¡Dios te salve María!
 

Déjeme que continúe -siempre con la intención de que sirva de acicate-

erigiéndome en portavoz de quien dice rechazar tanto el optimismo como el

pesimismo, para atenerse a un duro pero obligado realismo. Usted no ignora

ciertamente que no han faltado, ni faltan tampoco ahora, quienes sostienen

que las puertas abiertas por el Vaticano II parecen haber servido -si

hacemos un balance no teórico ni triunfalista de estos decenios

posconciliares- más a los que estaban «dentro» de la Iglesia para salir de

ella que para que entraran los que estaban «fuera». Hay quien no duda

siquiera en dar la voz de alarma sobre la situación actual de la Iglesia, cuya

unidad de fe y de gobierno no sería ya una cosa sólida, sino algo

amenazado por tendencias centrífugas y por el resurgir de opiniones

teológicas no conformes con el Magisterio.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Permítame no estar de acuerdo con semejantes planteamientos. Cuanto he

dicho hasta ahora me lleva a tener sobre este problema una opinión distinta

de esa que otros tienen y que usted me refiere. Es una opinión, la mía, que

proviene de la fe en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia, y también de una

cuidadosa observación de los hechos. El Concilio Vaticano II ha sido un gran

don para la Iglesia, para todos los que han tomado parte en él, para la

entera familia humana, un don para cada uno de nosotros.

 

Es difícil decir algo nuevo sobre el Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo,

hay siempre necesidad de recordarlo, pues se ha convertido en una tarea y

en un desafío para la Iglesia y para el mundo. Se advierte, pues, la

exigencia de hablar del Concilio, para interpretarlo de modo adecuado y

defenderlo de interpretaciones tendenciosas. Tales interpretaciones existen,

y no han aparecido sólo ahora; en cierto sentido el Concilio se las había

encontrado ya en el mundo y hasta en la Iglesia. En ellas se expresaban las

disposiciones de ánimo favorables o contrarias a su aceptación y

comprensión y también al empeño por introducirlo en la vida.

 

He tenido la especial fortuna de poder tomar parte en el Concilio desde el

primero al último día. Esto no estaba en absoluto previsto, porque las

autoridades comunistas de mi país consideraban el viaje a Roma un

privilegio, administrado completamente por ellos. Si, pues, en semejantes

condiciones me fue posible participar en el Concilio desde el comienzo hasta

el final, con razón puede juzgarse como un especial don de Dios.

 

Sobre la base de la experiencia conciliar escribí La renovación en sus

fuentes. Al comienzo del libro afirmaba que éste quería ser un intento de

pagar la deuda contraída por cada uno de los obispos con el Espíritu Santo,

por participar en el Concilio. Sí, el Concilio tuvo dentro de sí algo de

Pentecostés: dirigió al episcopado de todo el mundo, y por tanto a la Iglesia,

sobre las vías por las que había que proceder al final del segundo milenio.

Vías de las que habla Pablo VI en la Ecclesiam suam (cfr. nn. 60 y ss.).


 

 

 

Cuando comencé a tomar parte en el Concilio era un joven obispo. Recuerdo

que mi puesto al principio estuvo cerca de la entrada de la basílica de San

Pedro, pero desde la tercera sesión en adelante, es decir, desde que fui

nombrado arzobispo de Cracovia, fui colocado más cerca del Altar de la

Confesión.

 

El Concilio fue una singular ocasión para escuchar a los otros, pero también

de pensar creativamente. Como es natural, los obispos de más edad y más

expertos aportaban una contribución mayor en la maduración del

pensamiento conciliar. Al comienzo, puesto que era joven, más bien

aprendía; gradualmente, sin embargo, alcancé una forma de participación

en el Concilio más madura y más creativa.

 

Así pues, ya durante la tercera sesión me encontré en el équipe que

preparaba el llamado Esquema XIII, el documento que se convertiría luego

en la Constitución pastoral Gaudium et Spes; pude de ese modo participar

en los trabajos extremadamente interesantes de este grupo, compuesto por

representantes de la Comisión teológica y del Apostolado de los laicos.

Permanece siempre vivo en mi memoria el recuerdo del encuentro con

Ariccia, en enero de 1965. Contraje también una deuda personal de gratitud

con el cardenal Gabriel-Marie Garrone por su fundamental ayuda en la

elaboración del nuevo documento. Lo mismo debo decir de los otros

teólogos y obispos, con los que tuve la fortuna de sentarme en torno a la

misma mesa de trabajo. Mucho debo en particular al padre Yves Congar y al

padre Henri De Lubac. Recuerdo todavía hoy las palabras con que este

último me animó a perseverar en la línea que había yo definido durante las

discusiones. Esto sucedía cuando las sesiones se desarrollaban ya en el

Vaticano. Desde aquel momento estreché una especial amistad con el padre

De Lubac.

 

El Concilio fue una gran experiencia de la Iglesia, o bien -como entonces se

decía- el ..seminario del Espíritu Santo». En el Concilio el Espíritu Santo

hablaba a toda la Iglesia en su universalidad, determinada por la

participación de los obispos del mundo entero. Determinante era también la

participación de los representantes de las Iglesias y de las comunidades no

católicas, muy numerosas.

 

Lo que el Espíritu Santo dice supone siempre una penetración más profunda

en el eterno Misterio, y a la vez una indicación, a los hombres que tienen el

deber de dar a conocer ese Misterio al mundo contemporáneo, del camino

que hay que recorrer. El hecho mismo de que aquellos hombres fueran

convocados por el Espíritu Santo y constituyeran durante el Concilio una

especial comunidad que escucha unida, reza unida, y unida piensa y crea,

tiene una importancia fundamental para la evangelización, para esa nueva

evangelización que con el Vaticano II tuvo su comienzo. Todo eso está en

estrecha relación con una nueva época en la historia de la humanidad y

también en la historia de la Iglesia.

 

}}-XXV. ANÓMALO, PERO NECESARIO 

 

PREGUNTA 


 

 

 

El Santo Padre no tiene, pues, dudas. En ese período de la historia de la

Iglesia y del mundo había necesidad de un concilio ecuménico como el

Vaticano II, «anómalo», por su estilo y contenidos, respecto a los otros

veinte precedentes, desde Nicea en el 325 al Vaticano I en el 1869.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Había necesidad no tanto para contrarrestar una concreta herejía, como

sucedía en los primeros siglos, como para poner en marcha una especie de

proceso bipolar por una parte, sacar al cristianismo de las divisiones que se

han acumulado durante todo el milenio que llega a su fin; por otra,

reanudar, en cuanto sea posible en común, la misión evangélica en el

umbral del tercer milenio.

 

Bajo este aspecto, como usted justamente advierte, el Concilio Vaticano II

se distingue de los concilios precedentes por su particular estilo. No ha sido

un estilo defensivo. Ni una sola vez se encuentran en los documentos

conciliares las palabras anathema sit («sea anatema», o «queda

excomulgado»). Ha sido un estilo ecuménico, caracterizado por una gran

apertura al diálogo, que el papa Pablo VI calificaba como «diálogo de

salvación».

 

Ese diálogo no debía limitarse solamente al ámbito cristiano, sino abrirse

también a otras religiones no cristianas, y alcanzar al mundo entero de la

cultura y de la civilización, incluido el mundo de los que no creen. La verdad

no acepta límite alguno; es para todos y para cada uno. Y si esa verdad es

realizada en la caridad (cfr. Efesios 4,15), entonces se hace aún más

universal. Éste ha sido el estilo del Concilio Vaticano II, el espíritu en que se

ha desarrollado.

 

Tal estilo y tal espíritu permanecerán también en el futuro como la verdad

esencial del Concilio; no las controversias entre «progresistas» y

«conservadores» -controversias políticas y no religiosas- a las que algunos

han querido reducir el acontecimiento conciliar. Según este espíritu el

Vaticano II continuará siendo por mucho tiempo un reto para todas las

Iglesias y una tarea para cada uno.

 

En los decenios transcurridos desde la conclusión del Vaticano II hemos

podido comprobar cómo dicho reto y dicha tarea han sido acogidos según

distintas perspectivas y distintas valoraciones. Esto ha sucedido sobre todo

con los sínodos posconciliares: sea los sínodos generales de los obispos de

todo el mundo convocados por el Papa, sea los de las concretas diócesis o

provincias eclesiásticas. Sé por experiencia cómo este método sinodal

responde a las expectativas de los diversos ambientes y los frutos que lleva

consigo. Y pienso en los sínodos diocesanos que, casi espontáneamente, se

han deshecho de la antigua unilateralidad clerical y se han convertido en

una manera de expresar la responsabilidad de cada uno hacia la Iglesia. La

responsabilidad comunitaria hacia la Iglesia, que los laicos sienten de un


 

 

 

modo especial, es ciertamente fuente de renovación. Esa responsabilidad

forma el rostro de la Iglesia para las nuevas generaciones, frente al tercer

milenio.

 

En el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio, en 1985, fue

convocado el sínodo extraordinario de obispos.

 

Recuerdo este hecho porque de aquel Sínodo proviene la iniciativa del

Catecismo de la Iglesia católica. Algunos teólogos, a veces ambientes

enteros, difundían la tesis de que no había ya necesidad de ningún

catecismo, siendo ésta una forma de transmisión de la fe ya superada y, por

eso, que había que abandonar. Expresaban también la opinión de que la

creación de un catecismo de la Iglesia universal sería de hecho irrealizable.

Eran los mismos ambientes que, en su día, habían juzgado inútil e

inoportuno el nuevo Código de derecho canónico, anunciado ya por Juan

XXIII. En cambio, las voces de los obispos en el Sínodo manifestaban un

parecer del todo contrario: el nuevo Código ha sido una providencial

iniciativa que va a resolver una necesidad de la Iglesia.

 

También el catecismo era indispensable para que toda la riqueza del

magisterio de la Iglesia, después del Concilio Vaticano II, pudiese recibir

una nueva síntesis y, en cierto sentido, una nueva orientación. Sin el

catecismo de la Iglesia universal, esto hubiera sido algo inalcanzable. Cada

ambiente concreto, con base en este texto del Magisterio, crearía sus

propios catecismos según las necesidades locales. En tiempo relativamente

breve fue realizada esa gran síntesis; en ella, verdaderamente, tomó parte

toda la Iglesia. Particular mérito debe serle reconocido al cardenal Joseph

Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. El

Catecismo, publicado en 1992, se convirtió en un bestseller en el mercado

mundial del libro, como confirmación de lo grande que era la demanda de

este tipo de lectura, que a primera vista podría parecer impopular.

 

Y el interés por el catecismo no cesa. Nos encontramos, pues, ante una

realidad nueva. El mundo, cansado de ideologías, se abre a la verdad. Ha

llegado el tiempo en que el esplendor de esta verdad (veritatis splendor)

comienza a rasgar nuevamente las tinieblas de la existencia humana.

Aunque sea difícil juzgarlo desde ahora, sin embargo, sobre la base de

cuanto se ha realizado y de cuanto se está realizando, es evidente que el

Concilio no quedará como letra muerta.

 

El Espíritu, que ha hablado por medio del Vaticano II, no ha hablado en

vano. La experiencia de estos años nos deja entrever nuevas perspectivas

de apertura hacia esa verdad divina que la Iglesia debe anunciar «en toda

ocasión oportuna y no oportuna» (2 Timoteo 4,2). Cada ministro del

Evangelio debería dar gracias al Espíritu Santo por el don del Concilio, y

debería sentirse constantemente en deuda con Él. Y para que esta deuda

quede saldada serán necesarios todavía muchos años y muchas

generaciones.


 

 

 

-XXVI. UNA CUALIDAD RENOVADA 

 

PREGUNTA 

 

Déjeme señalar que estas palabras Suyas, tan claras, confirman una vez

más la parcialidad, la miopía de los que han llegado a sospechar en Usted

intenciones «restauradoras», planes «reaccionarios» ante las novedades

conciliares.

 

Usted no ignora que son bien pocos, entre los que siguen siendo católicos,

los que ponen en duda la oportunidad de la renovación obrada en la Iglesia.

Lo que se discute no es ciertamente el Vaticano II, sino algunas

interpretaciones calificadas de disconformes no sólo con la letra de esos

documentos sino con el espíritu mismo de los padres conciliares.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Permítame entonces volver a aquella pregunta suya, que también, como

otras, era intencionadamente provocadora: ¿El Concilio abrió las puertas

para que los hombres de hoy pudiesen entrar en la Iglesia, o bien las

puertas se abrieron para que los hombres, ambientes y sociedades

comenzaran a salir de Ella?

 

La opinión expresada en sus palabras responde en cierta medida a la

verdad, especialmente si nos referimos a la Iglesia en su dimensión

occidentaleuropea (aunque seamos testigos de la manifestación, en la

misma Europa occidental, de muchos síntomas de renovación religiosa).

Pero la situación de la Iglesia debe ser evaluada globalmente. Hay que

tomar en consideración todo lo que hoy sucede en la Europa centro-oriental

yfuera de Europa, en Norteamérica y en Sudamérica, lo que sucede en los

países de misión, en particular en el continente africano, en las vastas áreas

del océano Índico y del Pacífico, y en cierta medida en los países asiáticos,

incluida China. En muchas de aquellas tierras la Iglesia está construida

sobre el fundamento de los mártires, y sobre este fundamento crece con

vigor renovado, como Iglesia minoritaria, sí, pero muy viva.

 

A partir del Concilio asistimos a una renovación, que es en primer lugar

cualitativa. Si continúan escaseando los sacerdotes y si las vocaciones

siguen siendo demasiado pocas, sin embargo aparecen y se desarrollan

diversos movimientos de carácter religioso. Nacen sobre un fondo un poco

distinto del de las antiguas asociaciones católicas de perfil más bien social,

que, inspirándose en la doctrina de la Iglesia sobre esa cuestión, pretendían

la transformación de la sociedad, el restablecimiento de la justicia social;

algunas iniciaron un diálogo tan intenso con el marxismo que perdieron, en

alguna medida, su identidad católica.

 

Los nuevos movimientos, en cambio, están orientados sobre todo hacia la

renovación de la persona. El hombre es el primer autor de todo cambio


 

 

 

social e histórico, pero para poder desarrollar este papel él mismo debe

renovarse en Cristo, en el Espíritu Santo. Es ésta una dirección muy

prometedora ante el futuro de la Iglesia. Antes, la renovación de la Iglesia

pasaba principalmente a través de las órdenes religiosas. Así fue en el

período después de la caída del Imperio romano con los benedictinos y, en

el Medievo, con las órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos; así fue

en el período después de la Reforma, con los jesuitas y otras iniciativas

semejantes; en el siglo XVIII con los redentoristas y pasionistas; en el siglo

XIX con dinámicas congregaciones misioneras como los verbitas, los

salvatorianos y, naturalmente, los salesianos.

 

Junto a las órdenes religiosas de fundación reciente y junto al maravilloso

florecimiento de los institutos seculares durante nuestro siglo, en el período

conciliar y posconciliar han aparecido estos nuevos movimientos, los cuales,

aun     recogiendo      también      a     personas      consagradas,      comprenden

especialmente laicos que viven en el matrimonio y ejercen distintas

profesiones. El ideal de la renovación del mundo en Cristo nace

directamente del fundamental compromiso del Bautismo.

 

Seria injusto hoy hablar solamente de abandono. Hay también retornos.

Sobre todo, hay una transformación profundamente radical del modelo de

base. Pienso en Europa y en América, en particular en la del Norte y, en

otro sentido, en la del Sur. El modelo tradicional, cuantitativo, se transforma

en un modelo nuevo, más cualitativo. Y también esto es fruto del Concilio.

 

El Vaticano II apareció en un momento en que el viejo modelo comenzaba a

ceder el puesto al nuevo. Así pues, hay que decir que el Concilio vino en el

momento oportuno y asumió una tarea de la que esta época tenía

necesidad, no solamente la Iglesia, sino el mundo entero.

 

Si la Iglesia posconciliar tiene dificultades en el campo de la doctrina o de la

disciplina, no son sin embargo tan graves que comporten una seria amenaza

de nuevas divisiones. La Iglesia del Concilio Vaticano II, la Iglesia de intensa

colegialidad del episcopado mundial, sirve verdaderamente y de muy

diversos modos a este mundo, y se propone a sí misma como el verdadero

Cuerpo de Cristo, como ministra de Su misión salvífica y redentora, como

valedora de la justicia y de la paz. En un mundo dividido, la unidad

supranacional de la Iglesia católica permanece como una gran fuerza,

comprobada cuando es el caso por sus enemigos, y también hoy está

presente en las diversas instancias de la política y de la organización

mundial. No para todos es ésta una fuerza que resulte cómoda. La Iglesia

repite en muchas direcciones su non possumus apostólico: «No podemos

dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hechos de los Apóstoles

4,20), permaneciendo así fiel a sí misma y difundiendo a su alrededor aquel

veritatis splendor que el Espíritu Santo efunde en el rostro de su I,sposa.

 

}}-XXVII. CUANDO EL «MUNDO» DICE QUE NO 

 

PREGUNTA 


 

 

 

Su referencia a la firmeza de Pedro y de Juan en los Hechos de los Apóstoles

(«No podemos callar lo que hemos visto y oído» 4,20) nos recuerda que -a

pesar de toda voluntad eclesial de diálogo- no siempre y no para todos son

bien aceptadas las palabras del Papa. En no pocos casos se comprueba su

explícito rechazo, a veces violento (al menos, si se da crédito a ese espejo,

quizá deformante, que son los medios de comunicación internacionales)

cuando la Iglesia remacha su enseñanza, sobre todo en ciertos temas, como

los morales.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Usted se refiere al problema de la acogida de la enseñanza de la Iglesia en

el mundo actual, especialmente en el campo de la ética y de la moral.

Algunos sostienen que en las cuestiones de moralidad, y en primer lugar en

las de ética sexual, la Iglesia y el Papa no van de acuerdo con la tendencia

dominante en el mundo contemporáneo, dirigida hacia una cada vez mayor

libertad de costumbres. Puesto que el mundo se desarrolla en esa dirección,

surge la impresión de que la Iglesia vuelve atrás o, en todo caso, que el

mundo se aleja de ella. El mundo, por tanto, se aleja del Papa, el mundo se

aleja de la Iglesia.

 

Es una opinión muy difundida, pero estoy convencido de que es

profundamente injusta. Nuestra encíclica Veritatis splendor, aunque no se

refiere directamente al campo de la ética sexual sino a la gran amenaza que

supone la civilización occidental del relativismo moral, lo demuestra. Se dio

perfectamente cuenta el papa Pablo VI, que sabía que Su deber era luchar

contra ese relativismo frente a lo que es el bien esencial del hombre. Con su

Encíclica Humanae vitae puso en práctica la exhortación del apóstol Pablo,

que escribía a su discípulo Timoteo: «Anuncia la palabra, insiste en toda

ocasión oportuna y no oportuna... Vendrá un día en que no se soportará la

sana doctrina» (2 Timoteo 4,2-3).

 

¿No   parecen    censurar    estas   palabras    del    apóstol   esta   situación

contemporánea?

 

Los medios de comunicación han acostumbrado a ciertos sectores sociales a

escuchar lo que «halaga los oídos» (cfr. 2 Timoteo 4,3). Peor es la situación

cuando los teólogos, y especialmente los moralistas, se alían con los medios

de comunicación, que, como es obvio, dan una amplia resonancia a cuanto

éstos dicen y escriben contra la «sana doctrina». Cuando la verdadera

doctrina es impopular, no es lícito buscar una fácil popularidad. La Iglesia

debe dar una respuesta sincera a la pregunta; «¿Qué debo hacer para

alcanzar la vida eterna?» (Mateo 19,16). Cristo nos previno, nos advirtió de

que la vía de la salvación no es ancha y cómoda, sino estrecha y angosta

(cfr. Mateo 7,1314). No tenemos derecho a abandonar esta perspectiva ni a

cambiarla. Éste es el aviso del Magisterio, éste es también el deber de los

teólogos-sobre todo de los moralistas-, los cuales, como colaboradores de la

Iglesia docente, tienen en esto una parte esencial.


 

 

 

Naturalmente, siguen siendo válidas las palabras de Jesús referidas a

aquellas cargas que ciertos maestros echan sobre la espalda de los

hombres, pero que ellos no quieren llevarlas (cfr. Lucas 11,46). Aunque se

debe considerar también cuál es el peso mayor: si el de la verdad, incluso el

de la muy exigente, o si lo es, en cambio, el de la apariencia de verdad, que

crea sólo la ilusión de lo que es moralmente correcto. La Veritatis splendor

ayuda a afrontar este fundamental dilema que la gente parece comenzar a

entender. Pienso que hoy se comprende mejor que en 1968, cuando Pablo

VI publicaba la Humanae vitae.

 

¿Es cierto que la Iglesia está parada y que el mundo se aleja de ella? ¿Se

puede decir que el mundo evoluciona solamente hacia una mayor libertad

de costumbres? ¿Estas palabras no enmascaran quizá ese relativismo que

es tan nefasto para el hombre? No sólo con el aborto, sino también con la

contracepción, se trata en definitiva de la verdad del hombre. Alejarse de

esa verdad no constituye en absoluto una tendencia evolutiva, no puede ser

considerada como una medida de «progreso ético». Frente a semejantes

tendencias, cada pastor de la Iglesia y, sobre todo el Papa, debe ser

particularmente sensible para no desatender la severa amonestación

contenida en la Segunda Carta de Pablo a Timoteo: «Tú, sin embargo, vigila

atentamente, aprende a soportar los sufrimientos, cumple tu tarea de

anunciador del Evangelio, cumple tu ministerio» (4,5).

 

La fe en la Iglesia de hoy. En el Símbolo -tanto en el apostólico como en el

niceno-constantinopolitano- decimos: creo en la Iglesia. Ponemos, pues, a

la Iglesia en el mismo plano que el misterio de la Santísima Trinidad y que

los misterios de la Encarnación y de la Redención. Pero, como ha mostrado

el padre De Lubac, esta fe en la Iglesia significa una cosa distinta de la fe en

los grandes misterios de Dios, puesto que no solamente creemos en la

Iglesia, sino que a la vez la constituimos. Siguiendo el Concilio, podemos

decir que creemos en la Iglesia como en un misterio; y, a la vez, sabemos

que somos Iglesia como pueblo de Dios. Somos Iglesia también como

miembros de estructura jerárquica y, antes que nada, como partícipes de la

misión mesiánica de Cristo, que posee un triple carácter: profético,

sacerdotal y real.

 

Se puede decir que nuestra fe en la Iglesia ha sido renovada y profundizada

de modo signi,ficativo por el Concilio. Durante mucho tiempo, en la Iglesia

se vio más bien la dimensión institucional, jerárquica, y se había olvidado un

poco la fundamental &ensión de gracia, carismática, propia del pueblo de

Dios.

 

A través del magisterio del Concilio, podremos decir que la la fe en la Iglesia

nos ha sido de nuevo cor6fiada como tarea. La renovación posconciliar es,

sobre todo, renovación de esta fe, extraordinariamente rica y fecunda. La fe

en la Iglesia, como enseña el Concilio Vaticano II, lleva a replantearse

ciertos esquematismos demasiado rígidos: por ejemplo, la distinción entre

Iglesia docente, que enseña, e Iglesia discente, que aprende, debe tener en

cuenta el hecho de que todo bautizado participa, si bien a su nivel, de la

misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Se trata pues no sólo de

cambiar de conceptos, sino de renovar las actitudes, como he intentado


 

 

 

mostrar en mi estudio posconciliar ya citado y titulado La renovación en sus

fuentes.

 

Permítame volver un momento a la actual situación religiosa de Europa.

Algunos esperaban que, después de la caída del comunismo, tendría lugar,

por así decirlo, un giro instintivo hacia la religión en todos los estratos de la

sociedad. ¿Ha sucedido esto? Ciertamente no ha sucedido del modo en que

algunos se lo imaginaban; y sin embargo, se puede afirmar que esto está

sucediendo, especialmente en Rusia. ¿Cómo? Sobre todo en forma de vuelta

a la tradición y a las prácticas propias de la Iglesia ortodoxa. En aquellas

regiones, además, gracias a la reconquistada libertad religiosa, ha renacido

también la Iglesia católica, presente desde siglos por medio de los polacos,

de los alemanes, de los lituanos, de los ucranianos que habitaban en Rusia;

y    están    llegando     comunidades      protestantes,     y    numerosas      sectas

occidentales, que disponen de grandes medios económicos.

 

En otros países el proceso de vuelta a la religión, o bien de perseverancia en

la propia Iglesia, se desarrolla según haya sido la situación vivida por la

Iglesia durante la opresión comunista y, en un cierto sentido, también en

relación con sus más antiguas tradiciones. Se puede mostrar esto fácilmente

observando sociedades como la de Bohemia, la de Eslovaquia, la de

Hungría, y también la de Rumanía, de mayoría ortodoxa, o Bulgaria. Una

problemática propia presentan la ex Yugoslavia y los países bálticos.

 

Pero ¿en qué está la verdadera fuerza de la Iglesia? Naturalmente, la fuerza

de la Iglesia, en Oriente y en Occidente, a través de los siglos, está en el

testimonio de los santos, de los que de la verdad de Cristo han hecho su

propia verdad, de los que han seguido el camino que es Él mismo, que han

vivido la vida que brota de Él en el Espíritu Santo. Y nunca han faltado estos

santos en la Iglesia, en Oriente y en Occidente.

 

Los santos de nuestro siglo han sido en gran parte mártires. Los regímenes

totalitarios, que han dominado en Europa en la mitad del siglo xx, han

contribuido a incrementar su número. Los campos de concentración, los

campos de muerte, que han producido, entre otras cosas, el monstruoso

holocausto judío, han hecho que aparecieran auténticos santos entre los

católicos y los ortodoxos, y también entre los protestantes. Se ha tratado de

verdaderos mártires. Baste recordar las figuras del padre Maximiliano Kolbe

y de Edith Stein y, aún antes, aquéllas de los mártires de la guerra civil en

España. En el este de Europa es enorme el ejército de los santos mártires,

especialmente ortodoxos: rusos, ucranianos, bielorrusos, y de vastos

territorios más allá de los Urales. Ha habido también mártires católicos en la

misma Rusia, en Bielorrusia, en Lituania, en los países bálticos, en los

Balcanes, en Ucrania, en Galizia, en Rumania, Bulgaria, Albania, en los

países de la ex Yugoslavia. Ésta es la gran multitud de los que, como se dice

en el Apocalipsis, «siguen al Cordero» (cfr. 14,4). Ellos completaron con su

martirio el testimonio redentor de Cristo (cfr. Colosenses 1,24) y, al mismo

tiempo, están en la base de un mundo nuevo, de la nueva Europa y de la

nueva civilización.


 

 

 

}}-XXVIII. VIDA ETERNA: ¿TODAVÍA EXISTE?

 

 

 

 

PREGUNTA 

 

En la Iglesia de estos años se han multiplicado las palabras; parece que, en

los últimos veinte años, se han producido más «documentos» a cualquier

nivel eclesial que en los casi veinte siglos precedentes.

 

Y, sin embargo, algunos consideran que esta Iglesia tan locuaz se calla

sobre lo esencial: la vida eterna.

 

No obstante hay que reconocer, sinceramente, que no se puede decir otro

tanto de Su Santidad, que se ha referido por extenso a este vértice de la

panorámica cristiana en su respuesta sobre la «salvación», y ha hecho

claras referencias a ella en otros puntos de la entrevista. Pero, por lo que

parece según cierta pastoral, según cierta teología, vuelvo a ese tema para

preguntarLe: ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno todavía «existen»? ¿Por

qué tantos hombres de iglesia nos comentan continuamente la actualidad y

ya casi no nos hablan de la eternidad, de esa unión definitiva con Dios que,

ateniéndonos a la fe, es la vocación, el destino, el fin último del hombre?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

Por favor, abra la Lumen gentium en el capítulo VII, donde se trata la índole

escatológica de la Iglesia peregrinante sobre la tierra, como también la

unión de la Iglesia terrena con la celeste. Su pregunta no se refiere a la

unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste, sino al nexo entre la

escatología y la Iglesia sobre la tierra. A este respecto, usted muestra que

en la práctica pastoral este planteamiento en cierta manera se ha perdido, y

tengo que reconocer que, en eso, tiene usted algo de razón.

 

Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los

retiros o de las misiones, los Novísimos -muerte, juicio, infierno, gloria y

purgatorio- constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y

los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva.

¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas

prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas!

 

Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente

personal: «Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu

vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que

serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus

pensamientos, incluso los más secretos.» Se puede decir que tales prédicas,

perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del

Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del


 

 

 

hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al

confesonario, producían en él una profunda acción salvífica.

 

El hombre es libre y, por eso, responsable. La suya es una responsabilidad

personal y social, es una responsabilidad ante Dios. Responsabilidad en la

que está su grandeza. Comprendo qué es lo que teme quien llama la

atención sobre la importancia de eso de lo que usted se hace portavoz,

teme que la pérdida de estos contenidos catequéticos, homiléticos,

constituya un peligro para esa fundamental grandeza del hombre. Cabe

efectivamente que nos preguntemos si, sin ese mensaje, la Iglesia sería aún

capaz de despertar heroísmos, de generar santos. No hablo tanto de esos

«grandes» santos que son elevados al honor de los altares, sino de los

santos «cotidianos», según la acepción del término en la primera literatura

cristiana.

 

Es significativo que el Concilio nos recuerde también la llamada universal a

la santidad en la Iglesia. Esta vocación universal, se refiere a todo

bautizado, a todo cristiano. Y es siempre muy personal, está unida al

trabajo, a la profesión. Es un rendir cuentas del uso de los propios talentos,

de si el hombre ha hecho un buen o un mal uso de ellos. Y sabemos que las

palabras del Señor Jesús, dirigidas al hombre que había enterrado el

talento, son muy duras, amenazadoras (cfr. Mateo 25,25-30).

 

Se puede decir, que aun en la reciente tradición catequética y kerygmática

de la Iglesia, dominaba una escatología, que podríamos calificar de

individual, conforme a una dimensión, aunque profundamente enraizada en

la divina Revelación. La perspectiva que el Concilio desea proponer es la de

una escatología de la Iglesia y del mundo.

 

El titulo del capítulo VII de la Lumen gentium, que le proponía que leyera,

ofrece esta propuesta: «Índole escatológica de la Iglesia peregrinante.» Éste

es el comienzo: «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo

Jesús, y en la cual por medio de la gracia de Dios conseguimos la santidad,

no tendrá su cumplimiento sino en la gloria del Cielo, cuando llegue el

tiempo de la restauración de todas las cosas (Hechos de los Apóstoles 1,21),

y con el género humano también la creación entera-que está íntimamente

unida con el hombre y por medio de él alcanza su finserá perfectamente

renovada en Cristo. [...] Porque Cristo, cuando fue levantado sobre la tierra,

atrajo hacia sí a todos (cfr. Juan 12, 2); resucitando de entre los muertos

(cfr. Romanos 6,9) infundió en los Apóstoles Su Espíritu vivificador, y por

medio de Él constituyó Su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal

sacramento de salvación; estando sentado a la derecha de Dios Padre, obra

continuamente en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por

medio de ella unirlos más estrechamente a sí mismo y, con el alimento del

propio Cuerpo y de la propia Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa.

Así que la restauración prometida que esperamos está ya comenzada en

Cristo, y es impulsada por medio de la misión del Espíritu Santo y por Él

continúa en la Iglesia, en la cual somos también instruidos por la fe sobre el

sentido de nuestra vida temporal, mientras llevamos a término, con la

esperanza de los bienes futuros, la obra que nos encomendó en el mundo el

Padre, y damos cumplimiento a nuestra salvación (cfr. F71ipenses 2,12). Ya


 

 

 

ha llegado, pues, a nosotros la última fase de los tiempos (cfr. 1 Corintios

10,11) y la renovación del mundo está irrevocablemente fijada y en un

cierto modo, real, es anticipada en este mundo: la Iglesia, ya sobre la

tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque imperfecta. Pero hasta

que no lleguen los nuevos cielos y la tierra nueva, en los que la justicia

tiene su morada (cfr. 2 Pedro 3,12), la Iglesia peregrinante, en sus

Sacramentos y en sus instituciones, que pertenecen a la edad presente,

lleva la imagen fugaz de este mundo, y vive entre las criaturas, que gimen y

están con dolores de parto hasta ahora, suspirando por la manifestación de

los hijos de Dios (cfr. Romanos 8,19-22).» (n. 48).

 

Hay que admitir que esta visión de la escatología estaba sólo muy

débilmente presente en las predicaciones tradicionales. Y se trata de una

visión originaria, bíblica. Todo el pasaje conciliar, antes citado, está

realmente compuesto de textos sacados del Evangelio, de las Cartas

apostólicas y de los Hechos de los Apóstoles. La escatología tradicional, que

giraba en torno a los llamados Novísimos, está inscrita por el Concilio en

esta esencial visión bíblica. La escatología, como ya he mostrado, es

profundamente antropológica, pero a la luz del Nuevo Testamento está

sobre todo centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también, en un

cierto sentido, cósmica.

 

Nos podemos preguntar si el hombre con su vida individual, con su

responsabilidad, su destino, con su personal futuro escatológico, su paraíso

o su infierno o purgatorio, no acabará por perderse en esa dimensión

cósmica. Reconociendo las buenas razones de su pregunta, hay que

responder honestamente que sí: el hombre en una cierta medida está

perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los

educadores, porque han perdido el coraje de «amenazar con el infierno». Y

quizá hasta quien les escucha haya dejado de tenerle miedo.

 

De hecho, el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las

«cosas últimas». Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la

secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista,

orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por el otro lado, han

contribuido a ella en cierta medida los in,fiernos temporales, ocasionados

por este siglo que está acabando. Después de las experiencias de los

campos de concentración, los gulag, los bombardeos, sin hablar de las

catástrofes naturales, ¿puede el hombre esperar algo peor que el mundo, un

cúmulo aun mayor de humillaciones y de desprecios? ¿En una palabra,

puede esperar un infierno?

 

Así pues, la escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al

hombre contemporáneo, especialmente en nuestra civilización. Esto, sin

embargo, no significa que se haya convertido en completamente extraña la

fe en Dios como Suprema Justicia; la espera en Alguien que, al fin, diga la

verdad sobre el bien y sobre el mal de los actos humanos, y premie el bien

y castigue el mal. Ningún otro, solamente Él, podrá hacerlo. Los hombres

siguen teniendo esta convicción. Los horrores de nuestro siglo no han

podido eliminarla: «Al hombre le es dado morir una sola vez, y luego el

juicio» (cfr. Hebreos 9,27).


 

 

 

Esta convicción constituye además, en cierto sentido, un denominador

común de todas las religiones monoteístas, junto a otras. Si el Concilio

habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, se basa también

en este conocimiento. Dios, que es justo Juez, el Juez que premia el bien y

castiga el mal, es realmente el Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, y

también de Cristo, que es Su Hijo. Este Dios es en primer lugarAmor. No

solamente Misericordia, sino Amor. No solamente el padre del hijo pródigo;

es también el Padre que «da a Su Hijo para que el hombre no muera sino

que tenga la vida eterna» (cfr. Juan 3,16).

 

Esta verdad evangélica de Dios determina un cierto cambio en la

perspectiva escatológica. En primer lugar, la escatología no es lo que

todavía debe venir, lo que vendrá sólo después de la vida eterna. La

escatología está ya iniciada con la venida de Cristo. Evento escatológico fue,

en primer lugar, Su Muerte redentora y Su Resurrección. Éste es el principio

«de un nuevo cielo y de una nueva tierra» (cfr. Apocalipsis 21,1). El futuro

de más allá de la muerte de cada uno y de todos se une con esta

afirmación: «Creo en la Resurrección de la carne»; y también: «Creo en la

remisión de los pecados y en la vida eterna.» Ésta es la escatología

cristocéntrica.

 

En Cristo, Dios ha revelado al mundo que quiere que «todos los hombres se

salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4). Esta frase

de la Primera Carta a Timoteo tiene una importancia fundamental para la

visión y para el anuncio de las cosas últimas. Si Dios desea esto, si Dios por

esta causa entrega a Su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el

Espíritu Santo, ¿puede el hombre ser condenado, puede ser rechazado por

Dios?

 

Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes

pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta

nuestros días, hasta Michail Bulgakov y Hans Urs von Balthasar. En verdad

que los antiguos concilios rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis

final, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y

toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno.

Pero el problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre,

permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a

perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas.

En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (cfr. 25,46).

¿Quiénes serán éstos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un

misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la

conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición

oportuna del cristiano. También cuando Jesús dice de Judas, el traidor, que

«sería mejor para ese hombre no haber nacido» (Mateo 26,24), la

afirmación no puede ser entendida con seguridad en el sentido de una

eterna condenación.

 

Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo en la misma conciencia moral del

hombre que reacciona ante la pérdida de una tal perspectiva: ¿El Dios que

es Amor no es también Justicia definitiva? ¿Puede Él admitir estos terribles

crímenes, pueden quedar impunes? ¿La pena definitiva no es en cierto modo


 

 

 

necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la

humanidad? ¿Un infierno no es en cierto sentido «la última tabla de

salvación» para la conciencia moral del hombre?

 

La Sagrada Escritura conoce también el concepto de filego purificador. La

Iglesia oriental lo asume como bíblico, y en cambio no acoge la doctrina

católica sobre el purgatorio.

 

Un argumento muy convincente acerca del purgatorio se me ha ofrecido -

aparte de la bula de Benedicto XII en el siglo XIV-, sacado de las Obras

místicas de san Juan de la Cruz. La «llama de amor viva», de la que él

habla, es en primer lugar una llama purificadora. Las noches místicas,

descritas por este gran doctor de la Iglesia por propia experiencia, son en

un cierto sentido eso a lo que corresponde el purgatorio. Dios hace pasar al

hombre a través de un tal purgatorio interior toda su naturaleza sensual y

espiritual, para llevarlo a la unión con Él. No nos encontramos aquí frente a

un simple tribunal. Nos presentamos ante el poder del mismo Amor.

 

Es sobre todo el Amor el que juzga. Dios, que es Amor, juzga mediante el

amor. Es el Amor quien exige la purificación, antes de que el hombre

madure por esa unión con Dios que es su definitiva vocación y su destino.

 

Quizá esto baste. Muchos teólogos, en Oriente y en Occidente, también

teólogos contemporáneos, han dedicado sus estudios a la escatología, a los

Novísimos. La Iglesia no ha cesado de mantener su conciencia escatológica.

No ha cesado de llevar a los hombres a la vida eterna. Si cesara de ser

escatológica, dejaría de ser fiel a la propia vocación, a la Nueva Alianza,

.ellada con ella por Dios en Jesucristo.

 

 

 

 

}}-XXIX. PERO ¿PARA QUÉ SIRVE CREER?

 

 

 

 

 

 

 

Muchos hoy, formados, o deformados, por una especie de pragmatismo, de

utilitarismo-, ante la evangelización cristiana parecen estar dispuestos a

reconocer su atractivo, pero luego acaban por preguntar: «Pero, en

definitiva, Gpara qué sirve creer? ¿Acaso no es posible vivir una vida

honesta, recta, sin tener que molestarse en tomar el Evangelio en serio?» 

 

RESPUESTA 

 

A una pregunta semejante se podría responder muy brevemente: la utilidad

de la fe no es comparable con bien alguno, ni siquiera con los bienes de

naturaleza moral. La Iglesia no ha negado nunca que también un hombre no

creyente pueda realizar acciones honestas y nobles. Cada uno, por otra


 

 

 

parte, se convence fácilmente de eso. El valor de la fe no se puede explicar

solamente con su utilidad para la moral humana, aunque la misma fe

suponga la más profunda motivación de la moral. Por esta razón, muy a

menudo hacemos referencia a la fe como tema. También yo he hecho eso

en la veritatis splendor, subrayando la importancia moral de la respuesta de

Cristo «Cumple los mandamientos» (Mateo 19,17)- a la pregunta del joven

sobre el correcto uso del don de la libertad. A pesar de eso, se puede decir

que la fundamental utilidad de la fe está en el hecho mismo de haber creído

y de haber conJiado. María es, en el momento de la Anunciación, inimitable

ejemplo      y    maravilloso      modelo      de    una     tal    actitud;     esto    está

extraordinariamente expresado en la obra poética de Rainer Maria Rilke,

..Verkundigung»       (Anunciación).      Creyendo     y    confiando,     damos     una

respuesta a la palabra de Dios: esa palabra no cae en el vacío, vuelve con

su fruto a Aquel que la había pronunciado, como está dicho de modo tan

eficaz en el libro del profeta Isaías (cfr. 55,11). Sin embargo Dios no quiere

obligarnos en absoluto a una tal respuesta.

 

Bajo ese aspecto, el magisterio del último Concilio y, en su ámbito,

especialmente la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae,

tienen una particular importancia. Valdría la pena traer aquí la Declaración

entera y analizarla; pero quizá baste con citar algunas frases: «Y todos los

seres humanos-leemos- están obligados a buscar la verdad, especialmente

en orden a Dios y a su Iglesia, y están obligados a adherirse a la verdad a

medida que la van conociendo y a rendirle homenaje» (n. 1).

 

Lo que el Concilio subraya aquí es, en primer lugar, la dignidad del hombre.

El texto continúa: «Por razón de su dignidad todos los seres humanos, en

cuanto que son personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y,

por eso, investidos de personal responsabilidad, están por su misma

naturaleza y por deber moral obligados a buscar la verdad, en primer lugar

la concerniente a la religión. Están obligados también a adherirse a la

verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias» (n. 2).

«Ahora bien, la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la

persona humana y a su naturaleza social, es decir, con una búsqueda que

sea libre, con la ayuda de la enseñanza o de la educación, por medio de la

comunicación y del diálogo» (n. 3).

 

Como se ve, el Concilio trata la libertad humana con toda seriedad y se

refiere al imperativo interior de la conciencia para demostrar que la

respuesta dada por el hombre a Dios y a Su palabra mediante la fe está

estrechamente unida a su dignidad personal. El hombre no puede ser

constreñido a aceptar la verdad. A ella es empujado solamente por su

naturaleza, es decir, por su misma libertad, que lo mueve a buscarla

sinceramente y, cuando la encuentra, a adherirse a ella, sea con su

convicción sea con su comportamiento.

 

Ésta ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia; pero, aun antes, es la

enseñanza que Cristo mismo confirmó con Su obrar. Desde ese punto de

vista hay que releer la segunda parte de la Dignitatis humanae. Ahí quizá se

encuentre también la respuesta a su pregunta.


 

 

 

Una respuesta que, por otra parte, refleja la enseñanza de los Padres y la

tradición de los teólogos, desde santo Tomás de Aquino a John H. Newman.

El Concilio no hace más que insistir en lo que ha sido la constante convicción

de la Iglesia. Es conocida la posición de santo Tomás: es tan coherente en

esta línea de respeto a la conciencia, que considera ilícito el acto de fe en

Cristo que realizara quien, por un absurdo, estuviese convencido en

conciencia de estar obrando mal al hacerlo (cfr. Summa Theologiae, I-II, q.

19,  a.  5).  Si  el  hombre  advierte  en  su  propia  conciencia  una  llamada,

aunque esté equivocada, pero que le parece incontrovertible, debe siempre

y en todo caso escucharla. Lo que no le es lícito es entrar culpablemente en

el error, sin esforzarse por alcanzar la verdad.

 

Si Newman pone la conciencia por encima de la autoridad, no proclama

nada nuevo respecto al permanente magisterio de la Iglesia. La conciencia,

como enseña el Conci lio, «es el núcleo más secreto y el sagrario del

hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en su

intimidad. [...] En la fidelidad a la conciencia los cristia 

 

nos se unen con los otros hombres para buscar la verdad y para resolver

según verdad los muchos problemas morales que surgen en la vida

individual y en la vida social. Cuanto más prevalece la conciencia recta,

tanto más las personas y los grupos sociales se alejan de la ciega

arbitrariedad y se esfuerzan por conformarse a las normas objetivas de la

moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que la conciencia sea errónea

por ignorancia invencible, sin que por esto pierda su dignidad. No puede

decirse esto, en cambio, cuando el hombre se preocupa poco de buscar la

verdad y el bien, y cuando la conciencia se hace casi ciega como

consecuencia del hábito del pecado» (n. 16).

 

Es difícil no advertir la profunda coherencia interna de la Declaración

conciliar sobre la libertad religiosa. A la luz de su enseñanza podemos decir

que la esencial utilidad de la fe consiste en el hecho de que, a través de ella,

el hombre realiza el bien de su naturaleza racional. Y lo realiza dando su

respuesta a Dios, como es su deber. Un deber no sólo hacia Dios, sino

también hacia sí mismo.

 

Cristo lo ha hecho todo para convencernos de la importancia de esta

respuesta que el hombre está llamado a dar en condiciones de libertad

interior, para que en ella refulja aquel splendor veritatis tan esencial a la

dignidad humana. Él ha comprometido a la Iglesia para que actúe del

mismo modo: por eso son tan habituales en la historia las protestas contra

todos los que han intentado constreñir a la fe «convirtiendo con la espada».

A este respecto es necesario recordar que la escuela católica española de

Salamanca tomó una posición netamente contraria frente a las violencias

cometidas contra los indígenas de América, los indios, con el pretexto de

convertirlos al cristianismo. Y que, aun antes, con el mismo espíritu se había

pronunciado la Academia de Cracovia en el Concilio de Constanza de 1414,

condenando las violencias perpetradas contra los pueblos bálticos con el

mismo pretexto.


 

 

 

Cristo ciertamente desea la fe. La desea del hombre y la desea para el

hombre. A las personas que Le pedían un milagro solía responderles: «Tu fe

te ha salvado» (cfr. Marcos 10,52). El caso de la mujer cananea es

especialmente emocionante. Parece al principio que Jesús no quiera

escuchar la petición de ayuda para su hija, como si quisiera provocar

aquella conmovedora fe: «Pero los perrillos se alimentan de las migas que

caen de la mesa de sus dueños» (Mateo 15,27). Él pone a prueba a aquella

mujer extranjera para poder decir después: «¡Grande es tu fe! Hágase como

deseas» (Mateo 15,28).

 

Jesús quiere despertar en los hombres la fe, desea que respondan a la

palabra del Padre, pero lo quiere respetando siempre la dignidad del

hombre, porque en la búsqueda misma de la fe está ya presente una forma

de fe, una forma implícita, y por eso queda ya cumplida la condición

necesaria para la salvación.

 

Desde esta óptica, su pregunta parece encontrar una cumplida respuesta en

el enunciado de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, que por eso

merece ser releído una vez más: «Aquellos que sin culpa ignoran el

Evangelio de Cristo y su Iglesia, y que sin embargo buscan sinceramente a

Dios, y con la ayuda de la gracia se esfuerzan por cumplir con obras Su

voluntad, conocida a través del dictamen de la conciencia, pueden conseguir

la vida eterna. Tampoco la Divina Providencia niega las ayudas necesarias

para la salvación a los que no han llegado todavía al claro conocimiento y

reconocimiento de Dios, y se esfuerzan, no sin la gracia divina, por alcanzar

una vida recta» (LGn. 16).

 

En su pregunta se habla de «una vida honesta, recta, pero sin el

Evangelio». Respondería que si una vida es verdaderamente recta es porque

el Evangelio, no conocido o no rechazado a nivel consciente, en realidad

desarrolla ya su acción en lo profundo de la persona que busca con honesto

esfuerzo la verdad y está dispuesta a aceptarla, apenas la conozca. Una tal

disponibilidad es manifestación de la gracia que obra en el alma. El Espíritu

sopla donde quiere y como quiere (cfr. Juan 3,8). La libertad del Espíritu

encuentra la libertad del hombre y la con,firma hasta elfondo.

 

Esta precisión era necesaria para evitar cualquier riesgo de interpretación

pelagiana. Semejante riesgo existía ya en los tiempos de san Agustín, y

parece dejarse sentir nuevamente en nuestra época. Pelagio sostenía que

sin la gracia divina el hombre puede llevar una vida honesta y feliz; la gracia

divina no le parecía necesaria. La verdad es, en cambio, que el hombre es

realmente llamado a la salvación; que la vida honesta es la condición de tal

salvación; y que la salvación no puede ser alcanzada sin el aporte de la

gracia.

 

En definitiva, solamente Dios puede salvar al hombre, teniendo en cuenta

su colaboración. El hecho de que el hombre pueda colaborar con Dios es lo

que decide su auténtica grandeza. La verdad según la cual el hombre es

llamado a hacer todo en función del fin último de su vida, la salvación y la

divinización, tiene su expresión en la tradición oriental bajo la forma del

llamado sinergismo. El hombre «crea» con Dios el mundo, el hombre «crea»


 

 

 

con Dios su personal salvación. La divinización del hombre proviene de Dios.

Pero también aquí el hombre debe colaborar con Dios.

 

 

 

 

}}-XXX. UN EVANGELIO PARA HACERSE HOMBRE 

 

PREGUNTA 

 

Una vez más se ha referido Usted a la dignidad del hombre. Junto a los

derechos humanos, que son su consecuencia, es éste uno de los temas

centrales, siempre recurrentes, de Su enseñanza. Pero ¿qué es de verdad,

para el Santo Padre, la dignidad del hombre? ¿Qué son los auténticos

derechos humanos? ¿Concesiones de los gobiernos, de los Estados? ¿O algo

distinto, más profundo?

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

En cierto sentido he respondido ya a lo que constituye el problema central

de su pregunta: «¿En qué consiste la dignidad del hombre? ¿Qué son los

derechos del hombre?» Es evidente que estos derechos han sido inscritos

por el Creador en el orden de la creación; que aquí no se puede hablar de

concesiones de las instituciones humanas, de los Estados o de las

organizaciones internacionales. Tales instituciones expresan sólo lo que Dios

mismo ha inscrito en el orden creado por Él, lo que Él mismo ha inscrito en

la conciencia moral, en el corazón del hombre, como explica san Pablo en la

Carta a los Romanos (cfr. 2,15).

 

El Evangelio es la confirmación más plena de todos los derechos del

hombre. Sin eso muy fácilmente nos podemos encontrar lej os de la verdad

del hombre . El Evangelio confirma la regla divina que rige el orden moral

del universo, la confirma de modo particular mediante la misma

Encarnación. ¿Quién es el hombre, si el Hijo asume la naturaleza humana?

¿Quién debe ser este hombre, si el Hijo de Dios paga el máximo precio por

su dignidad? Cada año la liturgia de la Iglesia manifiesta un profundo

estupor ante esta verdad y este misterio, tanto en el período de Navidad

como durante la Vigilia pascual: «O felix culpa, quae talem ac tantum

meruit habere Redemptorem."? («¡Oh feliz culpa, que nos hizo merecer un

tal y tan grande Redentor!» Exultet). El Redentor con,firma los derechos del

hombre sencillamente para llevarlo a la plenitud de la dignidad recibida

cuando Dios lo creó a su imagen y semejanza.

 

Ya que usted ha tocado este problema, permítame que me sirva de su

pregunta para recordar cómo fue situándose gradualmente en el centro de

mis intereses, incluso personales. En cierto sentido fue para mí una gran

sorpresa constatar que el interés por el hombre y por su dignidad se había

convertido, a pesar de las previsiones en contrario, en el tema principal de


 

 

 

la polémica con el marxismo, y esto porque los marxistas mismos habían

puesto en el centro de esa polémica la cuestión del hombre.

 

Cuando, después de la guerra, tomaron el poder en Polonia y comenzaron a

controlar la enseñanza universitaria, podría haberse esperado que al

comienzo el programa del materialismo dialéctico se expresara, en primer

lugar, a través de lafilosofia de la naturaleza. Hay que decir que la Iglesia

en Polonia estaba preparada incluso para eso. Recuerdo qué consuelo

supusieron para los intelectuales católicos, en los años de posguerra, las

publicaciones del reverendo Kazimierz Klósak, eximio profesor de la

Facultad de Teología de Cracovia, conocido por su extraordinaria erudición.

En sus doctos escritos la filosofía de la naturaleza marxista se tenía que

comparar con una renovadora aproximación al tema, que permitía descubrir

el Logos en el mundo, es decir, el Pensamiento creador y el orden. Así

Klósak entraba en la tradición filosóflca que, desde los pensadores griegos,

a través de las cinco vías de Tomás de Aquino, ha llegado hasta los

estudiosos de hoy como Alfred North Whitehead.

 

El mundo visible, de por sí, no puede ofrecer base científica para una

interpretación atea, es más, una reflexión honesta encuentra en él

elementos suficientes para llegar al conocimiento de Dios. En este sentido la

interpretación atea es unilateral y tendenciosa.

 

Aún recuerdo aquellas discusiones. Participé también en numerosos

encuentros con científicos, en particular con fisicos, que, después de

Einstein, se han abierto notablemente a una interpretación teísta del

mundo. Pero, curiosamente, este tipo de controversias con el marxismo

duraron poco. Pronto se demostró que el hombre, precisamente él, con su

moral, era el problema central de la discusión. La filosofia de la naturaleza

fue puesta, por así decirlo, aparte. En la tentativa de apología del ateísmo,

se hizo dominante no tanto la interpretación cosmológica, sino la

argumentación ética. Cuando escribí el ensayo Acción y persona, los

primeros que lo advirtieron, obviamente para oponerse a él, fueron los

marxistas; en su polémica con la religión y con la Iglesia constituía un

elemento incómodo.

 

Pero, llegado a este punto, debo decir que mi atención a la persona y a la

acción no nació en absoluto en el terreno de la polémica con el marxismo o,

por lo menos, no nació en función de esa polémica. El interés por el hombre

como persona estaba presente en mi desde hacía mucho tiempo. Quizá

dependía también del hecho de que no había tenido nunca una especial

predilección por las ciencias naturales. Siempre me ha apasionado más el

hombre; mientras estudiaba en la Facultad de Letras, me interesaba por él

en cuanto artífice de la lengua y en cuanto objeto de la literatura; luego,

cuando descubrí la vocación sacerdotal, comencé a ocuparme de él como

tema central de la actividad pastoral.

 

Estábamos ya en la posguerra, y la polémica con el marxismo estaba en su

apogeo. En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en

los jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de

Dios, como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar


 

 

 

y resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los

relacionados con el mundo del trabajo. Le he contado ya cómo aquellos

jóvenes del período siguiente a la ocupación alemana quedaron

profundamente grabados en mi memoria; con sus dudas y sus preguntas,

en cierto sentido me señalaron el camino también a mí. De nuestra relación,

de la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo

contenido resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad.

 

El ensayo sobre la persona y la acción vino luego; pero también nació de la

misma fuente. Era en cierto modo inevitable que llegase a ese tema, desde

el momento en que había entrado en el campo de los interrogantes sobre la

existencia humana; y no solamente del hombre de nuestro tiempo, sino del

hombre de todo tiempo. La cuestión sobre el bien y el mal no abandona

nunca al hombre, como lo testimonia el joven del Evangelio, que pregunta a

Jesús: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Marcos 10,17).

 

Por tanto, el origen de mis estudios centrados en el hombre, en la persona

humana, es en primer lugar pastoral. Y es desde el ángulo de lo pastoral

cómo, en Amor y responsabilidad, formulé el concepto de norma

personalista.Tal norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor

al lenguaje de la ética filosóflca. La persona es un ser para el que la única

dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una

persona cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El

amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de

disfrute. Esta norma está ya presente en la ética kantiana, y constituye el

contenido del llamado segundo imperativo. No obstante, este imperativo

tiene un carácter negativo y no agota todo el contenido del mandamiento

del amor. Si Kant subraya con tanta fuerza que la persona no puede ser

tratada como objeto de goce, lo hace para oponerse al utilitarismo

anglosajón y, desde ese punto de vista, puede haber alcanzado su

pretensión. Sin embargo, Kant no ha interpretado de modo completo el

mandamiento del amor, que no se limita a excluir cualquier comportamiento

que reduzca la persona a mero objeto de placer, sino que exige más: exige

la afirmación de la persona en sz misma.

 

La verdadera interpretación personalista del mandamiento del amor se

encuentra en las palabras del Concilio: «El Señor Jesús, cuando reza al

Padre para que "todos sean una sola cosa" (Juan 17,21-22), poniéndonos

ante horizontes inaccesibles a la razón humana, ha insinuado que hay una

cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los

hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta cómo

el hombre -que en la tierra es la única criatura que Dios ha querido por sí

mismano puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través de un

sincero don de sí» (GS n. 24). Ésta puede decirse que es verdaderamente

una interpretación adecuada del mandamiento del amor. Sobre todo, queda

formulado con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple

hecho de ser persona; ella, se dice, «es la única criatura en la tierra que

Dios ha querido por sí misma». Al mismo tiempo el texto conciliar subraya

que lo más esencial del amor es el «sincero don de sí mismo». En este

sentido la persona se realiza mediante el amor.


 

 

 

Así pues, estos dos aspectos -la afirmación de la persona por sí misma y el

don sincero de sí mismo- no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se

confirman y se integran de modo recíproco. El hombre se afirma a sz mismo

de manera más completa dándose. Ésta es la plena realización del

mandamiento del amor. Ésta es también la plena verdad del hombre, una

verdad que Cristo nos ha enseñado con Su vida y que la tradición de la

moral cristiana -no menos que la tradición de los santos y de tantos héroes

del amor por el prójimo- ha recogido y testimoniado en el curso de la

historia.

 

Si privamos a la libertad humana de esta perspectiva, si el hombre no se

esfuerza por llegar a ser un don para los demás, entonces esta libertad

puede revelarse peligrosa. Se convertirá en una libertad de hacer lo que yo

considero bueno, lo que me procura un provecho o un placer, acaso un

placer sublimado. Si no se acepta la perspectiva del don de sz mismo,

subsistirá siempre el peligro de una libertad egoista. Peligro contra el que

luchó Kant; y en esta línea deben situarse también Max Scheller y todos los

que, después de él, han compartido la ética de los valores. Pero una

expresión completa de esto la encontramos sencillamente en el Evangelio.

Por eso en el Evangelio está también contenida una coherente declaración

de todos los derechos del hombre, incluso de aquellos que por diversos

motivos pueden ser incómodos.

 

}}-XXXI. DEFENSA DE CUALQUIER VIDA 

 

PREGUNTA 

 

Entre los derechos «incómodos» a los que se refiere, está, en primerísimo

plano, el derecho a la vida; está el deber de su defensa desde la

concepción. También éste es un tema siempre recurrente -y de tonos

dramáticos- en Su magisterio. Esta continua denuncia de cualquier

legalización del aborto ha sido definida incluso como «obsesiva» por ciertos

sectores político-culturales. Son los mismos que sostienen que las «razones

humanitarias» están de su parte; de la parte que ha llevado a los

Parlamentos a dictar medidas permisivas sobre la interrupción del

embarazo.

 

 

 

 

RESPUESTA 

 

El derecho a la vida es, para el hombre, el derecho fundamental. Y sin

embargo,       cierta      cultura      contemporánea        ha     querido       negarlo,

transformándolo en un derecho «incómodo» de defender. ¡No hay ningún

otro derecho que afecte más de cerca a la existencia misma de la persona!

Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en

la existencia hasta su natural extinción: «Mientras vivo tengo derecho a

vivir.» 


 

 

 

La cuestión del niño concebido y no nacido es un problema especialmente

delicado, y sin embargo claro. La legalización de la interrupción del

embarazo no es otra cosa que la autorización dada al hombre adulto -con el

aval de una.ley instituida- para privar de la vida al hombre no nacido y, por

eso, incapaz de defenderse. Es difícil pensar en una situación más injusta, y

es de verdad difícil poder hablar aquí de obsesión, desde el momento en

que entra en juego un fundamental imperativo de toda conciencia recta: la

defensa del derecho a la vida de un ser humano inocente e inerme.

 

Con frecuencia la cuestión se presenta como derecho de la mujer a una libre

eleeeión frente a la vida que ya existe en ella, que ella ya lleva en su seno:

la mujer tendría que tener el derecho de elegir entre dar la vida y quitar la

vida al niño concebido. Cualquiera puede ver que ésta es una alternativa

sólo aparente. ¡No se puede hablar de dereeho a elegir euando lo que está

en euestión es un evidente mal moral, cuando se trata simplemente del

mandamiento de No matar!

 

¿Este mandamiento prevé acaso alguna exepción? La respuesta de suyo es

«no»; ya que hasta la hipótesis de la legítima defensa, que no se refiere

nunca a un inocente sino siempre y solamente a un agresor injusto, debe

respetar el principio que los moralistas llaman prineipium ineulpatae tutelae

(principio de defensa irreprensible): para ser legítima esa «defensa» debe

llevarse a cabo de modo que inflinja el menor daño y, si es posible, que deje

a salvo la vida del agresor.

 

El caso de un niño no nacido no entra en semejante situación. Un niño

eoncebido en el seno de la madre no es nunca un agresor injusto, es un ser

indefenso que espera ser acogido y ayudado.

 

Es obligado reconocer que, en este campo, somos testigos de verdaderas

tragedias humanas. Muchas veces la mujeres víctima del egoísmo

masculino, en el sentido de que el hombre, que ha contribuido a la

concepción de la nueva vida, no quiere luego hacerse cargo de ella y echa la

responsabilidad sobre la mujer, como si ella fuese la única «culpable».

Precisamente cuando la mujer tiene mayor necesidad de la ayuda del

hombre, éste se comporta como un cínico egoísta, capaz de aprovecharse

del afecto y de la debilidad, pero refractario a todo sentido de

responsabilidad por el propio acto. Son problemas que conocen bien no sólo

los confesonarios, sino además los tribunales de todo el mundo y, cada vez

más, también los tribunales de menores.

 

Por tanto, rechazo firmemente la fórmula pro choice «por la elección»); es

necesario decidirse con valentía por la fórmula pro woman «por la mujer»),

es decir, por una elección que está verdaderamente a favor de la mujer. Es

ella quien paga el más alto precio no solamente por su maternidad, sino aún

más por destruirla, por la supresión de la vida del niño concebido. La única

actitud honesta en este caso es la de la radical solidaridad con la mujer. No

es lícito dejarla sola. Las experiencias de diversos centros asesores

demuestran que la mujer no quiere suprimir la vida del niño que lleva en su

seno. Si es ayudada en esta situación, y si al mismo tiempo es liberada de

la intimidación del ambiente circundante, entonces es incluso capaz de


 

 

 

heroísmo. Lo atestiguan, decía, numerosos centros asesores y, sobre todo,

las casas para madres adolescentes. Parece, pues, que la mentalidad de la

sociedad esté comenzando a madurar en su justa dirección, aunque todavía

sean muchos esos sedicentes «benefactores» que pretenden ayudar a la

mujer liberándola de la perspectiva de la maternidad.

 

Nos encontramos aquí en un punto, por así decir, neurálgico, sea visto tanto

desde los derechos del hombre, como desde el derecho de la moral y de la

pastoral. Todos estos aspectos están estrechamente unidos entre sí. Los he

encontrado siempre juntos también en mi vida y en mi ministerio de

sacerdote, de obispo diocesano, y luego como sucesor de Pedro, con el

ámbito de responsabilidad consiguiente.

 

Por eso, debo repetir que rechazo categóricamente toda acusación o

sospecha de una presunta «obsesión» del Papa en este campo. Se trata de

un problema de gran envergadura, en el que todos debemos demostrar la

máxima responsabilidad y vigilancia. No podemos permitirnos formas de

permisivismo, que llevarían directamente al conculcamiento de los derechos

del hombre, y también a la aniquilación de los valores fundamentales, no

solamente de la vida de las personas singulares y de la familias, sino de la

misma sociedad. ¿No es acaso una triste verdad eso a lo que se alude con la

fuerte expresión de civilización de la muerte?

 

Obviamente, lo contrario de la civilización de la muerte no es y no puede ser

el programa de la multiplicación irresponsable de la población sobre el globo

terrestre. Hay que tomar en consideración el índice demográ,fico. Y la vía

justa es lo que la Iglesia llama paternidad y maternidad responsables. Los

centros asesores familiares de la Iglesia así lo enseñan. La paternidad y la

maternidad responsables son el postulado del amor por el hombre, y son

también el postulado de un auténtico amor conyugal, porque el amor no

puede ser irresponsable. Su belleza está contenida en su responsabilidad.

Cuando    el     amor    es    verdaderamente    responsable    es    también

verdaderamente libre.

 

Ésta es la enseñanza que aprendí de la encíclica Humanae vitae de mi

venerado predecesor Pablo Vl, y que, aun antes, había aprendido de mis

jóvenes interlocutores, cónyuges yfuturos cónyuges mientras escribía Amor

y responsabilidad. Como he dicho, ellos mismos fueron mis educadores en

ese campo. Ellos, hombres y mujeres, contribuían creativamente a la

pastoral de las familias, a la pastoral de la paternidad y de la maternidad

responsables, a la formación de centros asesores que tuvieron luego un

óptimo desarrollo. La principal actividad de estos centros, su primera tarea,

estaba y está dirigida al amor humano; en ellos se vivia y se vive la

responsabilidad para el amor humano.

 

El deseo es que tal responsabilidad no falte nunca en ningún sitio y en

ninguna persona; que la responsabilidad no falte ni en los legisladores ni en

los educadores ni en los pastores. ¡A cuántas personas menos conocidas

desearía rendir aquí homenaje y expresarles la más profunda gratitud por

su generoso esfuerzo y su dedicación sin tasa! En su comportamiento queda


 

 

 

confirmada la cristiana y personalista verdad del hombre, que se realiza en

la medida en que sabe hacerse don gratuito para los demás.

 

De los centros de asesoramiento debo referirme a los ateneos. Tengo en

mente las escuelas que conozco y aquellas a cuya institución he contribuido.

Tengo en mente de modo particular la cátedra de Ética de la Universidad

Católica de Lublin, como también el instituto que allí surgió, después de mi

marcha, bajo la dirección de mis más estrechos colaboradores y discípulos.

Tengo en mente al reverendo profesor Tadeusz Styczen y al reverendo

profesor Andrzej Szostek. La persona no es solamente una maravillosa

teoría; se encuentra al mismo tiempo en el centro del ethos humano.

 

Aquí en Roma, además, no puedo por menos de recordar el instituto,

análogo, creado por la Universidad Lateranense. Ya ha llevado adelante

iniciativas semejantes a los Estados Unidos, a México, Chile y a otros países.

El modo más eficaz de servir a la verdad de la paternidad y de la

maternidad responsables está en mostrar sus bases éticas y antropológicas.

En ningún otro campo como en éste es tan indispensable la colaboración

entre pastores, biólogos y médicos.

 

No puedo detenerme aquí en pensadores contemporáneos, pero un nombre

al menos debo citar, el de Emmanuel Lévinas, representante de una

especial corriente de personalismo contemporáneo y de lafilosofía del

diálogo. Análogamente a Martin Buber y a Franz Rosenzweig, expone la

tradición personalista del Antiguo Testamento, donde tan fuertemente se

acentúa la relación entre el «yo» humano y el divino, el absolutamente

soberano «Tú».

 

Dios, que es el supremo legislador, promulgó con gran fuerza sobre el Sinaí

el mandamiento de «No matar», como un imperativo moral de carácter

absoluto. Lévinas, que como sus correligionarios vivió profundamente el

drama del holocausto, ofrece de este fundamental mandamiento del

decálogo una singular formulación: para él, la persona se manifiesta a

través del rostro. La filosofía del rostro es también uno de los temas del

Antiguo Testamento, de los Salmos y de los escritos de los profetas, en los

que con frecuencia se habla de la «búsqueda del rostro de Dios» (cfr. por ej.

el Salmo 27(26),8). A través del rostro habla el hombre, habla en particular

todo hombre que ha sufrido una injusticia, habla y pronuncia estas

palabras: «¡No me mates!» El rostro humano y el mandamiento de ..No

matar» se unen en Lévinas de modo genial, convirtiéndose al mismo tiempo

en un testimonio de nuestra época, en la que incluso Parlamentos,

Parlamentos democráticamente elegidos, decretan asesinatos con tanta

facilidad.

 

Sobre un tema tan doloroso quizá es mejor no decir más.

 

 

 

 

}}-XXXII. TOTUS TUUS 


 

 

 

PREGUNTA 

 

Desde     una     perspectiva    cristiana,     hablar     de     maternidad     lleva

espontáneamente a hablar de la otra parte, con la ininterrumpida tradición

católica- es otro de los caracteres distintivos de la enseñanza y de la acción

de Juan Pablo II.

 

Entre otras cosas, hoy se multiplican las voces y las noticias que hablan de

misteriosas apariciones y mensajes de la Virgen; masas de peregrinos se

ponen en camino como en otros siglos. ¿Qué puede decirnos, Santidad, de

todo esto? 

 

RESPUESTA 

 

Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una

simple expresión de devoción: es algo más. La orientación hacia una

devoción tal se afirmó en mí en el período en que, durante la Segunda

Guerra Mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento

me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la

infancia, en beneficio de un cristianismo cristocéntrico. Gracias a san Luis

Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de

Dios es, sin embargo, cristocéntrica, más aún, que está profundamente

radicada en el Misterio trinitario de Dios, y en los misterios de la

Encarnación y la Redención.

 

Así pues, redescubrí con conocimiento de causa la nueva piedad mariana, y

esta forma madura de devoción a la Madre de Dios me ha seguido a través

de los años: sus frutos son la Redemptoris Mater y la Mulieris dignitatem.

 

Respecto a la devoción mariana, cada uno de nosotros debe tener claro que

no se trata sólo de una necesidad del corazón, de una inclinación

sentimental, sino que corresponde también a la verdad objetiva sobre la

Madre de Dios. María es la nueva Eva, que Dios pone ante el nuevo Adán-

Cristo, comenzando por la Anunciación, a través de la noche del Nacimiento

en Belén, el banquete de bodas en Caná de Galilea, la Cruz sobre el

Gólgota, hasta el cenáculo del Pentecostés: la Madre de Cristo Redentor es

Madre de la Iglesia.

 

El Concilio Vaticano II da un paso de gigante tanto en la doctrina como en la

devoción mariana. No es posible traer aquí ahora todo el maravilloso

capítulo VIII de la Lumen gentium, pero habría que hacerlo. Cuando

participé en el Concilio, me reconoci a mí mismo plenamente en este

capítulo, en el que reencontré todas mis pasadas experiencias desde los

años de la adolescencia, y también aquel especial ligamen que me une a la

Madre de Dios de forma siempre nueva.

 

La primera forma, la más antigua, está ligada a las visitas durante la

infancia a la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en la iglesia

parroquial de Wadowice, está ligada a la tradición del escapulario del

Carmen, particularmente elocuente y rica en simbolismo, que conocí desde


 

 

 

la juventud por medio del convento de carmelitas que se halla «sobre la

colina» de mi ciudad natal. Está ligada, además, a la tradición de las

peregrinaciones al santuario de Kalwaria Zebrzydowska, uno de esos

lugares que atraen a multitudes de peregrinos, especialmente del sur de

Polonia y de más allá de los Cárpatos. Este santuario regional tiene una

particularidad,     la    de    ser    no    solamente   mariano,    sino    también

profundamente cristocéntrico. Y los peregrinos que llegan allí, durante su

primera jornada junto al santuario de Kalwaria practican antes que nada los

«senderos», que son un Viacrucis en el que el hombre encuentra su sitio

junto a Cristo por medio de María. La Crucifixión, que es también el punto

topográficamente más alto, domina los alrededores del santuario. La

solemne procesión mariana, que tiene lugar antes de la fiesta de la

Asunción, no es sino la expresión de la fe del pueblo cristiano en la especial

participación de la Madre de Dios en la Resurrección y en la Gloria de su

propio Hijo.

 

Desde los primerisimos años, mi devoción mariana estuvo relacionada

estrechamente con la dimensión cristológica. En esta dirección me iba

educando el santuario de Kalwaria.

 

Un capítulo aparte es Jasna Góra, con su icono de la Señora Negra. La

Virgen de Jasna Góra es desde hace siglos venerada como Reina de Polonia.

Éste es el santuario de toda la nación. De su Señora y Reina la nación

polaca ha buscado durante siglos, y continúa buscando, el apoyo y la fuerza

para el renacimiento espiritual. Jasna Góra es lugar de especial

evangelización. Los grandes acontecimientos de la vida de Polonia están

siempre de alguna manera ligados a este sitio; sea la historia antigua de mi

nación, sea la contemporánea, tienen precisamente allí su punto de más

intensa concentración, sobre la colina de Jasna Góra.

 

Cuanto he dicho pienso que explica suficientemente la devoción mariana del

actual Papa y, sobre todo, Su actitud de total abandono en María, ese Totus

Tuus.

 

Respecto a esas «apariciones», a esos «mensajes» a que se refería, me

propongo decir algo más adelante en nuestra conversación.

 

}}-XXXIII. MUJERES 

 

PREGUNTA 

 

En la Carta apostólica con el significativo título de Mulieris dignitatem («La

dignidad de la mujer»), Usted ha mostrado entre otras cosas cómo el culto

católico por una Mujer, María, no es en absoluto irrelevante en lo que se

refiere a la cuestión femenina.

 

 

 

 

RESPUESTA 


 

 

 

Sobre la estela dejada por las observaciones precedentes, quisiera llamar

aún la atención sobre un aspecto del culto mariano. Este culto no es sólo

una forma de devoción o piedad, sino también una actitud. Una actitud

respecto a la mujer como tal.

 

Si nuestro siglo, en las sociedades liberales, está caracterizado por un

creciente feminismo, se puede suponer que esta orientación sea una

reacción a la falta de respeto debido a toda mujer. Todo lo que escribí sobre

el tema en la Mulieris dignitatem lo llevaba en mí desde muy joven, en

cierto sentido desde la infancia. Quizá influyó en mí también el ambiente de

la época en que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y

consideración por la mujer, especialmente por la mujer-madre.

 

Pienso que quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces

precisamente ahí, en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer. La

verdad revelada sobre la mujer es otra. El respeto por la mujer, el asombro

por el misterio de la feminidad, y en fin el amor esponsal de Dios mismo y

de Cristo como se manifiesta en la Redención, son todos elementos de la fe

y de la vida de la Iglesia que no han estado nunca completamente ausentes

de Ella. Lo testimonia una rica tradición de usos y costumbres que hoy está

más bien sometida a una preocupante degradación. En nuestra civilización

la mujer se ha convertido en primer lugar en un objeto de placer.

 

Muy significativo es, en cambio, que en el interior de esta realidad esté

renaciendo la auténtica teología de la mujer. Es descubierta su belleza

espiritual, su especial talento; están redefiniéndose las bases para la

consolidación de su situación en la vida, no solamente familiar, sino también

social y cultural.

 

Y, a este propósito, debemos volver a la figura de María. La figura de María

y la devoción hacia Ella, vividas en toda su plenitud, se convierten así en

una creativa y gran inspiración para esta via.

 

}}-XXXIV. PARA NO TENER MIEDO 

 

PREGUNTA 

 

Como ha recordado durante nuestra conversación, no fue easual que Su

pontifieado se inieiara eon un grito que tuvo y que todavia tiene en el

mundo profundos eeos: «¡No tengáis miedo!» 

 

Entre las posibles leeturas de esta exhortaeión, ¿no cree Su Santidad que

una podría ser ésta: muehos tienen neeesidad de ser asegurados, de ser

exhortados a «no tener miedo» de Cristo y de Su Evangelio, porque temen

que, si se aeerearan a ellos, su vida se agravaría eon exigencias que se ven

no como una liberación sino como un peso?

 

 

 

 

RESPUESTA 


 

 

 

Cuando el 22 de octubre de 1978 pronuncié en la plaza de San Pedro las

palabras «¡No tengáis miedo!», no era plenamente conseiente de lo lejos

que me llevarían a mí y a la Iglesia entera. Su eontenido provenía más del

Espíritu Santo, prometido por el Señor Jesús a los apóstoles eomo

Consolador, que del hombre que las pronuneiaba. Sin embargo, eon el paso

de los años, las he recordado en variadas circunstancias.

 

La exhortación «¡No tengáis miedo!» debe ser leída en una dimensión muy

amplia. En cierto sentido era una exhortación dirigida a todos los hombres,

una exhortación a vencer el miedo a la actual situación mundial, sea en

Oriente, sea en Occidente, tanto en el Norte como en el Sur.

 

¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis creado, no tengáis

miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está

convirtiéndose cada día más en un peligro para él! En fin, ¡no tengáis miedo

de vosotros mismos!

 

¿Por qué no debemos tener miedo? Porque el hombre ha sido redimido por

Dios. Mientras pronunciaba esas palabras en la plaza de San Pedro, tenía ya

la convicción de que la primera encíclica y todo el pontificado estarían

ligados a la verdad de la Redención. En ella se encuentra la más profunda

afirmación de aquel «¡No tengáis miedo!»: «¡Dios ha amado al mundo! Lo

ha amado tanto que ha entregado a su Hijo unigénito!» (cfr. Juan 3,16).

Este Hijo permanece en la historia de la humanidad como el Redentor. La

Redención impregna toda la historia del hombre, también la anterior a

Cristo, y prepara su futuro escatológico. Es la luz que «esplende en las

tinieblas y que las tinieblas no han recibido» (cfr. Juan 1,5). El poder de la

Cruz de Cristo y de su Resurrección es más grande que todo el mal del que

el hombre podría y deberia tener miedo.

 

Llegados a este punto, debo volver de nuevo al Totus luus. En su pregunta

anterior usted hablaba de la Madre de Dios y de las numerosas revelaciones

privadas que han tenido lugar especialmente en los últimos dos siglos. Al

responder, he explicado de qué modo la devoción mariana se ha

desarrollado en mi historia personal, empezando por mi ciudad natal,

pasando por el santuario de Kalwaria, hasta Jasna Góra. Jasna Góra entró

en la historia de mi patria en el siglo xvll, como una especie de «¡No tengáis

miedo."» pronunciado por Cristo por boca de Su Madre. Cuando el 22 de

octubre de 1978 asumí la herencia romana del 

 

Ministerio de Pedro, sin duda llevaba profundamente impresa en la

memoria, en primer lugar, esta experiencia mariana de mi tierra polaca.

 

«¡No tengáis miedo!», decía Cristo a los apóstoles (Lucas 24,36) y a las

mujeres (Mateo 28,10) después de la Resurrección. En los textos

evangélicos no consta que la Señora haya sido destinataria de esta

recomendación; fuerte en Su fe, Ella «no tuvo miedo». El modo en que

Maria participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la

experiencia de mi nación. De boca del cardenal Stefan Wyszyn"ski sabía

también que su predecesor, el cardenal August Hlond, al morir, pronunció

estas significativas palabras: «La victoria, si llega, llegará por medio de


 

 

 

Maria.» Durante mi ministerio pastoral en Polonia, fui testigo del modo en

que aquellas palabras se iban realizando.

 

Mientras entraba en los problemas de la Iglesia universal, al ser elegido

Papa, llevaba en mí una convicción semejante: que también en esta

dimensión universal, la victoria, si llega, será alcanzada por María. Cristo

vencerá por medio de Ella, porque Él quiere que las victorias de la Iglesia en

el mundo contemporáneo y en el mundo del futuro estén unidas a Ella.

 

Tenía, pues, esa convicción, aunque entonces sabía aún poco de Fátima.

Presentía, sin embargo, que había una cierta continuidad desde La Salette,

a través de Lourdes, hasta Fátima. Y en el lejano pasado, nuestra polaca

Jasna Góra.

 

Y he aquí que llegó el 13 de mayo de 1981. Cuando fui alcanzado por el

proyectil en el atentado en la plaza de San Pedro, no reparé al principio en

el hecho de que aquél era precisamente el aniversario del día en que María

se había aparecido a los tres niños de Fátima, en Portugal, dirigiéndoles

aquellas palabras que, con el fin del siglo, parecen acercarse a su

cumplimiento.

 

¿Con este suceso acaso no ha dicho Cristo, una vez más, Su «¡No tengáis

miedo!»? ¿No ha repetido al Papa, a la Iglesia e, indirectamente, a toda la

familia humana estas palabras pascuales?

 

Al finalizar este segundo milenio tenemos quizá más que nunca necesidad

de estas palabras de Cristo resucitado: «¡No tengáis miedo!» Tiene

necesidad de ellas el hombre que, después de la caída del comunismo, no

ha dejado de tener miedo y que, en verdad, tiene muchas razones para

experimentar dentro de sí mismo semejante sentimiento. Tienen necesidad

las naciones, las que han renacido después de la caída del imperio

comunista, pero también las que han asistido a esa experiencia desde fuera.

Tienen necesidad de esas palabras los pueblos y las naciones del mundo

entero. Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de

que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que

pasa;Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los in,fiernos (cfr.

Apocalipsis 1,18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del

hombre (cfr. Apocalipsis 22,13), sea la individual como la colectiva. Y este

Alguien es Amor (cfr. 1 Juan 4,8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado

y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor

eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar

plena garantía de las palabras «¡No tengáis miedo!».

 

Usted ha observado que al hombre contemporáneo le es dificil volver a la fe,

porque le asustan las exigencias morales que la fe le presenta. Y esto, en

cierto modo, es verdad. El Evangelio es ciertamente exigente. Es sabido que

Cristo, a este respecto, no engañaba nunca a Sus discípulos ni a los que Le

escuchaban. Al contrario, los preparaba con verdadera firmeza para todo

género de dificultades internas y externas, advirtiéndoles siempre que ellos

también podían decidir abandonarLe. Por tanto, si Él dice: «¡No tengáis

miedo!», con toda seguridad no lo dice para paliar de algún modo sus


 

 

 

exigencias. Al contrario, con estas palabras confirma toda la verdad del

Evangelio y todas las exigencias en él contenidas. Al mismo tiempo, sin

embargo, manifiesta que lo que Él exige no supera las posibilidades del

hombre. Si el hombre lo acepta con disposición de fe, también encuentra en

la gracia, que Dios no permite que le falte, la fuerza necesaria para llevar

adelante esas exigencias. El mundo está lleno de pruebas de la fuerza

salvífica y redentora, que los Evangelios anuncian con mayor énfasis que

aquel con que recuerdan las obligaciones morales. ¡Cuántas son en el

mundo las personas que atestiguan con su vida cotidiana que la moral

evangélica es hacedera! La experiencia demuestra que una vida humana

lograda no puede ser sino como la de esas personas.

 

Aceptar lo que el Evangelio exige quiere decir afirmar la propia humanidad

completa, ver en ella toda la belleza querida por Dios, reconociendo en ella,

sin embargo, a la luz del poder de Dios mismo, también sus debilidades:

«Lo que es imposible a los hombres es posible a Dios» (Lucas 18,27).

 

Estas dos dimensiones no pueden estar separadas entre sí: de una parte,

las instancias morales, propuestas por Dios al hombre; de la otra, las

exigencias del amor salvífico, es decir, el don de la gracia, al que Dios

mismo en cierto sentido se ha obligado. ¿Qué otra cosa es la Redención de

Cristo sino esto? Dios quiere la salvación del hombre, quiere el

cumplimiento de la humanidad según la medida por Él mismo pensada, y

Cristo tiene derecho a decir que el yugo que nos pone es dulce y que su

carga, a fin de cuentas, es ligera (cfr. Mateo 11,30).

 

Es muy importante atravesar el umbral de la esperanza, no detenerse ante

él sino dejarse conducir. Pienso que a esto se refieren las palabras del gran

poeta polaco Cyprian Norwid, que definía así el principio más profundo de la

existencia cristiana: «No detrás de sí mismo con la Cruz del Salvador, sino

detrás del Salvador con la propia cruz.» 

 

Se dan todas las razones para que la verdad de la Cruz sea llamada Buena

Nueva.

 

}}-XXXV. ENTRAR EN LA ESPERANZA 

 

PREGUNTA 

 

Santo Padre, a la luz de todo lo que ha querido decirnos, por lo que le

estamos agradecidos, ¿tenemos que concluir que es verdaderamente

injustificado -y para el hombre de hoy aún más- «tener miedo» de Dios, de

Jesucristo? ¿Debemos concluir que, al contrario, vale de verdad la pena

«entrar en la Esperanza», y descubrir, o redescubrir, que tenemos un Padre

y reconocer que nos ama?

 

 

 

 

RESPUESTA 


 

 

 

El salmista dice: «El principio de la sabiduría es el temor de Dios» (cfr.

Salmo 111(110),10). Permítame que me refiera a estas palabras bíblicas

para responder a su última pregunta.

 

La Sagrada Escritura contiene una exhortación insistente a ejercitarse en el

temor de Dios. Se trata aquí de ese temor que es don del Espíritu Santo.

Entre los siete dones del Espíritu Santo, señalados por las palabras de Isaías

(cfr. 11,12), el don del temor de Dios está en último lugar, pero eso no

quiere decir que sea el menos importante, pues precisamente el temor de

Dios es principio de la sabiduría. Y la sabiduría, entre los dones del Espíritu

Santo, figura en primer lugar. Por eso, al hombre de todos los tiempos y, en

particular, al hombre contemporáneo, es necesario desearle el temor de

Dios.

 

Por la Sagrada Escritura sabemos también que tal temor, principio de la

sabiduría, no tiene nada en común con el miedo del esclavo. ¡Es temor filial,

no temor servil! El esquema hegeliano amo-esclavo es extraño al Evangelio.

Es más bien el esquema propio de un mundo en el que Dios está ausente.

En un mundo en que Dios está verdaderamente presente, en el mundo de la

sabiduría divina, sólo puede estar presente el temor filial.

 

La expresión auténtica y plena de tal temor es Cristo mismo. Cristo quiere

que tengamos miedo de todo lo que es ofensa a Dios. Lo quiere, porque ha

venido al mundo para liberar al hombre en la libertad. El hombre es libre

mediante el amor, porque el amor es fuente de predilección para todo lo

que es bueno. Ese amor, según las palabras de san Juan, expulsa todo

temor (cfr. 1 Juan 4,18). Todo rastro de temor servil ante el severo poder

del Omnipotente y del Omnipresente desaparece y deja sitio a la solicitud

filial, para que en el mundo se haga Su voluntad, es decir, el bien, que tiene

en Él su principio y su definitivo cumplimiento.

 

Así pues, los santos de todo tiempo son también la encarnación del amor

filial de Cristo, que es fuente del amor franciscano por las criaturas y

también del amor por el poder salvífico de la Cruz, que restituye al mundo el

equilibrio entre el bien y el mal.

 

¿AI hombre contemporáneo le mueve verdaderamente ese amor filial por

Dios, temor que es en primer lugar amor? Se puede pensar, y pruebas no

faltan, que el paradigma de Hegel del amo y el esclavo está más presente

en la conciencia del hombre de hoy que la Sabiduría, cuyo principio es el

temor filial de Dios. Del paradigma hegeliano nace la filosofía de la

prepotencia. La única fuerza capaz de saldar eficazmente las cuentas con

esa filosofía se halla en el Evangelio de Cristo, en el que la postura amo-

esclavo es radicalmente transformada en la actitud padre-hijo.

 

La actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la

historia del hombre. Los «rayos de paternidad» contenidos en ella

pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia

el hombre y hacia su historia.


 

 

 

A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los «rayos

de paternidad» encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero

real del pecado original. Ésta es verdaderamente la clave para interpretar la

realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva

de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás La

actitud padre-hijo es una actitud permanente. Es más antigua que la

historia del hombre. Los «rayos de paternidad» contenidos en ella

pertenecen al Misterio trinitario de Dios mismo, que se irradia desde Él hacia

el hombre y hacia su historia.

 

A pesar de eso, como se sabe por la Revelación, en esta historia los «rayos

de paternidad» encuentran una primera resistencia en el dato oscuro pero

real del pecado original. Ésta es verdaderamente la clave para interpretar la

realidad. El pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva

de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está detrás. La

cual tiende a abolir la paternidad, destruyendo sus rayos que penetran en el

mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y

dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como

celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el

hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier

otra época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar

posociones en contra del amo que lo tenía esclavizado.

 

Después de cuanto he dicho, podría resumir mi respuesta con la siguiente

paradoja: para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo, del

mundo, de los otros hombres, de los poderes terrenos, de los sistemas

opresivos, para liberarlo de todo síntoma de miedo servil ante esa «fuerza

predominante» que el creyente llama Dios, es necesario desearle de todo

corazón que lleve y cultive en su propio corazón el verdadero temor de Dios,

que es el principio de la sabiduría.

 

Ese temor de Dios es la fuerza del Evangelio. Es temor creador, nunca

destructivo. Genera hombres que se dejan guiar por la responsabilidad, por

el amor responsable. Genera hombres santos, es decir, verdaderos

cristianos, a quienes pertenece en definitiva el futuro del mundo.

Ciertamente André Malraux tenía razón cuando decía que el siglo XXI será el

siglo de la religión o no será en absoluto.

 

El Papa, que comenzó Su pontificado con las palabras «¡No tengáis miedo!»,

procura ser plenamente fiel a tal exhortación, y está siempre dispuesto a

servir al hombre, a las naciones, y a la humanidad entera en el espíritu de

esta verdad evangélica.


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