¡Dios te salve María!
 


padre en la tierra, pero pudiendo mirar con confianza al cielo y decir con

toda verdad: «Padre nuestro, que estás en el cielo».

 

 

 

 

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CAPÍTULO VIII

 

DESDE LA PROFESIÓN HASTA LA OFRENDA AL AMOR

 

(1890-1895)

 

Antes de hablarte de esta prueba, Madre querida, debería haberte hablado

de los ejercicios espirituales que precedieron a mi profesión. Esos

ejercicios, no sólo no me proporcionaron ningún consuelo, sino que en

ellos la aridez más absoluta y casi casi el abandono fueron mis

compañeros. Jesús dormía, como siempre, en mi navecilla.

 

¡Qué pena!, tengo la impresión de que las almas pocas veces le dejan

dormir tranquilamente dentro de ellas. Jesús está ya tan cansado de ser él

quien corra con los gastos y de pagar por adelantado, que se apresura a

aprovecharse del descanso que yo le ofrezco. No se despertará,

seguramente, hasta mi gran retiro de la eternidad; pero esto, en lugar de

afligirme, me produce una enorme alegría...

 

Verdaderamente, estoy lejos de ser santa, y nada lo prueba mejor que lo

que acabo de decir. En vez de alegrarme de mi sequedad, debería

atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad. Debería entristecerme por

dormirme (¡después de siete años!) en la oración y durante la acción de

gracias. Pues bien, no me entristezco... Pienso que los niños agradan

tanto a sus padres mientras duermen como cuando están despiertos;

pienso que los médicos, para hacer las operaciones, [76rº] duermen a los

enfermos. En una palabra, pienso que «el Señor conoce nuestra masa, se

acuerda de que no somos más que polvo».

 

Mis ejercicios para la profesión fueron, pues, como todos los que vinieron

después, unos ejercicios de gran aridez. Sin embargo, Dios me mostró

claramente, sin que yo me diera cuenta, la forma de agradarle y de

practicar las más sublimes virtudes.

 

He observado muchas veces que Jesús no quiere que haga provisiones.

Me alimenta momento a momento con un alimento totalmente nuevo, que

encuentro en mí sin saber de dónde viene... Creo simplemente que Jesús


 

 

 

mismo, escondido en el fondo de mi pobre corazón, es quien me concede

la gracia de actuar en mí y quien me hace descubrir lo que él quiere que

haga en cada momento.

 

Unos días antes de mi profesión tuve la dicha de recibir la bendición del

Sumo Pontífice. La había solicitado, a través del hermano Simeón, para

papá y para mí, y fue para mí una inmensa alegría el poder devolverle a mi

querido papaíto la gracia que él me había proporcionado llevándome a

Roma.

 

Por fin, llegó el hermoso día de mis bodas. Fue un día sin nubes. Pero la

víspera, se levantó en mi alma la mayor tormenta que había conocido en

toda mi vida...

 

Nunca hasta entonces me había venido al pensamiento una sola duda

acerca de mi vocación. Pero tenía que pasar por esa prueba. Por la noche,

al hacer el Viacrucis después de Maitines, se me metió en la cabeza que

mi vocación era un sueño, una quimera... La vida del Carmelo me parecía

muy hermosa, pero el demonio me insuflaba la convicción de que no

estaba hecha para mí, de que engañaba a los superiores empeñándome

en seguir un camino al que no estaba llamada...

 

Mis tinieblas eran tan oscuras, que no veía ni en-[76vº] tendía más que

una cosa: ¡que no tenía vocación...!

 

¿Cómo describir la angustia de mi alma...? Me parecía (pensamiento

absurdo, que demuestra a las claras que esa tentación venía del demonio)

que si comunicaba mis temores a la maestra de novicias, ésta no me

dejaría pronunciar los votos. Sin embargo, prefería cumplir la voluntad de

Dios, volviendo al mundo, a quedarme en el Carmelo haciendo la mía.

 

Hice, pues, salir del coro a la maestra de novicias, y, llena de confusión, le

expuse el estado de mi alma...

 

Gracias a Dios, ella vio más claro que yo y me tranquilizó por completo.

Por lo demás, el acto de humildad que había hecho acababa de poner en

fuga al demonio, que quizás pensaba que no me iba a atrever a confesar

aquella tentación. En cuanto acabé de hablar, desaparecieron todas las

dudas.

 

Sin embargo, para completar mi acto de humildad, quise confiarle también

mi extraña tentación a nuestra Madre, que se contentó con echarse a reír.


 

 

 

En la mañana del 8 de septiembre, me sentí inundada por un río de paz. Y

en medio de esa paz, «que supera todo sentimiento», emití los santos

votos...

 

Mi unión con Jesús no se consumó entre rayos y relámpagos -es decir,

entre gracias extraordinarias-, sino al soplo de un ligero céfiro parecido al

que oyó en la montaña nuestro Padre san Elías...

 

¡Cuántas gracias pedí aquel día...! Me sentía verdaderamente reina, así

que me aproveché de mi título para liberar a los cautivos y alcanzar

favores del Rey para sus súbditos ingratos. En una palabra, quería liberar

a todas las almas del purgatorio y convertir a los pecadores...

 

Pedí mucho por mi Madre, por mis hermanas queridas..., por toda la

familia, pero sobre todo por mi papaíto, tan probado y tan santo...

 

Me ofrecí a Jesús para que se hiciese en mí con toda perfección su

voluntad, sin que las criaturas fuesen nunca obstáculo para ello...

 

[77rº] Pasó por fin ese hermoso día, como pasan los más tristes, pues

hasta los días más radiantes tienen un mañana. Y deposité sin tristeza mi

corona a los pies de la Santísima Virgen. Estaba segura de que el tiempo

no me quitaría mi felicidad...

 

¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en

esposa de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su

florecita al Niño Jesús... Todo fue pequeño, excepto las gracias y la paz

que recibí y excepto la alegría serena que sentí por la noche al ver titilar

las estrellas en el firmamento mientras pensaba que pronto el cielo se

abriría ante mis ojos extasiados y podría unirme a mi Esposo en una

alegría eterna...

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Toma de velo

 

El 24 tuvo lugar la ceremonia de mi toma de velo. Fue un día totalmente

velado por las lágrimas... Papá no estaba allí para bendecir a su reina... El

Padre estaba en Canadá... Monseñor, que iba a ir a comer en casa de mi

tío, estaba enfermo, y tampoco vino. Todo fue tristeza y amargura... Sin

embargo, en el fondo del cáliz había paz, siempre la paz ...

 

Aquel día Jesús permitió que no pudiese contener las lágrimas, y mis

lágrimas no fueron comprendidas... De hecho, ya había soportado pruebas

mucho mayores sin llorar, pero entonces me ayudaba una gracia muy


 

 

 

poderosa; en cambio, el día 24 Jesús me abandonó a mis propias fuerzas,

y demostré lo escasas que éstas eran.

 

Ocho días después de mi toma de velo tuvo lugar la boda de Juana. Me

sería imposible decirte, Madre querida, cuánto me enseñó su ejemplo

acerca de las delicadezas que una esposa debe prodigar a su esposo.

Escuchaba ávidamente todo lo que podría aprender al respecto, pues no

quería hacer yo por mi amado Jesús menos de lo que Juana hacía por

Francis, una criatura ciertamente muy perfecta, ¡pero a fin de cuentas una

criatura...!

 

[77vº] Hasta me divertí componiendo una tarjeta de invitación para

compararla con la suya. Estaba concebida en los siguientes términos:

 

TARJETA DE INVITACIÓN A LAS BODAS

 

DE SOR TERESA DEL NIÑO JESÚS DE LA SANTA FAZ

 

No habiendo podido invitaros a la bendición nupcial que les fue otorgada

en la montaña del Carmelo, el 8 de septiembre de 1890 (a la que sólo fue

admitida la Corte Celestial), se os suplica que asistáis a la Tornaboda, que

tendrá lugar Mañana, Día de la Eternidad, día en que Jesús, el Hijo de

Dios, vendrá sobre las Nubes del Cielo en el esplendor de su Majestad,

para juzgar a vivos y muertos.

 

Dado que la hora es incierta, os invitamos a estar preparados y velar.

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Madre Genoveva de Santa Teresa

 

[78rº] Ahora, Madre querida, ¿qué me queda por decirte?

 

Creía haber terminado, pero aún no te he dicho nada sobre la suerte que

tuve de haber conocido a nuestra santa madre Genoveva... Ha sido una

gracia inestimable. Pues Dios, que ya me había dado tantas, quiso que

viviese con una santa, no de ésas inimitables, sino una santa que se

santificó por medio de virtudes ocultas y ordinarias...

 

Más de una vez he recibido de ellas grandes consuelos, especialmente un

domingo. Ese día fui, como de costumbre, a hacerle una breve visita, y

encontré a otras dos hermanas con la madre Genoveva. La miré

sonriendo, y me disponía a salir, pues no nos está permitido estar tres con

una enferma, pero ella, mirándome con aire inspirado, me dijo: «Espera,

hija mía, sólo quiero decirte unas palabritas. Siempre que vienes a verme,


 

 

 

me pides que te dé un ramillete espiritual. Bueno, pues hoy voy a darte

éste: Sirve a Dios con paz y con alegría. Recuerda, hija mía, que nuestro

Dios es el Dios de la paz».

 

Le di las gracias con sencillez y salí emocionada hasta las lágrimas y

convencida de que Dios le había revelado el estado de mi alma: aquel día

me encontraba duramente probada, casi triste, en una noche tal, que no

sabía ya si Dios me amaba. ¡Puedes, pues, adivinar, Madre querida, la

alegría y el consuelo que sentí...!

 

Al domingo siguiente, quise saber qué revelación había tenido la madre

Genoveva. Me aseguró que no había tenido ninguna, y entonces mi

admiración subió de punto al comprobar en qué grado eminente Jesús

vivía en ella y la hacía hablar y actuar.

 

Sí, esa santidad me parece la más auténtica, la más santa, y es la que yo

deseo para mí, pues en ella no cabe ilusión...

 

[78vº] El día de mi profesión recibí otra gran alegría al saber de labios de la

madre Genoveva que también ella había pasado por la misma prueba que

yo antes de pronunciar sus votos...

 

¿Te acuerdas, Madre querida, del consuelo que encontramos a su lado en

los momentos de nuestros grandes sufrimientos?

 

En una palabra, el recuerdo que la madre Genoveva dejó en mi corazón es

un recuerdo impregnado de fragancia...

 

El día de su partida para el cielo viví una emoción muy especial. Era la

primera vez que asistía a una muerte, y el espectáculo fue realmente

encantador... Yo estaba colocada justamente a los pies de la cama de la

santa moribunda y veía perfectamente sus más ligeros movimientos.

 

Durante las dos horas que pasé allí, me parecía que mi alma debería estar

llena de fervor; por el contrario, se apoderó de mí una especie de

insensibilidad. Pero en el momento mismo en que nuestra santa madre

Genoveva nacía para el cielo, mis disposiciones interiores dieron un

vuelco: en un abrir y cerrar de ojos me sentí henchida de una alegría y de

un fervor inexplicables. Era como si la madre Genoveva me hubiese dado

una parte de la felicidad de que ella ya gozaba, pues estoy plenamente

convencida de que fue derecha al cielo...

 

Cuando aún vivía, le dije una vez:


 

 

 

-«Usted, Madre, no irá al purgatorio».

 

-«Así lo espero», me contestó con dulzura.

 

Y seguro que Dios no defraudó una esperanza tan llena de humildad.

Prueba de ello son todos los favores que de ella hemos recibido...

 

Todas las hermanas se apresuraron a pedir alguna reliquia, y tú ya sabes,

Madre querida, la que yo tengo la dicha de poseer... Durante la agonía de

la madre Genoveva, vi que una lágrima brillaba en uno de sus párpados

como un diamante. Esa lágrima, la última de todas las que derramó, no

llegó a desprenderse, y vi que seguía brillando en el coro sin que nadie

pensara en recogerla. Entonces, tomando un pañito fino, me acerqué por

la noche, sin que nadie me viera, y recogí como reliquia la última lágrima

de una santa... Desde entonces la he llevado siempre en la [79rº] bolsita

donde guardo encerrados mis votos.

 

No doy importancia a mis sueños. Por otra parte, rara vez tengo sueños

simbólicos, e incluso me pregunto cómo es posible que, pensando como

pienso todo el día en Dios, no ocupe él un mayor lugar en mis sueños...

 

Normalmente sueño con bosques, con flores, con arroyos, con el mar; casi

siempre veo preciosos niñitos, o cazo mariposas y pájaros que nunca he

visto. Ya ves, Madre, que si mis sueños tienen un aspecto poético, están

muy lejos de ser místicos...

 

Una noche, después de la muerte de la madre Genoveva, tuve uno más

entrañable. Soñé que la Madre estaba haciendo testamento, y que a cada

una de las hermanas le dejaba algo de lo que le había pertenecido.

Cuando me llegó el turno a mí, pensé que no iba a recibir nada, pues ya no

le quedaba nada. Pero, incorporándose, me dijo por tres veces con acento

penetrante: «A ti te dejo mi corazón».

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Epidemia de la gripe

 

Un mes después de la partida de nuestra santa Madre, se declaró la gripe

en la comunidad. Sólo otras dos hermanas y yo quedamos en pie. Nunca

podré expresar todo lo que vi, y lo que me pareció la vida y todo lo que es

pasajero...

 

El día en que cumplí 19 años, lo festejamos con una muerte, a la que

pronto siguieron otras dos.


 

 

 

En esa época, yo estaba sola en la sacristía, por estar muy gravemente

enferma mi primera de oficio. Yo tenía que preparar los entierros, abrir las

rejas del coro para la misa, etc. Dios me dio muchas gracias de fortaleza

en aquellos momentos. Ahora me pregunto cómo pude hacer todo lo que

hice sin sentir miedo. La muerte reinaba por doquier. Las más enfermas

eran cuidadas por las que apenas se tenían en pie. En cuanto una

hermana exhalaba su último suspiro, había que dejarla sola.

 

Una mañana, al levantarme, tuve el presentimiento de que sor Magdalena

se había muerto. El claustro estaba a oscuras y nadie salía de su celda.

Por fin, me decidí [79vº] a entrar en la celda de la hermana Magdalena,

que tenía la puerta abierta. Y la vi, vestida y acostada en su jergón. No

sentí el menor miedo. Al ver que no tenía cirio, se lo fui a buscar, y también

una corona de rosas.

 

La noche en que murió la madre subpriora, yo estaba sola con la

enfermera. Es imposible imaginar el triste estado de la comunidad en

aquellos días. Sólo las que quedaban de pie pueden hacerse una idea.

 

Pero en medio de aquel abandono, yo sentía que Dios velaba por

nosotras. Las moribundas pasaban sin esfuerzo a mejor vida, y enseguida

de morir se extendía sobre sus rostros una expresión de alegría y de paz,

como si estuviesen durmiendo un dulce sueño. Y así era en realidad, pues,

cuando haya pasado la apariencia de este mundo, se despertarán para

gozar eternamente de las delicias reservadas a los elegidos...

 

Durante todo el tiempo que duró esta prueba de la comunidad, yo tuve el

inefable consuelo de recibir todos los días la sagrada comunión... ¡Qué

felicidad...! Jesús me mimó mucho tiempo, mucho más tiempo que a sus

fieles esposas, pues permitió que a mí me lo dieran, cuando las demás no

tenían la dicha de recibirle.

 

También me sentía feliz de poder tocar los vasos sagrados y de preparar

los corporales destinados a recibir a Jesús. Sabía que tenía que ser muy

fervorosa y recordaba con frecuencia estas palabras dirigidas a un santo

diácono: «Sé santo, tú que tocas los vasos del Señor».

 

No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las

acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he

tenido... Y me parece muy natural, pues me he ofrecido a Jesús, no como

quien desea recibir su visita para propio consuelo, sino, al contrario, para

complacer al que se entrega a mí.


 

 

 

Me imagino a mi alma como un terreno libre, y pido a la Santísima Virgen

que quite los escombros que pudieran impedirle [80rº] esa libertad. Luego

le suplico que monte ella una gran tienda digna del cielo y que la adorne

con sus propias galas. Después invito a todos los ángeles y santos a que

vengan a dar un magnífico concierto. Y cuando Jesús baja a mi corazón,

me parece que está contento de verse tan bien recibido, y yo estoy

contenta también...

 

Pero todo esto no impide que las distracciones y el sueño vengan a

visitarme. Pero al terminar la acción de gracias y ver que la he hecho tan

mal, tomo la resolución de vivir todo el día en una continua acción de

gracias...

 

Ya ves, Madre querida, que Dios está muy lejos de llevarme por el camino

del temor. Sé encontrar siempre la forma de ser feliz y de aprovecharme

de mis miserias... Y estoy segura de que eso no le disgusta a Jesús, pues

él mismo parece animarme a seguir por ese camino...

 

Un día, contra mi costumbre, estaba un poco turbada al ir a comulgar; me

parecía que Dios no estaba contento de mí y pensaba en mi interior: «Si

hoy sólo recibo la mitad de una hostia, me llevaré un disgusto, pues creeré

que Jesús viene como de mala gana a mi corazón». Me acerco... y, ¡oh,

felicidad!, por primera vez en mi vida veo que el sacerdote ¡toma dos

hostias bien separadas y me las da...! Comprenderás mi alegría y las

dulces lágrimas que derramé ante tan gran misericordia...

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Retiro del P. Alejo

 

Al año siguiente de mi profesión, es decir, dos meses antes de la muerte

de la madre Genoveva, recibí grandes gracias durante los ejercicios

espirituales.

 

Normalmente, los ejercicios predicados me resultan más penosos todavía

que los que hago sola. Pero ese año no fue así.

 

Había hecho con gran fervor una novena de preparación, a pesar del

presentimiento íntimo que tenía, pues me parecía que el predicador no iba

a poder comprenderme, ya que se dedicaba sobre todo a ayudar a los

grandes pecadores y no [80vº] a las almas religiosas. Pero Dios, que

quería demostrarme que sólo él era el director de mi alma, se sirvió

precisamente de este Padre, al que yo fui la única que apreció en la

comunidad...


 

 

 

Yo sufría por aquel entonces grandes pruebas interiores de todo tipo

(hasta llegar a preguntarme a veces si existía un cielo ). Estaba decidida a

no decirle nada acerca de mi estado interior, por no saber explicarme. Pero

apenas entré en el confesonario, sentí que se dilataba mi alma. Apenas

pronuncié unas pocas palabras, me sentí maravillosamente comprendida,

incluso adivinada... Mi alma era como un libro abierto, en el que el Padre

leía mejor incluso que yo misma... Me lanzó a velas desplegadas por los

mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero

por los que no me atrevía a navegar... Me dijo que mis faltas no

desagradaban a Dios, y que, como representante suyo, me decía de su

parte que Dios estaba muy contento de mí...

 

¡Qué feliz me sentí al escuchar esas consoladoras palabras...! Nunca

había oído decir que hubiese faltas que no desagradaban a Dios. Esas

palabras me llenaron de alegría y me ayudaron a soportar con paciencia el

destierro de la vida... En el fondo del corazón yo sentía que eso era así,

pues Dios es más tierno que una madre. ¿No estás tú siempre dispuesta,

Madre querida, a perdonarme las pequeñas indelicadezas de que te hago

objeto sin querer...? ¡Cuántas veces lo he visto por experiencia...! Ningún

reproche me afectaba tanto como una sola de tus caricias. Soy de tal

condición, que el miedo me hace retroceder, mientras que el amor no sólo

me hace correr sino volar...

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Priorato de la madre Inés

 

Y desde el día bendito de tu elección, Madre querida, sí, desde ese día

volé por los caminos del amor... Ese día, ¡Paulina pasó a ser mi Jesús

viviente... y se convirtió por segunda vez en mi «mamá»...!

 

[81rº] De tres años a esta parte, vengo teniendo la dicha de contemplar las

maravillas que obra Jesús por medio de mi Madre querida... Veo que sólo

el sufrimiento es capaz de engendrar almas, y estas sublimes palabras de

Jesús se revelan como nunca en toda su profundidad: «Os aseguro que si

el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere,

da mucho fruto».

 

¡Y qué cosecha tan abundante has recogido...! Has sembrado entre

lágrimas, pero pronto verás el fruto de tus trabajos y volverás llena de

alegría trayendo en tus manos las gavillas...

 

Entre esas gavillas floridas, Madre mía, va oculta ahora la florecilla blanca;

pero en el cielo tendrá voz para cantar tu dulzura y las virtudes que te ve


 

 

 

practicar día tras día a la sombra y en el silencio de esta vida de

destierro...

 

Sí, en estos últimos tres años he comprendido muchos misterios que hasta

entonces estaban escondidos para mí. Dios me ha mostrado la misma

misericordia que mostró al rey Salomón. No ha querido que yo tuviese un

sólo deseo que no viese realizado. Y no sólo mis deseos de perfección,

sino      también      aquellos       cuya     vanidad       comprendía       sin     haberla

experimentado.

 

Como siempre te he mirado, Madre querida, como mi ideal, deseaba

parecerme a ti en todo. Al verte pintar primorosamente y componer

poesías tan encantadoras, pensaba: «¡Cómo me gustaría poder pintar y

saber expresar en versos mi pensamiento, y hacer así el bien a las

almas...!»

 

No quería pedir estos dones naturales, y mis deseos permanecían ocultos

en el fondo de mi corazón. Pero Jesús, oculto también él en mi pobre

corazón, tuvo a bien demostrarle que todo es vanidad y aflicción de

espíritu bajo el sol... Con gran extrañeza de las hermanas, me pusieron a

pintar, y Dios permitió que supiese sacar jugo a las lecciones que mi

Madre querida me dio... Y quiso también [81vº] que, a ejemplo suyo,

pudiese hacer poesías y componer piezas teatrales que a las hermanas

les parecieron bonitas...

 

Al igual que Salomón, después de examinar todas las obras de sus manos

y la fatiga que le costó realizarlas, vio que todo era vanidad y caza de

viento, así también yo conocí por EXPERIENCIA que la felicidad sólo se

halla en esconderse y en vivir en la ignorancia de las cosas creadas.

Comprendí que, sin el amor, todas las obras son nada, incluso las más

brillantes, como resucitar a los muertos o convertir a los pueblos...

 

Los dones que Dios me ha prodigado (sin yo pedírselos), en lugar de

perjudicarme y de producirme vanidad, me llevan hacia él. Veo que sólo él

es inmutable y que sólo él puede llenar mis inmensos deseos...

 

Hay también deseos de otra índole que Jesús ha querido convertirme en

realidad, deseos infantiles como el de la nieve para mi toma de hábito. Tú

sabes bien, Madre querida, cómo me gustan las flores. Al hacerme

prisionera a los 15 años, renuncié para siempre a la dicha de correr por los

campos esmaltados con los tesoros de la primavera. Pues bien, nunca he

tenido tantas flores como desde que entré en el Carmelo...


 

 

 

Es costumbre que los novios regalen con frecuencia ramos de flores a sus

novias. Jesús no lo echó en olvido y me mandó, a montones, gavillas de

acianos, margaritas gigantes, amapolas, etc., todas las flores que más me

gustan. Hay incluso una florecita, llamada la neguilla de los trigos, que yo

no había vuelto a encontrar desde cuando vivíamos en Lisieux; tenía

muchas ganas de volver a ver esa flor de mi niñez que yo cogía en los

campos de Alençon. Pues también ella vino a sonreírme en el Carmelo y a

mostrarme que, tanto en las cosas más pequeñas como en las grandes,

Dios da el ciento por uno ya en esta vida a las almas que lo han dejado

todo por su amor.

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Entrada de Celina

 

Pero mi deseo más entrañable, el mayor de todos, el que nunca pensé

[82rº] que vería hecho realidad, era la entrada de mi Celina querida en el

mismo Carmelo que nosotras... Vivir bajo el mismo techo, compartir las

alegrías y las penas de la compañera de mi infancia me parecía un sueño

inverosímil. Por eso, había hecho por completo el sacrificio. Había puesto

en manos de Jesús el porvenir de mi hermana querida y estaba dispuesta

a verla partir, si era necesario, para el último rincón del mundo.

 

Lo único que no podía aceptar era que no fuese esposa de Jesús, pues, al

quererla tanto como a mí misma, se me hacía imposible verla entregar su

corazón a un mortal.

 

Ya había sufrido mucho sabiendo que en el mundo estaba expuesta a

peligros que yo no había conocido. Puedo decir que mi cariño a Celina,

desde mi entrada en el Carmelo, era un amor de madre tanto como de

hermana...

 

Un día en que tenía que ir a una fiesta nocturna, tenía yo un disgusto tan

grande que supliqué a Dios que no la dejase bailar, y hasta derramé

(contra mi costumbre) un torrente de lágrimas. Jesús se dignó escucharme

y no permitió que su joven prometida pudiese bailar aquella noche (aunque

sabía hacerlo muy bien cuando era necesario). La sacaron a bailar y no

podía negarse, pero el caballero fue absolutamente incapaz de hacerle dar

un solo paso de baile, y, con gran confusión de su parte, se vio condenado

a caminar sencillamente a su lado para acompañarla a su sitio; luego se

esfumó y no volvió a aparecer por la velada.

 

Aquella aventura, única en su género, me hizo crecer en confianza y en

amor hacia Aquel que, al depositar su señal en mi frente, la estampó al

mismo tiempo sobre la de mi Celina querida...


 

 

 

 

 

El 29 de julio del año pasado, cuando Dios rompió la ataduras de su

incomparable servidor, llamándole a las recompensas eternas, rompió a la

vez las que retenían en el mundo a su querida prometida. Ella había

cumplido ya su primera misión: encargada de representarnos a todas

nosotras al lado de nuestro padre, al que amábamos con tanta ternura, la

cumplió como un ángel... Y los ángeles no se quedan [82vº] en la tierra:

una vez que han cumplido la voluntad de Dios, vuelven enseguida hacia él,

que para eso tienen alas...

 

También nuestro ángel batió sus blancas alas. Estaba dispuesto a volar

muy lejos para encontrarse con Jesús, pero Jesús le hizo volar muy

cerca... Se conformó con aceptar el gran sacrificio, que fue

extremadamente doloroso para Teresita... Durante dos años su Celina le

había ocultado un secreto. ¡Y cuánto había sufrido también ella...!

 

Por fin, desde lo alto del cielo, mi rey querido, al que en la tierra no le

gustaban las demoras, se dio prisa en arreglar los embrollados asuntos de

su Celina, ¡y el 14 de septiembre se reunía con nosotras...!

 

Un día en que las dificultades parecían insuperables, le dije a Jesús

durante mi acción de gracias: «Tú sabes, Dios mío, cuánto deseo saber si

papá ha ido derecho al cielo. No te pido que me hables, sólo dame una

señal. Si sor A. de J. consiente en la entrada de Celina, o al menos no

pone obstáculos para ello, será la respuesta de que papá ha ido derecho a

estar contigo».

 

Como tú sabes, Madre querida, esta hermana pensaba que tres éramos ya

demasiadas, y por consiguiente no quería admitir otra más. Pero Dios, que

tiene en sus manos el corazón de las criaturas y lo inclina hacia donde él

quiere, cambió los pensamientos de esa hermana: la primera persona que

encontré después de la acción de gracias fue precisamente a ella, que me

llamó con un semblante muy amable, me dijo que subiera a tu celda y me

habló de Celina con lágrimas en los ojos...

 

¡Cuántas cosas tengo que agradecer a Jesús, que ha sabido colmar todos

mis deseos...!

 

Ahora no tengo ya ningún deseo, a no ser el de amar a Jesús con locura...

Mis deseos infantiles han desaparecido. Ciertamente que aún me gusta

adornar con flores al altar del Niño Jesús. Pero desde que él me dio la flor

que yo anhelaba, mi querida Celina, ya no deseo ninguna más: ella es

[83r] el ramillete más precioso que le ofrezco...


 

 

 

Tampoco deseo ya ni el sufrimiento ni la muerte, aunque sigo amándolos a

los dos. Pero es el amor lo único que me atrae... Durante mucho tiempo

los deseé; poseí el sufrimiento y creí estar tocando las riberas del cielo,

creí que la florecilla iba a ser cortada en la primavera de su vida... Ahora

sólo me guía el abandono, ¡no tengo ya otra brújula...!

 

Ya no puedo pedir nada con pasión, excepto que se cumpla perfectamente

en mi alma la voluntad de Dios sin que las criaturas puedan ser un

obstáculo para ello. Puedo repetir aquellas palabras del Cántico Espiritual

de nuestro Padre san Juan de la Cruz:

 

«En la interior bodega

 

de mi Amado bebí, y cuando salía

 

por toda aquesta vega,

 

ya cosa no sabía;

 

y el ganado perdí que antes seguía.

 

 

 

Mi alma se ha empleado,

 

y todo mi caudal, en su servicio;

 

ya no guardo ganado,

 

ni ya tengo otro oficio,

 

que ya sólo en amar es mi ejercicio».

 

 

 

O bien estas otras:

 

«Hace tal obra el AMOR,

 

después que le conocí,

 

que, si hay bien o mal en mí,

 

todo lo hace de un sabor,

 

y al alma transforma en sí».


 

 

 

 

 

 

¡Qué dulce es, Madre querida, el camino del amor! Es cierto que se puede

caer, que se pueden cometer infidelidades; pero el amor, haciéndolo todo

de un sabor, consume con asombrosa rapidez todo lo que puede

desagradar a Jesús, no dejando más que una paz humilde y profunda en

el fondo del corazón...

 

¡Cuántas luces he sacado de las obras de nuestro Padre san Juan de la

Cruz...! A la edad de 17 y 18 años, no tenía otro alimento espiritual. Pero

más tarde, todos los libros me dejaban en la aridez, y aún sigo en este

estado. Si abro un libro escrito por un autor espiritual (aunque sea el más

hermoso y el más conmovedor), siento que se me encoge el corazón y leo,

por así decirlo, sin entender; o si entiendo, mi espíritu se detiene, incapaz

de meditar...

 

En medio de esta mi impotencia, la Sagrada Escritura y la Imi-[83vº]tación

de Cristo vienen en mi ayuda. En ellas encuentro un alimento sólido y

completamente puro. Pero lo que me sustenta durante la oración, por

encima de todo, es el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi

pobre alma. En él descubro de continuo nuevas luces y sentidos ocultos y

misteriosos...

 

Comprendo y sé muy bien por experiencia que «el reino de los cielos está

dentro de nosotros». Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores

para instruir a las almas. El, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de

palabras... Yo nunca le he oído hablar, pero siento que está dentro de mí,

y que me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o

hacer. Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que

hasta entonces no me había fijado. Y las más de las veces no es

precisamente en la oración donde esas luces más abundan, sino más bien

en medio de las ocupaciones del día...

 

Madre querida, después de tantas gracias, ¿no podré cantar yo con el

salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna»?

 

Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que

yo, nadie le tendría miedo a Dios sino que todos le amarían con locura; y

que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo

sino por amor...

 

Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que

haberlas de diferente alcurnias, para honrar de manera especial cada una

de las perfecciones divinas.


 

 

 

 

 

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y

adoro las demás perfecciones divinas...! Entonces todas se me presentan

radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las

demás) me parece revestida de amor...

 

¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta

nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra

naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo? El Dios infinitamente

justo, que se dignó [84rº] perdonar con tanta bondad todas las culpas del

hijo pródigo, ¿no va a ser justo también conmigo, que «estoy siempre con

él»...?

 

Fin del Manuscrito A

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Este año, el 9 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad, recibí la gracia de

entender mejor que nunca cuánto desea Jesús ser amado.

 

Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios

para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los

culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba

lejos de sentirme inclinada a hacerla.

 

«Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia

aceptará almas que se inmolen como víctimas...? ¿No tendrá también

necesidad de ellas tu amor misericordioso...? En todas partes es

desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo

se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable

afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor

infinito...

 

«¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en

tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como

víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que

te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura

que hay en ti...

 

«Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse,

¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, pues u

misericordia se eleva hasta el cielo...!

 

«¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto

con el fuego de tu divino amor...!»


 

 

 

 

 

Madre mía querida, tú que me permitiste ofrecerme a Dios de esa manera,

tú conoces los ríos, o, mejor los océanos de gracias que han venido a

inundar mi alma... Desde aquel día feliz, me parece que el amor me

penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a

cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado.

Por eso, [84vº] no puedo temer el purgatorio...

 

Sé que por mí misma ni siquiera merecería entrar en ese lugar de

expiación, al que sólo pueden tener acceso las almas santas. Pero sé

también que el fuego del amor tiene mayor fuerza santificadora que el del

purgatorio. Sé que Jesús no puede desear para nosotros sufrimientos

inútiles, y que no me inspiraría estos deseos que siento si no quisiera

hacerlos realidad...

 

¡Qué dulce es el camino del amor...! ¡Cómo deseo dedicarme con la mayor

entrega a hacer siempre la voluntad de Dios...!

 

Esto es, Madre querida, todo lo que puedo decirte de la vida de tu Teresita.

Tú conoces mucho mejor por ti misma cómo es y todo lo que Jesús ha

hecho por ella. Por eso, me perdonarás que haya resumido mucho la

historia de su vida religiosa...

 

¿Cómo acabará esta «historia de una florecita blanca»...? ¿Será tal vez

cortada en plena lozanía, o quizás trasplantada a otras riberas...? No lo sé.

Pero de lo que sí estoy segura es de que la misericordia de Dios la

acompañará siempre, y de que nunca la florecita dejará de bendecir a la

madre querida que la entregó a Jesús. Eternamente se alegrará de ser una

de las flores de su corona... Y eternamente cantará con esa madre querida

el cántico siempre nuevo del amor...

 

 

 

 

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ESCUDO DE ARMAS Y SU EXPLICACIÓN [85Vº]

 

El blasón JHS es el que Jesús se dignó entregar como dote a su pobre

esposa. La huérfana de la Bérésina se ha convertido en Teresa del NIÑO

JESÚS de la SANTA FAZ. Estos son sus títulos de nobleza, su riqueza y

su esperanza.


 

 

 

La vid que divide en dos el blasón es también figura de Aquel que se dignó

decirnos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, quiero que deis mucho

fruto»

 

Las dos ramas que rodean, una a la Santa Faz y la otra al Niño Jesús, son

la imagen de Teresa, que no tiene otro deseo aquí en la tierra que el de

ofrecerse como un racimito de uvas para refrescar a Jesús niño, para

divertirlo, para dejarse estrujar por él a capricho y poder así apagar la sed

ardiente que sintió durante su pasión.

 

El arpa representa también a Teresa, que quiere cantarle incesantemente

a Jesús melodías de amor.

 

El blasón FMT es el de María Francisca Teresa, la florecita de la Santísima

Virgen. Por eso, esa florecita aparece representada recibiendo los rayos

bienhechores de la dulce Estrella de la mañana.

 

La tierra verde representa a la familia bendita en cuyo seno creció la

florecita.

 

Más a lo lejos se ve una montaña, que representa al Carmelo. Este es el

lugar bendito que Teresa ha escogido para representar en su escudo de

armas el dardo inflamado del amor que ha de merecerle la palma del

martirio, en espera de que un día pueda dar verdaderamente su sangre

por su Amado. Pues para responder a todo el amor de Jesús, ella quisiera

hacer por él lo que él hizo por ella...

 

Pero Teresa no olvida que ella no es más que una débil caña, y por eso la

ha colocado en su blasón.

 

El triángulo luminoso representa a la adorable Trinidad, que no cesa de

derramar sus dones inestimables sobre el alma de la pobre Teresita, que,

agradecida, no olvidará jamás esta divisa: «El amor sólo con amor se

paga».


 

 

 

CARTA A SOR MARÍA DEL SAGRADO CORAZÓN

 

Manuscrito «B»

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CAPÍTULO IX

 

MI VOCACION: EL AMOR (1896) [1rº]

 

J.M.J.T.

 

+ Jesús

 

Querida hermana, me pides que te deje un recuerdo de mis ejercicios

espirituales, ejercicios que quizás sean los últimos...

 

Puesto que nuestra Madre lo permite, me alegro mucho de ponerme a

conversar contigo que eres dos veces mi hermana; contigo, que me

prestaste tu voz cuando yo no podía hablar, prometiendo en mi nombre

que no quería servir más que a Jesús...

 

Querida madrinita, aquella niña que tú ofreciste a Jesús es la que te habla

esta noche, la que te ama como sólo una hija sabe amar a su madre...

Sólo en el cielo conocerás toda la gratitud de que rebosa mi corazón...

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Los secretos de Jesús

 

Hermana querida, tú querrías escuchar los secretos que Jesús confía a tu

hijita. Yo sé que esos secretos te los confía también a ti, pues fuiste tú

quien me enseñó a acoger las enseñanzas divinas. Sin embargo, trataré

de balbucir algunas palabras, aunque siento que a la palabra humana le

resulta imposible expresar ciertas cosas que el corazón del hombre

apenas si puede vislumbrar...

 

No creas que estoy nadando entre consuelos. No, mi consuelo es no

tenerlo en la tierra. Sin mostrarse, sin hacerme oír su voz, Jesús me

instruye en secreto; no lo hace sirviéndose de libros, pues no entiendo lo

que leo. Pero a veces viene a consolarme una frase como la que he

encontrado al final de la oración (después de haber aguantado en el

silencio y en la sequedad): «Este es el maestro que te doy, él te enseñará

todo lo que debes hacer. Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde

está contenida la ciencia del amor».


 

 

 

¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los

oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella

todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los

Cantares, que no he dado nada todavía... Comprendo tan bien que, fuera

del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor

es el único bien que ambiciono.

 

Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa

hoguera divina . Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin

miedo en brazos de su padre... «El que sea pequeñito, que venga a mí»,

dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor

dijo también que «a los pequeños se les compadece y perdona». Y, en su

nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día «el Señor

apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los

estrechará contra su pecho». Y como si todas esas promesas no bastaran,

el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades

de la eternidad, exclama en nombre del Señor: «Como una madre acaricia

a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os

acariciaré».

 

Sí, madrina querida, ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar

de agradecimiento [1vº] y de amor... Si todas las almas débiles e

imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el

alma de tu Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima

de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes hazañas, sino

únicamente abandono y gratitud, como dijo en el salmo XLIX: «No

aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños, pues las

fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis montes; conozco

todos los pájaros del cielo... Si tuviera hambre, no te lo diría, pues el orbe y

cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de

cabritos?... Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias».

 

He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de

nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que

declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en

mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir:

«Dame de beber», lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el

amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor...

 

Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los

discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus

propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a él

sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!


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