¡Dios te salve María!
 

SENTIDO EVANGÉLICO DE LA ESPIRITUALIDAD

 DE TERESA DE LISEUX (P. Liagre)

 

 

 

1.- CREER EN EL EVANGELIO 2

 

 

2.- EL DESARROLLO DEL MENSAJE EVANGÉLICO HASTA TERESA DE LISIEUX 4

 

 

3.- TERESA ENCUENTRA SU CAMINO 6

 

 

4.- ORIGINALIDAD DEL MENSAJE  DE TERESA DE LISIEUX 7

 

 

5.- FE EN EL AMOR MISERICORDIOSO 9

 

 

6.- EL DESEO DE AMAR 12

 

 

7.- HUMILDAD 14

 

 

8.- CONFIANZA 17

 

 

9.- TERESA DE LISIEUX Y EL ESPÍRITU SANTO 20

 

 

10 -LA RENUNCIA EN TERESA DE LISIEUX 24

 

 

11 - TERESA DEL NIÑO JESÚS Y LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO 27

 

 

12 - LA ORACIÓN EN TERESA DE LISIEUX 30

 

 

13 - EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO EN TERESA DE LISIEUX 33

 

 

14 - LA CARIDAD EN TERESA DE LISIEUX 36

 

 

15 - LA SENCILLEZ  EN TERESA DE LISIEUX 38

 

 

16 - LA OFRENDA AL AMOR MISERICORDIOSO 41


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1.- CREER EN EL EVANGELIO

 

 

El pregón de la "Buena Nueva" que resuena por primera vez en Galilea, sacude el

corazón del hombre, exigiéndole de manera inexorable una transformación radical, para dar

cabida a lo inaudito, a lo inesperado; que Dios nos ofrece gratuitamente el Reino de Dios:

"Cambiad el corazón y creed en el Evangelio" (Mc. 1, 15). 

Esta oferta divina requiere un total vaciamiento humano. Un despojarse de las propias

categorías, un trasponer las razonables posibilidades humanas para instalarse en un nuevo

orden de absoluta sorpresa para nuestra inteligencia y prudencia. Dios nos trae su don en la

persona y en el mensaje de su Hijo. Lo más humilde para nosotros, lo más digno para El, es

recibirlo tal como es; sin tener la osadía de pleitear con El para delimitarle las fronteras de

"hasta dónde debe llegar la dignidad de Dios en su darse a la criatura".

Y esa transformación requerida ¿cómo se realiza? De un modo sencillo, inesperado:

"Creed en el Evangelio ".Fe en el amor de Dios. Amor de iniciativa. El comienza.


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Fe en el Amor Misericordioso - nada hay en nosotros merecedor de tal don -. Bueno, es

decir, si lo hay... Es precisamente nuestra nada, nuestra incapacidad. Porque Dios, que es

Amor, anhela darse, quiere ser amado. Y la alabanza de su gloria (Ef. 1, 4-6) estriba

precisamente en esta iniciativa suya misericordiosa.

Fe en la más sorprendente de todas las noticias: que Dios es nuestro Padre, que nos

ama con infinita ternura e inmensa complacencia en nuestra pequeñez, cauce providencial de

la manifestación de su misericordia.

Fe, confianza. Jesús no exige más, ni menos. Fe rebosante de vida, porque abraza la

confianza, la esperanza y el amor...

Por usar la misma metáfora que Jesús, el vino nuevo, generoso, lleno de fuerza de la

"Buena Nueva evangélica" exige la capacidad de un corazón también nuevo, virgen, y así

receptivo de todo lo divino. Un corazón consciente de nuestra radical impotencia humana; sólo

así nos vigorizará ese vino con optimismo sobrenatural. De otra suerte con "odres viejos se

derramaría todo el vino y se perderían los cueros" (Mt. 9, 17).

Ante el pregón de Jesús no caben componendas de piezas viejas, porque El nos regala

un vestido nuevo, cuyo paño tundido no soporta el remiendo que nosotros intentáramos colocar

(Mt. 9, 16).

Sí; es una transformación total de la que resulta un nuevo ser (EL 2, 10), una "nueva

criatura", "un hombre nuevo en Cristo" . Porque ante El no vale "ni la circuncisión ni el

prepucio", es decir, ni nuestras riquezas, ni nuestras buenas cualidades de posible ciencia o

prudencia, humana, "sino sólo la nueva criatura" , la que cree en el Evangelio firmemente, la

que no estriba en sus propias obras ni en la estabilidad de su virtud, ni en lo indómito de su

temperamento, ni siquiera en la bondad de su naturaleza, sino sólo en la gracia, en el don que

le viene de lo alto.


 

 

 

 

Esa criatura es "nueva" porque no ha comenzado con nada suyo; únicamente tiene

abiertas las manos y el corazón para recibir, para llenarse de esa gracia, de ese Amor

Misericordioso que hambrea darse y no encuentra más dique que nuestra personal saturación

y suficiencia. Fe en el Evangelio. Es la actitud más querida a Jesús. "Confía, hijo, te son

perdonados tus pecados" (Mt. 9, 2). "Tu fe te ha salvado" (Mt. 9, 22). "Esta es la obra de Dios,

que creáis en aquel que os ha enviado" (Jn. 6, 29). "Todo es posible al que cree" (Me. 9, 22).

 Fe sencilla, ingenua, amorosa en el Padre que hace salir el sol sobre los justos e

injustos, que cuenta hasta los cabellos de nuestra cabeza y que cuida de nosotros con más

solicitud aún que con la que proporciona alimento a las avecillas del campo.

Vivir en esta disposición es sencillamente "creer en el Evangelio", es entrar en la

morada del Reino de nuestro Padre Dios. La vida discurre feliz y confiada, esperándolo todo

del Padre que nos ama. En sencillez de espíritu y de corazón, se goza de todo, ¡es tan fácil lo


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que se nos pide!... el gesto del niño que no se opone a que su Padre lo aúpe y lo lleve "a casa"

en brazos.

 Esta nueva Ley nos libra de la maldición de las obras, de la excitación de nervios ante

las continuas caídas, de la preocupación angustiosa ante un previsible porvenir de infidelidad! -

¿cómo fiarse de sí?-.

 Nada de esto entra en la nueva Ley. Aquí no cabe más que sencillez, entrega

abandono en los brazos del Padre; pero esto, en realidad no es más que una actitud de

confianza vigilante y serena, atenta al momento presente como a la manifestación más

concreta y existencial de la voluntad amorosa de Dios. Nada más. Esto es "creer en el

Evangelio".


 

 

 

 

 

2.- EL DESARROLLO DEL MENSAJE EVANGÉLICO HASTA

TERESA DE LISIEUX

 

 

A lo largo de casi dos milenios, de manera más o menos consciente, la hagiología


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cristiana beberá de esta pura fuente de santidad: pura y límpida porque es manantial de gracia,

de don.

Y decimos "más o menos conscientemente", porque, en la providencia misteriosa que

Dios guarda con su Iglesia, se observan dos trazas, que miradas a la luz de una teología de la

historia, nos parecen mutuamente subordinadas a los esplendores del Reino de Dios en la

Parusía.

Por una parte, es una evolución del dogma, en el sentido de una mayor explicitación,

de una más clara toma de conciencia de lo que ya contenía aquel originario grano de mostaza

"plantado en un campo”. Por otra, vemos en Dios insistencia en señalarnos continuamente el

origen, para que volvamos nuestra mirada a las fuentes puras del Evangelio y Tradición

primera, de donde toma su sentido la profesión de fe que hace la Iglesia en el correr de los

tiempos.

Sobre esta doble trayectoria, en realidad convergente, podríamos trazar todavía una

línea que se interfiere sobre las otras dos. Es la actuación misteriosa del Espíritu Santo, rector

y alma de la Iglesia, cuando en un momento determinado de la historia, quiere que cobre

especial relieve tal verdad dogmática, siempre profesada por la Iglesia, pero que ahora

adquiere una singular expresividad y muestra un más potente dinamismo en orden a impulsar a

las almas hacia la perfección evangélica.

Echemos una mirada sintética sobre la historia de la espiritualidad (aceptando de

antemano los riesgos de toda generalización) y veremos que ésta, largos siglos, ha seguido

más bien un movimiento purificativo (?) y antropocéntrico. Sobre esta dirección, no es difícil el

señalar las influencias gnóstica, neoplatónica, maniquea, protestante... y por fin, jansenista.

 Todas ellas parten como de supuesto de la maldad radical de la materia y, por

consiguiente, del hombre; conciben la meta como un esfuerzo de superación, de purificación,

para ir siendo paulatinamente "menos indignos de Dios, porque en El está el fin, la perfección y

la felicidad del hombre'.

Este esfuerzo ascético se advierte ya en los Padres del yermo. También -aunque ahora

con ribetes humanísticos - cuando después del contacto cultural con los árabes hispanos,

transmisores de la literatura helénica, penetra en la mentalidad del occidente cristiano el ideal

ascético de los neoplatónicos. Se tiende a una sublimación humana, por medio del autocontrol,

como condición previa de todo comercio con la divinidad.  Esta tendencia, más o menos

larvada, persiste hasta la escuela francesa de los siglos XVII al XIX (con su gran carga de

jansenismo) exceptuando a San Francisco de Sales y a San Vicente de Paúl.

Hasta que Dios irrumpe en nuestros caminos y escoge un alma para una misión en su

iglesia. No tememos usar esta frase tan grave y aplicarla a Teresa, a pesar de creer que son


 

 

 

 

pocas las veces que Dios haya intervenido de una manera tan indudable y perentoria en


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marcar a un ser humano con una misión trascendente en orden a purificar toda la espiritualidad

cristiana.


 

 

 

 

 

3.- TERESA ENCUENTRA SU CAMINO


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Esta alma, pura docilidad en las manos de Dios, centró toda su carrera en la ofrenda al

Amor Misericordioso, en las fiestas de la Santísima Trinidad de 1895. Notémoslo bien: se

entrega al amor y a la misericordia para dejarse colmar de Dios, de sus dones gratuitos.

Esta preciosa ofrenda es una corona que culmina la doctrina teresiana y resume, en

sencillez, plenitud y verdad, todo el "caminito" de la santa. Se entrega al Amor como a un fuego

para ser consumida por él. Así el acto de ofrenda es la expresión definitiva  de la espiritualidad

evangélica. Ella se ofrece para dar a Dios el gozo de la expansión de su amor.

La criatura se borra; sólo Dios aparece. Es la realización de la "Metanoia"(El cambio de

corazón). Este acto de ofrecimiento tuvo una gestación larga y dolorosa que Teresa misma

explica en el capítulo XI de "Historia de un Alma". Largo tiempo sintió ella en sí el acuciamiento

de realizar muchas vocaciones simultáneamente incompatibles: carmelita, esposa, madre y...

guerrero, sacerdote, apóstol, doctor, misionero, mártir.

 Estas ansias insatisfechas que daban la penosa sensación de una vida frustrada,

bulleron mucho tiempo en su alma. Por fin, un día, la lectura de los capítulos 12 y 13 de la

Epístola primera a los Corintios hizo luz meridiana: "Al fin había encontrado el descanso para

mi alma... La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un

cuerpo compuesto de diversos miembros, no le faltaría el más necesario, el más noble de

todos. Comprendí que la Iglesia tenia un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor.

Comprendí que sólo el amor era quien ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; que

si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el Evangelio...

Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el

amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra que el amor es eterno.

Entonces, en un transporte de alegría delirante, exclamé: "¡Oh, Jesús, mi amor! Por fin he

encontrado mi vocación; mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío,

vos mismo me lo habéis señalado; en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor. Así lo

seré todo, así mi sueño se verá realizado."

Pocos días después de su ofrenda, el 14 de Junio, se siente herida por un dardo

abrasador... Teresa tiene otra nueva preciosa experiencia de los efectos de esta consagración

al Amor. Su vida ya no será más que una apoteosis de amor. Incomprensiblemente, este amor

y este gozo van creciendo, y la invasión es tan desbordante que en el mismo lecho de muerte,

Teresa tiene que desahogarse:

¡"Qué feliz soy de verme imperfecta y de tener tanta necesidad de la misericordia de

Dios en el momento de mi muerte!"


 

 

 

 

 

4.- ORIGINALIDAD DEL MENSAJE  DE TERESA DE LISIEUX


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Dejemos la palabra a Hans URS VON BALTHASAR que en su luminosa obra, "Teresa

de Lisieux. Historia de una misión", afirma: "En la misión que cada uno recibe, se cifra

esencialmente la forma de santidad que se le da y exige. El cumplimiento de esa misión se

identifica para él con la santidad a que se le destina y que puede ser por él alcanzada. De ahí

resulta que la santidad es algo esencialmente social y, por ende, algo sustraído al capricho del

individuo. Dios tiene de cada cristiano una idea que le marca su puesto dentro de la comunidad

de la Iglesia. No hay peligro de que esta idea, que es única y personal y que encarna la

santidad destinada a cada uno, no sea para alguno suficientemente elevada y amplia. Esa

santidad participa de la infinitud divina y es tan sublime que, por nadie, fuera de María fue

perfectamente alcanzada. Realizar esta idea que descansa en Dios, realizar esta "ley

individual" que es una ley sobrenatural, libremente trazada por Dios, es el supremo fin del

cristiano. "

Así Teresita ora: "Yo deseo cumplir perfectamente vuestra voluntad y llegar al grado de

gloria que me habéis preparado en vuestro reino: en una palabra, quiero ser santa".

Pues bien, en Teresa de Lisieux, este designio de Dios está plasmado con tal fuerza,

determinando su psicología, su espiritualidad, en una palabra, su vida toda, que llegará un

momento en que Teresa como que se despersonaliza: Teresa es su misión. Teresa se sabe en

todo momento instrumento consciente de un amor que está en ella, pero que no es de ella y

sólo ha sido dado para difundirse con más fuerza sobre las almas, atrayéndolas a la confianza

filial en Dios. Aquí radica, precisamente, el soberano atractivo de Teresa. Teresa es lo que es

porque es una copia viva del Evangelio. André COMBES dice en el libro: "Santa Teresa de

Lisieux y su misión". "En la mayor parte de los santos, sobre todo en los más populares, la

fidelidad al Evangelio ha dado lugar a una actividad tan poderosa y bienhechora que, si se

pudiera hacer en ellos abstracción de lo sobrenatural, su vida permanecería llena de méritos

humanos. Si Cristo no hubiera sido el Hijo de Dios, Pablo de Tarso seguiría siendo un gigante

de la propaganda religiosa, Agustín de Hipona un poderoso genio, Tomás de Aquino un

prodigioso pensador, Vicente de Paúl un modelo de filantropía, y hasta Teresa de Ávila una

maravillosa organizadora de vida profunda y de mansiones propicias al recogimiento...Teresa

de Lisieux ella, no ha dicho nada. Tenía razón al afirmar: en comparación de los grandes

santos, ella tiene las manos vacías de toda clase de realizaciones humanas, hasta de todo

género de virtudes espectaculares. Pero, precisemos. No ha hecho nada... más que dejar que

Dios modelara su vida interior sobre el ideal del Evangelio; es lo que constituye su carácter

específico entre los santos. No ha hecho otra cosa más que buscar el Reino de Dios y su

justicia; por eso se le ha dado todo lo demás por añadidura".

 Teresa, sin el Evangelio, no sería nadie. Toda su gloria y su grandeza está en esa

identificación, hasta una íntima estructuración del yo, con el Evangelio. Así resulta que el

mensaje de Teresa es de una perennidad inmarchitable. Su misión es la de hacernos tornar los


 

 

 

 

ojos y el corazón a las fuentes mismas de la tradición, a la Escritura, para que aquélla salga

rejuvenecida y vigorosa.


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Las dulces experiencias de su hogar prepararon maravillosamente su sicología para la

comprensión del atributo más caro a Dios, su paternidad. Teresa lo trató siempre con la

confianza más tierna y audaz. Se introdujo en lo más íntimo de Dios, "Dios es caridad", y su

Amor, tiene una fuerza de expansión infinita. Pero este amor que por plenitud esencial no

puede buscar nada positivo en la criatura, busca, eso sí, una cosa, y con toda la fuerza de su

vitalidad: capacidad para derramarse. Es decir, pobreza, miseria, nulidad consciente y querida,

abierta y hambrienta de la invasión de ese amor divino expansivo, y por eso mismo

misericordioso.

Teresa ama su pobreza y su debilidad no por sí misma. Lo que en realidad ama es

aquel estado que le permite descubrir el amor de Dios y le proporciona esa finísima

sensibilidad para la percepción de la gracia. Esta es precisamente la pobreza que parte del

Sermón de la Montaña y es condición eterna para toda comprensión de la gracia:

"Yo no puedo apoyarme en nada, no puedo apoyarme sobre ninguna de mis obras

para tener confianza... Pero la conciencia de esta pobreza ha sido para mí una verdadera luz.

He pensado que nunca en mi vida he podido pagar ni una sola de mis deudas con Dios y que

esto, si yo quería, era para mí una verdadera riqueza y una fuerza... Me doy cuenta que esta

gracia no se puede pagar... ¡Se experimenta tan gran paz en ser absolutamente pobre, en no

contar más que con Dios!".

Lo que ella predica y vive es sencillamente el Evangelio, es decir, la noticia de que la

gracia, la salvación, se nos da, no por nuestros méritos, sino exclusivamente por el amor

invasor del Dios misericordioso. "Dad gratis lo que gratis habéis recibido" (Mt. 10, .

Pero no nos engañemos, Teresa tiene un temple heroico; su alma, modelada por el don

de fortaleza, tiene arrestos de soldado. Tras su palabra sencilla se esconde un conocimiento

carismático de la Escritura envidiado por muchos sabios. Una vez más, Dios ensalza a los

humildes, y también, una vez más, en Teresa, Dios ha confundido a los soberbios al brindarnos

la experiencia teresiana. En adelante, después del testimonio de esta experiencia, ya no

tendremos derecho a temblar los pusilánimes y los cobardes, sino a estar robustos en la

confianza.

En Teresa vemos lo que el Evangelio puede hacer de un alma pequeña que lo ha

adoptado como único principio de vida.


 

 

 

 

 

 5.- FE EN EL AMOR MISERICORDIOSO


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"Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene". Estas palabras que leemos en

la primera Epístola de San Juan, son el eco de sus más íntimos sentimientos; brotan del

corazón del discípulo amado como un canto triunfal.

Con términos parecidos e igual estremecimiento de alma, la Carmelita de Lisieux

expresa su fe en el Amor Infinito de Dios. Su santidad, su doctrina, su vida toda, son la

manifestación de esa fe. La fe en el Amor, fe firme, sencilla, ingenua, es la esencia del espíritu

de Teresa, su más íntimo secreto.

Se habla mucho, y no sin fundamento, del amor de Teresa a Dios Nuestro Señor. El

amor es el móvil de sus actos el término de su perfección; es su sello característico. Teresa es

el amor filial viviente, el Evangelio vivido. "No he dado a Dios más que amor" . "Ya lo he dicho;

lo único que vale es el amor". Pero se olvida cuál fue la raíz, el verdadero secreto de ese amor

a Dios: Su fe en el Amor de Dios hacia ella. La razón de este olvido es que Teresa vive esta fe

con tal sencillez, con tan encantadora naturalidad y profundidad, que sentimos su influencia sin

que se nos ocurra analizarla o formularla en un principio vital.

La oración en frase de Santa Teresa de Avila es: "Tratar de amistad con quien

sabemos nos ama". En la mente de la gran contemplativa, la condición primera e indispensable

para que reine esa amistad entre Dios y el alma es, por parte de ésta, una fe firme,

inquebrantable en el amor de Dios hacia ella. Fe divina que le infunde la seguridad, la

certidumbre de ser amada por el Todopoderoso.

Teresa del Niño Jesús vivió en grado eminente esta verdad. No sin designio especial

de Dios, Teresa, huérfana de madre desde su primera infancia, se volcó en la persona de su

padre, y adquirió la experiencia, digámoslo así, del amor paterno más tierno y solícito. Nada

tiene pues de extraño que apenas oyó hablar de Dios, de un Dios Bueno, de un Dios que es

"Nuestro Padre", su alma de niña se sintiese naturalmente inclinada a representárselo a

imagen de su padre de la tierra.

Y aplicó a Dios, superado hasta el extremo, hasta lo infinito, el amor de su padre, su

ternura, su solicitud. Dios se presenta al espíritu corno un verdadero Padre; el Padre más

amante, el más tierno, el que sintetiza en Sí mismo la verdadera y auténtica Paternidad en su

más alto grado. Dios es nuestro Padre. Esta es la primera enseñanza del Evangelio. Y la vida

de Teresa, es el comentario más sencillo y más hermoso del Evangelio.

La atmósfera en que vivió y se expansionó el alma de Teresa fue, desde el principio la

fe en el amor paternal de Dios hacia ella, en el amor de Dios su Padre, ante quien se ve niña

pobrecita. Y esta fe es la raíz de donde brota toda su vida espiritual con sus virtudes

características: amor, humildad, confianza, abandono, alegría.

Estas virtudes, tan sencillas y evangélicas, son como el fruto espontáneo de la fe en el

Amor de un Dios Bueno; El mismo la depositó en el alma de Teresa, como grano de mostaza

destinado a convertirse en árbol frondoso ¡Alma privilegiada! dirá alguno. Ciertamente, pero su

privilegio consistió no tanto en haber recibido ese don, cuanto en comprender que lo había


 

 

 

 

recibido. Por eso se le confió la misión de enseñarnos que tenemos el mismo privilegio que

ella; el de ser objeto del amor paternal de nuestro Padre Dios.


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Su vida es sencillamente vida de fe; fe esencialmente evangélica; fe en el amor de Dios

al hombre. Su alma tiene la persuasión de que es infinitamente amada. Y para corresponder a

este llamamiento del amor, sólo tiene un deseo, un ideal: amar. La fe pura es el faro que la

ilumina y a su luz camina sin inquietud, sin vacilación.

Cuando las tinieblas invaden su espíritu, (estado de alma muy frecuente en la Santa),

será también su fe, fe cierta en el Amor de su Padre, quien la guíe y sostenga. Nos lo descubre

ella misma: "¡Es tan dulce servir a Dios en la noche de la tribulación!" "¡No tenemos más que

esta vida para vivir de fe!" . La prueba suprema de Teresa fue el eclipse de su fe durante año y

medio: ¿El porqué de este eclipse? Quiso sin duda Dios Nuestro Señor purificar la fe de

Teresa, perfeccionar su alma despojándola de todo lo sensible, intelectual, afectiva,

espiritualmente. Así llegó a la consumación de la santidad.

Algunos meses antes había escrito: "¡Sé que por encima de esas negras nubes brilla el

sol de mi existencia!". ¿A qué sol se refiere? Nos lo ha dicho ella misma en la línea precedente:

"el astro del Amor". ¿Cómo lo sabe? Por la fe. La fe en el Amor es la clave de su santidad.

Enseñanza sumamente aleccionadora. La fe evangélica es una mirada al Amor. De ella brota la

inteligencia de las cosas divinas. El Amor, objeto de la fe de Teresa, tiene un carácter

particular, carácter profundamente evangélico.

Es el Amor Misericordioso. En el estado actual Dios nos ama, no solo gratuitamente,

sin mérito alguno por nuestra parte, sino que nos ama a nosotros, miserables, a pesar de

nuestra miseria o más exactamente, a causa de nuestra extrema y excesiva miseria. Dios

Nuestro Señor en sus inescrutables designios, habiendo previsto el pecado y su triste secuela

de miserias y dolores, escogió, decretó y creó el mundo en que vivimos para manifestar su

gloria. Cuanto más creamos en el Amor Misericordioso, más glorificáremos a Dios.

Pero nuestro orgullo rehusa creer en esta característica del amor Divino, porque le

repugna el reconocimiento de la miseria humana. El soberbio no quiere ser objeto de la  pura

misericordia de Dios. No comprende el Amor Misericordioso. No se trata precisamente de

comprender este Amor; se trata de creer en él, sencilla y firmemente, como Teresa de Lisieux.

La compresión será el fruto de esta fe; comprendemos acaso internamente, íntimamente, la

Redención, la Encarnación, la Eucaristía ? ¿Bastará la razón, bastará la metafísica para

entender esos misterios? No por cierto; sólo el humilde de corazón acepta o reconoce la

absoluta miseria humana y cree en ese incomprensible misterio sin pretender desentrañarlo;

cree y se sumerge en él sencillamente, como Teresa.

Si la fe en el Amor Misericordioso es condición necesaria para la inteligencia de estos

misterios, ¡cuánto más lo será para una participación efectiva a en los mismos! "Lo que agrada

a Dios es el amor que siento a mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que tengo en

su Misericordia!" Los teólogos tenemos una gran tendencia a razonarlo todo. Pero para

conocer a Dios es preciso adquirir la humildad de espíritu y creer en El con una fe pura, tal

como nos la propone el Evangelio: fe en el Amor puramente Misericordioso de Dios al hombre.


 

 

 

 

El Amor Misericordioso de Dios atrae, invita, apremia a nuestro pobre corazón. Y si éste

corresponde, la fe entra más plenamente en posesión de su objeto divino.


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 Nuestro corazón necesita del bien que  Dios en Sí mismo nos ofrece. "Dios que es rico

en misericordia, por el inmenso amor con que nos ha amado, cuando estábamos muertos por

nuestros pecados, nos vivificó en Jesucristo". " "Y esta caridad consiste, no en que nosotros

hayamos amado a Dios, sino que El nos amó el primero, y envió a su Hijo como víctima de

propiciación por nuestros pecados". "Y nosotros hemos conocido y hemos creído en la caridad

de Dios hacia nosotros: Dios es caridad".

 Esta es la fe que nos predica el Evangelio. Teresa la comprendió. Pidámosle nos

alcance la gracia de comprenderla como ella. Creamos sencillamente,  humildemente en el

amor Misericordioso de nuestro Dios. ¡Humíllese nuestra ciencia orgullosa; ¡reconozcamos

nuestra ignorancia y miseria! Y pidamos la gracia de las gracias; la de vivir esta fe con todas

sus consecuencias. ¡Ahí está la santidad!


 

 

 

 

 

 6.- EL DESEO DE AMAR

 

"Amemos pues a Dios, puesto que Dios nos amó el primero".

¿Qué efecto producirá en un alma sincera la fe en el Amor Misericordioso de Dios?

Respondo: "el deseo de amar". En la doctrina de Sta.Teresa del Niño Jesús, es elemento tan


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esencial como su fe en el Amor. Cuando un alma se persuade de que Dios Nuestro Señor, en

su Amor Misericordioso, la ama infinitamente, a pesar, a causa de su miseria; cuando lo cree

con una fe interna, inquebrantable, brota en ella un deseo; amarle, entregarse sin reserva a la

acción Misericordiosa del Amor.

No puede ser de otro modo; en el alma humana hecha para amar, e impotente para

hacerlo cual quisiera, el deseo, precede y despierta el amor. ¿No es éste precisamente el

mensaje Evangélico a las almas degeneradas por el pecado? "Señor, dame de ese agua".

Todo el Evangelio está contenido en esas palabras. Y es maravilloso ver de qué manera tan

sencilla y eficaz ha conseguido el Señor inspirar al alma pecadora el deseo, la confianza de

alcanzar el amor. Es el Evangelio vivo.

Así lo entendió Teresa al leer en San Juan el pasaje de Jesús y la Samaritana. "Dios

Nuestro Señor que no necesita de nadie,  no teme hacerse mendigo del amor de su criatura . Y

dice la Santa abriendo de par en par su alma: "La palabra de Jesús moribundo, "Tengo sed”,

resonaba constantemente en mi corazón y lo encendía en un ardor desconocido. Anhelaba

calmar la sed de mi Amado" . En los tratados de espiritualidad se observan dos tendencias o

escuelas. La una considera el amor como término de la perfección; la otra como principio o

punto de partida. Teresa pertenece, sin género de duda, a esta segunda escuela. Tan clara es

en ella  esta tendencia, que al principio, no pocos partidarios de la tendencia opuesta se

escandalizaron.

 El amor es en ella el motor que impulsa al alma y la fortalece en la vía del

renunciamiento. En este sentido puede decirse que fue antes mística que asceta. Su ascética

está enteramente orientada hacia la mística. En realidad todas las escuelas, todos los autores

espirituales coinciden en considerar el "deseo de la perfección" como propio de principiantes;

pero pocos son los que dan a ese deseo su verdadero nombre; ¡amor!

Más bien dan a entender que el amor es el término; lo presentan como una

recompensa a los esfuerzos del alma. Eso equivale a conducirla por caminos rudos y

trabajosos; la ascensión es lenta, a veces triste, con frecuencia estéril y deprimente. Teresa por

el contrario, sintió que la confianza dilataba su alma, y llena de santa audacia quiso amar

desde el principio. De ahí su alegría, su valor y fortaleza en medio de su miseria.

Su pensamiento se traduce en una carta a su prima María Guérin: "Me pides un medio

para llegar a la perfección; no conozco más que uno; el Amor". No pudo expresar su idea con

mayor claridad. El Amor es el único medio. En su tendencia hacia la santidad - nos dice en su

Historia de un alma- sólo conoce un camino: "Lo único que deseo es agradar a Jesús". Es

decir, amarle. Es el secreto de Teresa; deseo humilde y confiado de amar a Dios. Humilde,


 

 

 

 

porque reconoce la propia nada. Confiado, porque todo lo espera de Dios que es Amor

Misericordioso.


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Aquí se ve con la mayor evidencia la necesidad de la fe en el Amor Misericordioso. Se

palpa al mismo tiempo su eficacia omnipotente que convierte en motivo de confianza la

consideración de la propia miseria, causa no pocas veces de depresión o desaliento. Este no

tiene lugar en el alma que cree en la incomparable bondad de Dios. Creer en su Amor y

esperarlo todo de El, es tributarle la gloria que espera de nosotros. Repitámoslo: esto es puro

Evangelio.

El Amor atrae hacia Sí a los que están lejos de El, el hijo pródigo, la mujer adúltera, la

Samaritana, María Magdalena. Las páginas de ese libro divino no son otra cosa que un

llamamiento del Amor que invita al amor, a los miserables, a los pobres, a los impotentes y

débiles, es decir, a los hombres todos. Invitación que implica una gracia particularísima;

despierta en el alma el deseo de entregarse sin reserva al Amor Misericordioso, y la confianza

gozosa de vivir en El y para El.

¿Quién es Aquel que atrae a la joven religiosa? Es el Amor Infinito, infinitamente

amable, que tiene sed del amor de su criatura, pobre e impotente. Ante ese Amor infinito,

¿cómo poner límites al amor humano?

 Notemos de paso, que en la misma proporción en que crecen sus deseos, crece

también el sentimiento de su miseria, de su impotencia, de su debilidad, de su pequeñez.

Teresa es el modelo del alma que, sincera y sencillamente, se entrega al deseo de amar,

deseo que llega a ser ilimitado. Esto se explica fácilmente. Dios Nuestro Señor, sediento del

amor de su criatura, enciende en el alma que se le entrega, un fuego divino que la consume,

acrecentando en ella hasta lo infinito esos santos deseos. Lo que nos enseña la Teología de

nuestra participación en la naturaleza divina, divinización del alma humana por la gracia, y su

transformación en Dios, no son sino fórmulas que expresan la acción del Dios Amor en orden a

la transformación del alma. Somos transformados en su misma imagen, conforme al Espíritu

del Señor.

La vida de Teresa del Niño Jesús es la enseñanza viva de esta profunda teología,

enseñanza que está al alcance de todos. Su vida es una prueba palpable de que las almas

pequeñas pueden alcanzar el amor en una vida ordinaria sin éxtasis ni revelaciones. No por los

actos heroicos, sino por su fe en el Amor Misericordioso.

Creamos en la palabra de Teresa: "No he dado Dios más que amor" . Y recojamos

celosamente la respuesta ya citada a una de sus hermanas que, la víspera de su muerte, le

pedía una palabra de despedida: "Lo único que vale es el Amor". He aquí una síntesis del

Evangelio.


 

 

 

 

 

7.- HUMILDAD


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Jesús, llamando a Sí a un niño... dijo: "El que se hiciere pequeño como este niño, es el

mayor en el reino de los cielos". Estas palabras en boca del Salvador, parecen una revelación

de la santidad de Teresa.

Se cuenta que un día una Religiosa de la Visitación, dijo a San Francisco de Sales: "Yo

quisiera llegar al amor por la humildad". Y yo, respondió el santo, "deseo llegar a la humildad

por el amor". Palabras profundas que muestran la afinidad de alma existente entre el Santo

Obispo y la Carmelita de Lisieux.

Representémonos a esta alma, profundamente Impresionada, casi sobrecogida, al

considerarse objeto del Amor Misericordioso de Dios. ¿Qué efecto producirá en ella la vista de

su pequeñez, de su miseria, de su nada? No podrá menos de comprender que si Dios se

inclina hacia la criatura para manifestar en ella su Amor Misericordioso, es precisamente a

causa de su miseria. Lejos pues de desanimarse se alegrará de reconocerse ante el Señor tal

cual es.

Ese conocimiento será el medio, la condición necesaria para recibir las comunicaciones

del Amor Misericordioso. Olvidar, ignorar la propia pequeñez equivaldría a hacerse indigna del

Amor Misericordioso de Dios. Viéndose por el contrario envuelta en la infinita Misericordia,

descansará humildemente en el conocimiento de su miseria que considera a la luz de la fe. Tal

consideración le produce una alegría inefable. Este es el espíritu de Teresa. La luz de la verdad

divina inunda su alma. La vista de su miseria no es sino un medio para comprender mejor la

Bondad del Amor Misericordioso. Para ella descansar en su pequeñez es descansar en Dios.

La humildad, en frase de la gran Santa Teresa de Ávila, es la verdad. Palabra exacta.

Pero Teresa del Niño Jesús ha sabido proyectar una nueva luz sobre esa frase de su Madre. El

alma de Teresa es el mejor tratado de la humildad. Paréceme que los tratados sobre esta

virtud, en especial los que pretenden explicarla con cierta profundidad, fácilmente ocasionan

equívocos en materia de humildad. De tal manera complican la teoría, que inevitablemente

dificultan la práctica. Y nada más sencillo que la humildad; complicarla es deformarla. Señalar

procedimientos, proporcionar fórmulas, escalonarla por grados equivale a fomentar la

ocupación propia, siendo así que la humildad consiste precisamente en el olvido de sí mismo

¿Cómo conseguirlo? Cada vez que comprobemos nuestra imperfección y pobreza,

volver la mirada a Dios dulcemente. La confianza plena en su Amor Misericordioso, es el mejor

homenaje al Padre de las Misericordias, homenaje que le es infinitamente agradable. Fe en su

Amor, y confianza en su Misericordia, es en realidad el único medio verdadero de unirnos a

Dios en la verdad.

El deseo de amar, si es sincero, ha de ser humilde, pues lo que pretende es, no

encontrar al Amor por sus propios esfuerzos, sino atraerlo hacia sí por la exposición de sus

necesidades El deseo de amar al Amor Misericordioso, implica el reconocimiento de la propia

nada y supone una actitud humilde que glorifica a Dios y despierta el amor. Así y solo así se


 

 

 

 

puede amar la propia pequeñez. Se comprende pues, que los Santos, y muy particulamente


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nuestra Santa, se hayan gozado en la contemplación de su pobreza y pequeñez. "Sí, Dios mío,

me siento feliz de comprobar mi debilidad en vuestra presencia, y mi corazón permanece en

paz" .

 "Quien conoce su miseria no se mira a sí mismo, sino al Amado"  Este es el verdadero

desprecio de sí, el auténtico olvido propio. Teresa lo experimentó y siente una necesidad

creciente de sumergirse en él. No se hace ilusiones: con toda sinceridad confesará en los

últimos días de su vida: "Qué feliz me siento de verme tan imperfecta, tan necesitada de la

Misericordia divina en la hora de mi muerte". Y añade: "Tengo muchas flaquezas, pero no me

sorprendo... Es tan dulce sentirse débil y pequeña"

¡Cuánto sabor encierra esa palabra, "es tan dulce!" Es la satisfacción de quien vive la

verdad, de quien se reconoce ante Dios tal cual es. Teresa sabe que para acercarse a Dios,

para pensar como Dios, para unirse a Dios, ha de permanecer tranquila y gozosa en el

desprecio y olvido de sí. ¿Qué hacer en las caídas que se repiten con frecuencia? "Una mirada

a Jesús -¡siempre esa mirada de confianza y de amor!- reconociendo la propia miseria, es la

mejor reparación". Que borra las faltas y las convierte en motivos de amor. Teresa es un alma

de luz; ama sinceramente su pequeñez y debilidad porque lejos de ser obstáculo al amor de

Dios, le ayudan a olvidarse de sí, condición necesaria para amar a Dios solo.

No hay que confundir la humildad con la pusilanimidad: Comprendiendo que a los ojos

de Dios "lo único que vale es el amor", fomenta en su alma los deseos de acrecentarlo más y

más en el ejercicio de las pequeñas virtudes, los pequeños sacrificios, las mil naderías de la

vida ordinaria. "Las obras extraordinarias -dice- no están a mi alcance. ¿Cómo demostraré a

Dios mi amor, si éste se prueba en las obras? Por mis pequeñas acciones y sacrificios. ¡Como

niña, sembraré de flores su camino! -Y añade-, y Jesús las mirará complacido".

El amor engendró y perfeccionó la humildad. El amor de Dios entra libremente en el

corazón que a El se entrega y devora, consume, arroja fuera todo resabio de estima y de amor

propio. La luz expulsa las tinieblas. Teresa sabe lo que dice cuando trata de convencer a las

almas deseosas de amar, de que sólo aceptando su pequeñez y pobreza podrán hacerlo cual

quisieran. Para pertenecer a Jesús hay que ser pequeña. He ahí la perfección. Esto no deja de

ser un privilegio, pero ¡cuánta humildad se necesita para aceptarlo! ¡Y qué pocas almas aspiran

a ser desconocidas!

 Casi inconscientemente, en nuestros deseos de perfección, alimentamos la secreta

pretensión de ser algo; tal pretensión es un obstáculo para el Amor. No puede el Señor realizar

en el alma su obra, sin abolir la preocupación propia que se opone al desarrollo y a la

consumación de la humildad. El amor sólo se alcanza en la humildad o por la humildad.

Poco antes de morir, Teresa, consumada en el amor divino y abismada en las tinieblas

de una noche oscura decía: "Lo único que veo es mi propia nada". No tenemos pues dificultad

en corroborar el juicio que de sí misma se había formado nuestra Santa. "La obra más grande

que el Todopoderoso ha realizado en mí, es el haberme mostrado mi pequeñez y mi

impotencia para todo bien" .


 

 

 

 

El Amor Omnipotente hizo el vacío en aquella alma, que le estaba enteramente

entregada; esta fue su obra, su verdadera obra maestra.


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8.- CONFIANZA

 

 

"Humildad que produce desaliento, es falsa humildad", decía el Cura de Ars. Pero,


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¿cómo es posible no desalentarse a la vista de la propia debilidad e impotencia? "La santidad

consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en manos de Dios,

conscientes de nuestra debilidad y con una confianza casi audaz en la Bondad de nuestro

Padre". Esto es puro Evangelio.

 La confianza equilibra el alma. ¿Habrá que llamarla correctivo de la humildad? No, la

humildad no necesita corrección, digamos más bien "contrapeso". Humildad y confianza; a

estas dos palabras se puede reducir toda la espiritualidad de Santa Teresa del Niño Jesús. De

hecho esas virtudes son el desarrollo normal de su alma; de toda alma que tiene fe en el Amor

infinito de Dios hacia la criatura. Desde este punto de vista, humildad y confianza se

compenetran, casi se confunden; en efecto, el alma no podría alegrarse en la consideración de

su debilidad y miseria, si no tuviera la seguridad de ser objeto del Amor Misericordioso.

Pero la certeza de ese Amor le mueve a gozarse tanto más cuanto mejor conoce su

pequeñez y su nada; no puede menos de alegrarse sabiendo que el Amor Infinito de quien lo

espera todo, es el Omnipotente. Si "la humildad que descorazona es falsa humildad" no es una

virtud. No lo es porque no tiene el contrapeso de la confianza en el Amor; no lo es porque no se

ha enraizado en la fe, en el Amor Misericordioso, base y fundamento de la confianza.

 ¡Humildad y confianza! Dos virtudes inseparables en la perfección cristiana;

inseparables porque son complementarias. La humildad sin confianza lleva a la pusilanimidad,

al desaliento. La confianza sin humildad conduce a la presunción y a la temeridad.

La vida de Teresa está como impregnada de confianza, ¡confianza de niña! Esto

explica el matiz verdaderamente infantil de su humildad, su predilección por todas aquellas

expresiones, imágenes y comparaciones que conducen al alma a la infancia espiritual. Toda

ella está penetrada de confianza filial.

En la vida espiritual de Santa Teresa de Lisieux, el punto de partida, lo hemos dicho,

son los deseos; deseos inmensos, ilimitados. ¿Cómo explicar tales deseos en esta niña tan

consciente de su pequeñez? Evidentemente, por la confianza; confianza filial en la bondad de

Dios, su Padre. Sabe que el amor de Dios a la criatura es enteramente gratuito; sabe y cree

con fe firmísima, que ese Dios que es Amor, desea comunicársele. Según eso, limitar sus

deseos de amar sería indicio de desconfianza; desconfianza, no de sí misma sino de Dios. No

limitará pues sus deseos, porque tampoco tiene límites su confianza en el amor de Dios hacia

ella. Reconociéndose como un átomo insignificante, pero con capacidad para amar, se deja

atraer y se sumerge en la hoguera del Amor Infinito que quiere llenarla de El, sumergirla en El,

y transformarla como El en amor...

La confianza que se fundamenta en esta fe, en esta seguridad, no puede tener límites;

de ella brotan los deseos, también ilimitados de perfección, de santidad, de amor. Cuando

considero el espíritu de nuestra Santa, me viene a la memoria una profunda reflexión del P.


 

 

 

 

Faber; "la virtud menos cultivada en la vida espiritual es la esperanza". La vida de Teresa es,


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como por contraste, una confirmación clara y decisiva de esa frase. La esperanza, es decir, la

confianza, dilata su alma y la lleva a la cima de la santidad.

Esta virtud desempeña un papel de primer orden en la santidad de la Santa Carmelita.

Ante este género de santidad tan sencilla y atrayente, no pocas almas se detienen dando oídos

a esta reflexión desalentadora: "Teresa fue favorecida por gracias verdaderamente

extraordinarias". ¿De dónde viene esta idea? Supone un desconocimiento de lo que significa

en la vida y en la doctrina de Teresa la virtud de la confianza. Puesta esta virtud como base

esencial e insustituible de la santidad, deja de ser inverosímil que un alma, por pequeña y

pobre que sea, quiera elevarse a la vida de intimidad con Dios. Es evidente por el contrario,

que sin la confianza basada en el Amor Omnipotente de Dios, fallará por su misma base todo

esfuerzo, todo deseo. La confianza es, pues, la llave del "Caminito" de Teresa del Niño Jesús.

Sólo la confianza podrá conciliar la incompatibilidad existente entre dos extremos; la

debilidad de las almas y la fortaleza que les es necesaria; esta virtud es el puente

imprescindible entre la humildad y la magnanimidad.

El alma confiada sentirá que en la medida de su debilidad aumenta su fortaleza. Solo la

confianza explica esta paradoja. La confianza es la fortaleza de Dios, la Omnipotencia de Dios

al servicio del alma; el alma verdaderamente confiada obliga a Dios, en virtud de la gratuidad

de su amor, a realizar en ella su obra santificadora. Teresa tiene la convicción profunda de que

Dios es el autor de la santidad. Viéndose débil e impotente hace suya la Omnipotencia divina,

mediante la confianza en el amor infinito y gratuito de Dios. Y con él se siente fuerte; de ahí sus

deseos, sus resoluciones, sus obras que alcanzan limites extremos.

¿Tendremos que citar los textos en que la Santa nos descubre su confianza? Son

numerosos pues tanto sus palabras como sus escritos abundan en esos sentimientos. "Jesús

todo lo puede; la confianza hace milagros". Oigamos su llamamiento, sin atribuir estas palabras

a los excepcionales dones de Teresa: "¡Oh si las almas débiles e imperfectas como la mía,

sintiesen lo que yo siento, ninguna desconfiaría de llegar a la cima de la montaña del Amor!" .

¿Qué es pues lo que siente? Que la confianza hace posible lo imposible. "La confianza hace

milagros". "El recuerdo de mis faltas me humilla... pero me habla más aún de misericordia, de

amor. Cuando llena de confianza filial arrojo esas faltas en la ardiente hoguera del amor, no

pueden menos de ser consumidas para siempre" .

La vista de sus defectos, de sus debilidades, es para ella motivo de confianza. "No

siempre soy fiel pero jamás me desanimo; me abandono en los brazos de Jesús y en El

encuentro con creces lo que había perdido". "Confío en Jesús y le cuento mis infidelidades".

Piensa ingenuamente, "adquirir por ese medio mayor influencia sobre su Corazón y atraerse su

Amor". "He encontrado el medio de ser feliz y de sacar partido de mis miserias". "Nuestro

Señor mismo me conduce por ese camino" .

Y cuando lleguen en las pruebas más desconcertantes, sequedades, oscuridades y

hasta tentaciones... "nada podrá espantarme, ni el viento, ni la lluvia, ni los negros nubarrones

que pudieran ocultar el astro del Amor; antes bien, entonces extremaré mi confianza, sabiendo


 

 

 

 

que por encima de esas oscuras nubes, sigue brillando el sol". Fe en el amor, a ultranza.

"¿Quién me separará de la caridad de Cristo? Nada me podrá separar de la caridad de Dios

que está en Cristo Jesús".


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Su hermana la Madre Inés se afligía viéndola sufrir. "¡Oh, no se aflija! Si me ahogo El

me dará fuerza. ¡Le amo! El nunca me abandonará" La confianza que es su punto de apoyo en

su ascensión hacia la santidad, le da firmeza en las obras. La confianza en el valor apostólico

del amor y del sacrificio por amor es la gran fuerza de la Santa. ¿Quién podrá sospechar la

influencia de esta acción oculta, tanto más eficaz cuanto más escondida? Dice San Juan de la

Cruz que un solo acto de amor puro es más provechoso a las almas y a la Iglesia que todas las

obras exteriores.

La vida de Teresa es una confirmación de que la debilidad es nuestra fuerza. Pero

insistimos en la idea no bastante conocida, de que sólo la confianza pudo realizar tal milagro:

confianza invencible, obstinada, heroica. La fe en el amor y, como consecuencia, la confianza,

dilataba su alma y la impulsaba a entregarse al Todopoderoso; de este modo los obstáculos,

incluso su debilidad, se convertían en medios. Lo que para muchas almas es motivo de

desaliento y dificultad en sus relaciones con Dios, era para Teresa el medio de elevarse sobre

sí misma hasta el Corazón de Dios. Precisamente porque se veía débil se fiaba del Amor. 


 

 

 

 

 

9.- TERESA DE LISIEUX Y EL ESPÍRITU SANTO


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Los que son llevados por el Espíritu Santo estos son hijos de Dios. La característica de

Teresa es la infancia espiritual; su "caminito" es el camino de la infancia, y en concreto es el

camino de los hijos de Dios según el Evangelio. San Pablo dice de manera explícita: "Los hijos

de Dios son los que se dejan conducir por el Espíritu Santo". Esta es la explicación lógica de la

vida y de la espiritualidad de Santa Teresa del Niño Jesús.

Todo el mundo está de acuerdo en que la finalidad de la ascética es someter a las

almas a la acción interior del Espíritu Santo. Sólo bajo su influjo puede desarrollarse en el alma

la vida sobrenatural, la vida divina, la santidad. Existen métodos que no tienen en cuenta este

principio; no parece sino que pretenden convencer al alma de que todo depende de su trabajo,

de sus esfuerzos personales, de sus múltiples y complicadas resoluciones.

En lugar de dilatar el alma ayudándola a olvidarse de sí y encaminarse a Dios por la fe

en el amor, la humildad y la confianza, dichos métodos la repliegan sobre sí misma. Trabajo

laborioso y estéril el de esos mil exámenes que la consumen y no sirven sino para hacerla

concebir un verdadero hastío de la vida espiritual.

Reconocen, ciertamente, el valor y la necesidad de la oración, pero en la práctica, en

lugar de ayudar a las almas a someterse a la acción de Dios, único Autor de la Santidad, la

acostumbran a fiarse de sus propios esfuerzos en el trabajo de la perfección. No otra cosa se

consigue con estos métodos complicados que presentan las virtudes con divisiones y

subdivisiones sin fin.

A estos métodos se refería sin duda Teresa cuando decía: "A veces cuando leo ciertos

tratados en que la perfección aparece erizada de obstáculos, mi pobre espíritu se cansa; cierro

entonces el libro que me rompe la cabeza y me seca el corazón y abro la Escritura Sagrada;

entonces todo me parece luminoso, la perfección me resulta fácil; basta reconocer la propia

nada y abandonarse con la sencillez de un niño en los brazos de Dios".  "¡No puedo

comprender ni menos poner en práctica ciertos libros!" Serán buenos para almas más grandes

que la mía; yo me regocijo de ser pequeña: porque "Sólo los niños y los que se les asemejan

entrarán en el Cielo"  (Mat. 19, 14).

 Hemos de confesar efectivamente que esos métodos distan mucho de la sencillez

evangélica. La sencillez es la característica de la ascética de Teresa. Enseña a las almas a

buscar a Dios para que El las libre de sus miserias; deben dejarse atraer por  Dios, entregarse

a El, contar siempre con El. Esto equivale a decir que Teresa procura vivir bajo la influencia y la

acción del Espíritu Santo. "Siempre he sentido el deseo, escribe Teresa, de llegar a ser santa.

Pero ¡ay! cuando me comparo con los santos, veo que entre ellos y Yo existe la misma

diferencia que hay entre las altas montañas cuya cima está más allá de las nubes, Y el grano

de arena pisoteado por los transeúntes. En lugar de desalentarme pienso: Dios Nuestro Señor

no inspira deseos irrealizables" .

Detengámonos un instante; con qué precisión razona la Santa. Dios -el Espíritu Santo-

no despierta jamás en el alma deseos irrealizables; cuando inspira deseos tiene intención de


 

 

 

 

satisfacerlos, de colmarlos con creces. Los deseos son en el alma, como el fruto de la acción

del Espíritu Santo.

La palabra "deseo" se encuentra constantemente en los escritos de Teresa; indicio

verdaderamente significativo. "Entonces pensé: Dios Nuestro Señor no inspira deseos

irrealizables; puedo por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad. ¿Qué hacer?

Crecer me es imposible; debo resignarme a ser tal cual soy, con mis innumerables

imperfecciones, pero quiero encontrar el medio de ir al cielo, por un camino muy recto, muy

corto, un camino enteramente nuevo. Estamos en el siglo de los inventos; ya no hay que

tomarse el trabajo de subir los peldaños de una escalera; un ascensor los reemplaza con


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ventaja. ¡Yo quisiera encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús!, pues soy demasiado

pequeña para subir la empinada cuesta de la perfección".

¡Cuántas almas piensan esto mismo, pero se quedan desalentadas al pie de la

escalera! "Entonces abrí la Escritura Sagrada, esperando encontrar en ella la solución que

necesitaba; y leí estas palabras de la Sabiduría: "Si alguno es muy pequeño que venga a mi"

(Prov. 9, 4 y 16). "Me acerqué pues a El, presintiendo que había descubierto lo que buscaba.

Deseando saber qué hará el Señor con el alma pequeña que a El se acerque, me encontré con

estas consoladoras palabras: "Como una madre acaricia a su hijo, así yo os consolaré, os

llevaré en mi regazo y os  meceré sobre mis rodillas" (Is. 66, 13). "¡Ah, jamás he escuchado

palabras tan tiernas y conmovedoras! ¡Vuestros brazos, oh Jesús, son el ascensor que debe

llevarme al Cielo! Para esto no tengo necesidad de crecer, al contrario, he de procurar ser más

pequeña cada día" .

Los brazos de Jesús, en lenguaje no metafórico sino teológico, significan el Espíritu de

Jesús, el Espíritu Santo. Sus dones son a manera de brazos que nos elevan. "Ascensor". Esta

palabra expresa con precisión admirable la obra del Espíritu Divino. En verdad, la obra de la

santidad no se lleva a cabo sino bajo la influencia del Espíritu Santo que es quien mueve al

alma, quien la lleva, quien la levanta hasta la perfección de la caridad, hasta la santidad.

¿Cómo corresponder a esta obra? ¡Humildad y Confianza! " Teresa, iluminada por el Espíritu

Santo comprendió perfectamente esa palabra de la Sabiduría "Ser pequeño", es decir, conocer

y amar la propia impotencia y "buscarle a El", al Amor infinito; ése es el ascensor divino. Y

entonces no somos nosotros quienes subimos: es El quien nos eleva, y al alma sólo le toca

dejarle hacer, seguir su movimiento ascendente. El nos elevará por encima de nosotros

mismos, de nuestros defectos, y poco a poco nos librará de nuestro "yo” egoísta. ¡Esta es su

obra esencial, obra divina para cuya realización sólo pide al alma un gran deseo acompañado

de una confianza total en si misma, y de una confianza sin límites en El, en su amor gratuito y

omnipotente. ¡Humildad, confianza! Este es el meollo de la santidad, de la espiritualidad de

Teresa; como punto de partida, el deseo de amar a Dios sin medida; humildad, y confianza.

Entonces el alma se entrega y sube al ascensor divino. Pero, ¿y la corrección de los defectos?,

¿y la adquisición de las virtudes?, ¿y la cooperación humana en el trabajo de la perfección? En

la mente de Teresa, todo está compendiado en esta sencilla fórmula; entregarse a Dios con


 

 

 

 

humildad y confianza. La sinceridad debe caracterizar al alma que se entrega enteramente al

Amor Misericordioso, sin tener en cuenta sus defectos y miserias.


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Creer en el Amor; recalquemos una vez más la extraordinaria importancia de la fe en el

Amor Misericordioso. Evidentemente, el alma ha de cooperar con su trabajo, con sus propios

esfuerzos... pero en esta labor no tanto se mira a sí misma cuanto a Dios; no tanto trabaja

cuanto se entrega a la acción de Dios en quien deposita toda su confianza.  No se ha de olvidar

que Dios es el primer agente de la santidad. El alma que se siente amada de Dios conoce

experimentalmente esta verdad palpando la acción divina en su propio trabajo. De ahí su

confianza y su fortaleza que la mueve a obrar con humildad, con suavidad, con paz; sin

agitación, sin impaciencia, sin inquietud, sin apresuramiento y por encima de todo sin

desaliento.

Cuando Teresa era Maestra de Novicias, una novicia se desalentaba porque el éxito no

correspondía a sus esfuerzos por corregir sus defectos. "Es usted como un niño pequeño que

empieza a tenerse en pie y aún no sabe andar. Quiere llegar a lo alto de una escalera para

encontrarse con su madre, y levanta su piececito intentando subir el primer peldaño. En vano;

cae y recae sin poder adelantar. Pues bien, sea usted como ese niño. En la práctica de las

virtudes levante su pie para subir la escalera de la santidad, pero no se crea capaz de llegar ni

al primer peldaño. Dios Nuestro Señor no pide más que su buena voluntad. Desde lo alto de

esa escala, El la mira con amor; vencido por la inutilidad de sus esfuerzos, no tardará El en

bajar y tomándole en sus brazos la llevará para siempre a su reino" .

Aquí vemos descrita la cooperación del alma en el trabajo de la perfección. Dios

Nuestro Señor no pide más que nuestra buena voluntad, nuestro deseo de complacerle, y

nuestros pequeños y estériles esfuerzos. ¡Es lo único que está a nuestro alcance! El lo sabe, y

si perseveramos con humildad y confianza a pesar de nuestros repetidos fracasos en el  deseo

de complacerle, nos tomará en sus brazos y nos llevará...

Otra vez el símil del ascensor, pero aquí se describe el trabajo del alma en cooperación

al de Dios. ¡Qué paz, qué sosiego experimenta el alma que con esas disposiciones se esfuerza

y trabaja en la adquisición de las virtudes! Orientada hacia Dios, descansa en El en medio de

su actividad, y de El se fía plenamente, aún en sus fracasos e imperfecciones. La gran

ocupación y preocupación del alma no es ya el progreso en la virtud, sino el deseo de agradar

a Dios, único norte de su vida.

¡Entrega! ¡Dejarse hacer! ¡Renuncia! Ahí está la santidad. Porque "La santidad no

consiste en tal, o cual práctica; consiste en una disposición del corazón que nos mantiene

humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad, y plenamente

confiados en su bondad de Padre". Pero ¡qué pocas almas viven en esta disposición!... "Hemos

de resignarnos a permanecer siempre pobres y débiles y esto es lo difícil; amemos nuestra

pequeñez, nuestra impotencia; entonces seremos pobres de espíritu, y Jesús bajará hasta

nosotros y nos transformará en incendio de amor" . Todo ayuda, pues, al alma a unirse con

Dios que es el Único necesario.


 


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