo que Él exige no supera las posibilidades del hombre. Si el hombre lo acepta con disposición de fe, también encuentra en la gracia, que Dios no permite que le falte, la fuerza necesaria para llevar adelante esas exigencias. El mundo está lleno de pruebas de la fuerza salvífica y redentora, que los Evangelios anuncian con mayor énfasis que aquel con que recuerdan las obligaciones morales. ¡Cuántas son en el mundo las personas que atestiguan con su vida cotidiana que la moral evangélica es hacedera! La experiencia demuestra que una vida humana lograda no puede ser sino como la de esas personas. Aceptar lo que el Evangelio exige quiere decir afirmar la propia humanidad completa, ver en ella toda la belleza querida por Dios, reconociendo en ella, sin embargo, a la luz del poder de Dios mismo, también sus debilidades: «Lo que es imposible a los hombres es posible a Dios» (Lucas 18,27). Estas dos dimensiones no pueden estar separadas entre sí: de una parte, las instancias morales, propuestas por Dios al hombre; de la otra, las exigencias del amor salvífico, es decir, el don de la gracia, al que Dios mismo en cierto sentido se ha obligado. ¿Qué otra cosa es la Redención de Cristo sino esto? Dios quiere la salvación del hombre, quiere el cumplimiento de la humanidad según la medida por Él mismo pensada, y Cristo tiene derecho a decir que el yugo que nos pone es dulce y que su carga, a fin de cuentas, es ligera (cfr. Mateo 11,30). Es muy importante atravesar el umbral de la esperanza, no detenerse ante él sino dejarse conducir. Pienso que a esto se refieren las palabras del gran poeta polaco Cyprian Norwid, que definía así el principio más profundo de la existencia cristiana: «No detrás de sí mismo con la Cruz del Salvador, sino detrás del Salvador con la propia cruz.» Se dan todas las razones para que la verdad de la Cruz sea llamada Buena Nueva. }}-XXXV. ENTRAR EN LA ESPERANZA PREGUNTA Santo Padre, a la luz de todo lo que ha querido decirnos, por lo que le estamos agradecidos, ¿tenemos que concluir que es verdaderamente injustificado -y para el hombre de hoy aún más- «tener miedo» de Dios, de Jesucristo? ¿Debemos concluir que, al contrario, vale de verdad la pena «entrar en la Esperanza», y descubrir, o redescubrir, que tenemos un Padre y reconocer que nos ama? RESPUESTA El salmista dice: «El principio de la sabiduría es el temor de Dios» (cfr. Salmo 111(110),10). Permítame que me refiera a estas palabras bíblicas para responder a su última pregunta. La Sagrada Escritura contiene una exhortación insistente a ejercitarse en el temor de Dios. Se trata aquí de ese temor que es don del Espíritu Santo. Entre los siete dones del Espíritu Santo, señalados por las palabras de Isaías (cfr. 11,12), el don del temor de Dios está en último lugar, pero eso no quiere decir que sea el menos importante, pues precisamente el temor de Dios es principio de la sabiduría. Y la sabiduría, entre los dones del Espíritu Santo, figura en primer lugar. Por eso, al hombre de todos los tiempos y, en particular, al hombre contemporáneo, es necesario desearle el temor de Dios. Por la Sagrada Escritura sabemos también que tal temor, principio de la sabiduría, no tiene nada en común con el miedo del esclavo. ¡Es temor filial, no temor servil! El esquema hegeliano amo-esclavo es extraño al Evangelio. Es más bien el esquema propio de un mundo en el que Dios está ausente. En un mundo en que Dios está verdaderamente presente, en el mundo de la sabiduría divina, sólo puede estar presente el temor filial. La expresión auténtica y plena de tal temor es Cristo mismo. Cristo quiere que tengamos miedo de todo lo que es ofensa a Dios. Lo quiere, porque ha venido al mundo para liberar al hombre en la libertad. El hombre es libre mediante el amor, porque el amor es fuente de predilección para todo lo que es bueno. Ese amor, según las palabras de san Juan, expulsa todo temor (cfr. 1 Juan 4,18). Todo rastro de temor servil ante el severo poder del Omnipotente y del Omnipresente desaparece y deja sitio a la solicitud filial, para que en el mundo se haga Su voluntad, es decir, el bien, que tiene en Él su principio y su definitivo cumplimiento. Así pues, los santos de todo tiempo son también la encarnación del amor filial de Cristo, que es fuente del amor franciscano por las criaturas y también del amor por el poder salvífico de la Cruz, que restituye al mundo el equilibrio entre el bien y el mal. ¿AI hombre contemporáneo le mueve verdaderamente ese amor filial por Dios, temor que es en primer lugar amor? Se puede pensar, y pruebas no faltan, que el paradigma de Hegel del amo y el esclavo está más presente en la conciencia del hombre de hoy que la Sabiduría, cuyo principio es el temor filial de Dios. Del paradigma hegeliano nace la filosofía de la prepotencia. La única fuerza capaz de saldar eficazmente las cuentas con esa filosofía se halla en el Evangelio de Cristo, en el que la postura amo- esclavo es radicalmente transformada en la actitud padre-hijo. La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la historia del hombre. Los «rayos de paternidad» contenidos en ella pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia el hombre y hacia su historia. A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los «rayos de paternidad» encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original. Ésta es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la historia del hombre. Los «rayos de paternidad» contenidos en ella pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia el hombre y hacia su historia. A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los «rayos de paternidad» encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero real del pecado original. Ésta es verdaderamente la clave para interpretar la realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad, destruyendo sus rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier otra época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar posociones en contra del amo que lo tenía esclavizado. Después de cuanto he dicho, podría resumir mi respuesta con la siguiente paradoja: para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo, del mundo, de los otros hombres, de los poderes terrenos, de los sistemas opresivos, para liberarlo de todo síntoma de miedo servil ante esa «fuerza predominante» que el creyente llama Dios, es necesario desearle de todo corazón que lleve y cultive en su propio corazón el verdadero temor de Dios, que es el principio de la sabiduría. Ese temor de Dios es la fuerza del Evangelio. Es temor creador, nunca destructivo. Genera hombres que se dejan guiar por la responsabilidad, por el amor responsable. Genera hombres santos, es decir, verdaderos cristianos, a quienes pertenece en definitiva el futuro del mundo. Ciertamente André Malraux tenía razón cuando decía que el siglo XXI será el siglo de la religión o no será en absoluto. El Papa, que comenzó Su pontificado con las palabras «¡No tengáis miedo!», procura ser plenamente fiel a tal exhortación, y está siempre dispuesto a servir al hombre, a las naciones, y a la humanidad entera en el espíritu de esta verdad evangélica. |
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