¡Dios te salve María!
 

Cuando María entró en el Carmelo, yo era todavía muy escrupulosa. Como

ya no podía confiarme a ella, me volví hacia el cielo. Me dirigí a los cuatro

angelitos que me habían precedido allá arriba, pues pensé que aquellas

almas inocentes, que nunca habían conocido ni las turbaciones ni los

miedos, deberían tener compasión de su pobre hermanita que estaba

sufriendo en la tierra.

 

Les hablé con la sencillez de un niño, haciéndoles notar que, al ser la

última de la familia, siempre había sido la más querida y la más colmada

de ternuras por mis hermanas, y que si ellos hubieran permanecido en la

tierra me habrían dado también sin duda alguna pruebas de cariño... Su

partida para el cielo no me parecía una razón suficiente para que me

olvidasen; al contrario, ya que se hallaban en situación de disponer de los

tesoros divinos, debían tomar de ellos la paz para mí y mostrarme así que

también en el cielo se sabe amar...

 

La respuesta no se hizo esperar. Pronto la paz vino a inundar mi alma con

sus olas deliciosas, y comprendí que si era amada en la tierra, también lo

era en el cielo...

 

A partir de aquel momento, fue creciendo mi devoción hacia mis

hermanitos y hermanitas, y me gusta conversar a menudo con ellos y

hablarles de las tristezas del destierro... y de mi deseo de ir pronto a

reunirme con ellos en la patria...

 

 

 

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CAPÍTULO V

 

DESPUÉS DE LA GRACIA DE NAVIDAD

 

(1886-1887)

 

Si el cielo me colmaba de gracias, no era porque yo lo mereciese, pues era

aún muy imperfecta. Es cierto que tenía un gran deseo de practicar [44vº]

la virtud, pero lo hacía de una manera muy peregrina. He aquí un ejemplo.

 

Como era la más pequeña, no estaba acostumbrada a arreglármelas yo

sola. Celina arreglaba la habitación donde dormíamos las dos juntas, y yo

no hacía ni la menor labor de la casa. Después de la entrada de María en

el Carmelo, a veces, por agradar a Dios, intentaba hacer la cama, o bien,

cuando Celina no estaba, le metía por la noche sus macetas de flores.

Como he dicho, hacía esas cosas únicamente por Dios, y por tanto no


 

 

 

tenía por qué esperar el agradecimiento de las criaturas. Pero sucedía

todo lo contrario: si Celina tenía la desgracia de no parecer feliz y

sorprendida por mis pequeños servicios, yo no estaba contenta y se lo

hacía saber con mis lágrimas...

 

Debido a mi extremada sensibilidad, era verdaderamente insoportable. Si,

por ejemplo, sucedía que hacía sufrir involuntariamente un poquito a un

ser querido, en vez de sobreponerme y no llorar, lloraba como una

Magdalena, lo cual aumentaba mi falta en lugar de atenuarla, y cuando

comenzaba a consolarme de lo sucedido, lloraba por haber llorado. Todos

los razonamientos eran inútiles, y no lograba corregirme de tan feo

defecto.

 

No sé cómo podía ilusionarme con la idea de entrar en el Carmelo estando

todavía, como estaba, en los pañales de la infancia...

 

Era necesario que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer

en un momento, y ese milagro lo hizo el día inolvidable de Navidad. En esa

noche luminosa que esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús,

el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de

luz... En esta noche, en la que él se hizo débil y doliente por mi amor, me

hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella

noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al

contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, «una carrera

de gigante ».

 

[45rº] Se secó la fuente de mis lágrimas, y en adelante ya no volvió a

abrirse sino muy raras veces y con gran dificultad, lo cual justificó estas

palabras que un día me habían dicho: «Lloras tanto en la niñez, que más

tarde no tendrás ya lágrimas que derramar...»

 

Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez;

en una palabra, la gracia de mi total conversión.

 

Volvíamos de la Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir

al Dios fuerte y poderoso.

 

Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a

buscar mis zapatos. Esta antigua costumbre nos había proporcionado

tantas alegrías durante la infancia, que Celina quería seguir tratándome

como a una niña, por ser yo la pequeña de la familia... Papá gozaba al ver

mi alborozo y al escuchar mis gritos de júbilo a medida que iba sacando

las sorpresas de mis zapatos encantados, y la alegría de mi querido rey

aumentaba mucho más mi propia felicidad.


 

 

 

 

 

Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me liberase

de los defectos de la niñez, me quitó también sus inocentes alegrías:

permitió que papá, que venía cansado de la Misa del Gallo, sintiese

fastidio a la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras

que me traspasaron el corazón: «¡Bueno, menos mal que éste es el último

año...!»

 

Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina,

que conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió

también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi

pena. «¡No bajes, Teresa! -me dijo-, sufrirías demasiado al mirar así de

golpe dentro de los zapatos».

 

Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón!

Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y conteniendo los

latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui

sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá

reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando ...

Felizmente, era un hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la

fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la

conservaría ya para siempre...!

 

[45vº] Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más

hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo...

 

La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en

un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había

faltado.

 

Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche

bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo

que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta

de peces... Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de

trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido

antes con tanta intensidad... Sentí, en una palabra, que entraba en mi

corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar

gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz...!

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La sangre de Jesús

 

Un domingo, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí

profundamente impresionada por la sangre que caía de sus divinas manos.


 

 

 

Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que

nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con

el espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella,

y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas...

 

También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la

cruz: «¡Tengo sed!». Estas palabras encendían en mí un ardor

desconocido y muy vivo... Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma

me sentía devorada por la sed de almas... No eran todavía las almas de

los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores;

ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno... Y para avivar mi celo,

Dios me mostró que mis deseos eran de su agrado.

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Pranzini, mi primer hijo

 

Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por

unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo

quise evitar a toda costa que cayese en el infierno, y para conseguirlo

empleé todos los medios imaginables.

 

Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí [46rº] a Dios todos los

méritos infinitos de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por

último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no

atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a

confesar que era por Pranzini, el gran criminal.

 

Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan

apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de

burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador.

Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se

unieran a mí para implorar gracia para el culpable.

 

En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros

deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los

pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que

perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se

confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza

tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi

consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento...

 

Mi oración fue escuchada al pie de la letra. A pesar de que papá nos había

prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que

hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos


 

 

 

el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi...?

Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme... Pranzini no

se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la

cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita

inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y

besó por tres veces sus llagas sagradas...! Después su alma voló a recibir

la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el

cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve

justos que no necesitan convertirse...

 

Había obtenido «la señal» pedida, y esta señal era la fiel reproducción de

las [46vº] gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar

por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de

almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre

divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría

de sus manchas, ¡¡¡y los labios de «mi primer hijo» fueron a posarse

precisamente sobre esas llagas sagradas...!!! ¡Qué respuesta de inefable

dulzura...!

 

A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de

día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: «¡Dame

de beber!»

 

Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de

Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío

divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de

beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me

daba era la bebida más deliciosa de su amor...

 

En poco tiempo Dios supo sacarme del estrecho círculo en el que yo daba

vueltas y vueltas sin acertar a salir. Al contemplar ahora el camino que él

me hizo recorrer, es grande mi gratitud.

 

Pero he de reconocer que, si el paso más importante estaba dado, todavía

eran muchas las cosas que tenía que dejar.

 

Mi espíritu, liberado ya de los escrúpulos y de su excesiva sensibilidad,

comenzó a desarrollarse. Yo siempre había amado lo grande, lo bello, pero

en esta época me entraron unos deseos enormes de saber. No me

conformaba con las clases y con los deberes que me ponía mi profesora, y

me dediqué a hacer por mi cuenta estudios extras de historia y de ciencias.

Las otras materias me eran indiferentes, pero estos dos campos del saber

despertaban todo mi interés. Y así, en pocos meses adquirí más

conocimientos que durante todos mis años de estudio.


 

 

 

 

 

¡Pero eso no era más que vanidad y aflicción de espíritu...! Me venía con

frecuencia a la memoria el capítulo de la Imitación en que se habla de las

ciencias. Pero, no obstante, yo encontraba la forma de seguir, diciéndome

a mí misma que, estando en edad de estudiar, ningún mal había [47rº] en

hacerlo.

 

No creo haber ofendido a Dios (aunque reconozco que perdí inútilmente el

tiempo), pues sólo le dedicaba un número limitado de horas, que no quería

rebasar, a fin de mortificar mi deseo exacerbado de saber...

 

Estaba en la edad más peligrosa para las chicas. Pero Dios hizo conmigo

lo que cuenta Ezequiel en sus profecías: «Al pasar junto a mí, Jesús vio

que yo estaba ya en la edad del amor. Hizo alianza conmigo, y fui suya...

Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de

bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio... Me alimentó

con flor de harina, miel y aceite en abundancia... Me hice cada vez más

hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina...»

 

Sí, Jesús hizo todo eso conmigo. Podría repetir esas palabras que acabo

de escribir y demostrar que todas ellas, una por una, se han realzado en

mí; pero las gracias que he referido más arriba son ya prueba suficiente de

ello. Sólo voy a hablar del alimento que me dio «en abundancia».

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La Imitación y Arminjon

 

Desde hacía mucho tiempo yo me venía alimentando con «la flor de

harina» contenida en la Imitación. Este era el único libro que me ayudaba,

pues no había descubierto todavía los tesoros escondidos en el Evangelio.

Me sabía de memoria casi todos los capítulos de mi querida Imitación, y

ese librito no me abandonaba nunca; en verano lo llevaba en el bolsillo, y

en invierno en el manguito, era ya una costumbre. En casa de mi tía se

divertían mucho a costa de eso, y abriéndolo al azar, me hacían recitar el

capítulo que tenían ante los ojos.

 

A mis 14 años, con mis deseos de saber, Dios pensó que era necesario

añadir a «la flor de harina miel y aceite en abundancia». Esa miel y ese

aceite me los hizo encontrar en las charlas del Sr. abate Arminjon sobre el

fin del mundo presente y los misterios de la vida futura. Este libro se lo

habían prestado a papá mis queridas carmelitas; por eso, contra mi [47vº]

costumbre (pues yo no leía los libros de papá), le pedí permiso para leerlo.


 

 

 

Esa lectura fue también una de las mayores gracias de mi vida. La hice

asomada a la ventana de mi cuarto de estudio, y la impresión que me

produjo es demasiado íntima y demasiado dulce para poder contarla...

 

Todas las grandes verdades de la religión y los misterios de la eternidad

sumergían mi alma en una felicidad que no era de esta tierra...

Vislumbraba ya lo que Dios tiene reservado para los que le aman (pero no

con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón). Y viendo que las

recompensas eternas no guardaban la menor proporción con los

insignificantes sacrificios de la vida, quería amar, amar apasionadamente a

Jesús y darle mil muestras de amor mientras pudiese...

 

Copié varios pasajes sobre el amor perfecto y sobre la acogida que Dios

dispensará a sus elegidos cuando él mismo sea su grande y eterna

recompensa. Y repetía sin cesar las palabras de amor que habían

abrasado mi corazón...

 

Celina se había convertido en la confidente íntima de mis pensamientos.

Desde la noche de Navidad ya podíamos comprendernos: la diferencia ya

no existía, pues yo había crecido en estatura, y sobre todo en gracia.

 

Anteriormente a esta época, yo me quejaba con frecuencia de no conocer

los secretos de Celina; ella me contestaba que yo era demasiado pequeña,

y que tendría que crecer la altura de un taburete para que pudiese tener

confianza en mí... A mí me gustaba subirme a aquel precioso taburete

cuando estaba junto a ella, y le decía que me hablase íntimamente; pero la

treta no me daba resultado, la distancia nos seguía separando...

 

Jesús, que quería hacernos progresar juntas, formó en nuestros corazones

unos lazos más fuertes que los de la sangre. Nos hizo hermanas del alma.

Se hicieron realidad en nosotras las palabras del Cántico Espiritual de san

Juan de la Cruz (cuando la esposa exclama, hablando al Esposo):

 

«A zaga de tu huella,

 

las jóvenes discurren al camino,

 

al toque de [48rº] centella,

 

al adobado vino,

 

emisiones de bálsamo divino».


 

 

 

Sí, seguíamos muy ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que

él sembraba a manos llenas en nuestras almas y el vino fuerte y delicioso

que nos daba a beber hacían desaparecer de nuestra vista las cosas

pasajeras, y de nuestros labios brotaban emisiones de amor inspiradas por

él.

 

¡Qué dulces eran las conversaciones que todas las noches teníamos en el

mirador! Con la mirada hundida en la lejanía, contemplábamos la blanca

luna que se elevaba lentamente por detrás de los altos árboles... y los

reflejos plateados que derramaba sobre la naturaleza dormida, las

brillantes estrellas que titilaban en el azul profundo..., el soplo ligero de la

brisa nocturna que hacía flotar las nubes de nieve. Y todo elevaba

nuestras almas hacia el cielo, del que no contemplábamos todavía más

que «el límpido reverso»...

 

No sé si me equivoco, pero creo que la expansión de nuestras almas se

parecía a la de santa Mónica y su hijo, cuando en el puerto de Ostia caían

los dos sumidos en éxtasis a la vista de las maravillas del creador...

 

Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las

concedidas a los grandes santos. Como dice la Imitación, a veces Dios se

comunica en medio de un fuerte resplandor, a veces «tenuemente velado,

bajo sombras y figuras». De esta manera se dignaba manifestarse a

nuestras alma, ¡pero qué fino y transparente era el velo que ocultaba a

Jesús de nuestras miradas...! No había lugar para la duda, ya no eran

necesarias la fe ni la esperanza: el amor nos hacía encontrar en la tierra al

que buscábamos. «Al encontrarlo solo en la calle, nos besó, para que en

adelante nadie pudiera despreciarnos».

 

Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos, y éstos fueron

abundantes. La práctica de la virtud se nos hizo dulce y natural. Al

principio, mi rostro delataba muchas veces el combate, pero poco a poco

esa impresión fue desapareciendo y la renuncia se me hizo fácil, incluso

desde el primer momento. Ya lo dijo Jesús: «Al [48vº] que tiene se le dará,

y tendrá de sobra». Por una gracia acogida con fidelidad, me otorgaba

cantidad de gracias nuevas...

 

Se entregaba a mí en la sagrada comunión con mucha más frecuencia de

la que yo me hubiera atrevido a esperar. Yo tenía como norma de

conducta comulgar todas las veces que el confesor me lo permitiera, sin

fallar una sola vez, pero dejando que fuese él quien decidiese cuántas, sin

pedírselo nunca yo. En esa época no tenía la audacia que ahora tengo; de

haberla tenido, hubiera actuado de distinta manera, pues estoy convencida

de que un alma debe decir a su confesor el deseo que siente de recibir a


 

 

 

su Dios. El no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón

dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido

que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo

de la adorable Trinidad...

 

Jesús, que veía mis deseos y la rectitud de mi corazón, permitió que mi

confesor me dijese que durante el mes de mayo comulgase cuatro veces

por semana; y cuando pasó ese hermoso mes, todavía añadió una quinta

más cada vez que cayese alguna fiesta. Al salir del confesonario, brotaron

de mi ojos lágrimas muy dulces. Me parecía como si Jesús mismo quisiera

entregarse a mí, pues echaba muy poco tiempo para confesarme y nunca

dije ni una palabra acerca de mis sentimientos interiores.

 

El camino por el que iba eran tan recto y luminoso, que no necesitaba más

guía que a Jesús... Comparaba a los directores a espejos fieles que

reflejaban a Jesús en las almas, y decía que en mi caso Dios no se servía

de intermediarios, sino que actuaba directamente él...

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Deseos de entrar en el Carmelo

 

Cuando un jardinero rodea de cuidados a una fruta que quiere que madure

antes de tiempo, no es para dejarla colgada en el árbol, sino para

presentarla en una mesa ricamente servida. Con parecida intención [49rº]

prodigaba Jesús sus gracias a su florecita... El, que en los días de su vida

mortal exclamó en un transporte de alegría: «Te doy gracias, Padre,

porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las

has revelado a la gente sencilla», quería hacer resplandecer en mí su

misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me

instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la

vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado

asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de

la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a

ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu...

 

Como dice san Juan de la Cruz en su Cántico:

 

«Sin otra luz ni guía

 

sino la que en el corazón ardía.

 

Aquesta me guiaba

 

más cierto que la luz del mediodía


 

 

 

 

 

adonde me esperaba

 

quien yo bien me sabía».

 

 

 

Ese lugar era el Carmelo. Pero antes de «sentarme a la sombra de Aquel a

quien deseaba», tenía que pasar por muchas pruebas. Pero la llamada

divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar entre llamas, lo

habría hecho por ser fiel a Jesús...

 

Sólo encontré un alma que me animase en mi vocación: la de mi Madre

querida... Mi corazón encontró en el suyo un eco fiel; y sin ella, yo no

habría llegado en modo alguno a la ribera bendita que la había acogido a

ella cinco años antes en su suelo impregnado del rocío celestial...

 

Sí, hacía cinco años que yo estaba separada de ti, Madre querida, y creía

que te había perdido. Pero en el momento de la prueba fue tu mano la que

me indicó el camino que debía seguir... Necesitaba ese consuelo, pues las

visitas al locutorio del Carmelo me resultaban cada vez más penosas; no

podía hablar de mis deseos de entrar, sin verme rechazada. María

pensaba que era demasiado joven y hacía todo lo posible por impedirme

entrar; y tú misma, Madre, a fin de probarme, tratabas a veces de moderar

mi entusiasmo [49vº]. En fin, que si no hubiese tenido verdadera vocación,

me hubiera vuelto atrás desde el primer momento, pues en cuanto empecé

a responder a la llamada de Jesús me encontré con obstáculos.

 

No quise hablarle a Celina de mis deseos de entrar tan joven en el

Carmelo, y eso aumentó mi sufrimiento, pues me resultaba muy difícil

ocultarle nada... Pero este sufrimiento no duró mucho, pues pronto mi

hermanita querida se enteró de mi determinación, y, lejos de intentar

disuadirme, aceptó con un valor admirable el sacrificio que Dios le pedía;

para entender cuán grande era ese sacrificio, habría que saber hasta qué

punto estábamos unidas...

 

Una misma alma, por así decirlo, nos hacía vivir. Desde hacía algunos

meses, disfrutábamos juntas de la vida más dulce que unas jóvenes

puedan soñar. Todo alrededor de nosotras respondía a nuestros gustos.

Teníamos una gran libertad. En una palabra, yo solía decir que nuestra

vida era en la tierra el ideal de la felicidad...

 

Pero apenas habíamos comenzado a saborear este ideal de la felicidad,

tuvimos que renunciar libremente a él, y mi querida Celina no se rebeló ni

por un instante.


 

 

 

 

 

Sin embargo, podría haberse quejado, ya que Jesús no la llamaba a ella la

primera... Tenía la misma vocación que yo, por lo cual le tocaba a ella

partir antes... Pero así como, en tiempos de los mártires, los que quedaban

en la cárcel daban gozosos el beso de paz a sus hermanos que partían

primero para combatir en la arena, y se consolaban pensando que tal vez

a ellos se les reservaba para combates todavía mayores, igualmente

Celina dejó alejarse a su Teresa y se quedó sola para el glorioso y

sangriento combate al que Jesús la tenía destinada como privilegiada de

su amor...

 

Celina, pues, se convirtió en confidente de mis luchas y de mis

sufrimientos, y tomó en ellos tanta parte como si se hubiera tratado de su

propia vocación. De parte de ella no temía yo ninguna oposición.

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Confidencia a mi padre

 

Lo que no sabía era qué medio emplear para decírselo a papá... ¿Cómo

hablarle de separarse de su reina, a él que acababa de sacrificar a sus tres

hijas mayores...? ¡Cuántas luchas interiores no tuve que sufrir antes [50rº]

de sentirme con ánimos para hablar...! Sin embargo, tenía que decidirme.

Yo iba cumplir catorce años y medio, y sólo seis meses nos separaban de

la hermosa noche de Navidad, en que había decidido ingresar a la misma

hora en que el año anterior había recibido «mi gracia».

 

Escogí el día de Pentecostés para hacerle a papá mi gran confidencia.

Todo el día estuve suplicando a los santos apóstoles que intercedieran por

mí y que me inspiraran ellos las palabras que habría de decir... ¿No eran

ellos, en efecto, quienes tenían que ayudar a aquella niña tímida que Dios

tenía destinada a ser apóstol de apóstoles por medio de la oración y el

sacrificio...?

 

Hasta por la tarde, al volver de Vísperas, no encontré la ocasión de hablar

a mi papaíto querido. Había ido a sentarse al borde del aljibe, y desde allí,

con las manos juntas, contemplaba las maravillas de la naturaleza. El sol,

cuyos rayos habían perdido ya su ardor, doraba las copas de los altos

árboles, en los que los pajarillos cantaban alegres su oración de la tarde.

 

El hermoso rostro de papá tenía una expresión celestial. Comprendí que la

paz inundaba su corazón. Sin decir una sola palabra, fui a sentarme a su

lado, con los ojos bañados ya en lágrimas. Me miró con ternura, y

cogiendo mi cabeza la apoyó en su pecho, diciéndome: »¿Qué te pasa,

reinecita... Cuéntamelo...» Luego, levantándose, como para disimular su


 

 

 

propia emoción, echó a andar lentamente, manteniendo mi cabeza

apoyada en su pecho.

 

A través de las lágrimas, le confié mi deseo de entrar en el Carmelo, y

entonces sus lágrimas se mezclaron con las mías; pero no dijo ni una

palabra para hacerme desistir de mi vocación. Simplemente se contentó

con hacerme notar que yo era todavía muy joven para tomar una decisión

tan grave.

 

Pero yo defendí tan bien mi causa, que papá, con su modo de ser sencillo

y recto, quedó pronto convencido de que mi deseo era el de Dios; y con su

fe profunda, me dijo que Dios le hacía un gran honor al pedirle así a sus

hijas.

 

Seguimos paseando un largo rato. Mi corazón, confortado por la bondad

con que aquel padre incomparable había acogido mis confidencias, [50vº]

se volcó dulcemente en el suyo. Papá parecía gozar de esa alegría serena

que da el sacrificio consumado. Me habló como un santo, y me gustaría

acordarme de sus palabras para transcribirlas aquí, pero sólo conservo de

ellas un recuerdo demasiado perfumado para poderlo expresar.

 

De lo que sí me acuerdo perfectamente es de la acción simbólica que mi

querido rey realizó sin saberlo. Acercándose a un muro poco elevado, me

mostró unas florecillas blancas, parecidas a lirios en miniatura ; y tomando

una de aquellas flores, me la dio, explicándome con cuánto esmero Dios la

había hecho nacer y la había conservado hasta aquel día. Al oírle hablar,

me parecía estar escuchando mi propia historia, tanta semejanza había

entre lo que Jesús había hecho con aquella florecilla y con Teresita ...

 

Recibí aquella flor como una reliquia, y observé que, al querer cogerla,

papá había arrancado todas sus raíces sin troncharlas, como si estuviera

destinada a seguir viviendo en otra tierra más fértil que el blando musgo en

el que habían transcurrido sus primeras alboradas... Era exactamente lo

mismo que papá acababa de hacer conmigo poco antes al permitirme subir

a la montaña del Carmelo y abandonar el dulce valle testigo de mis

primeros pasos por la vida.

 

Puse mi florecita blanca en mi libro de la Imitación, en el capítulo titulado:

«Del amor a Jesús sobre todas las cosas», y todavía sigue allí. Sólo el tallo

se ha roto muy cerca de la raíz, y Dios parece decirme con eso que pronto

romperá los lazos de su florecita y que no la dejará marchitarse en la tierra.


 

 

 

Una vez obtenido el consentimiento de papá, pensé que podría volar ya sin

temor alguno hacia el Carmelo. Pero muchos y muy dolorosos

contratiempos debían aún someter a prueba mi vocación.

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Mi tío cambia de opinión

 

Cuando fui a comunicarle a mi tío la decisión que había tomado, lo hice

temblando. Me prodigó las mayores muestras de ternura, pero no me dio

permiso para irme; al contrario, me prohibió [51rº] hablarle de mi vocación

antes de cumplir los 17 años. Era un atentado a la prudencia humana,

decía, dejar entrar en el Carmelo a una niña de 15 años. Siendo la vida de

las carmelitas a los ojos del mundo una vida propia de filósofos, sería

hacer un grave daño a la religión permitir que la abrazase una niña sin

experiencia... Todo el mundo hablaría, etc... etc... Hasta llegó a decir que

para decidirle a dejarme partir haría falta un milagro.

 

Vi claro que todos mis razonamientos serían inútiles, así que me fui con el

corazón sumido en la más profunda amargura.

 

Mi único consuelo era la oración. Suplicaba a Jesús que hiciese el milagro

que exigía mi tío, ya que sólo a ese precio podría yo responder a su

llamada.

 

Pasó bastante tiempo hasta que me atreví a volver a hablarle a mi tío; me

costaba horrores ir a su casa. El, por su parte, no parecía pensar ya en mi

vocación; pero supe más tarde que mi enorme tristeza lo predispuso

mucho a mi favor.

 

Antes de hacer brillar en mi alma un rayo de esperanza, Dios quiso

enviarme un martirio sumamente doloroso, que duró tres días. Nunca

como en aquella prueba comprendí de bien el dolor de la Santísima Virgen

y de san José mientras buscaban al divino Niño Jesús... Me encontraba en

un triste desierto, o, mejor, mi alma parecía un frágil esquife, abandonado

sin piloto a merced de las olas tempestuosas...

 

Lo sé, Jesús estaba allí, dormido en mi barquilla; pero la noche era tan

negra, que me era imposible verle. Ni una luz. Ni siquiera un relámpago

que viniese a surcar las sombrías nubes... Es cierto que es muy triste el

resplandor de los relámpagos; pero, al menos, si la tormenta hubiese

estallado abiertamente, habría podido ver por un momento a Jesús... Pero

era la noche, la noche profunda del alma... Y como Jesús en el huerto de

la agonía, me sentía sola, sin encontrar consuelo alguno ni en la tierra ni

en el cielo. ¡¡¡Como si el mismo Dios me hubiese abandonado...!!!


 

 

 

 

 

La naturaleza parecía participar también de mi amarga tristeza: durante

esos tres días, el sol no hizo brillar ni uno de [51vº]sus rayos y la lluvia

cayó a torrentes. (He observado que en todas las ocasiones importantes

de mi vida la naturaleza ha sido como una imagen de mi alma. En los días

de lágrimas el cielo lloraba conmigo; en los días de alegría el cielo enviaba

con profusión sus alegres rayos y ni una sola nube oscurecía el cielo

azul...)

 

Por fin, al cuarto día, que era sábado, día dedicado a la dulce Reina del

cielo, fui a ver a mi tío. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al ver que me miraba y

que me hacía entrar en su despacho sin que yo le hubiese manifestado

deseo alguno de hacerlo...! Empezó dirigiéndome tiernos reproches por

portarme con él como si le tuviera miedo, y luego me dijo que no hacía

falta pedir un milagro: que él sólo había pedido a Dios que le diera «una

simple inclinación del corazón», y que había sido escuchado...

 

Ya no sentí la tentación de pedir un milagro, pues para mí el milagro ya

estaba concedido: mi tío no era el mismo.

 

Sin hacer la menor alusión a la «prudencia humana», me dijo que yo era

una florecita que Dios quería cortar, y que él no seguiría oponiéndose a

ello...

 

Esta respuesta definitiva era realmente digna de él. Por tercera vez, este

cristiano de otros tiempos permitía que una de las hijas adoptivas de su

corazón fuera a sepultarse lejos del mundo.

 

También mi tía fue admirable por su ternura y su prudencia. No recuerdo

que, durante el tiempo de mi prueba, me haya dicho una sola palabra que

pudiera aumentarla. Yo veía que le daba mucha pena su pobre Teresita.

Por eso, cuando obtuve el consentimiento de mi tío, también ella me dio el

suyo, aunque no sin hacerme ver de mil maneras que mi partida le iba a

costar mucho... ¡Ay, qué lejos estaban nuestros queridos parientes de

sospechar [52rº] entonces que tendrían que renovar otras dos veces ese

mismo sacrificio...! Pero Dios, al tender la mano para seguir pidiendo, no la

presentó vacía: sus amigos más queridos pudieron beber en ella, y con

abundancia, la fuerza y el valor que tanto necesitaban...

 

Pero mi corazón me ha llevado muy lejos del tema; vuelvo a él casi a

disgusto.

 

Después de la respuesta de mi tío, ya comprenderás, Madre mía, [51vº

sigue] con qué alegría emprendí el camino de regreso a los Buissonnets


 

 

 

bajo «un hermoso cielo en el que las nubes se habían disipado por

completo»...

 

También en mi alma había cesado la noche. Jesús, despertándose, me

había devuelto la alegría, el ruido de la olas se había calmado. En lugar del

viento de la prueba, henchía mi vela una brisa ligera, y yo creía que pronto

llegaría a la ribera bendita que ya divisaba muy cerca de mí. Y esa ribera

estaba, en efecto, muy cerca de mi barquilla; pero aún debía levantarse

más de una tormenta, que ocultaría a su vista el faro luminoso, haciéndole

temer que se había alejado para siempre de la playa tan ardientemente

deseada...

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Oposición del superior

 

Pocos días después de haber conseguido el consentimiento de mi tío, fui a

verte, Madre querida, y te hablé de mi alegría por que todas mis pruebas

hubiesen ya pasado. Pero ¡cuáles no fueron mi sorpresa y mi aflicción al

oírte decir que [52rº] el Superior no permitía que entrara antes de los 21

años...!

 

Nadie había pensado en esta oposición, la más invencible de todas. Sin

embargo, sin desanimarme, yo misma fui con papá y con Celina a ver a

nuestro Padre, para intentar conmoverle haciéndole ver que tenía

verdadera vocación de carmelita.

 

Nos recibió con gran frialdad. Y por más que mi incomparable papaíto unió

sus instancias a las mías, nada pudo hacerle cambiar de parecer. Me dijo

que no había ningún peligro en esperar, que yo podía llevar vida de

carmelita en mi casa, que no estaría todo perdido porque no me diera

disciplina, etc... etc... Por último, añadió que él no era más que el delegado

de Monseñor, y que si éste quería permitirme entrar en el Carmelo, él no

tendría nada que decir...

 

Salí de la rectoral hecha un mar de lágrimas; gracias a Dios, estaba

escondida bajo el paraguas, pues la lluvia caía torrencialmente.

 

Papá no sabía cómo consolarme... Me prometió llevarme a Bayeux en

cuanto se lo pedí, pues estaba decidida a conseguir mi propósito. Llegué

incluso a decir que iría hasta el Santo Padre, si Monseñor no quería

permitirme entrar en el Carmelo a los 15 años...


 

 

 

Muchas cosas pasaron antes del viaje a Bayeux. Exteriormente, mi vida

parecía la misma. Seguía estudiando, Celina me daba clases de dibujo, y

mi experta profesora encontraba en mí muchas cualidades para su arte.

 

Sobre todo, crecía en el amor de Dios. Sentía en mi corazón unos ímpetus

que hasta entonces no conocía. A veces tenía verdaderos transportes de

amor. Una noche, no sabiendo cómo decirle a Jesús que le amaba y cómo

deseaba que fuese amado y glorificado en todas partes, pensé con dolor

que él nunca podría recibir en el infierno un solo acto de amor; y entonces

le dije a Dios que, por agradarle, aceptaría gustosa verme sumergida allí, a

fin de que fuese amado eternamente en ese lugar de blasfemias... Yo

sabía bien que eso no podía glorificarle, porque él sólo desea nuestra

felicidad. Pero cuando se [52vº] ama, una siente necesidad de decir mil

locuras.

 

Si hablaba de esa manera, no era porque el cielo no atrajera mis deseos,

sino porque en aquel entonces mi único cielo era el amor, y sentía, como

san Pablo, que nada podría apartarme del objeto divino que me había

hechizado...

 

Antes de abandonar el mundo, Dios me concedió el consuelo de

contemplar de cerca las almas de los niños . Al ser la más pequeña de la

familia, nunca había tenido esta suerte. He aquí las tristes circunstancias

que me la depararon.

 

Una buena mujer, pariente de nuestra sirvienta, murió en la flor de la edad,

dejando tres niños muy pequeños. Durante su enfermedad, trajimos a

nuestra casa a las dos niñas pequeñas, la mayor de la cuales no tenía

todavía seis años. Yo me encargaba de cuidarlas durante todo el día, y era

para mí un auténtico placer ver con qué candor creían todo lo que les

decía. Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un germen muy

profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la infancia,

y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los

sacrificios.

 

Cuando quería ver a mis dos niñas haciendo buenas migas entre ellas, en

vez de prometer juguetes o bombones a la que cediese primero, les

hablaba de las recompensas eternas que el Niño Jesús daría en el cielo a

los niñitos buenos. La mayor, cuya razón empezaba ya a despertarse, me

miraba con ojos resplandecientes de alegría, me hacía mil preguntas

encantadoras sobre el Niño Jesús y su hermoso cielo, y me prometía

entusiasmada ceder siempre ante su hermana. Y me decía que jamás en

la vida olvidaría lo que la «gran señorita», como ella me llamaba, le había

enseñado...


 

 

 

 

 

Viendo de cerca a estas almas inocentes, comprendí la desgracia que

supone el no formarlas bien desde su mismo despertar, cuando se

asemejan a la cera blanda sobre la que se puede dejar grabada la huella

de las virtudes, pero también la huella del mal... Comprendí lo que dice

Jesús en el Evangelio: «Mejor sería ser arrojado al mar que escandalizar a

uno solo de estos pequeños».

 

[53rº] ¡Cuántas almas llegarían a la santidad si fuesen bien dirigidas...!

 

Sé muy bien que Dios no tiene necesidad de nadie para realizar su obra.

Pero así como permite a un hábil jardinero cultivar plantas delicadas y le

da para ello los conocimientos necesarios, reservándose para sí la misión

de fecundarlas, de la misma manera quiere Jesús ser ayudado en su

divino cultivo de las almas.

 

¿Qué ocurriría si un jardinero desmañado no injertase bien los árboles?

¿Si no conociese bien la naturaleza de cada uno de ellos y se empeñase

en hacer brotar rosas de un melocotonero...? Haría morir al árbol, que, sin

embargo, era bueno y capaz de producir frutos.

 

De la misma manera hay que saber reconocer desde la infancia lo que

Dios pide a las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni

frenarla nunca.

 

Como los pajaritos aprender a cantar escuchando a sus padres, así los

niños aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor de

Dios, de las almas encargadas de formarles para la vida.

 

Recuerdo que entre mis pájaros tenía un canario que cantaba de maravilla.

Tenía también un pardillo al que le prodigaba cuidados verdaderamente

maternales porque lo había adoptado antes que pudiese gozar la dicha de

la libertad. Este pobre prisionerito no tenía padres que le enseñasen a

cantar, pero como oía de la mañana a la noche a su compañero el canario

lanzar sus alegres trinos, quiso imitarlo... Empresa difícil para un pardillo,

por lo que a su dulce voz le costó mucho acordarse a la voz vibrante de su

profesor de música. Era asombroso ver los esfuerzos que hacía el

pobrecito, pero al fin se vieron coronados por el éxito, pues su canto,

aunque un poco más apagado, era absolutamente idéntico al del canario.

 

[53vº] ¡Madre mía querida! Tu fuiste quien me enseñó a mí a cantar... Tu

voz me cautivó desde la infancia, y ahora ¡¡¡me encanta oír decir que me

parezco a ti!!! Sé cuánto me falta para ello, pero, a pesar de mi debilidad,

espero cantar eternamente el mismo cántico que tú...


 

 

 

 

 

Antes de mi entrada en el Carmelo, tuve también otras muchas

experiencias sobre la vida y las miserias del mundo. Pero esos detalles me

llevarían demasiado lejos. Voy a reanudar el relato de mi vocación.

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Viaje a Bayeux

 

El 31 de octubre fue el día fijado para mi viaje a Bayeux. Partí sola con

papá, con el corazón henchido de esperanza, pero también muy

emocionada al pensar que iba a presentarme al obispo. Por primera vez en

mi vida iba a hacer un visita sin que me acompañaran mis hermanas, ¡y

esta visita era nada menos que a un obispo! Yo, que nunca hablaba, a no

ser para contestar a las preguntas que me hacían, tenía que explicar por

mí misma el motivo de mi visita y exponer las razones que me movían a

solicitar la entrada en el Carmelo. En una palabra, iba a tener que

demostrar la solidez de mi vocación.

 

¡Cuánto me costó hacer ese viaje! Tuvo que concederme Dios una gracia

muy especial para que pudiera vencer mi gran timidez... Aunque también

es verdad que «para el amor nada hay imposible, porque todo lo cree

posible y permitido». Y realmente sólo el amor de Jesús podía hacerme

vencer aquellas dificultades y las que vendrían más tarde, pues quiso

hacerme comprar mi vocación a costa de pruebas muy grandes...

 

Hoy, que gozo de la soledad del Carmelo (descansando a la sombra de

Aquel a quien tan ardientemente deseé), creo que he comprado mi dicha a

muy bajo precio y estaría dispuesta a soportar sufrimientos mucho

mayores para alcanzarla si aún no la tuviese.

 

Cuando llegamos a Bayeux, llovía a cántaros. Papá, que no quería ver a

su reinecita entrar en el obispado con su hermoso vestido hecho una sopa,

la hizo subir a un ómnibus que nos llevó a la catedral. Allí comenzaron mis

desgracias.

 

Monseñor, con todo su presbiterio, estaba asistiendo a un solemne funeral.

La iglesia estaba llena de señoras vestidas de luto, y todo el mundo me

miraba a mí con mi [54rº] vestido claro y mi sombrero blanco. Hubiera

querido salir de la iglesia, pero no había ni que pensarlo a causa de la

lluvia. Y para humillarme más todavía, Dios permitió que papá, con su

sencillez patriarcal, me hiciese pasar hasta el fondo de la catedral; yo, por

no disgustarlo, obedecí de buen grado y ofrecí aquella distracción a los

habitantes de Bayeux, a los que deseaba no haber conocido en mi vida...


 

 

 

Por fin pude respirar tranquila en una capilla que había detrás del altar

mayor, y allí me quedé un largo rato rezando con fervor, en espera de que

la lluvia cesase y nos dejase salir.

 

Al salir, papá me hizo admirar la belleza del edificio, que al estar vacío

parecía mucho mayor. Pero a mí sólo una idea me ocupaba el

pensamiento, y no podía encontrarle gusto a nada.

 

Fuimos directamente a ver al Sr. Révérony, que estaba informado de

nuestra llegada y que había fijado él mismo la fecha del viaje; pero estaba

ausente. Así que tuvimos que andar errando por las calles, que me

parecieron muy tristes.

 

Por fin, volvimos cerca del obispado, y papá me llevó a un hotel en el que

no hice honor al buen cocinero.

 

Mi pobre papaíto me demostraba una ternura casi increíble. Me decía que

no me preocupase, que seguro que Monseñor me concedería lo que iba a

pedirle.

 

Después de descansar un poco, volvimos en busca del Sr. Révérony.

Llegó al mismo tiempo que nosotros un señor, pero el Vicario general le

pidió cortésmente que esperara y nos hizo entrar a nosotros primero en su

despacho (el pobre señor tuvo tiempo de aburrirse, pues nuestra visita fue

larga).

 

El Sr. Révérony se mostró muy amable, pero creo que le sorprendió

mucho el motivo de nuestro viaje. Después de mirarme sonriente y de

hacerme algunas preguntas, nos dijo: «Voy a presentarles a Monseñor,

tengan la bondad de acompañarme». Y al ver brillar lágrimas en mis ojos,

añadió: «¡Pero bueno!, estoy viendo diamantes... ¡No podemos

enseñárselos a Monseñor...!»

 

Nos hizo atravesar varios aposentos muy amplios, adornados [54vº] con

retratos de obispos. Viéndome en aquellos enormes salones, me sentía

como una pobre hormiguita y me preguntaba qué me atrevería a decirle a

Monseñor.

 

El estaba paseando por una galería con dos sacerdotes. Vi que el Sr.

Révérony le decía unas palabras y volvía con él. Nosotros lo esperábamos

en su despacho, donde había tres enormes sillones colocados delante de

la chimenea en la que chisporroteaba un buen fuego.


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