¡Dios te salve María!
 

Al ver entrar a Su Excelencia, papá se arrodilló a mi lado para recibir su

bendición. Luego Monseñor hizo tomar asiento a papá en uno de los

sillones, se sentó frente a él, y el Sr. Révérony quiso que yo ocupara el del

medio. Rehusé cortésmente, pero él insistió, diciéndome que tenía que

demostrar si era capaz de obedecer. Me senté enseguida, sin pensarlo dos

veces, y tuve que pasar por la vergüenza de verle a él tomar una silla

mientras yo me veía arrellanada en un sillón donde habrían cabido

cómodamente cuatro como yo (y más cómodas que yo, ¡pues me hallaba

muy lejos de estarlo...!)

 

Yo esperaba que hablaría papá, pero me dijo que explicara yo misma a

Monseñor el motivo de nuestra visita. Lo hice lo más elocuentemente que

pude. Pero Su Excelencia, acostumbrado a la elocuencia, no pareció

conmoverse mayormente por mis razones. Una sola palabra del Superior

me hubiera valido mucho más que todas ellas, pero lamentablemente no la

tenía y su oposición no abogaba precisamente en mi favor...

 

Monseñor me preguntó si hacía mucho tiempo que deseaba entrar en el

Carmelo. -«Sí, Monseñor, muchísimo tiempo...» -«¡Vamos!, replicó riendo

el Sr. Révérony, ¿no dirás que hace quince años que lo estás deseando?»

-«Desde luego, respondí yo riendo también. Pero no hay que quitar

muchos años, porque deseo ser religiosa desde que tengo uso de razón, y

deseé el Carmelo desde que lo conocí, porque me parecía que en esta

Orden se verían satisfechas todas las aspiraciones de mi alma».

 

[55rº] No sé, Madre querida, si fueron éstas exactamente mis palabras,

creo que lo dije todavía peor; pero, bueno, ese fue el sentido.

 

[54vº sigue] Monseñor, creyendo agradar a papá, intentó hacer que me

quedara con él algunos años más. Por eso, no fue poca su sorpresa y su

edificación al verlo ponerse de mi parte e interceder para que me

concediera permiso para volar a los quince años.

 

Sin embargo, todo fue inútil. Dijo que antes de tomar una decisión, era

indispensable tener una entrevista con el Superior del Carmelo.

 

Nada podía yo escuchar que me causase una pena mayor, pues conocía

la abierta oposición de nuestro Padre. Así que, sin tener en cuenta ya la

recomendación del Sr. Révérony, hice algo más que enseñar diamantes a

Monseñor: ¡se los regalé...!

 

Vi muy bien que estaba emocionado. Poniendo su mano en mi cuello,

apoyó mi cabeza sobre su hombro y me acarició como creo que nunca

[55rº] había acariciado a nadie. Me dijo que no todo estaba perdido, que


 

 

 

estaba muy contento de que hiciese el viaje a Roma para afianzar mi

vocación, y que, en vez de llorar, debería alegrarme. Añadió que, a la

semana siguiente, tenía que ir a Lisieux y que le hablaría de mí al párroco

de Santiago, y que no dudase que en Italia recibiría su respuesta.

 

Comprendí que era inútil seguir insistiendo. Además, ya no tenía nada más

que decir, pues había agotado todos los recursos de mi elocuencia.

 

Monseñor nos acompañó hasta el jardín. Papá le hizo reír mucho

contándole que, para aparentar más edad, me había hecho recoger el

pelo. (Este detalle no lo echó Monseñor en saco roto, pues cuando habla

de su «hijita» nunca deja de contar las historia de su pelo...)

 

El Sr. Révérony quiso acompañarnos hasta la puerta del jardín del

obispado, y dijo a papá que nunca se había visto una cosa así: «¡Un padre

tan deseoso de entregar a Dios su hija como ésta de ofrecerse a él!»

 

Papá le pidió algunas explicaciones sobre la peregrinación, entre otras

cómo había que ir vestidos para presentarse ante el Santo Padre. Aún lo

estoy viendo darse vuelta ante el Sr. Révérony, diciéndole: «¿Estaré bien

así...?»

 

El le había dicho también a Monseñor que si él no me daba permiso para

entrar en el Carmelo, yo pediría esta gracia al Sumo Pontífice.

 

Era muy sencillo en sus palabras y en sus modales mi querido rey, pero

era tan guapo... Tenía una distinción tan natural, que debió de agradarle

mucho a Monseñor, acostumbrado a verse rodeado de personajes que

conocían todas las reglas de la etiqueta, pero no al Rey de Francia y de

Navarra en persona con su reinecita ...

 

Cuando llegué a la calle, volvieron a correr las lágrimas, pero no tanto a

causa de mi disgusto cuanto por ver que mi papaíto querido acababa de

hacer un viaje inútil... El, que saboreaba ya por adelantado la alegría de

enviar un telegrama al Carmelo anunciando la feliz respuesta de

Monseñor, se veía obligado a [55vº] volver sin respuesta de ninguna

clase...

 

¡Qué disgusto tan grande tenía yo...! Me parecía que mi futuro estaba roto

para siempre. Cuanto más me acercaba a la meta, más veía embrollarse

mis asuntos.

 

Mi alma estaba hundida en la amargura, pero también en la paz, pues lo

único que buscaba era la voluntad de Dios.


 

 

 

 

 

En cuanto llegamos a Lisieux, fui a buscar consuelo en el Carmelo, y lo

encontré a tu lado, Madre querida. ¡No!, nunca olvidaré todo lo que tú

sufriste por mi causa. Si no temiera profanarlas sirviéndome de ellas,

podría repetir las palabras que Jesús dirigió a los apóstoles la noche de su

Pasión: «Tú has permanecido siempre conmigo en mis pruebas...»

 

También mis queridísimas hermanas me ofrecieron muy dulces

consuelos...

 

 

 

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CAPÍTULO VI

 

EL VIAJE A ROMA (1887)

 

Tres días después del viaje a Bayeux, tenía que emprender otro mucho

más largo: el viaje a la ciudad eterna...

 

¡Qué viaje aquél...! Sólo en él aprendí más que en largos años de estudios,

y me hizo ver la vanidad de todo lo pasajero y que todo es aflicción de

espíritu bajo el sol...

 

Sin embargo, vi cosas muy hermosas; contemplé todas las maravillas del

arte y de la religión; y, sobre todo, pisé la misma tierra que los santos

apóstoles y la tierra regada con la sangre de los mártires, y mi alma se

ensanchó al contacto con las cosas santas...

 

Me alegro mucho de haber estado en Roma; pero comprendo a quienes,

en el mundo, pensaron que papá me había hecho hacer este largo viaje

para hacerme cambiar de idea sobre la vida religiosa. Y la verdad es que

hubo cosas en él capaces de hacer vacilar una vocación poco firme.

 

Celina y yo, que nunca habíamos vivido entre gentes del gran mundo, nos

encontramos metidas en medio de la nobleza, de la cual se componía casi

exclusivamente la peregrinación. Pero todos aquellos títulos y aquellos

«de», lejos de deslumbrarnos, no nos parecían más que humo...Vistos de

lejos, me habían ofuscado un poco alguna vez, pero de cerca, vi que «no

todo lo que brilla es oro» y comprendí estas palabras [56rº] de la Imitación:

«No vayas tras esa sombra que se llama el gran nombre, ni desees tener

muchas e importantes relaciones, ni la amistad especial de ningún

hombre».


 

 

 

Comprendí que la verdadera grandeza está en el alma, y no en el nombre,

pues como dice Isaías: «El Señor dará otro nombre a sus elegidos», y san

Juan dice también: «Al vencedor le daré una piedra blanca, en la que hay

escrito un nombre nuevo que sólo conoce quien lo recibe». Sólo en el cielo

conoceremos, pues, nuestros títulos de nobleza. Entonces cada cual

recibirá de Dios la alabanza que merece. Y el que en la tierra haya querido

ser el más pobre y el más olvidado, por amor a Jesús, ¡ése será el primero

y el más noble y el más rico...!

 

La segunda experiencia que viví se refiere a los sacerdotes. Como nunca

había vivido en su intimidad, no podía comprender el fin principal de la

reforma del Carmelo. Orar por los pecadores me encantaba; ¡pero orar por

las almas de los sacerdotes, que yo creía más puras que el cristal, me

parecía muy extraño...!

 

En Italia comprendí mi vocación. Y no era ir a buscar demasiado lejos un

conocimiento tan importante...

 

Durante un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si

su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan

de ser hombres débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que

Jesús llama en el Evangelio «sal de la tierra», muestran en su conducta

que tienen una enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿qué habrá

que decir de los que son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: «Si la sal se

vuelve sosa, ¿con qué la salarán?»

 

¡Qué hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto

conservar la sal destinada a las almas! Y ésta es la vocación del Carmelo,

pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser

apóstoles de apóstoles, rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las

almas con su palabra, y sobre todo con su ejemplo...

 

[56vº] He de detenerme, pues si continuase hablando de este tema, ¡no

acabaría nunca...!

 

Voy a contarte mi viaje, Madre querida, con algún detalle; perdóname si te

doy demasiados, pues no pienso lo que voy a escribir, y lo hago en tantos

ratos perdidos, debido al poco tiempo libre que tengo, que mi narración

quizás te resulte aburrida... Me consuela pensar que en el cielo volveré a

hablarte de las gracias que he recibido y que entonces podré hacerlo con

palabras amenas y arrobadoras... Allí nada vendrá ya a interrumpir

nuestros desahogos íntimos y con una sola mirada lo comprenderás todo...

Mas como ahora necesito todavía emplear el lenguaje de esta triste tierra,


 

 

 

trataré de hacerlo con la sencillez de un niño que conoce el amor de su

madre...

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París: Nuestra Señora de las Victorias

 

La peregrinación salía de París el 7 de noviembre, pero papá nos llevó allí

unos días antes para que la visitáramos.

 

Una mañana, a las tres de la madrugada, atravesaba la ciudad de Lisieux,

que aún dormía. Muchas emociones pasaron en esos momentos por mi

alma. Sabía que iba hacia lo desconocido y que allá lejos me esperaban

grandes cosas... Papá iba feliz. Cuando el tren arrancó, él se puso a cantar

aquella vieja canción: «Rueda, rueda, diligencia, que ya estamos en

camino».

 

Llegamos a París por la mañana, y comenzamos enseguida a visitar la

ciudad. Nuestro pobre papaíto se desvivió por complacernos, así que en

poco tiempo teníamos vistas todas las maravillas de la capital.

 

Yo sólo encontré una que verdaderamente me encantara, y esa maravilla

fue: «Nuestra Señora de las Victorias». ¡Imposible decir lo que sentí a sus

pies...! Las gracias que me concedió me emocionaron tan profundamente,

que sólo mis lágrimas traducían mi felicidad, como en el día de mi primera

comunión... La Santísima Virgen me hizo sentir que había sido realmente

ella quien me había sonreído y curado. Comprendí que velaba por mí y

que yo era su hija; y que, entonces, yo no podía darle ya [57rº] otro

nombre que el de «mamá», que me parecía mucho más tierno que el de

Madre...

 

¡Con qué fervor le pedí que me amparara siempre y que convirtiera pronto

mi sueño en realidad, escondiéndome a la sombra de su manto virginal...!

Ese había sido uno de mis primeros deseos de niña... Luego, al crecer,

había comprendido que sólo en el Carmelo podría encontrar de verdad el

manto de la Santísima Virgen, y hacia esa fértil montaña volaban todos mis

deseos...

 

Supliqué también a Nuestra Señora de las Victorias que alejase de mí todo

lo que pudiese empañar mi pureza. No ignoraba que en un viaje como éste

a Italia, se encontrarían muchas cosas capaces de turbarme, sobre todo

porque, al no conocer el mal, temía descubrirlo, por no haber

experimentado todavía que para el puro todo es puro y que las almas

sencillas y rectas no ven mal en ninguna parte, pues el mal sólo existe en

los corazones impuros y no en los objetos inanimados...


 

 

 

 

 

Rogué también a san José que velase por mí. Desde mi niñez le tenía una

devoción que se confundía con mi amor a la Santísima Virgen. Todos los

días le rezaba la oración: «San José, padre y protector de las vírgenes».

 

Con esto, emprendí sin miedo el largo viaje. Iba tan bien protegida, que me

parecía imposible tener miedo.

 

Después de consagrarnos al Sagrado Corazón en la basílica de

Montmartre, salimos de París el lunes 7 muy de madrugada. No tardamos

en ir conociendo a las demás personas de la peregrinación. Yo, que era

tan tímida que no solía atreverme casi a hablar, me hallé completamente

libre de tan molesto defecto. Con gran sorpresa mía, hablaba libremente

con todas las grandes damas, con los sacerdotes, e incluso con el obispo

de Coutances. Como si hubiese vivido siempre en ese mundo.

 

Creo que [57vº] todo el mundo nos quería, y a papá se le veía orgulloso de

sus hijas. Pero si él estaba orgulloso de nosotras, nosotras no lo

estábamos menos de él, pues en toda la peregrinación no había un

caballero más apuesto ni distinguido que mi querido rey. Le gustaba verse

acompañado de Celina y de mí, y muchas veces, cuando no íbamos en

coche y yo me alejaba de su lado, me llamaba para que le diese el brazo

como en Lisieux...

 

El Sr. abate Révérony se fijaba muy atentamente en todo lo que hacíamos.

Con frecuencia le sorprendía mirándonos de lejos. En la mesa, cuando yo

no estaba enfrente de él, encontraba la manera de inclinarse para verme y

para escuchar lo que decía. Quería, sin duda, conocerme para saber si yo

era realmente capaz de ser carmelita. Y creo que debió quedar satisfecho

del examen, pues al final del viaje pareció estar bien dispuesto en mi favor.

Pero en Roma estuvo muy lejos de serme favorable, como luego diré.

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Suiza

 

Antes de llegar a la ciudad eterna, meta de nuestra peregrinación, tuvimos

ocasión de contemplar muchas maravillas. Primero fue Suiza, con sus

montañas cuyas cimas se pierden entre las nubes, y sus impetuosas

cascadas despeñándose de mil diferentes maneras, y sus profundos valles

plagados de helechos gigantes y de brezos rosados.

 

¡Cuánto bien, Madre querida, hicieron a mi alma todas aquellas maravillas

de la naturaleza derramadas con tanta profusión! ¡Cómo la hicieron

elevarse hacia Quien quiso sembrar de tanta obra maestra esta tierra


 

 

 

nuestra de destierro que no ha de durar más que un día...! No tenía ojos

bastantes para mirar. De pie, pegada a la ventanilla, casi se me cortaba la

respiración. Hubiera querido estar a los dos lados del vagón, pues, al

volverme, contemplaba paisajes de auténtica fantasía y totalmente

diferentes de los que se extendían ante mí.

 

Unas veces nos hallábamos en la cima de una montaña. A nuestros pies,

[58rº] precipicios cuya profundidad no podía sondear nuestra mirada

parecían dispuestos a engullirnos...

 

Otras veces era un pueblecito encantador, con sus esbeltas casitas de

montaña y su campanario sobre el que se cernían blandamente algunas

nubes resplandecientes de blancura...

 

Allá más lejos, un ancho lago, dorado por los últimos rayos del sol. Sus

ondas, serenas y claras, teñidas del color azul del cielo mezclado con las

luces rojizas del atardecer, ofrecían a nuestros ojos maravillados el

espectáculo más poético y encantador que se pueda imaginar...

 

En lontananza, sobre el vasto horizonte, se divisaban las montañas cuyos

contornos imprecisos hubieran escapado a nuestra vista si sus cumbres

nevadas, que el sol volvía deslumbrantes, no hubiesen añadido un encanto

más al hermoso lago que nos fascinaba...

 

La contemplación de toda esa hermosura hacía nacer en mi alma

pensamientos muy profundos. Me parecía comprender ya en el tierra la

grandeza de Dios y las maravillas del cielo...

 

La vida religiosa se me aparecía tal cual es, con sus sujeciones y sus

pequeños sacrificios realizados en la sombra. Comprendía lo fácil que es

replegarse sobre uno mismo y olvidar el fin sublime de la propia vocación,

y pensaba: Más tarde, en la hora de la prueba, cuando, prisionera en el

Carmelo, no pueda contemplar más que una esquinita del cielo estrellado,

me acordaré de lo que estoy viendo hoy; y ese pensamiento me dará valor;

y al ver la grandeza y el poder de Dios -el único a quien quiero amar-,

olvidaré fácilmente mis pobres y mezquinos intereses. Ahora que «mi

corazón ha vislumbrado lo que Jesús tiene preparado para los que lo

aman», no tendré la desgracia de apegarme a unas pajas...

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Milán, Venecia, Bolonia, Loreto

 

Después de haber admirado el poder de Dios, pude también admirar el

que él ha concedido sus criaturas.


 

 

 

 

 

La primera ciudad de Italia que visitamos fue Milán. La catedral, toda de

mármol blanco, y con sus estatuas suficientemente numerosas como para

formar un pueblo innumerable, [58vº] la visitamos hasta en sus mas

pequeños detalles.

 

Celina y yo éramos intrépidas. Siempre íbamos las primeras y seguíamos

muy de cerca a Monseñor para ver todo lo referente a las reliquias de los

santos y escuchar bien las explicaciones. Por ejemplo, mientras él

celebraba el santo sacrificio sobre la tumba de san Carlos, nosotras

estábamos con papá detrás del altar, con la cabeza apoyada en la urna

que guarda el cuerpo del santo revestido de sus ornamentos pontificales. Y

así hacíamos en todas partes... Excepto cuando se trataba de subir

adonde la dignidad de un obispo no lo permitía, pues en tales casos

sabíamos muy bien separarnos de Su Excelencia...

 

Dejando a las tímidas señoras tapándose la cara con las manos después

de subir a los primeros campaniles que coronaban la catedral, nosotras

seguimos a los peregrinos más audaces y llegamos hasta lo alto del último

campanario de mármol, y tuvimos el placer de contemplar a nuestros pies

la ciudad de Milán, cuyos numerosos habitantes parecían un pequeño

hormiguero...

 

Bajamos de nuestro pedestal, y comenzamos nuestros paseos en coche,

que iban a durar un mes ¡y que iban a saciarme para siempre de mis

ganas de rodar sin nunca cansarme!

 

El camposanto nos gustó todavía más que la catedral. Todas aquellas

estatuas de mármol blanco, a las que el cincel del genio parece haber

insuflado vida, están colocadas por el enorme campo de los muertos con

una especie de estudiado descuido que, para mi gusto, aumenta aún más

su encanto... Uno casi se siente tentado de acercarse a consolar a

aquellos personajes idealizados que te rodean. Su expresión es tan real, y

su dolor tan sereno y resignado, que uno no puede por menos de

reconocer los pensamientos de inmortalidad que debían llenar el corazón

de los artistas que realizaron esas obras de arte

 

Hay una niña arrojando flores sobre la tumba de sus padres. Parece como

si el mármol hubiera perdido su pesadez y los delicados pétalos se

deslizaran entre los dedos de la niña; el viento parece dispersarlos, y

parece [59rº] también hacer flotar el velo ligero de las viudas y las cintas

con que las jóvenes adornan sus cabellos.


 

 

 

Papá estaba tan encantado como nosotras. En Suiza se había sentido

cansado; pero aquí recobró su jovialidad y disfrutó del hermoso

espectáculo que contemplábamos. Su alma de artista se reflejaba en las

expresiones de fe y de admiración que aparecían en su hermoso rostro.

 

Un señor ya mayor (francés), que no tenía, sin duda, un alma tan poética,

nos miraba con el rabillo del ojo y decía malhumorado, como con aire de

lamentar el no poder compartir nuestra admiración: «¡Pero qué entusiastas

son los franceses»! Creo que aquel pobre señor hubiera hecho mejor

quedándose en su casa, pues no me pareció que estuviera satisfecho del

viaje; con frecuencia se ponía a nuestro lado, y de su boca no salían mas

que quejas: estaba descontento de los coches, de los hoteles, de las

personas, de las ciudades, en suma, de todo... Papá, con su habitual

grandeza de alma, trataba de animarlo, le cedía su sitio, etc.; en definitiva,

se encontraba siempre a gusto en todas partes y era de un temperamento

diametralmente opuesto al de su desagradable vecino... ¡Cuántos y cuán

diferentes personajes encontramos! ¡Y qué interesante el estudio del

mundo cuando uno está a punto de abandonarlo...!

 

En Venecia la escena cambió por completo. Allí, en lugar de los ruidos de

las grandes ciudades, sólo se oyen, en medio del silencio, los gritos de los

gondoleros y el murmullo del agua agitada por los remos.

 

Venecia no carece de encantos, pero a mí me pareció una ciudad triste. El

palacio de los Duces es espléndido; pero resulta también triste, con sus

enormes salones en los que se hace una verdadera ostentación de oro, de

maderas, de los mármoles más preciosos y de los cuadros de los más

célebres maestros. Hace ya muchos años que sus bóvedas sonoras han

dejado de escuchar la voz de los gobernadores pronunciando sentencias

de vida o de muerte en aquellas salas que atravesábamos... Han dejado

de sufrir los desdichados prisioneros encerrados por los duces en los

calabozos y en las [59vº] mazmorras subterráneas...

 

Al visitar aquellas espantosas prisiones, me parecía estar viviendo en los

tiempos de los mártires, ¡y me habría gustado poder quedarme allí para

imitarlos...! Pero tuvimos que salir prontamente y pasar el puente de los

suspiros, así llamado a causa de los suspiros de alivio que daban los

condenados al verse libres del horror de los sótanos, a los que preferían la

muerte...

 

Desde Venecia nos dirigimos a Padua, donde veneramos la lengua de san

Antonio. Y de allí a Bolonia, donde vimos el cuerpo de santa Catalina, que

conserva la huella del beso del Niño Jesús.


 

 

 

Muchos son los detalles interesantes que podría dar sobre cada ciudad y

sobre las mil peripecias de nuestro viaje, pero sería para nunca acabar,

por lo que sólo voy a escribir los detalles más importantes.

 

Respiré al salir de Bolonia. Esa ciudad se me había hecho insoportable a

causa de los estudiantes que la llenaban y que formaban un auténtico

cerco a nuestro alrededor cuando teníamos la desgracia de salir a pie, y

sobre todo a causa de la pequeña aventura que me sucedió con uno de

ellos. Me alegré de emprender el camino hacia Loreto.

 

No me extraña que la Santísima Virgen haya elegido este lugar para

transportar a él su bendita casa. Allí la paz, la alegría y la pobreza reinan

como soberanas. Todo es sencillo y primitivo. Las mujeres han conservado

su vistoso traje italiano y no han adoptado, como en otras ciudades, la

moda de París. En una palabra, ¡Loreto me encantó!

 

¿Y qué puedo decir de la santa casa...? Me emocionó profundamente

encontrarme bajo el mismo techo que la Sagrada Familia, contemplar las

paredes en las que Jesús posó sus ojos divinos, pisar la tierra que José

regó con su sudor y donde María llevó en brazos a Jesús después de

haberlo llevado en su seno virginal... Visité la salita donde el ángel se

apareció a la Santísima Virgen... Metí mi rosario en la pequeña escudilla

del Niño Jesús... ¡Qué recuerdos tan maravillosos...!

 

[60rº] Pero nuestra mayor alegría fue recibir al mismo Jesús en su casa y

convertirnos en su templo vivo en el mismo lugar que él honró con su

presencia.

 

Es costumbre en Italia conservar el Santísimo, en las iglesias, sólo en un

altar, y solamente allí se puede recibir la sagrada comunión. Este altar se

encuentra en la misma basílica donde está la Santa Casa, encerrada como

un diamante precioso en un estuche de mármol blanco. Esto no nos gustó,

pues queríamos recibir la comunión, no en el estuche, sino en el mismo

diamante.

 

Papá, con su finura habitual, hizo como todo el mundo. Pero Celina y yo

fuimos a buscar a un sacerdote que nos acompañaba por todas partes, y

que en aquel preciso momento se disponía a celebrar la santa misa, por un

privilegio especial, en la Santa Casa. Pidió dos hostias pequeñas, que

puso en la patena con la hostia grande. Ya comprenderás, Madre querida,

cuál sería nuestra ilusión al recibir las dos juntas la sagrada comunión en

aquella casa bendita... Fue una alegría totalmente celestial que no se

puede expresar en palabras. ¿Qué será entonces cuando recibamos la

comunión en la morada celestial del rey de los cielos...? Allí ya no veremos


 

 

 

que se nos acaba la alegría, ni existirá ya la tristeza de la partida, y para

llevarnos un recuerdo no tendremos que rascar furtivamente las paredes

santificadas por la presencia divina, pues su casa será la nuestra por toda

la eternidad....

 

Dios no quiere darnos su casa de la tierra; se conforma con enseñárnosla

para hacernos amar la pobreza y la vida escondida. La que nos reserva es

su propio palacio de la gloria, donde ya no le veremos escondido bajo las

apariencia de un niño o de una blanca hostia, ¡¡¡sino tal cual es en el

esplendor de su gloria infinita...!!!

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El coliseo y las catacumbas

 

Ahora sólo me falta ya hablar de Roma. ¡De Roma, meta de [60vº] nuestro

viaje, donde yo esperaba encontrar el consuelo, pero donde encontré la

cruz...!

 

Llegamos a Roma de noche y dormidos. Nos despertaron los empleados

de la estación, que gritaban: «Roma, Roma». No era un sueño, ¡estaba en

Roma...!

 

El primer día lo pasamos extramuros, y fue quizás el más delicioso de

todos, pues todos los monumentos han conservado su sello de

antigüedad, mientras que en el centro de Roma, ante el fausto de los

hoteles y de las tiendas, uno tiene la impresión de estar en París.

 

Aquel paseo por la campiña romana me ha dejado un gratísimo recuerdo.

No hablaré de los lugares que visitamos, pues hay bastantes libros que los

describen por extenso, sino solamente de las principales emociones que

viví.

 

Una de las más dulces fue la que me hizo estremecerme a la vista del

Coliseo. Por fin, podía ver aquella arena en la que tantos mártires habían

derramado su sangre por Jesús, y ya me disponía a besar la tierra que

ellos habían santificado. ¡Pero qué decepción la mía! El centro no era más

que un montón de escombros que los peregrinos tenían que conformarse

con mirar, pues una valla les impedía entrar. Por otra parte, nadie sintió la

tentación de intentar meterse por en medio de aquellas ruinas...

 

¿Pero valía la pena haber venido a Roma y quedarse sin bajar al

Coliseo...? Aquello me parecía imposible. Ya no escuchaba las

explicaciones del guía, sólo un pensamiento me rondaba por la cabeza:

bajar a la arena...


 

 

 

 

 

Al ver pasar a un obrero con una escalera, estuve a punto de pedírsela.

Afortunadamente no puse en práctica mi idea, pues me habría tomado por

loca...

 

Se dice en el Evangelio que la Magdalena, perseverando junto al sepulcro

y agachándose insistentemente para mirar dentro, acabó por ver dos

ángeles. Yo, igual que ella, aun reconociendo la imposibilidad de ver

cumplidos mis deseos, [61rº] seguía agachándome hacia las ruinas,

adonde quería bajar.

 

Por fin, no vi ángeles, pero sí lo que buscaba. Lancé un grito de alegría y

le dije a Celina: «¡Ven corriendo, vamos a poder pasar...!»

 

Inmediatamente sorteamos la valla, hasta la que en aquel sitio llegaban los

escombros, y comenzamos a escalar las ruinas, que se hundían bajo

nuestros pies.

 

Papá nos miraba, completamente asombrado de nuestra audacia, y no

tardó en indicarnos que volviéramos. Pero las dos fugitivas ya no oían

nada. Lo mismo que los guerreros sienten aumentar su valor en medio del

peligro, así nuestra alegría iba en aumento en proporción al trabajo que

nos costaba alcanzar el objeto de nuestros deseos.

 

Celina, más previsora que yo, había escuchado al guía, y acordándose de

que éste acababa de señalar un pequeño adoquín marcado con una cruz

como el lugar en el que combatían los mártires, se puso a buscarlo. No

tardó en encontrarlo, y, arrodillándonos sobre aquella tierra sagrada,

nuestras almas se fundieron en una misma oración...

 

Al posar mis labios sobre el polvo purpurado por la sangre de los primeros

cristianos, me latía fuertemente el corazón. Pedí la gracia de morir también

mártir por Jesús, y sentí en el fondo del corazón que mi oración había sido

escuchada...

 

Todo esto sucedió en muy poco tiempo, y después de coger algunas

piedras, volvimos hacia los muros en ruinas para volver a comenzar

nuestra arriesgada empresa. Papá, al vernos tan contentas, no tuvo valor

para reñirnos, y me di cuenta de que estaba orgulloso de nuestra

valentía...

 

Dios nos protegió visiblemente, pues los peregrinos no se dieron cuenta de

nuestra empresa por estar algo más lejos que nosotros, ocupados sin duda

en contemplar las magníficas arcadas, de las que el guía estaba


 

 

 

resaltando «las pequeñas cornisas y los cupidos colocados sobre ellas». Y

así, ni él ni los «señores abates» se enteraron de la alegría que

embargaba nuestros corazones...

 

También las catacumbas me dejaron una gratísima impresión. Son [61vº]

tal como me las había imaginado leyendo su descripción en la vida de los

mártires. La atmósfera que allí se respira está tan llena de fragancia, que,

después de pasar en ellas buena parte de la tarde, me daba la impresión

de haber estado tan sólo unos instantes...

 

Teníamos que llevarnos algún recuerdo de las catacumbas. Así que,

dejando que se alejase un poco la procesión, Celina y Teresa se

deslizaron las dos juntas hasta el fondo del antiguo sepulcro de santa

Cecilia y cogieron un poco de la tierra santificada por su presencia.

 

Antes del viaje a Roma, yo no tenía especial devoción a esta santa. Pero

al visitar su casa, convertida en iglesia, y el lugar de su martirio, al saber

que había sido proclamada reina de la armonía, no por su hermosa voz ni

por su talento musical, sino en memoria del canto virginal que hizo oír a su

Esposo celestial escondido en el fondo de su corazón, sentí por ella algo

más que devoción: una auténtica ternura de amiga... Se convirtió en mi

santa predilecta, en mi confidente íntima... Todo en ella me fascina, sobre

todo su abandono y su confianza sin límites, que la hicieron capaz de

virginizar a unas almas que nunca habían deseado más alegrías que las

de la vida presente...

 

Santa Cecilia se parece a la esposa del Cantar de los Cantares. Veo en

ella «un coro en medio de un campo de batalla...» Su vida no fue más que

un canto melodioso, aun en medio de las mayores pruebas, y no me

extraña, pues «el santo Evangelio reposaba sobre su corazón» y en su

corazón reposaba el Esposo de las vírgenes...

 

También la visita a la iglesia de Santa Inés fue para mí muy dulce. Allí iba

a visitar en su casa a una amiga de la infancia. Le hablé largamente de la

que tan dignamente lleva su nombre, e hice todo lo posible por conseguir

una reliquia de la angelical patrona de mi Madre querida para traérsela.

[62rº] Pero no pudimos conseguir más que una piedrecita roja que se

desprendió de un rico mosaico cuyo origen se remonta a los tiempos de

santa Inés y que ella debió de mirar muchas veces. ¿No resulta

encantadora la amabilidad de la santa, al regalarnos ella misma lo que

buscábamos y que nos estaba prohibido tomar...? Siempre me ha parecido

aquello una delicadeza y una prueba del amor con que la dulce santa Inés

mira y protege a mi Madre querida...

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Audiencia con León XIII

 

Seis días pasamos visitando las principales maravillas de Roma, y el

séptimo vi la mayor de todas: «León XIII...»

 

Deseaba que llegase aquel día, y al mismo tiempo lo temía. De él

dependía mi vocación, pues la respuesta que debía recibir de Monseñor no

había llegado y había sabido, Madre querida, por una carta tuya, que ya no

estaba muy bien dispuesto en mi favor. Así que mi única tabla de salvación

era el permiso del Santo Padre...

 

Pero para obtenerlo, había que pedirlo. Tenía que atreverme a hablar «al

Papa» delante de todo el mundo. Y simplemente el pensarlo me hacía

temblar. Sólo Dios sabe, y mi querida Celina, lo que sufrí antes de la

audiencia. Nunca olvidaré cómo me acompañó ella en todas mis pruebas;

parecía como si mi vocación fuese la suya.

 

(Los sacerdotes de la peregrinación se dieron cuenta de cómo nos

queríamos. Una noche estábamos en una reunión tan numerosa, que

faltaban sillas; entonces Celina me sentó sobre sus rodillas y nos miramos

con tanto cariño, que un sacerdote exclamó: «¡Cómo se quieren! ¡Esas

dos hermanas serán siempre inseparables!» Sí, nos queríamos; pero

nuestro cariño era tan puro y tan fuerte, que el pensamiento de la

separación no nos inquietaba, pues sabíamos que nada en el mundo, ni

siquiera el océano, podría alejarnos una de otra... Celina veía tranquila

cómo mi [62vº] barquilla se iba acercando a la ribera del Carmelo y se

resignaba a quedarse en el mar tempestuoso del mundo todo el tiempo

que Dios quisiera, segura de que un día también ella llegaría a la ribera

objeto de nuestros deseos...)

 

El domingo 20 de noviembre, vestidas según la etiqueta del Vaticano (es

decir, de negro, y con mantilla de encaje por tocado) y adornadas con una

gran medalla de León XIII que colgaba de una cinta azul y blanca, hicimos

nuestra entrada en el Vaticano, en la capilla del Sumo Pontífice.

 

A las 8, nuestra emoción fue muy profunda al verle entrar para celebrar la

santa Misa... Tras bendecir a los numerosos peregrinos congregados a su

alrededor, subió las gradas del altar y nos demostró con su piedad, digna

del Vicario de Jesús, que era verdaderamente «el Santo Padre». Cuando

Jesús bajó a las manos de su Pontífice, mi corazón latió con fuerza y mi

oración se hizo ardiente. Sin embargo, la confianza llenaba mi corazón. El

Evangelio de ese día contenía estas palabras: «No temas, pequeño

rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros su reino».


 

 

 

 

 

No, no temía. Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No

pensaba entonces en aquellas otras palabras de Jesús: «Yo os transmito

el reino como me lo transmitió mi Padre a mí». Es decir, te reservo cruces

y tribulaciones; así te harás digna de poseer ese reino por el que suspiras.

Si fue necesario que Cristo sufriera, para entrar así en su gloria, si tú

quieres tener un sitio a su lado, ¡tendrás que beber el cáliz que él mismo

bebió...! Ese cáliz me lo presentó el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a

mezclarse con la amarga bebida que se me ofrecía.

 

Después de la misa de acción de gracias que siguió a la de Su Santidad,

comenzó la audiencia.

 

León XIII estaba sentado en un gran sillón. Vestía simplemente [63rº] una

sotana blanca y una muceta del mismo color, y en la cabeza no llevaba

más que un pequeño solideo. A su lado estaban, de pie, varios cardenales,

arzobispos y obispos, pero yo sólo los vi globalmente, pues mi atención

estaba centrada en el Santo Padre.

 

Ibamos desfilando procesionalmente ante él. Cada peregrino, cuando le

llegaba su turno, se arrodillaba, besaba el pie y la mano de León XIII,

recibía su bendición y dos guardias nobles le tocaban, por ceremonia,

indicándole así que debía levantarse (al peregrino, pues me explico tan

mal, que podría entenderse que era al Papa).

 

Antes de entrar en el salón pontificio, yo estaba completamente decidida a

hablar; pero sentí que mi valor flaqueaba cuando vi a la derecha del Santo

Padre ¡al «Señor Révérony...! Casi en aquel mismo instante nos dijeron de

su parte que prohibía hablar a León XIII, pues la audiencia se estaba

prolongando demasiado...

 

Yo me volví hacia mi Celina querida para conocer su opinión. «¡Habla!»,

me dijo. Un momento después estaba yo a los pies del Santo Padre.

Después de besarle la sandalia, me presentó la mano; pero en lugar de

besársela, junté las mías y elevando hacia su rostro mis ojos bañados en

lágrimas, exclamé:

 

«¡Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande...!»

 

Entonces el Sumo Pontífice inclinó hacia mí su cabeza, de manera que mi

rostro casi tocaba el suyo, y vi sus ojos negros y profundos que se fijaban

en mí y parecían querer penetrarme hasta el fondo del alma.


 

 

 

«¡Santísimo Padre, en honor de vuestras bodas de oro, permitidme entrar

en el Carmelo a los 15 años...!»

 

Sin duda, la emoción hacía temblar mi voz. Por lo que el Santo Padre,

volviéndose hacia el Sr. Révérony, que me miraba asombrado y

disgustado, le dijo:

 

«No comprendo bien».

 

Si Dios lo hubiera permitido, le habría sido fácil al Sr. Révérony

alcanzarme lo que deseaba, pero Dios quería darme cruz, y no consuelo.

 

«Santísimo Padre (respondió el Vicario General), se trata de una niña que

desea entrar en el Carmelo a los 15 años; pero los superiores están en

estos momentos estudiando la cuestión».

 

«Bueno, hija mía, respondió el Santo Padre mirándome bondadosamente,

haz lo que te digan los superiores»:

 

Entonces, apoyando mis manos [63vº] en sus rodillas, hice un último

intento y le dije con voz suplicante:

 

«¡Sí, Santísimo Padre! Pero si usted dijese que sí, todo el mundo estaría

de acuerdo».

 

Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando cada sílaba:

 

«Vamos... vamos... Entrarás si Dios lo quiere...» (Y su acento tenía un no

sé qué de tan penetrante y convincente, que aún me parece estar

oyéndole).

 

Animada por la bondad del Santo Padre, quise seguir hablando, pero los

dos guardias nobles me tocaron cortésmente, para que me levantase; y

viendo que con eso no bastaba, me cogieron por los brazos y el Sr.

Révérony les ayudó a levantarme, pues seguía con las manos juntas

apoyadas en las rodillas del Santo Padre, y tuvieron que arrancarme de

sus pies a viva fuerza...

 

Mientras me quitaban de en medio de esa manera, el Santo Padre acercó

su mano a mis labios y después la levantó para bendecirme. Entonces los

ojos se me llenaron de lágrimas, y el Sr. Révérony pudo contemplar al

menos tantos diamantes como había visto en Bayeux...


 

 

 

Los dos guardias nobles me llevaron en volandas, por así decirlo, hasta la

puerta, donde un tercero me dio un medalla de León XIII.

 

Celina, que iba detrás de mí, acababa de ser testigo de la escena que

acababa de ocurrir. Casi tan emocionada como yo, tuvo no obstante valor

para pedir al Santo Padre una bendición para el Carmelo. El Sr. Révérony,

con voz, malhumorada, respondió:

 

«El Carmelo ya está bendecido».

 

Y el Santo Padre contestó con ternura:

 

«Sí, sí, ¡ya está bendecido!»

 

Papá se había acercado a los pies de León XIII antes que nosotras (con

los caballeros). El Sr. Révérony había estado con él encantador,

presentándolo como el padre de dos carmelitas. El Santo Padre, como

muestra de especial benevolencia, posó su mano sobre la cabeza

venerable de mi querido rey, como marcándole con un sello misterioso en

nombre de Aquel de quien era verdadero representante...

 

Ahora que este padre de cuatro carmelitas está en el cielo, ya no es la

mano del Pontífice la que reposa sobre su frente, [64rº] profetizándole el

martirio... Es la mano del Esposo de las Vírgenes, la del Rey de la gloria, la

que hace resplandecer la cabeza de su fiel servidor. ¡Y ya nunca esa mano

adorada dejará de apoyarse en la frente que ella misma ha glorificado...!

 

Mi papá querido se llevó un disgusto muy grande cuando, al salir de la

audiencia, me encontró deshecha en lágrimas, e hizo todo lo posible por

consolarme; pero en vano...

 

En el fondo del corazón yo sentía una gran paz, puesto que había hecho

absolutamente todo lo que estaba en mis manos para responder a lo que

Dios pedía de mí. Pero esa paz estaba en el fondo, mientras la amargura

inundaba mi alma, pues Jesús callaba. Parecía estar ausente, nada me

revelaba su presencia... Tampoco aquel día el sol se atrevió a brillar, y el

hermoso cielo de Italia, cargado de oscuros nubarrones, no cesó de llorar

conmigo...

 

Todo había terminado. El viaje no tenía ya el menor atractivo para mí, pues

su objetivo había fracasado

 

Sin embargo, las últimas palabras del Santo Padre deberían haberme

consolado: ¿no eran, en realidad, una verdadera profecía? A pesar de


 

 

 

todos los obstáculos, se realizó lo que Dios quiso. No permitió a las

criaturas hacer lo que ellas querían, sino lo que quería él...

 

Desde hacía algún tiempo, me había ofrecido al Niño Jesús para ser su

juguetito. Le había dicho que no me tratase como a uno de esos juguetes

caros que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlos, sino

como a una pelotita sin valor que pudiera tirar al suelo, o golpear con el

pie, o agujerear, o dejarla en un rincón, o bien, si le apetecía, estrecharla

contra su corazón. En una palabra, quería divertir al Niño Jesús, agradarle,

entregarme a sus caprichos infantiles... Y él había escuchado mi oración...

 

En Roma Jesús agujereó su juguetito. Quería ver lo que había dentro. Y

luego, una vez que lo vio, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer su

[64vº] pelotita y se quedó dormido...

 

¿Y qué hizo mientras dormía dulcemente, y qué fue de la pelotita

abandonada...? Jesús soñó que seguía divirtiéndose con su juguete,

tirándolo y cogiéndolo una y otra vez; y luego, que, después de haberlo

echado a rodar muy lejos, lo estrechaba contra su corazón sin dejarlo

alejarse ya nunca más de su manita...

 

Imagínate, Madre querida, lo triste que se sentiría la pelotita al verse tirada

por el suelo... Sin embargo, no dejé de esperar contra toda esperanza.

 

Unos días después de la audiencia con el Santo Padre, papá fue a visitar

al hermano Simeón, y encontró allí al Sr. Révérony, que se mostró muy

amable. Papá le reprochó jovialmente que no me hubiese ayudado en mi

difícil empresa, y luego le contó la historia de su reina al hermano Simeón.

El venerable anciano escuchó su relato con gran interés, tomó incluso

algunas notas y dijo emocionado: «¡Estas cosas no se ven en Italia!»

 

Creo que aquella entrevista causó muy buena impresión al Sr. Révérony,

que a partir de entonces no dejó de darme muestras de que por fin estaba

convencido de mi vocación.

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Nápoles, Asís, regreso a Francia

 

Al día siguiente de la memorable jornada, tuvimos que salir de madrugada

para Nápoles y Pompeya. El Vesubio, en nuestro honor, no dejó de meter

ruido en todo el día, dejando escapar entre sus cañonazos una espesa

columna de humo. Las huellas que ha dejado en las ruinas de Pompeya

son horribles y muestran el poder de Dios, que «mira a la tierra y la hace

temblar, toca los montes y humean...»


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