¡Dios te salve María!
 

enemigos vienen a provocarme, me porto valientemente: sabiendo que

batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la espalda a mis adversarios sin

dignarme siquiera mirarlos a la cara, corro hacia mi Jesús y le digo que

estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar

que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso

cielo aquí en la tierra para que él lo abra a los pobres incrédulos por toda

la eternidad.

 

Así, a pesar de esta prueba que me roba todo goce, aún puedo exclamar:

«Tus acciones, Señor, son mi alegría» (Sal XCI). Porque ¿existe alegría

mayor que la de sufrir por tu amor...? Cuanto más íntimo es el sufrimiento,

tanto menos aparece a los ojos de las criaturas y más te alegra a ti, Dios

mío. Pero si, por un imposible, ni tú mismo llegases a conocer mi

sufrimiento, yo aún me sentiría feliz de padecerlo si con él pudiese impedir

o reparar un solo pecado contra la fe...

 

[7vº] Madre querida, quizás le parezca que estoy exagerando mi prueba.

En efecto, si usted juzga por los sentimientos que expreso en las humildes

poesías que he compuesto durante este año, debo de parecerle un alma

llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado ya el velo de la fe. Y sin

embargo, no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta los

cielos y que cubre el firmamento estrellado...

 

Cuando canto la felicidad del cielo y la eterna posesión de Dios, no

experimento la menor alegría, pues canto simplemente lo que quiero creer.

Es cierto que, a veces, un rayo pequeñito de sol viene a iluminar mis

tinieblas, y entonces la prueba cesa un instante. Pero luego, el recuerdo de

ese rayo, en vez de causarme alegría, hace todavía más densas mis

tinieblas.

 

Nunca, Madre, he experimentado tan bien como ahora cuán compasivo y

misericordioso es el Señor: él no me ha enviado esta prueba hasta el

momento en que tenía fuerzas para soportarla; antes, creo que me

hubiese hundido en el desánimo... Ahora hace que desaparezca todo lo

que pudiera haber de satisfacción natural en el deseo que yo tenía del

cielo... Madre querida, ahora me parece que nada me impide ya volar,

pues no tengo ya grandes deseos, a no ser el de amar hasta morir de

amor... (9 de junio)9.

 

[8rº] Madre querida, estoy completamente asombrada de lo que le escribí

ayer. ¡Qué garabatos...! Me temblaba tanto la mano, que no pude

continuar, y ahora lamento hasta haber intentado seguir escribiendo.

Espero poder hacerlo hoy de manera más legible, pues ya no estoy en la

cama, sino en un precioso silloncito todo blanco.


 

 

 

 

 

Veo, Madre, que todo esto que le digo no tiene la menor ilación; pero antes

de hablarle del pasado, siento la necesidad de hablarle de mis

sentimientos actuales, pues más tarde quizás los haya olvidado

 

Quiero, ante todo, decirle cómo me conmueven todas sus delicadezas

maternales. Créame, Madre querida, el corazón de su hija desborda de

gratitud y nunca olvidará lo mucho que le debe...

 

Madre, lo que más me ha emocionado de todo es la novena que está

haciendo a nuestra Señora de las Victorias, son las Misas que ha

encargado decir para obtener mi curación. Siento que todos esos tesoros

espirituales hacen un gran bien a mi alma.

 

Al empezar la novena, yo le decía, Madre, que la Santísima Virgen tenía

que curarme o bien llevarme al cielo, pues me parecía muy triste para

usted y para la comunidad tener que cargar con una joven religiosa

enferma. Ahora acepto estar toda la vida enferma, si eso le agrada a Dios,

y me resigno incluso a que mi vida sea muy larga. La única gracia [8vº]

que deseo es que mi vida acabe rota por el amor.

 

No, no temo una vida larga, no rehuso el combate, pues el Señor es la

roca sobre la que me alzo, que adiestra mis manos para el combate, mis

dedos para la pelea, él es mi escudo, yo confío en él (Sal CXLIII). Por eso,

nunca he pedido a Dios morir joven10, aunque es cierto que siempre he

esperado que fuera ésa su voluntad.

 

Muchas veces el Señor se conforma con nuestros deseos de trabajar por

su gloria, y usted sabe, Madre mía, que mis deseos son muy grandes.

También sabe que Jesús me ha presentado más de un cáliz amargo y que

lo ha alejado de mis labios antes de que lo bebiera, pero no sin antes

darme a probar su amargura.

 

Madre querida, tenía razón el santo rey David cuando cantaba: Ved qué

dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos. Es verdad, y yo lo he

experimentado muchas veces, pero esa unión tiene que realizarse en la

tierra a base de sacrificios. Yo no vine al Carmelo para vivir con mis

hermanas, sino sólo por responder a la llamada de Jesús. Intuía

claramente que vivir con las propias hermanas, cuando una no quiere

hacer la menor concesión a la naturaleza, iba a ser un motivo de continuo

sacrificio,

 

¿Cómo se puede decir que es más perfecto alejarse de los suyos...? ¿Se

les ha reprochado alguna vez a los hermanos que combatan en el mismo


 

 

 

campo de batalla? ¿Se les ha reprochado el volar juntos a recoger la

palma del martirio...? Al contrario, se ha pensado, [9rº] y con razón, que se

animaban mutuamente, pero también que el martirio de cada uno de ellos

se convertía en el martirio de todos los demás.

 

Lo mismo ocurre en la vida religiosa, a la que los teólogos llaman martirio.

El corazón, al entregarse a Dios, no pierde su cariño natural; al contrario,

ese cariño crece al hacerse más puro y más divino.

 

Madre querida, con este cariño la amo yo a usted y amo a mis hermanas.

Soy feliz de combatir en familia11 por la gloria del Rey de los cielos. Pero

estoy dispuesta también a volar a otro campo de batalla, si el divino

General me expresa su deseo de que lo haga. No haría falta una orden,

bastaría una mirada, una simple señal.

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La vocación misionera

 

Desde mi entrada en el arca bendita, siempre he pensado que si Jesús no

me llevaba muy pronto al cielo, mi suerte sería la misma que la de la

palomita de Noé: que un día el Señor abriría la ventana del arca y me

mandaría volar muy lejos, muy lejos, hacia las riberas infieles, llevando

conmigo la ramita de olivo.

 

Este pensamiento, Madre, ha hecho que mi alma creciera, y me ha hecho

cernerme por encima de todo lo creado. Comprendí que incluso en el

Carmelo podía haber separaciones y que sólo en el cielo la unión será

completa y eterna. Y entonces quise que mi alma habitase en el cielo y

que sólo de lejos mirase las cosas de la tierra. Acepté no sólo desterrarme

yo a un pueblo desconocido, sino que también -lo cual me resultaba

mucho más amargo- acepté el destierro [9vº] de mis hermanas.

 

Nunca olvidaré el 2 de agosto de 1896. Aquel día, que coincidió

precisamente con el de la partida de los misioneros12, se trató muy en

serio de la partida de la madre Inés de Jesús. Yo no hubiera movido un

solo dedo para impedirle partir; sin embargo, sentía una gran tristeza en mi

corazón. Me parecía que su alma, tan sensible y delicada, no estaba

hecha para vivir entre unas almas que no sabrían comprenderla. Otros mil

pensamientos se agolpaban en mi mente. Y Jesús callaba, no increpaba a

la tempestad... Y yo le decía: Dios mío, por tu amor lo acepto todo. Si así

lo quieres, acepto sufrir hasta morir de pena.

 

Jesús se contentó con la aceptación. Pero algunos meses después se

habló de la partida de sor Genoveva y de sor María de la Trinidad. Aquélla


 

 

 

fue otra clase de sufrimiento, muy íntimo, muy profundo. Me imaginaba

todos los trabajos y todas las decepciones que iban a tener que sufrir. En

una palabra, mi cielo estaba cargado de nubarrones... Sólo el fondo de mi

corazón seguía en calma y en la paz.

 

Su prudencia, Madre querida, supo descubrir la voluntad de Dios, y en su

nombre prohibió a las novicias pensar por el momento en abandonar la

cuna de su infancia religiosa.

 

No obstante, usted comprendía sus aspiraciones, pues usted misma,

Madre, había pedido en su juventud ir a Saigón. Ocurre con frecuencia que

los deseos de las madres hallan eco en el alma [10rº] de sus hijas. Y usted

sabe, Madre querida, que su deseo apostólico halla en mi alma un eco fiel.

Permítame confiarle por qué he deseado, y aún sigo deseándolo, si la

Santísima Virgen me cura, cambiar por una tierra extranjera el oasis donde

vivo tan feliz bajo su mirada maternal.

 

Para vivir en los Carmelos extranjeros -usted, Madre, me lo dijo- hay que

tener una vocación muy especial. Muchas almas se creen llamadas a ello

sin estarlo en realidad. Usted también me dijo que yo tenía esa vocación, y

que el único obstáculo para ello era mi salud. Sé que, si Dios me llamara a

tierras lejanas, ese obstáculo desaparecería. Por eso, vivo sin la menor

inquietud.

 

Si un día tuviese que dejar mi querido Carmelo, no lo haría, no, sin dolor.

Jesús no me ha dado un corazón insensible; y justamente porque mi

corazón es capaz de sufrir, deseo que le dé a Jesús todo lo que puede

darle. Aquí, Madre querida, vivo sin la menor preocupación por las cosas

de esta tierra miserable; mi único quehacer es cumplir la dulce y fácil

misión que usted me ha encomendado.

 

Aquí me veo colmada de sus atenciones maternales; no sé lo que es la

pobreza, pues nunca me ha faltado nada.

 

Pero, sobre todo, aquí me siento amada, por usted y por todas las

hermanas, y este afecto es muy dulce para mí.

 

Por eso sueño con un monasterio donde nadie me conociese, donde

tuviese que sufrir la pobreza, la falta de cariño, en una palabra, el destierro

del corazón.

 

No, la razón para abandonar todo esto que tanto amo no sería la de

prestar una serie de servicios al Carmelo que [10vº] quisiera recibirme.

Ciertamente, haría todo lo que dependiese de mí; pero conozco mi


 

 

 

incapacidad13 y sé que, aun haciendo todo lo posible, no lograría hacer

nada de provecho, pues, como decía hace un momento, no tengo el menor

conocimiento de las cosas de la tierra. Mi único objetivo sería, pues, hacer

la voluntad de Dios y sacrificarme por él de la manera que a él más le

agradase.

 

Estoy segura de que no sufriría la menor decepción, pues cuando se

espera un sufrimiento puro y sin mezcla de ninguna clase, la menor alegría

resulta una sorpresa inesperada. Y además, usted sabe, Madre, que el

mismo sufrimiento, cuando se lo busca como el más preciado tesoro, se

convierte en la mayor de las alegrías.

 

No, tampoco quiero partir con la intención de gozar del fruto de mis

trabajos. Si eso fuera lo que busco, no sentiría esta dulce paz que me

inunda, e incluso sufriría por no poder hacer realidad mi vocación en las

lejanas misiones.

 

Hace ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma, vivo totalmente

entregada a Jesús. Por lo tanto, él es libre de hacer de mí lo que le plazca.

El me dio la vocación del destierro total, y me hizo comprender todos los

sufrimientos que en el iba a encontrar, preguntándome si quería beber ese

cáliz hasta las heces. Yo quise coger sin tardanza esa copa que Jesús me

ofrecía; pero él, retirando la mano, me dio a entender que se conformaba

con mi aceptación.

 

[11rº] ¡De cuántas inquietudes nos libramos, Madre mía, al hacer el voto

de obediencia! ¡Qué dichosas son las simples religiosas! Al ser su única

brújula la voluntad de los superiores, tienen siempre la seguridad de estar

en el buen camino. No tienen por qué temer equivocarse, aun cuando les

parezca seguro que los superiores se equivocan.

 

Pero cuando dejamos de mirar a esa brújula infalible, cuando nos

separamos del camino que ella nos señala, bajo pretexto de cumplir la

voluntad de Dios, que no ilumina bien a los que sin embargo están en su

lugar, entonces el alma se extravía por áridos caminos en los que pronto le

faltará el agua de la gracia.

 

Madre queridísima, usted es la brújula que Jesús me ha dado para

guiarme con seguridad a las riberas eternas. ¡Qué bueno es para mí fijar

en usted la mirada y luego cumplir la voluntad del Señor! Desde que él

permitió que sufriese tentaciones contra la fe, ha hecho crecer

enormemente en mi corazón el espíritu de fe, que me hace ver en usted,

no sólo a una madre que me ama y a quien amo, sino que, sobre todo, me


 

 

 

hace ver a Jesús que vive en su alma y que me comunica por medio de

usted su voluntad.

 

Sé muy bien, Madre, que usted me trata como a un alma débil, como a una

niña mimada; por eso, no me resulta pesado cargar con el yugo de la

obediencia. Pero, a juzgar por lo que siento en el fondo del corazón, creo

que no cambiaría de conducta y que el amor que le tengo no sufriría

merma alguna aunque [11vº] me tratase con severidad, pues seguiría

pensando que era voluntad de Jesús que usted actuase así para el mayor

bien de mi alma.

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La caridad

 

Este año, Madre querida, Dios me ha concedido la gracia de comprender

lo que es la caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de

manera imperfecta. No había profundizado en estas palabras de Jesús:

«El segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo

como a ti mismo».

 

Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios. Y amándolo, comprendí que mi

amor no podía expresarse tan sólo en palabras, porque: «No todo el que

me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple

la voluntad de Dios». Y esta voluntad, Jesús la dio a conocer muchas

veces, debería decir que casi en cada página de su Evangelio. Pero en la

última cena, cuando sabía que el corazón de sus discípulos ardía con un

amor más vivo hacia él, que acababa de entregarse a ellos en el inefable

misterio de la Eucaristía, aquel dulce Salvador quiso darles un

mandamientos nuevo. Y les dijo, con inefable ternura: os doy un

mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, que os améis unos a

otros igual que yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que

sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

 

[12rº] ¿Y cómo amó Jesús a sus discípulos, y por qué los amó? No, no

eran sus cualidades naturales las que podían atraerle. Entre ellos y él la

distancia era infinita. El era la Ciencia, la Sabiduría eterna; ellos eran unos

pobres pescadores, ignorantes y llenos de pensamientos terrenos. Sin

embargo, Jesús los llama sus amigos, sus hermanos. Quiere verles reinar

con él en el reino de su Padre, y, para abrirles las puertas de ese reino,

quiere morir en una cruz, pues dijo: Nadie tiene amor más grande que el

que da la vida por sus amigos.

 

Madre querida, meditando estas palabras de Jesús, comprendí lo

imperfecto que era mi amor a mis hermanas y vi que no las amaba como


 

 

 

las ama Dios. Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en

soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades,

en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos

practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse

encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo Jesús, enciende una

lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el

candelero y que alumbre a todos los de la casa.

 

Yo pienso que esa lámpara representa a la caridad, que debe alumbrar y

alegrar, no sólo a los que me son más queridos, sino a todos los que están

en la casa, sin exceptuar a nadie.

 

Cuando el Señor mandó a su pueblo amar al prójimo [12vº] como a sí

mismo, todavía no había venido a la tierra. Por eso, sabiendo bien hasta

qué grado se ama uno a sí mismo, no podía pedir a sus criaturas un amor

mayor al prójimo. Pero cuando Jesús dio a sus apóstoles un mandamiento

nuevo -su mandamiento, como lo llama más adelante-, ya no habla de

amar al prójimo como a uno mismo, sino de amarle como él, Jesús, le amó

y como le amará hasta la consumación de los siglos...

 

Yo sé, Señor, que tú no mandas nada imposible. Tú conoces mejor que yo

mi debilidad, mi imperfección. Tú sabes bien que yo nunca podría amar a

mis hermanas como tú las amas, si tú mismo, Jesús mío, no las amaras

también en mí. Y porque querías concederme esta gracia, por eso diste un

mandamiento nuevo...

 

¡Y cómo amo este mandamiento, pues me da la certeza de que tu voluntad

es amar tú en mí a todos los que me mandas amar...!

 

Sí, lo se: cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí.

Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando

quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio

intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana

que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus

buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber

conseguido un gran [13rº] número de victorias que oculta por humildad, y

que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a

la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta convencerme de ello,

pues yo misma viví un día una experiencia que me demostró que no

debemos juzgar a los demás..

 

Fue durante la recreación. La portera tocó dos campanadas, había que

abrir la puerta de clausura a unos obreros para que metieran unos árboles

destinados al belén. La recreación no estaba animada, pues faltaba usted,


 

 

 

Madre querida. Así que pensé que me gustaría mucho que me mandasen

como tercera; y justo la madre subpriora me dijo que fuese yo a prestar

ese servicio, o bien la hermana que estaba a mi lado. Inmediatamente

comencé a desatarme el delantal, pero muy despacio para que mi

compañera pudiese quitarse el suyo antes que yo, pues pensaba darle un

gusto dejándola hacer de tercera. La hermana que suplía a la procuradora

nos miraba riendo, y, al ver que yo me había levantado la última, me dijo:

Ya sabía yo que no eras tú quien iba a ganarse una perla para tu corona,

ibas demasiado despacio...

 

Toda la comunidad, a no dudarlo, pensó que yo había actuado siguiendo

mi impulso natural. Pero es increíble el bien que una cosa tan insignificante

hizo a mi alma y lo comprensiva que me volvió ante las debilidades de las

demás.

 

Eso mismo me impide también tener vanidad cuando me juzgan

favorablemente, pues razono así: Si mis pequeños actos de virtud los

toman por imperfecciones, lo mismo pueden [13vº] engañarse tomando por

virtud lo que sólo es imperfección. Entonces digo con san Pablo: Para mí,

lo de menos es que me pida cuentas un tribunal humano; ni siquiera yo me

pido cuentas. Mi juez es el Señor. Por eso, para que el juicio del Señor me

sea favorable, o, mejor, simplemente para no ser juzgada, quiero tener

siempre pensamientos caritativos, pues Jesús nos dijo: No juzguéis, y no

os juzgarán.

 

Madre, al leer lo que acabo de escribir, usted podría pensar que la práctica

de la caridad no me resulta difícil. Es cierto que, desde hace algunos

meses, ya no tengo que luchar para practicar esta hermosa virtud. No

quiero decir con esto que no cometa algunas faltas. No, soy demasiado

imperfecta para eso. Pero cuando caigo, no me cuesta mucho levantarme,

porque en un cierto combate conseguí la victoria, y desde entonces la

milicia celestial viene en mi ayuda, pues no puede sufrir verme vencida

después de haber salido victoriosa en la gloriosa batalla que voy a tratar

de describir.

 

Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en

todo. Sus modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente

desagradables. Sin embargo, es una santa religiosa, que debe de ser

sumamente agradable a Dios.

 

Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije

a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino

en obras, y [14rº] me dediqué a portarme con esa hermana como lo

hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la


 

 

 

encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus

méritos.

 

Sabía muy bien que esto le gustaba a Jesús, pues no hay artista a quien

no le guste recibir alabanzas por sus obras. Y a Jesús, el Artista de las

almas, tiene que gustarle enormemente que no nos detengamos en lo

exterior, sino que penetremos en el santuario íntimo que él se ha escogido

por morada y admiremos su belleza.

 

No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí

motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y

cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me

limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba

cambiar de conversación, pues, como dice la Imitación: Mejor es dejar a

cada uno con su idea que pararse a contestar.

 

Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las

horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana

a causa del oficio14, cuando mis combates interiores eran demasiado

fuertes, huía como un desertor.

 

Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca

sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su

carácter me resultaba agradable.

 

Un día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho más o menos

estas palabras: «¿Querría decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué

es lo que la atrae tanto en mí? Siempre que me mira, la veo sonreír». ¡Ay!,

lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma... Jesús, que

hace dulce hasta lo más amargo... Le respondí que sonreía porque me

alegraba verla (por supuesto que no añadí que era bajo un punto de vista

espiritual).

 

[14vº] Madre querida, como le he dicho, mi último recurso para no ser

vencida en los combates es la deserción. Este recurso lo empleaba ya

durante el noviciado, y siempre me dio muy buenos resultados. Quiero,

Madre, citarle un ejemplo que la va a hacer sonreír.

 

Durante una de sus bronquitis, fui una mañana muy despacito a dejar en

su celda las llaves de la reja de la comunión, pues era sacristana. En el

fondo, no me disgustaba aquella ocasión que tenía de verla a usted,

incluso me agradaba mucho, aunque trataba de disimularlo. Una hermana,

animada de un santo celo, pero que sin embargo me quería mucho, al

verme entrar en su celda, pensó, Madre, que iba a despertarla, y quiso


 

 

 

cogerme las llaves; pero yo era demasiado lista para dárselas y ceder de

mis derechos. Le dije, lo más educadamente que pude, que yo tenía tanto

interés como ella en no despertarla, y que me tocaba a mí entregar las

llaves...

 

Ahora comprendo que habría sido mucho más perfecto ceder ante aquella

hermana, joven, es cierto, pero al fin más antigua que yo15. Pero entonces

no lo comprendí; y por eso, queriendo a toda costa entrar a su pesar

detrás de ella, que empujaba la puerta para no dejarme pasar, pronto

ocurrió la desgracia que las dos nos temíamos: el ruido que hacíamos le

hizo a usted abrir los ojos...

 

Entonces, Madre, toda la culpa recayó sobre mí. La pobre hermana a la

que yo había opuesto resistencia se puso a echar un discurso, cuyo fondo

sonaba así: Ha sido sor Teresa del Niño Jesús la que ha hecho ruido...

¡Dios mío, qué hermana tan antipática...!, etc. [15rº] Yo, que pensaba todo

lo contrario, sentía unas ganas enormes de defenderme. Afortunadamente,

me vino una idea luminosa: pensé en mi interior que, si empezaba a

justificarme, no iba a poder conservar la paz en mi alma; sabía también

que no tenía la suficiente virtud como para dejarme acusar sin decir nada.

Así que mi única tabla de salvación era la huida. Pensado y hecho: me fui

sin decir ni mus, dejando que la hermana continuase su discurso, que se

parecía a las imprecaciones de Camila contra Roma.

 

Me latía tan fuerte el corazón, que no pude ir muy lejos, y me senté en la

escalera para disfrutar en paz los frutos de mi victoria. Aquello no era

valentía, ¿verdad, Madre querida? Pero creo que, cuando la derrota es

segura, vale más no exponerse al combate.

 

¡Ay!, cuando vuelvo con el pensamiento al tiempo de mi noviciado, me doy

cuenta de lo imperfecta que era... Me angustiaba por tan poca cosa, que

ahora me río de ello. ¡Qué bueno es el Señor, que hizo crecer a mi alma y

le dio alas...! Ahora ya ni todas las redes juntas de los cazadores me dan

miedo, «pues de nada sirve tender redes a la vista de las aves» (Prov.).

 

Seguramente que más adelante el tiempo en que ahora vivo me parecerá

también lleno de imperfecciones, pero ahora no me sorprendo ya de nada

ni me aflijo al ver que soy la debilidad misma; al contrario, me glorío de ello

y espero descubrir cada día en mí nuevas imperfecciones. Acordándome

de que la caridad cubre la multitud de los [15vº] pecados, exploto esta

mina fecunda que Jesús ha abierto ante mí.

 

El Señor explica en el Evangelio en qué consiste su mandamiento nuevo.

Dice en san Mateo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y


 

 

 

aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros

enemigos, y rezad por los que os persiguen».

 

La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que

hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante

otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse

cuenta, se convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice

que a esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun

cuando su conducta me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si

amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores

aman a los que los aman». San Lucas, VI.

 

Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer

un regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso

no es caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice

también: «A todo el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo

reclames».

 

Dar a todas las que pidan gusta menos que ofrecer algo una misma por

propia iniciativa. Más aún, cuando se nos pide algo amablemente, no nos

cuesta dar. Pero si, por desgracia, no se emplean palabras bastante

delicadas, enseguida el alma se rebela si no está firmemente afianzada en

la caridad. Encuentra mil razones para negar [16rº] lo que le piden y sólo

después de haber convencido de su falta de delicadeza a la que pide

acaba dándole como un favor lo que reclama, o le presta un ligero

servicio16 que le habría exigido veinte veces menos tiempo del que le llevó

hacer valer sus derechos imaginarios.

 

Si es difícil dar a todo el que nos pide, lo es todavía mucho más dejar que

nos cojan lo que nos pertenece, sin reclamarlo. Digo, Madre, que es difícil,

pero debería más bien decir que parece difícil, pues el yugo del Señor es

suave y ligero. Cuando lo aceptamos, sentimos enseguida su suavidad y

exclamamos con el salmista: «Corrí por el camino de tus mandatos cuando

me ensanchaste el corazón».

 

Sólo la caridad puede ensanchar mi corazón. Y desde que esta dulce

llama lo consume, Jesús, corro alegre por el camino de tu mandato

nuevo... Y quiero correr por él hasta que llegue el día venturoso en que,

uniéndome al cortejo de las vírgenes, pueda seguirte por los espacios

infinitos cantando tu cántico nuevo, que será el cántico del amor.

 

Decía que Jesús no quiere que reclame lo que me pertenece. Y debería

parecerme fácil y natural, pues no tengo nada mío. Por el voto de pobreza

he renunciado a los bienes de la tierra. No tengo, pues, derecho a


 

 

 

quejarme si me quitan algo que no me pertenece; al contrario, debería

alegrarme cuando se me ofrece la ocasión de vivir la pobreza.

 

Tiempo atrás creía no estar apegada a nada. Pero desde que comprendí

las palabras de Jesús, veo que, cuando llega la ocasión, [16vº] soy aún

muy imperfecta.

 

Por ejemplo, en el oficio de pintura nada es mío, lo sé muy bien. Pero si, al

ponerme a trabajar, encuentro los pinceles y las pinturas en completo

desorden, si ha desaparecido una regla o un cortaplumas, ya me pongo en

un tris de perder la paciencia y tengo que armarme de todo mi valor para

no reclamar con aspereza los objetos que me faltan.

 

A veces, ¿cómo no?, hay que pedir las cosas indispensables; pero si se

hace con humildad, no se falta al mandamiento de Jesús, al contrario, se

obra como los pobres, que tienden la mano para recibir lo que necesitan, y,

si son rechazados, no se extrañan, pues nadie les debe nada.

 

¡Y qué paz inunda el alma cuando se eleva por encima de los sentimientos

de la naturaleza...! No, no existe alegría comparable a la que saborea el

verdadero pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento algo que

necesita, y no sólo se lo niegan sino que hasta intentan quitarle lo que

tiene, está siguiendo el consejo de Jesús: «Al que quiera ponerte pleito

para quitarte la túnica, dale también la capa...» Darle también la capa es,

creo yo, renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la

sierva y la esclava de las demás.

 

Cuando se ha entregado la capa, es más fácil caminar, correr. Por eso

Jesús añade: «Y al que te exija caminar con él mil pasos, acompáñale dos

mil».

 

Así que [17rº] no basta con dar a quien me pida; debo adelantarme a su

deseos, mostrarme muy agradecida y muy honrada de poder prestarle un

servicio; y si me cogen una cosa que tengo a mi uso, no he de hacer ver

que lo siento, sino, por el contrario, mostrarme contenta de que me hayan

quitado de en medio ese estorbo.

 

Madre querida, estoy muy lejos de practicar lo que entiendo tan bien, pero

el simple deseo que tengo de hacerlo me da paz.

 

Me doy cuenta, más aún que los días anteriores, que me he explicado

rematadamente mal. He hecho una especie de discurso sobre la caridad,

cuya lectura ha tenido que cansarla.


 

 

 

Perdóneme, Madre querida, y piense que en este momento las

enfermeras17 están practicando conmigo lo que acabo de escribir: no les

importa caminar dos mil pasos cuando veinte bastarían. ¡He podido, pues,

contemplar la caridad en acción18! Sin duda que mi alma debe sentirse

perfumada por ello. Pero mi mente confieso que se ha paralizado un poco

ante semejante abnegación, y mi pluma ha perdido agilidad.

 

Para poder trasladar al papel mis pensamientos, tendría que estar como el

pájaro solitario19, y pocas veces tengo esa suerte. En cuanto cojo la

pluma, aparece una hermana que pasa junto a mí con la horca al hombro y

que cree que me distraerá dándome un poco de palique: el heno, los

patos, las gallinas, la visita del médico, todo sale a relucir.

 

A decir verdad, la escena no dura mucho; pero hay más de una hermana

caritativa, y de pronto otra heneadora me deja unas flores sobre las

rodillas, pensando quizás inspirarme pensamientos poéticos. Y yo, que en

ese momento no los busco, [17vº] preferiría que las flores siguieran

meciéndose en sus tallos.

 

Por fin, cansada de abrir y cerrar este famoso cuaderno, abro un libro (que

no quiere quedarse abierto), y digo muy decidida que estoy copiando

algunos pensamientos de los salmos y del Evangelio para el santo de

nuestra Madre. Y es muy cierto, pues no economizo precisamente las

citas...

 

Madre querida, creo que la divertiría mucho si le contase todas mis

aventuras en los bosquecillos del Carmelo. No sé si habré podido escribir

diez líneas sin verme interrumpida. Esto no debería hacerme reír, ni

divertirme; pero, por amor a Dios y a mis hermanas (tan caritativas

conmigo), trato de parecer contenta, y sobre todo de estarlo...

 

Ahora mismo acaba de irse una heneadora después de decirme con tono

compasivo: -«Pobre hermanita, ¡cómo tiene que cansarte estar escribiendo

así todo el día! -«No te preocupes, le contesté, parece que escribo mucho,

pero en realidad no escribo casi nada». -«Me alegro, me dijo ya más

tranquila; de todas formas, me alegro de que estemos con la siega, pues

eso no dejará de distraerte un poco».

 

Y, en efecto, es una distracción tan grande la que tengo (sin contar las

visitas de las enfermeras), que no miento cuando digo que no escribo casi

nada.


 

 

 

Por suerte, no me desanimo fácilmente. Para demostrárselo, Madre, voy a

terminar de explicarle lo que Jesús me ha hecho comprender acerca de la

caridad.

 

Hasta aquí sólo le he hablado de lo exterior. Ahora quisiera decirle cómo

entiendo yo la [18rº] caridad puramente espiritual.

 

Estoy segura, Madre, de que no tardaré en mezclar una con otra. Pero

como es a usted a quien le hablo, sé que no le será difícil captar mi

pensamiento y desenredar la madeja de su hija.

 

No siempre es posible en el Carmelo practicar al pie de la letra las

enseñanzas del Evangelio. A veces una se ve obligada, en razón de su

oficio, a negarse a hacer un favor. Pero cuando la caridad ha echado

hondas raíces en el alma, se manifiesta al exterior. Hay una forma tan

elegante de negar lo que no se puede dar, que la negativa agrada tanto

como el mismo don. Es cierto que cuesta menos pedir un favor a una

hermana que está siempre dispuesta a complacernos. Pero Jesús dijo: «Al

que te pide prestado, no lo rehuyas». Así pues, no debemos huir de las

hermanas que tienen la costumbre de estar siempre pidiendo favores, con

el pretexto de que tendremos que negárselos. Ni debemos tampoco ser

serviciales por parecerlo, o con la esperanza de que en otra ocasión la

hermana a la que ahora ayudamos nos devolverá el favor, pues Nuestro

Señor nos dice también: «Y si prestáis a aquellos de los esperáis recibir,

¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestar a otros pecadores con

intención de cobrárselo. No, vosotros prestad sin esperar nada, y tendréis

un gran premio».

 

Sí, el premio es grande, incluso en esta tierra... En este camino, sólo

cuesta dar el primer paso. Prestar sin esperar nada a cambio parece duro

a la naturaleza; preferiríamos dar, pues lo que damos [18vº] ya no nos

pertenece.

 

Cuando alguien viene a decirnos con aire muy sincero: «Hermana,

necesito tu ayuda durante unas horas; pero no te preocupes, que ya tengo

permiso de nuestra Madre, y en otra ocasión te devolveré el tiempo que

me dediques, pues sé lo ocupada que estás», como realmente sabemos

muy bien que ese tiempo que prestamos nunca se nos devolverá,

preferiríamos decir: Te lo regalo

 

Esto satisfaría nuestro amor propio, pues dar es un acto más generoso

que prestar, y además así hacemos saber a la hermana que no contamos

con sus servicios...


 

 

 

¡Qué contrarias a los sentimientos de la naturaleza son las enseñanzas de

Jesús! Sin la ayuda de su gracia, no sólo no podríamos ponerlas por obra,

sino ni siquiera comprenderlas.

 

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CAPÍTULO XI

 

LOS QUE USTED ME DIO

 

(1896-1897)

 

Madre, Jesús ha concedido a su hija la gracia de penetrar en las

profundidades misteriosas de la caridad. Si ella pudiese expresar todo lo

que se la ha dado a entender, usted escucharía una melodía de cielo.

Pero, ¡ay!, lo único que puedo hacerle oír son simples balbuceos

infantiles... Si no vinieran en mi ayuda las propias palabras de Jesús, me

sentiría tentada de pedirle disculpas y de dejar la pluma... Pero no, he de

terminar por obediencia lo que comencé por obediencia.

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Novicias y hermanos espirituales

 

Madre querida, yo escribía ayer que, al no ser míos los bienes de aquí

abajo, no debería resultarme difícil no reclamarlos nunca si alguien me los

quita.

 

Tampoco los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por

Dios, que puede [19rº] quitármelos sin que yo tenga ningún derecho a

quejarme.

 

Sin embargo, los bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones

de la inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso

constituye una riqueza a la que solemos apegarnos como a un bien propio

que nadie tiene derecho a tocar...

 

Por ejemplo, si durante la licencia comunicamos a una hermana alguna luz

recibida en la oración, y poco después esa hermana, hablando con otra, le

dice lo que le habíamos confiado como si lo hubiese pensado ella misma,

parece que se apropia de algo que no era suyo.

 

O bien, cuando en la recreación decimos por lo bajo a nuestra compañera

una frase ingeniosa o que viene como anillo al dedo, si ella la repite en voz

alta sin decir la fuente de donde procede, parece también un robo a la


 

 

 

propietaria, que no reclama nada pero que tiene muchas ganas de hacerlo

y que aprovechará la primera ocasión para hacer saber sutilmente que se

han apropiado de sus pensamientos.

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Instrumentos de Dios

 

Madre, yo no sabría explicarle tan bien estos tristes sentimientos de la

naturaleza si yo misma no los hubiese experimentado en mi propio

corazón. Y me gustaría mecerme en la dulce ilusión de que sólo han

visitado el mío, si usted no me hubiese mandado escuchar las tentaciones

de sus queridas novicias.

 

En el cumplimiento de la misión que usted me confió he aprendido mucho.

Sobre todo, me he visto obligada a practicar yo misma lo que enseñaba a

las demás. Y así, ahora puedo decir que Jesús me ha concedido la gracia

de no estar más apegada a los bienes del espíritu y del corazón que a los

de la tierra.

 

Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo [19vº] que les gusta a mis

hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello

como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu

Santo y no a mí, pues san Pablo dice que, sin ese Espíritu de amor, no

podemos llamar «Padre» a nuestro Padre que está en el cielo. El es, pues,

muy libre de servirse de mí para comunicar a un alma un buen

pensamiento. Si yo creyera que ese pensamiento me pertenece, me

parecería al «asno que llevaba las reliquias», que pensaba que los

homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él.

 

No desprecio los pensamientos profundos que alimentan el alma y la unen

a Dios. Pero hace mucho tiempo ya que he comprendido que el alma no

debe apoyarse en ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas

iluminaciones. Los pensamientos más hermosos no son nada sin las

obras.

 

Es cierto que los demás pueden sacar mucho provecho de las luces que a

ella se le conceden, si se humillan y saben dar gracias a Dios por

permitirles tomar parte en el festín de un alma a la que él se digna

enriquecer con sus gracias. Pero si esta alma se complace en sus grandes

pensamientos y hace la oración del fariseo, entonces viene a ser como una

persona que se muere de hambre ante una mesa bien surtida mientras

todos sus invitados disfrutan en ella de comida abundante y hasta dirigen

de vez en cuando una mirada de envidia al personaje poseedor de tantos

bienes.


 

 

 

 

 

¡Qué gran verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones...! ¡Y

qué cortos son los pensamientos de las criaturas...! Cuando ven un alma

con más luces que las otras, enseguida [20rº] sacan la conclusión de que

Jesús las ama a ellas menos que a esa alma y de que no las llama a la

misma perfección.

 

¿Desde cuándo no tiene ya derecho el Señor a servirse de una de sus

criaturas para conceder a las almas que ama el alimento que necesitan?

En tiempos del faraón el Señor aún tenía ese derecho, pues en la Sagrada

Escritura le dice a este monarca: «Te he constituido rey para mostrar en ti

mi poder y para hacer famoso mi nombre en toda la tierra». Desde que el

Todopoderoso pronunció estas palabras han pasado siglos y siglos, y su

forma de actuar sigue siendo la misma: siempre se ha servido de sus

criaturas como de instrumentos para realizar su obra en las almas.

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El pincelito

 

Si el lienzo que pinta un artista pudiera pensar y hablar, seguramente no

se quejaría de que el pincel lo toque y lo retoque sin cesar; ni tampoco

envidiaría la suerte de ese instrumento, pues sabría que la belleza que lo

adorna no se la debe al pincel sino al artista que lo maneja.

 

El pincel, por su parte, no puede gloriarse de haber hecho él la obra de

arte. Sabe que los artistas no se atan a un instrumento, que se ríen de las

dificultades, que a veces les gusta escoger instrumentos débiles y

defectuosos...

 

Madre querida, yo soy un pincelito que Jesús ha escogido para pintar su

imagen en las almas que usted me ha confiado. Un artista no utiliza

solamente un pincel, necesita al menos dos. El primero es el más útil, con

él da los colores comunes, [20vº] y cubre totalmente el lienzo en muy poco

tiempo; del otro, del más pequeño, se sirve para los detalles.

 

Madre querida, usted representa el precioso pincel que la mano de Jesús

toma con amor cuando quiere hacer un gran trabajo en el alma de sus

hijas; y yo soy el pequeñito del que luego quiere servirse para los detalles

menores.

 

La primera vez que Jesús se sirvió de su pincelito fue hacia el 8 de

diciembre de 1892. Siempre recordaré aquella época como un tiempo de

gracias. Voy a confiarle, Madre querida, aquellos dulces recuerdos.


 

 

 

Cuando, a los 15 años, tuve la dicha de entrar en el Carmelo, me encontré

con una compañera de noviciado que había ingresado unos meses antes.

Tenía ocho años más que yo; pero su temperamento infantil borraba la

diferencia de los años, así que pronto usted, Madre, tuvo la alegría de ver

que sus dos postulantes se entendían a las mil maravillas y se hacían

inseparables.

 

En orden a propiciar aquel afecto naciente, que le parecía que había de

dar buenos frutos, nos permitió que tuviéramos juntas, de vez en cuando,

algunas charlas espirituales.

 

Mi querida compañera me encantaba por su inocencia y por su carácter

abierto. Pero, por otro lado, me extrañaba ver cuán distinto era el afecto

que ella le tenía a usted del que le tenía yo. Había también, en su

comportamiento con las hermanas, muchas otras cosas que yo hubiera

deseado que cambiase...

 

Ya en aquella época Dios me hizo [21rº] comprender que hay almas a las

que su misericordia no se cansa de esperar, a las que no concede su luz

sino paso a paso. Por eso, yo me cuidaba muy bien de adelantar su hora y

esperaba pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar.

 

Reflexionando un día sobre el permiso que usted nos había dado para

hablar y así inflamarnos más en el amor de nuestro Esposo, como dicen

nuestras santas Constituciones, me di cuenta con tristeza de que nuestras

conversaciones no alcanzaban el fin deseado. Entonces Dios me dio a

entender que había llegado el momento y que ya no tenía por qué tener

miedo a hablar, o que, de lo contrario, debería poner fin a unas

conversaciones que tanto se parecían a las de dos amigas del mundo

 

Aquel día era sábado. Al día siguiente, durante la acción de gracias, le

pedí a Dios que pusiera en mi boca palabras tiernas y convincentes, o,

más bien, que hablase él mismo por mi boca. Jesús escuchó mi oración y

permitió que el resultado colmase ampliamente mi esperanza, pues los

que vuelvan su mirada hacia él quedarán radiantes (Sal XXXIII) y la luz

brillará en las tinieblas para los rectos de corazón. Las primeras palabras

se aplican a mí y las segundas a mi compañera, que realmente tenía un

corazón recto...

 

Cuando llegó la hora en que habíamos quedado para encontrarnos, al

poner los ojos en mí la pobre hermanita se dio cuenta enseguida de que yo

no era la misma. Se sentó a mi lado, sonrojada, y yo, apoyando su cabeza

en mi corazón, le dije, con llanto en [21vº] la voz, todo lo que pensaba de


 

 

 

ella, pero con palabras tan tiernas y manifestándole tanto cariño, que

pronto sus lágrimas se mezclaron con las mías.

 

Reconoció con gran humildad que todo lo que le decía era verdad, me

prometió comenzar una nueva vida y me pidió, como un favor, que le

advirtiese siempre sus faltas. Al final, en el momento de separarnos,

nuestro afecto se había vuelto totalmente espiritual, no había ya en él nada

de humano. Se hacía realidad en nosotras aquel pasaje de la Sagrada

Escritura: «Hermano ayudado por su hermano es como una plaza fuerte».

 

Lo que Jesús hizo con su pincelito se hubiera borrado pronto si él, Madre,

no hubiese echado mano de usted para consumar su obra en aquella alma

que él quería toda para sí.

 

A mi pobre compañera la prueba le pareció muy amarga, pero la firmeza

que usted usó con ella acabó por triunfar. Y entonces fue cuando yo,

tratando de consolarla, pude explicarle a quien usted me había dado por

hermana entre todas las demás en qué consiste el verdadero amor. Le

hice ver que era a sí misma a quien amaba, y no a usted. Le conté cómo la

amaba a usted yo, y los sacrificios que me había visto obligada a hacer en

los comienzos de mi vida religiosa para no encariñarme con usted de

manera puramente material, como el perro se encariña con su dueño. El

amor se alimenta de sacrificios; y de cuantas más satisfacciones naturales

se priva el alma, más fuerte y desinteresado se hace su cariño.

 

Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes [22rº]

tentaciones de entrar en su celda por mi satisfacción personal, por

encontrar algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda

prisa por delante de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos

de la escalera; me venían a la cabeza un montón de permisos que pedir.

En una palabra, encontraba mil razones para dar gusto a mi naturaleza...

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Poder de la oración y el sacrificio

 

¡Cuanto me alegro ahora de todas las renuncias que me impuse desde el

comienzo de mi vida religiosa! Ahora gozo ya del premio prometido a los

que luchan valientemente. Siento que ya no necesito negarme todos los

consuelos del corazón, pues mi alma está afianzada en el Unico a quien

quería amar. Veo feliz que, amándolo a él, el corazón se ensancha y que

puede dar un cariño incomparablemente mayor a los que ama que si se

encerrase en un amor egoísta e infructuoso.


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