¡Dios te salve María!
 

Todas las semanas tú me escribías una linda cartita, que me llenaba el

alma de pensamientos profundos y me ayudaba a practicar la virtud.

Aquella carta era un consuelo para tu pobre hijita, que hacía un sacrificio

tan grande al aceptar que no fueras tú quien la preparara cada tarde en tu

regazo, como lo habías hecho con Celina....

 

María reemplazó a Paulina. Me sentaba en su regazo y allí escuchaba con

avidez lo que me decía. Creo que todo su corazón, tan grande y tan

generoso, se volcaba en el mío. Como los grandes guerreros enseñan a

sus hijos el oficio de las armas, así me hablaba ella de las luchas de la

vida y de la palma que se entregará a los vencedores... María me hablaba

también de las riquezas inmortales que podemos atesorar fácilmente cada

día, y de la desgracia que sería pasar junto a ellas sin querer tomarse la

molestia de extender la mano para cogerlas. Luego me enseñaba la forma

de ser santa por la fidelidad en las cosas más pequeñas. Me dio la hojita

«El renunciamiento», que yo meditaba con auténtico placer...

 

¡Y qué elocuente que era mi querida madrina! Me hubiera gustado no ser

yo la única que escuchase sus profundas enseñanzas. Me llegaban tan a

lo hondo, que, en mi ingenuidad, pensaba que hasta los más grandes

pecadores se habrían conmovido como yo, y que, abandonando sus

riquezas perecederas, sólo querrían ganar ya [33vº] las del cielo...

 

Hasta entonces, nadie me había enseñado todavía la forma de hacer

oración, a pesar de que tenía muchas ganas. Pero María pensaba que era

ya bastante piadosa, y no me dejaba hacer más que mis oraciones.

 

Un día, una de las profesoras de la Abadía me preguntó qué hacía los días

libres cuando estaba sola. Yo le contesté que me metía en un espacio

vacío que había detrás de mi cama y que podía cerrar fácilmente con la

cortina, y que allí «pensaba». -¿Y en qué piensas?, me dijo. -Pienso, en

Dios, en la vida..., en la ETERNIDAD, bueno, pienso... La religiosa se rió

mucho de mí. Más tarde, le gustaba recordarme aquel tiempo en que yo

pensaba, y me preguntaba si todavía seguía pensando... Ahora

comprendo que, sin saberlo, hacía oración y que ya Dios me instruía en lo

secreto.

 

Los tres meses de preparación pasaron rápidamente, y pronto tuve que

entrar en ejercicios, y para ello hacerme pensionista interna y dormir en la

Abadía.

 

Me resulta imposible expresar el dulce recuerdo que me dejaron estos

ejercicios. Verdaderamente, si había sufrido mucho en el internado, la


 

 

 

dicha inefable de aquellos pocos días pasados a la espera de Jesús me

compensó abundantemente... No creo que se puedan saborear estas

alegrías en otra parte que en las comunidades religiosas.

 

Como éramos pocas niñas, era fácil ocuparse de cada una en particular, y

nuestras profesoras nos prodigaron en esos días unos cuidados

verdaderamente maternales. De mí se ocupaban aún más que de las

otras. Todas las noches, la primera profesora venía con su linternita a

darme un beso en la cama y me demostraba un gran cariño. Una noche,

ganada por su bondad, le dije que iba a confiarle un secreto; y sacando

misteriosamente mi precioso librito de debajo de la almohada, se lo enseñé

con los ojos resplandecientes de alegría...

 

Por la mañana, me resultaba muy divertido ver a todas las alumnas

levantarse apenas nos despertaban [34rº], y hacer lo que todas. Pero yo

no estaba acostumbrada a arreglarme sola, y María no estaba allí para

rizarme el pelo. Así que tenía ir tímidamente a presentar mi peine a la

profesora encargada del cuarto de tocador, la cual se reía al ver a una

jovencita de once años que no sabía arreglarse por sí sola; pero me

peinaba, aunque no con la delicadeza de María; sin embargo, no me

atrevía a chillar, como hacía todos los días bajo la delicada mano de mi

madrina...

 

Durante estos ejercicios pude comprobar que era una niña mimada y

rodeada de cariño como pocas en el mundo, sobre todo entre las niñas

huérfanas de madre... Todos los días, María y Leonia venían a verme con

papá, que me colmaba de caricias. Así que no sufrí por estar lejos de la

familia y no hubo nada que oscureciese el hermoso cielo de mis ejercicios.

 

Escuchaba con mucha atención las pláticas que nos daba el Sr. abate

Domin, y hasta escribía un resumen de las mismas. En cuanto a mis

propios pensamientos, no quise escribir ninguno, segura de que me

acordaría bien de ellos, como así fue...

 

Me gustaba mucho ir con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la

atención entre mis compañeras por un gran crucifijo que me había

regalado Leonia y que llevaba puesto en el cinturón como los misioneros.

Aquel crucifijo despertaba la envidia de las religiosas, que pensaban que,

al llevarlo, yo quería imitar a mi hermana la carmelita...

 

¡Y sí, hacia ella volaban mis pensamientos! Yo sabía que mi Paulina

estaba de ejercicios como yo, no para que Jesús se entregase a ella, sino

para entregarse ella a Jesús, y aquella soledad, pasada en la espera, me

resultaba por eso doblemente grata...


 

 

 

 

 

Recuerdo que una mañana me habían llevado a la enfermería porque tosía

mucho (desde mi enfermedad, las profesoras se preocupaban mucho por

mi salud: por un ligero dolor de cabeza, o si me veían más pálida que de

[34vº] costumbre, me mandaban ya a tomar el aire o a descansar en la

enfermería). Vi entrar a mi Celina querida; había conseguido permiso para

verme, a pesar de estar en ejercicios, para regalarme una estampa que me

gustó mucho; era «La florecita del Divino Prisionero». ¡Cómo me gustó

recibir este recuerdo de manos de Celina...! ¡Cuántos sentimientos de

amor no me ha inspirado...!

 

La víspera del gran día recibí por segunda vez la absolución. La confesión

general me dejó una gran paz en el alma, y Dios no permitió que viniera a

turbarla ni la más ligera nube.

 

Por la tarde pedí perdón a toda la familia, que fue a verme, pero sólo pude

hablar el lenguaje de las lágrimas, pues estaba demasiado emocionada...

Paulina no estaba allí, pero sabía que estaba muy cerca de mí con el

corazón. Me había mandado con María un preciosa estampa, que no me

cansaba de admirar y de hacer admirar a todo el mundo...

 

Había escrito al P. Pichon para encomendarme a sus oraciones, y

diciéndole también que pronto sería carmelita y que entonces él sería mi

director espiritual. (Y así ocurrió efectivamente cuatro años más tarde,

pues en el Carmelo pude abrirle mi alma...). María me entregó una carta

suya. ¡Realmente, era feliz...! Todas las alegrías me llegaban juntas. Lo

que más me gustó de su carta fue esta frase: «¡Mañana celebraré el santo

sacrifico por ti y por Paulina!» El 8 de mayo Paulina y Teresa quedaron

más unidas que nunca, pues Jesús parecía fundirlas en una, inundándolas

de sus gracias...

 

Finamente llegó el más hermoso de los días. ¡Qué inefables recuerdos han

dejado en mi alma hasta los más pequeños detalles de esta jornada de

cielo...! El gozoso despertar de la aurora, los besos respetuosos y tiernos

de las profesoras y de las [35rº] compañeras mayores... La gran sala

repleta de copos de nieve, con los que nos iban vistiendo a las niñas una

tras otra. Y sobre todo, la entrada en la capilla y el precioso canto matinal

«¡Oh altar sagrado, que rodean los ángeles!»

 

Pero no quiero entrar en detalles. Hay cosas que si se exponen al aire

pierden su perfume, y hay sentimientos del alma que no pueden traducirse

al lenguaje de la tierra sin que pierdan su sentido íntimo y celestial. Son

como aquella «piedra blanca que se dará al vencedor, en la que hay

escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que la recibe».


 

 

 

 

 

¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor.

Me sentía amada, y decía a mi vez: «Te amo y me entrego a ti para

siempre».

 

No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo,

Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido...

Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa

había desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del

océano. Sólo quedaba Jesús, él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido

Teresa que le quitara su libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se

sentía tan débil, tan frágil, que quería unirse para siempre a la Fuerza

divina...!

 

Su alegría era demasiado grande y demasiado profunda para poder

contenerla. Pronto la inundaron lágrimas deliciosas, con gran asombro de

sus compañeras, que más tarde comentaban entre ellas: «-¿Por qué

lloraba? ¿Habría algo que la atormentaba? -No, sería porque no tenía a su

madre a su lado, o a su hermana la carmelita a la que tanto quiere». No

comprendían que cuando toda la alegría del cielo baja a un corazón, este

corazón desterrado no puede soportarlo sin deshacerse en lágrimas...

 

No, el día de mi primera comunión, no me entristecía la ausencia de

mamá: ¿no estaba el cielo [35vº] dentro de mi alma, y no ocupaba en él un

lugar mi mamá desde hacía mucho tiempo? Entonces, al recibir la visita de

Jesús, recibía también la de mi madre querida, que me bendecía y se

alegraba de mi felicidad...

 

Y no lloraba tampoco la ausencia de Paulina. Qué duda cabe que me

habría encantado verla a mi lado, pero hacía mucho tiempo que había

aceptado ese sacrificio. Aquel día, sólo la alegría llenaba mi corazón; y yo

me unía a mi Paulina, que se estaba entregando de manera irrevocable a

Quien tan amorosamente se entregaba a mí...

 

Por la tarde, fui yo la encargada de pronunciar el acto de consagración a la

Santísima Virgen. Era justo que yo, que había sido privada tan joven de la

madre de la tierra, hablase en nombre de mis compañeras a mi Madre del

cielo. Puse toda mi alma al hablarle y al consagrarme a ella, como una

niña que se arroja en los brazos de su Madre y le pide que vele por ella. Y

creo que la Santísima Virgen debió de mirar a su florecita y sonreírle. ¿No

la había curado ella con su sonrisa visible...? ¿No había ella depositado en

el cáliz de su florecita a su Jesús, la Flor de los campos y el Lirio de los

valles...?


 

 

 

Al atardecer de aquel hermoso día, volví a encontrarme con mi familia de

la tierra. Ya por la mañana, después de Misa, había abrazado a papá y a

todos mis queridos parientes. Pero ahora fue la verdadera reunión. Papá,

tomando de la mano a su reinecita, se dirigió al Carmelo... Allí vi a mi

Paulina, convertida en esposa de Cristo. La vi con su velo, blanco como el

mío, y con su corona de rosas... ¡Fue una alegría sin amarguras!

¡Esperaba reunirme pronto con ella, y esperar juntas el cielo!

 

No fui insensible a la fiesta de familia que tuvo lugar en aquel atardecer de

mi primera comunión. El precioso reloj que me regaló mi rey me gustó

muchísimo. Pero mi alegría era serena, y nada vino a turbar mi paz

interior.

 

María me acostó con ella la noche que siguió a aquel hermoso día, pues a

los días más radiantes les sigue la oscuridad, y sólo el día de la primera,

de la única, [36rº] de la eterna comunión del cielo será un día sin ocaso...

 

El día siguiente a mi primera comunión fue también un día hermoso, pero

estuvo teñido de melancolía. Ni el precioso vestido que María me había

comprado, ni todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón.

Sólo Jesús podía saciarme. Ansiaba el momento de poder recibirle por

segunda vez.

 

Aproximadamente un mes después de mi primera comunión, fui a

confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me atreví a pedir permiso

para comulgar. Contra toda esperanza, el Sr. abate me lo concedió, y tuve

la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María. ¡Qué dulce

recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo

corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin

cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive

en mí...!»

 

A partir de esta comunión, se fue haciendo cada vez mayor mi deseo de

recibir al Señor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas

importantes. La víspera de estos días dichosos, María me ponía al

atardecer en su regazo y me preparaba como lo había hecho para mi

primera comunión. Recuerdo que una vez me habló del sufrimiento,

diciéndome que probablemente yo no transitaría por ese camino, sino que

Dios me llevaría siempre como a una niña...

 

Al día siguiente, después de comulgar, me volvieron a la memoria las

palabras de María. Y sentí nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir, y,

al mismo tiempo, la íntima convicción que Jesús me tenía reservado un


 

 

 

gran número de cruces. Y me sentí inundada de tan grandes consuelos,

que los considero como una de las mayores gracias de mi vida.

 

El sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un hechizo que me

fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había sufrido sin

amar el sufrimiento; a partir de ese día, sentí por él [36vº] un verdadero

amor.

 

Sentía también el deseo de no amar más que a Dios y de no hallar alegría

fuera de él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía estas

palabras de la Imitación: «¡Oh, Jesús, dulzura infinita, cámbiame en

amargura todos los consuelos de la tierra...!» Esta oración brotaba de mis

labios sin esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla, no por

propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira

un amigo...

 

Más adelante te diré, Madre querida, cómo tuvo a bien Jesús hacer

realidad mi deseo y cómo sólo él fue siempre mi dulzura inefable. Si te

hablase de ello ahora, tendría que anticipar el relato de mis años de

juventud, y aún me quedan por contar muchos detalles de mi vida de niña.

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Confirmación

 

Poco después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios

espirituales para la confirmación. Me preparé con gran esmero para recibir

la visita del Espíritu Santo. No entendía cómo no se cuidaba mucho la

recepción de este sacramento de amor. Normalmente, para la

confirmación sólo se hacía un día de retiro. Pero como Monseñor no pudo

venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días de soledad.

Para distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino, donde cogí a

manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus.

 

¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa

la visita del Espíritu Santo... Me alegraba al pensar que pronto sería una

cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en

la frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este

sacramento...

 

Por fin, llego el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al

descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo

susurro escuchó Elías en el monte Horeb...


 

 

 

Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el

martirio de mi alma...

 

[37rº] Mi Leonia querida fue la madrina, y estaba tan emocionada, que no

dejó de llorar durante toda la ceremonia. Recibió conmigo la sagrada

comunión, pues aquel día feliz tuve la dicha de volver a unirme a Jesús.

 

Pasadas estas fiestas deliciosas e inolvidables, mi vida volvió a la

normalidad; es decir, tuve que reanudar la vida de pensionista, que tan

penosa me resultaba.

 

Aquellos días que rodearon mi primera comunión, me gustaba convivir con

las niñas de mi edad, todas ellas llenas de buena voluntad y decididas,

como yo, a tomar en serio la práctica de la virtud. Pero ahora tenía que

volver a ponerme en contacto con alumnas muy diferentes, disipadas, que

no querían guardar el reglamento, y eso me hacía muy desgraciada.

 

Yo era de carácter alegre, pero no sabía jugar a los juegos de las niñas de

mi edad. Muchas veces, en el recreo, me apoyaba en un árbol y desde allí

contemplaba el espectáculo sumida en profundas reflexiones.

 

Había inventado un juego que me gustaba mucho. Consistía en enterrar a

los pobres pajaritos que encontrábamos muertos bajo los árboles. Muchas

alumnas se animaron a ayudarme, de forma que nuestro cementerio

quedó muy bonito, todo plantado de árboles y flores proporcionados al

tamaño de nuestros pajaritos.

 

También me gustaba contar historietas que yo misma inventaba a medida

que me iban viniendo a la imaginación. Entonces mis compañeras me

rodeaban presurosas, y a veces algunas de las mayores se unían al grupo

de las oyentes. Una misma historia solía durar varios días, pues me

gustaba hacerla cada vez más interesante a medida que iba viendo en los

rostros de mis compañeras la impresión que producía. Pero la profesora

no tardó en prohibirme ese oficio de orador, pues quería vernos jugar y

correr, en lugar de discurrir...

 

Retenía con facilidad el sentido de lo que estudiaba, pero me costaba

trabajo aprender de memoria. Por eso, el año que precedió a mi primera

comunión, pedía [37vº] permiso casi todos los días para estudiar el

catecismo durante el recreo. Mi esfuerzos se vieron coronados por el éxito,

y fui siempre la primera. Si, por casualidad, perdía ese puesto por una sola

palabra que hubiera olvidado, mi dolor se exteriorizaba en lágrimas

amargas que el Sr. abate Domin no sabía cómo calmar... Estaba muy


 

 

 

contento de mí (excepto cuando lloraba) y me llamaba su doctorcito,

debido a mi nombre de Teresa.

 

Una vez, la alumna que me seguía no supo hacer a su compañera la

pregunta del catecismo. El Sr. abate preguntó en vano a toda la fila de

alumnas, hasta llegar a mí, y entonces dijo que quería ver si merecía el

primer puesto. Yo, en mi profunda humildad, no deseaba otra cosa, y,

levantándome, muy segura de mí misma, contesté a lo que se me

preguntaba sin cometer ni un solo error, con gran asombro de toda la

clase...

 

Mi interés por el catecismo continuó, después de mi primera comunión,

hasta que salí del internado.

 

Me iba muy bien en los estudios y era casi siempre la primera. En lo que

más descollaba era en historia y en redacción. Todas mis profesoras me

tenían por una alumna muy inteligente. Pero no sucedía lo mismo en casa

de mi tío, donde pasaba por ser una pequeña ignorante, buena y dulce, sí,

pero poco capaz y torpe...

 

No me extraña esa opinión que mis tíos tenían de mí, y que sin duda aún

siguen teniendo, pues apenas hablaba y era muy tímida, y cuando

escribía, mi letra de gato y mi ortografía, que no es más que normalita, no

eran para entusiasmar a nadie...

 

Verdad es que las pequeñas labores de costura, de bordado y otras por el

estilo se me daban bien y a gusto de mis profesoras. Pero la manera torpe

y desmañada de sujetar la labor justificaba la opinión poco favorable que

tenían de mí.

 

Todo esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón

[38rº] sólo para él, escuchaba ya mi súplica, «cambiándome en amargura

todos los consuelos de la tierra». Y, por cierto, que tenía una gran

necesidad de ello, pues no era precisamente insensible a los elogios. Con

bastante frecuencia alababan delante de mí la inteligencia de las demás,

pero nunca la mía, por lo que llegué a la conclusión de que no era

inteligente, y me resigné a no serlo...

 

Mi corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si hubiera

encontrado un corazón capaz de comprenderlo.

 

Intenté trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos

de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en

que podían. Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las


 

 

 

criaturas...!!! Pronto comprobé que mi amor no era correspondido. Una de

mis amigas tuvo que irse a su casa, y regresó pocos meses después.

Durante su ausencia, yo la había recordado y había guardado

cuidadosamente un pequeña sortija que me había regalado. Al ver de

nuevo a mi compañera, me alegré mucho, pero, ¡ay!, sólo logré de ella una

mirada indiferente... Mi amor no era comprendido. Lo sentí mucho, y no

quise mendigar un cariño que me negaban. Pero Dios me ha dado un

corazón tan fiel, que cuando ama a alguien limpiamente, lo ama para

siempre; por eso, seguí rezando por mi compañera y aún la sigo

queriendo...

 

Al ver que Celina se había encariñado de una de nuestras profesoras, yo

quise imitarla; pero como no sabía ganarme la simpatía de las criaturas, no

pude conseguirlo.

 

¡Feliz ignorancia, que me ha librado de tantos males...! ¡Cómo le

agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que «amargura

en las amistades de la tierra»! Con un corazón como el mío, me habría

dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido «volar y

hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón

entregado al afecto de las criaturas?... Pienso que es imposible. Aunque

no he llegado a beber de la copa emponzoñada [38vº] del amor demasiado

ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas

volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz

engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les

daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia

Jesús, ese Fuego divino «que arde sin consumirse»!

 

¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación.

Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la

hubiera visto brillar ante mis ojos... Pero no fue así. Yo sólo he encontrado

amargura donde otras almas más fuertes encuentran alegría y se desasen

de ella por fidelidad.

 

No tengo, pues, ningún mérito por no haberme entregado al amor de las

criaturas, ya que sólo la misericordia de Dios me preservó de hacerlo...

Reconozco que, sin El, habría podido caer tan bajo como santa María

Magdalena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan

con gran dulzura en mi alma... Lo sé muy bien: «Al que poco se le

perdona, poco ama». Pero sé también que a mí Jesús me ha perdonado

mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por

adelantado, impidiéndome caer.


 

 

 

¡Cómo me gustaría saber explicar lo que pienso...! Voy a poner un

ejemplo.

 

Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su

camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un

miembro. Su padre acude enseguida, lo levanta con amor y cura sus

heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto

su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe

de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!

 

Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de

su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que

nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, [39rº] objeto de la ternura previsora

de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado,

no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado...

Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará

todavía mucho más?

 

Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha

enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere

que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha

esperado a que yo le ame mucho, como santa María Magdalena, sino que

ha querido que YO SEPA hasta qué punto él me ha amado a mí, con un

amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a él ¡con

locura...!

 

He oído decir que no se ha encontrado todavía un alma pura que haya

amado más que un alma arrepentida. ¡Cómo me gustaría desmentir esas

palabras...!

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Enfermedad de los escrúpulos

 

Veo que me he alejado mucho del tema, así que me apresuro a volver a él.

 

El año que siguió a mi primera comunión transcurrió, casi todo él, sin

pruebas interiores para mi alma. Pero durante el retiro para la segunda

comunión me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos...

Hay que pasar por ese martirio para saber lo que es. ¡Imposible decir lo

que sufrí durante un año y medio...! Todos mis pensamientos y mis

acciones, aun los más sencillos, se me convertían en motivo de turbación.

La única forma de recobrar la paz era contárselo a María, lo cual me

costaba mucho, pues me creía obligada a decirle hasta los pensamientos

extravagantes que tenía acerca de ella misma. En cuanto soltaba mi carga,


 

 

 

disfrutaba por un momento de paz; pero esa paz pasaba como un

relámpago, y enseguida volvía a comenzar mi martirio.

 

¡Cuánta paciencia tuvo que tener mi querida María para escucharme

[39vo] sin dar nunca muestras de cansancio...!

 

Apenas volvía de la Abadía, ya se ponía a rizarme el pelo para el día

siguiente (pues, para dar gusto a papá, la reinecita llevaba todos los días

el pelo rizado, con gran admiración de sus compañeras, y especialmente

de las profesoras, que no veían a niñas tan bien atendidas por sus

padres). Durante la sesión, yo no dejaba de llorar, contando todos mis

escrúpulos.

 

Al terminar el año, Celina terminó sus estudios y regresó a casa. Y la

pobre Teresa, que tuvo que volver sola al colegio, no tardó en caer

enferma. El único atractivo que la retenía en el internado era vivir con su

inseparable Celina; sin ella, «su hijita» ya no podía seguir allí...

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Señora de Papinau

 

Salí, pues, de la Abadía a la edad de 13 años, y continué mi educación

recibiendo varias clases a la semana en casa de la «Sra. de Papinau». Era

una persona muy buena, y muy culta, pero con ciertos aires de solterona.

Vivía con su madre, y era una maravilla ver las buenas migas que hacían

las tres (pues la gata era también de la familia, y yo tenía que soportar que

ronronease sobre mis cuadernos, e incluso admirar su linda figura).

 

Tenía la ventaja de vivir en la intimidad de la familia. Como los Buissonnets

quedaban demasiado lejos para las piernas ya un poco viejas de mi

profesora, había pedido que fuera yo a su casa para las clases.

 

Cuando llegaba, normalmente no encontraba más que a la anciana señora

de Cochain, que me miraba «con sus grandes ojos claros» y luego llamaba

con voz serena y juiciosa: «¡Señora de Papinau..., la se...ñorita Te...resa

está aquí...!» Su hija le contestaba inmediatamente, con voz infantil: «Ya

voy, mamá». Y luego empezaba la clase.

 

Estas clases tenían también la ventaja (además de la instrucción que en

ellas recibía) de hacerme conocer el mundo... ¡Quién lo hubiera creído...!

En aquella sala, amueblada a la antigua, yo asistía con frecuencia,

rodeada de libros y de cuadernos, [40rº] a visitas de toda índole:

sacerdotes, señoras, señoritas, etc. La señora de Cochain llevaba la batuta

de la conversación todo lo que podía, para que su hija pudiera darme la


 

 

 

clase; pero esos días no aprendía apenas nada: con la nariz encima del

libro, escuchaba todo lo que decían, e incluso lo que más me valiera no

haber escuchado, pues la vanidad se desliza muy fácilmente en el

corazón... Una señora decía que yo tenía un pelo precioso; otra, al

despedirse, creyendo que yo no la oía, preguntaba quién era aquella

muchacha tan bonita. Y esas palabras, tanto más halagadoras cuanto que

no se decían delante de mí, dejaban en mi alma una sensación de placer

que me demostraba a las claras lo llena de amor propio que yo estaba.

 

¡Qué lástima me dan las almas que se pierden...! Es tan fácil extraviarse

por los senderos floridos del mundo... Ciertamente, para un alma un tanto

elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío

inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un

instante... Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su

primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la

vida, ¿qué habría sido de mí...?

 

¡Madre querida, con cuánta gratitud canto las misericordias del Señor...!

¿No me retiró él del mundo, según las palabras de la Sabiduría, «antes

que la malicia pervirtiera mi conciencia y que la perfidia sedujera mi

alma...»?

 

También la Santísima Virgen velaba por su florecita, y no queriendo que se

marchitase al contacto con las cosas de la tierra, se la llevó a su montaña

antes de que se abriese su corola... Mientras esperaba la llegada de ese

momento feliz, Teresita iba creciendo en el amor a su Madre del cielo, y

para demostrarle ese amor hizo algo que le costó mucho y que voy a

contar en pocas palabras a pesar de su extensión.

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Hija de María

 

[40vº] Casi inmediatamente después de mi entrada en la Abadía, ingresé

en la Congregación de los Santos Angeles. Me gustaban mucho los

ejercicios de devoción que en ella se prescribían, pues sentía una especial

inclinación a invocar a los bienaventurados espíritus celestiales, y en

particular al que Dios me dio para que fuera el compañero de mi destierro .

 

Poco tiempo después de mi primera comunión, la banda de aspirante a las

Hijas de María sustituyó a la de los Santos Angeles, pero abandoné la

Abadía sin haber sido recibida en esa congregación de la Santísima

Virgen. Como salí antes de terminar los estudios, no se me permitía entrar

en ella como antigua alumna. Confieso que ese privilegio no me atraía

demasiado; pero pensando que todas mis hermanas habían sido «hijas de


 

 

 

María», no quería ser menos hija que ellas de mi Madre del cielo, y fui muy

humildemente (a pesar de lo mucho que costaba) a pedir permiso para

ingresar en la congregación de la Santísima Virgen, en la Abadía. La

primera profesora no quiso negármelo, pero me puso como condición que

tenía que venir al colegio dos días a la semana , por la tarde, para

demostrar que era digna de ser admitida.

 

Este permiso, lejos de agradarme, me costó enormemente. Yo no tenía,

como las demás alumnas, una profesora amiga con quien poder ir a pasar

el tiempo. Así es que me conformaba con ir a saludar a la profesora, y

luego trabajaba en silencio hasta que terminaba la clase de labores. Nadie

se fijaba en mí. Así que subía a la tribuna de la capilla y me estaba allí

delante del Santísimo hasta que papá venía a buscarme.

 

Este era mi único consuelo. ¿No era, acaso, Jesús mi único amigo...? No

sabía hablar con nadie más que con él. Las conversaciones con las

criaturas, incluso las conversaciones piadosas, me cansaban el alma...

Sentía que vale más hablar con Dios que [41rº] hablar de Dios, ¡pues se

suele mezclar tanto amor propio en las conversaciones espirituales...!

 

¡Sólo por la Santísima Virgen iba a la Abadía...!

 

A veces me sentía sola, muy sola. Como en los días de mi vida de

internado, cuando me paseaba triste y enferma por el enorme patio, yo

repetía siempre estas palabras, que hacían renacer siempre la paz y la

fuerza en mi corazón: «La vida es tu navío, no tu morada». Cuando era

pequeñita, estas palabras me levantaban la moral. Y todavía hoy, a pesar

de los años, que hacen que desaparezcan tantos sentimientos de piedad

infantil, la imagen del navío sigue cautivando mi alma y la ayuda a soportar

el destierro... ¿No dice la Sabiduría que la vida es «como nave que surca

las aguas agitadas sin dejar rastro alguno de su travesía...?»

 

Cuando pienso en estas cosas, mi alma se abisma en el infinito y me

parece estar tocando ya las riberas eternas... Me parece estar ya

recibiendo el abrazo de Jesús... Creo ver a mi Madre del cielo salirme al

encuentro con papá..., con mamá... y con los cuatro angelitos... Creo estar

gozando, por fin, para siempre de la verdadera, de la única vida de

familia...

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Nuevas separaciones

 

Pero antes de ver a la familia reunida en el hogar paterno del cielo, tenía

que sufrir aún muchas separaciones.


 

 

 

 

 

El mismo año en que fui recibida como hija de la Santísima Virgen, ésta

me arrebató a mi querida María, el único sostén de mi alma... María era

quien me guiaba, quien me consolaba, quien me ayudaba a practicar la

virtud, ella era mi único oráculo. Es cierto que Paulina ocupaba un lugar

privilegiado en mi corazón, pero Paulina estaba lejos, muy lejos de mí...

Me había costado un verdadero martirio acostumbrarme a vivir sin ella, a

ver interpuestos entre ella y yo unos muros infran-[41vº]queables, pero al

fin había acabado por aceptar la triste realidad: había perdido a Paulina,

casi como si se hubiera muerto. Ella me seguía queriendo, sí, y rezaba por

mí; pero a mis ojos, mi Paulina querida se había convertido en una santa

que ya no sabía de las cosas de la tierra, y las miserias de su pobre

Teresa, si las conociera, le extrañarían y la llevarían a no quererla tanto...

Además, aunque hubiera querido confiarle mis secretos, como en los

Buissonnets, no hubiera podido hacerlo, pues las visitas en el locutorio

eran sólo para María. Celina y yo no teníamos permiso para entrar más

que al final, y justo el tiempo para que se nos oprimiese el corazón...

 

Por eso, no tenía en realidad más que a María, que me era, por así decirlo,

indispensable. Sólo a ella le contaba mis escrúpulos; y la obedecía tan

ciegamente, que mi confesor nunca llegó a conocer mi vergonzosa

enfermedad: yo sólo le decía el número de pecados que María me permitía

confesar, ni uno mas. Así que podría haber pasado por el alma menos

escrupulosa del mundo, a pesar de serlo en sumo grado.

 

María sabía, pues, todo lo que pasaba en mi alma y conocía también mis

deseos del Carmelo; y yo la quería tanto, que no podía vivir sin ella. Todos

los años, nuestra tía nos invitaba a ir, turnándonos, a su casa de Trouville.

A mí me gustaba mucho ir, pero con María; cuando no la tenía a mi lado,

me aburría mucho.

 

Una vez, sin embargo, me lo pasé bien en Trouville. Fue el año en que

papá realizó el viaje a Constantinopla. Para distraernos un poco (pues

estábamos muy tristes porque papá estaba tan lejos), María nos mandó a

Celina y a mí a pasar quince días en la playa. Yo me divertí mucho, porque

tenía conmigo a Celina. Nuestra tía nos daba todos los gustos posibles:

paseos en burro, pesca de agujas, etc.

 

Yo era todavía muy niña [42rº], a pesar de mis doce años y medio. Me

acuerdo de la alegría que sentí cuando me puse las preciosas cintas

azules que mi tía me regaló para el pelo; y también me acuerdo que me

confesé en Trouville de esa complacencia infantil, que me parecía

pecado...


 

 

 

Una noche, tuve una experiencia que me abrió mucho los ojos. María

(Guérin), que casi siempre estaba enferma, lloriqueaba con frecuencia, y

entonces mi tía la mimaba y le prodigaba los nombres más tiernos, sin que

por eso mi querida primita dejase de lloriquear y de quejarse de que le

dolía la cabeza. Yo, que tenía también casi todos los días dolor de cabeza,

y no me quejaba, quise una noche imitar a María y me puse a lloriquear

echada en un sillón, en un rincón de la sala. Enseguida Juana y mi tía

vinieron solícitas a mi lado, preguntándome qué tenía. Yo les contesté,

como María: «Me duele la cabeza». Pero al parecer eso de quejarme no

se me daba bien, pues no puede convencerlas de que fuese el dolor de

cabeza lo que me hacía llorar. En lugar de mimarme, me hablaron como a

una persona mayor y Juana me reprochó el que no tuviera confianza con

mi tía, pues pensaba que lo que yo tenía era un problema de conciencia...

En fin, salí sin más daño que el haber trabajado en balde y muy decidida a

no volver a imitar nunca a los demás, y comprendí la fábula de «El asno y

el perrito». Yo era como el asno, que, viendo las caricias que le hacían al

perrito, fue a poner su pesada pata sobre la mesa para recibir también él

su ración de besos. Pero, ¡ay!, si no recibí palos, como el pobre animal,

recibí realmente el pago que me merecía, y la lección me curó para toda la

vida del deseo de atraer sobre mí la atención de los demás. ¡El único

intento que hice para ello me costó demasiado caro...!

 

Al año siguiente, que fue el de la partida de mi querida madrina, nuestra tía

me volvió a invitar, pero en esta ocasión a mí sola, y me encontré tan

perdida y tan fuera de lugar, que al [42vº] cabo de dos o tres días caí

enferma y tuvieron que llevarme de vuelta a Lisieux. La enfermedad, que

temían que fuese grave, no era más que nostalgia de los Buissonnets, y

apenas puse los pies en ellos me curé ...

 

Bien, pues a esa niña iba Dios a arrebatarle el único apoyo que la ataba a

la vida...

 

En cuanto supe la decisión de María, tomé la resolución de no volver a

apegar mi corazón a nada en la tierra...

 

Después de salir del internado, me había instalado en el cuarto de pintura

de Paulina y lo había arreglado a mi gusto. Era una verdadera leonera, una

mezcla de objetos de piedad y curiosidades, un jardín y una pajarera...

 

Así, por ejemplo, en el fondo destacaba sobre la pared una gran cruz de

madera negra, sin Cristo, y unos dibujos que me gustaban. En otra pared,

una cesta adornada con muselina y con cintas de color rosa con hierbas

finas y flores. Finalmente, en la otra pared, campeaba el retrato de Paulina

a los diez años. Y bajo este retrato tenía una mesa sobre la que estaba


 

 

 

colocada una gran jaula en la que había encerrados un gran número de

pájaros cuyo gorjeo melodioso aturdía a los visitantes, pero no a su amita,

que los quería mucho...

 

Tenía también el «mueblecito blanco», repleto de mis libros de texto,

cuadernos, etc.; y sobre este mueble tenía colocada una estatua de la

Santísima Virgen con floreros siempre llenos de flores naturales y con

candeleros; y, todo alrededor, una gran cantidad de imagencitas de santos

y santas, cestitas de conchas, cajas de cartulina, etc. Por último, delante

de la ventana, mi jardín colgante, en el que cuidaba macetas (con las

flores más raras que lograba encontrar). Tenía también, en el interior de

«mi museo», una jardinera, en la que ponía mi planta favorita...

 

Frente a la [43rº] ventana, estaba colocada la mesa, cubierta con un tapete

verde, y sobre el tapete, en el medio, tenía puesto un reloj de arena, una

imagencita de san José, un portarrelojes, cestas de flores, un tintero, etc...

Algunas sillas rotas y la preciosa cuna de muñecas de Paulina

completaban mi ajuar.

 

Realmente, esta pobre buhardilla era un mundo para mí, y, como el Sr. de

Maistre, también yo podría componer un libro titulado «Paseo alrededor de

mi cuarto». En esta habitación me gustaba pasarme horas enteras,

estudiando y meditando ante el hermoso panorama que se abría ante mis

ojos...

 

Al conocer la partida de María, mi cuarto perdió para mí todo su encanto.

No quería separarme ni un solo instante de la hermana querida que pronto

iba a levantar el vuelo... ¡Cuántos actos de paciencia le hice practicar!

Cada vez que pasaba ante la puerta de su habitación, llamaba hasta que

me abría y la besaba con toda el alma; quería hacer provisión de besos

para todo el tiempo que iba a verme privada de ellos.

 

Un mes antes de su entrada en el Carmelo, papá nos llevó a Alençon, pero

este viaje estuvo muy lejos de parecerse al primero: todo fue para mí

tristeza y amargura. Imposible decir cuántas lágrimas lloré sobre la tumba

de mamá porque me había olvidado de llevar un ramillete de acianos que

había cogido para ella.

 

Verdaderamente, en todo encontraba motivos para sufrir. Todo lo contrario

que ahora, pues Dios me concede la gracia de no abatirme por nada

pasajero. Cuando me acuerdo del pasado, mi alma desborda de gratitud al

ver los favores que he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio,

que estoy desconocida... Verdad es que deseaba alcanzar la gracia «de

tener un dominio absoluto sobre mis acciones, de ser su dueña y no su


 

 

 

esclava». [43vº] Estas palabras de la Imitación me llegaban muy a lo

hondo, pero, por así decirlo, tenía que comprar con mis deseos esta gracia

inestimable. No era todavía más que una niña que no parecía tener otra

voluntad que la de los demás, lo cual hacía decir a la gente de Alençon

que era débil de carácter...

 

Fue durante este viaje cuando Leonia entró a prueba en las clarisas. A mí

me dolió su extraña entrada, pues la quería mucho y no pude darle un

abrazo antes de que se fuera.

 

Nunca olvidaré la bondad y la confusión de nuestro pobre papaíto cuando

vino a comunicarnos que Leonia vestía ya el hábito de clarisa... A él, igual

que a nosotras, le parecía una cosa muy rara, pero no quería decir nada al

ver lo disgustada que estaba María. Nos llevó al convento y allí sentí una

congoja como nunca la había sentido a la vista de un monasterio. Me

produjo el efecto contrario al del Carmelo, donde todo me dilataba el

alma... Tampoco me entusiasmó más la vista de las religiosas, y no sentí

la menor tentación de quedarme con ellas.

 

No obstante, nuestra pobre Leonia estaba muy guapa con su nuevo traje.

Nos dijo que la miráramos bien a los ojos, pues ya no volveríamos a verlos

(las clarisas no se dejan ver más que con los ojos bajos). Pero Dios se

conformó con dos meses de sacrificio, y Leonia volvió a enseñarnos sus

ojos azules, muy a menudo bañados en lágrimas...

 

Al dejar Alençon, yo pensé que Leonia se quedaría con las clarisas, por lo

que me alejé de la triste calle de la Media Luna con el corazón muy

apenado. Ya no quedábamos más que tres, y pronto nuestra querida María

nos iba también a dejar...

 

¡El 15 de octubre fue el día de la separación! De la alegre y numerosa

familia de los Buissonnets ya sólo quedaban las dos últimas hijas... Las

palomas habían huido del nido paterno, y las que aún quedaban hubiesen

querido volar tras ellas, pero sus alas [44rº] eran aún demasiado débiles

para que pudieran levantar el vuelo...

 

Dios, que quería llamar hacia sí a la más pequeña y más débil de todas, se

apresuró a hacerle crecer las alas. El, que se complace en mostrar su

bondad y su poder sirviéndose de los instrumentos menos dignos, quiso

llamarme a mí antes que a Celina, que sin duda merecía más que yo este

favor. Pero Jesús conocía muy bien mi debilidad, y por eso me escondió a

mí primero en las cavernas de la roca.



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