¡Dios te salve María!
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Hermana querida, ¡dichosas nosotras que comprendemos los íntimos secretos de nuestro Esposo! Si tú quisieras escribir todo lo que sabes acerca de ellos, ¡qué hermosas páginas podríamos leer! Pero ya lo sé, prefieres guardar «los secretos del Rey» en el fondo de tu corazón, mientras que a mí me dices que «es bueno publicar las obras del altísimo». Creo que tienes razón en guardar silencio, y sólo por complacerte escribo yo estas líneas, pues siento mi impotencia para expresar con palabras de la tierra los secretos del cielo; y además, aunque escribiera páginas y más páginas, tendría la impresión de no haber empezado todavía... Hay tanta variedad de horizontes, matices tan infinitamente variados, que sólo la paleta del Pintor celestial podrá proporcionarme, después de la noche de esta vida, los colores apropiados para pintar las maravillas que él descubre a los ojos de mi alma. Hermana querida, me pedías que te escribiera mi sueño y «mi doctrinita», como tú la llamas... Lo he hecho en las páginas que siguen; pero tan mal, que me parece imposible que consigas entender nada. Tal vez mis expresiones te parezcan exageradas... Perdóname, eso se debe a mi estilo demasiado confuso. Te aseguro que en mi pobre alma no hay exageración alguna: en ella todo es sereno y reposado... (Al escribir, me dirijo a Jesús; así me resulta más fácil expresar mis pensamientos... Lo cual, ¡ay!, no impide que vayan horriblemente expresados) [2rº]. ------------------------------------------------------------------------ J.M.J.T. 8 de septiembre de 1896 (A mi querida sor María del Sagrado Corazón.) ¡Jesús, Amado mío!, ¿quién podrá decir con qué ternura y con qué suavidad diriges tú mi pequeña alma, y cómo te gusta hacer brillar el rayo de tu gracia aun en medio de la más oscura tormenta...? Jesús, la tormenta rugía muy fuerte en mi alma desde la hermosa fiesta de tu triunfo -la fiesta radiante de Pascua-, cuando un sábado del mes de mayo, pensando en los sueños misteriosos que a veces concedes a ciertas almas, me decía a mí misma que debía de ser un consuelo muy dulce tener uno de esos sueños; pero no lo pedía. Por la noche, mi alma, observando las nubes que encapotaban su cielo, se repitió a sí misma que aquellos hermosos sueños no estaban hechos para ella, y se durmió bajo el vendaval... ------------------------------------------------------------------------ La Venerable Ana de Jesús El día siguiente era el 10 de mayo, segundo domingo del mes de María, quizás aniversario de aquel día en que la Santísima Virgen se dignó sonreírle a su florecita... A las primeras luces del alba, me encontraba (en sueños) en una especie de galería. Había en ella varias personas más, pero alejadas. Sólo nuestra Madre estaba a mi lado. De pronto, sin saber cómo habían entrado, vi a tres carmelitas, vestidas con capas blancas y con los grandes velos echados. Me pareció que venían por nuestra Madre, pero lo que entendí claramente fue que venían del cielo. Yo exclamé en lo hondo del corazón: ¡Cómo me gustaría ver el rostro de una de esas carmelitas! Y entonces la más alta de las santas, como si hubiese oído mi oración, avanzó hacia mí. Al instante caí de rodillas. Y, ¡oh, felicidad!, la carmelita se quitó el velo, o, mejor dicho, lo alzó y me cubrió con él. Sin la menor vacilación, reconocí a la Venerable Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia. Su rostro era hermoso, de una hermosura inmaterial. No desprendía ningún resplandor; y sin embargo, a pesar del velo que nos cubría a las dos, yo veía aquel rostro celestial iluminado con una luz inefablemente suave, luz que el rostro no recibía sino que él mismo producía... Me sería imposible decir la alegría de mi alma; estas cosas se sienten, pero no se pueden expresar... Varios meses han pasado desde este dulce sueño; pero el recuerdo que dejó en mi alma no ha perdido nada de su frescor ni de su encanto celestial... Aún me parece estar viendo la mirada y la sonrisa llenas de amor de la Venerable Madre. Aún creo sentir las caricias de que me colmó ... ... Al verme tan tiernamente amada, me atreví a pronunciar estas palabras: «Madre, te lo ruego, dime si Dios me dejará todavía mucho tiempo en la tierra... ¿Vendrá pronto a buscarme...?» Sonriendo con ternura, la santa murmuró: «Sí, pronto, pronto... Te lo prometo». «Madre, añadí, dime también si Dios no me pide tal vez algo [2vº] más que mis pobres acciones y mis deseos. ¿Está contento de mí?» El rostro de la santa asumió una expresión incomparablemente más tierna que la primera vez que me habló. Su mirada y sus caricias eran ya la más dulce de las respuestas. Sin embargo, me dijo: «Dios no te pide ninguna otra cosa. Está contento, ¡muy contento...!» Y después de volver a acariciarme con mucho más amor con que jamás acarició a su hijo la más tierna de las madres, la vi alejarse... Mi corazón rebosaba de alegría, pero me acordé de mis hermanas y quise pedir algunas gracias para ellas. Pero, ¡ay!..., me desperté... ¡Jesús!, ya no rugía la tormenta, el cielo estaba en calma y sereno... Yo creía, sabía que hay un cielo, y que ese cielo está poblado de almas que me quieren y que me miran como a hija suya... Esta impresión ha quedado grabada en mi corazón. Lo cual es tanto más curioso, cuanto que la Venerable Ana de Jesús me había sido hasta entonces del todo indiferente, nunca la había invocado, y su pensamiento sólo me venía a la mente cuando oía hablar de ella, lo que ocurría raras veces. Por eso, cuando comprendí hasta qué punto me quería ella a mí, y qué lejos estaba yo de serle indiferente, mi corazón se deshizo en amor y gratitud, y no sólo hacia la santa que me había visitado, sino hacia todos los bienaventurados moradores del cielo... ¡Amado mío!, esta gracia no era más que el preludio de otras gracias mayores con que tú querías colmarme. Déjame, mi único amor, que te las recuerde hoy..., hoy, sí, sexto aniversario de nuestra unión... Y perdóname, Jesús mío, si digo desatinos al querer expresarte mis deseos, mis esperanzas que rayan el infinito, ¡¡¡perdóname y cura mi alma dándole lo que espera...!!! ------------------------------------------------------------------------ Todas las vocaciones Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Ciertamente, estos tres privilegios son la esencia de mi vocación: carmelita, esposa y madre. Sin embargo, siento en mi interior otras vocaciones : siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. En una palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas hazañas... Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir por la defensa de la Iglesia en un campo de batalla... Siento en mí la vocación de sacerdote . ¡Con qué amor, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo...! ¡Con qué amor te entregaría a las almas...! Pero, ¡ay!, aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís y siento en mí la vocación de imitarle renunciado a la sublime dignidad del sacerdocio. ¡Oh, Jesús, amor mío, mi vida...!, ¿cómo hermanar estos contrastes? [3rº] ¿Cómo convertir en realidad los deseos de mi pobrecita alma? Sí, a pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas como los profetas y como los doctores. Tengo vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en suelo infiel. Pero Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas... Quisiera se misionero no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguirlo siendo hasta la consumación de los siglos... Pero, sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre... ¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos... Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como san Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como san Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires... Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada, y como Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera susurrar tu nombre en la hoguera, Jesús... Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos en tiempos del anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y quisiera que esos tormentos estuviesen reservados para mí... Jesús, Jesús, si quisiera poner por escrito todos mis deseos, necesitaría que me prestaras tu libro de la vida, donde están consignadas las hazañas de todos los santos, y todas esas hazañas quisiera realizarlas yo por ti... Jesús mío, ¿y tú qué responderás a todas mis locuras...? ¿Existe acaso un alma pequeña y más impotente que la mía...? Sin embargo, Señor, precisamente a causa de mi debilidad, tú has querido colmar mis pequeños deseos infantiles, y hoy quieres colmar otros deseos míos más grandes que el universo... Como estos mis deseos me hacían sufrir durante la oración un verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo con el fin de buscar una respuesta. Y mis ojos se encontraron con los capítulos 12 y 13 de la primera carta a los Corintios... Leí en el primero que no todos pueden ser apóstoles, o profetas, o doctores, etc...; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano. ... La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos ni me daba la paz... Al igual que Magdalena, inclinándose sin cesar sobre la tumba vacía, acabó por encontrar [3vº] lo que buscaba, así también yo, abajándome hasta las profundidades de mi nada, subí tan alto que logré alcanzar mi intento... Seguí leyendo, sin desanimarme, y esta frase me reconfortó: «Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino inigualable». Y el apóstol va explicando cómo los mejores carismas nada son sin el amor... Y que la caridad es ese camino inigualable que conduce a Dios con total seguridad. Podía, por fin, descansar... Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o, mejor dicho, quería reconocerme en todos ellos... La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno...! Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor...! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré todo... ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad...!!! ¿Por qué hablar de alegría delirante? No, no es ésta la expresión justa. Es, más bien, la paz tranquila y serena del navegante al divisar el faro que ha de conducirle al puerto... ¡Oh, faro luminoso del amor, yo sé cómo llegar hasta ti! He encontrado el secreto para apropiarme tu llama. No soy más que una niña, impotente y débil. Sin embargo, es precisamente mi debilidad lo que me da la audacia para ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh Jesús! Antiguamente, sólo las hostias puras y sin mancha eran aceptadas por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina, se necesitaban víctimas perfectas. Pero a la ley del temor le ha sucedido la ley del amor, y el amor me ha escogido a mí, débil e imperfecta criatura, como holocausto... ¿No es ésta una elección digna del amor...? Sí, para que el amor quede plenamente satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esa nada... [4rº] Lo sé, Jesús, el amor sólo con amor se paga. Por eso he buscado y hallado la forma de aliviar mi corazón devolviéndote amor por amor. «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que os reciban en las moradas eternas». Este es, Señor, el consejo que diste a tus discípulos después de decirles que «los hijos de las tinieblas son más astutos en sus negocios que los hijos de la luz». Y yo, como hija de la luz, comprendí que mis deseos de serlo todo, de abarcar todas las vocaciones, eran riquezas que podían muy bien hacerme injusta; por eso me he servido de ellas para ganarme amigos... Acordándome de la oración de Eliseo a su Padre Elías, cuando se atrevió a pedirle su doble espíritu, me presenté ante los ángeles y los santos y les dije: «Yo soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto les gusta a los corazones nobles y generosos hacer el bien. Os suplico, pues, bienaventurados moradores del cielo, os suplico que me adoptéis por hija. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis adquirir, pero dignaos escuchar mi súplica. Ya sé que es temeraria, sin embargo me atrevo a pediros que me alcancéis: vuestro doble amor ». Jesús, no puedo ir más allá en mi petición, temería verme aplastada bajo el peso de mis audaces deseos... La excusa que tengo es que soy una niña, y los niños no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo sus padres, cuando ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñajos a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta se vuelven débiles... Pues bien, yo soy la HIJA de la Iglesia, y la Iglesia es Reina, pues es tu Esposa, oh, divino Rey de reyes... ------------------------------------------------------------------------ Arrojar flores No son riquezas ni gloria (ni siquiera la gloria del cielo) lo que pide el corazón del niñito... El entiende muy bien que la gloria pertenece a sus hermanos, los ángeles y los santos... La suya será un reflejo de la que irradia de la frente de su madre. Lo que él pide es el amor... No sabe más que una cosa: amarte, Jesús... Las obras deslumbrantes le están vedadas: no puede predicar el Evangelio, ni derramar su sangre... Pero ¿qué importa?, sus hermanos trabajan en su lugar, y él, como un niño pequeño, se queda muy cerquita del trono del Rey y de la Reina y ama por sus hermanos que luchan... ¿Pero cómo podrá demostrar él su amor, si es que el amor se demuestra con obras? Pues bien, el niñito arrojará flores, aromará con sus perfumes el trono real, cantará con su voz argentina el cántico del amor... Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida... No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada, [4vº] ni una sola palabra, aprovechando hasta las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor... Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor. Así arrojaré flores delante de tu trono. No encontraré ni una sola en mi camino que no deshoje para ti. Y además, al arrojar mis flores, cantaré (¿puede alguien llorar mientras realiza una acción tan alegre?), cantaré aun cuando tenga que coger las flores entre las espinas, y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes sean las espinas. ¿Y de qué te servirán, Jesús, mis flores y mis cantos...? Sí, lo sé muy bien: esa lluvia perfumada, esos pétalos frágiles y sin valor alguno, esos cánticos de amor del más pequeño de los corazones te fascinarán. Sí, esas naderías te gustarán y harán sonreír a la Iglesia triunfante, que recogerá mis flores deshojadas por amor y las pasará por tus divinas manos, Jesús. Y luego esa Iglesia del cielo, queriendo jugar con su hijito, arrojará también ella esas flores -que habrán adquirido a tu toque divino un valor infinito- arrojará esas flores sobre la Iglesia sufriente para apagar sus llamas, y las arrojará también sobre la Iglesia militante para hacerla alcanzar la victoria... ¡Jesús mío, te amo! Amo a la Iglesia, mi Madre. Recuerdo que «el más pequeño movimiento depuro amor es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas». ¿Pero hay de verdad puro amor en mi corazón...? Mis inmensos deseos ¿no serán un sueño, una locura...? ¡Ay!, si así fuera, dame luz tú, Jesús. Tú sabes que busco la verdad... Si mis deseos son temerarios, hazlos tú desaparecer, pues estos deseos son para mí el mayor de los martirios... Sin embargo, Jesús, siento en mi interior que, si después de haber ansiado con toda el alma llegar a las más elevadas regiones del amor, no llegase un día a alcanzarlas, habré saboreado una mayor dulzura en medio de mi martirio, en medio de mi locura, que la que gozaría en el seno de los gozos de la patria; a no ser que, por un milagro, me dejes conservar allí el recuerdo de las esperanzas que he tenido en la tierra. Así pues, déjame gozar durante mi destierro las delicias del amor. Déjame saborear las dulces amarguras de mi martirio... Jesús, Jesús, si tan delicioso es el deseo de amarte, ¿qué será poseer al Amor, gozar del Amor...? ¿Cómo puede aspirar un alma tan imperfecta como la mía a poseer la plenitud del Amor...? ------------------------------------------------------------------------ El pajarillo ¡Oh, Jesús, mi primer y único amigo, el UNICO a quien yo amo!, dime qué misterio es éste. ¿Por qué no reservas estas aspiraciones tan inmensas para las almas grandes, para las águilas que se ciernen en las alturas...? Yo me considero un débil pajarito cubierto únicamente por un ligero plumón. Yo no soy un águila, sólo tengo de águila los ojos y el corazón, pues, a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al Sol divino, al Sol del Amor, y mi corazón siente en sí todas las [5rº] aspiraciones del águila... El pajarillo quisiera volar hacia ese Sol brillante que encandila sus ojos; quisiera imitar a sus hermanas las águilas, a las que ve elevarse hacia el foco divino de la Santísima Trinidad... Pero, ¡ay,! lo más que puede hacer es alzar sus alitas, ¡pero eso de volar no está en su modesto poder! ¿Qué será de él? ¿Morirá de pena al verse tan impotente...? No, no, el pajarillo ni siquiera se desconsolará. Con audaz abandono, quiere seguir con la mirada fija en su divino Sol. Nada podrá asustarlo, ni el viento ni la lluvia. Y si oscuras nubes llegaran a ocultarle el Astro del amor, el pajarito no cambiará de lugar: sabe que más allá de las nubes su Sol sigue brillando y que su resplandor no puede eclipsarse ni un instante. Es cierto que, a veces, el corazón del pajarito se ve embestido por la tormenta, y no le parece que pueda existir otra cosa que las nubes que lo rodean. Esa es la hora de la alegría perfecta para ese pobre y débil ser. ¡Qué dicha para él seguir allí, a pesar de todo, mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a su fe...! Jesús, hasta aquí puedo entender tu amor al pajarito, ya que éste no se aleja de ti... Pero yo sé, y tú también lo sabes, que muchas veces la imperfecta criaturita, aun siguiendo en su lugar (es decir, bajo los rayos del Sol), acaba distrayéndose un poco de su único quehacer: coge un granito acá y allá, corre tras un gusanito...; luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas formadas; ve una flor que le gusta, y su espíritu débil se entretiene con la flor... En una palabra, el pobre pajarito, al no poder cernerse como las águilas, se sigue entreteniendo con las bagatelas de la tierra. Sin embargo, después de todas sus travesuras, el pajarillo, en vez de ir a esconderse en un rincón para llorar su miseria y morirse de arrepentimiento, se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas, gime como la golondrina; y, en su dulce canto, confía y cuenta detalladamente sus infidelidades, pensando, en su temerario abandono, adquirir así un mayor dominio, atraer con mayor plenitud el amor de Aquel que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores... Y si el Astro adorado sigue sordo a los gorjeos lastimeros de su criaturita, si sigue oculto..., pues bien, entonces la criaturita seguirá allí mojada, aceptará estar aterida de frío, y seguirá alegrándose de ese sufrimiento que en realidad ha merecido... ¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y pequeño! Pues ¿qué sería de él si fuera grande...? Jamás tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti... Sí, ésta es también otra debilidad del pajarito cuando quiere mirar fijamente al Sol divino y las nubes no le dejan ver ni un solo rayo: a pesar suyo, sus ojitos se cierran, su cabecita se esconde bajo el ala, y el pobrecito se duerme creyendo seguir mirando fijamente a su Astro querido. Pero al despertar, no se desconsuela, su corazoncito sigue en paz. Y vuelve a comenzar su oficio de amor. Invoca a los ángeles y a los santos, que se elevan como águilas hacia el Foco devorador, objeto de sus anhelos, [5vº] y las águilas, compadeciéndose de su hermanito, le protegen y defienden y ponen en fuga a los buitres que quisieran devorarlo. El pajarito no teme a los buitres, imágenes de los demonios, pues no está destinado a ser su presa, sino la del Aguila que él contempla en el centro del Sol del amor. ------------------------------------------------------------------------ El águila divina ¡Oh, Verbo divino!, tú eres el Aguila adorada que yo amo, la que atrae . Eres tú quien, precipitándote sobre la tierra del exilio, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del Foco eterno de la Trinidad bienventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la Luz inaccesible que será ya para siempre tu morada, sigues viviendo en este valle de lágrimas, escondido bajo las apariencias de una blanca hostia... Aguila eterna, tú quieres alimentarme con tu sustancia divina, a mí, pobre e insignificante ser que volvería a la nada si tu mirada divina no me diese la vida a cada instante. Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura... ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza...? Sí, ya sé que también los santos hicieron locuras por ti, que hicieron obras grandes porque ellos eran águilas... Jesús, yo soy demasiado pequeña para hacer obras grandes..., y mi locura consiste en esperar que tu amor me acepte como víctima... Mi locura consiste en suplicar a las águilas mis hermanas que me obtengan la gracia de volar hacia el Sol del amor con las propias alas del Aguila divina... Durante todo el tiempo que tú quieras, Amado mío, tu pajarito seguirá sin fuerzas y sin alas, seguirá con los ojos fijos en ti. Quiere ser fascinado por tu mirada divina, quiere ser presa de tu amor... Un día, así lo espero, Aguila adorada, vendrás a buscar a tu pajarillo; y, remontándote con él hasta el Foco del amor, lo sumergirás por toda la eternidad en el ardiente Abismo de ese amor al que él se ofreció como víctima ------------------------------------------------------------------------ Fin del Manuscrito B ¡Que no pueda yo, Jesús, revelar a todas las almas pequeñas cuán inefable es tu condescendencia...! Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita. ¿Pero por qué estos deseos, Jesús, de comunicar los secretos de tu amor? ¿No fuiste tú, y nadie más que tú, el que me los enseñó a mí? ¿Y no puedes, entonces, revelárselos también a otros...? Sí, lo sé muy bien, y te conjuro a que lo hagas. Te suplico que hagas descender tu mirada divina sobre un gran número de almas pequeñas... ¡Te suplico que escojas una legión de pequeñas víctimas dignas de tu AMOR...! La insignificante sor Teresa del Niño Jesús de la Sta. Faz, rel. carm. ind. MANUSCRITO DIRIGIDO A LA MADRE MARIA DE GONZAGA Manuscrito «C» ------------------------------------------------------------------------ CAPÍTULO X LA PRUEBA DE LA FE (1896-1897) [1rº] J.M.J.T. Madre mía querida, me ha manifestado el deseo de que termine de cantar con usted las misericordias del Señor. Este dulce canto había empezado a cantarlo con su hija querida, Inés de Jesús, que fue la madre a quien Dios encomendó la misión de guiarme en los años de mi niñez. Con ella, pues, tenía que cantar las gracias otorgadas a la florecita de la Santísima Virgen en la primavera de su vida. Pero ahora que los tímidos rayos de la aurora han dado paso a los ardientes rayos del mediodía, es con usted con quien debo cantar la felicidad de esa florecilla. ------------------------------------------------------------------------ Teresa y su priora Sí, Madre querida, con usted. Y para responder a su deseo, intentaré expresar los sentimientos de mi alma, mi gratitud a Dios y también a usted que lo representa visiblemente a mis ojos. ¿No me entregué toda a El precisamente entre sus manos maternales? ¿Se acuerda, Madre, de aquel día...? Sí, yo sé que su corazón no lo olvida... En cuanto a mí, tendré que esperar a estar en el cielo, pues aquí abajo en la tierra no encuentro palabras para traducir lo que aquel día bendito pasó en mi corazón. Madre querida, hay otro día en que mi alma se unió aún más, si es posible, a la suya. Fue el día en que Jesús volvió a poner sobre sus hombros la carga del priorato1. Aquel día, Madre querida, usted sembró entre lágrimas, pero en el cielo rebosará de alegría [1vº] al ver sus manos cargadas de preciosas gavillas. Perdóneme, Madre, mi sencillez infantil. Yo sé que me va a permitir hablarle sin andar rebuscando lo que a una joven religiosa le está permitido decirle a su priora. Tal vez no siempre me mantenga dentro de los límites prescritos a los súbditos; pero, Madre, me atrevo a decir que la culpa será suya, pues yo la trato como una hija2, ya que usted no me trata como priora sino como madre... Sé muy bien, Madre querida, que a través de usted me habla Dios. Muchas hermanas piensan que usted me ha mimado, que desde mi entrada en el arca santa no he recibido de usted más que halagos y caricias. Sin embargo, no es así. En el cuaderno que contiene mis recuerdos de la infancia, podrá ver lo que pienso sobre la educación recia y maternal que usted me dio. Desde lo más hondo de mi corazón le agradezco que no me haya tratado con miramientos. Jesús sabía muy bien que su florecita necesitaba el agua vivificante de la humillación, que era demasiado débil para echar raíces sin esa ayuda, y quiso prestársela, Madre, por medio de usted. De un año y medio a esta parte, Jesús ha querido cambiar la forma de hacer crecer a su florecita; sin duda pensó que estaba ya suficientemente regada, pues ahora es el sol quien la hace crecer. Jesús no quiere ya para ella más que su sonrisa divina, y esa sonrisa se la da también por medio de usted, Madre querida. Y ese dulce sol, lejos de ajar a la florecita, la [2rº] hace crecer de una manera maravillosa. En el fondo de su cáliz conserva las preciosas gotas de roció que recibió, y esas gotas le recuerdan incesantemente que es pequeña y débil... Ya pueden todas las criaturas inclinarse hacia ella, admirarla, colmarla de alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una gota de falsa alegría a la verdadera alegría que saborea en su corazón al ver lo que es en realidad a los ojos de Dios: una pobre nada, y sólo eso. Digo que no sé por qué, ¿pero no será porque hasta tanto que su pequeño cáliz no estuvo lo suficientemente lleno del rocío de la humillación, se vio privada del agua de las alabanzas? Ahora ya no existe ese peligro; al contrario, a la florecita le parece tan delicioso el rocío que la llena, que no lo cambiaría por el agua insípida de los halagos. No quiero hablar, Madre querida, de las muestras de amor y de confianza que usted me ha dado3. Pero no piense que el corazón de su hija sea insensible a ellas. Lo que pasa es que sé muy bien que ahora no tengo nada que temer; al contrario, puedo gozarme de ellas, atribuyendo a Dios todo lo bueno que él ha querido poner en mí. Si a él le gusta hacerme parecer mejor de lo que soy, no es cosa mía, es muy libre de hacer lo que quiera... ¡Por qué caminos tan diferentes, Madre, lleva el Señor a las almas! En la vida de los santos, vemos que hay muchos que no han querido dejar nada de sí mismos [2vº] después de su muerte: ni el menor recuerdo, ni el menor escrito; hay otros, en cambio, como nuestra Madre santa Teresa, que han enriquecido a la Iglesia con sus sublimes revelaciones, sin temor alguno a revelar los secretos del Rey, a fin de que sea más conocido y más amado de las almas. ¿Cuál de estos dos tipos de santo agrada más a Dios? Me parece, Madre, que ambos le agradan por igual, pues todos ellos han seguido las mociones del Espíritu Santo, y el Señor dijo: Decid al justo que todo está bien. Sí, cuando sólo se busca la voluntad de Jesús, todo está bien. Por eso, yo, pobre florecita, obedezco a Jesús tratando de complacer a mi Madre querida. Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables4; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo. ------------------------------------------------------------------------ El ascensor divino Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una [3rº] escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente. Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí. Y entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y queriendo saber, Dios mío, lo que harías con el que pequeñito que responda a tu llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os meceré. Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más. Tú, Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias: «Me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, y las seguiré publicando hasta mi edad más avanzada». Sal. LXX. ¿Cuál será para mí esta edad avanzada? Me parece que podría ser ya ahora, pues dos mil años no son más a los ojos de Dios que veinte años..., que un solo día... No piense, Madre querida, que su hija quiera dejarla... No crea que estime como una [3vº] gracia mayor morir en la aurora de la vida que al atardecer. Lo que ella estima, lo único que desea es agradar a Jesús... Ahora que él parece acercarse a ella para llevarla a la morada de su gloria, su hija se alegra. Hace ya mucho que ha comprendido que Dios no tiene necesidad de nadie (y mucho menos de ella que de los demás) para hacer el bien en la tierra. Perdóneme, Madre, si la estoy poniendo triste..., me gustaría tanto alegrarla... Pero si sus oraciones no son escuchadas en la tierra, si Jesús separa durante algunos días a la Madre de la hija, ¿cree que esas oraciones no serán escuchadas en el cielo...? Yo sé que su deseo es que yo realice junto a usted una misión muy5 dulce y muy fácil. ¿Pero no podría concluirla desde el cielo...? Como un día Jesús dijo a san Pedro, también usted le dijo a su hija: «Apacienta mis corderos». Y yo me quedé atónita, y le dije que «era demasiado pequeña...», y le pedí que apacentase usted misma a sus corderitos, y que me cuidase también a mí y me concediera la gracia de pastar con ellos. Y usted, Madre querida, respondiendo en parte a mi justo deseo, cuidó de los corderitos a la vez que de las ovejas6, encargándome a mí de llevarlos a ellos con frecuencia a pacer a la sombra, de enseñarles las hierbas mejores y las más nutritivas, y también de mostrarles las flores de brillantes colores que nunca deben tocar a no ser para aplastarlas con sus pies... Usted no ha temido, Madre querida, que yo extraviase a sus corderitos. Ni mi inexperiencia ni mi [4rº] juventud la han asustado. Tal vez se acordó de que el Señor se suele complacer en conceder la sabiduría a los pequeños, y de que un día, exultante de gozo, bendijo a su Padre por haber escondido sus secretos a los sabios y entendidos y habérselas revelado a los más pequeños. Usted, Madre, sabe bien que son muy pocas las almas que no miden el poder divino por la medida de sus cortos pensamientos y que quieren que haya excepciones a todo en la tierra. ¡Sólo Dios no tiene derecho alguno a hacerlas! Sé que hace mucho tiempo que entre los humanos se practica esta forma de medir la experiencia por los años, pues ya el santo rey David en su adolescencia cantaba al Señor: «Soy joven y despreciado». Sin embargo, no teme decir en ese mismo salmo 118: «Soy más sagaz que los ancianos, porque busco tu voluntad... Tu palabra es lámpara para mis pasos... Estoy dispuesto para cumplir tus mandatos, y nada me turba...» Madre querida, usted no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi alma, que hasta me daba la experiencia de los años... Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases bonitas con el fin de hacerle creer que tengo una gran humildad. Prefiero reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en el alma de la hija de su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle hecho ver su pequeñez, su impotencia. [4vº] Madre querida, usted sabe cómo Dios ha querido que mi alma pasara por muchas clases de pruebas. He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con paz, soy realmente feliz de sufrir. Madre, muy bien tiene que conocer usted todos los secretos de mi alma para no sonreír al leer estas líneas. Pues, a juzgar por las apariencias, ¿existe acaso un alma menos probada que la mía? Pero ¡qué extrañada se quedaría mucha gente si la prueba que desde hace un año vengo sufriendo apareciese ante sus ojos...! Usted, Madre querida, conoce ya esta prueba. Sin embargo, quiero volver a hablarle de ella, pues la considero como una gracia muy grande que he recibido durante su bendito priorato. ------------------------------------------------------------------------ Primeras hemoptisis El año pasado, Dios me concedió el consuelo de observar los ayunos de cuaresma en todo su rigor. Nunca me había sentido tan fuerte, y estas fuerzas se mantuvieron hasta Pascua. Sin embargo, el día de Viernes Santo7 Jesús quiso darme la esperanza de ir pronto a verle en el cielo... ¡Qué dulce es el recuerdo que tengo de ello...! Después de haberme quedado hasta media noche ante el monumento, volví a nuestra celda. Pero apenas había apoyado la cabeza en la almohada, cuando sentí como un flujo que subía, que me subía borboteando hasta los labios. Yo no sabía lo que era, pero pensé que a lo mejor me iba a morir, y mi alma se sintió inundada [5rº] de gozo... Sin embargo, como nuestra lámpara estaba apagada, me dije a mí misma que tendría que esperar hasta la mañana para cerciorarme de mi felicidad, pues me parecía que lo que había vomitado era sangre. La mañana no se hizo esperar mucho, y lo primero que pensé al despertarme fue que iba a descubrir algo muy hermoso. Acercándome a la ventana, pude comprobar que no me había equivocado..., ¡y mi alma se llenó de una enorme alegría! Estaba íntimamente convencida de que Jesús, en el aniversario de su muerte, quería hacerme oír una primera llamada. Era como un tenue y lejano murmullo que me anunciaba la llegada del Esposo... Asistí con gran fervor a Prima y al capítulo de los perdones8. Estaba impaciente porque me llegara el turno, para, al pedirle perdón, Madre querida, poder confiarle mi esperanza y mi felicidad. Pero añadí que no sufría lo más mínimo (lo cual era muy cierto), y le pedí, Madre, que no me diese nada especial. Y, en efecto, tuve la alegría de pasar el Viernes Santo como deseaba. Nunca me parecieron tan deliciosas las austeridades del Carmelo. La esperanza de ir al cielo me volvía loca de alegría. Cuando llegó la noche de aquel venturoso día, nos fuimos a descansar. Pero, como la noche anterior, Jesús me dio la misma señal de que mi entrada en la vida eterna no estaba lejos... ------------------------------------------------------------------------ La mesa de los pecadores Yo gozaba por entonces de una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad. No me cabía en la cabeza [5vº] que hubiese incrédulos que no tuviesen fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando negaban la existencia del cielo, de ese hermoso cielo donde el mismo Dios quería ser su eterna recompensa. Durante los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo conocer por experiencia que realmente hay almas que no tienen fe, y otras que, por abusar de la gracia, pierden ese precioso tesoro, fuente de las única alegrías puras y verdaderas. Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, sólo fuese en adelante motivo de lucha y de tormento... Esta prueba no debía durar sólo unos días, o unas semanas: no se extinguirá hasta la hora marcada por Dios..., y esa hora no ha sonado todavía... Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!, creo que es imposible. Es preciso haber peregrinado por este negro túnel para comprender su oscuridad. Trataré, sin embargo, de explicarlo con una comparación. Me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y que nunca he contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que hay otro al que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por un habitante del triste país donde me encuentro, sino que es una verdadera realidad, porque el Rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir 33 años [6rº] en el país de la tinieblas. Las tinieblas, ¡ay!, no supieron comprender que este Rey divino era la luz del mundo... Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado... ¿Y no podrá también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos pecadores...? ¡Haz, Señor, que volvamos justificados...! Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar... ¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que tengas a bien introducirme en tu reino luminoso... La única gracia que te pido es la de no ofenderte jamás... Madre querida, esto que le estoy escribiendo no tiene la menor ilación. Mi pequeña historia, que se parecía a un cuento de hadas, se ha cambiado de pronto en oración. Yo no sé qué interés pueda usted encontrar en leer todos estos pensamientos confusos y mal expresados. De todas maneras, Madre, no escribo para hacer una obra literaria, sino por obediencia. Si la aburro, verá al menos que su hija ha dado pruebas de su buena voluntad. Voy, pues, [6vº] a continuar con mi comparación, sin desanimarme, desde el punto en que la dejé. Decía que desde niña crecí con la convicción de que un día me iría lejos de aquel país triste y tenebroso. No sólo creía por lo que oía decir a personas más sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma sentía profundas aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que a Cristóbal Colón su genio le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando nadie había soñado aún con él, así yo sentía que un día otra tierra me habría de servir de morada permanente. Pero de pronto, las nieblas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha desaparecido...! Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». [7rº] Madre querida, la imagen que he querido darle de las tinieblas que oscurecen mi alma es tan imperfecta como un boceto comparado con el modelo. Sin embargo, no quiero escribir más, por temor a blasfemar... Hasta tengo miedo de haber dicho demasiado... Que Jesús me perdone si le he disgustado. Pero él sabe muy bien que, aunque yo no goce de la alegría de la fe, al menos trato de realizar sus obras. Creo que he hecho más actos de fe de un año a esta parte que durante toda mi vida. Cada vez que se presenta el combate, cuando los |
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