¡Dios te salve María!
 

Epifanía del Amor Misericordioso

 

Jesús mío, un día fijaste en mí tus ojos divinos y te enamoraste de mí. Cuando llegó para mí la edad del amor, saliste a mi encuentro y me descubriste tu rostro fascinante. Desde aquel día, quedé herida por Ti... Tocada y enamorada por Ti, te seguí al desierto de mi convento. Durante 10 años hablaste a mi corazón, me instruías, me enseñabas... Y cuando cayó la noche sobre mi corazón, cuando ocultaste tu rostro y quedé desconcertada, cuando el desierto se hizo soledad profunda, ausencia de tu presencia ... ¡Tú me sostenías! Y aquel viernes me hiciste “nacer de nuevo”, no ya de la carne y de la sangre, ni por voluntad de varón, sino por tu Espíritu Santo.

 

Desde entonces, Tú has sido mi TODO, el único centro de mi atracción afectiva, el que da sentido a mi vida. Ahora vivo como esposa enamorada de Jesús.

 

Ser esposa de Jesús, ha significado para mí estar abierta a su Amor, a las inspiraciones de su Espíritu, dejarme llevar por El... Un día, a través de sus luces y mis sombras, me descubrió en la intimidad de mi corazón mi nueva vocación: SER EPIFANIA DE SU AMOR MISERICORDIOSO. Desde ese día, creo en su Amor más allá de mis propios pecados. Procuro dejarme llevar total y plenamente en sus manos, a pesar de mis debilidades, imperfecciones, impotencias y oscuridades. Quiero vivir en una continua acción de gracias; porque, pase lo que pase, EL ME AMA, sin condiciones. Quiero ser “hostia” silenciosa, como lo es El en la Eucaristía. Quiero ser el “tronco” en el que Jesús pueda seguir muriendo, crucificado por la salvación en el mundo. “Estoy crucificada con Cristo”... y deseo vivir, día y noche, en el Corazón Inmaculado de María, pues Ella es la Sede de la Misericordia.

 

Jesús, dame la gracia de ser un apóstol oculto de tu Amor misericordioso para que tu Misericordia infinita sea conocida y triunfe de todo mal.

 

Soy de Jesús

 

Mi Jesús es único, es el Esposo más bello que jamás ojo alguno haya podido contemplar. Es el amor personificado. Su ternura y su cariño son mayores de lo que pueda imaginar. Y El me pidió un día mi mano para casarse conmigo.

 

Por El lo dejé todo libremente y El me quitó mis andrajos y me vistió con los vestidos de una reina. Me coronó con el diamante de la pobreza, la esmeralda de la obediencia y los rubíes de la castidad. Para mí vivir la pobreza es estar siempre disponible, con las manos abiertas para dar y el corazón libre enteramente para El. La obediencia es buscar siempre su voluntad para complacerle en todo. El nunca me ha obligado, pues ha respetado siempre mi libertad, pero me ha mostrado sus deseos a través de la voluntad de los Superiores. La castidad la he vivido siempre con la alegría de estar enamorada y saber que le pertenezco sólo a El.

 

Cuando se ha gustado las delicias de su amor, es imposible no enamorarse y no proclamar ante el mundo que El es el único amor de la vida. Mis pensamientos, mis palabras, mis acciones son suyas. En el trabajo, en el descanso, en el sueño, en la vigilia, en el caminar de cada día SOY DE JESUS. A El lo amo como nadie sabe ni puede imaginar. Sólo El ha podido colmar mi corazón sediento de ternura y de amor.

 

Por eso puedo decir llena de alegría:

 

Bendita sea la hora en que Jesús puso sus ojos en mí y se enamoró de mí.

 

Bendita sea la hora en que me escogió para ser su esposa.

 

Bendita sea la hora en que me tendió su mano, pidiéndome la mía.

 

Bendita sea la hora en que le consagré mi virginidad.

 

Bendita sea la hora en que le juré ser suya para siempre.

 

Bendita sea la hora en que me metió en su Corazón.

 

Bendita sea la hora en que lo acepté como Esposo para siempre.

 

Esposa de Cristo

 

Desde que me consagré al Señor por la profesión religiosa, me di perfecta cuenta de que ya no me pertenecía. Cristo empezó a ser para mí el Amigo, el Hermano, el Dueño de mi ser, el Dios cercano, mi Todo.

 

Me sentía seducida, cogida. Un día, después de leer el capítulo 16 de Ezequiel, descubrí que, desde mi Profesión Solemne, mi relación con Jesús era de un amor más hondo, más fuerte, más comprometido. Si, hasta entonces, yo era de El y no me pertenecía ¿qué decir ahora que me comprometía a ser suya en totalidad con los votos Solemnes? Me emocionaba recordar el texto de Ez 16,8: “Un día pasé junto a ti y te miré. Era tu tiempo, el tiempo del amor y tendí sobre ti mi manto, cubrí tu desnudez (tu suciedad), me ligué a ti con juramento e hice contigo una alianza y fuiste mía”. También me gustaba el texto de Jer 20,7: “Tú me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Tú eras más fuerte y me venciste”

 

Comprendí que el amor de esposa es tan sublime como exigente. Es un amor de  pertenencia total y de dependencia de El en todo y para todo. Un amor que procuro hacerlo nuevo cada día y me las ingenio para alimentarlo con pequeños detalles. Sé muy bien los gustos de Jesús: las almas, el amor al prójimo, hacer en todo la voluntad del Padre, buscar su gloria. Cristo es el “Amor de mi vida”, amor que me llena totalmente, pues sin El mi vida no tendría sentido. El no repara en mis miserias, pero me quiere “toda entera” para El y tal como soy.

 

Con frecuencia, me gusta decirle: Jesús mío, Tú sabes que te quiero y que sólo quiero hacerte feliz. Esto me lleva a correr su misma suerte y a seguirle muy de cerca por el camino de la cruz. He comprendido que mi vida es como el grano de trigo que, cuanto más oculta, más fecunda, cuanto más orante y humilde, más agradable a los ojos de mi Esposo Jesús. Vale la pena entregarse a El y decirle SI para siempre.

 

Noche Oscura

 

Desde hace largos meses, voy caminando por un oscuro túnel.No veo ni dónde estoy ni sé dónde pongo mis pies. Sólo sé que voy buscando al Amado de mi alma. ¡Pero qué largo es el túnel! Tal vez me pase la vida andando por él. Pero no me asusta. En la densa oscuridad, siento sobre mí los ojos de mi Amado, aunque no lo veo. A veces, me parece que mi vida es una farsa y que todo es mentira y me siento como abandonada. Sin embargo, no cambiaría la oscuridad de mi túnel por todos los aplausos del mundo ni por todas las luces, por nada de nada. Puedo decir como S. Pablo: “Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo” (Fil 3,8). Yo diría, más bien, con tal de abrazar la cruz, donde está el Amado de mi alma.

 

Hace 37 años que me ofrecí víctima al Padre por los sacerdotes y no me pesa. Cada vez que renuevo mi ofrecimiento, eso me da nuevas fuerzas y un nuevo vigor a mi alma. Mi esposo Jesús me ha entregado a los sacerdotes como mis hijos predilectos.

 

 

Caminando en la noche

 

Hace algunos años atravesé una noche de tinieblas de gran sufrimiento moral. Lo que más me hacía sufrir era la preocupación de que todo ello era fruto de mi infidelidad al Señor. Llegué al extremo de creerme repudiada por El y condenada al infierno. Una noche, después de haber orado hasta el límite de mis fuerzas, pensando que no podía ser oída a causa de mis pecados, oí una voz muy dulce, que me decía: “Tu corazón siempre ha sido de Jesús”. Esta voz era de mi Madre Santísima, a la cual siempre me confiaba y me confío, como era y como soy. De momento, cesaron los tormentos y me vino una gran paz.

 

Pero, al poco tiempo, siguió la lucha aún más terrible durante unos meses. Yo seguía orando, aunque me parecía que mi oración era vacía, falsa e inútil y me confiaba a mi Madre del Cielo. A mi Superiora le conté todo lo que sentía. Sufría al confesarme, porque no sabía de qué pedir perdón. Tenía como dos personalidades, y muchas tentaciones desesperantes y obsesivas. Llegué al extremo de creerme que estaba loca y un día acudí a la Madre Priora para decirle que tendría que internarme en un hospital siquiátrico, porque ni la oración ni las mortificaciones ni los sacramentos ni la obediencia me obtenían la paz, que necesitaba mi alma.

 

Aquel mismo día, sin embargo, Dios se manifestó a través de un humilde siervo suyo, a quien había pedido desesperadamente que rezara por mí y que me aseguró de nuevo que mi corazón siempre había sido de Jesús. Entonces, me vino una paz inmensa. Jesús, verdadero Sol, con su divina luz, hizo desaparecer en un instante todas mis tinieblas y me sentí como renacida, recreada, sacada de los abismos más tenebrosos, fortificada en la fe, colmada de esperanza y llena de alegría.

 

Aquel período de tinieblas me abrió el corazón a la infinita misericordia de Dios, pues comprendí cuán débil era yo, cuánta necesidad había tenido de comprensión, de amor y de perdón. Ahora me siento tan unida a mi divino Esposo Jesús que me parece que soy una sola cosa con El. Vivimos mucho más unidos de lo que pueden estar dos esposos de la tierra y lo amo con todo mi corazón.

 

Jesús es mi Todo

 

Mi vocación es Jesús y mi vida es El. El hace que me pierda en su mirada única e infinita y así se me pasa el día como un segundo. A veces, he sentido la palabras del Padre que me decía: “Tú eres mi hija muy amada en quien tengo puestas mis complacencias”. Y me quedaba confundida, porque sentía muy profundamente que el Padre me amaba en Cristo su Hijo, y eso me hacia rebosar de felicidad.

 

De pronto, mi vida cambió, me detectaron un cáncer avanzado. Me operaron dos veces y tuve que soportar muchos tratamientos de quimioterapia y radioterapia. Un día subí a mi celda y me arrodillé ante mi Cristo, que tengo en la cabecera, y con todo mi corazón le di gracias por mi cáncer. No sé lo que me pasó, me quedé fuera de mí. ¡Veía en el cáncer tanto amor y tanta delicadeza, haciéndome participar del misterio de su Pasión! En esos momentos, estaba gustando interiormente las alegrías del cielo. Jesús me entregaba al Padre con El, y me ofrecía totalmente sin condiciones, y el Padre complacido aceptaba el sacrificio y la vida de su pequeña víctima, perdida en Cristo. El amor de ambos, que me abrasaba con el fuego del Espíritu Santo, me envolvía y me tenía fuera de mis sentidos, disfrutando de una felicidad incomparable. No escuché timbres ni campanas. Cuando subieron a llamarme, no podía ni hablar, creyeron que me había dormido.

 

Me siento muy unida a Jesús en su Pasión, sufro y gozo con mis dolores y me pierdo con ellos en Cristo Jesús. No sé lo que ha hecho el Señor conmigo. Me ha enamorado de su cruz de tal manera que no cambio mi cáncer con mis dolores por todas las alegrías del mundo. Todo lo que me rodea, la sala de labor, el claustro, la huerta, las flores, lo veo invadido de la presencia de mi Dios. Amo a Dios con locura y acepto todo lo que El quiera de mí, hasta la muerte, por su amor y por la salvación de las almas, especialmente de mis queridos sacerdotes

 

Mi querido Jesús, Esposo adorado, cuenta siempre conmigo. Cuando estés agonizando de dolor, consuélate en mí. Cuando te sientas calumniado y humillado, refúgiate en mí. Cuando te sientas triste y abandonado, ven a mí. Cuando te falten víctimas para sufrir por tu amor, piensa en mí. Cuando necesites cariño y comprensión, búscalo en mí. Aquí estoy, Jesús, cuenta conmigo para todo, como yo cuento contigo. Estoy loca de amor por ti y todo lo hago para hacerte feliz. Por eso, quiero decirte siempre SI a todo lo que me pidas, estoy dispuesta a todo por tu amor. Sacia en mí todas tus ansias y deseos de amor, de reparación y de consuelo. Descansa en mí y tómame para sufrir en tu lugar. Te amo, Jesús, Tú eres mi TODO.

 

El Corazón del Esposo

 

Desde mi Primera Profesión, tengo por costumbre dormir con mi crucifijo, con mi Esposo crucificado. Por las noches me despierto y, por unos momentos, busco mi crucifijo y beso a Jesús y le digo que lo quiero. Me gusta hacerlo así en una hora de la noche en que todos duermen. Así me parece que Jesús es más mío y le regalo mi amor, mientras mis hermanas duermen.

 

Sin embargo, pasé una época en que creía que yo le desagradaba a Jesús. Le pedí que, si mi amor le causaba desagrado o repugnancia me lo hiciera comprender. A los pocos días, me desperté por la noche, como de costumbre, y busqué mi crucifijo, pero no estaba. Encendí la luz y lo encontré frío en el suelo. Lo acaricié suavemente entre mis manos y le dije a Jesús: “mí amor te calentará”. Pero ocurrió algo maravilloso, lo que, al principio, parecía solamente un metal frío, se convirtió en un delicado corazón que latía entre mis manos.

 

Al tiempo que el crucifijo iba calentándose, aumentaban los latidos del corazón que tenía entre mis manos. Me estremecí al darme cuenta de que no estaba soñando. Tampoco era mi corazón al que escuchaba, pues Jesús estaba entre mis manos y no lo había acercado a mi corazón. Esto era más de lo que nunca imaginé: el Corazón de Jesús latía entre mis manos pecadoras, se había hecho pequeño y había querido que mis pobres manos sintieran su latido. Yo no me atrevía a decir nada, ni siquiera me creía lo que estaba viviendo, no me atrevía a abrir las manos por miedo a que se me escapara esta presencia viva de Jesús en forma de latido. Era verdad, sentía los latidos de un corazón vivo entre mis manos.

 

Era el Corazón de mi Esposo Jesús, que me decía sin palabras que me quería y me inundaba de felicidad. Nunca lo olvidaré y nunca más dudaré de su amor por mí. Por eso, quiero serle fiel y hacerlo feliz hasta la muerte.

 

Corredentora con Jesús

 

(Este testimonio pertenece a una religiosa, que vive en un país asiático y está entresacado de sus escritos titulados: “Historia de mi alma”)

 

Yo soy esposa de Jesús, víctima de su amor. El me ha hecho corredentora con El. Por experiencia sé que los caminos de redención no son caminos fáciles, sembrados de flores, sino cuestas pedregosas que hay que recorrer con la cruz al hombro. El me ha escogido para que comparta con El los sufrimientos de su Pasión, especialmente en Semana Santa. Con frecuencia, me hace sentir los dolores de la corona de espinas El quiere que sea su compañera inseparable en los momentos dolorosos de su Pasión.

 

Sin embargo, no cambiaría mi puesto al lado de Jesús doloroso por nada de este mundo. En ocasiones, también me hace vivir momentos de cielo. Varias veces, he sentido en mi boca la sagrada hostia como carne muy dulce y embriagadora durante varias horas. Las gracias más grandes que he recibido en mi vida las he recibido directamente de la sagrada Eucaristía. Un día, durante la exposición del Santísimo Sacramento, recibí la gracia pasajera de un cuerpo glorificado y tenía una vitalidad tal que no necesitaba comer para vivir..., hasta que lo hice por obediencia. Hay momentos en que experimento una felicidad inmensa en el seno de la Trinidad y me parece estar ya en el cielo para siempre.

 

El día de mi Matrimonio espiritual, Jesús se hizo presente a mi alma de un modo tan inefable que no se puede explicar con lenguaje humano. Me inundó totalmente de su amor y ternura infinitas. Todo mi ser fue transformado y los dos quedamos fusionados para siempre. Fui como absorbida por el océano amoroso de su divinidad y transformada en mi adorable Esposo Jesús, Rey de Reyes y Señor de los Señores (Ap 19,16).

 

Viviendo el Matrimonio espiritual

 

Tres meses antes de mi Matrimonio espiritual, hace 23 años, hice mi voto de muerte mística. Voto de morir místicamente a mí misma y a todo lo creado, viviendo en completo abandono en la tumba del olvido propio y cubriéndome con la tierra del propio conocimiento.

 

Quería morir a mis deseos, incluso a los más vehementes que siento de santidad, no buscando en todo más que la voluntad de Dios y su gloria, negando a mis sentidos, pasiones y potencias cuanto apetecieran (aun siendo lícito), si de ello resultaba más gloria a Dios. Deseaba servirme de las cosas y de las criaturas para bendecir, amar y alabar y contemplar al Creador. Quería vivir continuamente en el desierto interior de mi corazón, a no ser que tuviera que salir por necesidad, obediencia o caridad, sin negar a mis TRES nada de lo que me pidieran.

 

Me decía a mí misma: Una monja muerta está siempre ecuánime en todo y para todo; ya no siente nada, ni apetece nada ni desea nada. Ni lo próspero la altera ni lo adverso tampoco. Este voto lo hice sin intención de obligarme a pecado.

 

Ahora vivo con mis TRES en un continuo Tedéum, en un Aleluya permanente. Soy inmensamente feliz. Diría que, a veces, participo algo de la felicidad del mismo Dios en las profundidades de su eterna vida. Soy su “tálamo imperial”. Soy trono y templo de la adorable Trinidad. Vivo identificada con Cristo, sumergida en el seno de la Trinidad. Ellos viven en lo más íntimo de mí misma, ocupan el centro de mi alma. Mi vida es un continuo chispazo de Dios. Tengo ansias de anonadamiento y humildad. Cuanto más me “suben” Ellos, más siento necesidad de eclipsarme y desaparecer en el fondo de mi “pozo negro”. ¡Me dan tanto miedo las caídas desde la altura!

 

Muchas veces, en oración, me veo como un átomo imperceptible dentro de Jesús y con El en los TRES. ¡Qué infinitamente maravilloso es nuestro Dios! Jesús y yo somos una misma cosa. Vivo con los pies en la tierra, pero mi corazón está con Ellos. Mi interior es, a veces, un jardín o huerto, otras es un sagrario y casi siempre es un cielo, y siempre es SILENCIO DE DIOS. Un silencio fecundo que, sin palabras, recrea y comunica secretos inefables.

 

Mi vida con los TRES está unida también con María. Cada día, en compañía de Ella, visito a Jesús en los sagrarios más abandonados y lo mismo por las noches. Lo visito con Ella en cada misa que se celebra, ofreciéndome a Dios Padre en unión con Jesús. ¡Oh qué hermosa es mi Madre! Ella me acaricia con frecuencia y me hace recostar con dulzura sobre su corazón maternal. Muchas veces, ha recogido mi cabeza dolorida con inmenso cariño y con un “Hija mía, ven a Mí, que soy tu Madre”, me alivió el dolor, angustia y tristeza. ¿Cómo no voy a querer con locura a mi tierna y cariñosa Madre? Ella me roba el corazón. Sus maternales brazos están siempre tendidos hacia mí. Su presencia me es viva. Con ella cuento para todo.

 

En la oración de esta mañana veía a María coronada como Reina por los TRES y, como extasiada, participaba de su gloria. Veía que la santidad de Dios me venía por medio de Ella, que es mi Madre. ¡Qué gozo más inefable! ¡Cuántas ansias tenía de entregarme al Amor, de inmolarme por las almas, por la Iglesia, por la gloria de Dios! Me siento siempre saciada y siempre hambrienta. ¡Qué misterio!.

 

El Matrimonio Espiritual

 

(El siguiente testimonio lo he sacado de los escritos espirituales, aprobados por su obispo y su director espiritual, de una religiosa contemplativa europea.)

 

Después de una jornada de intenso trabajo, en el momento menos pensado, me quedé tranquila en oración y entré en recogimiento, sintiendo la presencia de Jesús y de su madre. Una alegría desbordante me invadió y salí fuera de mí. Vi a Jesús y a María junto a mí. Era tanto mi deseo de ser esposa de Jesús que le pedí a María que intercediera por mí ante su Hijo. La Santísima Trinidad también se hizo presente y comprendí que el Padre le hacía señas a su Hijo para que me tomara por esposa. Jesús dudaba y me dijo que esperara hasta el momento de la comunión.

 

Durante la noche no pude dormir y suspiraba y oraba a la Madre y a todos los santos y ángeles que me ayudaran. También le pedía al Padre que me diera a su Hijo por Esposo, y también al Espíritu Santo. Por fin, llegó la mañana y fui a la capilla, donde seguí orando con intensidad.

 

En el momento de la comunión, Jesús se unió a mi alma y tuve un arrobamiento. Jesús se me acercó sonriente, mientras yo le hacía la confesión de todas mis culpas. Me dio la absolución como lo hace el sacerdote. Me puso un anillo místico en el dedo (pues al volver en mí no lo encontré) y una corona en la cabeza y me dijo: “Tú eres mi Esposa para siempre”. Y lo repitió tres veces. Palabras que, como flechas dulcísimas, se esculpieron en mi corazón. Después, Jesús continuó: “De ahora en adelante tu único pensamiento será mi gloria. Eres todo mía y sólo debes ocuparte de mí y de mis intereses para la salvación de las almas. Ya no te llamarás esclava, sino Esposa y Reina”.

 

Mientras Jesús hablaba, fui como introducida en el seno del Padre y recibí el beso de mi Esposo en mi corazón. No hay palabras para explicarlo. Es como un abrazo, como un dulce y fragante licor, que se difunde por todos los miembros de mi cuerpo y los llena de felicidad. Es como un perfumado ungüento, que alivia todo mi dolor, apaga todo mi ardor y satisface todos mis deseos. Es como una oleada del paraíso, que deja mi corazón, mi cuerpo y mi alma, en un océano de paz. Es Dios, uno y trino, que me hace sentir su presencia en su palacio real, mi corazón de esposa. Es como si el espíritu divino corriera por mis venas y llegara hasta las fibras más íntimas y recónditas de mi ser.

 

¡Oh beso santo de mi Jesús! Mi alma se transforma en El, como la hostia se transforma en Jesús después de la consagración. La alegría de mi alma es inmensa, como inmenso es el Dios que me posee. Porque el beso de Jesús es, a la vez, el beso de Padre y del Espíritu Santo. Alma mía, alégrate, tu Dios es todo para ti. El Señor te ha besado. El es tu Esposo para siempre.

 

Esposa de Sangre

 

(Puedo garantizar la veracidad y autenticidad de este testimonio).

 

El 29 de Marzo de 1945 el Señor me manifestó toda su hermosura y yo quedé para siempre plenamente enamorada de El. Aquel día sentía en el pecho un fuego que me abrasaba y que me empujaba hacia El. Yo no era yo, era El en mí. No sé si lo vi con los ojos humanos o con los ojos del alma, lo que sí puedo decir es que su hermosura arrebató mi alma y la dulzura de su mirada y el amor que vi en sus ojos fue tal que hasta ahora es la vida de mi vida. ¡Qué día! No podía separarme del sagrario. ¡Qué dulce fuego!

 

Desde ese día, me enamoré locamente de Jesús. Con frecuencia, sentía un fuerte dolor en el corazón, que a la vez abrasaba todo mi ser, pero era tal el gozo que no quería quedarme sin él. Yo lo llamaba dolor de amor y El seguía realizando su obra en mí. El me envolvía, me mimaba y me daba a gustar pequeños sorbos del dulce néctar de la cruz. Sólo el amor era mi guía.

 

Pero principió la noche del sentido, en la que mi alma no entendía, no sabía, no sentía nada. Pero la noche era tiempo de salvación. No es agradable pasar por la noche del sentido o del espíritu. Pero El es un Esposo de sangre, y sangre con sangre se responde.

 

Yo quisiera decirles a todas las almas consagradas que no teman al Amor. El sólo exige amor. ¿Quién no puede dar amor? El es el Esposo más amante que se pueda desear. Si algún día descubres en tu alma su dulce y penetrante mirada, no podrás olvidarla jamás. Merece la pena seguirle, entregarse hasta las últimas consecuencias sin regateos,  por amor. Acurrúcate bajo el manto de la Mamá, en su Corazón, en su regazo. ¡Te ama tanto! Si tienes miedo, díselo a Ella.

 

Si sientes cansancio, cuéntaselo. Si te faltan las fuerzas, pídele que te ayude. Si te sientes a oscuras, dile que te alumbre, pues es la Madre de Cristo, Luz del mundo.

 

Si te sientes poca cosa para ser la esposa del Dios, Trino y Uno, pídele a Ella que te dé la mano de su Hijo y que te ayude para que tu matrimonio con El sea eterno.

 

Después de un período de pruebas, sufrimientos e incomprensiones, una noche sentí una fuerte oleada caliente del pecho a los labios y... sangre. Sólo acerté a decirle: ¿Y ahora? El me contestó: “Sigue subiendo. No temas. Yo estoy contigo. Eres mi esposa de sangre”.

 

Mi naturaleza se rebelaba, pero en el fondo de mi alma me sentía contenta y lo quería con todo mi ser. Me repetía a mí misma sin cesar: “ERES MI ESPOSA DE SANGRE”.Estaba al límite de mis fuerzas humanas, con gran cansancio y fatiga, incomprendida y sola.Y El me repetía: “Sigue subiendo”. ¿Hasta dónde? “Hasta la cruz”. Así se realizó mi Desposorio con Jesús, en la cumbre del Calvario, al aire libre. Mis testigos fueron el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El regalo de mi Boda fue la cruz,g mi cruz, a la que amo, abrazo y llevo con alegría, pues es de El, a quien estoy unida de por vida y para siempre.

 

Mi Matrimonio espiritual tuvo lugar el 14 de junio de 1985. Aquel día yo me sentía muy mal, estaba en plena noche del espíritu. Me parecía que El estaba enojado conmigo y mi corazón se partía de dolor. Como fuera de mí, le dije: “Amor, ¿Dónde estás? No puedo vivir más sin Tí. Si por mi culpa me has dejado sola y ya no me quieres, corta mi vida. Sin Ti no quiero nada. Sólo a Ti. Sólo a Ti”.

 

En un instante, mi alma quedó en paz y envuelta en luz. Me “perdí” y oí estas palabras: “Por la Cruz se va la Luz”. Me tomó en sus brazos divinos. Me besó, lo besé y me dijo: “TE AMO”. Yo le respondía: “Tú lo sabes todo, Tú sabes que TE AMO”. Mi corazón ardía. Su mirada era mi delicia. Tomó mi mano y la puso en su Corazón y la suya en el mío. Me volvió a mirar, me besó de nuevo y tomándome en sus brazos me dijo: “Laten al unísono. Ya eres totalmente mía. ERES MI ESPOSA DE SANGRE. Me perteneces, te pertenezco, no lo olvides”.

 

Todo fue sencillo, íntimo, apasionante, mi corazón quedó herido de AMOR. ¡Es tan dulce vivir herida por El! Ahora mi mayor dolor es el saber que el Amor no es amado. Quisiera tener un corazón tan grande como el mundo, amar con el corazón de todos los hombres, amar como El mismo se ama, abrasarme, consumirme, desaparecer en El para siempre.

 

Hoy, en un rato de oración, he sentido viva y claramente en mi alma a mis TRES. Me hundí en mi nada y encontré a mi TODO, repitiendo sin cesar: “Dios mío y todas mis cosas”. Me siento invadida por El de tal manera que tengo ratos en que no sé si vivo en el destierro o estoy ya en la patria. Con todo, sólo quiero, Jesús mío, lo que Tú quieras, pero abrásame, consúmeme con el fuego de tu Amor. Tú sabes el hambre que siento de tu gloria y de tu Amor, Quisiera corresponder a tu Amor, pero como soy pobre y miserable, te pido que me des tu Amor para amarte con tu mismo amor.

La impresión de tu mirada llameante de aquel día no la puedo olvidar. ¿Recuerdas?

 

Oh cristalina fuente

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados

 

Y tú me respondías: “Ámame por tantos que no quieren ni saber de mí”. En ese momento, me embargó el llanto y me sentía colmada de tu amor. ¡Qué feliz me sentía! Quiero, Jesús mío, seguirte, aunque sea muy duro el camino. Quiero vivir sufriendo por amr, por ellos. Quiero decirte como S. Ignacio de Antioquía: “Trigo soy de Dios y quiero ser triturada por los dientes de las fieras”. Haz de mí lo que Tú quieras, que a todo diré que SI (con tu gracia).

 

Amor mío, te quiero, pero dame el quererte más y más hasta enloquecer de amor por Ti. Tú eres el que diriges mi vida hacia Ti. ¡Qué dulce la muerte, qué dulce el sufrir, qué dulce, Dios mío, por Vos el morir!

 

Cuando rompas mis cadenas de carne y mi alma se vea libre, entonaré el Tedéum por todo la eternidad. Ya no tendré miedo a pecar por falta de amor, ni tampoco a perderte para siempre. Entonces, te veré, te poseeré, te amaré, como Tú te ves, te posees y amas. ¿Puede haber más dicha? Y todo por una locura de amor sin medida. Mi queridísimo Jesús, Amor mío, Esposo mío, postrada en tierra y con mi pobrísimo corazón palpitando a mil por segundo de emoción, te prometo no pecar jamás deliberadamente, pero con tu ayuda y la de la Mamá sacerdotal. Esto mismo pido para ellos. Son tus ungidos, tus ministros, en los que pones tus tesoros y tu misión sacerdotal. Ellos son los hijos de mi dolor y me siento madre de todos ellos.

 

Cuánto siento el tiempo perdido sin amarte como ahora. Por eso, Madre mía, ayúdame a vivir solamente para El, ponme bajo la cruz de Jesús para que su sangre caiga a torrentes sobre mi alma.

 

Puedo decir que muchas veces me siento abrasar, la respiración quema mis labios. ¡Es tan fuerte el fuego de su amor! Hay momentos en que siento una gran necesidad de perderme en El y me encuentro como dentro de un gran globo de luz, en el que puedo ver y comprender su obra salvadora en mí. Dentro de ese globo que es El, yo me pierdo y sólo puedo apreciar una motita que es luz en la Luz y por la Luz.

 

El 18 de julio de 1986, viviendo ya mi Matrimonio espiritual, sentí un gran deseo de orar y, como de costumbre, me adentré en lo más profundo de mi ser, a solas con El. Me sentía fuertemente invadida por El y su Amor me envolvió sin la menor resistencia por mi parte. De pronto, algo se apoderó de mí y me encontré en un templo inmenso en el que se celebraba la fiesta de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. La parte superior de este suntuoso templo estaba ocupada por una muchedumbre de sacerdotes, entre los que había algunos del A. Testamento. Estos parecían ocuparse de los preparativos y adornos del templo, mientras que los sacerdotes del N. Testamento se ocupaban en la celebración de la liturgia, la que presidía el mismo Cristo.

 

Llegó el momento cumbre de la consagración y tomando en sus manos divinas el pan y el cáliz, El solo dijo las palabras de la consagración. Los sacerdotes, que con El concelebraban, sólo tendían la mano, pero en un silencio impresionante. Llegó el momento de la comunión. No me atrevía a acercarme a comulgar. Nunca me sentí más indigna y también puedo decir que nunca sentí más deseos de recibirle. Llegué ante Jesús y El me dijo: “Tómame y sáciate”. ¿Qué ocurrió después? No lo sé. Sólo sé que cuando volví en mí (sin volver), sólo estábamos en el templo El y Yo. Y abrazándome me repitió: “Tómame y sáciate”. Desde ese día, mi comunión es un regalo, con el que disfruto por adelantado de la felicidad del cielo, es una renovación de mi matrimonio con El.

 

A veces, al comulgar, El me dice: “Eres mía. Te amo, sacia tu sed. Toma el pan de vida. Ya queda menos. Animo, pasará el verano y te desposaré conmigo para siempre”  Por ahora, su mirada sostiene mi vida y alivia mi espera. Mi vivir es un espera, que me quema por dentro y que va en un “crescendo” constante, pero es insaciable y siempre necesita más. ¿Cuándo llegará el dichoso momento de la muerte, de mi encuentro definitivo con El? Entonces, mi amor llegará a su plenitud, descansaré para siempre perdida en El y en un beso eterno me desposaré con el que siempre ha sido mi amor en el destierro. Mis Bodas eternas con Jesús serán una continuación de mi matrimonio con El en la tierra.

 

Muchas más cosas quisiera decir sobre lo que El ha obrado en lo profundo de mi alma, pero no encuentro palabras apropiadas. Además, los enamorados tienen secretos. Que El te los cuente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUINTA PARTE

 

Historia de un alma contemplativa

 

(El siguiente testimonio corresponde a una religiosa contemplativa, cuyos escritos poseo, aprobados por su director espiritual)

 

Hace 25 años comencé a experimentar en mi alma unas realidades extraordinarias, que casi me hacían perder los sentidos; pero eran, al principio, ratos cortos y poco frecuentes. Las potencias del alma todavía no estaban sosegadas. Tenía fuertes ímpetus de amor y debía moderarme y andar con gran cuidado para no ser notada exteriormente. A veces, eran unos incendios de amor tan grandes que me pasaba hasta tres horas de rodillas y no me cansaba. Por este tiempo, la Virgen Santísima entró a formar parte muy especial de mi vida. Contaba con Ella para todo y le pedía que me concediera su mismo espíritu para amar a Jesús. Como hija, vivía muy pendiente y unida a Ella. Iba de la mano con Ella y con Ella practicaba las virtudes. En todo sentía su influencia maternal. Ella me inspiraba a orar mucho por los sacerdotes. Por ellos, hacía penitencias y me mortificaba, pues sentía que, orar por ellos, era una misión especial, que Dios me encomendaba. También oraba mucho por la Iglesia y por las almas.

 

En medio de la paz y tranquilidad que reinaba en mi interior, de vez en cuando, me asaltaba el diablo con representaciones sucias. Cuando así me asaltaba, procuraba estrecharme más y no soltarme de mi querida Madre y usaba mucho el agua bendita y el dulce Nombre de Jesús. Con estos asaltos, pretendía quitarme la paz y privarme de la comunión.

 

Así, poco a poco, iba avanzando por el camino del Amor y de la unión con mi Dios y me daba cuenta de que mis potencias interiores se iban quedando “cautivas” y llenas de Dios. Me resultaba muy difícil leer en la oración y solamente leía lo que era de obligación en Comunidad, el Oficio divino o lo que, por oficio, tenía que hacer. Mi alma estaba en la oración como ajena al cuerpo. En los recreos y reuniones de Comunidad, me costaba mucho prestar atención a las cosas que se decían. Andaba sumergida en el abismo de mi nada, en donde me perdía, y luego levantaba el vuelo hacia las alturas sublimes de la divinidad. Allí me establecía, con frecuencia, enajenándome de todo cuanto pasaba a mi alrededor y padecía mucho, cuando me veía obligada a ocuparme de las cosas de la tierra. A medida que me internaba en mi nada pecadora, me abismaba más en la ESENCIA DIVINA, ABISMO DE PERFECCIONES, DE ATRIBUTOS, MISTERIOS, PROCESIONES, RELACIONES ENTRE LAS DIVINAS PERSONAS.

 

Mis libros predilectos eran el Nuevo Testamento, el crucifijo y el sagrario. En ellos aprendía la verdadera y única sabiduría, la CIENCIA DE MI SENOR JESUCRISTO, que mi Madre y el divino Espíritu me enseñaron. En la oración casi no sufría distracciones. Sentía a Dios de una manera especial y no podía dudar de estar unida a El. A veces, me sentía unida a Dios Trinidad o a cada una de las personas. Anteriormente, en los grados inferiores, me quedaban dudas de si mi unión habría sido antojo mío, o si el enemigo me había dado aquellas ternuras. Tenía dudas de si verdaderamente había estado unida a Dios. Aquí no, tenía seguridad y certeza absoluta de que mi unión había sido verdadera. Aquí era imposible que pudiera entrar el demonio, pues eran “secretos del Rey”. Esta oración me hacía mucho bien y saboreaba con gusto esas gotitas de cielo que no me cansaban, aunque durasen todo el día.

 

En este tiempo, me sentí movida a hacer el voto u ofrecimiento como VICTIMA AL AMOR MISERICORDIOSO y lo hice con permiso de mi director. En los momentos mas íntimos de unión, me daba la impresión de que el mismo Dios me tocaba. Era una corriente divina y un contacto instantáneo, pero que dejaban en mi alma un deleite inefable, que me sería imposible explicar. Cuando me encontraba sola, suspiraba y, alguna vez, me salía un grito; otras, me quedaba sin sentido. Esto nunca me ocurrió delante de nadie, pues se lo pedía al Señor y me lo concedió. Como diría S. Juan de la Cruz: “Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna sabe! Estos “toques delicados” eran en lo más hondo de mi entendimiento y voluntad, donde sólo penetraba Dios con su mano amorosa y paternal. Nunca traté de procurarme estas cosas de Dios ni desearlas, aunque me animaban mucho a andar en la virtud y a servir y amar a mi Dios, a la Iglesia y a las almas.

 

Había días, en que Dios se fingía ausente y esto excitaba los amores de mi alma de una manera tremenda. En estas ocasiones, solía hacer las cosas con más fidelidad y delicadeza, con más amor. Recordaba la frase del Cantar de los Cantares: “Está mirando por las ventanas y espiando por entre las celosías” (2,9). Y esto excitaba más los ardores de mi corazón. Estaba tan enamorada de Jesús que necesitaba redoblar mi fe, confianza y amor y aceptarlo todo según su voluntad.

 

Quería hacer mi nido en su Corazón Santísimo, como la esposa del cantar: “En el hueco de la Roca” (2,14).

 

Según pasaba el tiempo, sentía más fuertes impulsos de amor de Dios, que dejaban mi alma con hambre y sed de más amor. Solamente oír las notas de un piano o de un armonio, hacía levantar en mi pobre corazón un incendio tal que mi cuerpo, a veces, no podía resistirlo y me perdía totalmente. El canto de las avecillas, el murmullo de las aguas, todo me hablaba de El, en todo lo veía y me extasiaba. Mi corazón parecía un horno de amor.

 

Estos amorosos ímpetus de amor, herían mi alma con gran suavidad y deleite y hasta me hacían recobrar fuerzas: tenía energías para todo. Muchas veces, en la oración, y aun fuera de ella, sentía unas heridas de amor tan profundas que parecía que se me iba a salir el corazón. Sentía que el amor divino me hería, como si me traspasara el corazón de una parte a otra un rayo de fuego, pero todo sucedía interiormente, sin ninguna señal exterior. Todo esto, producía en mí un dolor profundo, que, al mismo tiempo, era inmenso deleite y no deseaba que se me quitase, pues quería más y más.

 

Deseaba morir “para estar con Cristo” y, con frecuencia, exclamaba: “¡Señor, no puedo más! ¡Quítame la vida! ¡Sólo deseo estar contigo!”. No podía comprender que hubiese almas que quisieran estar lejos de Dios y vivir en este valle de lágrimas. Al contemplar a Jesús crucificado, se aumentaban en mí las ansias de padecer y quería ser “semejante” a El. Besaba el crucifijo con ardor y el momento de la comunión era el más feliz. En ese momento, los ardores de mi corazón se encendían más y me quemaban totalmente. Me repetía los versos de S. Juan de la Cruz:

 

 

¿Por qué, pues, has llagado

aqueste corazón, no le sonaste?...

Descubre tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura.

 

Me sentía morir de amor y deseaba más amor. Mi mirada se posaba dulcemente en mi Esposo Jesús, el único que amaba y deseaba mi alma enamorada. El Espíritu Santo me impulsaba más a desear unirme a Jesús, y María, la dulce Madre, nos unía en su Corazón maternal. Sólo deseaba darle gloria a cualquier precio y estaba dispuesta a renunciar a toda clase de consuelos. Nada de esta tierra me apetecía. Mi única ocupación estaba en lo alto, en mi Esposo Jesús. Así me estaba preparando para morir místicamente a todo.

 

Por esta época, eran frecuentes las “visitas” del Amante divino a mí, pobre miserable. Se me presentaba de mil maneras y en el momento que yo menos lo esperaba y más ajena me encontraba a su llegada. No sólo me visitaba y regalaba en la oración y el recogimiento, sino también en el trabajo y en el recreo, así como por las noches. Me despertaba del sueño, como si me llamara, y me veía obligada a pasar algunos momentos en su compañía. Me hacía comprender lo mucho que se le ofendía con el pecado en las horas de la noche, cuando todo parece descansar. En El, al igual que en mí, su prometida, sólo había un ansia: juntarnos para ir ultimando detalles y amueblando la casa.

 

El conocimiento del ser divino, su grandeza, su pureza y santidad, me hacían, por este tiempo, cercano al Desposorio, penetrar en el abismo de mi vida y pequeñez, de tal manera que me sentía sin fuerzas para acercarme a recibir a mi Dios Eucaristía; mas, por otro lado, era tal la atracción que sentía hacia El, que mi alma deseaba abandonar el cuerpo para sumergirme totalmente en ese océano de Amor, de Luz, de Belleza y de Verdad. Esta fue una gran lucha y, a veces, dejé la comunión por temor y respeto. Consultaba y tardaban en darme contestación. Y mi alma volvió a participar de la noche oscura. Sentía un tedio y un desamparo terrible. Padecía lo indecible y me consumía una tristeza mortal. Con estos y otros sufrimientos mi Padre celestial preparaba mi alma, con amor y dolor, para el solemne Desposorio, que se avecinaba.

 

Después de un largo período de purificaciones, de haber pasado por toda clase de pruebas y sufrimientos por parte de Dios, de las criaturas y del demonio y de haberme dejado hacer pedazos bajo los duros “golpes”, que me llevaron a la muerte mística, venía la primavera. “Pasó el invierno frío y cesaron las lluvias. Las flores comienzan a brotar en nuestra tierra, llegó el tiempo de la poda y se oye la voz de la tórtola. La higuera ha echado sus brotes y las viñas en flor esparcen su aroma. Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven” (Cant 2,11-13). Por fin, llegó el día, imborrable para mí, del solemne Desposorio.

 

Aquel día, mi alma se vio envuelta en una luz tan intensa y tan superior a mis fuerzas, que me deslumbró del todo. Sentí que me arrebataban el alma sin saber quién ni a dónde la llevaba. No estaba ya en el mundo y tenía los sentidos perdidos completamente. Delante de mí vi una inmensa claridad como nunca la había visto. Comprendí que era el seno del Padre y que era el mismo Padre celestial, el que me llamaba y me introducía en aquella luz de su seno inmaculado. Allí me esperaba JESUS, el ESPOSO.

 

Lo vi dentro del Padre (en visión imaginaria). Era como de unos 30 años, hermosísimo. Mi alma, saliendo del cuerpo (lo sentí sensiblemente), se introdujo en aquel pecho de mi Jesús Amado. Así los dos quedamos unificados para siempre. Entonces oí estas palabras del Padre:

 

“Hija mía, te quiero fiel, sólo así me darás gloria y no me veré obligado a arrojarte de este lugar, donde te he colocado hoy. Aquí vivirás mi misma vida. Seguirás en la tierra, pero tu espíritu se encontrará en lo divino, lejos, muy lejos de la tierra, saboreando las delicias del Amor. Vivirás en mi seno”.

 

Un fuego divino reposaba sobre la cabeza de Jesús y comprendí que era el Espíritu Santo. Se me dio también un conocimiento profundo del misterio de la Trinidad adorable (generación del Verbo y procesión del Amor). La Madre de mi alma nos cubrió a los dos DESPOSADOS con su manto. Desde ese momento, una vida nueva se apoderó de mí: la Vida del amor. ¡La Vida de Dios! Al principio, me resultaba difícil llamarle con el nombre de Esposo, pero El me requería que lo llamase con este nombre, que a El le resultaba en extremo consolador.

 

A raíz de mi Desposorio con Jesús, fueron más frecuentes los éxtasis, las visiones, las locuciones divinas..., que dejaban en mi alma mayores luces y deleites purísimos. Un mundo nuevo, lleno de bellezas inefables, había surgido para la ESPOSA. Desde ese momento, ya no se marcaban las horas de cita: En cualquier momento, en la oración, en el trabajo, en el coro, en la huerta, en la enfermería o en el recreo..., en cualquier lugar y cuando más distraída me encontraba, pasaba el Dios de mis amores y me sentía arrebatar de este mundo. Al verme tan encumbrada y tan llena de cuanto Dios me regalaba, deslumbrada por el Sol que hería mis pupilas tan débiles, sentía más que nunca la necesidad de encontrarme y envolverme en mi nada pecadora, de contemplarme tal como soy: pura nada, pura miseria, fealdad, pecado, podredumbre. Y, al verme así, y no poderme sufrir tan andrajosa, comencé a suspirar desde lo profundo de mi corazón al Esposo Amado que me retirase sus gracias, por el gran temor que tenía de profanarlas.

 

Pero un día se me manifestó infinitamente hermoso y me hizo ver que no yo a El, sino El a mí, me había escogido y me había sacado de lo común para tener sus delicias conmigo. El tenía sus predilecciones conmigo y para ello me había purificado y lavado con su sangre redentora en la cruz y me había enriquecido con el inmenso río de gracias y dones del Espíritu Santo santificador. Y me prometió que, a su hora, su mismo Amor, que es FUEGO consumidor, consumaría su obra de purificación y me transformaría en Sí mismo.

 

Por mi parte, estaba pendiente de los divinos ojos de mi Esposo para poder cumplir con amor hasta sus más mínimos deseos. Estaba tan unida a El que parecía que se hubiese encarnado en mí y obraba en mí “sus obras”. Como esposa de Jesús, me sentía “una” con El y lo iba siguiendo “a todas partes”, lo mismo en su vida mortal que en sus virtudes o en el seno del Padre. Toda mi capacidad de amar la empleaba en mi Esposo y con El en el Padre y en el Espíritu Santo. Jesús, mi Esposo, era mi Dueño absoluto. Mi inteligencia no era mía, sino de El; mi voluntad no era mía, sino de El; mi corazón y todas las moléculas de mi ser, eran suyas y no mías, y todo para gloria de la adorable Trinidad. Quería vivir del todo “sepultada con Cristo en Dios” (Col 3,2). Y todo lo ofrecía por la Iglesia, por las almas y, en especial, por mis queridos sacerdotes, a quienes el Señor me confió como hijos.

 

Jesús, el Esposo de mi alma, “el más hermoso de los hijos de los hombres” , estaba contento y enamorado de mí y, en ocasiones, me decía dulces piropos de amor:

 

¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Como de palomas son tus ojos, así vivos y brillantes. Heriste mí corazón, hermana mía, ESPOSA, heriste mi corazón con una sola mirada tuya, con una de las perlas de tu collar” (Cant 4,1-9). “Paloma mía, tú que haces tu nido en el hueco de las rocas, en las concavidades de las peñas, muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque tu voz es dulce y lindo tu rostro” (Cant 2,14).

 

¡Oh! Me sentía transportada y llena de amor y confusión ante tales elogios de mi Amado y le decía: “Tú sí que eres hermoso y agraciado, Amado mío”.

 

Como vivía en el “palacio real”, el diablo, padre de la mentira y de la turbación, quiso meter los cuernos y Dios lo permitió para mi mayor bien y purificación. Era necesario para llegar al Matrimonio espiritual. Dios requería en mi alma una fidelidad a toda prueba, aun en las cosas más mínimas. El Esposo lo quería todo y sólo para El. Por eso, yo quería serle fiel y seguirle, no sólo en los regalos y consuelos del Tabor, sino también en las espinas del Calvario. Así comenzó la etapa más difícil y dura de mi vida. Había días en que parecía que iba a sucumbir. Me veía tan sucia que le pedía que me purificase de nuevo hasta dejarme hermosa para recibir el beso del Amor, ese BESO DE SU BOCA.

 

Sobre mí cayó un peso aplastante. De la noche a la mañana era otra mi situación. Por una parte veía a mi Dios: Santidad infinita, Pureza inmaculada, Belleza increada etc., y en el mismo Ser de mi Dios, me contemplaba a mí misma y esa contemplación me horrorizaba, al verme tan sucia, como si fuera una molécula infame, que serpenteando levantara su cabeza contra el Supremo Hacedor, Creador de infinita grandeza. Ver a Dios y verme a mí misma, tal como había sido siempre y como era en aquellos momentos, comprendiendo la inmensa distancia que me separaba de su Amor con tanta negrura y fealdad que me alejaba de El, me horrorizaba. Me creía haberle perdido para siempre, creía que estaba en el infierno... Era un temor en extremo doloroso, que parecía desesperarme. En esos aprietos, acudía a mi Madre y, a veces, tampoco la encontraba. Lo que más me dolía era amar y no sentirme correspondida.

 

Jesús se había ausentado y me había privado de sus besos ardientes y de su amorosa mirada. Lo amaba, pero El  callaba. Me resultaba terrible el martirio de creer que Dios ya no me amaba y que me aborrecía para siempre. ¡Pobre de mí! Después de habernos prometido fidelidad los dos, después de haberme regalado tanto, ahora huía de mí y yo me encontraba en unas tinieblas más densas que las que había pasado en la noche del sentido. Me veía hasta privada del gusto de las cosas espirituales. Lloraba una y mil veces la pérdida de mi Dios, único que me llenaba en esta vida y al cual creía perdido para siempre. Ante mis ojos, no veía otra cosa que el infierno abierto para tragarme, y estaba totalmente convencida de que lo tenía bien merecido por mi vida de pecado. Hubiera preferido haber sufrido los martirios más atroces antes de verme privada de mi Dios. Incluso, el recuerdo de tantos encuentros, hacía más triste y doloroso mi penar. Me resultaba imposible vivir sin El y parecía que iba a sucumbir. Entonces, de vez en cuando, me animaba y confortaba con unos minutos de cielo, llamaradas de incendios divinos, que, a la vez que me herían, me sostenían en el atroz martirio de amor, en el que cada vez era introducida con mayor profundidad.

 

Mi vida parecía un juego de amor. El Espíritu santificador jugaba conmigo de manera maravillosa. Lo mismo me acariciaba como me dejaba. A veces, me levantaba y de pronto me abatía. Me llevaba y me traía a su aire, me subía a la altura y desde allí me estrellaba contra el abismo. Era un terrible despojar y triturar mi voluntad, no descansando hasta verla rota, sin resistencias, capaz de recibir la tan anhelada transformación: HACERME CRISTO, CRUCIFIJO, HOSTIA, SACERDOTE.

 

Con estos golpes, mi alma se iba disponiendo para la Unión transformante con las divinas personas. Mi vida en adelante debía ser una vida “sacerdotal”, “sacrificial”.

 

Uno de mis mayores tormentos, de esta noche del espíritu, era el recuerdo de las gracias recibidas. Pensaba que las gracias extraordinarias con que Dios me había favorecido como visiones, revelaciones, éxtasis, locuciones etc. Habían sido ilusiones de mi fantasía, que el demonio me había engañado con todo esto para llevarme así más pronto al infierno. Sufría lo indecible y le pedía a Dios que me quitase todos esos favores y me dejase caminar por los senderos trillados de la vida ordinaria para ir segura y tranquila sin peligros para mi conciencia. De lo contrario, no habría remedio y me arrojaría a lo profundo del infierno, donde no existe el amor. ¡Qué horrible me resultaba pensar en esto!

Todas las gracias, que antes había creído que eran pura misericordia de mi Dios, ahora me parecían verdaderas locuras. Pensaba una y otra vez y daba vueltas y más vueltas y me parecía que, por mi vida pecadora, estas gracias no podían ser reales, sino que eran fingidas y provocadas por mi imaginación tan alocada. Así se lo manifesté a mi director. Pero cuando él o mis confesores trataban de asegurarme que eran de Dios, de nuevo surgían nuevas inquietudes en mi espíritu: pensaba que me decían eso, porque los tenía completamente engañados con una falsa santidad y con esos fingidos favores, pues lo que había en mí era una grande y fingida soberbia, que me había hecho aparecer como un alma de conducta intachable, cuando era peor que los mismos demonios.

 

Con frecuencia, me acusaba la conciencia de haber profanado el tribunal de la penitencia y no podía acercarme al comulgatorio sin antes recibir la absolución de mis embustes, pero temía no convencer al confesor y así aumentaba grandemente mi pena y tormentos, alejándome de la comunión. Sin embargo, el día que no comulgaba era el que peor lo pasaba. Eran momentos de verdadera angustia, en los que mi alma, abrumada de pena, sentía sobre sí todo el peso de Dios, que la dejaba hecha trizas. ¡Oh, si la mentira desapareciese de mi vida! ¿Cómo, me interrogaba a mí misma, podré agradar a mi Dios, a quien tanto he ofendido? En estas horas de locura, impulsada por el demonio, me acerqué varias veces al borde de la desesperación.

 

Pero en aquellos momentos angustiosos, en que me veía y creía sin fe, sin esperanza y sin amor, El, mi Cristo Amado, oraba por mí a su Padre. Mi nombre insignificante penetraba en la divinidad y era recogido en la adorable Trinidad, que se ocupaba de mí ¡pobrecita aldeana! Como si yo fuera su única preocupación.

 

A lo largo de este período de la noche del espíritu, sufrí tentaciones terribles y furiosos ataques del demonio que me llevaban hasta a perder el sueño y el apetito. Mis fuerzas morales y físicas decaían por completo. No encontraba gusto en nada y sólo suspiraba, día y noche, por el Amado de mi alma. Me daba la impresión de estar metida en un túnel o pozo profundo y procuraba, cuanto me era posible, entregarme con todas mis fuerzas a la divina voluntad. Hacía esfuerzos por penetrar y profundizar más y más en las tinieblas y en la oscuridad que me rodeaba. Algunas veces, me parecía estar con el MAESTRO en el desierto y allí aprendí a vivir “invulnerable” a las criaturas y a sus juicios y más atenta al “juicio” de Dios, definitivo y eterno.

 

En este tiempo, se me permitió hacer los votos de “muerte mística” y de obrar siempre lo más perfecto, sin obligación ninguna de pecado. Sólo me obligué a hacer alguna penitencia y reparación por las faltas que cometiera. Esto me obligaba a entregarme con más fuerza al Amor. Mis principales tentaciones fueron el desaliento y el temor a condenarme. También tenía tentaciones contra la fe y la pureza, incluso de decir palabras poco decentes. Estas me venían a la mente sin yo quererlas y sin llegar a pronunciarlas, aunque me quedaba la terrible impresión de haberlas pronunciado.

 

Por las noches, me daba miedo hasta destaparme de la cama. El Señor permitía al enemigo que me “zarandease como el trigo en la era”. Sentía la presencia sensible del demonio (a veces uno solo, otras eran varios). Me cercaban por todas partes y me sobrecogía un pavor mortal. Visiblemente se me manifestaba en figuras muy sucias y horrendas. Unas veces, en forma de animalitos o bichitos, que pretendían acercarse a mí. Cierto que la mayoría de las representaciones eran de modo invisible, pero muy sensibles y cercanas a mí, de modo que, a poco que alargara el brazo, las cogería.

 

Lo sentía al diablo, frecuentemente, a la entrada de la enfermería, pero me daba la impresión de que algo superior a él, le impedía entrar. Dios y mi Madre hacían guardia y el enemigo daba contra un “muro” infranqueable y no podía entrar. Por dos veces tan sólo permitió Dios que mi alma sintiese su presencia fuera y, al mismo tiempo, repercutió en mi interior el influjo de Satanás. Todo esto torturaba mi alma grandemente. No recuerdo haber consentido en nada. Mi Dios y mi Madre me cuidaban.

 

El diablo me movía a veces sin yo querer, a hacer el mal, pero interiormente lo rechazaba con todas mis fuerzas. Había momentos en que me atormentaba pensar si había o no consentido en ofender a mi Dios, hasta que encontraba a alguien que me aseguraba de no haber pecado. Usaba mucho los Nombres de Jesús y de María, la señal de la cruz y el agua bendita (llevaba un frasquito conmigo).

 

Veía con gran claridad mi miseria y mi nada y me abandonaba con más confianza en mis TRES y no confiaba en mí para nada. Me daba cuenta que los amaba con mayor desinterés y me daba a la virtud con más generosidad. Para todo, caminaba de la mano de mi Madre querida. ¡Cuán necesaria es al alma un buen guía y maestro en esta fase de la vida espiritual! Sin embargo, la experiencia enseña que lo más esencial es la buena voluntad del alma y la cooperación con el Espíritu Santo, que la va llevando por senderos duros y espinosos y, al mismo tiempo, la va alumbrando con los rayos iluminadores de las divinas Escrituras.

 

Por fin, llegó la paz y recobré la seguridad absoluta de que los favores recibidos no eran fingimiento ni obras del demonio, sino sólo y únicamente misericordias del Señor. Ciertamente que, aun en las horas de más ofuscación y oscurecimiento, allá en el fondo de mi espíritu, había un algo que me aseguraba y decía que eran gracias de Dios, pero este algo que sentía, no lo escuchaba y prefería un camino ordinario que no me obligase a dar cuenta de los favores recibidos ni llamar la atención de las criaturas, cosa que me era en extremo aborrecible.

 

La noche del espíritu había sido el último “retoque” y “filigrana” de preparación al ENLACE que se aproximaba y que sería para siempre. Era necesario un despojo absoluto y un renovarse totalmente hasta las profundidades del espíritu.

 

Como diría S. Juan de la Cruz:

 

En una noche oscura

con ansias en amores inflamada

¡Oh dichosa ventura!

Salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

 

Después de la celebración del místico Desposorio con Jesús, me parecía imposible que pudiese haber en este destierro otro matiz superior de elevación en el trato con las divinas personas, ni mayor perfección en la vida humana. Mas no era así, el Desposorio espiritual con Jesús había sido como el billete de entrada en el abismo de la Misericordia, Grandeza y Santidad de mis TRES. Era el prólogo de una página sublime y divina que se iba a escribir en mi alma y en todo mi ser, a partir de la fecha dichosa y feliz, imborrable para mí, de mi Unión con los TRES.

 

Llegada la “hora de Dios”, purificada según el querer y los amorosos designios de mi Dios y limpia la inteligencia en el recogimiento; limpia y purificada la voluntad en la “quietud”, limpias todas mis potencias y sentidos, en la plena unión... la “prometida” se hallaba pronta para las BODAS MISTICAS. Aquel día dichoso, mi vida era una verdadera lástima. A eso de las 6 de la mañana, desperté, me levanté y quise adorar a mis TRES, pero no sentía nada, sino más una especie de repugnancia a todo lo que era de Dios. Sin embargo, quería encontrarlo y la buscaba con todo el amor de mi alma. Todo el día lo pasé en angustia. Por la tarde, cuando me retiré a la oración, cuando menos lo esperaba, me sorprendió la amorosa presencia de mis TRES.

 

Todo fue quedarme de rodillas y, sin darme cuenta de que estaban rezando, me perdí. El Dios UNO y TRINO, mi Dios Trinidad, se me hizo presente fuera de mí, a una altura de dos metros en una luz envuelta en nube o algo por el estilo. Es difícil decir lo que era. Mi alma distinguía a mi Dios, totalmente, pero no era nada visible, nada que pueda tener parecido con las cosas que vemos.

 

En los arrobamientos del Desposorio, había una cierta separación entre el alma y el espíritu que, arrebatado por Dios, subía remontándose al igual que una gran llama se remonta sobre los troncos que arden. En este caso que voy refiriendo, la unión fue completa. El espíritu, al igual que el alma, entró en su centro y todo se realizó en intensa paz y en gran unidad interior.

 

Sentí un “toque” íntimo y profundo de Ellos. Algo que me unía estrechamente y me elevaba a la divinidad. Algo tan sublime que nunca en mi vida lo había sentido. Todo esto se obró en un segundo y, al momento, me sentí elevada hacia Dios y quedé hecha con El una sola cosa. Distinguía tres cosas a la vez en mí:

 

1)         El “toque” que me hería por dentro en lo más íntimo de mi espíritu, dejándome totalmente llagada.

 

2)         Sentía que todo mi ser se elevaba hacia arriba, donde se encontraban Ellos (no puedo decir si he subido con el cuerpo o sin él).

 

3)         En ese mismo momento, el Padre celestial, el Hijo y el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, DESCENDIERON DEL CIELO, de lo alto, para comunicarse a mi alma. Tomaron posesión de mi ser y me comunicaron su misma VIDA.

 

Los TRES cayeron amorosamente sobre mi alma y se me entregaron como en unión matrimonial, en un inefable ABRAZO DE AMOR. Una voz dulce me decía: “MIS COSAS SON TUYAS Y TUS COSAS SON MIAS”. En el mismo centro de mi alma, las Tres personas divinas se me mostraron como una Luz sobrenatural tan clara y distinta, en visión intelectual, que, en lo sucesivo, no se ha apartado de mí esta vista amorosísima y suave de mis TRES. Con ellos vivo de continuo enamorada locamente, hasta en las ocupaciones que más atención requieren de mis hermanas, cuando el deber o la caridad me lo exigen.

 

Lo que sentí fue algo sobrehumano, inefable. Allí no fue Solamente unión, como en otras ocasiones. Es algo que no se puede describir, ni valen las comparaciones o explicaciones. Al entregárseme las divinas personas, sentí un algo en mi vida y en todo mi ser, Como Si grabasen en mí estas sublimes palabras: “AMOR... SANTIDAD... DIVINIZACION, repetidas tres veces.

 

Cuando desperté del profundo y dulce “SUEÑO”, mi vida había cambiado totalmente. Era muy superior a lo que antes tenía. Me daba la impresión de estar muy distante de la tierra y de las criaturas. Me encontraba envuelta en una vida de BIENAVENTURANZA. Me parecía carecer de cuerpo y hasta de hallarme siempre en su gracia. ¡Qué grandes prodigios obra Dios, mi Dios, en las almas! Ahora, solamente con dirigir una mirada al interior de mí misma, me hallo con la presencia viva y radiante de mis TRES. Mi alma se halla absorta, gozando ya de una gloria anticipada. ¡Qué maravilloso deleite el ABRAZO DE MIS TRES! Ahora, todo me parece poco para manifestarles mi Amor a Ellos.

 

En mi vida ordinaria, siento su presencia viva en mí. Dios me posee y yo lo poseo. Dios es todo para mí. Tengo la absoluta certeza de la permanente morada de Dios en mi alma. Su morada está en lo íntimo de mi ser. Dios se ha hecho el centro de mi ser y de mi vida. Lo siento habitualmente dentro de mí y, al mismo tiempo, me encuentro yo sumergida en las profundidades de su SER, de su ESENCIA DIVINA. Continuamente, me siento llagada. Son llagas con sabor a vida eterna por la gran alegría que me proporcionan en el alma y por el sufrimiento que en ella me despiertan. Una de estas llagas es la de fecundidad, deseos de comunicar la vida divina a las almas.

 

Ya Dios no se ha vuelto a ausentar, sólo alguna vez se queda velado. Me encuentro segura de su posesión: “YO SOY TODO TUYO Y TU ERES TODA MIA”. Así me decía una voz tranquila y suave, dulcísima. Hago todas las cosas con amor entrañable y con ilusión y cariño. Mi vida tiene un especial matiz divino, endiosado. Mi alma se siente con PAZ, TRANQUILIDAD, GOZO, SOSIEGO, con un no sé qué “que a vida eterna sabe”. En algunos momentos, me he sentido arrebatada y he disfrutado del beso de su PAZ ¡Cómo gozo con este amoroso beso!

 

Siento grandes ansias de hacer penitencia. Algunos días duermo en el suelo o sobre una tabla desnuda, me privo del descanso (apenas puedo dormir), llevo cilicio y me doy disciplina de hierro todos los días y me privo del menor gusto y placer. Dentro y fuera de mí reina el amor. En mi Dios está todo mi contento. Huyo todo lo posible del trato con las criaturas, conversaciones inútiles etc. Mis ojos procuro mantenerlos fijos en lo que llevo dentro, en Ellos, en mis tesoros. Apetezco la soledad de mi celda y a ella me retiro en las horas libres, después de haber cumplido mis obligaciones. Al igual que el pez en el agua, así estoy yo en la soledad de mi celda.

 

Como diría S. Juan de la Cruz:

 

En la interior bodega

de mi Amado bebí, y cuando salía

por toda aquesta vega,

ya cosa no sabía,

y el ganado perdí que antes seguía.

 

Allí me dio su pecho

allí me enseñó ciencia muy sabrosa,

y yo te di de hecho

 a mí sin dejar cosa,

allí le prometí de ser su esposa.

 

Mi alma se ha empleado

y todo mi caudal en su servicio;

ya no guardo ganado

ni ya tengo otro oficio

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

Vivo penetrada y encerrada en la divina ESENCIA. Amo al Padre con el amor del Verbo y del Espíritu Santo. Amo al Hijo con el Amor del Padre y del Espíritu Santo y, unida al Padre y al Hijo, descanso en el Espíritu Santo, que es el Amor de Ellos y su DESCANSO ETERNO. Cada día, renuevo mi amor a mi Dios con una nueva ternura, nueva fidelidad, nueva pureza, nueva humildad, nueva caridad, nuevas caricias hacia El. Cada día me adentro más en el silencio de su divinidad. A veces, me considero como una cuarta persona de la Trinidad, pues vivo en Ellos y con Ellos. El Espíritu de Amor nos une también a Ella, a la Madre María, y los cinco formamos una sola cosa. La Madre fue la encargada de preparar las Bodas y hacerlas realidad en mi vida. Ella está en todas mis cosas.

 

Dios siempre está presente en mi mente, lo tengo impreso en mi corazón. jamás lo pierdo de vista. A veces me uno al Padre y contemplo extasiada las perfecciones del Hijo y del Espíritu Santo. Otras veces me uno al Hijo o al Espíritu Santo y así me siento deificada, trinificada, en el mismo Espíritu y Vida de Dios.

 

Sólo me ocupo de la gloria de Dios y de sus intereses. Todo: mis intereses personales, mi salud, toda mi vida, está abandonada a la amorosa Providencia de mis TRES. Nada me preocupa, ni mi salud ni mi fama ni si me quieren bien o mal. Todas las mañanas me coloco en el ALTAR y vierto en el CALIZ mi gotita de agua para que unida al vino se convierta en SANGRE DE CRISTO REDENTORA. Vivo en “ofrenda permanente”. Me siento como una gota de agua diluida en el océano Infinito de la divinidad.

 

Ahora vivo en el “palacio del Rey”. Ellos han hecho ese palacio en mi corazón, en todo mi ser. Allí está su morada permanente. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra y mi Padre lo amará y vendremos a El y haremos morada en él” (Jn 14,23). Soy templo de la Beatísima Trinidad, morada de mis TRES. Y sigo navegando “mar adentro”. ¿Cuándo llegará el momento feliz de la eternidad sin fin? En Dios he aprendido que la eternidad es un vivir siempre presente. Por eso, ahora “yo duermo, pero mi corazón vela”. esperando la voz del Amado que me llame y me diga: “Ábreme, amado mía, hermana mía, paloma mía, Inmaculada mía” (Cant 5,2).

 

Entonces, “ya no habrá más muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque todo esto es ya pasado” (Ap 21,4). Y seré feliz en plenitud con mi Dios por toda la eternidad.

 

GRACIAS, DIOS MIO, PORQUE ME HABEIS CREADO, PORQUE ME HABEIS AMADO, PORQUE ME HABEIS LLAMADO. GRACIAS, MADRE.

 

 

 

 

CONCLUSION

 

Después de haber visto los testimonios de varias contemplativas, que viven en serio su relación esponsal con Cristo, podemos concluir que todos podemos ser santos, que tú también puedes ser santa y puedes llegar hasta la cumbre del Matrimonio espiritual. Para ello, debes poner en juego lo mejor de ti misma y seguir adelante en tu camino, sin desanimarte. El tiempo es sagrado y debes aprovecharlo al máximo. Es tan fugaz que, si quieres atraparlo, se te quedará entre las manos. No se detiene y es inexorable en su caminar. Tu vida va pasando minuto a minuto. ¿Estás satisfecha de tu vida?

 

Dios te llama a las grandes alturas de la santidad. No te detengas y no te sientas indigna de tanto amor. Porque “la mirada de Dios no es como la mirada de los hombres. Dios mira el corazón” (2 Sam 16,7). Jesús, el Rey del cielo, el Creador de las galaxias y de los espacios infinitos se ha enamorado de ti y te llama. ¿Estás dispuesta a ser su esposa con todas las consecuencias? Para ello, debes excluir otros amores. El quiere tu corazón entero y que lo ames sobre todas las cosas. El es celoso. Puedes tener amigos, pero sólo El debe ser tu Esposo. Sólo El, que te amó en la cruz, puede pedirte un amor total hasta la cruz.

 

En este momento, Jesús te mira con cariño y, con el Corazón rebosante de amor, te dice: ¿Te quieres casar conmigo? El te llama a vivir una aventura fascinante en la regiones del espíritu. El es el más bello de los hijos de los hombres. Dile SI sin vacilar, Renueva ahora mismo tu amor a Jesús y prométele fidelidad hasta la muerte.

 

YO... TE RECIBO A TI, JESUS, COMO ESPOSO (RENUEVO EL COMPROMISO MATRIMONIAL QUE HICE CONTIGO, JESUS, HACE... AÑOS) Y PROMETO SERTE FIEL EN LO FAVORABLE Y EN LO ADVERSO, CON SALUD O ENFERMEDAD Y ASI AMARTE Y HACERTE FELIZ TODOS LOS DIAS DE MI VIDA.

 

No temas, vale la pena. Porque “la vida pasa rápidamente y pronto viviremos de la misma vida de Dios. Pronto veremos nuevos cielos, y otro sol más radiante alumbrará con sus resplandores los mares etéreos y los horizontes infinitos... No seremos ya prisioneros en esta tierra de destierro, todo habrá pasado... Con nuestro celestial Esposo navegaremos por mares sin orillas... Entonces, llenaremos el espacio de alegres melodías. El Señor será el alma de nuestra alma y gozaremos de la vida, de la verdadera vida por los siglos de los siglos para siempre” (Sta. Teresita).

 

Y allí en el cielo “cantaremos eternamente las misericordias del Señor” (Sal 89,2).

 

 


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