¡Dios te salve María!
 

 

 

 

 

 

 

Su Santidad JUAN PABLO II

 

Don y Misterio

 

En el quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los miembros del Instituto del Verbo Encarnado en Rusia nos alegramos

sobremanera de poder ofrecer a los lectores de lengua hispana estas magníficas

memorias y reflexiones de S. S. Juan Pablo II con motivo de su jubileo sacerdotal. Nos

alienta la esperanza de que estos pensamientos fortalecerán a los sacerdotes en su

vocación y despertarán en muchos jóvenes el deseo de seguir la llamada del Señor.

Agradecemos correcciones o sugerencias a catolico@ive.kcn.ru. Dedicamos esta

versión on line del trabajo del Papa a los 45 sacerdotes de nuestro Instituto ordenados

en 1996. 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción 

 

Permanece vivo en mi recuerdo el encuentro gozoso que, por iniciativa de la

Congregación para el Clero, tuvo lugar en el Vaticano en el otoño del pasado año (27 de

octubre de 1995), para celebrar el trigesimo aniversario del Decreto conciliar

Presbyterorum Ordinis. En el ambiente festivo de aquella asamblea diversos sacerdotes

hablaron de su vocación, y también yo ofrecí mi propio testimonio. Me pareció hermoso

y fructífero que, entre sacerdotes, ante el pueblo de Dios, se ofreciera este servicio de

edificación recíproca.

 

 

 

Las palabras que pronuncié en aquella circunstancia tuvieron un eco may grande.

A raíz de ello, desde varias partes se me pidió con insistencia que volviera a tratar, de

un modo más amplio, el tema de mi vocación, con ocasión del Jubileo sacerdotal.

 

 

 

Confieso que la propuesta, al principio, suscitó en mí alguna resistencia

comprensible. Pero después me senti como obligado a aceptar la invitación, viendo en

ello un aspecto del servicio propio del ministerio petrino. Movido por algunas preguntas

del Dr. Gian Franco Svidercoschi que han hecho de hilo conductor, me he dejado llevar

con libertad por la ola de recuerdos, sin ninguna pretensión estrictamente documental.

 

 

 

Todo lo que digo aquí, más allá de los acontecimientos históricos, pertenece a mis

raíces más profundas, a mi experiencia más íntima. Lo recuerdo ante todo para dar

gracias al Señor: "Misericordias Domini in aetemum cantabo!" Lo ofrezco a los

sacerdotes y al pueblo de Dios como testimonio de amor. 

 

 

 

 

 

 

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I

 

En los comienzos... ¡el misterio! 

 

¿Cuál es la historia de mi vocación sacerdotal? La conoce sobre todo Dios. En su

dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que

supera infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros sacerdotes lo experimenta


 

 

 

claramente durante toda la vida. Ante la grandeza de este don sentimos cuan indignos

somos de ello.

 

 

 

La vocación es el misterio de la elección divina: "No me habeis elegido vosotros a

mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayais y deis fruto,

y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). "Y nadie se arroga tal dignidad, sino el

llamado por Dios, lo mismo que Aarón'' (Hb 5, 4). "Antes de haberte formado yo en el

seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las

naciones te constituí" (Jr 1, 5). Estas palabras inspiradas estremecen profundamente

toda alma sacerdotal.

 

 

 

Por eso, cuando en las más diversas circunstancias -por ejemplo, con ocasión de

los Jubileos sacerdotales- hablamos del sacerdocio y damos testimonio del mismo,

debemos hacerlo con gran humildad, conscientes de que Dios "nos ha llamado con una

vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia"

(2 Tm 1, 9). Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que las palabras humanas no son

capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo.

 

 

 

Esta premisa me parece indispensable para que se pueda comprender de modo

justo lo que voy a decir sobre mi camino hacia el sacerdocio.

 

 

 

Las primeras señales de la vocación 

 

El Arzobispo Metropolitano de Cracovia, Príncipe Adam Stefan Sapieha, visitó la

parroquia de Wadowice cuando yo era estudiante en el instituto. Mi profesor de

religión, P. Edward Zacher, me encargó darle la bienvenida. Así, tuve entonces la

primera ocasión de encontrarme frente a aquel hombre tan venerado por todos. Sé que,

después de mi discurso, el Arzobispo preguntó al profesor de religión qué facultad

elegiría yo al terminar el instituto. El P. Zacher respondió: "Estudiará filología polaca".

El Prelado comentó: "Lástima que no sea teología".

 

 

 

En ese período de mi vida la vocación sacerdotal no estaba aún madura, a pesar de

que a mi alrededor eran muchos los que creían que debía entrar en el seminario. Y tal

vez alguno pudo pensar que, si un joven con tan claras inclinaciones religiosas no

entraba en el seminario, era señal de que otros amores o aspiraciones estaban en juego.

En efecto, en la escuela tenía muchas cormpañeras y, comprometido como estaba en el

círculo teatral escolar, no faltaban diversas posibilidades de encuentros con chicos y

chicas. Sin embargo, el problema no era ese. En aquel tiempo estaba fascinado sobre

todo por la literatura, en particular por la dramática, y por el teatro. A este último me

había iniciado Mieczyslaw Kotlarczyk, profesor de lengua polaca, mayor que yo en


 

 

 

edad. El era un verdadero pionero del teatro de aficionados y tenía grandes ambiciones

de un repertorio de calidad.

 

 

 

Los estudios en la Universidad Jaghellonica 

 

En mayo de 1938, superado el examen final de los estudios en el instituto, me

inscribí en la Universidad Jaghellonica para realizar los cursos de Filología polaca. Por

este motivo me trasladé, junto con mi padre, desde Wadowice a Cracovia. Nos

instalamos en la calle Tyniecka 10, en el barrio de Debniki. La casa pertenecía a los

parientes de mi madre. Comencé los estudios en la Facultad de Filosofía de la

Universidad Jaghellonica, siguiendo los cursos de Filología polaca, pero sólo logré

acabar el primer año, porque el 1de septiembre de 1939 estalló la segunda guerra

mundial.

 

 

 

A propósito de los estudios, deseo subrayar que mi elección de la filología polaca

estaba motivada por una clara predisposición hacia la literatura. Sin embargo, ya

durante el primer año, atrajo mi atención el estudio de la lengua misma. Estudiábamos

la gramática descriptiva del polaco moderno y al mismo tiempo la evolución histórica

de la lengua, con un particular interés por el viejo tronco eslavo. Esto me introdujo en

horizontes completamente nuevos, por no decir en el misterio mismo de la palabra.

 

 

 

La palabra, antes de ser pronunciada en el escenario, vive en la historia del

hombre como dimensión fundamental de su experiencia espiritual. En última instancia,

remite al insondable misterio de Dios mismo. El redescubrir la palabra a través de los

estudios literarios y linguísticos, me acercaba al misterio de la Palabra, de esa Palabra a

la cual nos referimos cada día en la oración del Angelus: ' La Palabra se hizo carne, y

puso su Morada entre nosotros'' (Jn 1, 14). Comprendí más tarde que los estudios de

filología polaca preparaban en mí el terreno para otro tipo de intereses y de estudios.

Predisponían mi ánimo para acercarme a la filosofía y a la teología.

 

 

 

El estallido de la segunda guerra mundial 

 

Pero volvamos al 1 de septiembre de 1939. EI estallido de la guerra cambió de

modo radical la marcha de mi vida. Verdaderamente los profesores de la Universidad

Jaghellonica intentaron comenzar de todos modos el nuevo año académico, pero las

clases duraron sólo hasta el 6 de noviembre de 1939. En ese día las autoridades

alemanas convocaron a todos los profesores a una asamblea que acabó con la

deportación de aquellos respetables hombres de ciencia al campo de concentración de

Sachsenhausen. Acababa así en mi vida el período de los estudios de filología polaca y

comenzaba la fase de la ocupación alemana, durante la cual al principio intenté leer y

escribir mucho. Precisamente a esa época se remontan mis primeros trabajos literarios.


 

 

 

Para evitar la deportación a trabajos forzados en Alemania, en el otoño de 1940

empecé a trabajar como obrero en una cantera de piedra vinculada a la fábrica química

Solvay. Estaba situada en Zakrzówek, a casi media hora de mi casa de Debniki, e iba

andando hasta allí cada día. En aquella cantera escribí una poesía. Releyéndola después

de tantos años, la encuentro aún particularmente expresiva de aquella singular

experiencia:

 

 

 

"Escucha bien, escucha los golpes del martillo, la sacudida, el ritmo. El ruido te

permite sentir dentro la fuerza, la intensidad del golpe. Escucha bien, escucha, eléctrica

corriente de río penetrante que corta hasta las piedras, y entenderás conmigo que toda la

grandeza del trabajo bien hecho es grandeza del hombre...'' (La cantera: I Materia, I)

 

 

 

Estaba presente cuando, durante el estallido de una carga de dinamita, las piedras

golpearon a un obrero y lo mataron. Quedé profundamente desconcertado:

 

 

 

"Levantaron el cuerpo, en silencio avanzaban. Abatidos, sentían en todos el

agravio..." (La cantera: IV En memoria de un compañero de trabajo, 2.3)

 

 

 

Los responsables de la cantera, que eran polacos, trataban de evitarnos a los

estudiantes los trabajos más pesados. A mí, por ejemplo, me asignaron el encargo de

ayudante del llamado barrenero, de nombre Franciszek Labus. Lo recuerdo porque,

algunas veces, se dirigía a mí con palabras de este tipo: "Karol, tu deberías ser

sacerdote. Cantarás bien, porque tienes una voz bonita y estarás bien..." Lo decía con

toda sencillez, expresando de ese modo un convencimiento muy difundido en la

sociedad sobre la condición del sacerdote. Las palabras del viejo obrero se me han

quedado grabadas en la memoria.

 

 

 

El teatro de la palabra viva 

 

En aquella época estuve en contacto con el teatro de la palabra viva, que

Mieczyslaw Kotlarczyk había fundado y continuaba animando en la clandestinidad. La

dedicación al teatro fue favorecida al principio por el hecho de haber hospedado en mi

casa a Kotlarczyk y a su mujer Sofía, que habían logrado pasar de Wadowice a

Cracovia, al territorio del "Gobierno General". Vivíamos juntos. Yo trabajaba como

obrero, él primero como tranviario y después como empleado en una oficina.

Compartiendo la misma casa, podíamos no sólo continuar con nuestras conversaciones

sobre el teatro, sino incluso realizar actuaciones concretas, que tenían precisamente el

carácter de teatro de la palabra. Era un teatro muy sencillo. La parte escénica y

decorativa estaba reducida al mínimo; la actuación consistía esencialmente en la

recitación del texto poético.


 

 

 

 

 

 

Las representaciones tenían lugar ante un grupo reducido de conocidos e

invitados, que demostraban un interés específico por la literatura y eran, de algún modo,

"iniciados". Era indispensable mantener el secreto sobre estos encuentros teatrales, pues

de lo contrario se corría el riesgo de graves sanciones por parte de las autoridades de la

ocupación, sin excluir la deportación a los campos de concentración. He de admitir que

toda aquella experiencia teatral ha quedado profundamente grabada en mi espíritu, a

pesar de que en un cierto momento de mi vida me di cuenta de que, en realidad, no era

esa mi vocación.

 

 

 

 

 

 

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II

 

La decisión de entrar en el seminario 

 

En el otoño de 1942 tomé la decisión definitiva de entrar en el seminario de

Cracovia, que funcionaba clandestinamente. Me recibió el Rector, P. Jan Piwowarczyk.

El hecho debía quedar en la más absoluta reserva, incluso para las personas más

allegadas. Comencé los estudios en la Facultad teológica de la Universidad

Jaghellonica, también clandestina, mientras continuaba trabajando como obrero en la

Solvay.

 

 

 

Durante el período de la ocupación el Arzobispo Metropolitano estableció el

seminario, siempre de modo clandestino, en su residencia. Esto podía desencadenar en

cualquier momento, tanto para los superiores como para los alumnos, severas

represiones por parte de las autoridades alemanas. Permanecí en este seminario

peculiar, al lado del amado Príncipe Metropolitano, desde septiembre de 1944 y allí

pude estar junto con mis compañeros hasta el 18 de enero de 1945, el día -o mejor

dicho, la noche- de la liberación. En efecto, fue durante la noche cuando la Armada

Roja llegó a los alrededores de Cracovia. Los Alemanes, en retirada, hicieron explotar

el puente Debnicki. Recuerdo aquella terrible detonación: la onda expansiva rompió

todos los cristales de las ventanas de la residencia arzobispal. En aquel momento nos

encontrabamos en la capilla para una celebración en la que participaba el Arzobispo. El

día siguiente nos dimos prisa en reparar los daños.

 

 

 

Pero voy a volver a los largos meses que precedieron a la liberación. Como he

dicho, vivía con otros jóvenes en la residencia del Arzobispo. Este nos había presentado

desde el primer momento a un joven sacerdote, que sería nuestro Padre espiritual. Se

trataba del P. Stanistaw Smolenski, doctorado en Roma y hombre de una gran


 

 

 

espiritualidad; hoy es Obispo auxiliar emérito de Cracovia. El P. Smolenski comenzó

con nosotros un trabajo regular de preparación para el sacerdocio. Al principio teníamos

como superior sólo a un prefecto, el P. Kazimierz Klósak, que había realizado sus

estudios en Lovaina y era profesor de filosofía. Por su ascesis y bondad suscitaba en

todos nosotros una gran estima y admiración. Daba cuentas de su trabajo directamente

al Arzobispo, del cual dependía también de modo directo, por lo demás, nuestro mismo

seminario clandestino. Después de las vacaciones veraniegas del año 1945, el P. Karol

Kozlowski, procedente de Wadowice, antiguo Padre espiritual del seminario en el

período anterior a la guerra, fue llamado a sustituir al P. Jan Piwowarczyk como Rector

del seminario en el que había transcurrido casi toda la vida.

 

 

 

Se completaban así los años de la formación del seminario. Los dos primeros,

aquellos que en el curriculum de los estudios se dedican a la filosofía, los había cursado

de modo clandestino, trabajando como obrero. Los años sucesivos, 1944 y 1945, fueron

testigos de mi creciente dedicación en la Universidad Jaghellonica, aun cuando el

primer año después de la guerra fue muy incompleto. El curso académico 1945/46 fue

normal. En la Facultad teológica tuve la suerte de conocer algunos profesores

eminentes, como el P. Wladyslaw Wicher, profesor de teología moral, y el P. Ignacy

Rózycki, profesor de teología dogmática, el cual me introdujo en la metodología

científica en teología. Hoy abrazo con un recuerdo lleno de gratitud a todos mis

Superiores, Padres espirituales y Profesores, que en el período del seminario

contribuyeron a mi formación. ¡Que el Señor recompense sus esfuerzos y sacrificios!

 

 

 

A comienzos del quinto año, el Arzobispo decidió que me trasladara a Roma para

completar los estudios. Fue así como, anticipándome a mis compañeros, fui ordenado

sacerdote el I de noviembre de 1946. Aquel año nuestro grupo era, naturalmente, poco

numeroso: en total éramos siete. Hoy vivimos solamente tres. EI hecho de ser pocos

tenía sus ventajas: permitía estrechar lazos profundos de conocimiento recíproco y de

amistad. Esto se podía decir también, de algún modo, de las relaciones con los

Superiores y Profesores, tanto en el período de la clandestinidad como en el breve

tiempo de los estudios oficiales en la Universidad.

 

 

 

Las vacaciones de seminarista 

 

Desde el momento en que entré en contacto con el seminario comenzó para mí un

nuevo modo de pasar las vacaciones. Fui enviado por el Arzobispo a la parroquia de

Raciborowice, en los alrededores de Cracovia. He de expresar profunda gratitud al

parroco, P. Jozef Jamróz, y a los vicarios de esa parroquia, que se convirtieron en

compañeros de vida de un joven seminarista clandestino.

 

 

 

Recuerdo en particular al P. Franciszek Szymonek, que más tarde, en tiempos del

terror estalinista, fue acusado y sometido a proceso con objeto de aleccionar a la Curia

arzobispal de Cracovia: fue condenado a muerte. Por suerte, poco después fue absuelto.


 

 

 

Recuerdo también al P. Adam Biela, un compañero del instituto de Wadowice de más

edad que yo. Gracias a estos jóvenes sacerdotes tuve la posibilidad de conocer la vida

cristiana de toda la parroquia.

 

 

 

Algún tiempo después, en el territorio del pueblo de Bienczyce, que pertenecía a

la parroquia de Raciborowice, surgió un gran barrio llamado Nowa Huta. Pasé allí

muchos días durante las vacaciones, tanto en el año 1944 como en el 1945, ya acabada

la guerra. Permanecía mucho tiempo en la vieja iglesia de Raciborowice, que se

remontaba aún a los tiempos de Jan Dugosz. Dedicaba muchas horas a la meditación

paseando por el cementerio. Había traído a Raciborowice mi material de estudio: los

volúmenes de Santo Tomás con los comentarios. Aprendía la teología, por decirlo así,

desde el "centro" de una gran tradición teológica. Empecé entonces a escribir un trabajo

sobre San Juan de la Cruz que continué después bajo la dirección del P Ignacy Rózycki,

profesor en la Universidad de Cracovia apenas fue abierta de nuevo. Completé el

estudio a continuación en el Angelicum, bajo la guía del P. Prof. Garrigou Lagrange.

 

 

 

El Cardenal Adam Stefan Sapieha 

 

En todo nuestro proceso formativo hacia el sacerdocio ejerció un influjo relevante

la gran figura del Príncipe Metropolitano, futuro Cardenal Adam Stefan Sapieha, para el

cual tengo un recuerdo emocionado y agradecido. Su prestigio había crecido por el

hecho de que, en el período de transición antes de la reapertura del seminario,

habitábamos en su residencia y lo veíamos cada día. El Metropolitano de Cracovia fue

elevado a la dignidad cardenalicia inmediatamente después del final de la guerra, a una

edad ya muy avanzada. Toda la población acogió este nombramiento como un justo

reconocimiento de los méritos de aquel gran hombre, que durante la ocupación alemana

había sabido mantener alto el honor de la Nación, demostrando la propia dignidad de

modo claro para todos.

 

 

 

Recuerdo aquel día de marzo -estabamos en Cuaresma- cuando el Arzobispo

regresó de Roma después de haber recibido el capelo cardenalicio. Los estudiantes

levantaron en brazos su automóvil y lo Ilevaron durante un buen trecho hasta la Basílica

de la Asunción en la Plaza del Mercado, manifestando de ese modo el entusiasmo

religioso y patriótico que tal nombramiento cardenalicio había suscitado en la

población.

 

 

 

 

 

 

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III


 

 

 

Influencias en mi vocación 

 

He hablado ampliamente del ambiente del seminario porque éste fué ciertamente

el que tuvo mayor incidencia en mi vocación sacerdotal. Sin embargo, dirigiendo la

mirada hacia un horizonte más amplio, veo con claridad que, desde tantos otros

ambientes y personas, he recibido influjos positivos, por medio de los cuales Dios me

ha hecho oír su voz.

 

 

 

La familia

 

 

 

La preparación para el sacerdocio, recibida en el seminario, fue de algún modo

precedida por la que me ofrecieron mis padres con su vida y su ejemplo en familia. Mi

reconocimiento es sobre todo para mi padre, que enviudó muy pronto. No había

recibido aún la Primera Comunión cuando perdí a mi madre: apenas tenía 9 años. Por

eso, no tengo conciencia Clara de la contribución, seguramente grande, que ella dio a

mi educación religiosa. Después de su muerte y, a continuación, después de la muerte

de mi hermano mayor, quedé solo con mi padre que era un hombre profundamente

religioso. Podía observar cotidianamente su vida, que era muy austera. Era militar de

profesión y, cuando enviudó, su vida fue de constante oración. Sucedía a veces que me

despertaba de noche y encontraba a mi padre arrodillado, igual que lo veía siempre en la

iglesia parroquial. Entre nosotros no se hablaba de vocación al sacerdocio, pero su

ejemplo fue para mí en cierto modo el primer seminario, una especie de seminario

doméstico.

 

 

 

La fábrica Solvay 

 

Después, pasados los años de la primera juventud, la cantera de piedra y el

depurador del agua en la fábrica de bicarbonato en Borek Falecki se convirtieron para

mí en seminario. No se trataba ya unicamente del pre-seminario, como en Wadowice.

La fábrica fue para mé, en aquella etapa de mi vida, un verdadero seminario, aunque

clandestino. Había comenzado a trabajar en la cantera en septiembre de 1940; un año

después pasé al depurador de agua en la fábrica. Fue en aquellos años cuando maduró

mi decisión definitiva. En otoño de 1942 comencé los estudios en el seminario

clandestino como ex alumno de filología polaca, siendo obrero en la Solvay. No me

daba cuenta de la importancia que todo ello tendría para mí. Unicamente más tarde, ya

sacerdote, durante los estudios en Roma, conociendo a través de mis compañeros del

Colegio Belga el problema de los sacerdotes obreros y el movimiento de la Juventud

Obrera Catolica (JOC), comprendí que lo que había llegado a ser tan importante para la

Iglesia y para el sacerdocio en Occidente -el contacto con el mundo del trabajo- yo lo

había ya adquirido en mi experiencia de vida.

 

 

 

En realidad, mi experiencia no fue la de "sacerdote obrero" sino de "seminarista-

obrero". Por el trabajo manual sabía bien lo que significaba el cansancio físico.


 

 

 

Encontraba cada día gente que realizaba duros trabajos. Conocí su ambiente, sus

familias, sus intereses, su valor humano y su dignidad. Personalmente noté mucha

cordialidad por su parte. Sabían que yo era estudiante y sabían también que, en cuanto

las circunstancias lo permitieran, volvería a los estudios. Nunca vi hostilidad por ese

motivo. No les molestaba que llevase los libros al trabajo. Decían: "Nosotros estaremos

atentos: tu lee". Esto sucedía sobre todo durante los turnos de noche. Decían

frecuentemente: "Descansa, nosotros estaremos de guardia".

 

 

 

Hice amistad con muchos obreros. A veces me invitaban a su casa. Después,

como sacerdote y como obispo, bauticé a sus hijos y nietos, bendije sus matrimonios y

oficié los funerales de muchos de ellos. Tuve oportunidad de conocer cuántos

sentimientos religiosos había en ellos y cuanta sabiduría de vida. Estos contactos, como

he dicho, siguieron siendo muy estrechos incluso cuando acabó la ocupación alemana y

también después, prácticamente hasta mi elección como Obispo de Roma. Algunos

duran todavía por medio de correspondencia.

 

 

 

La parroquia de Debniki: los Salesianos 

 

Debo nuevamente volver atrás, al período anterior a la entrada en el seminario. En

efecto, no puedo omitir el recuerdo de un ambiente y, en éste, de un personaje de quien

recibí verdaderamente mucho en ese período. El ambiente era el de mi parroquia,

dedicada a San Estanislao de Kostka, en Debniki, Cracovia. La parroquia estaba

dirigida por los Padres Salesianos, los cuales un día fueron deportados por los nazis a

un campo de concentración. Unicamente quedaron un viejo parroco y el inspector

provincial, pues todos los demás fueron internados en Dachau. Creo que el ambiente

salesiano ha tenido un papel importante en el proceso de formación de mi vocación.

 

 

 

En el ámbito de la parroquia había una persona que se distinguía sobre las demás:

me refiero a Jan Tyranowski. Era empleado de profesión, aunque había decidido

trabajar en la sastreria de su padre. Afirmaba que su trabajo de sastre le hacía más fácil

la vida interior. Era un hombre de una espiritualidad particularmente profunda. Los

Padres Salesianos, que en aquel período difícil habían reemprendido con valentía la

animación de la pastoral juvenil, le encargaron la tarea de establecer contactos con los

jóvenes del círculo del llamado "Rosario vivo''. Jan Tyranowski llevó a cabo esta tarea

no ciñéndose únicamente al aspecto organizativo, sino preocupándose también de la

formación espiritual de los jóvenes que entraban en contacto con él. Aprendí así los

métodos elementales de autoformación que se vieron después confirmados y

desarrollados en el proceso educativo del seminario. Tyranowski, que se estaba

formando en los escritos de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Avila, me

introdujo en la lectura, extraordinaria para mi edad, de sus obras.

 

 

 

Los Padres Carmelitas 


 

 

 

Esto acrecentó en mí el interés por la espiritualidad carmelitana. En Cracovia, en

la calle Rakowicka, había un monasterio de Padres Carmelitas Descalzos. Tenía

contactos con ellos y una vez hice allí mis Ejercicios Espirituales, con la ayuda del P.

Leonardo de la Dolorosa.

 

 

 

Durante un cierto tiempo consideré la posibilidad de entrar en el Carmelo. Las

dudas fueron resueltas por el Arzobispo Cardenal Sapieha, quien -con el estilo que lo

caracterizaba- dijo escuetamente: "Es preciso acabar antes lo que se ha comenzado''. Y

así fue.

 

 

 

El P. Kazimierz Figlewicz 

 

Durante aquellos años mi confesor y guía espiritual fue el P. Kazimierz Figlewicz.

Me encontré con él la primera vez cuando cursaba el primer año de instituto en

Wadowice. EI P. Figlewicz, que era vicario de la parroquia de Wadowice, nos enseñaba

religión. Gracias a él me acerqué a la parroquia, fui monaguillo y en cierto modo

organicé el grupo de monaguillos. Cuando dejó Wadowice para ir a la catedral del

Wawel, continué manteniendo contacto con él. Recuerdo que, durante el quinto curso

del instituto, me invitó a Cracovia para participar en el Triduum Sacrum, que empezaba

con el llamado "Oficio de Tinieblas" en la tarde del Miércoles Santo. Fue ésta una

experiencia que dejó en mí una huella profunda.

 

 

 

Cuando, después del examen final, me trasladé con mi padre a Cracovia,

intensifiqué la relación con el P. Figlewicz, que ejercía el cargo de vicecustodio de la

catedral. Iba a confesarme con él y, durante la ocupación alemana, muchas veces lo

visitaba.

 

 

 

Aquel 1 de septiembre de 1939 no se borrará nunca de mi recuerdo: era el primer

viernes de mes. Había ido a Wawel para confesarme. La catedral estaba vacía. Fue,

quizás, la última vez que pude entrar libremente en el templo. Después fue cerrado. El

castillo real de Wawel se convirtió en la sede del Gobernador General Hans Frank. El P.

Figlewicz era el único sacerdote que podía celebrar la Santa Misa, dos veces por

semana, en la catedral cerrada y bajo la vigilancia de policías alemanes. En aquellos

tiempos difíciles fue aún más claro lo que significaban para él la catedral, las tumbas

reales, el altar de San Estanislao, obispo y mártir. EI P. Figlewicz fue hasta la muerte

fiel custodio de aquel particular santuario de la Iglesia y de la Nación, inculcándome un

amor grande por el templo del Wawel, que un día llegaría a ser mi catedral episcopal.

 

 

 

El 1de noviembre de 1946 fui ordenado sacerdote. El día siguiente, en la "Primera

Santa Misa" celebrada en la catedral, en la cripta de San Leonardo, el P. Figlewicz,


 

 

 

estaba a mi lado y me hacía de asistente. El piadoso Prelado fallecio hace algunos años.

Sólo el Señor puede compensarlo por todo el bien que de él recibí.

 

 

 

La "trayectoria mariana" 

 

Naturalmente, al referirme a los orígenes de mi vocación sacerdotal, no puedo

olvidar la trayectoria mariana. La veneración a la Madre de Dios en su forma tradicional

me viene de la familia y de la parroquia de Wadowice. Recuerdo, en la iglesia

parroquial, una capilla lateral dedicada a la Madre del Perpetuo Socorro a la cual por la

manaña, antes del comienzo de las clases, acudían los estudiantes del instituto.

También, al acabar las clases, en las horas de la tarde, iban muchos estudiantes para

rezar a la Virgen.

 

 

 

Además, en Wadowice, había sobre la colina un monasterio carmelita, cuya

fundación se remontaba a los tiempos de San Rafael Kalinowski. Muchos habitantes de

Wadowice acudían allí, y esto tenía su reflejo en la difundida devoción al escapulario de

la Virgen del Carmen. También yo lo recibí, creo que cuando tenía diez años, y aún lo

Ilevo. Se iba a los Carmelitas también para las confesiones. De ese modo, tanto en la

iglesia parroquial, como en la del Carmen, se formó mi devoción mariana durante los

años de la infancia y de la adolescencia hasta la superación del examen final.

 

 

 

Cuando me encontraba en Cracovia, en el barrio Debniki, entré en el grupo del

"Rosario vivo'', en la parroquia salesiana. Allí se veneraba de modo especial a María

Auxiliadora. En Debniki, en el período en el que iba tomando fuerza mi vocación

sacerdotal, gracias también al mencionado influjo de Jan Tyranowski, mi manera de

entender el culto a la Madre de Dios experimentó un cierto cambio. Estaba ya

convencido de que Maria nos lleva a Cristo, pero en aquel período empecé a entender

que también Cristo nos lleva a su Madre. Hubo un momento en el cual me cuestioné de

alguna manera mi culto a María, considerando que éste, si se hace excesivo, acaba por

comprometer la supremacía del culto debido a Cristo. Me ayudó entonces el libro de

San Luis María Grignion de Montfort titulado "Tratado de la verdadera devoción a la

Santísima Virgen''. En él encontré la respuesta a mis dudas. Efectivamente, María nos

acerca a Cristo, con tal de que se viva su misterio en Cristo. El tratado de San Luis

María Grignion de Montfort puede cansar un poco por su estilo un tanto enfático y

barroco, pero la esencia de las verdades teológicas que contiene es incontestable. El

autor es un teólogo notable. Su pensamiento mariológico está basado en el Misterio

trinitario y en la verdad de la Encarnación del Verbo de Dios.

 

 

 

Comprendí entonces por qué la Iglesia reza el Angelus tres veces al día. Entendí

lo cruciales que son las palabras de esta oración: "El Angel del Señor anunció a María.

Y Ella concibió por obra del Espíritu Santo... He aquí la esclava del Señor. Hágase en

mí según tu palabra... Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros..." ¡Son palabras


 

 

 

verdaderamente decisivas! Expresan el núcleo central del acontecimiento más grande

que ha tenido lugar en la historia de la humanidad.

 

 

 

Esto explica el origen del Totus Tuus. La expresión deriva de San Luis María

Grignion de Montfort. Es la abreviatura de la forma más completa de la consagración a

la Madre de Dios, que dice: Totus tuus ego sum et omnia mea Tua sunt. Accipio Te in

mea omnia. Praebe mihi cor Tuum, Maria.

 

 

 

De ese modo, gracias a San Luis, empecé a descubrir todas las riquezas de la

devoción mariana, desde una perspectiva en cierto sentido nueva. Por ejemplo, cuando

era niño escuchaba "Las Horas de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen

María'', cantadas en la iglesia parroquial, pero sólo después me di cuenta de la riqueza

teológica y bíblica que contenían. Lo mismo sucedió con los cantos populares, por

ejemplo con los cantos navideños polacos y las Lamentaciones sobre la Pasión de

Jesucristo en Cuaresma, entre las cuales ocupa un lugar especial el diálogo del alma con

la Madre Dolorosa.

 

 

 

Sobre la base de estas experiencias espirituales fue perfilándose el itinerario de

oración v contemplación que orientó mis pasos en el camino hacia el sacerdocio, y

después en todas las vicisitudes sucesivas hasta el día de hoy. Este itinerario desde niño,

y más aún como sacerdote y como obispo, me llevaba frecuentemente por los senderos

marianos de Kalwaria Zebrzydowska. Kalwaria es el principal santuario mariano de la

Archidiócesis de Cracovia. Iba allí con frecuencia y caminaba en solitario por aquellas

sendas presentando en la oración al Señor los diferentes problemas de la Iglesia, sobre

todo en el difícil período que se vivía bajo el comunismo. Mirando hacia atrás constato

como "todo está relacionado'': hoy como ayer nos encontramos con la misma intensidad

en los rayos del mismo misterio.

 

 

 

El Santo Fray Alberto 

 

Me pregunto a veces qué papel ha desempeñado en mi vocación la figura del

Santo Fray Alberto. Adam Chmielowski -éste era su nombre- no era sacerdote. Todos

en Polonia saben quien fue. En el período de mi interés por el teatro rapsódico y por el

arte, la figura de este hombre valiente, que había tomado parte en la "insurrección de

enero" (1863) perdiendo una pierna durante los combates, tenía para mí una atracción

espiritual particular. Como es sabido, Fray Alberto era pintor: había realizado sus

estudios en Munich. El patrimonio artístico que dejó muestra que tenía un gran talento.

Sin embargo, en un cierto momento de su vida este hombre rompe con el arte porque

comprende que Dios lo llama a tareas más importantes. Conociendo el ambiente de los

pobres de Cracovia, cuyo lugar de encuentro era el dormitorio público, llamado tambien

"lugar de la calefacción'', en la calle Krakowska, Adam Chmielowski decide convertirse

en uno de ellos, no como el limosnero que llega desde fuera para distribuir dones, sino

como uno que se da a sí mismo para servir a los desheredados.


 

 

 

 

 

 

Este fascinante ejemplo de sacrificio suscita muchos seguidores. Alrededor de

Fray Alberto se reunen hombres y mujeres. Nacen así dos Congregaciones, que se

dedican a los más pobres. Todo esto sucedió en los comienzos de nuestro siglo, en el

período anterior a la primera guerra mundial

 

 

 

Fray Alberto no pudo ver el momento en el que Polonia conquistó su

independencia. Murió en Navidad de 1916. Sin embargo, su obra sobrevivió

convirtiéndose en expresión de las tradiciones polacas de radicalismo evangélico,

siguiendo las huellas de San Francisco de Asís y de San Juan de la Cruz.

 

 

 

En la historia de la espiritualidad polaca Fray Alberto ocupa un lugar especial.

Para mí su figura fue determinante, porque encontré en él un particular apoyo espiritual

y un ejemplo en mi alejamiento del arte, de la literatura y del teatro, por la elección

radical de la vocación al sacerdocio. Una de las alegrías más grandes que he tenido

como Papa ha sido la de elevar al honor de los altares a este pobrecito de Cracovia con

hábito gris, primero con la beatificación en Blonie Krakowskie durante el viaje a

Polonia del año 1983, y después con la canonización en Roma en el mes de noviembre

del memorable año 1989. Muchos autores de la literatura polaca han inmortalizado la

figura de Fray Alberto. Entre las diversas obras artísticas, novelas y dramas, es digna de

ser mencionada la monografía que le dedicó el P. Konstanty Michalski. También yo,

siendo joven sacerdote, en la época en que era coadjutor en la iglesia de San Florián de

Cracovia, le dediqué una obra dramática llamada "El Hermano de nuestro Dios",

saldando así la gran deuda de gratitud que había contraído con él.

 

 

 

Experiencia de guerra

 

 

 

La maduración definitiva de mi vocación sacerdotal, como he dicho, tuvo lugar en

el período de la segunda guerra mundial, durante la ocupación nazi. ¿Fue una simple

coincidencia temporal? o ¿habfa un nexo más profundo entre lo que maduraba dentro de

mí y el contexto histórico? Es difícil responder a tal pregunta. Es cierto que en los

planes de Dios nada es casual. Lo que puedo afirmar es que la tragedia de la guerra dio

un tinte particular al proceso de maduración de mi opción de vida. Me ayudó a percibir

desde una nueva perspectiva el valor y la importancia de la vocación. Ante la difusión

del mal y las atrocidades de la guerra era cada vez más claro para mí el sentido del

sacerdocio y de su misión en el mundo.

 

 

 

El estallido de la guerra me alejó de los estudios y del ambiente universitario. En

aquel período perdí a mí padre, la última persona que me quedaba de los familiares más

íntimos. También esto suponía, objetivamente, un proceso de alejamiento de mis


 

 

 

proyectos precedentes; en cierto modo era como desarraigarse del suelo en el cual hasta

ese momento había crecido mi humanidad.

 

 

 

Pero no se trataba de un proceso únicamente negativo. En efecto, en mi

conciencia contemporáneamente se manifestaba cada vez más una luz: el Señor quiere

que yo sea sacerdote. Un día lo percibí con mucha claridad: era como una iluminación

interior que traía consigo la alegría y la seguridad de una nueva vocación. Y esta

conciencia me llenó de gran paz interior.

 

 

 

Esto ocurría durante los terribles acontecimientos que iban desarrollándose a mi

alrededor en Cracovia, en Polonia, en Europa y en el mundo. Compartí directamente

sólo una pequeña parte de cuanto mis compatriotas experimentaron desde 1939. Pienso,

de modo particular, en mis coetáneos del instituto de Wadowice, amigos míos muy

queridos, entre los cuales había varios judíos. Algunos eligieron el servicio militar en el

año 1938. Parece que el primero que murió en la guerra fue el más joven de la clase.

Después conocí sólo a grandes rasgos la suerte de otros caídos en varios frentes, o

muertos en campos de concentración, o enviados a combatir en Tobruk y en

Montecassino, o deportados a los territorios de la Unión Soviética: a Rusia y

Kazakistán. Supe estas noticias primero de forma gradual, y después de manera más

completa en Wadowice, en el año 1948, con ocasión de la reunión de mis compañeros

en el décimo aniversario del examen final.

 

 

 

Se me ahorró mucho del grande y horrendo theatrum de la segunda guerra

mundial. Cada día hubiera podido ser detenido en casa, en la cantera o en la fábrica para

ser llevado a un campo de concentración. A veces me preguntaba: si tantos coetáneos

pierden la vida, ¿por que yo no? Hoy sé que no fue una casualidad. En el contexto del

gran mal de la guerra, en mi vida personal todo llevaba hacia el bien que era la

vocación. No puedo olvidar el bien recibido en aquel difícil período de las personas que

el Señor ponía en mi camino, tanto de mi familia como conocidos y compañeros.

 

 

 

El sacrificio de los sacerdotes polacos 

 

Surge aquí otra singular e importante dimensión de mi vocación. Los años de la

ocupación alemana en Occidente y de la soviética en Oriente supusieron un enorme

número de detenciones y deportaciones de sacerdotes polacos hacia los campos de

concentración. Sólo en Dachau fueron internados casi tres mil. Hubo otros campos,

como por ejemplo el de Auschwitz, donde ofreció la vida por Cristo el primer sacerdote

canonizado después de la guerra, San Maximiliano María Kolbe, el franciscano de

Niepokalanów. Entre los prisioneros de Dachau se encontraba el Obispo de Wloclawek,

Mons. Michal Kozal, que he tenido la dicha de beatificar en Varsovia en 1987. Después

de la guerra algunos de entre los sacerdotes ex prisioneros de los campos de

concentración fueron elevados a la dignidad episcopal. Actualmente viven aún los

Arzobispos Kazimierz Majdanski y Adam Kozlowiecki y el Obispo Ignacy Jez, los tres


 

 

 

últimos Prelados testigos de lo que fueron los campos de exterminio. Ellos saben bien lo

que aquella experiencia significó en la vida de tantos sacerdotes. Para completar el

cuadro, es preciso añadir también a los sacerdotes alemanes de aquella misma época

que experimentaron la misma suerte en los lager. He tenido el honor de beatificar a

algunos de ellos: primero al P. Rupert Mayer de Munich, y después, durante el reciente

viaje apostólico a Alemania, a Mons. Bernhard Lichtenberg, párroco de la Catedral de

Berlín, y al P. Karl Leisner de la diócesis de Munster. Este último, ordenado sacerdote

en el campo de concentración en 1944, después de su ordenación pudo celebrar sólo una

Santa Misa.

 

 

 

Merece un recuerdo especial el martirologio de los sacerdotes en los lager de

Siberia y en otros lugares del territorio de la Unión Soviética. Entre los muchos que allí

fueron recluidos quisiera recordar la figura del P. Tadeusz Fedorowicz, muy conocido

en Polonia, al cual personalmente debo mucho como director espiritual. El P

Fedorowicz, joven sacerdote de la archidiócesis de Leopoli, se había presentado

espontáneamente a su arzobispo para pedirle el poder acompañar a un grupo de polacos

deportados al Este. El Arzobispo Twardowski le concedió el permiso y pudo desarrollar

su misión entre los connacionales dispersos en los territorios de la Unión Soviética y

sobre todo en Kazakistán. Recientemente ha descrito en un interesante libro estos

trágicos hechos.

 

 

 

Lo que he dicho a propósito de los campos de concentración no constituye sino

una parte, dramática, de esta especie de "apocalipsis'' de nuestro siglo. Lo he hecho para

subrayar cómo mi sacerdocio, ya desde su nacimiento, ha estado inscrito en el gran

sacrificio de tantos hombres y mujeres de mi generación. La Providencia me ha

ahorrado las experiencias más penosas; por eso es aún más grande mi sentimiento de

deuda hacia las personas conocidas, así como también hacia aquellas más numerosas

que desconozco, sin diferencia de nación o de lengua, que con su sacrificio sobre el

gran altar de la historia han contribuido a la realización de mi vocación sacerdotal. De

algún modo me han introducido en este camino, mostrándome en la dimensión del

sacrificio la verdad más profunda y esencial del sacerdocio de Cristo.

 

 

 

La bondad experimentada entre las asperezas de la guerra 

 

Decía antes que durante los años difíciles de la guerra recibí mucho bien de la

gente. Pienso de modo particular en una familia, más aún, en muchas familias que

conocí durante la ocupación. Con Juliusz Kydrynski trabajé primero en las canteras de

piedra y después en la fábrica Solvay. Estábamos en el grupo de obreros-estudiantes al

que pertenecían también Wojciech Zukrowski, su hermano menor Antoni y Wieslaw

Kaczmarczyk. Conocí a Juliusz Kydrynski antes de comenzar la guerra, cursando el

primer año de Filología polaca. Durante la guerra esta relación de amistad se

intensificó. Conocí también a su madre, que había enviudado, a la hermana y al

hermano menor. La familia Kydrynski me colmó de cuidados y de afecto cuando el 18

de febrero de 1941 perdí a mi padre. Recuerdo perfectamente aquel día: al volver del

trabajo encontré a mi padre muerto. En aquel momento la amistad de los Kydrynski fue


 

 

 

para mí de gran apoyo. La amistad se extendió después a otras familias, en particular a

la de los señores Szkocki, residentes en la calle Ksiecia Józefa. Empecé a estudiar

francés gracias a la Señora Jadwiga Lewaj, que habitaba en la casa de ellos. Zofia

Pozniak, hija mayor de los señores Szkocki, cuyo marido se encontraba en un campo de

prisioneros, nos invitaba a conciertos organizados en casa. De ese modo el período

oscuro de la guerra y de la ocupación fue iluminado por la luz de la belleza que se

irradia desde la música y la poesía. Esto sucedía antes de mi decisión de entrar en el

seminario.

 

 

 

 

 

 

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IV

 

¡Sacerdote! 

 

Mi ordenación tuvo lugar en un día insólito para este tipo de celebraciones: fue el

1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos, cuando la liturgia de la Iglesia se

dedica totalmente a celebrar el misterio de la comunión de los Santos y se prepara a

conmemorar a los fieles difuntos. El Arzobispo eligió ese día porque yo debía partir

hacia Roma para proseguir los estudios. Fui ordenado sólo, en la capilla privada de los

Arzobispos de Cracovia. Mis compañeros serían ordenados el año siguiente, en el

Domingo de Ramos.

 

 

 

Había sido ordenado subdiácono y diácono en octubre. Fue un lunes de intensa

oración, marcado por los Ejercicios Espirituales con los que me preparé a recibir las

Ordenes Sagradas: seis días de Ejercicios antes del subdiaconado, y después tres y seis

días antes del diaconado y del presbiterado respectivamente. Los últimos Ejercicios los

hice solo en la capilla del seminario. El día de Todos los Santos me presenté por la

mañana en la residencia de los Arzobispos de Cracovia, en la calle Franciszkanska 3,

para recibir la Ordenación sacerdotal.

 

 

 

Asistieron a la ceremonia un pequeño grupo de parientes y amigos.

 

 

 

Recuerdo de un hermano en la vocación sacerdotal 

 

El lugar de mi Ordenación, como he dicho, fue la capilla privada de los

Arzobispos de Cracovia. Recuerdo que durante la ocupación iba allí con frectuencia por

la mañana para ayudar en la Santa Misa al Príncipe Metropolitano. Recuerdo también

que durante un cierto período venía conmigo otro seminarista clandestino, Jerzy

Zachuta. Un día él no se presentó. Cuando después de la Misa fui a su casa, en


 

 

 

Ludwinów, en Debniki, supe que durante la noche había side detenido por la Gestapo.

Inmediatamente después, su apellido apareció en la lista de polacos destinados a ser

fusilados. Habiendo sido ordenado en aquella misma capilla que nos había vistojuntos

tantas veces, recordaba a este hermano en la vocación sacerdotal al cual Cristo había

unido de otro modo al misterio de su muerte y resurrección.

 

 

 

"Veni, Creator Spiritus!" 

 

Me veo así, en aquella capilla durante el canto del Veni, Creator Spiritus y de las

Letanías de los Santos, mientras, extendido en forma de Cruz en el suelo, esperaba el

momento de la imposición de las manos. ¡Un momento emocionante! Después he tenido

ocasión de presidir como Obispo y como Papa este rito. Hay algo de impresionante en

la postración de los ordenandos: es el símbolo de su total sumisión ante la majestad de

Dios y a la vez de su total disponibilidad a la acción del Espíritu Santo, que desciende

sobre ellos como artífice de su consagración. Veni, Creator Spiritus, mentes tuorum

visita, imple supema gratia quae Tu creasti pectora. Al igual que en la Santa Misa el

Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la

Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración

sacerdotal o episcopal. El obispo, que confiere el sacramento del Orden, es el

dispensador humano del misterio divino. La imposición de las manos es continuación

del gesto ya practicado en la Iglesia primitiva para indicar el don del Espíritu Santo en

vista de una misión determinada (cf. Hch 6, 6; 8, 17; 13, 3). Pablo lo utiliza con su

discípulo Timoteo (cf. 2 Tm 1, 6; 1 Tm 4, 14.) y el gesto queda en la Iglesia (cf. I Tm 5,

22) como signo eficaz de la presencia operante del Espíritu Santo en el sacramento del

Orden.

 

 

 

El suelo 

 

Quien se dispone a recibir la sagrada Ordenación se postra totalmente y apoya la

frente sobre el suelo del templo, manifestando así su completa disponibilidad para

asumir el ministerio que le es confiado. Este rito ha marcado profundamente mi

existencia sacerdotal. Añas más tarde, en la Basílica de San Pedro -estabamos al

principio del Concilio- recordando el momento de la Ordenación sacerdotal, escribí una

poesía de la cual quiero citar aquí un fragmento:

 

 

 

"Eres tú, Pedro. Quieres ser aquí el Suelo sobre el que caminan los otros... para

llegar allá donde guías sus pasos...

 

Quieres ser Aquél que sostiene los pasos, como la roca sostiene el caminar

ruidoso de un rebaño: Roca es también el suelo de un templo gigantesco. Y el pasto es

la Cruz''.

 

(Iglesia: Los Pastores y las Fuentes. Basílica de San Pedro, otoño de 1962: 11.X -

8.XII, El Suelo) 


 

 

 

Al escribir estas palabras pensaba tanto en Pedro como erl toda la realidad del

sacerdocio ministerial, tratando de subrayar el profundo significado de esta postración

liturgica. En ese yacer por tierra en forma de Cruz antes de la Ordenación, acogiendo en

la propia vida -como Pedro- la Cruz de Cristo y haciéndose con el Apostol "suelo" para

los hermanos, está el sentido más profundo de toda la espiritualidad sacerdotal.

 

 

 

La "primera Misa" 

 

Habiendo sido ordenado sacerdote en la fiesta de Todos los Santos, celebré la

"primera Misa" el día de los fieles difuntos, el 2 de noviembre de 1946. En este día cada

sacerdote puede celebrar para provecho de los fieles tres Santas Misas. Mi "primera"

Misa tuvo por tanto -por así decir- un carácter triple. Fue una experiencia de especial

intensidad. Celebré las tres Santas Misas en la cripta de San Leonardo, que ocupa, en la

catedral del Wawel, en Cracovia, la parte anterior de la llamada cátedra episcopal de

Herman. Actualmente la cripta forma parte del complejo subterráneo donde se

encuentran las tumbas reales. Al elegirla como el lugar de mis primeras Misas quise

expresar un vínculo espiritual particular con los que reposan en esa catedral que, por su

misma historia, es un monumento sin igual. Está impregnada, más que cualquier otro

templo de Polonia, de significado histórico y teológico. Reposan en ella los reyes

polacos, empezando por Wladyslaw Lokietek. En la catedral del Wawel eran coronados

los reyes y en ella eran también sepultados. Quien visita ese templo se encuentra cara a

cara con la historia de la Nación.

 

 

 

Precisamente por esto, como he dicho, elegí celebrar mis primeras Misas en la

cripta de San Leonardo. Quería destacar mi particular vínculo espiritual con la historia

de Polonia, de la cual la colina del Wawel representa casi una síntesis emblemática.

Pero no sólo eso. Había, en esa elección, una especial dimensión teológica. Como he

dicho, fui ordenado el día anterior, en la Solemnidad de Todos los Santos, cuando la

Iglesia expresa litúrgicamente la verdad de la Comunión de los Santos -Communio

Sanctorum-. Los Santos son aquellos que, habiendo acogido en la fe el misterio pascual

de Cristo, esperan ahora la resurrección final.

 

 

 

Tambien las personas, cuyos restos reposan en los sarcófagos de la catedral del

Wawel, esperan allí la resurrección. Toda la catedral parece repetir las palabras del

Símbolo de los Apóstoles: "Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna''.

Esta verdad de fe ilumina la historia de las Naciones. Aquellas personas son como "los

grandes espíritus" que guían la Nación a través de los siglos. No se encuentran allí

solamente soberanos junto con sus esposas, u obispos y cardenales; también hay poetas,

grandes maestros de la palabra, que han tenido una importancia enorme para mi

formación cristiana y patriótica.

 

 

 

Fueron pocos los participantes en aquellas primeras Misas celebradas sobre la

colina del Wawel. Recuerdo que, entre otros, estaba presente mi madrina Maria


 

 

 

Wiadrowska, hermana mayor de mi madre. Me asistía en el altar Mieczyslaw Malinski,

que hacía presente de algún modo el ambiente y la persona de Jan Tyranowski, ya

entonces gravemente enfermo.

 

 

 

Después, como sacerdote y como obispo, he visitado siempre con gran emoción la

cripta de San Leonardo. ¡Cuánto hubiera deseado poder celebrar allí la Santa Misa con

ocasión del quincuagésimo aniversario de mi Ordenación sacerdotal!

 

 

 

Entre el pueblo de Dios

 

 

 

Después hubo otras "primeras Misas'': en la iglesia parroquial de San Estanislao

de Kostka en Debniki y, el domingo siguiente, en la iglesia de la Presentación de la

Madre de Dios en Wadowice. Celebré también una Misa en la confesión de San

Estanislao, en la catedral del Wawel, para los amigos del teatro rapsódico y para la

organización clandestina "Unia" (Unión), a la cual estuve vinculado durante la

ocupación.

 

 

 

 

 

 

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V

 

Roma

 

Noviembre pasaba de prisa: era ya el tiempo de partir hacia Roma. Cuando llegó

el día establecido, subí al tren con gran emoción. Conmigo estaba Stanislaw

Starowieyski, un compañero más joven que yo, que debía realizar todo el curso

teológico en Roma. Por primera vez salía de las fronteras de mi Patria. Miraba desde la

ventanilla del tren en marcha ciudades que conocía únicamente por los libros de

geografía. Vi por primera vez Praga, Nuremberg, Estrasburgo y Paris, donde nos

detuvimos siendo huéspedes del Seminario Polaco en la "Rue des lrlandais''.

Reemprendimos pronto el viaje, porque el tiempo apremiaba y llegamos a Roma los

últimas días de noviembre. Aquí aprovechamos inicialmente la hospitalidad de los

Padres Palotinos. Recuerdo que el primer domingo después de la llegada me acerqué,

junto con Stanislaw Starowieyski, a la Basílica de San Pedro para asistir a la solemne

veneración de un nuevo Beato por parte del Papa. Vi desde lejos la figura de Pío XII,

Ilevado en la silla gestatoria. La participación del Papa en una Beatificación se limitaba

entonces a la recitación de la oración al nuevo Beato, mientras que el rito propiamente

dicho era presidido en la mañana por uno de los cardenales. Esta tradición se cambio a

partir de Maximiliano María Kolbe, cuando en octubre de 1971 Pablo VI ofició


 

 

 

personalmente el rito de Beatificación del mártir polaco de Auschwitz, durante una

Santa Misa concelebrada con el Cardenal Wyszynski y con los obispos polacos, en la

cual yo también tuve el gozo de participar.

 

 

 

"Aprender Roma" 

 

No podré olvidar nunca la sensación de mis primeros días "romanos" cuando en

1946 empecé a conocer la Ciudad Eterna. Me inscribí en el "biennium ad lauream" en el

Angelicum. Era Decano de la Facultad de Teología el P. Ciappi, O.P., futuro teólogo de

la Casa Pontificia y cardenal.

 

 

 

EI P. Karol Kozlowski, Rector del Seminario de Cracovia, me había dicho

muchas veces que, para quien tiene la suerte de poderse formar en la capital del

Cristianismo, más aún que los estudios (¡un doctorado en teología se puede conseguir

también fuera!) es importante aprender Roma misma. Traté de seguir su consejo. Llegué

a Roma con un vivo deseo de visitar la Ciudad Eterna, empezando por las Catacumbas.

Y así fue. Con los amigos del Colegio Belga, donde habitaba, tuve la oportunidad de

recorrer sistemáticamente la Ciudad con la guía de conocedores expertos de sus

monumentos y de su historia. Con ocasión de las vacaciones de Navidad y de Pascua

pudimos acercarnos a otras ciudades italianas. Recuerdo las primeras vacaciones

cuando, guiándonos por el libro del escritor danés Joergensen, fuimos a visitar los

lugares vinculados a la vida de San Francisco.

 

 

 

De todos modos, el centro de nuestra experiencia era siempre Roma. Cada día

desde el Colegio Belga, en vía del Quirinale 26, iba al Angelicum para las clases,

parándome durante el camino en la iglesia de los Jesuitas de San Andrés del Quirinale,

donde se encuentran las reliquias de San Estanislao de Kostka, que vivió en el

noviciado contiguo y allí terminó su vida. Recuerdo que entre los que visitaban la

tumba había muchos seminaristas del Germanicum, que se reconocían fácilmente por

sus características sotanas rojas. En el corazón del Cristianismo y a la luz de los santos,

las nacionalidades también se encontraban, como prefigurando, más allá de la tragedia

bélica que tanto nos había marcado, un mundo sin divisiones.

 

 

 

Perspectivas pastorales 

 

Mi sacerdocio y mi formación teológica y pastoral se enmarcaban así desde el

comienzo en la experiencia romana. Los dos años de estudios, concluidos en 1948 con

el doctorado, fueron años de intenso "aprender Roma''. El Colegio Belga contribuía a

enraizar mi sacerdocio, día tras día, en la experiencia de la capital del Cristianismo. En

efecto, me permitía entrar en contacto con ciertas formas de vanguardia del apostolado,

que en aquella época iban desarrollándose en la Iglesia. Pienso sobre todo en el

encuentro con el P. Jozef Cardijn, fundador de la JOC y futuro cardenal, que venía de

vez en cuando al Colegio para encontrarse con nosotros, sacerdotes estudiantes, y


 

 

 

hablarnos de aquella particular experiencia humana que es la fatiga física. Para ella yo

estaba, en cierta medida, preparado debido al trabajo desarrollado en la cantera y en la

sección del depurador de agua de la fábrica Solvay. En Roma tuve la posibilidad de

descubrir más a fondo cómo el sacerdocio está vinculado a la pastoral y al apostolado

de los laicos. Entre el servicio sacerdotal y el apostolado laical existe una estrecha

relación, más aún, una coordinación recíproca. Reflexionando sobre estos

planteamientos pastorales, descubría cada vez de forma más clara el sentido y el valor

del sacerdocio ministerial mismo.

 

 

 

El horizonte europeo 

 

La experiencia vivida en el Colegio Belga se amplió, a contirmación, gracias a un

contacto directo no sólo con la nación belga, sino también con la francesa y la

holandesa. Con el consentimiento del Cardenal Sapieha, durante las vacaciones

veraniegas de 1947 el P. Stanislaw Starowieyski y yo pudimos visitar aquellos países.

Me abría así a un horizonte europeo más amplio. En Paris, donde residí en el Seminario

Polaco, pude conocer de cerca la experiencia de los sacerdotes obreros, la problemática

tratada en el libro de los Padres Henri Godin e Yvan Daniel La France, pays de

mission? y la pastoral de las misiones en la periferia de Paris, sobre todo en la parroquia

dirigida por el P. Michonneau. Estas experiencias, en el primer y segundo año de

sacerdocio, tuvieron para mí un enorme interés.

 

 

 

En Holanda, gracias a la ayuda de mis compañeros, y especialmente de los padres

del fallecido P. Alfred Delmé, pude pasar con Stanislaw Starowieyski unos diez días.

Me impresionó la sólida organización de la Iglesia y de la pastoral en aquel País, con

estructuras activas y comunidades eclesiales vivas. Descubría así cada vez mejor, desde

puntos de vista diversos y complementarios, la Europa occidental, la Europa de la

posguerra, la Europa de las maravillosas catedrales góticas y, al mismo tiempo, la

Europa amenazada por el proceso de secularización. Percibía el desafío que todo ello

representaba para la Iglesia, llamada a hacer frente al peligro que conllevaba mediante

nuevas formas de pastoral, abiertas a una presencia más amplia del laicado.

 

 

 

Entre los emigrantes 

 

La mayor parte de aquellas vacaciones veraniegas las pasé, sin embargo, en

Bélgica. Durante el mes de septiembre estuve al frente de la misión católica polaca,

entre los mineros, en las cercanías de Charleroi. Fue una experiencia muy fructífera. Por

primera vez visité una mina de carbón y pude conocer de cerca el pesado trabajo de los

mineros. Visitaba las familias de los emigrantes polacos y me reunía con la juventud y

los niños, acogido siempre con benevolencia y cordialidad, como cuando estaba en la

Solvay.

 

 

 

La figura de San Juan María Vianney 


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