¡Dios te salve María!
 

desesperada y muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos

ofrece la mayor probabilidad de supervivencia, de esperanza en la

inmortalidad y, consiguientemente, la mejor bendición que pueda esperarse.

Pero a veces el hombre se da cuenta de que en sus hijos sobrevive sólo

impropiamente; surge así el segundo camino: desea que quede más de él, y

recurre así a la idea de la fama que lo hace inmortal, ya que sobrevive en el

recuerdo de todos los tiempos. Pero el hombre fracasa también en este

segundo intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En

realidad, lo que entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por

eso la inmortalidad así creada es en verdad un hades, un sheol, un no-ser más

que un ser. La insuficiencia de esta segunda solución se funda en que no

puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo; la

insuficiencia de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que

uno se entrega no puede permanecer, se destruye también.

Esto nos obliga a seguir adelante. Hemos visto antes que el hombre no tiene

consistencia en sí mismo y que en consecuencia la busca en los demás; pero

en ellos sólo puede haber un apoyo verdadero: el que es, es que no pasa ni

cambia, el que permanece en medio de cambios y transformaciones, el Dios

vivo, el que no sólo mantiene la sombra y el eco de mi ser, aquel cuya idea no

es simplemente pura reproducción de la realidad. Yo mismo soy su idea que

me hace antes de que yo sea; su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza

original de mi ser. En él puedo permanecer no sólo como sombra; en él estoy

en verdad más cerca de mí mismo que cuando intento estar junto a mí.

Antes de volver de nuevo a la resurrección, vamos a ilustrar todo esto desde

otro punto de vista. Reanudemos el discurso sobre el amor y la muerte:

cuando para una persona el valor del amor es superior al valor de la vida, es

decir, cuando está dispuesta a subordinar la vida al amor por causa de éste,

el amor puede ser más fuerte que la muerte y mucho más que ella. Para que

el amor sea algo más que la muerte, antes tiene que ser algo más que la

simple vida. Si el amor no sólo quiere ser esto, sino que lo es en realidad, el

poder del amor superaría el poder biológico y lo pondría a su servicio.

Teilhard de Chardin diría que donde esto se realiza, se lleva a cabo la .

complejidad. decisiva y la complexión, el bios queda rodeado y comprendido

por el poder del amor. Superaría sus límites .la muerte. y crearía la unidad

allí donde existe la separación. Si la fuerza del amor a los demás fuese tan

grande que no sólo pudiese vivificar su recuerdo, la sombra de su ser, sino a sí

mismo, llegaríamos a un nuevo estadio de la vida que dejaría tras sí el

espacio de las evoluciones biológicas y de las mutaciones biológicas, sería el

salto a un plano completamente distinto en el que el amor no estaría por

debajo del bios, sino que lo pondría a su servicio. Esta última etapa de .

evolución. y de .mutación. no sería ya un estadio biológico, sino el fin del

dominio del bios que es también el dominio de la muerte; se abriría el

espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja tras

sí el poder de la muerte. Este último estadio de la evolución, que es lo que

necesita el mundo para llegar a su meta, no caería dentro de lo biológico,

sino que sería inaugurado por el espíritu, por la libertad, por el amor. Ya no


 

 

 

sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo.

¿Pero qué tiene esto que ver con la fe en la resurrección de Jesús? Antes

hemos considerado el problema de las dos inmortalidades posibles para el

hombre, que no eran sino aspectos de la misma e idéntica realidad. Dijimos

que el hombre no tenía consistencia propia, que sólo podía persistir si

sobrevivía en los demás. Y hablando de los demás dijimos que sólo el amor

que asume al amado en sí mismo, en lo propio, posibilita este estar en los

demás. A mi entender, estos dos aspectos se reflejan en las dos expresiones

con las que el Nuevo Testamento afirma la resurrección del Señor: .Jesús ha

resucitado. y .Dios (Padre) a resucitado a Jesús.. Ambas expresiones

coinciden en que el amor total de Jesús a los hombres que le llevó a la cruz,

se realiza en el éxodo total al Padre, y que es ahí más fuerte que la muerte

porque es al mismo tiempo total ser-mantenido por él.

Prosigamos nuestro camino. El amor funda siempre una especie de

inmortalidad, incluso en sus estadios prehumanos apunta en esta dirección.

pero, para él, fundamentar la inmortalidad no es algo accidental, algo que

hace entre otras muchas cosas, sino que procede propiamente de su esencia.

La inmortalidad siempre nace del amor, no de la autarquía. Seamos lo

suficientemente atrevidos como para afirmar que esta frase puede aplicarse

también a Dios, como lo considera la fe cristiana.

Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es simplemente lo que permanece y

consiste, porque es coordinación mutua de las tres Personas, su abrirse en el .

para. del amor, acto-subsistencia de lo absoluto y, por eso, totalmente .

relativo. y relación mutua del amor vivo. Ya dijimos antes que la autarquía

que nada quiere saber de los demás no es divina. Para nosotros la revolución

que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios frente a las

concepciones de la antigüedad consiste en que el cristianismo comprendió lo .

absoluto. como absoluta .relatividad., como relatio subsistens.

Volvamos hacia atrás. El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del

amor. Esto significa que quien ha amado a todos, ha fundado para todos la

inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su

resurrección es nuestra vida. Así comprendemos la argumentación de Pablo, a

primera vista tan especial para nuestro modo de pensar, en su primera carta

a los corintios: Si él resucitó, también nosotros, porque el amor es más fuerte

que la muerte; si él no resucitó, tampoco nosotros, porque entonces la

muerte es la que tiene la última palabra (cf. 1 Cor 15,16s).

Se trata de una afirmación central, por eso vamos a expresarla con otras

palabras. Una de dos, el amor es más fuerte que la muerte o no lo es. Si en él

el amor ha superado a la muerte, ha sido como amor para los demás. Esto

indica que nuestro amor individual y propio no puede vencer a la muerte;

tomado en sí mismo es sólo un grito irrealizable; es decir, sólo el amor unido

al poder divino de la vida y del amor puede fundar nuestra inmortalidad. Esto

no obstante, nuestro modo de inmortalidad depende de nuestro modo de

amar. Sobre esto volveremos cuando hablemos del juicio.

De esto se colige una ulterior consecuencia. Es evidente que la vida del

resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal


 

 

 

intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un

poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios. Los

relatos neotestamentarios de la resurrección ponen bien de relieve que la

vida del resucitado ya no cae dentro de la historia del bios, sino fuera y por

encima de ella; también es cierto que esta nueva vida se ha atestiguado y

debe atestiguarse en la historia, porque es vida para ella y porque la

predicación cristiana fundamentalmente no es sino la prolongación del

testimonio de que el amor ha posibilitado la ruptura mediante la muerte y de

que nuestra situación ha cambiado radicalmente. Según todo esto, no es

difícil encontrar la verdadera .hermenéutica. de los difíciles relatos bíblicos

de la resurrección, es decir, saber en qué sentido hay que comprenderlos.

Naturalmente no vamos a entrar aquí en la discusión de todos los problemas

correspondientes, cada día más difíciles, ya que se mezclan afirmaciones

históricas y filosóficas, aunque a veces sobre éstas no se reflexiona mucho;

además la exégesis construye a menudo su propia filosofía que al profano

puede parecerle la última afirmación bíblica. Muchas cosas quedarán aquí por

discutir, pero lo que sí se ha de admitir es la diferencia entre la

interpretación que quiere ser fiel a sí misma, es decir, que quiere seguir

siendo interpretación, y las adaptaciones poderosas.

Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena

anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha

resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes

químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir;

Cristo ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se

llaman .apariciones.; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se

habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; le ven cuando él

mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos y mueve el corazón puede

contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que ha vencido

a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es

tan difícil, casi imposible, para los evangelistas describir los encuentros con el

resucitado; cuando lo hacen, parecen balbucear y contradecirse. En realidad

hablan sorprendentemente al unísono en la dialéctica de sus expresiones, en

la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no conocer, de

plena identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena

transformación. Se le reconoce una vez, pero luego ya no se le reconoce; se

le toca, pero luego ya no se le toca; es el mismo, pero también otro. La

dialéctica es, como dijimos, la misma; cambian sólo lo medios estilísticos.

Acerquémonos bajo este aspecto al relato de los discípulos de Emaús, al que

ya hemos aludido antes. La primera impresión parece enfrentarnos con una

concepción terrena y masiva de la resurrección; no queda nada de lo

misterioso e indescriptible de los relatos paulinos; parece como si hubiese

vencido la tendencia por el adorno, por la concreción legendaria, apoyada

por la apologética que se afana por lo comprensible, y como si el Señor

resucitado se hubiese vuelto de nuevo a su historia terrena; pero a esto

contradice tanto su misteriosa aparición como su no menos misteriosa

desaparición, y el hecho de que el hombre no pueda reconocerle. No se le


 

 

 

puede ver como en el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de

la fe; con la interpretación de la Escritura enciende el corazón de los

caminantes; al partir el pan les abre los ojos. Hay ahí una alusión a lo dos

elementos fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del

servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción

eucarística del pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el

encuentro con el resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo;

aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos comprender lo

incomprensible; así, hacen teología de la resurrección y teología de la

liturgia: en la palabra y en el sacramento nos encontramos con el resucitado;

el culto divino es donde entramos en contacto con él y le reconocemos. Con

otros términos, la liturgia se funda en el misterio pascual; hay que

comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en

nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos

abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando

andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a

nosotros.

Hasta ahora no hemos dicho sino la mitad. Quedarse ahí sería falsear el

testimonio neotestamentario. La experiencia del resucitado es algo

completamente distinto del encuentro con un hombre de nuestra historia,

pero no debe limitarse a los diálogos de sobremesa y al recuerdo que después

se habría condensado en la idea de que vivía y de que su obra continuaba.

Con esta interpretación el acontecimiento se limita a lo puramente humano y

se le priva de su peculiaridad. Los relatos de la resurrección son algo diverso y

algo más que escenas litúrgicas adornadas; muestran el acontecimiento

fundamental en el que se apoya la liturgia cristiana; dan testimonio de la fe

que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y

contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había

resucitado realmente.

Sólo si aceptamos seriamente todo esto permaneceremos fieles al mensaje

del Nuevo Testamento; sólo así conservaremos su alcance universal e

histórico. Querer, por una parte, eliminar cómodamente la fe en el misterio

de la intervención poderosa de Dios en este mundo y, por la otra, querer

tener la satisfacción de permanecer en el campo del mensaje bíblico, no

conduce a nada. No satisface ni a la lealtad de la razón ni a la exigencia

cristiana y la .religión dentro de los límites de la razón pura.. Se impone la

elección; el que cree comprenderá cada vez más lo razonable que es la

profesión de fe en el amor que ha vencido a la muerte.

 

Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre

todopoderoso.

Para nuestra generación, sacudida críticamente por Bultmann, la ascensión y

el descendimiento a los infiernos constituyen la expresión de la imágen del

mundo en tres pisos, que llamamos mítica y creemos haber superado

definitivamente. El mundo de .arriba. y de .abajo. es siempre mundo, regido


 

 

 

por las mismas leyes físicas e investigable por los mismos métodos. El mundo

no tiene pisos; los conceptos .arriba. y .abajo. son relativos, dependen del

lugar que ocupe el observador. Como no se da un punto absoluto de relación .

la tierra ciertamente no nos lo ofrece., no se puede hablar de .arriba. y de .

abajo., de .izquierda. y de .derecha.. El mundo no ostenta direcciones fijas.

Nadie se molesta hoy día en discutir seriamente tales concepciones; ya no

creemos en el mundo entendido espacialmente como un edificio de tres pisos,

¿pero es esto lo que se afirma cuando la fe dice que el Señor bajó a los

infiernos o que subió a los cielos?

Sabemos que las expresiones de la fe asumen el material ofrecido por las

concepciones de su época, pero eso no es lo esencial. Ambas afirmaciones,

junto con la profesión de fe en la historicidad de Jesús, expresan la dimensión

total de la existencia humana que no se divide en tres pisos cósmicos, sino en

tres dimensiones metafísicas. La consecuencia es clara: el enfoque actual, al

parecer moderno, no suprime la ascensión ni el descendimiento a los

infiernos, sino también el Jesús histórico, es decir, suprime las tres

dimensiones de la existencia humana; lo que queda sólo puede ser un

fantasma ataviado diversamente, sobre el que nada puede edificarse.

¿Qué significan, pues, nuestras tres dimensiones? Ya hemos indicado antes

que la ascensión no alude a la altitud exterior del cosmos que es

completamente inútil para ella; en el texto fundamental, en la oración del

crucificado a Dios que lo ha abandonado, falta cualquier alusión cósmica.

Nuestra frase se asoma a la profundidad de la existencia humana que se

inclina sobre el abismo de la muerte, a la zona de la soledad implacable y del

amor rehusado, y así incluye la dimensión del infierno, la lleva en sí misma

como posibilidad de sí misma. El infierno, la existencia en la definitiva

negación del .ser-para., no es una determinación cosmográfica, sino una

dimensión de la naturaleza, el abismo al que ella tiende. Hoy día sabemos

muy bien que toda existencia toca esa profundidad. Como a fin de cuentas la

humanidad es .un hombre., esta profundidad no sólo afecta a los individuos,

sino al cuerpo del género humano que debe arrastrar esta profundidad como

todo. Una vez más comprendemos por qué Cristo, en .nuevo Adán., quiso con-

llvar esta profundidad y no quiso permanecer separado de ella en sublime

distancia. Por el contrario, ahora se ha hecho posible la total negación en su

pleno carácter abismal.

La ascensión de Cristo alude también al otro extremo de la existencia humana

que, por encima de sí misma, se extiende hacia arriba y hacia abajo. Como

antipolo del aislamiento radical, de la intocabilidad del amor rehusado, esta

existencia comporta la posibilidad de contacto con otros hombres en el

contacto con el amor divino, de modo que el ser humano puede encontrar su

lugar geométrico en lo íntimo del ser de Dios. Estas dos posibilidades,

expresadas con las palabras cielo e infierno, son posibilidades del hombre,

pero de modo muy distinto, de modo completamente diverso. El hombre

puede darse a sí mismo la profundidad que llamamos infierno. Hablando con

claridad, diremos que consiste formalmente en que él no quiere recibir nada,

en que quiere se autónomo. Es expresión de la cerrazón en el propio yo.


 

 

 

La esencia de esta profundidad consiste, pues, en que el hombre no quiere

recibir nada, en que no quiere tomar nada, sino sólo permanecer en sí mismo,

bastarse a sí mismo. Si esta actitud se realiza en su última radicalidad, el

hombre es intocable, solitario.

El infierno consiste en querer-ser-únicamente-él-mismo, cosa que se realiza

cuando el hombre se encierra en su yo. Por el contrario, la esencia de arriba,

lo que llamamos cielo, consiste en que sólo puede recibirse, de la misma

manera que el infierno consistía en que el hombre so quería bastarse a sí

mismo. El .cielo. es esencialmente lo no-hecho, lo no-factible; con

terminología de escuela alguien ha dicho que es como gracia de un donum

indebitum et superadditum naturae (un don indebido y añadido a la

naturaleza). El cielo como amor realizado siempre puede regalarse al

hombre; su infierno, en cambio, es soledad de quienes no aceptan el don, de

los que rehusan el estado de mendigos y se encierran en sí mismos.

Todo esto nos muestra qué es el cielo considerado cristianamente. No hemos

de considerarlo como un lugar eterno y supramundano, ni tampoco como una

región eterna y metafísica. Diremos más bien que se entrelazan el .cielo. y

la .ascensión de Cristo al cielo.; sólo en esta unión veremos el sentido

cristológico, personal e histórico del mensaje cristiano sobre el cielo.

Repitámoslo: el cielo no es un lugar que, antes de la ascensión de Cristo,

estaría cerrado por un decreto justiciero y positivista de Dios, pero que

después estaría abierto también positivísticamente. La realidad cielo nace

más bien mediante la unión de Dios y el hombre. Hemos de definir el cielo

como un contacto de la esencia del hombre con la esencia de Dios; esta unión

de Dios y el hombre en Cristo que venció al bios por la muerte, se ha

convertido en vida nueva y definitiva. El cielo es, pues, el futuro del hombre

y de la humanidad, futuro que no puede darse a sí mismo, futuro que por vez

primera se abrió en el hombre por quien Dios entró en el ser hombre.

Por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual. Depende

necesariamente del .último Adán., del hombre definitivo, y por eso se integra

necesariamente en el futuro común de la humanidad. Creo que de aquí

podrían deducirse interesantes observaciones hermenéuticas que en este

lugar sólo pueden ser mencionadas. La escatología próxima es uno de los

datos bíblicos más importantes que asedian e intrigan desde hace medio siglo

tanto a la exégesis como a la teología: Jesús y los apóstoles anunciaron el fin

del mundo como algo inminente. Es más, a veces da la impresión de que l

mensaje del próximo fin del mundo era la médula auténtica de la predicación

de Jesús y de la primitiva Iglesia. La figura de Cristo, su muerte y

resurrección, se relacionan con esta concepción que para nosotros es tan

extraña como incomprensible. Es claro que aquí no podemos ocuparnos de

todos los arduos problemas que esta lleva consigo, pero nuestras

observaciones anteriores iluminan el camino por el que debemos buscar su

solución. Hemos dicho que la resurrección y la ascensión del Señor eran la

unión definitiva de la esencia hombre con la esencia Dios que da al hombre la

posibilidad de conservar siempre su ser. Esto lo entendíamos como la

dinámica preponderancia del amor en contra de la muerte y como la


 

 

 

decisiva .mutación. del hombre y del cosmos en la que desaparecen los

límites del bios y se crea un nuevo espacio existencial. Cuando esto se

realiza, se inicia la escatología., el fin del mundo. L superación de los límites

de la muerte abre la dimensión futura de la humanidad, su futuro ya ha

comenzado en realidad. así se comprende cómo la esperanza de inmortalidad

del individuo y la posibilidad de eternidad de la humanidad entera coinciden

y se realizan en Cristo que con razón puede llamarse .centro. y .fin. de la

historia, si esto se comprende rectamente.

Hagamos todavía otra observación en relación con el artículo de fe en la

ascensión del Señor. La afirmación de la ascensión al cielo que, como hemos

visto, es decisiva para la comprensión del más allá de la existencia humana,

no es menos decisiva para entender el problema de la posibilidad y

sentimiento de la relación humana con Dios. Al considerar el primer artículo

de la fe, hemos dado respuesta afirmativa al problema de si lo infinito y

eterno podía oír lo finito y temporal; también dijimos que la verdadera

grandeza de Dios estriba en que para él lo más pequeño no es demasiado

pequeño y que lo máximo no es demasiado grande para él. Hemos intentado

comprender cómo él, en cuanto Logos, no sólo es la razón que todo lo dice,

sino la razón que todo lo percibe y de la que nada queda excluido por muy

pequeño que sea. Hemos respondido afirmativamente al problema actual; sí,

Dios puede oír.

Pero todavía queda un problema por resolver. Alguien a raíz de nuestras

afirmaciones podría decir: bien, es cierto que Dios puede oír, pero podría

preguntarse: ¿puede escuchar? ¿No es la oración de súplica un grito que la

criatura lanza a Dios, un truco piadoso que eleva psíquicamente al hombre y

lo consuela, porque muy pocas veces es capaz de otras formas de oración? ¿No

es todo esto una simple forma de relacionar al hombre con la trascendencia,

aunque en verdad nada sucede ni puede cambiarse? Lo que es eterno sigue

siendo eterno, lo que es temporal, temporal, ¿hay algún camino que vaya de

uno al otro? Tampoco podemos estudiar esto en todos sus detalles; eso pediría

un profundo análisis crítico de los conceptos tiempo y eternidad. Deberíamos

estudiar su fundamento en la antigüedad y la unión de esta idea con la fe

bíblica cuya realización es la raíz de nuestro problema. Tendríamos que

reflexionar nuevamente sobre la relación del pensar técnico y naturalista con

el de la fe. Pero eso, en vez de dar una respuesta a todos los problemas,

vamos a indicar solamente el camino por el que debe buscarse la solución.

El pensar moderno se deja guiar por la idea de que la eternidad está

encerrada en su inmutabilidad. Dios aparece como prisionero de su plan

eterno, concebido .desde todos los tiempos.. El .ser. y el .hacerse. no se

mezclan. La eternidad se comprende negativamente como la carencia de

tiempo, como lo contrapuesto al tiempo, como algo que no puede obrar en el

tiempo porque entonces dejaría de ser inmutable y se haría temporal. Todas

estas ideas se quedan dentro de una concepción precristiana en la que no se

tiene en cuenta el concepto de Dios de la fe en la creación y en la

encarnación. No podemos detenernos a explicarlo, pero todo esto supone un

antiguo dualismo y es signo de un modo de pensar ingenuo que considera a


 

 

 

Dios antropomórficamente, ya que cuando se dice que lo que Dios ha

planificado .antes. de la eternidad no podría cambiarlo después, ésta se

concibe inconscientemente según el esquema del tiempo, con la diferencia

del .antes. y del .después..

La eternidad no es lo más antiguo, lo que existía antes del tiempo, sino lo

totalmente otro, lo que es hoy en relación con el tiempo precedente, lo que

es realmente actual en relación con él. No está encadenada a un antes y a un

después, sino que es el poder de la actualidad de todo tiempo. La eternidad

no existe junto al tiempo, sin relación ninguna con él, sino que es el poder

creador de todo tiempo que mide el tiempo precedente en su propia

actualidad y que crea así su poder-ser. No es la carencia de tiempo, sino su

extensión. Por ser hoy contemporáneo a todos los tiempos, puede obrar

también en el tiempo.

La encarnación de Dios en Jesucristo en virtud de la que el Dios eterno y el

hombre temporal se unen en una única persona, no es sino la última

concreción de la extensión temporal de Dios. En la existencia humana de

Jesús Dios ha cogido el tiempo y se ha metido en él. En él se nos presenta

personificada la extensión temporal de Dios. Como dice Juan, Cristo es

verdaderamente la .puerta. entre Dios y el hombre (Jn 10,9), su .mediador.

(1 Tim 2,5), en quien lo eterno tiene tiempo.

En Jesús nosotros, hombres temporales, podemos dirigirnos a lo temporal, a

nuestros contemporáneos en el tiempo; en él, que es tiempo con nosotros,

tocamos simultáneamente lo eterno, porque él es tiempo con nosotros y

eternidad con Dios.

Hans Urs von Balthasar ha explicado profundamente el significado espiritual

de estas observaciones, aunque dentro de otro contexto. Recuerda cómo

Jesús durante su vida terrena no estuvo sobre el tiempo y el espacio, sino que

vivió en medio de su tiempo y en su tiempo. Cada línea del evangelio nos

hace encontrarnos con la humanidad de Jesús que lo colocó en su tiempo;

bajo muchos puntos de vista la vemos hoy día más vital y clara que los

períodos anteriores. Pero este .estar en el tiempo. no es sólo un ámbito

exterior cultural-histórico, detrás del cual, pero independientemente de él,

podríamos encontrar lo supra-temporal de su propio ser; es más bien un

contenido antropológico que determina profundamente la forma del ser

humano. Jesús tiene tiempo, y no realiza anticipadamente, en impaciencia

culpable, la voluntad del Padre.

Por eso el hijo, que en el mundo tiene tiempo para Dios, es el lugar

originario donde Dios tiene tiempo para el mundo. Dios no tiene otro tiempo

para el mundo sino en el Hijo, pero en él tiene todo tiempo 9.

Dios no es prisionero de su eternidad: en Jesús tiene tiempo para nosotros;

por eso Jesús es realmente la .sede de la gracia. a quien podemos .acercarnos

con plena confianza. en todo tiempo (Heb 4,16).

 

Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.


 

 

 

Rudolf Bultmann enumera entre las concepciones que ha .despachado. el

pensamiento moderno la fe en el .final del mundo. inaugurado por el Señor

que vuelve a juzgar, lo mismo que la ascención y el descenso los infiernos.

Todo hombre inteligente está convencido de que el mundo sigue adelante

como ya lo ha hecho por casi 2,000 años después del anuncio escatológico del

Nuevo Testamento. Tal purificación del pensamiento parece necesaria, ya

que en esta materia el mensaje bíblico indudablemente contiene elementos

fuertemente cosmológicos; cae, por tanto, dentro del espacio que se nos

presenta como el mundo de las ciencias naturales. Sin embargo, cuando se

habla del fin del mundo, la palabra .mundo. no significa primariamente el

cosmos físico, sino el mundo humano, la historia humana. Esta forma de

hablar indica que este mundo .el mundo de los hombres. llegará a un fin

querido y realizado por Dios. Pero no hemos de negar que la Biblia presenta

este acontecimiento esencialmente antropológico con imágenes cosmológicas

y, en parte, políticas. Es difícil decidir hasta donde se trata sólo de imágenes

y hasta qué punto las imágenes expresan el contenido de la cosa.

Diremos solamente unas palabras sobre la gran concepción bíblica del mundo.

Según la Biblia, el cosmos y el mundo no son grandezas puramente

separables, como si el cosmos fuese el escenario accidental del hombre,

como si el hombre pudiese realizarse separado de él. El mundo y el hombre se

relacionan necesariamente de tal modo que son inconcebibles tanto una

humanidad sin mundo como un mundo sin hombres. Lo primero nos parece

hoy día evidente, pero lo segundo no nos es plenamente comprensible

después de las observaciones hechas por Teilhard. Partiendo de esto, nos

sentimos incitados a afirmar que el mensaje bíblico del fin del mundo y de la

vuelta del Señor no es pura antropología en imágenes cósmicas. Tampoco

presentaría un aspecto cosmológico frente a otro antropológico, sino que en

la íntima consecuencia de toda la visión bíblica mostraría la unidad de la

antropología y de la cosmología en la definitiva cristología, y en ella el fin del

.mundo. que en su doble construcción de cosmos y hombre alude a esa unidad

como a su meta final. El cosmos y el hombre que, aunque a veces se

contraponen, pertenecen uno al otro, serán una misma cosa mediante su

complexión en lo más grande del amor que supera y abarca el bios, como ya

dijimos antes. Vemos ahora cómo la escatología final y la ruptura realizada en

la resurrección de Jesús son realmente una cosa; es, pues, evidente por qué

el Nuevo Testamento presenta con razón la resurrección como lo

escatológico.

Expliquemos algo más lo afirmado, antes de proseguir nuestro camino. Hemos

dicho antes que el cosmos no es un ámbito exterior de la historia humana,

que no es un edificio estático, una especie de continente en donde aparece

toda clase de seres que muy bien podrían estar en otro recipiente. Afirmamos

positivamente que el cosmos es movimiento que no sólo se da en él una

historia, sino que él mismo es historia; no sólo forma el escenario de la

historia humana, sino que es también antes de ella y con ella .historia. antes

de ella y con ella. En último término sólo se da una historia-mundial que todo

lo abarca y que en sus altos y bajos, en sus avances y retrocesos, sigue una


 

 

 

dirección total que camina .hacia adelante.. Cierto que quien sólo considere

una parte, por muy grande que sea, creerá ver un círculo siempre igual. La

dirección no puede verse, sólo puede verla quien comience a contemplar

todo. Ahora bien, como ya dijimos antes, en este movimiento cósmico el

espíritu no es un producto accidental cualquiera de la evolución, que no

tendría significado alguno en relación con el todo; por el contrario, en ella la

materia y su evolución son la prehistoria del espíritu.

Podemos explicar la fe en el retorno de Jesucristo y en la consumación del

mundo como la convicción de que nuestra historia se dirige al punto omega,

donde será definitivamente claro y visible que lo estable que a nosotros nos

parecía el suelo que soportaba la realidad no es la materia pura, inconsciente

de sí misma, sino la inteligencia que mantiene el ser, le da realidad; más aún,

es la realidad: el ser no tiene consistencia desde abajo, sino desde arriba. En

la transformación del mundo que la técnica realiza, podemos en cierto

sentido experimentar hoy día el hecho de la complexión del ser material por

el espíritu, y su recapitulación, llevada a cabo también por él, en una forma

nueva de unidad. Al manipular lo real comienzan ya a esfumarse los límites

entre la naturaleza y la técnica que ya no pueden separarse distintamente.

Naturalmente el valor de esta analogía puede ponerse en tela de juicio en

muchos puntos; esto no obstante, tales hechos revelan una forma del mundo

en la que el espíritu y la naturaleza no están simplemente separados, sino en

la que el espíritu incluye en sí en nueva complexión lo que, al parecer, es

puramente natural; con eso se crea un mundo nuevo que supone al mismo

tiempo la caída del antiguo. Es cierto que el fin del mundo, en el que cree el

cristiano, es algo completamente distinto del triunfo total de la técnica, pero

la unión de la naturaleza y del espíritu que en ella tiene lugar nos da pie para

comprender de manera nueva cómo hemos de concebir la realidad de la fe en

el retorno de Cristo: como fe en la unión definitiva de lo real por el espíritu.

Prosigamos nuestro camino. Hemos dicho que la naturaleza y el espíritu

forman una única historia que avanza de tal manera que el espíritu se revela

cada vez más como lo que abarca todo. De esta forma concreta la

antropología y la cosmología acaban por anasto-mosarse; sin embargo esta

progresiva complexión del mundo por el espíritu supone necesariamente su

unión en un centro personal, ya que el espíritu no es algo indeterminado, sino

que en su peculiaridad es persona, individualidad. Es cierto que se da algo así

como .el espíritu objetivo., el espíritu colocado en las máquinas, en las más

diversas obras; pero en todos estos casos el espíritu no presenta su forma

original; .el espíritu objetivo. procede siempre del espíritu subjetivo, remite

a la persona, a la auténtica forma existencial el espíritu. Decir que el mundo

se dirige a una complexión por el espíritu, es afirmar que el cosmos avanza

hacia una unión en lo personal.

Esto confirma además la absoluta supremacía de lo singular sobre lo general.

Aquí se ve claramente la importancia de este principio antes enunciado. El

mundo se dirige a la unidad en Persona. El individuo da sentido al todo, no al

revés. Esto justifica además el aparente positivismo de la cristología, de la

convicción tan escandalosa para los hombres de todos los tiempos según la


 

 

 

cual un individuo es el centro de la historia y del todo. Este .positivismo. se

nos muestra ahora renovado en su infinita necesidad. Si es cierto que al fin

triunfa el espíritu, es decir, la verdad, la libertad y el amor, a última hora no

vence una fuerza cualquiera, sino un semblante. La omega del mundo es un

tú, una persona, un individuo. Al fin la complexión y unión de todo lo abarcan

infinitamente, será la unión definitiva de todo colectivismo, del

infinitamente, de la pura idea, también de la llamada idea del cristianismo.

El hombre, la persona predomina siempre sobre la pura idea.

De aquí se deduce otra consecuencia esencial: Si la irrupción de la

ultracomplejidad de lo último se funda en el espíritu y en la libertad, no es

en modo alguno juego neutral y cósmico, sino incluye la reponsabilidad. No se

lleva a cabo como un proceso físico, sino que se apoya en decisiones, por eso

la vuelta del Señor no es sólo salvación, no es sólo la omega que todo lo

arregla, sino también juicio. Ahora podemos explicar el sentido del juicio: el

estadio final del mundo no es el resultado de una corriente natural, sino el de

la responsabilidad en la libertad. Ahora comprendemos por qué el Nuevo

Testamento, a pesar de su mensaje de gracia, sigue afirmando que al fin el

hombre será juzgado .por sus obras. y que nadie podrá escapar a este juicio

sobre la conducta de su vida.

Existe una libertad que la gracia no elimina, sino que perfecciona. La suerte

definitiva del hombre no pasará por alto las decisiones de su vida; esta

afirmación es la frontera a un falso dogmatismo y a una falsa seguridad

cristiana en sí mismo. La fe cristiana afirma la igualdad de todos los hombres

al defender la identidad de su responsabilidad. Desde la época patrística la

predicación cristiana puso de relieve la identidad de la responsabilidad y se

opuso a la falsa confianza de los que decían .Señor, Señor..

Me parece oportuno recordar las conclusiones de un gran teólogo judío, Leo

Baeck; ningún cristiano puede suscribirlas, pero sería injusto pasar por alto su

importancia. Baek afirma que la existencia especial de Israel se transformó en

conciencia del servicio al futuro de la humanidad:

Se exige la peculiaridad de la llamada, pero no se anuncia el exclusivismo de

la salvación. El judaísmo nunca entró en la estrechez del concepto de una

iglesia que pretendiese ser la única santificadora. Donde no conduce a Dios la

fe, sino la obra, donde la comunicad presenta a sus miembros el ideal y la

tarea como signo espiritual de pertenencia, la posición con relación a la fe

no puede garantizar la salvación de las almas.

Baeck afirma después que este universalismo de la salvación fundada en la

obra cristalizó manifiestamente en la tradición judía, hasta que por fin se

plasmó claramente en el proverbio clásico: .También los justos no-israelitas

participan en la salvación eterna.. Nos quedamos perplejos cuando Baeck

continúa diciendo que .para apreciar el contraste en toda su grandeza. hay

que .comparar con esta frase la descripción de Dante del lugar de la

condenación de los mejores paganos y de las innumerables imágenes terribles

que responden a las ideas de la Iglesia de los siglos anteriores y posteriores.

10.

Casi todo el texto es impreciso y contradictorio; sin embargo, afirma cosas


 

 

 

muy serias. A su modo quiere mostrar en qué consiste el carácter

indispensable del juicio universal en el que los hombres serán juzgados .según

sus obras.. No vamos a detenernos a estudiar en particular cómo pueden

conciliarse estas afirmaciones con la importantísima doctrina de la gracia.

Quizá no se superase a la postre la paradoja cuya lógica se abriría plenamente

a la experiencia de una nueva vida de fe. Quien se confíe en ésta, se dará

cuenta de que existen dos realidades: la gracia radical de libera al hombre

impotente, y también el rigor perpetuo de la responsabilidad que diariamente

lo compromete.

Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la tranquilidad

liberadora de quienes viven en la abundancia de la justicia divina que es

Jesucristo. Esa tranquilidad sabe que yo no puedo destruir lo que él ha

edificado. El hombre sabe que su poder de destruir es infinitamente mayor

que su poder de construir, pero ese mismo hombre sabe que en Cristo el

poder de construir se reveló infinitamente fuerte; de ahí nace la libertad

profunda, el conocimiento del amor impenitente de Dios que siempre nos es

propicio a pesar de todos los extravíos. Sin miedo podemos realizar nuestra

obra; ya no da miedo porque ha perdido su poder destructivo: el éxito del

mundo no depende de nosotros; está en las manos de Dios. Por otra parte, el

cristianismo sabe que su obra no es ni algo arbitrario ni un juego poco serio

que Dios pone en sus manos; sabe que ha de responder, sabe que como a

administrador se le pedirán cuentas de lo que se le ha confiado. Sólo hay

responsabilidad donde hay alguien que examina. El artículo sobre el juicio

pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida; nada ni

nadie puede hacernos tomar a la ligera el inaudito alcance de tal

conocimiento, que demuestra la urgencia de la vida en la que estriba su

dignidad.

.A juzgar a los vivos y a los muertos.. Sólo él juzgará, ningún otro. La

injusticia del mundo no tiene la última palabra, ni se disuelve en un acto

gracioso general e intrascendente; hay, por el contrario, una última instancia

a la que podemos apelar para que se haga justicia y el amor pueda realizarse.

Un amor que destruyese la justicia, sería injusticia, caricatura del amor. El

verdadero amor es exceso de justicia, superación de la justicia, pero no

destrucción de la misma; la justicia siempre debe ser la forma fundamental

del amor.

Pero cuidado con caer en el extremo contrario. No puede ponerse en duda

que la conciencia cristiana ha hecho del artículo de fe en el juicio una forma

que prácticamente puede llegar a destruir toda la fe en la redención y en la

promesa de la gracia. Vemos, como ejemplo, la profunda contraposición

entre el maran atha y el Dies irae. El cristianismo primitivo, con su oración .

Ven, Señor nuestro., ha explicado el retorno de Jesús como acontecimiento

lleno de esperanza y alegría; ha visto en él el momento de la gran realización,

y se ha orientado a él; ese momento fue para los cristianos medievales el

terrible .día de la ira. (Dies irae), el día del estremecimiento de pavor y

temor, el día de la miseria y la calamidad. El retorno de Cristo es todavía

juicio, día de la liquidación de cuentas para todos los hombres. En tal visión


 

 

 

se olvida lo más decisivo: el cristianismo se reduce prácticamente a un

moralismo; asimismo es privado de ese respiro de esperanza y alegría que

constituye su más auténtica manifestación vital.

Alguien podría pensar que el primer punto de partida para esa evolución

fracasada, que se fija solamente en el peligro de la responsabilidad y no en la

libertad del amor, nos ofrece la misma profesión de fe, ya que en ella, al

menos según el tenor de las palabras, la vuelta de Cristo se reduce al juicio: .

de allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.. Sabido es que en los

círculos espirituales donde nació el Símbolo, sobrevivía todavía la herencia

primitiva; las afirmaciones sobre el juicio se unían naturalmente con el

mensaje de la gracia. Al afirmar que quien juzgaba era Jesús, el juicio se

tornaba en esperanza. Para probarlo, voy a citar unas palabras de la llamada

segunda carta de Clemente:

Hermanos, así debemos sentir sobre Jesucristo como de Dios que es, juez de

vivos y de muertos, y tampoco debemos tener bajos pensamientos acerca de

nuestra salvación. Porque si bajamente sentimos de él, bajamente también

esperamos recibir 11.

Esto no muestra dónde hemos de colocar el acento en nuestro texto: el que

juzga no es, simplemente, como podría esperarse, Dios, el infinito, el

desconocido, el eterno. Dios ha puesto el juicio en manos de quien es, como

hombre, nuestro hermano. No nos juzgará un extraño, sin el que hemos

conocido en la fe. No saldrán a nuestro encuentro el juez totalmente otro,

sino uno de los nuestros, el que conoce íntimamente el ser humano porque lo

sufrió.

Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza; el juicio no es sólo día

de ira, sino el retorno de nuestro Señor. Recordemos la extraordinaria visión

de Cristo con la que comienza el Apocalipsis (1,9-19): El vidente cae a sus

pies como muerto, lleno de temor, pero el Señor puso su mano sobre él y

dijo, como cuando calmó la tempestad en el lago de Genesaret, .no temas,

soy yo.(1,17). El Señor todopoderoso es Jesús; el vidente fue en la fe su

compañero de viaje.

El artículo de fe en el juicio relaciona estas ideas con nuestro encuentro con

el juez universal. Con bienaventurado asombro verá el creyente en aquel día

de angustia, que el que .tiene poder sobre el cielo y la tierra.(Mt 28,18), fue

en la fe su compañero de viaje en su vida terrena, y que ahora, por las

palabras del Símbolo, lo acaricia y le dice: No temas, soy yo.

Quizá no pueda darse una solución mejor al problema de la unión del juicio y

de la gracia que la que nos ofrece el trasfondo del Credo.

________________

Notas:

1.- Cf. R. Laurentin, Structure et théologie de Luc 1-2. París 1957; L. Deiss, María, Tochter

Sion. Mainz 1961; A. Stöger, Das Evangelium nach Lukas I. Düseldorf 1964, 38-42; G. Voss, Die

Christologie des lukanischen Shriften in Grundzügen. Studia Neotestamentica II. Paris-Bruges

1965.

2.- Cf. W. Eichrodt, Theologie des AT, I. Leipzig 1930, 257: ....todos estos rasgos... remiten a

una imagen del salvador, muy conocida por el pueblo, en la que encuentran su unidad ideal.

Esto lo confirma una serie de expresiones análogas sobre el rey-redentor encontradas en el


 

 

 

antiguo oriente que pueden agruparse en escenas de una biografía santa y que muestran hasta

qué punto participó Israel en el patrimonio común del oriente.

3.- E. Schweizer, Uiós, en TWzNT VIII, 384.

4.- A esto habría que objetar las especulaciones con las que P. Schoonenberg quiere justificar

sus reservas ante el catecismo holandés en su artículo .Die nieuwe Katechismus und die

Dogmen.. Desgraciadamente este estudio se funda en una falsa comprensión del concepto de

dogma. Schoonenberg entiende el dogma par-tiendo de la perspectiva armoniosa de la

dogmática jesuita del final del siglo XIX; después busca, natural-mente en vano, una

intervención definitoria del magisterio sobre el nacimiento de Jesús de la Virgen, análoga a la

definición de la .inmaculada concepción. (carencia de pecado original) y a la asunción

corporal de la Virgen .al cielo.. Así llega a la conclusión de que, a diferencia de las

definiciones antes mencionadas, en lo que se refiere al nacimiento de Jesús de la Virgen no

hay una doctrina eclesial fija. Con tales afirmaciones cambia totalmente la historia del dogma

y absolutiza una forma de ejercer el magisterio empleada a partir del Concilio Vaticano I, que

no puede utilizarse en el diálogo con la Iglesia oriental; la cosa misma no la tolera; el mismo

Schoonenberg no puede mantenerla. El dogma como frase aislada definida ex cathedra por el

Papa es la última e inferior forma de la configuración del dogma. El símbolo es la forma

primitiva con la que la Iglesia expresó obligatoriamente su fe. La profesión de fe en el

nacimiento de Jesús de la Virgen pertenece desde el principio a todos los símbolos, y así es

parte constitutiva del dogma primitivo eclesial. Ponerse el problema del carácter obligatorio

del Concilio I de Letrán o de la bula de Pablo V en el año 1555, como hace Schoonenberg, es

un trabajo que no tiene la más mínima razón de ser; querer limitar los símbolos a pura

interpretación .espiritual. sería nebulosidad histórico-dogmática.

5.- J. Daniélou, El misterio de la historia. Dinor, San Sebastián 1963, 440 s.

6.- Politeia II, 361-362a; cf. también H. U. von Balthasar, Herrlichkeit III/1, Einstedeln 1965,

156-161; E. Benz, Der gekreuzigte Gerechte bei Plato, im NT und in der alten Kirche,

Abhandlungen der Mainzer Aka-demie 12 (1950).

7.- Cf. H. de Lubac. El drama del humanimo ateo. EPESA, Madrid 1949, 17 s.

8.- Véase el significado del silencio en los escritos de Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios

19,I: .Y quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del

mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio

de Dios.; cf. Ad Magn. 8,2. Traducción española en Padres apostólicos, BAC, Maadris, 1950.

9.- H. U. von Balthasar, Teología de la hsitoria. Guadarrama, Madrid 1959, 48; cf. G.

Hasenhüttl, Der Glaubensvollzug. Essen 1963, 327.

10.- L. Baeck, Das Wesen des Judentums. Köln 1960, 69.

11.- Clem I, I s. Traducción española en Padres apostólicos. BAC, Madrid 1950; cf.

Kattenbusch II, 600.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9.- El desarrollo de la profesión cristiana

en los artículos de fe cristológica

 

 

 

Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo;

y nació de santa María, virgen.


 

 

 

El origen de Jesús queda en la zona del misterio. En el evangelio de Juan, los

judíos de Jerusalén arguyen en contra de la mesiandad de Jesús que .saben

de dónde es; mas del Mesías, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene. (Jn

8,27). La secuencia del discurso muestra la insuficiencia de tal conocimiento

sobre el origen de Jesús: Yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha

enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis (Jn 7,28).

Jesús procedía de Nazaret. ¿Pero conocemos su verdadero origen si sabemos

el lugar geográfico de su nacimiento? El cuarto evangelio recalca con

particular interés que el origen real de Jesús es .el Padre., que de él procede

totalmente y de modo distinto a cualquier otro mensajero divino.

Los llamados evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, nos presentan a

Jesús procediendo del misterio .incognoscible. de Dios. Mateo y Lucas, pero

especialmente este último, describen el comienzo de la historia de Jesús con

palabras tomadas del Antiguo Testamento, para presentar lo que aquí sucede

como realización de toda la historia de la alianza de Dios con los hombres. El

saludo que el ángel dirige a la virgen en el evangelio de Lucas se parece

muchísimo al grito con el que el profeta Sofonías saludaba a la Jerusalén

liberada del final de los tiempos (Sof 3,14) y asume las bendiciones con las

que Israel celebró a sus nobles mujeres (Jue 4,24; Jdt 13, 18s). María es el

santo resto de Israel, el verdadero Sión a donde se dirigen todas las miradas

de la esperanza. En los estragos de la historia la esperanza recurre a ella.

Según el texto de Lucas, con ella comienza el nuevo Israel; no, no sólo

comienza con ella, sino que ella es el resto de Israel, la santa .hija de Sión.,

donde comienza por voluntad de Dios el nuevo inicio 1:

El Espíritu Santo vendrá sobre tí, y la virtud del Altísimo te cubrirá con tu

sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios

(Lc 1,35).

El horizonte se extiende aquí hasta la creación, superando la historia de la

alianza con Israel: en el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios es poder

creador divino; él se cernía al principio sobre las aguas, él transformó el caos

en cosmos (Gn 1,2); con su venida surgen los seres vivientes (Sal 104,30). Lo

que sucederá en María será nueva creación: el Dios que de la nada llamó al

ser, coloca un nuevo inicio en medio de la humanidad: su palabra se hace

carne. La segunda imagen de nuestro texto .el Espíritu te cubrirá con su

sombra. alude al templo de Israel y a la tienda santa del desierto, que

mostraba la actualidad de Dios en la nube que revelaba y al mismo tiempo

encubría la gloria de Dios (Ex 40, 34; 3 Re 8,11). Antes María era el nuevo

Israel, la verdadera .hija de Sión.; ahora es como el templo al que desciende

la nube en la que Dios entra en la historia. Quien se pone a disposición de

Dios, desaparece con él en la nube del olvido y de la insignificancia para

tomar parte en su gloria.

Ningún racionalista puede ver, ni siquiera en pintura, el nacimiento virginal

de Jesús, narrado en los evangelios. La distinción de las fuentes minimaliza el

testimonio neotestamentario, la alusión al pensamiento ahistórico de la

antigüedad lo lleva al terreno de lo simbólico, la clasificación en la historia

de las religiones lo comprueba como variante del mito. De hecho el mito del


 

 

 

nacimiento milagroso del niño salvador está muy extendido. En él sale a la luz

un anhelo de la humanidad, el anhelo por la esperanza y pureza que

representa la virgen pura, por lo verdaderamente maternal, por lo acogedor,

por lo maduro y lo bueno, y finalmente la esperanza que surge cuando nace

un hombre, la esperanza y la alegría que supone un hijo. Probablemente

también Israel conoció tales mitos; Is 7,14 (He aquí que una virgen

concebirá...) podría darnos la oportunidad de aplicar una tal expectación,

aunque el tenor del texto pone de manifiesto que no se trata sin más de una

virgen en sentido estricto 2. Si el texto ha de explicarse en ese contexto, el

Nuevo Testamento indirectamente habría visto realizada en la virgen-madre

la confusa esperanza de la humanidad; tal motivo primordial de la historia no

carece a ciencia cierta de sentido.

Es también evidente que los relatos neotestamentarios del nacimiento de

Jesús de la Virgen no muestran puntos de contacto inmediato con el ámbito

histórico-religioso, sino con la Biblia veterotestamentaria. Los relatos

extrabíblicos de este estilo son profundamente diversos de la historia del

nacimiento de Jesús, tanto en su vocabulario como en sus concepciones. La

diferencia más central estriba en que en casi todos los relatos paganos la

divinidad es el poder generante, fecundador, de forma que el .padre. en

sentido más o menos genealógico y físico del hijo salvador es la divinidad

misma. No sucede así en el Nuevo Testamento, como hemos visto. La

concepción de Jesús es la nueva creación, no la generación por parte de Dios.

Dios no es algo así como el padre biológico de Jesús, y ni el Nuevo

Testamento ni la genealogía de la Iglesia han visto en ese relato o en el

acontecimiento narrado el fundamento de la verdadera divinidad de Jesús, de

su .filiación divina..

Tal filiación no significa que Jesús es mitad Dios mitad hombre, sino que para

la fe siempre fue completamente Dios y completamente hombre. Su divinidad

no implica disminución de la humanidad; ese fue precisamente el camino que

siguieron Arrio y Apolinar, grandes herejes de la antigua Iglesia; contra ellos

la doctrina eclesial defendió claramente la plena e indivisa humanidad de

Jesús, y así negó la filiación del relato bíblico con el mito pagano del que,

engendrado por Dios, sería mitad Dios. La filiación divina de Jesús no se

funda, según la fe eclesial, en que Jesús no tiene padre humano. La filiación

divina de Jesús no sufriría menoscabo alguno si hubiese nacido de un

matrimonio normal, porque la filiación divina de la que habla la Iglesia no es

un hecho biológico, sino ontológico; no es un acontecimiento del tiempo, sino

de la eternidad de Dios: Dios es siempre Padre, Hijo y Espíritu, y la

concepción de Jesús no significa que haya nacido un nuevo Dios-hijo, sino que

Dios hijo atrae a sí mismo la criatura hombre en el hombre Jesús, de modo

que él mismo .es. hombre.

Tampoco cambian nada dos expresiones que podrían inducir a error a los

ignorantes. ¿No afirma el relato lucano, en relación con la promesa de la

concepción milagrosa, que lo que nazca .será llamado santo, hijo de Dios? (Lc

1,35). ¿No se unen aquí la filiación divina y el nacimiento virginal de tal modo

que se recorre el camino del mito? Por lo que toca a la teología eclesial, ¿no


 

 

 

habla reiteradamente de la filiación divina .física. de Jesús y no descubre así

su trasfondo mítico? Comencemos por lo último. No cabe duda de que la

expresión .filiación divina y física de Jesús. no es feliz porque puede inducir a

error; la expresión muestra cómo la teología durante casi dos mil años no

pudo liberar sus conceptos lingüísticos del cascarón de su origen helénico. .

Físico. se entiende aquí en el sentido del antiguo concepto de physis, es

decir, de naturaleza, o mejor dicho de esencia. .Físico. significa lo que

pertenece a la esencia. .Filiación divina., pues, significa que Jesús es Dios

según el ser, no según su pura conciencia; la palabra expresa lo contrario a la

representación de la pura adopción de Jesús por parte de Dios. Es claro que el

término .físico. se entiende en el sentido de ser-de-Dios, no en sentido

biológico-generativo, sino en el plano del ser y de la eternidad divinos.

Significa que en Jesús ha asumido la naturaleza humana el que desde la

eternidad pertenece .físicamente. (es decir, realmente, según el ser) a la

relación una y trina del amor divino.

¿Qué diremos al emérito E. Schweizer que se expresa así: .Como quiera que

Lucas no muestra interés en el problema biológico, tampoco supera los límites

que le llevarían a una comprensión metafísica. 3 ? La frase es falsa casi en su

totalidad. Veladamente equipara la biología con la metafísica. Esto es

asombroso. La filiación divina metafísica (conforme al ser) se confunde según

todas las apariencias con la procedencia biológica y así se cambia totalmente

el sentido de todo. Como hemos visto, es la repulsa más categórica a la

concepción biológica del origen divino de Jesús. De intento afirmamos, con

tristeza, que el plano de la metafísica no es el de la biología. La doctrina

eclesial de la filiación divina de Jesús no se funda en la prolongación de la

historia del nacimiento virginal, sino en la prolongación del diálogo Abba-hijo

y de la relación de la palabra y del amor que ahí se inicia, según veíamos. Su

idea del ser no pertenece al plano biológico, sino al .yo-soy. del cuarto

evangelio donde, como vimos, se ha desarrollado la total radicalización de la

idea de hijo, mucho más comprensivo y de mayor alcance que las ideas

biológicas del Dios-hombre del mito. Todo esto lo hemos explicado

detalladamente antes; recordemos solamente, ya que ésa es la impresión que

se tiene, que la aversión moderna tanto al mensaje del nacimiento virginal

como a la plena confesión de la filiación divina se apoya en un malentendido

fundamental y en la falsa relación en la que ambas parecen verse.

Todavía nos queda por resolver el problema del sentido del concepto .hijo. en

la predicación lucana. Al dar una respuesta a este problema, tocaremos la

cuestión que nos surgía en las reflexiones anteriores. Si la concepción de

Jesús por la Virgen mediante el poder creador de Dios no tiene nada que ver,

al menos inmediatamente, con su filiación, ¿qué sentido puede tener ésta?

Nuestras reflexiones anteriores nos ofrecen una fácil respuesta al problema

de qué significa la palabra .hijo de Dios. en los textos de la predicación.

Como ya vimos, la expresión se opone al simple .hijo. y pertenece a la

teología de la elección y de la esperanza de la antigua alianza, y designa a

Jesús como el verdadero heredero de las promesas, como el rey de Israel y

del mundo. Con esto aparece claramente el contexto espiritual en el que hay


 

 

 

que comprender el relato lucano: la fe en la esperanza de Israel que, como

hemos dicho, ha permanecido casi incontaminada con las esperanzas paganas

de los nacimientos milagrosos, pero que les ha dado un contorno

completamente nuevo y ha cambiado totalmente el sentido.

El Antiguo Testamento conoce una serie de nacimientos milagrosos ocurridos

en los puntos decisivos de la historia de la salvación: Sara, la madre de Isaac

(Gn 18), la madre de Samuel (1 Sam 1-3) y la anónima madre de Sansón (Jue

13) son estériles; es absurdo, pues, que esperen un hijo. En los tres casos el

nacimiento del hijo, que será el salvador de Israel, tiene lugar por un acto de

la graciosa misericordia de Dios que hace posible lo imposible (Gn 18,14; Lc

1,37), que exalta a los humildes (1 Sam 2,7; 1,11; Lc 1,52; 1,48) y que quita

el trono a los poderosos (Lc 1,52). Con Isabel, la madre de Juan Bautista, se

continúa la misma línea (Lc 1,7-25.36); con María llega a su punto

culminante. El sentido de los acontecimientos es siempre el mismo: la

salvación del mundo no viene de los hombres ni de su propio poder. El hombre

puede dejarse regalar algo y sólo puede recibirlo como puro don.

El nacimiento virginal no significa un capítulo de ascesis cristiana ni

pertenece inmediatamente a la doctrina de la filiación divina de Jesús, es en

primer y último lugar teología de la gracia, mensaje del modo como se nos

comunica la salvación; en el candor con que se recibe como gracioso don de

amor lo que salva al mundo. El libro de Isaías expresa majestuosamente la

idea de que la salvación viene solamente del poder de Dios, cuando dice:

Alégrate, la estéril, que no dabas a luz, rompe a cantar de júbilo, la que no

tenías dolores: porque la abandonada tendrá más hijos que la casada .dice el

Señor. (Is 54,1; cf. Gal 4,27; Rom 4,17-22).

En Jesús ha puesto Dios en medio de la infecunda y desesperada humanidad

un nuevo comienzo que no es producto de su propia historia, sino don del

cielo. Como cada hombre no es la suma de cromosomas ni el producto de su

mundo determinado, sino algo inexplicablemente nuevo, una singular criatura

de Dios, así Jesús es lo verdaderamente nuevo que no procede de lo propio de

la humanidad, sino del Espíritu de Dios. Por eso es el segundo Adán (1Cor

15,47); con él comienza una nueva encarnación. A diferencia de todos los

elegidos anteriores a él, no sólo recibe el Espíritu de Dios, sino que incluso en

su existencia terrena, y sólo él es movido por el Espíritu, es el verdadero

profeta, la realización de todos los profetas.

No es necesario decir que todas estas expresiones sólo son significativas si el

acontecimiento realmente tuvo lugar. No quieren sino revelar su sentido. Son

explicación de un evento; si no se admite esto, se convierten en edificio vacío

que muy bien podría calificarse de poco serio y honrado. Por lo demás, en

todos estos intentos, por muy buenas intenciones que tengan, hay una

contradicción que casi podríamos calificar de trágica: cuando hemos

descubierto la corporeidad del hombre con todos los hilos de nuestra

existencia, y podemos comprender el espíritu como encarnado, cono ser-

cuerpo, no como tener-cuerpo, se quiere salvar la fe descorporalizándola,

llevándola a la región del puro .sentido., de la pura y autosuficiente

explicación que sólo por su falta de realidad puede sustraerse a la crítica. En


 

 

 

realidad, la fe cristiana es la profesión de fe en que Dios no es prisionero de

su eternidad, y en que no está limitado a lo espiritual, sino que puede obrar

aquí y ahora, en mi mundo, y que ha obrado en Jesús, el hombre nuevo

nacido de María la virgen, mediante el poder creador de Dios, cuyo Espíritu

en el principio se cernía sobre las aguas, y de la nada creó el ser 4.

Hagamos todavía una observación. El sentido del signo divino del nacimiento

virginal, comprendido rectamente, nos indica también cuál es el lugar

teológico de la piedad mariana que debe deducirse de la fe del Nuevo

Testamento. La piedad mariana no puede apoyarse en una mariología que sea

una especie de segunda tarea de la cristología; no hay razón ni fundamento

para tal desdoblamiento. Un tratado teológico al que pertenezca la

mariología como concretización suya, sería la doctrina de la gracia que forma

un todo juntamente con la eclesiología y la antropología.

Como verdadera .hija de Sión., María es la imagen de la Iglesia, la imagen de

los creyentes que sólo mediante el don del amor .mediante la gracia . pueden

llegar a la salvación y a sí mismos. Bernanos termina su libro Diario de un

cura rural, con las palabras .todo es gracia.; la expresión revela una vida

llena de riqueza y realización, aunque al parecer es sólo debilidad e

inutilidad; la expresión se convierte en María, la .llena de gracia. (Lc 1,28),

en verdadero acontecimiento. No es protesta o amenaza en contra de la

exclusividad de la salvación de Cristo, sino alusión a ella; es presentación de

la humanidad que es, en cuanto todo, expectación y que necesita tanto más

de esta imagen cuanto más le amenaza el peligro de olvidar la espera y de

entregarse al hacer que, por muy imprescindible que sea, no puede llenar el

vacío que amenaza al hombre si no encuentra el amor absoluto que le da

sentido, salvación y todo lo verdaderamente necesario para la vida.

 

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y

sepultado..

 

a).- Justificación y gracia.

¿Qué lugar ocupa la cruz dentro de la fe en Jesús como Cristo? Este es el

problema ante el cual nos sitúa este artículo de la fe. Nuestras reflexiones

anteriores nos han dado los elementos esenciales de la respuesta; ahora

debemos unirlos. La conciencia cristiana en general, como dijimos antes, está

condicionada a este problema por la concepción de Anselmo de Cantebury,

cuyas líneas fundamentales expusimos anteriormente. Para muchos cristianos,

especialmente para los que conocen la fe sólo de lejos, la cruz sería una

pieza del mecanismo del derecho violado que ha de restablecerse; sería el

modo como la justicia de Dios, infinitamente ofendida, quedaría restablecida

con una actitud que consiste en un estupendo equilibrio entre el deber y el

tener que; pero al mismo tiempo, uno tiene la impresión de que todo eso es

pura ficción. Se da a escondidas, con la mano izquierda, lo que recibe

solemnemente la mano derecha. Una doble luz misteriosa alumbra la .

expiación infinita. que Dios parece exigir. Los devocionarios presentan la

concepción según la cual en la fe cristiana nos encontramos con un Dios cuya


 

 

 

severa justicia exigió el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio

hijo. Pero con temor no apartamos de una justicia cuya oculta ira hace

increíble el mensaje del amor.

Esta concepción se ha difundido tanto cuanto falsa es. La Biblia no nos

presenta la cruz como pieza del mecanismo del derecho violado; la cruz, en

la Biblia, es más bien expresión del amor radical que se da plenamente,

acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una

vida que es para los demás. Quien observe atentamente, verá cómo la

teología bíblica de la cruz supone una revolución en contra de las

concepciones de expiación y redención de la historia de las religiones no

cristianas; pero no debemos negar que la conciencia cristiana posterior la ha

neutralizado y muy raramente ha reconocido todo su alcance.

Por regla general, en las religiones del mundo expiación significa el

restablecimiento de la relación perturbada con Dios, mediante las actitudes

expiatorias de los hombres. Casi todas las religiones se ocupan del problema

de la expiación; nacen de la conciencia del hombre de su propia culpa, de

superar la culpa mediante acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La

obra expiatoria con la que los hombres quieren expiar a la divinidad y

aplacarla, ocupa el centro de la historia de las religiones.

El Nuevo Testamento nos ofrece una visión completamente distinta. No es el

hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablezca el

equilibrio, es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El

derecho violado se restablece por la iniciativa del amor, que por su

misericordia creadora justifica al impío y vivifica los muertos; su justicia es

gracia, es justicia activa que juzga, es decir, que hace justos a los pecadores,

que los justifica.

Nos encontramos ante el cambio que el cristianismo supuso frente a la

historia de las religiones. El Nuevo Testamento nos dice que los hombres

expían a Dios, no como habría de esperar, ya que ellos han pecado, no Dios.

En Cristo, .Dios reconcilia el mundo consigo mismo. (2 Cor 5,19); cosa

inaudita, completamente nueva, punto de partida de la existencia cristiana y

médula de la teología neotestamentaria de la cruz: Dios no espera a que los

pecadores vengan a él y expíen, Él sale a su encuentro y los reconcilia. He ahí

la verdadera dirección de la encarnación, de la cruz.

Según el Nuevo Testamento, pues, la cruz es primariamente un movimiento

de arriba abajo. No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al

Dios airado, sino la expresión del amor incomprensible de Dios que se

anonada para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no al revés.

Con este cambio de la idea de expiación, médula de lo religioso, el culto

cristiano y toda la existencia toma una nueva dirección. Dentro de lo cristiano

la adoración es ante todo acción de gracias por la obra salvífica recibida. Por

eso la forma esencial del culto cristiano se llama con razón Eucaristía, acción

de gracias. En este culto no se ofrecen a Dios obras humanas, consiste más

bien en que el hombre acepta el don. No glorificamos a Dios cuando nos

parece que le ofrecemos algo (¡como si eso no fuese suyo!), sino cuando

aceptamos lo suyo y le reconocemos así como Señor único. Le adoramos


 

 

 

cuando destruimos la ficción de que somos autónomos, contrincantes suyos,

cuando en verdad sólo en él y de él podemos ser. El sacrificio cristiano no

consiste en el don de lo que Dios no tendría si nosotros no le diésemos, sino

en que él nos dé algo. El sacrificio cristiano consiste en dejar que Dios obre

en nosotros.

 

 

b).- La cruz como adoración y sacrificio.

Todavía nos quedan muchas cosas por decir. El Nuevo Testamento, leído

desde el principio hasta el fin, nos sitúa ante esta cuestión: ¿el acto

expiatorio de Jesús no es ofrecer un sacrificio al Padre?, ¿no es la cruz el

sacrificio que Cristo sumisamente ofrece al Padre? Una larga serie de textos

parece describir el movimiento de la humanidad que asciende a Dios, cosa

que parece contradecir lo que hemos afirmado antes. En realidad, sólo con la

línea ascendente no podemos comprender el estado de las cosas del Nuevo

Testamento. ¿Cómo puede ilustrarse la relación mutua de ambas líneas?

¿Excluiremos una en favor de la obra? Si así obramos, ¿cuál será la razón que

lo justifique? Sabemos que no podemos proceder así: en último término no

erigiríamos la arbitrariedad de nuestra propia opinión en medida de fe.

Para seguir adelante, debemos ampliar el problema y ver claramente dónde

estriba el punto de partida de la explicación neotestamentaria de la cruz.

Reconozcamos primeramente que para los discípulos de Jesús la cruz fue ante

todo el fin, el fracaso. Ellos creyeron encontrar en Jesús al rey que

gobernaría por siempre, pero de repente se convirtieron en camaradas de un

ajusticiado. La resurrección los llevó a la convicción de que Jesús era

verdaderamente rey; sólo poco a poco comprendieron el significado de la

cruz. La Escritura, es decir, el Antiguo Testamento, les ayudó a reflexionar; a

través de conceptos e imágenes veterotestamentarias comenzaron a

comprender lo ocurrido. Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron

de que lo anunciado se había realizado en Jesús; partiendo de ahí se podía

comprender de modo completamente distinto de qué se trataba en verdad.

Por eso el Nuevo Testamento explica la cruz, entre otros, con los conceptos

de la teología del culto veterotestamentario.

La Carta a los Hebreos nos ofrece la más consecuente continuación de tal

tarea; en ella la muerte de Jesús en la cruz se relaciona con el rito y la

teología de la fiesta judía de la reconciliación, y se explica como verdadera

fiesta de reconciliación cósmica. Podemos exponer brevemente el raciocinio

de la Carta a los Hebreos: Todo sacrificio de la humanidad, todo intento de

reconciliarse con Dios mediante el culto y los ritos, de los que el mundo está

saturado, son inútiles por ser obra humana, ya que Dios no busca toros,

machos cabríos o lo que se pueda ofrecer ritualmente. Ya se pueden ofrecer a

Dios hecatombes de animales en todos los lugares del mundo; no los necesita

porque todo eso le pertenece y porque al Señor de todo no se le puede dar

nada, aun cuando el hombre queme sacrificios en su honor.

.Yo no tomo becerros de tu casa ni de tus apriscos machos cabríos. Porque

mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los

montes. Y en mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del


 

 

 

campo. Si tuviera hambre no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y

cuanto lo llena. ¿Como yo acaso la carne de los toros? ¿Bebo acaso la sangre

de los carneros? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al

Altísimo. (Sal 50, 9-14).

El redactor de la Carta a los Hebreos se sitúa en la línea espiritual de este

texto y de otros semejantes. Todavía con mayor intensidad pone de relieve la

caducidad de tales ritos. Dios no busca toros ni machos cabríos, sino hombres.

El .sí. humano sin reservas a Dios es lo único que puede constituir la

verdadera adoración. A Dios le pertenece todo; al hombre sólo le queda la

libertad del .sí. o del .no., del amor o de la negación; el .sí. libre del amor es

lo único que Dios espera, la donación y el sacrificio que unánimemente tienen

sentido. La sangre de toros y machos cabríos no puede sustituir ni representar

el .sí. humano dado a Dios, por el que el hombre se entrega nuevamente a

Dios. .¿Pues qué dará el hombre a cambio de su alma?., pregunta el

evangelista Marcos (8,37). La respuesta reza así: no hay nada en el mundo

que pueda compensarlo.

Todo el culto precristiano se funda en la idea de sustitución, de

representación; quiere sustituir lo que es insustituible, por eso es

necesariamente pasajero, transitorio. La Carta a los Hebreos, a la luz del

acontecimiento Cristo, muestra el balance sombrío de la historia de las

religiones; en un mundo saturado de sacrificios esto podía parecer un ultraje

inaudito. Sin reservas, puede atreverse a manifestar el pleno naufragio de las

religiones, porque ha adquirido un nuevo sentido completamente nuevo.

Quien, desde lo legal-religioso, era un laico, el que no desempeñaba ninguna

función en el culto de Israel, era el único sacerdote verdadero, como dice el

texto. Su muerte, que históricamente era un acontecimiento completamente

profano .la condena de un criminal político., fue en realidad la única liturgia

de la historia humana, fue liturgia cósmica por la que Jesús entró en el

templo real, es decir en la presencia de Dios, no en el círculo limitado de la

escena cúltica, en el templo, sino ante los ojos del mundo. Por su muerte no

ofreció cosas, sangre de animales o cualquier otra cosa, sino que se ofreció a

sí mismo (Heb 9,11s.).

Observemos la transformación operada en la Carta a los Hebreos, que es al

mismo tiempo el núcleo de la misma: Lo que considerado terrenamente era

un acontecimiento profano, era el verdadero culto de la humanidad, ya que,

quien eso hizo, rompió el espacio de la escena litúrgica y se entregó a sí

mismo. A los hombres les arrebató de las manos las ofrendas sacrificiales y en

su lugar ofreció su propia personalidad, su propio yo. Nuestro texto afirma,

sin embargo, que Jesús ofreció su sangre con la que realizó la justificación

(9,12); pero esta sangre no hemos de concebirla como un don material, como

un medio de expiación cuantitativo, sino simplemente como la concreción del

amor del que dice Juan que llega hasta el fin (Jn 13,1). Es expresión de la

totalidad de su don y de su servicio; es encarnación del hecho de que se

entregó, ni más ni menos, a sí mismo. El gesto del amor que todo lo da, fue,

según la Carta a los Hebreos, la verdadera reconciliación cósmica, la

verdadera y definitiva fiesta de la reconciliación. Jesucristo es el único culto


 

 

 

y el único sacerdote que lo realiza.

 

c).- La esencia del culto cristiano.

La esencia del culto cristiano no es, pues, el ofrecimiento de cosas ni la

destrucción de las mismas, como a partir del siglo XVI afirmaban las teorías

del sacrificio de la misa; se decía que de esa forma se reconocía la

supremacía de Dios.

El acontecimiento Cristo y su explicación bíblica ha superado todos esos

ensayos de ilustración. El culto cristiano consiste en lo absoluto del amor que

sólo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano;

consiste en una nueva forma de representación innata al amor, en que él

sufrió por nosotros y en que nosotros nos dejemos tomar por él. Hemos de

dejar, pues, a un lado nuestros intentos de justificación que en el fondo sólo

son excusas que nos distancian de los demás. Adán quiso justificarse,

excusándose, echando la culpa a otro, en último término acusando a Dios: .La

mujer que me dista por compañera, me dio del fruto del árbol... (Gn 3,12).

Dios nos pide que en lugar de la autojustificación que nos separa de los demás

aceptemos unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores.

Ahora podemos responder brevemente a algunas cuestiones que surgen en

nuestro camino:

1.- En relación con el mensaje de amor del Nuevo Testamento se tiende hoy

día a disolver el culto cristiano en el amor a los hermanos, en la .co-

humanidad., y a negar el amor directo a Dios o la adoración de Dios. Se

afirma la relación horizontal, pero se niega la verticalidad de la relación

inmediata con Dios. No es difícil ver, después de lo que hemos afirmado, por

qué esta concepción, tan afín al cristianismo a primera vista, destruye

también la concepción de la verdadera humanidad. El amor a los hermanos,

que quiere ser autosuficiente, se convertiría en el supremo egoísmo de la

autoafirmación.El amor a los hermanos negaría su última apertura,

tranquilidad y entrega a los demás, si no aceptase que este amor también ha

de ser redimido por el único que amó real y suficientemente; a fin de cuentas

molestaría a los demás e incluso a sí mismo, porque el hombre no sólo se

realiza en la unión con la humanidad, sino ante todo en la unión del amor

desinteresado que glorifica a Dios. La adoración simple y desinteresada es la

suprema posibilidad del ser humano y su verdadera y definitiva liberación.

2.- Las devociones habituales de la pasión nos plantean ante todo el problema

del modo como el sacrificio (y consiguientemente la adoración) depende del

dolor, y viceversa. Según lo que dijimos antes, el sacrificio cristiano no es

sino éxodo del .para. que se abandona a sí mismo, realizado

fundamentalmente en el hombre que es pleno éxodo, plena salida de sí

mismo por amor. Según eso, el principio constitutivo del culto cristiano es ese

movimiento de éxodo en su doble y única dirección hacia Dios y hacia los

demás. Cristo lleva el ser humano a Dios, por eso lo lleva a su salvación. El

acontecimiento de la cruz es, pues, el pan de vida .para todos. (Lc 22,19),

porque el crucificado ha fundido el cuerpo de la humanidad en el .sí. de la

adoración. Es, por tanto, plenamente .antropocéntrico., plenamente


 

 

 

relacionado con el hombre, porque es teocentrismo radical, abandono del yo

y del ser humano a Dios. Como este éxodo del amor es el éxtasis del hombre

que sale de sí mismo, en el que éste está en tensión perpetua consigo mismo,

separado y muy sobre sus posibilidades de distensión, así la adoración

(sacrificio) siempre es también cruz, dolor de separación, muerte del grano

de trigo que sólo da fruto si muere. Pero esto indica que lo doloroso es un

elemento secundario nacido de algo más fundamental que lo precede y que le

da sentido.

El principio constitutivo del sacrificio no es la destrucción, sino el amor. En

cuanto que el amor rompe, abre, crucifica y divide, todo esto pertenece al

amor como forma del mismo, en un mundo marcado con el sello de la muerte

y del egoísmo. Unas palabras de Jean Daniélou me parecen muy aptas para

ilustrar estas ideas, aunque él las pronuncia en un contexto diferente:

Entre el mundo pagano y la Trinidad bienaventurada no hay más que un paso

que es el de la cruz de Cristo. ¿Habrá pues de qué extrañarse de que, una vez

puestos a establecernos en ese intervalo, para tejer entre el mundo

paganizado y la Trinidad los hilos que los han de unir de una manera

misteriosa, nada podemos hacer más que por medio de la cruz? Es preciso

que nos configuremos a esta cruz, que la llevemos sobre nosotros, y que,

como dice san Pablo del misionero, .llevemos siempre en nuestro cuerpo la

muerte de Jesús. (2Cor 4,10). Esta división que nos crucifica, esta

incompatibilidad en la que nos vemos, de llevar al mismo tiempo el amor de

la Trinidad santísima y el amor hacia el mundo extraño a esa Trinidad, es la

pasión del Unigénito de la que nos llama él a participar, él que ha querido

cargar con esta separación para poder destruirla en sí, aun cuando no ha

podido destruirla mas que cuando ha cargado con ella en primer término.

Cristo va desde un extremo a otro. Sin abandonar el seno de la trinidad, se

llega hasta los extremos límites de la miseria humana y llena todo este

espacio. Esta extensión de Cristo, cuyo signo constituyen las cuatro

dimensiones de la cruz, es la expresión misteriosa de nuestra distensión, y

nos configura con ella5.

El dolor es a la postre resultado y expresión de la división de Jesucristo entre

el ser de Dios y el abismo del .Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Aquel

cuya existencia está tan dividida que simultáneamente está en Dios y en el

abismo de una criatura abandonada por Dios, está dividido, está .

crucificado.. Pero esta división se identifica con el amor: es su realización

hasta el fin (Jn 13,1) y la expresión concreta de la amplitud que crea.

Esto revela el verdadero fundamento de la devoción a la pasión, preñada de

sentido. También muestra cómo coinciden la devoción a la pasión y la

espiritualidad apostólica. Es evidente cómo lo apostólico, el servicio a los

hombres y al mundo, penetra en lo más íntimo de la mística cristiana y de la

devoción a la pasión. Una cosa no oculta a la otra, sino que vive

profundamente de ella. También es evidente que la cruz no es una suma de

dolores físicos, como si la mayor suma de tormentos fuese la obra de la

redención. ¿Cómo podría Dios gozarse de los tormentos de una criatura, e

incluso de su propio hijo, cómo podría ver en ellos la moneda con la que se le


 

 

 

compraría la reconciliación?

Tanto la Biblia como la fe cristiana están muy lejos de esas ideas. Lo que

cuenta no es dolor como tal, sino la amplitud del amor que ha dilatado tanto

la existencia que ha unido lo lejano con lo cercano, que ha puesto en nueva

relación con Dios al hombre que se había olvidado de él.

Sólo el amor da dirección y sentido al dolor; si no fuese así, los verdugos

serían los auténticos sacerdotes; quienes provocaron los dolores serían los que

habrían ofrecido el sacrificio. Pero como no depende de eso, sino del medio

íntimo que lo lleva y realiza, no fueron ellos, sino Jesucristo, sacerdote, el

que con su amor unió los dos extremos separados del mundo (Ef 2,13 s).

Esencialmente hemos dado también respuesta a la pregunta que nos hacíamos

al principio: ¿no es indigno de Dios pensar que exige la muerte de su hijo para

aplacar su ira? A esta pregunta sólo puede responderse negativamente: Dios

no pudo pensar así; es más, un concepto tal no tiene nada que ver con la idea

veterotestamentaria de Dios. Por el contrario, ahí se trata del Dios que en

Cristo habría de convertirse en omega, en la última letra del alfabeto de la

creación. Se trata del Dios que es el acto de amor, el puro .para., el que, por

eso, entra necesariamente en el incógnito de la última criatura (Sal 22,7). Se

trata del Dios que se identifica con su criatura y en su contineri a minimo .en

el ser abarcado y dominado por lo más pequeño. da lo .abundante. que lo

revela como Dios.

La cruz es revelación, pero no revela algo, sino a Dios y a los hombres.

Manifiesta cómo es Dios y cómo son los hombres. La filosofía griega

preanuncia extraordinariamente esta idea en la imagen platónica del justo

crucificado. En su obra sobre el estado se pregunta el gran filósofo Platón

cómo podría obtenerse en este mundo un hombre completa y plenamente

justo; llega a la conclusión de que la justicia de un hombre sólo llega a la

perfección cuando él mismo asume la apariencia de injusticia sobre sí mismo,

ya que entonces muestra claramente que no sigue la opinión de los hombres,

sino que se orienta a la justicia por amor a ella. Asi pues, según Platón, el

verdadero justo de este mundo es el incomprendido y el perseguido. Platón

no duda en escribir: .dirán, pues, que el justo en esas circunstancias será

atormentado, flagelado, encadenado y que después de esto lo crucificarán....

6. Este texto, escrito 400 años antes de Cristo, impresiona profundamente a

todo cristiano. La seriedad del pensamiento filosófico ha puesto de manifiesto

que el justo en el pleno sentido de la palabra tiene que ser crucificado; se ha

vislumbrado así algo de la revelación del hombre ofrecida en la cruz.

El hecho de que cuando apareció el justo por excelencia fuese crucificado y

ajusticiado nos dice despiadadamente quién es el hombre: eres tal que no

puedes soportar al justo; eres tal que al amante lo escarneces, lo azotas, lo

atormentas. Eso eres, porque, como injusto, siempre necesitas de la

injusticia de los demás para sentirte disculpado; por eso no necesitas al justo

que quiere quitarte la excusa; eso es lo que eres. Esto es lo que ha resumido

Juan en el ecce homo de Pilato; fundamentalmente quiere decir eso son los

hombres, eso es el hombre. La verdad del hombre es su carencia de verdad;

el salmo dice que el hombre es engañoso (Sal 116,11); manifiesta así lo que el


 

 

 

hombre es realmente. La verdad del hombre es que él siempre se levanta en

contra de la verdad.

El justo crucificado es el espejo que se presenta ante los ojos del hombre

para que vea claramente lo que es, mas la cruz no sólo revela al hombre, sino

a Dios. Dios es tal que en este abismo se ha identificado con el hombre y lo

juzga para salvarlo. En el abismo de la repulsa humana se manifiesta más aún

el abismo inagotable del amor divino. La cruz es, pues, el verdadero centro

de la revelación, de una revelación que no nos manifiesta frases antes

desconocidas, sino que nos revela a nosotros mismos, al ponernos ante Dios y

a Dios en medio de nosotros.

 

Descendió a los infiernos..

Quizá sea este artículo de la fe el más extraño a nuestra conciencia moderna.

Sin peligro y sin escándalo podemos practicar aquí la .desmitologización., lo

mismo que en la profesión de fe en el nacimiento virginal de Jesús y en el de

la ascensión del Señor. Los pocos textos bíblicos que parecen hablar de esto

(1 Pe 3,19s.; 4,6; Ef 4,9; Rom 10,7; Mt 12,40; He 2,27.31) son tan difíciles que

con razón cada uno los interpreta a su modo.

Si, según esto, eliminamos totalmente tales afirmaciones, tenemos la

impresión de habernos liberado para provecho nuestro de algo raro y

difícilmente conciliable con nuestro modo de pensar, sin que por ello

debamos considerarnos particularmente infieles o culpables. ¿Pero qué hemos

conseguido con ello? ¿Se ha eliminado así la importancia y la oscuridad de lo

real? Cuando una persona quiere liberarse de un problema, lo niega

simplemente o se lo plantea. La primera solución es más cómoda, pero la

segunda tiene consecuencias más amplias. ¿No deberíamos, en vez de excluir

el problema, ver de qué modo nos atañe este artículo de la fe al que está

subordinado el sábado de gloria en el correr del año litúrgico, y cómo expresa

singularmente la experiencia de nuestro siglo?

El viernes santo miramos al crucificado; el sábado santo es, en cambio, el día

de la .muerte de Dios., el día que expresa la inaudita experiencia de nuestro

tiempo, el día que nos habla de la ausencia de Dios, el día en que Dios está

bajo tierra, ya no se levanta ni habla; ya no es preciso discutir con él, basta

simplemente pasar por encima de él. .Dios ha muerto; hemos matado a Dios.;

la frase de Nietzche pertenece lingüísticamente a la tradición de la devoción

cristiana a la pasión; expresa el contenido del sábado santo, el .

descendimiento a los infiernos. 7.

Este artículo del símbolo nos recuerda dos escenas bíblicas. la primera es la

terrible narración veterotestamentaria en la que Elías exige a los sacerdotes

de Baal que su dios consuma el sacrificio con el fuego. Suplican los sacerdotes

de Baal a su dios, pero éste no responde. Elías se burla de ellos como se ríe

cualquier racionalista de un hombre piadoso que no consigue lo que suplican

sus oraciones:

Gritad fuerte; dios es, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene

algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis (1 Re


 

 

 

18,27).

Al leer la narración de esta historia, al ver a Elías que se burla de los

sacerdotes de Baal, tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la

misma situación: se burlarán de nosotros. Al parecer tiene razón el

racionalista cuando nos dice que gritemos más, que quizá nuestro Dios esté

dormido. .Bajó a los infiernos.: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada

de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia.

Hablemos también de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35); también alude a

este tema, junto con la historia de Elías y la narración neotestamentaria en la

que el Señor duerme en medio de la tempestad (Mc 4,35-41 y par.). Los

discípulos huidos conversan de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha

tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la

que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino

vacío completo. Nadie responde. Pero cuando hablan de la muerte de su

esperanza, cuando creen no ver ya a Dios, se dan cuenta de que la esperanza

vive todavía en medio de ellos, de que el .dios., o mejor dicho, la imagen de

Dios que ellos habían forjado, tenía que desaparecer para volver después con

más vida. Tenía que caer la imagen de Dios que ellos habían ideado para que

sobre las ruinas de la casa destruida pudiesen de nuevo contemplar el cielo y

aquel que siempre es infinitamente más grande. Así lo ha expresado

Eichendorff con el lenguaje tierno, para nosotros un poco ingenuo, de su

tiempo:

 

Tú eres lo que construimos,

Sobre nosotros se rasga la dulzura;

miramos al cielo,.

por eso no me quejo.

 

El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la

revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que

calla. Dios no es sólo la palabra comprensible; es también el motivo

silencioso, inaccesible, incomprendido e incomprensible que se nos escapa.

Sabemos que en lo cristiano se da el primado del Logos, de la palabra sobre el

silencio: Dios ha hablado, Dios es palabra, pero con eso no hemos de olvidar

la verdad del ocultamiento permanente de Dios, sólo si lo experimentamos

como silencio, podemos esperar escuchar un día su palabra que nace del

silencio 8. La cristología pasa por la cruz, por el momento de la

comprensibilidad del amor divino, y llega hasta la muerte, hasta el silencio y

el oscurecimiento de Dios. ¿Hemos de extrañarnos de que la Iglesia y la vida

de todos y cada uno de nosotros llegue a la hora del silencio, al artículo de la

fe que quiere olvidarse y eliminarse, al .descendimiento a los infiernos.?

Después de esta observación, cae por tierra el problema de la .prueba de

Escritura.. El misterio del descendimiento a los infiernos aparece como un

relámpago luminoso en la noche oscura de la muerte de Jesús, en su grito .

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. (Mc 15,34). No olvidemos

que estas palabras eran el comienzo de una oración israelita (Sal 22,2) en la


 

 

 

que se expresaba la angustia y esperanza del pueblo elegido por Dios y ahora,

al parecer, abandonado completamente por él. La oración que comienza con

la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios, termina alabando su

grandeza. También en la muerte de Cristo está presente lo que Käsemann

llama brevemente la oración de los infiernos, la promulgación del primer

mandamiento en el desierto del aparente abandono de Dios:

El Hijo conserva todavía la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido,

cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no

sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de él. su grito no se dirige a la

vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre. Su grito

contradice la realidad de todo el mundo.

¿Tenemos todavía que ver qué es la adoración en la hora del ocultamiento?

¿Puede ser otra cosa que el grito profundo, junto con el Señor que .bajó a los

infiernos. y que hizo a Dios presente en medio del abandono de Dios?

El misterio múltiple no sólo ha de explicarse por un lado; intentaremos

acercarnos más a él. Recordemos en primer lugar una observación exegética:

Sabemos que la palabra .infierno. es la falsa traducción de sheol (en griego

hades) con el que los hebreos designaban el estado de ultratumba.

Imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de

sombras, más como no ser que como ser, sin embargo la frase originalmente

sólo significaba que Jesús entró en el sheol, es decir, que murió.

Esto puede ser verdadero, pero todavía queda por resolver el problema de si

así la cosa se hace más sencilla y menos misteriosa. A mi juicio, ahora surge

el auténtico problema de qué es la muerte, de qué pasa cuando uno muere y

entra en el reino de la muerte. Ante este problema deberíamos recordar

nuestra perplejidad. Nadie sabe realmente qué es la muerte, porque todos

vivimos en este lado de la muerte; ninguno de nosotros la ha experimentado,

pero quizá podamos intentar un acercamiento partiendo del grito de Jesús en

la cruz, en la que vimos el núcleo significativo del descendimiento a los

infiernos, la participación en el destino mortal de los hombres. En esta

oración de Jesús, lo mismo que en la escena del huerto de los olivos, la

médula de la pasión no es el dolor físico, sino la soledad radical, el completo

abandono. A la postre su ser más íntimo está solo. Esta soledad universal, que

es, sin embargo, la verdadera situación en que se halla el hombre, supone la

contradicción más profunda con su simple compañía; por eso la soledad es la

región de la angustia que se funda en el destino de un ser que tiene que ser, y

que, sin embargo, choca con lo imposible.

Ilustremos esto con un ejemplo: Supongamos que un niño tiene que atravesar

un bosque en una noche oscura. Tendrá mucho miedo aunque alguien le haya

demostrado que no hay nada que temer, que nada le puede infundir temor.

Cuando se encuentre solo en medio de la oscuridad, cuando sienta la soledad

radical, surgirá el miedo, el auténtico miedo humano, que no es miedo de

algo sino de sí mismo.

El miedo ante una cosa es fundamentalmente inofensivo, puede ser

desterrado huyendo del objeto que infunde el miedo; por ejemplo, cuando se

tiene miedo de un perro rabioso, todo se arregla atando al perro. Pero aquí


 

 

 

nos encontramos con algo mucho más profundo; en su última soledad el

hombre no teme algo determinado de lo que pueda huir, por el contrario,

siente el miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio

ser, que él no puede superar racionalmente. Tomemos otro ejemplo:

supongamos que alguien tiene que pasar la noche en vela ante un cadáver; su

situación le puede parecer inquietante, aun cuando puede convencerse a sí

mismo de que todo ese miedo carece de sentido. Sabe muy bien que el

muerto no puede dañarle, que su situación sería quizá más peligrosa si esa

persona viviese. Aquí surge una clase de miedo completamente distinta; no es

miedo de algo, sino miedo de estar solo con la muerte, miedo de la soledad

en sí misma, miedo de la inseguridad de la existencia.

Ahora preguntamos: ¿cómo puede superarse ese miedo si cae por tierra la

prueba que intenta demostrar que es absurdo? El niño perderá el miedo en el

momento en que una mano lo coja y lo guíe, cuando alguien le hable; es

decir, perderá el miedo en el momento en que sienta la co-existencia de una

persona que le ama. Igualmente, el que vela a un muerto perderá el miedo

cuando otra persona esté con él, cuando sienta la cercanía de un tú. En esta

superación del miedo se revela una vez más su esencia: es el miedo de la

soledad, de la angustia de un ser que sólo puede vivir con lo demás. El

auténtico miedo del hombre que no puede vencerse mediante la razón, sino

mediante la presencia de una persona que lo ama.

Sigamos con nuestro problema. Si se diese una soledad en la que al hombre no

se le pudiese dirigir la palabra; si hubiese un abandono tan grande que ningún

tú pudieses entrar en contacto con él, tendríamos la propia y total soledad, el

miedo, lo que el teólogo llama .infierno.. Ahora podemos definir el preciso

significado de la palabra: indica la soledad que comporta la inseguridad de la

existencia. ¿Quién no se da cuenta de que, según nuestros poetas y filósofos,

todo encuentro humano se queda en la superficie, que ningún hombre tiene

acceso íntimo a otro? Nadie puede entrar en lo más íntimo de otra persona;

todo encuentro, por muy hermoso que sea, fundamentalmente no hace sino

adormecer la incurable herida de la soledad. En lo más profundo de nuestra

existencia mora el infierno, la desesperación, la soledad inevitable y terrible.

Sartre parte de ahí para elaborar su antropología, pero las mismas ideas

aparecen también en Hermann Hesse, poeta más conciliable y alegre:

Extraño, caminar en la niebla;

la vida es soledad.

Los hombres no se conocen:

todos están solos.

Una cosa es cierta: existe la noche en cuyo abandono no penetra ninguna voz;

existe una puerta, la puerta de la muerte por la que pasamos

individualmente. Todo el miedo del mundo es en último término el miedo de

esa soledad; ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento designa con

la misma palabra, sheol, tanto el infierno como la muerte: a fin de cuentas

son lo mismo. La muerte es la auténtica soledad, la soledad en la que no

puede penetrar el amor: el infierno.


 

 

 

Volvemos así a nuestro punto de partida, al artículo de fe sobre el

descendimiento a los infiernos, La frase afirma, pues, que Cristo pasó

por la puerta de nuestra última soledad, que en su pasión entró en el

abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no podemos oír ninguna

voz, está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe

la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo

mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el

amor mora en medio de ella. El infierno o, como dice la Biblia, la

segunda muerte (cf. Apo 20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sí

mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol

están abiertas.

Creo que en esta línea hay que comprender fundamentalmente los

textos de los Padres que hablaban de la salida de los muertos de sus

sepulcros, de la apertura de las puertas del infierno, textos que se

interpretaron mitológicamente; también hay que comprender así el

texto, al parecer tan mítico, del evangelio de Mateo donde se nos dice

que con la muerte de Jesús se abrieron las tumbas y que salieron los

cuerpos de los santos (Mt 8,52).

La puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte mora la

vida, el amor...

 

Resucitó de entre los muertos.

La profesión de fe en la resurrección de Jesucristo es para los

cristianos expresión de fe en lo que sólo parecía sueño hermoso. Que el amor

es fuerte como la muerte, dice el Cantar de los cantares (8,6); la frase

ensalza el poder del eros, pero esto no quiere decir que debamos excluirla

como exageración poética. El anhelo ilimitado del eros, su exageración e

inmensidad aparentes, revelan en realidad un gran problema, el problema

fundamental de la existencia humana, al manifestar la esencia y la íntima

paradoja del amor. El amor postula perpetuidad, imposibilidad de

destrucción, más aún, es grito que pide perpetuidad, pero que no puede

darla, es grito irrealizable; exige la eternidad, pero en realidad cae en el

mundo de la muerte, en su soledad y en su poder destructivo. Ahora podemos

comprender lo que significa resurrección: Es el amor que es-más-fuerte que la

muerte.

El amor manifiesta además lo que sólo la inmortalidad puede crear: el

ser en los demás que permanecen, aun cuando yo ya haya dejado de existir.

El hombre no vive eternamente, está destinado a la muerte. Para quien no

tiene consciencia de sí mismo, la supervivencia, entendida humanamente,

sólo puede ser posible mediante la permanencia en los demás; así hemos de

comprender las afirmaciones bíblicas sobre el pecado y la muerte. El deseo

del hombre de .ser como Dios., su anhelo de autarquía por el que quiere

permanecer en sí mismo, son su muerte, porque él no permanece. Si el

hombre .y ahí está la esencia del pecado., desconociendo sus límites, quiere

ser plenamente .autárquico., se entrega a la muerte.


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