¡Dios te salve María!
 

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A este estado invita Teresa a las almas pequeñas; al estado de los hijos de Dios, que

se dejan atraer, que se dejan llevar por el espíritu de Jesús, es decir, por el Espíritu de Amor.

Esto es puro Evangelio. ¡Hagámonos niños!


 

 

 

 

10 -LA RENUNCIA EN TERESA DE LISIEUX

 

 

¿Cómo concibe Teresa del Niño Jesús la renuncia?  La renuncia en la mente de


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Teresa es una consecuencia del amor; del amor en su punto de partida, del amor en su marcha

progresiva hacia la perfección.

Renunciarse, es, pues, amar; no a sí mismo sino a Dios que atrae al alma con fuerza

irresistible. De ahí ese matiz atractivo y gozoso que presenta en Teresa la ley de la renuncia;

es una faceta de la ley de la caridad. El amor, el deseo de amar a Jesús es el motor de la

voluntad y la muerte del amor propio.

En definitiva, el Evangelio es la esencia del amor; exige la renuncia al amor egoísta

para que entre en nuestro corazón el amor de Dios, único que puede satisfacerle. La renuncia

al yo se efectúa en virtud del Amor, por el Amor y para el Amor. Esta es la significación de la

palabra del Maestro: "Mi yugo es suave y mi carga ligera", porque es el Amor quien impone esa

carga y el Amor quien la lleva.

Brotó en su alma el deseo de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse. Y estas

ocasiones se le presentaban a cada paso, en cada instante, en cada detalle de la vida

cotidiana. Esto es lo ordinario en la vida de todas las almas... Pero dejamos escapar las

ocasiones, con frecuencia pasan desapercibidas. ¿Por qué? Porque la mirada del amor no es

bastante luminosa; porque el deseo de agradar a nuestro Padre no está bastante despierto.

Cierto, los sacrificios que constantemente ofrecía Teresa, eran pequeños, insignificantes si se

quiere. Pero ¿acaso se nos exigen grandes renuncias en el Evangelio? "Señor, ¿cuántas veces

y en qué cosas renunciaré a mi mismo?", dice Kempis en su Imitación de Cristo.  Y el Maestro

responde: "Siempre y a todas horas, en lo pequeño y en lo grande sin exceptuar nada; en

todas las cosas te quiero desprendido de todo".

La renuncia es pues absolutamente necesaria siempre. Por lo tanto ha de ejercitarse

principalmente en las cosas pequeñas y en las pequeñas ocasiones. Nuestras vidas -en su

mayor parte- se componen de cosas pequeñísimas. En este punto Teresa es un verdadero

maestro. Pequeños sacrificios, sí, pero continuos, ininterrumpidos; ahí radica el heroísmo de

Teresa, su santidad.

Prácticamente, en toda vida humana, la única y verdadera grandeza a los ojos de Dios,

consiste en hacer las cosas pequeñas con mucho amor; en renunciar por Dios a esa serie de

insignificancias de que está tejida nuestra vida.

En general, tenemos una idea demasiado material, demasiado externa de la renuncia.

Nos la representamos en su aspecto negativo de privación de algo material o de mortificación

corporal, y consecuentes con esta idea trabajamos por encontrar ocasiones de sacrificar algo,

de privarnos de algo, siendo así que la renuncia ha de ser continua.

La renuncia es ante todo y sobre todo y casi exclusivamente, algo interior, espiritual; de

ningún modo es sinónimo de mortificación o de privación. Debemos renunciarnos siempre,

aunque actualmente no tengamos ocasión de mortificarnos en nada. Porque la renuncia es una


 

 

 

 

disposición del alma, que la mueve a olvidarse de sí; disposición sincera, continua,

determinación de no contemporizar con las tendencias naturales, de olvidarse de sí, de

prescindir del "yo".

 Tal era la renuncia de Teresa, disposición interna, represión de las actividades y del


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apresuramiento naturales, control de los deseos y de los sentimientos, de los recuerdos y de la

imaginación. Una verdadera mina de pequeños sacrificios que en su mayoría pasaban

desapercibidos. Aún cuando esta actitud del alma se reflejase al exterior por una renuncia

externa y material, su fuerza estaba en la postura interna de olvido propio y de orientación

hacia Dios. Eso es el alma de la renuncia.

Si esa actitud es sincera, en ocasiones se traslucirá al exterior; pero, ya lo hemos

dicho, la esencia de la renuncia no consiste en el acto externo, sino en la polarización de la

vida hacia Dios. Así se comprende perfectamente que el empeño de Teresa en su afán de no

desperdiciar ninguna ocasión de, sacrificarse no le causara la menor inquietud, ni degenerase

en meticulosidades o estrechez de espíritu. Nacía de su deseo de agradar siempre y en todo a

Dios, su Padre. Es verdaderamente sincera en su deseo de dar gusto al Señor.

 Estos pequeños sacrificios, celosamente aprovechados, no son sino el fruto

espontáneo de su amor siempre despierto. Y su afán de aprovechar las más pequeñas

ocasiones lejos de producir en ella preocupación, inquietud o estrechez de espíritu, dilata su

alma y la llena de alegría: alegría en el don que se confunde con el gozo en el amor.

¡Qué idea tenemos tan equivocada de la renuncia! La consideramos como un ejercicio

triste. Casi despreciable; como una práctica penosa, fatigosa.   Es que no vemos más que su

aspecto negativo, y con ese matiz no puede menos de resultar fastidiosa. Es la muerte del "yo",

y la muerte, por sí misma, repele y horroriza. Pero Teresa ve en la renuncia algo más;

renunciarse ¡es amor, es vida!

Hay un segundo prejuicio contra la renuncia. Imaginamos que exige una represión

continua, un esfuerzo violento, ininterrumpido; un control implacable de todos los movimientos

del alma y del cuerpo; una inversión absurda del modo normal de vivir, en una palabra, un

ejercicio antinatural y penosísimo. Teresa con su concepción de la renuncia ha echado por

tierra ese prejuicio casi universal y repelente.

La Santa sabe ofrecer sus pequeños sacrificios con la sonrisa en los labios, y con el

corazón dilatado por la confianza y el amor. "Desde que no me busco a mí misma soy la

persona más feliz del mundo" . La explicación de este fenómeno es siempre la misma; la

renuncia y el sacrificio no representan para ella un trabajo rudo y complicado, fatigoso y triste.

Muy al contrario: ve en ella la práctica del olvido propio; el movimiento del alma que se lanza

hacia Dios en un impulso de amor, descargándose, en su carrera hacia El, de todo aquello que

pueda retardar o detener su marcha. Todo ello con la mayor naturalidad y sencillez como si se

tratase de una necesidad más que de una renuncia.

Para terminar recordemos un rasgo poco conocido de la vida de Teresa; rasgo de poco

relieve quizá, pero muy significativo. Era en los últimos días de su vida. La Madre Inés de


 

 

 

 

Jesús le preguntó: "¡Para llegar a vencerse tan perfectamente, habrá tenido que luchar

mucho?" Y Teresa, con una expresión profunda en la mirada, respondió: "¡Oh! no es eso...".


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"¿No es eso?" ¿Quiso pues decir que no luchó? De ningún modo, sino que esa lucha

no tenía un matiz violento, penoso y triste, como parecía deducirse de la pregunta de su

hermana; lo que Teresa quería decir era esto: "No, no he luchado mucho, sino que he amado

mucho". Cuando se ama, la lucha deja de serlo y se convierte en una necesidad; la necesidad

de agradar al Amor.

En suma, Teresa enunciaba a su modo, en cuatro sílabas, el principio de sicología

ascética, formulado por San Agustín:. Donde hay amor no hay trabajo...Nadie ha demostrado

como Teresa que el amor todo lo suaviza, todo lo facilita.


 

 

 

 

 

11 - TERESA DEL NIÑO JESÚS Y LOS DONES DEL ESPÍRITU

SANTO


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"Si vivimos del Espíritu, obremos por el Espíritu". Santa Teresa dijo en cierta ocasión:

"Quiero que Jesús se apodere de mis facultades de tal manera, que mis acciones humanas y

personales se transformen y divinicen, bajo la inspiración y dirección del Espíritu de Amor".

Esto debe desear toda alma que tiende sinceramente a la perfección, a la santidad. Esto es lo

que condujo a Teresa a la santidad. Y puesto que su deseo, como dice expresamente, es que

las almas pequeñas nada tengan que envidiarle, veamos cómo toda alma de buena voluntad

puede llegar a realizar este ideal de vida divina.

Recordemos algunos puntos de doctrina fundamentales.

1. Los dones del Espíritu Santo y las virtudes sobrenaturales, se le confieren al alma en

el Bautismo, juntamente con la gracia santificante.

2 Estos dones se confieren a las almas cristianas, no para permanecer inactivas y

estériles como sucede con frecuencia, sino para producir en ellas el pleno desarrollo de la vida

de la gracia.

 3.Los dones difieren de las virtudes en que disponen al cristiano no a poner en juego

sus propias fuerzas, sino a recibir directamente de Dios, del Espíritu Santo, el impulso que le

mueva a obrar. Los dones suponen las virtudes sobrenaturales y las perfeccionan. Gracias a

ellos, el cristiano llega a serlo plenamente; es decir, obra y vive bajo la influencia de la acción

divina.

4. Síguese de ahí, que los dones del Espíritu Santo y, por consiguiente, las gracias

actuales especiales que los ponen en juego no son favores excepcionales o cosas

extraordinarias que se conceden a algunas almas privilegiadas como la de Teresa del Niño

Jesús, sino gracias ofrecidas y concedidas a toda alma cristiana de buena voluntad

 

 

Para entrar en esa región más elevada, en que según expresión de Teresa los actos

humanos y personales se transforman y divinizan, el alma no debe poner en juego su propia

actividad, no debe agitarse ni obrar por sí misma; su actitud debe ser más bien pasiva, para dar

lugar a la acción del Espíritu Santo.

Esta postura es elemental; para dejarse conducir por otro es menester una actitud

pasiva. Nuestra tendencia natural, iba a decir nuestra manía, es querer obrar por nosotros

mismos; imaginamos que sin esta actividad, no hacemos nada en materia de perfección y de

santidad; que el negocio de nuestra santificación depende ante todo y sobre todo de nuestra

actividad personal. Y nuestro espíritu se detiene con fruición en ideas de propio

engrandecimiento. Eso explica nuestras inquietudes, nuestra agitación, nuestra actividad

natural. Tan es así, que cuando se trata de invertir el orden de nuestras actividades y se nos

exhorta a la sumisión, a la docilidad, al movimiento e influjo del Espíritu Santo, instintivamente


 

 

 

 

tratamos de buscar nuevas actividades para conseguirlo. Es evidente que vamos por camino

errado.

Para dejar al Espíritu Santo la vía libre - pues de esto se trata -, hemos de procurar

permanecer internamente apaciguados en una actitud de serenidad, de reposo y de paz.

Entonces y sólo entonces, podrá El realizar su obra.


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Para nuestra Santa la solución está en dos palabras muy sencillas: (a ellas se reduce

su vida y  su camino) dos palabras que ya conocemos, pero que a la luz del tema que nos

ocupa, adquieren nuevo significado, nuevo relieve e importancia. ¡Humildad y confianza! Ahí

está todo. No busquemos otra explicación, ni la recarguemos con consideraciones superfluas;

pero tratemos de profundizar con toda sencillez el nuevo sentido de esas dos palabras:

¡Humildad y confianza! ¡Dos disposiciones pasivas!

Reconocimiento sereno, plenamente aceptado de nuestra impotencia, de nuestra

debilidad nativa, de nuestra incapacidad, de nuestra nulidad; aceptación sincera, libremente

confesada en la presencia del Señor; primera disposición pasiva, y para decirlo en dos

palabras, humildad sincera.

Entonces la mirada confiada del alma se vuelve hacia el Amor infinitamente

Misericordioso de Dios, esperando que su acción Todopoderosa realizará en la nada de la

criatura que a El se entrega, su obra de santificación; confianza sin vacilación, segunda

disposición pasiva.

Teresa supone, evidentemente, que las almas de buena voluntad, es decir, las que

tienen un deseo sincero de amar a Dios y de agradarle en todo, tienen también esas dos

disposiciones, humildad y confianza. Entonces el Espíritu Santo actuará en ellas, las guiará, las

iluminará, las fortalecerá y las conducirá rápidamente con suavidad y firmeza al grado de

santidad a que Dios las destina.

Dispuesta el alma, atenta al interior, hará sencillamente en cada momento, lo que crea

ser voluntad de Dios, olvidándose de sí, dejando a un lado sus propios gustos y deseos. El

Espíritu Santo obrará libremente en ella, y sus Dones actuarán cada vez con más perfección.

En este alma se hará realidad el deseo de Teresa; Jesús se apoderará de sus

facultades de modo que sus actos humanos y personales se divinicen y transformen bajo la

inspiración y dirección del Espíritu de Amor. ¡Dichosas las almas pequeñas que se dejan

conducir por este Divino Espíritu! ¿Pequeñas?, notémoslo bien, porque para llegar a eso es

preciso no querer indagar ni comprender el fin que se propone el Espíritu Santo, ni el camino

por donde nos conduce, ni el resultado de su moción; en una palabra, se ha de entregar a

ciegas.

El negocio de la santificación ya no es cosa nuestra sino de nuestro Divino conductor.

¿Por qué pues inquietarnos? Fiémonos, confiemos en este Director Divino que todo lo sabe,

que todo lo puede y que nos ama!

Entonces queda el camino expedito; el Espíritu Santo con un toque delicado, pone en

juego los sentidos sobrenaturales que El mismo ha impreso en el alma, y que llamamos los

Dones. El la mueve; es El en definitiva quien la libera efectiva y eficazmente de su egoísmo, de


 

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su amor propio, de todos los defectos inherentes a nuestra vida humana y natural. Entonces, y

sólo entonces, las virtudes, fe, esperanza, caridad... dan pleno rendimiento. El alma vive lo

divino; la vida de la gracia tiene su pleno desarrollo.

Esta es la humildad de Teresa, la verdadera, la que nos enseña el Evangelio.

Confianza, humildad y amor para entregarse a la acción del Espíritu Santo. ¡Esto basta! El

pondrá en movimiento los dones.

¡Humildad, confianza, amor! ¡Qué ligadas están entre sí estas virtudes! En realidad, la

confianza, supone el amor. La humildad y la confianza son el camino para el amor: nos lo

enseña el Evangelio. ¿Quién nos conducirá al Amor, quién despertará en nosotros el amor? No

serán nuestros esfuerzos ciertamente, sino el Amor, es decir, el Espíritu que es Amor.

Cuando decimos que el Amor ha de hacer su obra en nosotros, no pretendemos

designar, con esa palabra "amor", un concepto abstracto, ni una tendencia moral de nuestra

voluntad. El Amor es un ser concreto, personal, real, es Dios  o lo que es lo mismo, el Espíritu

de Amor. Este amor omnipotente, presente en nosotros quiere transformar y divinizar nuestra

alma: El es, el "alma de nuestra alma". ¿Qué pide de nosotros? ¡Humildad y confianza!,

condición indispensable para vivir de amor.

"La grandeza verdadera está en la vida de amor. Bien sé que no se llega de un salto,

se necesita tiempo y, sobre todo fidelidad. Pero nada temamos. Nuestro Señor le ha abierto la

puerta; nos ha hecho entrar en ese camino y nos conducirá hasta el fin" . Es El quien nos

conduce, es decir, su Espíritu que mora en nosotros.

 Los Dones del Espíritu Santo no tienen otra finalidad que hacernos sensibles,

manejables. ¿dónde nos conducirá? Al Amor perfecto, hasta el punto de que no seamos

nosotros quienes vivamos, sino el Señor quien viva y obre en nuestra alma con su dulzura, su

paz, su fortaleza y su amor".

¡Humildad y confianza El privilegio de Teresa del Niño Jesús consistió en haber

caminado por esa vía desde el principio. Pero su "caminito" está abierto a todas las almas que,

como ella, desean amar a Dios. Toda alma ha recibido igual que ella los dones del Espíritu

Santo y goza de su inhabitación divina; teniendo por guía a ese Espíritu de Amor, llegará como

Teresa a la cima del Amor.

La puerta de este "caminito" abierta a toda alma de buena voluntad, es la confianza

humilde, la humildad confiada.


 

 

 

 

12 - LA ORACIÓN EN TERESA DE LISIEUX


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"Yo te glorifico Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las

has revelado a los pequeñuelos" . No es posible conocer a un alma profunda como la de

Teresa, sin saber algo de sus relaciones íntimas con Dios, de su trato con El en la oración.

No hemos de esperar de ella un método. Esto sería remar contra corriente. A este

propósito nos parece necesaria una observación preliminar. Teresa conduce a las almas desde

el punto en que los métodos de oración no les son necesarios, y más bien serían una rémora

para ellas. De ahí se deduce otra observación práctica: Teresa nos enseña con evidencia que,

en un momento dado, hay que liberar a las almas de los métodos, y creemos, contrariamente a

la opinión común, que este momento no tarda en llegar cuando se trata de un alma que se

entrega con generosidad a la vida espiritual.

A los principios, la mayoría de las almas necesitan un método. Digo la mayoría, pues

algunas más intuitivas - como la de Teresa- nunca tuvieron necesidad de él. Otras, en mayor

número, sí que lo necesitan, pero es evidente que solo es un medio provisional. Las almas no

llegan a la verdadera oración, sino en la medida en que se liberan de ese andamiaje artificial.

En general, nos apegamos fácilmente a nuestros medios humanos, a nuestros métodos

en nuestra propia vida de oración. Confundimos el medio con el fin, de tal modo, que, en la

práctica, no pocas almas confunden la oración con el método, y el abandonarlo les parece una

infidelidad, aunque por otra parte les resulta penoso sujetarse a él.

Para hacer oración es preciso liberarse de todo lo que sea ficticio, y ponerse en la

realidad. Nada menos sujeto a un método que la oración. Orar es someterse sinceramente a la

acción de Dios, es decir al Amor infinito; es entregarse a El, humilde y confiadamente. Y lo que

falta a muchas almas es precisamente la confianza en Dios; inconscientemente se fían de sí

mismas, de su propio trabajo y esfuerzo, de sus industrias y métodos; con ellos cuentan y,

consecuentemente, les conceden excesiva importancia.

¡Es lamentable! Es olvidar que Dios, y sólo Dios, es el autor de la santidad, y que el

trabajo del alma consiste en someterse sencillamente a la acción de Dios. Este punto es

elemental, y en teoría, todo el mundo lo sabe. ¡Pero cuán lejos estamos de vivirlo en la

práctica! La mejor manera de comenzar la oración es hacer un acto de fe, firme y ferviente en

el amor de Dios a la criatura miserable, y pedirle nos enseñe  corresponder a ese Amor.

Podemos pues, afirmar, que Teresa del Niño Jesús, que nunca usó de método en la

oración, nos ha prestado un gran servicio, pues por el hecho mismo, nos recuerda qué es la

oración; intercambio de amor entre Dios que es el amor esencial, y el hombre criado para

amar, y que sólo de Dios puede recibir el amor que necesita; intercambio de amor entre la

miseria de la criatura humana y la misericordia amorosa del Creador. Esa es la esencia de la

oración; todo lo demás no son más que medios.

¡Es increíble hasta qué punto complicamos el trabajo de la inteligencia en nuestra

oración! Razonamientos, sutilezas, divisiones y subdivisiones sin fin del tema hasta agotar su


 

 

 

 

contenido racional, sin más provecho que un agotamiento cerebral. Sacamos, eso sí, una

conclusión lógica, muy lógica, que bautizamos con el nombre de propósito; resolución

magníficamente racional, pero que en la práctica resultará perfectamente estéril y no


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tardaremos en olvidarla. La hemos hecho al margen e la realidad, de la verdad; es fruto de un

trabajo humano.

 ¡Qué bien dijo Santa Teresa! "La oración no consiste en pensar mucho sino en amar

mucho". Su hija, Santa Teresa del Niño Jesús nos dice eso mismo a su modo, no con palabras

expresas, sino con su ejemplo, haciendo su oración con el corazón, es decir, amando.

Notemos pues que la primera enseñanza de Teresa es ésta: La oración es una cosa

sumamente sencilla. "No encuentro en los libros nada que me satisfaga. El Evangelio me

basta".

Jesucristo se hizo hombre y vino al mundo para enseñarnos todo lo necesario en orden

a la perfección, a la santidad. Y esta su enseñanza no fue razonada ni filosófica; sino sencilla,

expuesta con palabras y lecciones llenas de luz y de vida, corroboradas por sus acciones, sus

ejemplos, su vida toda. Esto es lo que encontramos en el Evangelio, el libro de Meditación por

excelencia. Cuatro volúmenes escritos por Dios mismo, que nos muestran cuál es la

perfección, practicada por un Dios, por nuestro Dios hecho hombre.

¿No sería razonable que todos los cristianos, especialmente las almas cristianas ávidas

de perfección, dijesen como Teresa del Niño Jesús, "El Evangelio me basta"? Tanto más

cuanto que muchos podrían decir como ella: "No encuentro en los libros nada que me

satisfaga". ¡Lástima que con tanta frecuencia nos apartemos de la verdad, siempre luminosa y

sencilla, para entrar en un camino falso, artificial, complicado y fastidioso!

Teresa seguramente abría el Evangelio; leía algunos versículos, no muchos; el

Evangelio no es un libro que se pueda asimilar a grandes dosis. Entonces, despertando su fe

ingenua y sencilla en el amor de Dios, adoraba humildemente a este Amor infinito; pedía la

gracia de comprenderle mejor a través de Jesucristo y se ofrecía a El para que realizase en ella

su obra y le enseñase a corresponder a sus designios.

En esta actitud de fe, de humildad, de adoración y de deseo, miraba a Jesucristo y le

escuchaba. En esa sencilla mirada su alma se empapaba en la contemplación de Jesucristo,

de sus obras, de sus palabras. No buscaba más que al amor, y lo percibía profundizando la

letra Evangélica hasta dar con el espíritu que la vivifica. Suavemente, sin prisa, sin agitación,

su alma recibía nuevas luces; Dios se manifestaba más y más a ella, como un Padre

infinitamente amante. Crecía en su corazón el deseo de amarle, y aprendía de Jesús, su

modelo divino, la ciencia maravillosa de la caridad.

Así, sin cálculo, sin artificio, con la mayor naturalidad, formaba sus resoluciones si Dios

se las sugería. Pero no se empeñaba en terminar su oración con lo que los libros denominan el

propósito del día. Se renovaba y se reafirmaba, eso sí, en la firme resolución de hacerlo todo

para agradar a Dios.

Salía de la oración, no con la cabeza cansada, sino con el corazón dilatado; no con

muchas hermosas ideas, sino más deseosa de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse


 

 

 

 

para demostrar con estas naderías, como ella decía, la sinceridad de su amor. Las ideas, por


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muy hermosas que fuesen, pronto la hubiese olvidado Pero el deseo de amar  se posesionaba

cada vez más de su corazón, y se hacía efectivo a lo largo de las acciones del día.

Esa era la oración de Teresa. Bien podía decir que le bastaba el Evangelio. ¡Qué triste

sería que a nosotros no nos bastase este libro divino! Aquí ocurre preguntar; ¿por qué muchas

almas no encuentran en el Evangelio el alimento que necesitan? ¿Por qué no les basta la

lectura de este libro? Quizá porque acuden a él con cierta curiosidad intelectual, deseando

nutrir su espíritu de ideas y pensamientos nuevos; buscan en el Evangelio lo accidental, y

dejan a un lado lo sustancial.

El Evangelio es el libro del Amor. No se ha de buscar en El más que amor. Quien se

acerque al Evangelio con ese espíritu quedará iluminado. No creo que Teresa haya leído

muchos comentarios del Evangelio. Sucede con estos comentarios lo que con los libros de

meditación; es preciso desembarazarse de las dificultades y puntos oscuros que en ellos se

encuentran, para dar con la savia vivificadora. Y de hecho no son los comentaristas quienes

nos ayudan a esclarecer el sentido del libro sagrado. El único verdadero comentarista del

Evangelio es el Espíritu Santo que ilumina a cada alma. Nos dijo Nuestro Señor: "Cuando

venga el Espíritu Consolador... os recordará todo lo que Yo os he dicho".


 

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13 - EL MISTERIO DEL SUFRIMIENTO EN TERESA DE LISIEUX

 

 La paciencia fue un factor importantísimo en la perfección de Teresa de Lisieux. Su

humildad, su confianza y su amor, se perfeccionaron en la paciencia. En este punto, Teresa se

amoldó perfectamente al plan de Dios.

 Es evidente que en el mundo actual, degenerado por el pecado, las penas que son

secuela del mismo, tienen la misión, no solo de regenerar y salvar al hombre, sino de contribuir

a su máximo perfeccionamiento.

Esto es indudable. Dios ha escogido este mundo, en el orden providencial actual, para

que el hombre se santifique a pesar de su miseria, y para ello la paciencia es un medio

esencial.

Siendo el sufrimiento consecuencia del pecado, (inevitable por lo tanto en la vida

humana) la clave, el secreto de la perfección, consistirá en convertir el tal sufrimiento en medio

de unión con Dios es decir, en motivación de amor. Esta es la misión de la paciencia en el

trabajo de la perfección y de la santidad.

Teresa del Niño Jesús lo comprendió y lo vivió maravillosamente. La paciencia es, a

sus ojos, el mejor acto de amor; el amor en su forma más frecuente y más auténtica. Veamos

qué piensa Teresa de esta virtud. Fácil nos será después comprender las características de su

paciencia. Ante todo -y esto es esencial para comprender la paciencia de Teresa -, veamos

cómo en cada sufrimiento se acrecienta su fe en el Amor Paternal de Dios. Su fe en ese Amor

es tan firme y tan sencilla, que aún las pruebas más duras y penosas a la naturaleza, las

considera como una forma, como una expresión del Amor. Todo sufrimiento es según la

concepción que de él tiene Teresa, un mensajero del Amor de Dios, porque es manifestación

de la voluntad divina, es decir: del Amor. Consecuente con esta idea, Teresa descubre, bajo la

áspera corteza de la cruz, la realidad divina del Amor, y a El dirige su primera mirada,

penetrante, profunda y clarividente. Teóloga por intuición, la Santa no razona; cree. Su mirada

es la fe, iluminada por la caridad. ¡Y qué certera es esa mirada!

Escuchémosla: "¿Cómo es posible que Dios, amándonos infinitamente, se goce en

hacernos sufrir?" Y añade sin vacilar: "No, Dios no puede gozarse en nuestro dolor, pero éste

nos es necesario. Lo permite, pues, como a pesar suyo". En esta frase sencilla y sublime, nos

da a entender con precisión, el sentido providencial del sufrimiento en la mente divina. Teresa

ha comprendido, como San Juan, que Dios es Amor, sólo Amor.  No quiere Dios el sufrimiento

por sí mismo. De hecho lo permite, muy a pesar suyo. El pecado ha creado la necesidad del

dolor. Dios lo quiere pues, pero solo por amor como medio necesario para que el hombre

recupere la caridad y con ella la felicidad perdida. ¡Qué bien lo ha comprendido nuestra Santa!

El sufrimiento es un remedio, amargo sí, pero insustituible, dado el egoísmo humano, para

recuperar la salud y la felicidad del alma.

“Dios nos purifica en el crisol del sufrimiento, y por este medio nos prepara a la

divinización y transformación en El". Explicación perfecta del porqué del mundo actual, solución

del problema del mal. Dios ha previsto el pecado; lo ha permitido para que más claramente se


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manifieste su amor. El dolor, consecuencia del pecado, se abatió primero sobre el Hijo de Dios;

después sobre nosotros, y, de esta forma, El nos demostró su misericordioso amor, y el

hombre le glorifica más perfectamente. El sufrimiento, pues, está como impregnado, sumergido

en el Amor. Una palabra más de Teresa que resume las precedentes. "La vida, el tiempo, no es

más que un sueño. Dios nos ve ya en la eternidad. ¡Cuánto bien me hace esta idea! A su luz

comprendo el porque del dolor". Teresa piensa como Dios, piensa a lo divino. Y ¿acaso se nos

ha dado la fe para otra cosa? Pensando a lo divino, Teresa acepta el sufrimiento a lo divino,

como verdadera hija de Dios. Su delicadeza filial que tan bien comprende el corazón de Dios,

le sugiere fórmulas exquisitas. Vaya una como muestra: "A Dios que tanto nos ama, le cuesta

mucho dejarnos en la tierra durante este tiempo de prueba; lejos pues de nosotras el repetirlo

constantemente que no estamos a gusto; aparentemos no darnos cuenta de ello".

En realidad la paciencia de Teresa se ejercitó de ordinario en mil pequeñeces,

semejantes a las que cada día encontramos en nuestro camino. Sufrimientos pequeños,

ocultos, penosos, para su naturaleza sensible, dificultades de esas que también a nosotros nos

hieren y molestan pero que por falta de fe, de esa fe despierta y amorosa, nos abaten, nos

llenan de melancolía, y quizá, a pesar nuestro, nos hacen sombríos, mustios, fastidiosos a

nosotros mismos y a los demás. Constantemente se nos ofrecen como a Teresa, ocasiones de

ejercitar la paciencia, pero las dejamos escapar. ¿Por qué? Por falta de fe en el Amor, y por

falta de vigilancia sobre nuestra conducta. En los momentos de dolor, en lugar de levantar los

ojos y el corazón a Dios que lo permite en su amorosa Providencia, en lugar de unirnos a El por

el sacrificio inmediato y espontáneo de nuestra voluntad en aras de la voluntad divina, nos

replegamos egoístamente sobre nosotros mismos. ¡Qué pérdida tan incalculable!

Nuestras imperfecciones, faltas y defectos, esas mil cosas que no pocas veces nos

abaten y aún nos irritan, son fuente perenne de pequeños sufrimientos. ¿Remedio? Ante todo y

sobre todo la paciencia. "¡Qué feliz soy - decía Teresa- de verme imperfecta y tan necesitada

de la misericordia de Dios!".  La paciencia es también en esta ocasión, raíz y custodia de la

humildad. La Santa Carmelita conoció asimismo las dificultades y penas interiores,

sequedades, oscuridades, tentaciones. La aridez fue desde el Noviciado hasta sus últimos

días, la atmósfera habitual de su alma. Su fe en el Amor la ayudó a sufrirlo y aceptarlo todo.

Igualmente, Teresa acogió siempre con sumisión y aún con la sonrisa en los labios todas las

pruebas grandes y pequeñas de su vida; penas de familia, enfermedad de su padre, su propia

enfermedad. La alegría en el dolor fue el sello distintivo de la paciencia de Teresa. Gozo en el

sufrimiento. No comprendemos de qué alegría se trata; imaginamos una alegría sentida,

sabrosa, que evidentemente, es incompatible con la tristeza. Por instinto soñamos con un

modo de sufrir que nos halague ensalzándonos a nuestros propios ojos. Queremos sufrir con

gran fortaleza, ánimo y generosidad. Esa es la idea que nos hacemos de la alegría en el

sufrimiento. Nada, más equivocado. Para sufrir, es preciso sentir la tristeza y la amargura, el

desaliento y la propia impotencia. En la aceptación de todos esos sentimientos se ejercita la

virtud de la paciencia.


 

 

 

Lo que importa es superar la amargura y todas las consecuencias naturales del


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sufrimiento, y una vez conseguida esta superación, buscar el descanso y la alegría. ¿En qué?

En el deseo de agradar a Dios solo, sin mezcla de contento humano y personal.  "Sólo una

cosa me alegra; sufrir por Jesús; y esta alegría no sentida, supera todo gozo" . "Alegría no

sentida". No se trata, pues, de sentir la alegría en sí misma considerada, sino de apoyarnos

firmemente en la convicción, de que aceptando el sufrimiento agradamos a Dios Nuestro

Padre; ese ha de ser nuestro descanso y nuestro gozo. ¡Gozo no sentido, gozo espiritual,

divino!

No creo equivocarme al pensar que la Santa ha querido animar a las almas pequeñas,

hablándoles de esta alegría accesible a todas. ¿Cómo alcanzarla? Viendo, al igual que ella, en

el dolor, una expresión del Amor de Dios. Haciendo de la paciencia, un ejercicio de amor filial.

Entonces, el Espíritu Santo que mora en nuestra alma, hará en ella su obra, como la hizo en el

alma de Teresa, y junto a la tristeza, compañera inseparable del dolor, florecerá el gozo, ese

gozo de que nos habla San Pablo y que es, como la caridad, fruto del Espíritu Santo. Entonces

la sonrisa aflorará fácilmente a nuestros labios, reflejando la alegría de nuestra alma. "Me

esforzaba - dice Teresa- en sonreír ante el sufrimiento, para que el Señor, al ver la expresión

de mi rostro, no sospechara mi sufrimiento". Expresión llena de ingenuidad si se quiere, pero

reveladora de una altísima sabiduría. ¡Es un alma que ha sabido comprender a Dios! Ahí está

todo.


 

 

 

 

 

14 - LA CARIDAD EN TERESA DE LISIEUX


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"Mis mandamientos se reducen a uno; amaos los unos a los otros". Estos dos amores,

amor de Dios y amor del prójimo son inseparables. Así lo comprendió Teresa; oigamos sus

confidencias: "Procuraba ante todo amar a Dios, y amándole a El, comprendí el deber de la

caridad en toda su extensión" . "Cuando más unida estoy a Jesús, más amo a todas mis

Hermanas" .

Había comprendido a su Maestro. Jesús ama a Dios su Padre, y en virtud de ese amor,

ama también a los hombres porque el Padre los ama, y se entrega por ellos. "Quien dice que

ama a Dios y no ama a su hermano es un  mentiroso ¿Pues quien no ama al prójimo a quien

ve, cómo amará a Dios a quien no ve? "Amar a Dios que nos ama; amar a los hombres porque

Dios los ama; es la esencia del Evangelio. Teresa lo comprendió y lo vivió.

La Sabiduría evangélica que tan bien entendió Teresa, se reduce a una palabra; ¡Amor!

Amor a Dios y en El a todos los hombres. "La caridad es la plenitud de la ley". Pero, notémoslo,

la práctica de esta Sabiduría es humilde y modesta. Condición esencial para que nuestra

caridad sea real y no imaginaria, para que exista, no en fórmulas y palabras, sino de hecho y

en verdad.

En nuestra vida real, nuestras relaciones con el prójimo, con nuestros hermanos, se

reducen a una serie de circunstancias vulgares, insignificantes, de pequeños detalles; en ellos

hemos de practicar la caridad, el olvido propio. Desperdiciar esas ocasiones es exponerse a

vivir de ilusión, reduciendo nuestra caridad al terreno de la teoría. Al contrario, la verdadera

práctica de la caridad consiste en estar alerta para descubrir y aprovechar esas pequeñeces. .

"Una sonrisa, una palabra amable, cuando quisiera callar o mostrar disgusto" . Nada

más a nuestro alcance que esta forma de vivir el don total. Otro detalle: "Prestaba pequeños

servicios sin darles importancia" . O bien: "Si me quitan una cosa de mi uso, demostrar

satisfacción por verme libre de ella" . Estos rasgos tan insignificantes nos revelan la delicadeza

de su caridad. Y nos enseñan que esta virtud implica el olvido propio. Y eso es lo que de

ordinario nos falta. Aún en el deseo de practicar la caridad, nos mueve a veces el secreto afán

de parecer caritativos.

Nada de eso se advierte en nuestra Santa: "No debo ser complaciente para parecerlo o

para ser correspondida" . Y recuerda las palabras de Nuestro Señor: "Y si hacéis bien a los que

bien os hacen, ¿qué mérito es el vuestro? Puesto que aún los pecadores hacen lo mismo" (Lc.

6, 33). Qué sugerente es su interpretación de estas otras palabras del Maestro: "Al que te pida

dale... y al que quisiera quitarle la túnica alárgale también la capa" (Mat. 5, 40). ¿Qué

entendemos por "alargar la capa"? - dice Teresa- Renunciar a los más elementales derechos;

considerarse esclavo de los demás. Esto es puro Evangelio. Y, notémoslo, Teresa se da

cuenta de que, "lejos de agradecer sus servicios, abusarán quizá de su amabilidad. Fácilmente

cargarán de trabajo a las que siempre están dispuestas a ayudar".

¿Cuál será su conclusión práctica? Merece la pena subrayarlo: "No debo alejarme de

las Hermanas que fácilmente me piden favores". Conoce los subterfugios del egoísmo y


 

37

 

 

recuerda las palabras del Maestro: "No tuerzas tu rostro al que pretende de ti algún préstamo"

(Mat. 5, 42). Nada tiene pues de extraño que se imponga como regla de conducta: "No basta

dar al que me pida, es menester adelantarme y mostrarme muy honrada de que me pidan un

favor" .

Citemos un rasgo de cómo vivió nuestra Santa este principio. Había en el Carmelo una

Hermana anciana y enferma que apenas podía andar. Era difícil contentarla; había que

sostenerla por detrás, por delante; andar ni demasiado deprisa ni demasiado despacio; en

llegando al refectorio había que instalarla de cierta manera, recogerle las mangas a su modo,

disponer los cubiertos, cortar el pan también a su modo. La pobre enferma se quejaba

constantemente. Teresa se ofreció a ayudarla y se hizo su esclavita. Y con paciencia llegó a

hacer sonreír a la pobre Hermana. ¡Qué ejemplo tan sugestivo! Para conquistar las almas no

bastan los ademanes, correctos pero fríos; es preciso amarlas, es preciso entregarse.

El olvido propio, es decir la caridad, exige con el don total de sí mismo, la benevolencia

con el prójimo. La práctica de la caridad no será perfecta, si no soportamos pacientemente al

prójimo. "Pacientemente". No olvidemos que la paciencia es la raíz de toda virtud. La primera

condición necesaria para practicar la caridad es resolverse a ser paciente cueste lo que cueste.

Paciencia con todos y en todo; es preciso sufrir las flaquezas del prójimo, carácter, defectos,

faltas, imperfecciones.

"He comprendido que la verdadera caridad consiste en soportar los defectos del

prójimo, en no extrañarse de sus debilidades". Conocía el valor de este consejo que daba a las

Novicias: "Cuando sintáis una violenta aversión hacia una persona pedid a Dios la recompense

porque os ocasiona un sufrimiento. Este es el mejor medio de recuperar la paz". Si

comprendiésemos el poder santificador de la paciencia reconoceríamos que las personas que

nos hacen sufrir tienen derecho a nuestra gratitud.

Es defecto bastante común que, cuando vemos una culpa o equivocación en el prójimo,

nos empeñamos en hacérselo ver. Veamos qué piensa la Carmelita de Lisieux de estas

impaciencias disfrazadas. "Querer persuadir a nuestras Hermanas de que son culpables, aun

cuando esto sea cierto, no es buena táctica. No hemos de ser jueces de paz, sino ángeles de

paz" . Esta palabra, "ángel de paz", es muy evangélica, aun cuando no figure en el Evangelio.

La joven Maestra de Novicias sabía por otra parte, que quienes desempeñan ciertos cargos,

tienen el deber de reprender, de corregir, de orientar a las almas. Ella lo hacía. Pero ¡con qué

delicadeza! A impulsos de su caridad, curaba y fortalecía a las almas enfermizas.

 Práctica del Evangelio en el contacto con las mínimas circunstancias de la vida real, de

la vida cotidiana; práctica del Evangelio, continua, ininterrumpida. Paciencia, comprensión con

el prójimo: he ahí la caridad de Cristo.


 

 

 

 

15 - LA SENCILLEZ  EN TERESA DE LISIEUX

 

"Si tu ojo fuere sencillo todo tu cuerpo estará iluminado".

La sencillez constituye la nota característica de la espiritualidad de Teresa del Niño

Jesús. Sólo así podremos comprenderla y aprovecharnos de sus enseñanzas. Veamos, ante

todo, qué es lo que Teresa excluyó en su vida espiritual. Procediendo por eliminación,

comprenderemos mejor ese elemento simplicísimo que llamamos sencillez. Por un instinto

sobrenatural, fue eliminando progresivamente de su vida: a) el artificio b) la complicación,

c) la multiplicidad.

El artificio. En nuestra Santa, nada de amaneramiento ni de afectación, nada de


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previsiones calculadas. Recordemos sus palabras: "Los libros no me dicen nada: el Evangelio

me basta" . Todo lo artificioso le repugna. Otro pasaje que ya conocemos, aclara aún más esta

idea: "A veces, cuando leo ciertos tratados en los que el camino de la perfección se presenta

sembrado de obstáculos, mi espíritu se fatiga pronto; cierro el libro que me rompe la cabeza y

me seca el corazón, y abro la Escritura Sagrada. Entonces todo me parece luminoso... la

perfección me resulta fácil" .Teresa ha comprendido cuánto estorba a las almas sencillas todo

artificio; métodos rígidos, procedimientos ficticios, exámenes presentados a modo de un

problema de matemáticas. Sin pretenderlo y sin sospecharlo siquiera, Teresa busca en las más

puras fuentes de la Escritura, del Evangelio, el fundamento de una ascética que tiene su raíz

en los orígenes del cristianismo y extiende su poder santificador a lo largo de tantos siglos. Su

doctrina parece una invitación, y esta fue sin duda su misión. Sólo así puede comprenderse su

"caminito". Teresa no rechazó de modo consciente los métodos arriba citados. Pero se sintió

suavemente atraída hacia un camino más espacioso, más seguro; el trazado por Cristo en el

Evangelio. Retengamos esta idea.

b) Tampoco hubo complicación en el camino de nuestra Santa; segunda nota negativa

de su sencillez. "A las almas sencillas como la mía, les estorban las complicaciones". Nada de

rebuscamiento en la práctica de la virtud. Jamás se preocupó de catalogar ni de señalar los

diversos estados de oración, como tampoco le pasó por la mente la idea de dividir en múltiples

etapas o grados la práctica de la virtud; de la humildad por ejemplo, o de la caridad.

c) Enemiga del artificio y de la complicación, no lo fue menos de la multiplicidad. Por

instinto le repugnaba multiplicar sus prácticas. Discutían un día en su presencia sobre cuáles

serían las prácticas que mejor conducen a la perfección. "No -dijo ella- la santidad no está en

tal o cual práctica; consiste más bien en una disposición del corazón que nos hace humildes y

manejables en manos de Dios" . El mismo criterio tenía respecto a la multiplicidad en la

intención. Una Novicia le manifestaba su pena de no saber renovar su intención y enderezar su

voluntad con frecuencia. "Eso no es necesario - le dijo la Santa -, cuando el alma está

enteramente entregada a Dios". Fijémonos en esta palabra, "enteramente entregada";

enseguida encontraremos que ella rezuma sencillez. Y añadió: " Recoged vuestro espíritu, pero

suavemente, porque las "apreturas " no glorifican a Dios. El conoce las fórmulas con que


 

 

 

 

quisiéramos expresarle nuestro amor, pero se contenta con nuestro deseo. ¿No es acaso

nuestro Padre? ¿No somos sus hijos?"


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No le gustaba que sus Hermanas se dejaran llevar de la preocupación por su cargo y

sus trabajos. "Os entregáis demasiado a esas ocupaciones", -decía-. Veía en ello una señal de

ansiedad en su alma. La que Nuestro Señor censuró a Marta: "Te inquietas por muchas cosas".

Tenía la persuasión interna y profunda de que sólo una cosa es necesaria. Persuasión

profunda, sí, de que la unidad vivifica y fortalece, y que por lo tanto es menester recordar, entre

la multitud de ocupaciones, que todo se debe reducir a la unidad, porque una sola cosa es

necesaria.

Digámoslo una vez más; si Teresa multiplicaba sus pequeños sacrificios atenta a no

desperdiciar ninguna ocasión, este cuidado no originaba en ella preocupación, inquietud o

dispersión del espíritu; de ahí la paz, la libertad, la alegría y anchura de alma con que hacía sus

pequeñas renuncias. Ya hemos visto cómo eliminó Teresa en su vida, y en su camino, todo

artificio, complicación o multiplicidad.

¿Habremos de añadir que excluyó también lo extraordinario? Este último elemento no

ocupa lugar en su santidad. Teresa supo entenderse con Dios. Los pocos incidentes,

ligeramente extraordinarios que presenta su vida, son de carácter pasajero y accidental, y ésta

se mantiene en la región de los detalles ordinarios, comunes a toda vida religiosa. Y si hay

algunos hechos que se salen de lo corriente, preciso es no exagerarlos. Yo me inclinaría más

bien a quitarles importancia. Me parece la mejor manera de secundar los planes de Dios, que

ha querido presentarnos en Teresa un modelo de santidad en su forma más ordinaria, más

sencilla.

Teresa, ya lo hemos apuntado, estaba de acuerdo con Dios. Habiendo excluido y

eliminado tantos elementos, podemos ya decir en concreto qué es la sencillez, o cómo la

entiende Teresa. ¿Qué vemos en ella? Un alma dominada por un solo deseo; el de agradar en

todo a Dios. Alma sinceramente entregada a este ideal, y por consiguiente, actuando siempre a

impulsos del mismo. He ahí "el alma entregada" de que nos habla Teresa, que no necesita por

lo tanto rectificar constantemente su intención. Alma entregada; pero ¿a quién? Al Espíritu

Santo; entregada por el deseo de amar al Amor infinito que quiere volcarse en ella. El alma que

vive en esta disposición es libre; se siente dilatada, desligada de las dificultades y trabas que

ocasionan la afectación, la complicación, la ansiedad, etc.

 

 

En eso consiste la sencillez; el alma sólo tiene un movimiento, una tendencia, un

propósito, una ocupación; amar y agradar a Dios su Padre; deseo tan sincero y profundo como

sencillo.   La originalidad de Teresa consiste, en que, apoyada en el Evangelio, considera que

la sencillez no es sólo el término de la santidad, sino también su punto de partida. Por eso, su

camino el que ella llama, "caminito" o vía de Infancia, es accesible a todas las almas sinceras y

rectas. Teresa trata de infundir en las almas la sencillez. Les dirá que todo se reduce a un

deseo, uno solo; deseo muy sencillo y libre de rebuscamientos, de amar a Dios sinceramente,

lo cual reducido a la práctica consiste en querer siempre lo que a El le agrada.


 

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¿Podremos decir que con eso el alma ha conseguido la sencillez? Evidentemente que

no; pero ha adquirido al menos la simplicidad de miras, la rectitud de intención. Ha entrado en

el camino de la sencillez por la sencillez. Tiende a la simplicidad del término por la simplicidad

de la intención y por la simplicidad del camino. En resumen, el camino que conduce a la

santidad es el de un progreso constante, continuo, por la vía de la sencillez. En los comienzos,

ésta sólo residirá en la intención, y en el deseo de alcanzarla, pero impulsada por ese deseo

inicial, el alma se irá liberando progresivamente de toda complicación por la vía de los

pequeños sacrificios y de la renuncia total. Así, poco a poco, llegará a la sencillez perfecta, la

sencillez de los Santos.

En definitiva todo se reduce al "oculus simplex" del Evangelio; ojos sencillos, mirada del

corazón, limpia de intenciones torcidas. La sencillez exterior en los modales, actitudes,

lenguaje, etc., será un reflejo de la sencillez del corazón; sin ella, el exterior no será sino

fachada, exenta de sencillez. Adquirida esta virtud, el alma entra en posesión de la verdad y de

la sencillez evangélica. Se comprende la palabra de la Santa: "El Evangelio me basta". La

víspera de su muerte pudo decir: "Lo único que vale es el Amor" . Esa es la esencia del

Evangelio.


 

 

 

 

16 - LA OFRENDA AL AMOR MISERICORDIOSO


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¡Oh Dios mío, Trinidad Beatísima... Me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro

Amor Misericordioso". Nada mejor para terminar que comentar la ofrenda de Teresa al Amor

Misericordioso. Este acto parece admirable; admirable en su sencillez, sinceridad y plenitud. En

él está compendiado el camino de Teresa; su deseo de amar, humilde y confiado, sostenido

por su fe en el Amor Misericordioso.

Unas palabras aclaratorias. Teresa se ofrece, no a la Majestad Divina sino al Amor; no

como víctima a la Justicia Divina, sino a su Amor Misericordioso. Expliquemos estos dos

conceptos; Amor Misericordioso. En concreto, ¿qué significa este acto? Es sencillamente la

expresión más adecuada, la palabra más indicada para manifestar el deseo de amar a Dios y

agradarle en todo.

Cuando este deseo despierta en un alma y ésta se deja invadir por él, se siente

impotente para amar. Y se resuelve a aprovechar todas las ocasiones u oportunidades de

sacrificarse para agradar a Dios; toda su vida se orienta en este sentido. Y no pudiendo

satisfacer cumplidamente sus inmensos deseos, acaba por ofrecerse. Y ¿a quién se ofrece?

¿A la santidad para reparar? No. ¿A la justicia para satisfacer? Tampoco. Al Amor para que se

vuelque en ella.

¡Qué bien comprendió el corazón de Dios! Dios es Amor, dice San Juan. Tiene sed de

ser amado y experimenta la necesidad de comunicarse y de ser correspondido. Y la criatura

reconociendo su nada, exclama: "¡Oh Amor, haced en mí lo que os plazca, venid a mí, para

que Vos mismo os améis en mí con vuestro Amor infinito!".

Esto es lo que hizo Teresa. Viéndose pobre e impotente para amar, no ofreció a Dios

su amor. Le ofreció su indigencia para que sobre ella volcara El su Amor. Sabía que el deseo

Divino de comunicarse a nosotros es infinitamente mayor que nuestro deseo de recibirle. Así

pues, sencillamente, para demostrar a Dios que le comprende, y para complacerle, le muestra

el vacío de su pobre corazón creado, y le abre de par en par las puertas de su alma

presentándosela como vaso vacío para que El lo llene; en una palabra, se ofreció al Amor.

Teresa sintió profundamente la palabra de San Pablo: "La caridad de Dios ha sido

derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" . Esta

ofrenda es en realidad una petición; la más desinteresada, la más pura, la más sobrenatural

que darse puede. Al ofrecerse, Teresa pide a Dios quiera complacerse a Sí mismo,

satisfaciendo en ella su sed infinita de ser amado. Teresa comprendió que ahí está la esencia

de la oración que siempre encuentra eco en el Corazón de Dios: "Aquél que penetra a fondo

los corazones, conoce bien qué es lo que desea el Espíritu; el cual no pide cosa alguna para

los Santos, que no sea según Dios".

En esta sencilla ofrenda, exenta de fórmulas y de peticiones, se pide más que en

cualquiera otra oración concreta; se pide, "al modo divino" . Y al ofrecerse, Teresa deja a Dios,

en cierto modo, el camino expedito, para que su Amor Infinito pueda, en cuanto cabe,

satisfacer en ella su ansia incontenible de ser amado. En verdad que nuestra Santa


 

 

 

 

comprendió a Dios mejor que muchos teólogos que creen conocerle. Le comprendió por


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intuición, con humildad, sencillez y candor. Y reconoció que aquél su deseo de amar, provoca,

en cierta manera al Amor Infinito, al mismo Dios para que colme su deseo de ser amado hasta

el fin, si es que se puede hablar de límite en este deseo divino. Su acto de ofrenda no tiene otra

explicación.

Pero hay más todavía. ¿Qué es lo que se interpone con frecuencia entre las almas y el

acto de amor puro? Esta vulgar objeción: "Esto es demasiado hermoso para mí; no he llegado

al nivel necesario para vivir de amor, no soy digna". Teresa ha previsto esta dificultad. Siempre

deseosa de animar a las almas pequeñas, añade en su ofrenda al Amor, una palabra

importante y decisiva; la palabra, "Misericordioso". Esto es infinitamente alentador y evangélico.

 Sin peligro de ilusión, hemos de ver en nuestras miserias e imperfecciones, no una

razón en contra, sino un motivo para entregarnos al Amor, puesto que es "Misericordioso". Se

comprende que nos juzguemos indignos de ofrecernos como víctimas a la Justicia Divina. Pero

aquí se trata de ofrecerse al Amor. Se le ofrece la miseria, que es el objeto propio de la

Misericordia, y cuanto más abunda esta miseria, mayor es la aptitud del sujeto para la

manifestación de la Misericordia Infinita.

Podemos pues, ofrecer osadamente nuestras miserias a la Misericordia que necesita

de ellas para tener en qué ejercerse, y mejor manifestarse. Una vez más hemos de reconocer

que Teresa ha comprendido a Dios. Sus designios al crear el mundo actual, (incluido el pecado

y sus consecuencias) no han sido otros que manifestar y glorificar su Amor, en cuanto es

infinitamente Misericordioso. Nuestro orgullo se resiste a creerlo prácticamente. Ofrecer a Dios

nuestras miserias es glorificarle, es complacerle, es ofrecerle una ocasión de manifestar el

atributo de la Misericordia que tanto le glorifica.

Ofrecer a Dios las propias miserias es sentirse liberado y curado de ellas, no por

nuestro mérito sino por el Amor de Dios que gusta de manifestarse tal cual es; es decir,

Misericordioso.  Este es ordinariamente el único medio de liberarnos de nuestras tenaces y

múltiples miserias. Preciso es confesarlo; existen cantidad de imperfecciones obstinadas,

sutiles, casi imperceptibles, que a pesar de nuestros esfuerzos, de nuestro trabajo y de

nuestros sinceros propósitos, no llegamos a corregir, cuanto menos a extirpar.

 No queda más camino que confiar en la Misericordia de Dios y esperarlo todo de su

Amor Infinito y siempre Misericordioso. Es nuestro último recurso que siempre resulta infalible.

La ofrenda al Amor Misericordioso es pues el remedio supremo de nuestras miserias.

La miseria se fía de la Misericordia. ¿De qué medio se valdrá el Amor Misericordioso

para liberarnos de ella? ¿Pruebas? ¿Penas interiores o exteriores? No nos preocupemos;

fiémonos del Amor Misericordioso. Si El quiere realizar su obra por medio del sufrimiento,

¡bendito sea! Pero no es a la Justicia sino a la Misericordia a quien nos ofrecemos. Y

posiblemente, Dios no espera sino este acto, esta ofrenda para llevar por los caminos del

Amor, muy alto y muy lejos, a muchas almas temerosas que se sienten incapaces o indignas

de caminar por esa senda, a causa de sus miserias.


 

43

 

 

Creo que esta palabra, "Misericordioso", debe meditarse despacio pidiendo al Espíritu

Santo ilumine nuestra alma. En esa palabra, en efecto, está toda la fuerza y el sentido de esta

ofrenda. Así lo entendió Teresa: " Sabed que para ser víctima de Amor, cuanto más débil y

miserable es un alma, tanto más apta es para las operaciones de este amor que consume y

transforma. El sólo deseo de ser víctima basta, pero el alma ha de consentir en permanecer

siempre pobre y débil, y esto es lo difícil" .

 Quien se ofrece con humildad (condición indispensable) al Amor Misericordioso, será

elevado por ese Amor Omnipotente, que se deja cautivar por la miseria del alma humilde que

en El pone su confianza. El rasgo genial de Teresa ha sido inspirar a las almas pequeñas la

audacia, la osadía, el deseo de amar a pesar de la propia miseria; más aún, sacando de la

misma un derecho al Amor Misericordioso. ¿No es esta la misma entraña del Evangelio? ¿No

vino Cristo para que los pequeños, los miserables, los humildes se sintieran invitados al amor?

La mejor manera de responder a esta invitación es, que el alma, consciente de su

nada, se ofrezca al Amor Misericordioso, con la seguridad de que, por pura Misericordia,

volcará en ella las oleadas de su Amor. Este sentimiento fue el que inspiró a Teresa la idea

audaz, atrevida, de ofrecerse como víctima al Amor Misericordioso. ¡Comprendió el Evangelio

porque creyó!

Volvamos ahora al Carmelo de Lisieux, en la fiesta de la Santísima Trinidad, 9 de Junio

de 1895, Representémonos a Teresa del Niño Jesús en el momento de realizar su ofrenda

como víctima de holocausto al Amor Misericordioso. Nos parece ver su alma inundada de paz.

Paz que es fruto de su humildad, de su serena Fe en el Amor Misericordioso, de su confianza

inquebrantable, de su inmenso deseo de amar.

Procuremos como ella obtener esta paz. Creamos en el Amor de Dios. Confianza.

Humildad. Deseo de amar. Es el "Caminito" de nuestra Santa. Y una vez más: es la esencia del

Evangelio.


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