¡Dios te salve María!
 

Me hubiera gustado pasearme sola por entre las ruinas y meditar en la

fragilidad de las realidades humanas, pero la cantidad de viajeros quitaba

a la ciudad destruida buena parte de su melancólico encanto...

 

En Nápoles fue todo lo contrario. La gran cantidad de coches de dos

caballos hizo que resultara espléndido nuestro paseo al monasterio de San

Martín, situado en la cima de [65rº] una alta colina que dominaba toda la

ciudad. Lamentablemente, los caballos que nos conducían se desbocaban

a cada paso, y más de una vez creí llagada mi última hora. Por más que el

cochero repetía continuamente la palabra mágica de los conductores

italianos: «Appipó, appipó...», los pobres caballos estaban empeñados en

volcar el coche. Por fin, gracias a la protección de nuestros ángeles de la

guarda, llegamos a nuestro magnífico hotel.

 

A lo largo de todo nuestro viaje nos alojamos en hoteles principescos.

Nunca antes me había visto rodeada de tanto lujo. Y aquí sí que cabe decir

que la riqueza no hace la felicidad, pues yo me habría sentido mucho más

feliz bajo un techo de paja con la esperanza del Carmelo, que entre

artesonados de oro, escaleras de mármol blanco y tapices de seda, con

amargura en el corazón...

 

Comprendí bien que la alegría no se halla en las cosas que nos rodean,

sino en lo más íntimo de nuestra alma; se la puede poseer lo mismo en

una prisión que en un palacio. La prueba está en que yo soy más feliz en

el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que

entonces en el mundo, rodeada de las comodidades de la vida y sobre

todo de la ternura del hogar paterno...

 

Llevaba el alma sumida en la tristeza. Sin embargo, exteriormente era la

misma, pues creía que nadie conocía la petición que había hecho al Santo

Padre. Pronto me convencí de lo contrario. Habiéndome quedado sola con

Celina en el vagón (los demás peregrinos habían bajado a la cantina de la

estación, aprovechando unos pocos minutos de parada), vi que el Sr.

Legoux, Vicario General de Coutances, abría la puerta y mirándome me

decía sonriendo: «¿Cómo está nuestra pequeña carmelita...?» Entonces

comprendí que toda la peregrinación conocía mi secreto. Gracias a Dios,

nadie me habló sobre ello, pero, por la simpatía con que me miraban, me

di cuenta de que mi petición no les había producido mala [65vº] impresión,

sino todo lo contrario...

 

En la pequeña ciudad de Asís tuve ocasión de subir al coche del Sr.

Révérony, un honor que no le fue concedido a ninguna dama durante todo

el viaje. Te cuento cómo conseguí ese privilegio.


 

 

 

 

 

Después de visitar los lugares impregnados por el aroma de las virtudes de

san Francisco y santa Clara, terminamos en el monasterio de Santa Inés,

hermana de santa Clara.

 

Yo había estado contemplando a mis anchas la cabeza de la santa y

cuando me retiraba, una de las últimas, me di cuenta de que había perdido

el cinturón. Lo busqué en medio de la muchedumbre. Un sacerdote se

compadeció de mí y me ayudó; pero después de habérmelo encontrado, le

vi alejarse, y yo me quedé sola buscando, pues aunque tenía el cinturón

no me lo podía poner, pues faltaba la hebilla... Por fin, la vi brillar en un

rincón. Cogerla y ajustarla al cinturón no me llevó mucho tiempo, pero todo

el trabajo anterior sí que me lo había llevado. Así que me quedé de una

pieza al ver que estaba sola al salir de la iglesia. Todos los coches, y eran

muchos, habían desaparecido, excepto el del Sr. Révérony. ¿Qué decisión

tomar? ¿Echarme a correr detrás de los coches, que ya no se veían,

exponiéndome a perder el tren, con la consiguiente preocupación de mi

querido papá, o bien pedir un sitio en la calesa del Sr. Révérony...?

 

Me decidí por esta última solución. Con la mayor amabilidad y lo menos

apurada que pude, a pesar de mi apuro, le expuse mi crítica situación y lo

puse a él mismo en un apuro, pues su coche iba lleno de los más

distinguidos caballeros de la peregrinación. Imposible encontrar una plaza

libre. Pero un caballero muy galante se apresuró a bajar, me hizo ocupar

su asiento, y se puso él modestamente al lado del cochero. Parecía una

ardilla atrapada en un cepo, y estaba muy lejos de encontrarme a gusto,

rodeada de todos aquellos personajes ilustres, y sobre todo del más

temible de todos ellos, frente al cual iba sentada... Sin embargo, estuvo

muy [66rº] amable conmigo, interrumpiendo de vez en cuando su

conversación con los caballeros para hablarme del Carmelo.

 

Antes de llegar a la estación, todos aquellos grandes personajes sacaron

sus grandes monederos para dar una propina al cochero (que ya estaba

pagado). Yo hice lo mismo, y saqué mi diminuto monedero, pero el Sr.

Révérony no me permitió sacar mis preciosas moneditas y prefirió dar él

una grande de las suyas por los dos.

 

En otra ocasión volví a encontrarme a su lado en el ómnibus. Estuvo más

amable todavía, y me prometió hacer todo lo que pudiera para que entrase

en el Carmelo...

 

Aunque estos breves encuentros pusieron un poco de bálsamo en mis

llagas, no pudieron evitar que el regreso fuese mucho menos placentero

que la ida, pues ya no tenía la esperanza «del Santo Padre». No


 

 

 

encontraba ayuda alguna en la tierra, que me parecía un desierto agostado

y sin agua. Sólo en Dios tenía puesta toda mi esperanza... Acababa de

conocer por experiencia que vale más recurrir a él que a sus santos...

 

La tristeza de mi alma no fue obstáculo para que pusiese un gran interés

en los santos lugares que visitábamos.

 

En Florencia tuve la dicha de contemplar a santa María Magdalena de

Pazzis, colocada en medio del coro de las carmelitas, que nos abrieron la

reja. Como no sabíamos que íbamos a disfrutar de tal privilegio, y muchas

personas deseaban hacer tocar sus rosarios en el sepulcro de la santa, no

había nadie más que yo que pudiese pasar la mano por entre la reja que

nos separaba de él. Por eso, todos me traían sus rosarios, y yo me sentía

muy orgullosa de mi oficio...

 

 

 

Siempre tenía que encontrar la forma de tocarlo todo. Así, en la iglesia de

la Santa Cruz de Jerusalén (en Roma) pudimos venerar varios fragmentos

de la verdadera Cruz, dos espinas y uno de los sagrados clavos,

encerrado en un magnífico relicario de oro labrado, pero sin cristal, por lo

que, al venerar la sagrada reliquia, encontré la forma de pasar mi dedito

por una [66vº] de las aberturas del relicario y pude tocar el clavo que bañó

la sangre de Jesús...

 

La verdad es que era demasiado atrevida... Por suerte, Dios, que conoce

el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura y que por nada

del mundo hubiera querido desagradarle. Me portaba con él como un niño

que piensa que todo le está permitido y mira como suyos los tesoros de su

padre.

 

Todavía hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan

fácilmente a las mujeres. A cada paso nos decían: «¡No entréis aquí... No

entréis allá, que quedaréis excomulgadas...!» ¡Pobres mujeres! ¡Qué

despreciadas son...! Sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho

mayor que los hombres, y durante la pasión de Nuestro Señor las mujeres

tuvieron más valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los

soldados y se atrevieron en enjugar la Faz adorable de Jesús...

Seguramente por eso él permite que el desprecio sea su lote en la tierra,

ya que lo escogió también para sí mismo... En el cielo demostrará

claramente que sus pensamientos no son los de los hombres, pues

entonces los últimos serán los primeros...

 

Más de una vez, durante el viaje, no tuve la paciencia de esperar al cielo

para ser la primera... Un día en que visitábamos un convento de Padres


 

 

 

carmelitas, no me conformé con seguir a los peregrinos por las galerías

exteriores y me metí por los claustro interiores... De pronto vi a un anciano

carmelita que desde lejos me hacía señas de que me alejase; pero yo, en

vez de marcharme, me acerqué a él y, señalándole los cuadros del

claustro, le di a entender por señas que eran bonitos. El se dio cuenta, por

mis cabellos que caían sobre la espalda y por mi aspecto juvenil, que era

una niña, me sonrió con bondad y se alejó, al ver que no tenía delante de

él a una enemiga. Si hubiese podido hablarle en italiano, le habría dicho

que era un futura carmelita; pero por culpa de los constructores de la torre

de Babel, no pude hacerlo.

 

Después de visitar también Pisa y Génova, volvimos a Francia.

 

En el trayecto, [67rº] el panorama era magnífico. A veces bordeábamos el

mar, y la vía del tren pasaba tan cerca de él, que me parecía que las olas

iban a llegar hasta nosotros (aquel espectáculo fue debido a una

tempestad, y era de noche, lo que hacía que la escena fuese aún más

impresionante). Otras veces atravesábamos llanuras cubiertas de naranjos

con su fruta ya madura, o de verdes olivos de escaso follaje, o de esbeltas

palmeras... A la caída de la tarde, veíamos los numerosos puertecitos de

mar iluminarse con multitud de luces, mientras en el cielo empezaban a

brillar las primeras estrellas...

 

Y a la vista de todas aquellas cosas, que yo miraba por primera y por

última vez en mi vida, ¡mi alma se llenaba de poesía...!

 

Pero las veía desvanecerse sin la menor pena. Mi corazón aspiraba a

otras maravillas. Había contemplado ya bastante las bellezas de la tierra, y

sólo las del cielo eran ya el objeto de sus deseos. Y para ofrecérselas a las

almas, ¡quería convertirme en prisionera ...!

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Tres meses de espera

 

Mas antes de ver abrirse ante mí las puertas de la bendita prisión por la

que suspiraba, tenía aún que luchar y que sufrir. Lo presentía al volver a

Francia. Sin embargo, mi confianza era tan grande, que no perdí la

esperanza de que me permitieran entrar en el Carmelo el 25 de

diciembre...

 

Apenas llegamos a Lisieux, nuestra primera visita fue para el Carmelo.

¡Qué encuentro aquél...! ¡Teníamos tantas cosas que decirnos después de

un mes de separación, mes que me pareció larguísimo y en el que aprendí

más que en muchos años...!


 

 

 

 

 

¡Qué dulce fue para mí, Madre querida, volverte a ver y abrirte mi pobre

alma herida! ¡A ti, que sabías comprenderme tan bien; a ti, a quien bastaba

una palabra o una mirada para adivinarlo todo!

 

Me abandoné con entera confianza. Había hecho todo lo que dependía de

mí, todo, hasta hablarle al Santo Padre; por lo que ya no sabía qué más

tenía que hacer. Tú me dijiste que escribiese a Monseñor, recordándole su

promesa. Lo hice enseguida lo mejor que supe, pero en unos términos que

a nuestro tío le parecieron demasiado [67vº] ingenuos. El rehizo la carta.

Cuando yo iba a echarla al correo, recibí una tuya, diciéndome que no

escribiese, que esperase unos días más. Obedecí enseguida, pues estaba

segura de que ésa era la mejor forma de no equivocarme.

 

Por fin, diez días antes de Navidad, ¡salió mi carta! Plenamente

convencida de que la respuesta no se haría esperar, todas las mañanas

iba a correos con papá después de misa, pensando encontrar allí el

permiso para echarme a volar; pero cada mañana me traía una nueva

decepción, que sin embargo no hacía vacilar mi fe...

 

Pedía a Jesús que rompiese mis ataduras. Y las rompió, pero de una

forma totalmente diferente a como yo esperaba... Llegó la fiesta de

Navidad, y Jesús no despertó... Dejó en el suelo a su pelotita, sin echarle

siquiera una mirada...

 

Al ir a la Misa de Gallo llevaba roto el corazón. ¡Tenía tantas esperanzas

de asistir a ella tras las rejas del Carmelo...!

 

Esta prueba fue muy dura para mi fe. Pero Aquel cuyo corazón vela

mientras él duerme me hizo comprender que él obra auténticos milagros y

cambia la montañas de lugar en favor de quienes tienen una fe como un

grano de mostaza, pero que con sus íntimos, con su Madre, él no hace

milagros hasta haber probado su fe. ¿No dejó morir a Lázaro, a pesar de

que Marta y María le habían hecho saber que estaba enfermo...? Y en las

bodas de Caná, cuando la Virgen le pidió que ayudara a los anfitriones,

¿no le contestó que todavía no había llegado su hora...? Pero después de

la prueba, ¡qué recompensa! ¡El agua se convierte en vino...! ¡Lázaro

resucita...!

 

Así actuó Jesús con su Teresita: después de haberla probado durante

mucho tiempo, colmó todos los deseos de su corazón...

 

Por la tarde de aquel radiante día de fiesta, que yo pasé llorando, fui a

visitar a las carmelitas. Me llevé una gran sorpresa cuando, al abrir la [68rº]


 

 

 

reja, vi un precioso Niño Jesús que tenía en la mano una pelota en la que

estaba escrito mi nombre. Las carmelitas, en lugar de Jesús, que era

demasiado pequeño todavía para hablar, me cantaron una canción

compuesta por mi Madre querida. Cada una de sus palabras derramaba en

mi alma un dulce consuelo. Jamás olvidaré aquella delicadeza del corazón

maternal que siempre me colmó de los más exquisitos detalles de

ternura...

 

Después de dar las gracias derramando dulces lágrimas, les conté la

sorpresa que me había dado mi querida Celina al volver de la Misa de

Gallo. En mi habitación, en medio de una preciosa jofaina, había

encontrado un barquito que llevaba al Niño Jesús dormido con una pelotita

a su lado. En la blanca vela Celina había escrito estas palabras: «Duermo,

pero mi corazón vela», y en el barco esta sola palabra: «¡Abandono!»

 

¡Ay!, si Jesús no hablaba todavía a su pequeña prometida, si sus ojos

divinos seguían cerrados, por lo menos se revelaba a ella por medio de

otras almas que comprendían todas las delicadezas y todo el amor de su

corazón...

 

El primer día del año 1888, Jesús me hizo una vez más el regalo de su

cruz. Pero esta vez la llevé yo sola, pues fue tanto más dolorosa cuanto

menos la comprendía... Una carta de Paulina me comunicaba que la

respuesta de Monseñor había llegado el 28, fiesta de los Santos Inocentes,

pero que no me lo había hecho saber porque se había decidido que mi

entrada no tuviera lugar hasta después de la cuaresma. Al pensar en una

espera tan larga, no pude contener las lágrimas.

 

Esta prueba tuvo para mí un carácter muy particular. Veía mis ataduras

rotas por parte del mundo, pero ahora era el arca santa la que negaba la

entrada a la pobre palomita...

 

Convengo en que debí parecer poco razonable al no aceptar gozosa esos

tres meses de destierro. Pero creo también que esta prueba, aunque no lo

pareciese, fue muy grande y me ayudó a crecer mucho en el abandono y

en las demás virtudes.

 

[68vº] ¿Cómo transcurrieron estos tres meses tan ricos en gracias para mi

alma...?

 

Al principio me vino a la cabeza la idea de no molestarme en llevar una

vida tan ordenada como solía. Pero pronto comprendí el valor de aquel

tiempo que se me concedía, y decidí entregarme con más intensidad que

nunca a una vida seria y mortificada.


 

 

 

 

 

Cuando digo mortificada, no es para hacer creer que hiciera penitencias,

pues nunca las he hecho. Lejos de parecerme a esas almas grandes que

desde la niñez practicaron toda serie de mortificaciones, yo no sentía por

ellas el menor atractivo. Esto se debía, sin duda, a mi flojedad, pues

hubiera podido encontrar, como Celina, mis pequeños recursos para

mortificarme. En vez de eso, siempre me dejé mecer entre algodones y

cebar como un pajarito que no necesita hacer penitencia...

 

Mis mortificaciones consistían en doblegar mi voluntad, siempre dispuesta

a salirse con la suya; en callar cualquier palabra de réplica; en prestar

pequeños servicio sin hacerlos valer; en no apoyar la espalda cuando

estaba sentada, etc., etc...

 

Con la práctica de estas naderías me fui preparando para ser la prometida

de Jesús, y no sabría decir cuan dulces recuerdos me ha dejado esta

espera...

 

Tres meses se pasan muy pronto, y por fin llegó el momento tan

ardientemente deseado.

 

 

 

 

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CAPÍTULO VII

 

PRIMEROS AÑOS EN EL CARMELO (1888-1890)

 

El lunes 9 de abril, día en que el Carmelo celebraba la fiesta de la

Anunciación, trasladada a causa de la cuaresma, fue el día elegido para mi

entrada.

 

La víspera, toda la familia se reunió en torno a la mesa, a la que yo iba a

sentarme por última vez. ¡Ay, qué desgarradoras son estas reuniones

íntimas...! Cuando una quisiera pasar inadvertida, te prodigan las caricias y

las palabras más tiernas, y te hacen más duro el sacrificio de la

separación...

 

Mi rey querido apenas hablaba, pero su mirada se posaba en mí con

amor... Mi tía lloraba de vez en cuando, y mi tío me dispensaba mil

atenciones de cariño. También Juana y María me colmaban de

delicadezas, sobre todo María, que, [69rº] llevándome aparte, me pidió

perdón por todo lo que creía haberme hecho sufrir. Y finalmente, mi


 

 

 

querida Leonia, que había vuelto de la Visitación hacía algunos meses, me

colmaba como nadie de besos y caricias.

 

Sólo de Celina no he dicho nada. Pero ya puedes imaginarte, Madre

querida, cómo transcurrió la última noche en que dormimos juntas...

 

En la mañana del gran día, tras echar una última mirada a los Buissonnets,

nido cálido de mi niñez que ya no volvería a ver, partí del brazo de mi

querido rey para subir a la montaña del Carmelo...

 

Al igual que la víspera, toda la familia se reunió para escuchar la santa

Misa y recibir la comunión. En cuanto Jesús bajó al corazón de mis

parientes queridos, ya no escuché a mi alrededor más que sollozos. Yo fui

la única que no lloró, pero sentí latir mi corazón con tanta fuerza, que,

cuando vinieron a decirnos que nos acercáramos a la puerta claustral, me

parecía imposible dar un solo paso. Me acerqué, sin embargo, pero

preguntándome si no iría a morirme, a causa de los fuertes latidos de mi

corazón... ¡Ah, qué momento aquél! Hay que pasar por él para

entenderlo...

 

Mi emoción no se tradujo al exterior. Después de abrazar a todos los

miembros de mi familia querida, me puse de rodillas ante mi incomparable

padre, pidiéndole su bendición. Para dármela, también él se puso de

rodillas, y me bendijo llorando...

 

¡El espectáculo de aquel anciano ofreciendo su hija al Señor, cuando aún

estaba en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los ángeles...!

 

Pocos instantes después, se cerraron tras de mí las puertas del arca santa

y recibí los abrazos de las hermanas queridas que me habían hecho de

madres y a las que en adelante tomaría por modelo de mis actos...

 

Por fin, mis deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una PAZ tan dulce

y tan profunda, que no acierto a [69vº] describirla. Y desde hace siete años

y medio esta paz íntima me ha acompañado siempre, y no me ha

abandonado ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones.

 

Como a todas las postulantes, inmediatamente después de mi entrada, me

llevaron al coro. Estaba en penumbra, porque estaba expuesto el

Santísimo, y lo primero que atrajo mi mirada fueron los ojos de nuestra

santa Madre Genoveva, que se clavaron en mí. Estuve un momento

arrodillada a sus pies, dando gracias a Dios por el don que me concedía

de conocer a una santa, y luego seguí a nuestra Madre María de Gonzaga

a los diferentes lugares de la comunidad. Todo me parecía maravilloso. Me


 

 

 

creía transportada a un desierto. Nuestra celdita, sobre todo, me

encantaba.

 

Pero la alegría que sentía era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro

hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni

una sola nube oscurecía mi cielo azul... Sí, me sentía plenamente

compensada de todas mis pruebas... ¡Con qué alegría tan honda repetía

estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para siempre...»!

 

Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones de los

primeros días. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar

NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me

la había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó. Y sin embargo, tú sabes

bien, Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas

que rosas...

 

Sí, el sufrimiento me tendió los brazos, y yo me arrojé en ellos con amor...

A los pies de Jesús-Hostia, en el interrogatorio que precedió a mi

profesión, declaré lo que venía a hacer en el Carmelo: «He venido para

salvar almas, y, sobre todo, para orar por los sacerdotes».

 

Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello.

Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la

cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento.

 

Durante cinco años, éste fue mi camino. Pero, [70rº] al exterior, nada

revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso cuanto que sólo yo lo conocía.

¡Qué sorpresas nos llevaremos al fin del mundo cuando leamos la historia

de las almas...! ¡Y cuántas personas se quedarán asombradas al conocer

el camino por el que fue conducida la mía...!

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Confesión con el P. Pichon

 

Esto es tan verdad, que dos meses después de mi entrada, cuando vino el

P. Pichon para la profesión de sor María del Sagrado Corazón, se quedó

sorprendido al ver lo que Dios estaba obrando en mi alma, y me dijo que,

la víspera, al verme hacer oración en el coro, mi fervor le pareció

totalmente infantil y muy dulce mi camino.

 

Mi entrevista con el Padre fue para mí un consuelo muy grande, aunque

velado por las lágrimas a causa de la dificultad que encontré para abrirle

mi alma.


 

 

 

Hice, no obstante, una confesión general, como nunca la había hecho. Al

terminar, el Padre me dijo estas palabras, las más consoladoras que jamás

hayan resonado en los oídos de mi alma: «En presencia de Dios, de la

Santísima Virgen y de todos los santos, declaro que nunca has cometido ni

un solo pecado mortal». Y luego añadió: Da gracias a Dios por todo lo que

hace por ti, pues, si te abandonase, en vez de ser un pequeño ángel,

serías un pequeño demonio.

 

¡No, no me costó nada creerlo! Sabía lo débil e imperfecta que era. Pero la

gratitud embargaba mi alma. Tenía tanto miedo de haber empañado la

vestidura de mi bautismo, que una garantía como aquélla, salida de la

boca de un director espiritual como los quería nuestra Madre santa Teresa

-es decir, que uniesen la ciencia y la virtud-, me parecía como salida de la

misma boca de Jesús...

 

El Padre me dijo también estas palabras que se me grabaron dulcemente

en el corazón: «Hija mía, que Nuestro Señor sea siempre tu superior y tu

maestra de novicias».

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Teresa y sus superioras

 

De hecho, lo fue. Y también «mi director espiritual». No quiero decir con

esto que mi alma estuviese cerrada a cal y canto para mis superioras. No,

más bien siempre he procurado que fuese para ellas un libro [70vº] abierto.

Pero nuestra Madre estaba enferma con frecuencia y tenía poco tiempo

para ocuparse de mí. Sé que me quería mucho y que hablaba muy bien de

mí. Sin embargo, Dios permitió que, sin darse cuenta, fuese MUY DURA.

No podía cruzarme con ella sin tener que besar el suelo. Y lo mismo

ocurría en las escasas conferencias espirituales que tenía con ella...

 

¡Qué gracia inestimable...! ¡Cómo actuaba Dios visiblemente a través de la

que estaba en su lugar...! ¿Qué habría sido de mí si, como pensaba la

gente del mundo, hubiese sido «el juguete» de la comunidad...? Quizás, en

lugar de ver a Nuestro Señor en mis superioras, no me hubiera fijado más

que en las personas; y entonces mi corazón, que había estado tan

protegido en el mundo, se habría atado humanamente en el claustro...

Gracias a Dios, no caí en esa trampa. Cierto, que yo quería mucho a

nuestra Madre, pero con un afecto puro que me elevaba hacia el Esposo

de mi alma...

 

Nuestra maestra de novicias era una verdadera santa, el tipo acabado de

las primitivas carmelitas. Yo pasaba todo el día a su lado, pues era la que

me enseñaba a trabajar.


 

 

 

 

 

Su bondad para conmigo no tenía límites, y, sin embargo, mi alma no

lograba expansionarse con ella... Me suponía un gran esfuerzo hacer con

ella la conferencia espiritual. Como no estaba acostumbrada a hablar de

mi alma, no sabía cómo expresar lo que sucedía en mi interior. Una Madre

ya mayor intuyó un día lo que me pasaba y me dijo, sonriendo, en la

recreación: -«Hijita, me parece que tú no debes de tener gran cosa que

decir a las superioras».-«¿Por qué dice eso, Madre...?» -«Porque tu alma

es extremadamente sencilla ; y cuando seas perfecta, serás más sencilla

todavía, pues cuanto uno más se acerca a Dios, más se simplifica».

 

Aquella anciana Madre tenía razón. No obstante, la dificultad que yo tenía

para abrir mi alma, aun cuando proviniese de mi sencillez, era un auténtico

problema para mí. Lo reconozco hoy que, sin dejar de ser sencilla, [71rº]

expreso con gran facilidad lo que pienso.

 

He dicho que Jesús había sido «mi director espiritual». Cuando entré en el

Carmelo, conocí al que podía haberlo sido. Pero apenas me había

admitido entre el número de sus hijas, tuvo que partir para el exilio... Así

que sólo lo conocí para perderle enseguida... Reducida a no recibir de él

más que una carta al año, por doce que yo le escribía, pronto mi corazón

se volvió hacia el Director de los directores, y él fue quien me instruyó en

esa ciencia escondida a los sabios y a los prudentes, que él quiere revelar

a los más pequeños...

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La Santa Faz

 

La florecita trasplantada a la montaña del Carmelo tenía que abrirse a la

sombra de la cruz; las lágrimas y la sangre de Jesús fueron su rocío, y su

Faz adorable velada por el llanto fue su sol...

 

Hasta entonces todavía no había yo sondeado la profundidad de los

tesoros escondidos en la Santa Faz. Fuiste tú, Madre querida, quien me

enseñó a conocerlos. Lo mismo que, hacía años, nos habías precedido a

las demás en el Carmelo, así también fuiste tú la primera en penetrar los

misterios de amor ocultos en el rostro de nuestro Esposo. Entonces tú me

llamaste, y comprendí...

 

Comprendí en qué consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de

este mundo me hizo ver que la verdadera sabiduría consiste en «querer

ser ignorada y tenida en nada», en «cifrar la propia alegría en el desprecio

de sí mismo».


 

 

 

Sí, yo quería que «mi rostro», como el de Jesús, «estuviera

verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me reconociese».

Tenía sed de sufrir y de ser olvidada...

 

¡Qué misericordioso es el camino por donde me ha llevado siempre Dios!

Nunca me ha hecho desear algo que luego no me haya concedido. Por

eso, su cáliz amargo siempre me ha parecido delicioso...

 

Pasadas las fiestas radiantes del mes de mayo -las fiestas de la profesión

y de la toma de velo [71vº] de nuestra querida María, la mayor de la

familia, a quien la más pequeña tuvo la dicha de coronar el día de sus

bodas-, tenía que visitarnos la tribulación...

 

Ya el año anterior, en el mes de mayo, papá había sufrido un ataque de

parálisis en las piernas, y la cosa nos preocupó mucho. Pero la fuerte

constitución de mi querido rey hizo que se recuperara pronto, y nuestros

temores desaparecieron. Sin embargo, durante el viaje a Roma, notamos

más de una vez que se cansaba fácilmente y que no estaba tan alegre

como de costumbre...

 

Lo que yo observé, sobre todo, fueron los progresos que papá hacía en la

perfección. A ejemplo de san Francisco de Sales, había llegado a dominar

su impulsividad natural hasta tal punto, que parecía tener el temperamento

más dulce del mundo... Las cosas de la tierra apenas parecían rozarle, y

se sobreponía fácilmente a las contrariedades de la vida.

 

En una palabra, Dios lo inundaba de consuelos. Durante sus visitas diarias

al Santísimo, se le llenaban con frecuencia los ojos de lágrimas y su rostro

reflejaba una dicha celestial...

 

Cuando Leonia salió de la Visitación, no se disgustó ni se quejó a Dios

porque no hubiera escuchado las oraciones que le había dirigido para

obtener la vocación de su querida hija. Hasta fue a buscarla con cierta

alegría...

 

Y he aquí con qué fe aceptó papá la separación de su reinecita. Se la

anunció en estos términos a sus amigos de Alençon: «Queridísimos

amigos: ¡Teresa, mi reinecita, entró ayer en el Carmelo...! Sólo Dios puede

exigir tal sacrificio... No me tengáis lástima, pues mi corazón rebosa de

alegría.»

 

Había llegado la hora de que un servidor tan fiel recibiera el premio de sus

trabajos. Y era justo que su salario fuera parecido al que Dios dio al Rey

del cielo, a su Hijo único... Papá acababa de hacer a Dios ofrenda de un


 

 

 

altar, y él fue la víctima escogida para ser inmolada en él con el Cordero

sin mancha.

 

[72rº] Tú ya conoces, Madre querida, nuestras amarguras del mes de junio

-y, sobre todo, las del día 24- del año 1888. Esos recuerdos han quedado

demasiado grabados en el fondo de nuestros corazones para que haga

falta escribirlos... ¡Cuánto sufrimos, Madre querida...! ¡Y aquello no era

más que el principio de nuestra tribulación...!

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Toma de hábito

 

Entretanto, había llegado la fecha de mi toma de hábito. Fui aprobada por

el capítulo conventual. Pero ¿cómo pensar en una ceremonia solemne? Ya

se hablaba de darme el santo hábito sin hacerme salir de la clausura,

cuando se optó por esperar.

 

Contra toda esperanza, nuestro padre querido se repuso de su segundo

ataque, y Monseñor fijó la ceremonia para el día 10 de enero.

 

La espera había sido larga, pero, también, ¡qué hermosa fue la fiesta...! No

faltó nada, nada, ni siquiera la nieve...

 

No sé si te he hablado ya de mi amor a la nieve... Cuando aún era muy

pequeña, me fascinaba su blancura. Uno de mis mayores deleites era

pasearme bajo los copos de nieve. ¿De dónde me venía esta afición a la

nieve...? Tal vez de que, siendo yo una florecita invernal, el primer ropaje

con que mis ojos de niña vieron adornada a la naturaleza debió ser su

manto blanco...

 

Lo cierto es que siempre había deseado que, el día de mi toma de hábito,

la naturaleza estuviese vestida de blanco como yo. La víspera de ese

hermoso día, yo miraba tristemente el cielo plomizo, del que de vez en

cuando se desprendía una lluvia fina; pero la temperatura era tan suave,

que ya no esperaba que nevase.

 

A la mañana siguiente, el cielo no había cambiado. Sin embargo, la fiesta

resultó maravillosa, y la flor más bella, la más preciosa de todas, fue mi rey

querido. Nunca había estado tan guapo y tan digno... Fue la admiración de

todo el mundo. Aquel día fue su triunfo, su última fiesta aquí en la tierra.

Había entregado todas sus hijas a Dios, pues cuando Celina le confió su

vocación, él había llorado de alegría, y había ido a dar gracias a Quien «le

hacía el honor de tomar para sí a todas sus hijas».


 

 

 

[72vº] Al final de la ceremonia, Monseñor entonó el Te Deum. Un

sacerdote trató de advertirle que aquel cántico sólo se cantaba en las

profesiones, pero ya estaba entonado, y el himno de acción de gracias se

cantó hasta el final.

 

¿No debía ser completa aquella fiesta, si en ella se resumían todas las

demás...? Después de abrazar por última vez a mi rey querido, volví a

entrar en la clausura. Lo primero que vi en el claustro fue a «mi Niño Jesús

color rosa» sonriéndome en medio de flores y de luces. Inmediatamente

después mi mirada se posó sobre los copos de nieve... ¡El patio estaba

blanco, como yo!

 

¡Qué delicadeza la de Jesús! En atención a los deseos de su prometida, le

regalaba nieve... ¡Nieve! ¿Qué mortal, por poderoso que sea, puede hacer

caer nieve del cielo para hechizar a su amada...? Tal vez la gente del

mundo se hizo esta pregunta; lo cierto es que la nieve de mi toma de

hábito les pareció un pequeño milagro y que toda la ciudad se extrañó. Les

pareció rara mi afición por la nieve... ¡Tanto mejor! Eso hizo resaltar aún

más la incomprensible condescendencia del Esposo de las vírgenes..., de

ese Dios que siente un cariño especial por los lirios blancos como la

NIEVE...

 

Monseñor entró en clausura después de la ceremonia, y estuvo conmigo

muy paternal. Creo que estaba orgulloso de que lo hubiera conseguido, y

decía a todo el mundo que yo era «su hijita». Siempre que Su Excelencia

volvió a visitarnos después de aquella hermosa fiesta, se mostró muy

bueno conmigo. Me acuerdo muy especialmente de su visita con ocasión

del centenario de N. P. san Juan de la Cruz. Me tomó la cabeza entre sus

manos y me acarició de mil maneras. ¡Nunca me había visto tan honrada!

En aquel momento Dios me hizo pensar en las caricias [73rº] que un día él

me prodigará delante de los ángeles y los santos, de las que me daba ya

en este mundo una tenue imagen. Por eso, fue muy grande el consuelo

que sentí...

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Enfermedad de papá

 

Como acabo de decir, la jornada del 10 de enero fue el triunfo de mi rey.

Yo la comparo a la entrada de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos.

Su gloria de un día, como la de nuestro divino Maestro, fue seguida de una

pasión dolorosa, y esa pasión no fue sólo para él. Así como los dolores de

Jesús atravesaron como una espada el corazón de su divina Madre, así

también se desgarraron nuestros corazones ante los sufrimientos de aquel

a quien más tiernamente amábamos en la tierra...


 

 

 

 

 

Recuerdo que en el mes de junio de 1888, cuando empezaron nuestras

primeras angustias, yo decía: «Sufro mucho, pero creo que puedo soportar

todavía mayores sufrimientos». No sospechaba entonces los que Dios me

tenía reservados... No sabía que el 12 de febrero, un mes después de mi

toma de hábito, nuestro padre querido bebería el más amargo, el más

humillante de todos los cálices...

 

¡¡¡No, ese día ya no dije que podía sufrir todavía más...!!! Las palabras no

pueden expresar nuestras angustias; por eso, no intentaré describirlas.

Algún día, en el cielo, nos gustará hablar de nuestras gloriosas

tribulaciones, ¿no nos alegramos ya ahora de haberlas sufrido...? Sí, los

tres años del martirio de papá me parecen los más preciosos, los más

fructíferos de toda nuestra vida. No los cambiaría por todos los éxtasis y

revelaciones de los santos. Mi corazón rebosa de gratitud al pensar en ese

tesoro que debe de despertar una santa envidia en los ángeles de la corte

celestial...

 

Mi deseo de sufrir se vio colmado. No obstante, mi amor al sufrimiento no

decreció, por lo que pronto mi alma participó también en los sufrimientos

de mi [73vº] corazón. La sequedad se hizo mi pan de cada día. Mas

aunque estaba privada de todo consuelo, era la más feliz de las criaturas,

pues veía cumplidos todos mis deseos...

 

¡Madre mía querida, qué hermosa ha sido nuestra gran tribulación, ya que

de todos nuestros corazones no brotaron más que suspiros de amor y de

gratitud...! No era ya caminar por los senderos de la perfección:

¡volábamos las cinco! Las dos pobres desterraditas de Caen, aunque

estaban en el mundo, no eran ya del mundo... ¡Y qué maravillas operó el

dolor en el alma de mi Celina querida...! Todas las cartas que escribió en

esas fechas están impregnadas de resignación y de amor... ¿Y quién será

capaz de describir las conversaciones que teníamos juntas en el

locutorio...? Las rejas del Carmelo, lejos de separarnos, unían todavía más

estrechamente        nuestras      almas.      Teníamos       las     dos     los     mismos

pensamientos, los mismos deseos, el mismo amor a Jesús y a las almas...

 

Cuando hablaban Celina y Teresa, ni una sola palabra de las cosas de la

tierra se mezclaba nunca en sus conversaciones, que eran ya totalmente

del cielo. Como tiempo atrás en el mirador, soñaban con las realidades

eternas. Y para poder gozar cuanto antes de esa dicha sin fin, elegían aquí

en la tierra por único lote «el sufrimiento y el desprecio».

 

Así transcurrió el tiempo de mis esponsales..., ¡que se le hizo muy largo a

la pobre Teresita!


 

 

 

 

 

Al terminar mi año de noviciado, nuestra Madre me dijo que ni soñara en

pedir la profesión, pues con toda seguridad el superior rechazaría mi

petición. Tuve que esperar ocho meses más...

 

En un primer momento se me hizo muy difícil aceptar ese gran sacrificio;

pero pronto se hizo la luz en mi alma. Estaba meditando, aquellos días, los

«Fundamentos de la vida espiritual» del P. Surin. Un día, durante la

oración, comprendí que mi deseo tan intenso de hacer la profesión iba

mezclado con un gran amor propio. Si me había entregado a Jesús para

agradarle y consolarle, [74rº] no debía obligarle a hacer mi voluntad en

lugar de la suya.

 

Comprendí también que una prometida debería estar engalanada para el

día de sus bodas, y que yo no había hecho nada para ello... Y entonces le

dije a Jesús: «Dios mío, no te pido pronunciar los santos votos, esperaré

todo el tiempo que quieras. Lo único que deseo es que mi unión contigo no

se vea diferida por mi culpa. Por eso, voy a poner todo mi empeño en

prepararme un hermoso vestido recamado de piedras preciosas. Cuando

tú creas que ya está lo suficientemente rico y adornado, estoy segura de

que ni todas las criaturas juntas podrán impedirte bajar hasta mí para

unirme a ti para siempre, Amado mío...»

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Pequeñas virtudes

 

A partir de la toma de hábito, yo había recibido ya abundantes luces sobre

la perfección religiosa, especialmente respecto al voto de pobreza. Durante

el postulantado, me gustaba tener cosas bonitas para mi uso y encontrar a

mano todo lo que necesitaba. «Mi Director» soportaba aquello con

paciencia, pues no es amigo de enseñárselo todo a las almas de una vez.

Normalmente va dando sus luces poco a poco.

 

(Al principio de mi vida espiritual, hacia los 13 ó los 14 años, me

preguntaba qué progresos tendría que hacer más adelante, pues creía que

no podría comprender ya mejor la perfección. Pero no tardé en

convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino, más lejos

se ve del final. Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y

encuentro en ello mi alegría...)

 

Vuelvo a las enseñanzas de «mi Director». Una noche, después de

Completas, busqué en vano nuestra lamparita en los estantes destinados a

ese fin. Era tiempo de silencio riguroso, por lo que no podía reclamarla...

Supuse que alguna hermana, creyendo coger su lámpara, había cogido la


 

 

 

nuestra, que, por cierto, yo necesitaba mucho. En vez de disgustarme por

verme privada de ella, me alegré mucho, pensando que la pobreza

consiste en verse una privada, no sólo de las cosas superfluas, sino

también [74vº] de las indispensables. Y de esa manera, en medio de las

tinieblas exteriores, fui iluminada interiormente...

 

En esa época me entró un verdadero amor a los objetos más feos e

incómodos. Y así, sentí una gran alegría cuando me quitaron de la celda el

precioso cantarillo que tenía y me dieron en su lugar un cántaro tosco y

todo desportillado...

 

Hacía también grandes esfuerzos por no disculparme, lo cual me resultaba

muy difícil, sobre todo con nuestra maestra de novicias, a la que no quería

ocultarle nada.

 

He aquí mi primera victoria, que no fue grande, pero que me costó mucho.

Se encontró roto un vasito colocado detrás de una ventana. Nuestra

maestra, creyendo que había sido yo quien lo había tirado, me lo enseñó,

diciendo que otra vez tuviera más cuidado. Sin decir nada, besé el suelo y

prometí ser más cuidadosa en adelante.

 

Debido a mi poca virtud, estos actos de vencimiento me costaban mucho,

y tenía que pensar que en el juicio final todo saldrá a la luz. Me hacía

también esta reflexión: cuando uno cumple con su deber, sin excusarse

nunca, nadie lo sabe; las imperfecciones, por el contrario, se dejan ver

enseguida...

 

Me aplicaba, sobre todo, a la práctica de las virtudes pequeñas, al no tener

facilidad para practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba plegar

las capas que dejaban olvidadas las hermanas y prestarles todos los

pequeños servicios que podía.

 

También se me concedió el amor a la mortificación, que era tanto mayor

cuanto que no me permitían hacer nada para satisfacerlo... La única

mortificación que yo hacía en el mundo, que consistía en no apoyar la

espalda cuando me sentaba, me la prohibieron, debido a la propensión

que tenía a encorvarme. Claro, que si me hubiesen dado permiso para

hacer muchas penitencias, seguramente ese entusiasmo no me habría

durado mucho... Las únicas que podía hacer sin pedir permiso consistían

en mortificar mi amor propio, lo cual me aprovechaba mucho más que las

penitencias corporales...

 

[75rº] El refectorio, que fue mi oficio nada más tomar el hábito, me ofreció

más de una ocasión para poner mi amor propio en su lugar, es decir,


 

 

 

debajo de los pies... Es cierto que para mí era una gran alegría, Madre

querida, estar en el mismo oficio que tú y poder ver de cerca tus virtudes.

Pero esa misma cercanía era para mí motivo de sufrimiento. No me sentía

libre, como antaño, para decírtelo todo. Teníamos que observar la regla, y

no podía abrirte mi alma. En una palabra, ¡yo estaba ya en el Carmelo, y

no en los Buissonnets bajo el techo paterno...!

 

Entretanto, la Santísima Virgen me ayudaba a preparar el vestido de mi

alma; y en cuanto ese vestido estuvo terminado, los obstáculos

desaparecieron solos. Monseñor me envió el permiso que había solicitado,

la comunidad me aprobó, y se fijó la profesión para el 8 de septiembre...

 

Todo lo que acabo de escribir en pocas palabras requeriría muchas

páginas de pormenores y detalles, pero esas páginas no se leerán nunca

en la tierra. Pronto, Madre querida, te hablaré de todo ello en nuestra casa

paterna, ¡en ese hermoso cielo hacia el que se elevan los suspiros de

nuestros corazones...!

 

Mi traje de bodas estaba listo. Se hallaba recamado con las antiguas joyas

que mi Prometido me había regalado; pero aún no era suficiente para su

generosidad. Quería regalarme un nuevo diamante de innumerables

destellos.

 

Las antiguas joyas eran la tribulación de papá, con todas sus dolorosas

circunstancias; el nuevo diamante fue una prueba, muy pequeña en

apariencia, pero que me hizo sufrir mucho.

 

Desde hacía algún tiempo, a nuestro pobre papaíto, que estaba un poco

mejor, lo sacaban a pasear en coche. Incluso se pensó en hacerle tomar el

tren para venir a vernos.

 

Y, naturalmente, Celina pensó enseguida que había que escoger para ese

viaje el día de mi toma de velo. Para que no se canse, decía, no le haré

[75vº] asistir a toda la ceremonia; sólo al final iré a buscarle y le llevaré

muy despacito hasta la reja para que Teresa reciba su bendición.

 

¡Qué bien retratado estaba ahí el corazón de mi Celina...! ¡Qué gran

verdad es que «al amor nada le parece imposible, porque para él todo es

posible y permitido...!» La prudencia humana, por el contrario, tiembla a

cada paso y no se atreve, por así decirlo, a posar el pie en el suelo.

 

Así, Dios, que quería probarme, se sirvió de ella como de un instrumento

dócil en sus manos, y el día de mis bodas estuve realmente huérfana de


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