¡Dios te salve María!
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El hombre sabe, sin embargo, que su vida no permanece y que tiene que esforzarse por estar en los demás, para subsistir en el campo de lo vital mediante ellos y en ellos; para eso hay dos caminos, el primero consiste en la supervivencia en los hijos, por eso la soltería y la esterilidad se consideraban en los pueblos primitivos como la más terrible maldición, como ruina desesperada y muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos ofrece la mayor probabilidad de supervivencia, de esperanza en la inmortalidad y, consiguientemente, la mejor bendición que pueda esperarse. Pero a veces el hombre se da cuenta de que en sus hijos sobrevive sólo impropiamente; surge así el segundo camino: desea que quede más de él, y recurre así a la idea de la fama que lo hace inmortal, ya que sobrevive en el recuerdo de todos los tiempos. Pero el hombre fracasa también en este segundo intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En realidad, lo que entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por eso la inmortalidad así creada es en verdad un hades, un sheol, un no-ser más que un ser. La insuficiencia de esta segunda solución se funda en que no puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo; la insuficiencia de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que uno se entrega no puede permanecer, se destruye también. Esto nos obliga a seguir adelante. Hemos visto antes que el hombre no tiene consistencia en sí mismo y que en consecuencia la busca en los demás; pero en ellos sólo puede haber un apoyo verdadero: el que es, es que no pasa ni cambia, el que permanece en medio de cambios y transformaciones, el Dios vivo, el que no sólo mantiene la sombra y el eco de mi ser, aquel cuya idea no es simplemente pura reproducción de la realidad. Yo mismo soy su idea que me hace antes de que yo sea; su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza original de mi ser. En él puedo permanecer no sólo como sombra; en él estoy en verdad más cerca de mí mismo que cuando intento estar junto a mí. Antes de volver de nuevo a la resurrección, vamos a ilustrar todo esto desde otro punto de vista. Reanudemos el discurso sobre el amor y la muerte: cuando para una persona el valor del amor es superior al valor de la vida, es decir, cuando está dispuesta a subordinar la vida al amor por causa de éste, el amor puede ser más fuerte que la muerte y mucho más que ella. Para que el amor sea algo más que la muerte, antes tiene que ser algo más que la simple vida. Si el amor no sólo quiere ser esto, sino que lo es en realidad, el poder del amor superaría el poder biológico y lo pondría a su servicio. Teilhard de Chardin diría que donde esto se realiza, se lleva a cabo la . complejidad. decisiva y la complexión, el bios queda rodeado y comprendido por el poder del amor. Superaría sus límites .la muerte. y crearía la unidad allí donde existe la separación. Si la fuerza del amor a los demás fuese tan grande que no sólo pudiese vivificar su recuerdo, la sombra de su ser, sino a sí mismo, llegaríamos a un nuevo estadio de la vida que dejaría tras sí el espacio de las evoluciones biológicas y de las mutaciones biológicas, sería el salto a un plano completamente distinto en el que el amor no estaría por debajo del bios, sino que lo pondría a su servicio. Esta última etapa de . evolución. y de .mutación. no sería ya un estadio biológico, sino el fin del dominio del bios que es también el dominio de la muerte; se abriría el espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja tras sí el poder de la muerte. Este último estadio de la evolución, que es lo que necesita el mundo para llegar a su meta, no caería dentro de lo biológico, sino que sería inaugurado por el espíritu, por la libertad, por el amor. Ya no sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo. ¿Pero qué tiene esto que ver con la fe en la resurrección de Jesús? Antes hemos considerado el problema de las dos inmortalidades posibles para el hombre, que no eran sino aspectos de la misma e idéntica realidad. Dijimos que el hombre no tenía consistencia propia, que sólo podía persistir si sobrevivía en los demás. Y hablando de los demás dijimos que sólo el amor que asume al amado en sí mismo, en lo propio, posibilita este estar en los demás. A mi entender, estos dos aspectos se reflejan en las dos expresiones con las que el Nuevo Testamento afirma la resurrección del Señor: .Jesús ha resucitado. y .Dios (Padre) a resucitado a Jesús.. Ambas expresiones coinciden en que el amor total de Jesús a los hombres que le llevó a la cruz, se realiza en el éxodo total al Padre, y que es ahí más fuerte que la muerte porque es al mismo tiempo total ser-mantenido por él. Prosigamos nuestro camino. El amor funda siempre una especie de inmortalidad, incluso en sus estadios prehumanos apunta en esta dirección. pero, para él, fundamentar la inmortalidad no es algo accidental, algo que hace entre otras muchas cosas, sino que procede propiamente de su esencia. La inmortalidad siempre nace del amor, no de la autarquía. Seamos lo suficientemente atrevidos como para afirmar que esta frase puede aplicarse también a Dios, como lo considera la fe cristiana. Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es simplemente lo que permanece y consiste, porque es coordinación mutua de las tres Personas, su abrirse en el . para. del amor, acto-subsistencia de lo absoluto y, por eso, totalmente . relativo. y relación mutua del amor vivo. Ya dijimos antes que la autarquía que nada quiere saber de los demás no es divina. Para nosotros la revolución que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios frente a las concepciones de la antigüedad consiste en que el cristianismo comprendió lo . absoluto. como absoluta .relatividad., como relatio subsistens. Volvamos hacia atrás. El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del amor. Esto significa que quien ha amado a todos, ha fundado para todos la inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su resurrección es nuestra vida. Así comprendemos la argumentación de Pablo, a primera vista tan especial para nuestro modo de pensar, en su primera carta a los corintios: Si él resucitó, también nosotros, porque el amor es más fuerte que la muerte; si él no resucitó, tampoco nosotros, porque entonces la muerte es la que tiene la última palabra (cf. 1 Cor 15,16s). Se trata de una afirmación central, por eso vamos a expresarla con otras palabras. Una de dos, el amor es más fuerte que la muerte o no lo es. Si en él el amor ha superado a la muerte, ha sido como amor para los demás. Esto indica que nuestro amor individual y propio no puede vencer a la muerte; tomado en sí mismo es sólo un grito irrealizable; es decir, sólo el amor unido al poder divino de la vida y del amor puede fundar nuestra inmortalidad. Esto no obstante, nuestro modo de inmortalidad depende de nuestro modo de amar. Sobre esto volveremos cuando hablemos del juicio. De esto se colige una ulterior consecuencia. Es evidente que la vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios. Los relatos neotestamentarios de la resurrección ponen bien de relieve que la vida del resucitado ya no cae dentro de la historia del bios, sino fuera y por encima de ella; también es cierto que esta nueva vida se ha atestiguado y debe atestiguarse en la historia, porque es vida para ella y porque la predicación cristiana fundamentalmente no es sino la prolongación del testimonio de que el amor ha posibilitado la ruptura mediante la muerte y de que nuestra situación ha cambiado radicalmente. Según todo esto, no es difícil encontrar la verdadera .hermenéutica. de los difíciles relatos bíblicos de la resurrección, es decir, saber en qué sentido hay que comprenderlos. Naturalmente no vamos a entrar aquí en la discusión de todos los problemas correspondientes, cada día más difíciles, ya que se mezclan afirmaciones históricas y filosóficas, aunque a veces sobre éstas no se reflexiona mucho; además la exégesis construye a menudo su propia filosofía que al profano puede parecerle la última afirmación bíblica. Muchas cosas quedarán aquí por discutir, pero lo que sí se ha de admitir es la diferencia entre la interpretación que quiere ser fiel a sí misma, es decir, que quiere seguir siendo interpretación, y las adaptaciones poderosas. Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir; Cristo ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se llaman .apariciones.; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; le ven cuando él mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos y mueve el corazón puede contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que ha vencido a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es tan difícil, casi imposible, para los evangelistas describir los encuentros con el resucitado; cuando lo hacen, parecen balbucear y contradecirse. En realidad hablan sorprendentemente al unísono en la dialéctica de sus expresiones, en la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no conocer, de plena identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena transformación. Se le reconoce una vez, pero luego ya no se le reconoce; se le toca, pero luego ya no se le toca; es el mismo, pero también otro. La dialéctica es, como dijimos, la misma; cambian sólo lo medios estilísticos. Acerquémonos bajo este aspecto al relato de los discípulos de Emaús, al que ya hemos aludido antes. La primera impresión parece enfrentarnos con una concepción terrena y masiva de la resurrección; no queda nada de lo misterioso e indescriptible de los relatos paulinos; parece como si hubiese vencido la tendencia por el adorno, por la concreción legendaria, apoyada por la apologética que se afana por lo comprensible, y como si el Señor resucitado se hubiese vuelto de nuevo a su historia terrena; pero a esto contradice tanto su misteriosa aparición como su no menos misteriosa desaparición, y el hecho de que el hombre no pueda reconocerle. No se le puede ver como en el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de la fe; con la interpretación de la Escritura enciende el corazón de los caminantes; al partir el pan les abre los ojos. Hay ahí una alusión a lo dos elementos fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción eucarística del pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el encuentro con el resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo; aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos comprender lo incomprensible; así, hacen teología de la resurrección y teología de la liturgia: en la palabra y en el sacramento nos encontramos con el resucitado; el culto divino es donde entramos en contacto con él y le reconocemos. Con otros términos, la liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a nosotros. Hasta ahora no hemos dicho sino la mitad. Quedarse ahí sería falsear el testimonio neotestamentario. La experiencia del resucitado es algo completamente distinto del encuentro con un hombre de nuestra historia, pero no debe limitarse a los diálogos de sobremesa y al recuerdo que después se habría condensado en la idea de que vivía y de que su obra continuaba. Con esta interpretación el acontecimiento se limita a lo puramente humano y se le priva de su peculiaridad. Los relatos de la resurrección son algo diverso y algo más que escenas litúrgicas adornadas; muestran el acontecimiento fundamental en el que se apoya la liturgia cristiana; dan testimonio de la fe que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente. Sólo si aceptamos seriamente todo esto permaneceremos fieles al mensaje del Nuevo Testamento; sólo así conservaremos su alcance universal e histórico. Querer, por una parte, eliminar cómodamente la fe en el misterio de la intervención poderosa de Dios en este mundo y, por la otra, querer tener la satisfacción de permanecer en el campo del mensaje bíblico, no conduce a nada. No satisface ni a la lealtad de la razón ni a la exigencia cristiana y la .religión dentro de los límites de la razón pura.. Se impone la elección; el que cree comprenderá cada vez más lo razonable que es la profesión de fe en el amor que ha vencido a la muerte. Subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Para nuestra generación, sacudida críticamente por Bultmann, la ascensión y el descendimiento a los infiernos constituyen la expresión de la imágen del mundo en tres pisos, que llamamos mítica y creemos haber superado definitivamente. El mundo de .arriba. y de .abajo. es siempre mundo, regido por las mismas leyes físicas e investigable por los mismos métodos. El mundo no tiene pisos; los conceptos .arriba. y .abajo. son relativos, dependen del lugar que ocupe el observador. Como no se da un punto absoluto de relación . la tierra ciertamente no nos lo ofrece., no se puede hablar de .arriba. y de . abajo., de .izquierda. y de .derecha.. El mundo no ostenta direcciones fijas. Nadie se molesta hoy día en discutir seriamente tales concepciones; ya no creemos en el mundo entendido espacialmente como un edificio de tres pisos, ¿pero es esto lo que se afirma cuando la fe dice que el Señor bajó a los infiernos o que subió a los cielos? Sabemos que las expresiones de la fe asumen el material ofrecido por las concepciones de su época, pero eso no es lo esencial. Ambas afirmaciones, junto con la profesión de fe en la historicidad de Jesús, expresan la dimensión total de la existencia humana que no se divide en tres pisos cósmicos, sino en tres dimensiones metafísicas. La consecuencia es clara: el enfoque actual, al parecer moderno, no suprime la ascensión ni el descendimiento a los infiernos, sino también el Jesús histórico, es decir, suprime las tres dimensiones de la existencia humana; lo que queda sólo puede ser un fantasma ataviado diversamente, sobre el que nada puede edificarse. ¿Qué significan, pues, nuestras tres dimensiones? Ya hemos indicado antes que la ascensión no alude a la altitud exterior del cosmos que es completamente inútil para ella; en el texto fundamental, en la oración del crucificado a Dios que lo ha abandonado, falta cualquier alusión cósmica. Nuestra frase se asoma a la profundidad de la existencia humana que se inclina sobre el abismo de la muerte, a la zona de la soledad implacable y del amor rehusado, y así incluye la dimensión del infierno, la lleva en sí misma como posibilidad de sí misma. El infierno, la existencia en la definitiva negación del .ser-para., no es una determinación cosmográfica, sino una dimensión de la naturaleza, el abismo al que ella tiende. Hoy día sabemos muy bien que toda existencia toca esa profundidad. Como a fin de cuentas la humanidad es .un hombre., esta profundidad no sólo afecta a los individuos, sino al cuerpo del género humano que debe arrastrar esta profundidad como todo. Una vez más comprendemos por qué Cristo, en .nuevo Adán., quiso con- llvar esta profundidad y no quiso permanecer separado de ella en sublime distancia. Por el contrario, ahora se ha hecho posible la total negación en su pleno carácter abismal. La ascensión de Cristo alude también al otro extremo de la existencia humana que, por encima de sí misma, se extiende hacia arriba y hacia abajo. Como antipolo del aislamiento radical, de la intocabilidad del amor rehusado, esta existencia comporta la posibilidad de contacto con otros hombres en el contacto con el amor divino, de modo que el ser humano puede encontrar su lugar geométrico en lo íntimo del ser de Dios. Estas dos posibilidades, expresadas con las palabras cielo e infierno, son posibilidades del hombre, pero de modo muy distinto, de modo completamente diverso. El hombre puede darse a sí mismo la profundidad que llamamos infierno. Hablando con claridad, diremos que consiste formalmente en que él no quiere recibir nada, en que quiere se autónomo. Es expresión de la cerrazón en el propio yo. La esencia de esta profundidad consiste, pues, en que el hombre no quiere recibir nada, en que no quiere tomar nada, sino sólo permanecer en sí mismo, bastarse a sí mismo. Si esta actitud se realiza en su última radicalidad, el hombre es intocable, solitario. El infierno consiste en querer-ser-únicamente-él-mismo, cosa que se realiza cuando el hombre se encierra en su yo. Por el contrario, la esencia de arriba, lo que llamamos cielo, consiste en que sólo puede recibirse, de la misma manera que el infierno consistía en que el hombre so quería bastarse a sí mismo. El .cielo. es esencialmente lo no-hecho, lo no-factible; con terminología de escuela alguien ha dicho que es como gracia de un donum indebitum et superadditum naturae (un don indebido y añadido a la naturaleza). El cielo como amor realizado siempre puede regalarse al hombre; su infierno, en cambio, es soledad de quienes no aceptan el don, de los que rehusan el estado de mendigos y se encierran en sí mismos. Todo esto nos muestra qué es el cielo considerado cristianamente. No hemos de considerarlo como un lugar eterno y supramundano, ni tampoco como una región eterna y metafísica. Diremos más bien que se entrelazan el .cielo. y la .ascensión de Cristo al cielo.; sólo en esta unión veremos el sentido cristológico, personal e histórico del mensaje cristiano sobre el cielo. Repitámoslo: el cielo no es un lugar que, antes de la ascensión de Cristo, estaría cerrado por un decreto justiciero y positivista de Dios, pero que después estaría abierto también positivísticamente. La realidad cielo nace más bien mediante la unión de Dios y el hombre. Hemos de definir el cielo como un contacto de la esencia del hombre con la esencia de Dios; esta unión de Dios y el hombre en Cristo que venció al bios por la muerte, se ha convertido en vida nueva y definitiva. El cielo es, pues, el futuro del hombre y de la humanidad, futuro que no puede darse a sí mismo, futuro que por vez primera se abrió en el hombre por quien Dios entró en el ser hombre. Por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual. Depende necesariamente del .último Adán., del hombre definitivo, y por eso se integra necesariamente en el futuro común de la humanidad. Creo que de aquí podrían deducirse interesantes observaciones hermenéuticas que en este lugar sólo pueden ser mencionadas. La escatología próxima es uno de los datos bíblicos más importantes que asedian e intrigan desde hace medio siglo tanto a la exégesis como a la teología: Jesús y los apóstoles anunciaron el fin del mundo como algo inminente. Es más, a veces da la impresión de que l mensaje del próximo fin del mundo era la médula auténtica de la predicación de Jesús y de la primitiva Iglesia. La figura de Cristo, su muerte y resurrección, se relacionan con esta concepción que para nosotros es tan extraña como incomprensible. Es claro que aquí no podemos ocuparnos de todos los arduos problemas que esta lleva consigo, pero nuestras observaciones anteriores iluminan el camino por el que debemos buscar su solución. Hemos dicho que la resurrección y la ascensión del Señor eran la unión definitiva de la esencia hombre con la esencia Dios que da al hombre la posibilidad de conservar siempre su ser. Esto lo entendíamos como la dinámica preponderancia del amor en contra de la muerte y como la decisiva .mutación. del hombre y del cosmos en la que desaparecen los límites del bios y se crea un nuevo espacio existencial. Cuando esto se realiza, se inicia la escatología., el fin del mundo. L superación de los límites de la muerte abre la dimensión futura de la humanidad, su futuro ya ha comenzado en realidad. así se comprende cómo la esperanza de inmortalidad del individuo y la posibilidad de eternidad de la humanidad entera coinciden y se realizan en Cristo que con razón puede llamarse .centro. y .fin. de la historia, si esto se comprende rectamente. Hagamos todavía otra observación en relación con el artículo de fe en la ascensión del Señor. La afirmación de la ascensión al cielo que, como hemos visto, es decisiva para la comprensión del más allá de la existencia humana, no es menos decisiva para entender el problema de la posibilidad y sentimiento de la relación humana con Dios. Al considerar el primer artículo de la fe, hemos dado respuesta afirmativa al problema de si lo infinito y eterno podía oír lo finito y temporal; también dijimos que la verdadera grandeza de Dios estriba en que para él lo más pequeño no es demasiado pequeño y que lo máximo no es demasiado grande para él. Hemos intentado comprender cómo él, en cuanto Logos, no sólo es la razón que todo lo dice, sino la razón que todo lo percibe y de la que nada queda excluido por muy pequeño que sea. Hemos respondido afirmativamente al problema actual; sí, Dios puede oír. Pero todavía queda un problema por resolver. Alguien a raíz de nuestras afirmaciones podría decir: bien, es cierto que Dios puede oír, pero podría preguntarse: ¿puede escuchar? ¿No es la oración de súplica un grito que la criatura lanza a Dios, un truco piadoso que eleva psíquicamente al hombre y lo consuela, porque muy pocas veces es capaz de otras formas de oración? ¿No es todo esto una simple forma de relacionar al hombre con la trascendencia, aunque en verdad nada sucede ni puede cambiarse? Lo que es eterno sigue siendo eterno, lo que es temporal, temporal, ¿hay algún camino que vaya de uno al otro? Tampoco podemos estudiar esto en todos sus detalles; eso pediría un profundo análisis crítico de los conceptos tiempo y eternidad. Deberíamos estudiar su fundamento en la antigüedad y la unión de esta idea con la fe bíblica cuya realización es la raíz de nuestro problema. Tendríamos que reflexionar nuevamente sobre la relación del pensar técnico y naturalista con el de la fe. Pero eso, en vez de dar una respuesta a todos los problemas, vamos a indicar solamente el camino por el que debe buscarse la solución. El pensar moderno se deja guiar por la idea de que la eternidad está encerrada en su inmutabilidad. Dios aparece como prisionero de su plan eterno, concebido .desde todos los tiempos.. El .ser. y el .hacerse. no se mezclan. La eternidad se comprende negativamente como la carencia de tiempo, como lo contrapuesto al tiempo, como algo que no puede obrar en el tiempo porque entonces dejaría de ser inmutable y se haría temporal. Todas estas ideas se quedan dentro de una concepción precristiana en la que no se tiene en cuenta el concepto de Dios de la fe en la creación y en la encarnación. No podemos detenernos a explicarlo, pero todo esto supone un antiguo dualismo y es signo de un modo de pensar ingenuo que considera a Dios antropomórficamente, ya que cuando se dice que lo que Dios ha planificado .antes. de la eternidad no podría cambiarlo después, ésta se concibe inconscientemente según el esquema del tiempo, con la diferencia del .antes. y del .después.. La eternidad no es lo más antiguo, lo que existía antes del tiempo, sino lo totalmente otro, lo que es hoy en relación con el tiempo precedente, lo que es realmente actual en relación con él. No está encadenada a un antes y a un después, sino que es el poder de la actualidad de todo tiempo. La eternidad no existe junto al tiempo, sin relación ninguna con él, sino que es el poder creador de todo tiempo que mide el tiempo precedente en su propia actualidad y que crea así su poder-ser. No es la carencia de tiempo, sino su extensión. Por ser hoy contemporáneo a todos los tiempos, puede obrar también en el tiempo. La encarnación de Dios en Jesucristo en virtud de la que el Dios eterno y el hombre temporal se unen en una única persona, no es sino la última concreción de la extensión temporal de Dios. En la existencia humana de Jesús Dios ha cogido el tiempo y se ha metido en él. En él se nos presenta personificada la extensión temporal de Dios. Como dice Juan, Cristo es verdaderamente la .puerta. entre Dios y el hombre (Jn 10,9), su .mediador. (1 Tim 2,5), en quien lo eterno tiene tiempo. En Jesús nosotros, hombres temporales, podemos dirigirnos a lo temporal, a nuestros contemporáneos en el tiempo; en él, que es tiempo con nosotros, tocamos simultáneamente lo eterno, porque él es tiempo con nosotros y eternidad con Dios. Hans Urs von Balthasar ha explicado profundamente el significado espiritual de estas observaciones, aunque dentro de otro contexto. Recuerda cómo Jesús durante su vida terrena no estuvo sobre el tiempo y el espacio, sino que vivió en medio de su tiempo y en su tiempo. Cada línea del evangelio nos hace encontrarnos con la humanidad de Jesús que lo colocó en su tiempo; bajo muchos puntos de vista la vemos hoy día más vital y clara que los períodos anteriores. Pero este .estar en el tiempo. no es sólo un ámbito exterior cultural-histórico, detrás del cual, pero independientemente de él, podríamos encontrar lo supra-temporal de su propio ser; es más bien un contenido antropológico que determina profundamente la forma del ser humano. Jesús tiene tiempo, y no realiza anticipadamente, en impaciencia culpable, la voluntad del Padre. Por eso el hijo, que en el mundo tiene tiempo para Dios, es el lugar originario donde Dios tiene tiempo para el mundo. Dios no tiene otro tiempo para el mundo sino en el Hijo, pero en él tiene todo tiempo 9. Dios no es prisionero de su eternidad: en Jesús tiene tiempo para nosotros; por eso Jesús es realmente la .sede de la gracia. a quien podemos .acercarnos con plena confianza. en todo tiempo (Heb 4,16). Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Rudolf Bultmann enumera entre las concepciones que ha .despachado. el pensamiento moderno la fe en el .final del mundo. inaugurado por el Señor que vuelve a juzgar, lo mismo que la ascención y el descenso los infiernos. Todo hombre inteligente está convencido de que el mundo sigue adelante como ya lo ha hecho por casi 2,000 años después del anuncio escatológico del Nuevo Testamento. Tal purificación del pensamiento parece necesaria, ya que en esta materia el mensaje bíblico indudablemente contiene elementos fuertemente cosmológicos; cae, por tanto, dentro del espacio que se nos presenta como el mundo de las ciencias naturales. Sin embargo, cuando se habla del fin del mundo, la palabra .mundo. no significa primariamente el cosmos físico, sino el mundo humano, la historia humana. Esta forma de hablar indica que este mundo .el mundo de los hombres. llegará a un fin querido y realizado por Dios. Pero no hemos de negar que la Biblia presenta este acontecimiento esencialmente antropológico con imágenes cosmológicas y, en parte, políticas. Es difícil decidir hasta donde se trata sólo de imágenes y hasta qué punto las imágenes expresan el contenido de la cosa. Diremos solamente unas palabras sobre la gran concepción bíblica del mundo. Según la Biblia, el cosmos y el mundo no son grandezas puramente separables, como si el cosmos fuese el escenario accidental del hombre, como si el hombre pudiese realizarse separado de él. El mundo y el hombre se relacionan necesariamente de tal modo que son inconcebibles tanto una humanidad sin mundo como un mundo sin hombres. Lo primero nos parece hoy día evidente, pero lo segundo no nos es plenamente comprensible después de las observaciones hechas por Teilhard. Partiendo de esto, nos sentimos incitados a afirmar que el mensaje bíblico del fin del mundo y de la vuelta del Señor no es pura antropología en imágenes cósmicas. Tampoco presentaría un aspecto cosmológico frente a otro antropológico, sino que en la íntima consecuencia de toda la visión bíblica mostraría la unidad de la antropología y de la cosmología en la definitiva cristología, y en ella el fin del .mundo. que en su doble construcción de cosmos y hombre alude a esa unidad como a su meta final. El cosmos y el hombre que, aunque a veces se contraponen, pertenecen uno al otro, serán una misma cosa mediante su complexión en lo más grande del amor que supera y abarca el bios, como ya dijimos antes. Vemos ahora cómo la escatología final y la ruptura realizada en la resurrección de Jesús son realmente una cosa; es, pues, evidente por qué el Nuevo Testamento presenta con razón la resurrección como lo escatológico. Expliquemos algo más lo afirmado, antes de proseguir nuestro camino. Hemos dicho antes que el cosmos no es un ámbito exterior de la historia humana, que no es un edificio estático, una especie de continente en donde aparece toda clase de seres que muy bien podrían estar en otro recipiente. Afirmamos positivamente que el cosmos es movimiento que no sólo se da en él una historia, sino que él mismo es historia; no sólo forma el escenario de la historia humana, sino que es también antes de ella y con ella .historia. antes de ella y con ella. En último término sólo se da una historia-mundial que todo lo abarca y que en sus altos y bajos, en sus avances y retrocesos, sigue una dirección total que camina .hacia adelante.. Cierto que quien sólo considere una parte, por muy grande que sea, creerá ver un círculo siempre igual. La dirección no puede verse, sólo puede verla quien comience a contemplar todo. Ahora bien, como ya dijimos antes, en este movimiento cósmico el espíritu no es un producto accidental cualquiera de la evolución, que no tendría significado alguno en relación con el todo; por el contrario, en ella la materia y su evolución son la prehistoria del espíritu. Podemos explicar la fe en el retorno de Jesucristo y en la consumación del mundo como la convicción de que nuestra historia se dirige al punto omega, donde será definitivamente claro y visible que lo estable que a nosotros nos parecía el suelo que soportaba la realidad no es la materia pura, inconsciente de sí misma, sino la inteligencia que mantiene el ser, le da realidad; más aún, es la realidad: el ser no tiene consistencia desde abajo, sino desde arriba. En la transformación del mundo que la técnica realiza, podemos en cierto sentido experimentar hoy día el hecho de la complexión del ser material por el espíritu, y su recapitulación, llevada a cabo también por él, en una forma nueva de unidad. Al manipular lo real comienzan ya a esfumarse los límites entre la naturaleza y la técnica que ya no pueden separarse distintamente. Naturalmente el valor de esta analogía puede ponerse en tela de juicio en muchos puntos; esto no obstante, tales hechos revelan una forma del mundo en la que el espíritu y la naturaleza no están simplemente separados, sino en la que el espíritu incluye en sí en nueva complexión lo que, al parecer, es puramente natural; con eso se crea un mundo nuevo que supone al mismo tiempo la caída del antiguo. Es cierto que el fin del mundo, en el que cree el cristiano, es algo completamente distinto del triunfo total de la técnica, pero la unión de la naturaleza y del espíritu que en ella tiene lugar nos da pie para comprender de manera nueva cómo hemos de concebir la realidad de la fe en el retorno de Cristo: como fe en la unión definitiva de lo real por el espíritu. Prosigamos nuestro camino. Hemos dicho que la naturaleza y el espíritu forman una única historia que avanza de tal manera que el espíritu se revela cada vez más como lo que abarca todo. De esta forma concreta la antropología y la cosmología acaban por anasto-mosarse; sin embargo esta progresiva complexión del mundo por el espíritu supone necesariamente su unión en un centro personal, ya que el espíritu no es algo indeterminado, sino que en su peculiaridad es persona, individualidad. Es cierto que se da algo así como .el espíritu objetivo., el espíritu colocado en las máquinas, en las más diversas obras; pero en todos estos casos el espíritu no presenta su forma original; .el espíritu objetivo. procede siempre del espíritu subjetivo, remite a la persona, a la auténtica forma existencial el espíritu. Decir que el mundo se dirige a una complexión por el espíritu, es afirmar que el cosmos avanza hacia una unión en lo personal. Esto confirma además la absoluta supremacía de lo singular sobre lo general. Aquí se ve claramente la importancia de este principio antes enunciado. El mundo se dirige a la unidad en Persona. El individuo da sentido al todo, no al revés. Esto justifica además el aparente positivismo de la cristología, de la convicción tan escandalosa para los hombres de todos los tiempos según la cual un individuo es el centro de la historia y del todo. Este .positivismo. se nos muestra ahora renovado en su infinita necesidad. Si es cierto que al fin triunfa el espíritu, es decir, la verdad, la libertad y el amor, a última hora no vence una fuerza cualquiera, sino un semblante. La omega del mundo es un tú, una persona, un individuo. Al fin la complexión y unión de todo lo abarcan infinitamente, será la unión definitiva de todo colectivismo, del infinitamente, de la pura idea, también de la llamada idea del cristianismo. El hombre, la persona predomina siempre sobre la pura idea. De aquí se deduce otra consecuencia esencial: Si la irrupción de la ultracomplejidad de lo último se funda en el espíritu y en la libertad, no es en modo alguno juego neutral y cósmico, sino incluye la reponsabilidad. No se lleva a cabo como un proceso físico, sino que se apoya en decisiones, por eso la vuelta del Señor no es sólo salvación, no es sólo la omega que todo lo arregla, sino también juicio. Ahora podemos explicar el sentido del juicio: el estadio final del mundo no es el resultado de una corriente natural, sino el de la responsabilidad en la libertad. Ahora comprendemos por qué el Nuevo Testamento, a pesar de su mensaje de gracia, sigue afirmando que al fin el hombre será juzgado .por sus obras. y que nadie podrá escapar a este juicio sobre la conducta de su vida. Existe una libertad que la gracia no elimina, sino que perfecciona. La suerte definitiva del hombre no pasará por alto las decisiones de su vida; esta afirmación es la frontera a un falso dogmatismo y a una falsa seguridad cristiana en sí mismo. La fe cristiana afirma la igualdad de todos los hombres al defender la identidad de su responsabilidad. Desde la época patrística la predicación cristiana puso de relieve la identidad de la responsabilidad y se opuso a la falsa confianza de los que decían .Señor, Señor.. Me parece oportuno recordar las conclusiones de un gran teólogo judío, Leo Baeck; ningún cristiano puede suscribirlas, pero sería injusto pasar por alto su importancia. Baek afirma que la existencia especial de Israel se transformó en conciencia del servicio al futuro de la humanidad: Se exige la peculiaridad de la llamada, pero no se anuncia el exclusivismo de la salvación. El judaísmo nunca entró en la estrechez del concepto de una iglesia que pretendiese ser la única santificadora. Donde no conduce a Dios la fe, sino la obra, donde la comunicad presenta a sus miembros el ideal y la tarea como signo espiritual de pertenencia, la posición con relación a la fe no puede garantizar la salvación de las almas. Baeck afirma después que este universalismo de la salvación fundada en la obra cristalizó manifiestamente en la tradición judía, hasta que por fin se plasmó claramente en el proverbio clásico: .También los justos no-israelitas participan en la salvación eterna.. Nos quedamos perplejos cuando Baeck continúa diciendo que .para apreciar el contraste en toda su grandeza. hay que .comparar con esta frase la descripción de Dante del lugar de la condenación de los mejores paganos y de las innumerables imágenes terribles que responden a las ideas de la Iglesia de los siglos anteriores y posteriores. 10. Casi todo el texto es impreciso y contradictorio; sin embargo, afirma cosas muy serias. A su modo quiere mostrar en qué consiste el carácter indispensable del juicio universal en el que los hombres serán juzgados .según sus obras.. No vamos a detenernos a estudiar en particular cómo pueden conciliarse estas afirmaciones con la importantísima doctrina de la gracia. Quizá no se superase a la postre la paradoja cuya lógica se abriría plenamente a la experiencia de una nueva vida de fe. Quien se confíe en ésta, se dará cuenta de que existen dos realidades: la gracia radical de libera al hombre impotente, y también el rigor perpetuo de la responsabilidad que diariamente lo compromete. Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la tranquilidad liberadora de quienes viven en la abundancia de la justicia divina que es Jesucristo. Esa tranquilidad sabe que yo no puedo destruir lo que él ha edificado. El hombre sabe que su poder de destruir es infinitamente mayor que su poder de construir, pero ese mismo hombre sabe que en Cristo el poder de construir se reveló infinitamente fuerte; de ahí nace la libertad profunda, el conocimiento del amor impenitente de Dios que siempre nos es propicio a pesar de todos los extravíos. Sin miedo podemos realizar nuestra obra; ya no da miedo porque ha perdido su poder destructivo: el éxito del mundo no depende de nosotros; está en las manos de Dios. Por otra parte, el cristianismo sabe que su obra no es ni algo arbitrario ni un juego poco serio que Dios pone en sus manos; sabe que ha de responder, sabe que como a administrador se le pedirán cuentas de lo que se le ha confiado. Sólo hay responsabilidad donde hay alguien que examina. El artículo sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida; nada ni nadie puede hacernos tomar a la ligera el inaudito alcance de tal conocimiento, que demuestra la urgencia de la vida en la que estriba su dignidad. .A juzgar a los vivos y a los muertos.. Sólo él juzgará, ningún otro. La injusticia del mundo no tiene la última palabra, ni se disuelve en un acto gracioso general e intrascendente; hay, por el contrario, una última instancia a la que podemos apelar para que se haga justicia y el amor pueda realizarse. Un amor que destruyese la justicia, sería injusticia, caricatura del amor. El verdadero amor es exceso de justicia, superación de la justicia, pero no destrucción de la misma; la justicia siempre debe ser la forma fundamental del amor. Pero cuidado con caer en el extremo contrario. No puede ponerse en duda que la conciencia cristiana ha hecho del artículo de fe en el juicio una forma que prácticamente puede llegar a destruir toda la fe en la redención y en la promesa de la gracia. Vemos, como ejemplo, la profunda contraposición entre el maran atha y el Dies irae. El cristianismo primitivo, con su oración . Ven, Señor nuestro., ha explicado el retorno de Jesús como acontecimiento lleno de esperanza y alegría; ha visto en él el momento de la gran realización, y se ha orientado a él; ese momento fue para los cristianos medievales el terrible .día de la ira. (Dies irae), el día del estremecimiento de pavor y temor, el día de la miseria y la calamidad. El retorno de Cristo es todavía juicio, día de la liquidación de cuentas para todos los hombres. En tal visión se olvida lo más decisivo: el cristianismo se reduce prácticamente a un moralismo; asimismo es privado de ese respiro de esperanza y alegría que constituye su más auténtica manifestación vital. Alguien podría pensar que el primer punto de partida para esa evolución fracasada, que se fija solamente en el peligro de la responsabilidad y no en la libertad del amor, nos ofrece la misma profesión de fe, ya que en ella, al menos según el tenor de las palabras, la vuelta de Cristo se reduce al juicio: . de allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.. Sabido es que en los círculos espirituales donde nació el Símbolo, sobrevivía todavía la herencia primitiva; las afirmaciones sobre el juicio se unían naturalmente con el mensaje de la gracia. Al afirmar que quien juzgaba era Jesús, el juicio se tornaba en esperanza. Para probarlo, voy a citar unas palabras de la llamada segunda carta de Clemente: Hermanos, así debemos sentir sobre Jesucristo como de Dios que es, juez de vivos y de muertos, y tampoco debemos tener bajos pensamientos acerca de nuestra salvación. Porque si bajamente sentimos de él, bajamente también esperamos recibir 11. Esto no muestra dónde hemos de colocar el acento en nuestro texto: el que juzga no es, simplemente, como podría esperarse, Dios, el infinito, el desconocido, el eterno. Dios ha puesto el juicio en manos de quien es, como hombre, nuestro hermano. No nos juzgará un extraño, sin el que hemos conocido en la fe. No saldrán a nuestro encuentro el juez totalmente otro, sino uno de los nuestros, el que conoce íntimamente el ser humano porque lo sufrió. Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza; el juicio no es sólo día de ira, sino el retorno de nuestro Señor. Recordemos la extraordinaria visión de Cristo con la que comienza el Apocalipsis (1,9-19): El vidente cae a sus pies como muerto, lleno de temor, pero el Señor puso su mano sobre él y dijo, como cuando calmó la tempestad en el lago de Genesaret, .no temas, soy yo.(1,17). El Señor todopoderoso es Jesús; el vidente fue en la fe su compañero de viaje. El artículo de fe en el juicio relaciona estas ideas con nuestro encuentro con el juez universal. Con bienaventurado asombro verá el creyente en aquel día de angustia, que el que .tiene poder sobre el cielo y la tierra.(Mt 28,18), fue en la fe su compañero de viaje en su vida terrena, y que ahora, por las palabras del Símbolo, lo acaricia y le dice: No temas, soy yo. Quizá no pueda darse una solución mejor al problema de la unión del juicio y de la gracia que la que nos ofrece el trasfondo del Credo. ________________ Notas: 1.- Cf. R. Laurentin, Structure et théologie de Luc 1-2. París 1957; L. Deiss, María, Tochter Sion. Mainz 1961; A. Stöger, Das Evangelium nach Lukas I. Düseldorf 1964, 38-42; G. Voss, Die Christologie des lukanischen Shriften in Grundzügen. Studia Neotestamentica II. Paris-Bruges 1965. 2.- Cf. W. Eichrodt, Theologie des AT, I. Leipzig 1930, 257: ....todos estos rasgos... remiten a una imagen del salvador, muy conocida por el pueblo, en la que encuentran su unidad ideal. Esto lo confirma una serie de expresiones análogas sobre el rey-redentor encontradas en el antiguo oriente que pueden agruparse en escenas de una biografía santa y que muestran hasta qué punto participó Israel en el patrimonio común del oriente. 3.- E. Schweizer, Uiós, en TWzNT VIII, 384. 4.- A esto habría que objetar las especulaciones con las que P. Schoonenberg quiere justificar sus reservas ante el catecismo holandés en su artículo .Die nieuwe Katechismus und die Dogmen.. Desgraciadamente este estudio se funda en una falsa comprensión del concepto de dogma. Schoonenberg entiende el dogma par-tiendo de la perspectiva armoniosa de la dogmática jesuita del final del siglo XIX; después busca, natural-mente en vano, una intervención definitoria del magisterio sobre el nacimiento de Jesús de la Virgen, análoga a la definición de la .inmaculada concepción. (carencia de pecado original) y a la asunción corporal de la Virgen .al cielo.. Así llega a la conclusión de que, a diferencia de las definiciones antes mencionadas, en lo que se refiere al nacimiento de Jesús de la Virgen no hay una doctrina eclesial fija. Con tales afirmaciones cambia totalmente la historia del dogma y absolutiza una forma de ejercer el magisterio empleada a partir del Concilio Vaticano I, que no puede utilizarse en el diálogo con la Iglesia oriental; la cosa misma no la tolera; el mismo Schoonenberg no puede mantenerla. El dogma como frase aislada definida ex cathedra por el Papa es la última e inferior forma de la configuración del dogma. El símbolo es la forma primitiva con la que la Iglesia expresó obligatoriamente su fe. La profesión de fe en el nacimiento de Jesús de la Virgen pertenece desde el principio a todos los símbolos, y así es parte constitutiva del dogma primitivo eclesial. Ponerse el problema del carácter obligatorio del Concilio I de Letrán o de la bula de Pablo V en el año 1555, como hace Schoonenberg, es un trabajo que no tiene la más mínima razón de ser; querer limitar los símbolos a pura interpretación .espiritual. sería nebulosidad histórico-dogmática. 5.- J. Daniélou, El misterio de la historia. Dinor, San Sebastián 1963, 440 s. 6.- Politeia II, 361-362a; cf. también H. U. von Balthasar, Herrlichkeit III/1, Einstedeln 1965, 156-161; E. Benz, Der gekreuzigte Gerechte bei Plato, im NT und in der alten Kirche, Abhandlungen der Mainzer Aka-demie 12 (1950). 7.- Cf. H. de Lubac. El drama del humanimo ateo. EPESA, Madrid 1949, 17 s. 8.- Véase el significado del silencio en los escritos de Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios 19,I: .Y quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios.; cf. Ad Magn. 8,2. Traducción española en Padres apostólicos, BAC, Maadris, 1950. 9.- H. U. von Balthasar, Teología de la hsitoria. Guadarrama, Madrid 1959, 48; cf. G. Hasenhüttl, Der Glaubensvollzug. Essen 1963, 327. 10.- L. Baeck, Das Wesen des Judentums. Köln 1960, 69. 11.- Clem I, I s. Traducción española en Padres apostólicos. BAC, Madrid 1950; cf. Kattenbusch II, 600. III - EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA. 10.- La unidad de las últimas expresiones del Símbolo. La afirmación central de la tercera parte del Símbolo reza así, según el texto griego original: .Creo en el Espíritu Santo.; falta, pues, el artículo al que nos ha acostumbrado la traducción. Esto es muy importante para conocer el sentido de lo que ahí se afirma; en efecto, de ahí se colige que este artículo en un principio no se concibió trinitaria, sino histórico-salvíficamente. En otros términos, la tercera parte del Símbolo no alude al Espíritu Santo como tercera persona de la Trinidad, sino al Espíritu Santo como don de Dios a la historia en la comunidad de los que creen en Cristo. Con esto, sin embargo, no se excluye la comprensión trinitaria del artículo. Ya vimos antes cómo todo el Credo nació en un contexto bautismal, cuando al bautizado se le preguntaba si creía en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Por su parte, esta triple pregunta remite a la fórmula atestiguada por Mateo (28,19); por eso la fórmula más antigua de nuestra confesión de fe con sus tres miembros nos ofrece una de las raíces más importantes de la imagen trinitaria de Dios, pero cuando la fórmula bautismal se amplió hasta llegar al texto actual del Credo, quedó un poco en la penumbra la estructura trinitaria. Ahora, como vimos antes, el centro era toda la historia de Jesús, desde su concepción hasta su vuelta, esto tuvo como consecuencia el que también la primera parte se comprendiese históricamente, ya que se refirió esencialmente a la historia de la creación y al tiempo precristiano. Todo esto hizo imprescindible una comprensión histórica de todo el texto: toda la tercera parte debía entenderse como continuación de la historia de Cristo en el don del Espíritu, es decir, como alusión al . tiempo final. entre la venida de Cristo y su retorno. Este desarrollo no eliminó la explicación trinitaria, como, por otra parte, tampoco las expresiones bautismales trataban de un Dios ahistórico, del más allá, sino de un Dios relacionado con nosotros. Por eso, un rasgo característico de los más antiguos estadios del pensar cristiano es la interferencia de la concepción histórico-salvífica y trinitaria. Después se olvidó todo esto en perjuicio de la cosa misma, hasta que se llegó a una división de la metafísica teológica, por una parte, y de la teología de la historia por la otra. En adelante ambas cosas serían completamente diferentes: o se estudia la teología ontológica o la antifilosófica teología de la historia de la salvación; pero así se olvida de forma trágica la unidad original del pensamiento cristiano. En su punto de partida este pensamiento no es ni puramente .histórico- salvífico. ni puramente .metafísico., sino que está condicionado por la unidad de la historia y del ser. Esta es una gran labor que incumbe también a la teología moderna, dividida nuevamente por este dilema 1. Pero dejemos estas observaciones generales para preguntarnos qué es lo que significa propiamente el texto de que disponemos actualmente. Como ya dijimos, no habla de la vida íntima de Dios, sino de .Dios hacia afuera., del Espíritu Santo como poder por el que el Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo como principio de una nueva historia y de un mundo nuevo. Este rumbo nuevo que tomó la expresión dio lugar a otra consecuencia; el hecho de que aquí no se tratase del Espíritu como persona de la Trinidad, sino como poder de Dios en la historia inaugurada con la resurrección de Cristo, tuvo como consecuencia el que en la conciencia del creyente se interfiriesen la profesión de fe en el .Espíritu. y en la Iglesia. así se explicó prácticamente la interferencia antes mencionada entre la Trinidad y la historia de la salvación. Pero desgraciadamente poco después esta interferencia llegó a desaparecer; tanto la doctrina sobre la Iglesia como sobre el Espíritu Santo quedaron en la penumbra; la Iglesia ya no se concibió pneumática-carismáticamente, sino exclusivamente a partir de la encarnación y, en consecuencia, como cerrada terrenalmente y, por fin, se explicó partiendo de las categorías del poder del pensamiento profano. La doctrina sobre el Espíritu Santo quedó también sin contexto propio. Como no podía pasar una miserable existencia en la pura posibilidad de ser integrada, quedó absorbida por la general especulación trinitaria, y así perdió prácticamente su función respecto a la conciencia cristiana. El texto de nuestra profesión de fe nos ofrece aquí una gran tarea a realizar: El punto de partida de la doctrina de la Iglesia ha de ser la doctrina del Espíritu Santo y de sus dones, pero su meta estriba en una doctrina de la historia de Dios con los hombres, es decir, de la función de la historia de Cristo para la humanidad en cuanto tal. Así queda bien de manifiesto la dirección que debe seguir la cristología en su desarrollo: No puede considerarse como doctrina del enraizamiento de Dios en el mundo, que explica la Iglesia como algo intramundano partiendo de la humanidad de Jesús. Cristo sigue presente mediante el Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad, que no excluye en modo alguno la forma institucional, pero que sí limita sus pretensiones y que no la equipara con las instrucciones mundanas. Las restantes afirmaciones de la tercera parte del Símbolo no pretenden ser sino ampliación de la profesión fundamental .creo en el Espíritu Santo.. Tal ampliación tiene lugar en un doble sentido; primero, en lo que se refiere a la comunión de los santos que originalmente no pertenecía al texto del Símbolo romano, pero que representa el patrimonio de la primitiva Iglesia; después, la afirmación del perdón de los pecados. Ambas expresiones son formas concretas de hablar del Espíritu Santo; representaciones del modo como el Espíritu Santo obra en la historia. Tienen también un inmediato significado sacramental, que hoy día nos es prácticamente desconocido. La comunión de los santos alude en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo del Señor se une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo; consiguientemente, la palabra sanctorum (de los santos) no se refiere a las personas, sino a los santos, a lo santo que Dios concede a la Iglesia en su celebración eucarística como auténtico lazo de unidad. La Iglesia, pues, no ha de definirse por sus oficios y por su organización, sino por su culto litúrgico como participación en el banquete en torno al resucitado que la congrega y la une en todo lugar. Pronto se empezó a pensar en las personas unidas y santificadas por el don uno y santo de Dios. Pronto se pensó en la Iglesia no simplemente como unidad de la mesa eucarística, sino como comunidad de los que son uno a raíz del banquete eucarístico. De ahí se pasó a incluir en el concepto de Iglesia una dimensión cósmica. La comunidad de los santos, de la que aquí se habla, supera los límites de la muerte; reúne y une a quienes recibieron el Espíritu y su poder único y vivificante. La remisión de los pecados alude a otro sacramento fundamental, al bautismo; pero muy pronto se pensó en el sacramento de la penitencia. Al principio el bautismo fue el gran sacramento de la reconciliación, el momento del cambio transformador, pero poco a poco la dolorosa experiencia enseñó que el cristiano bautizado también necesita que se le perdonen los pecados; por eso adquirió gran importancia la reconciliación realizada por el sacramento de la penitencia, sobre todo cuando el bautismo se había administrado al principio de la vida y dejaba así de ser expresión de la conversión activa. También sobrevivía la idea de que el hombre se hace cristiano no por el nacimiento, sino por el renacimiento: el ser cristiano tiene lugar cuando el hombre cambia su existencia, cuando olvida la tranquilidad propia del estar ahí y .se convierte.. En ese sentido el bautismo es como el comienzo de una conversión que ha de realizarse a lo largo de la vida, como el signo fundamental de la existencia cristiana que nos recuerda la frase .la remisión de los pecados.. Si el ser cristiano no se considera como un casual agrupamiento, sino como cambio hacia lo más propio del hombre, la profesión de fe, superando el círculo de los bautizados, afirma que el hombre no vuelve en sí si se entrega simplemente a sus inclinaciones naturales. Para ser verdadero hombre hay que hacer frente a las inclinaciones naturales, hay que convertirse; las aguas de la naturaleza no suben espontáneamente hacia arriba. Resumamos lo dicho. En nuestra profesión de fe la Iglesia se comprende desde el Espíritu Santo como su lugar eficiente en el mundo. Se la considera concretamente desde dos puntos: desde el bautismo (penitencia) y desde la eucaristía. Este punto de partida sacramental lleva consigo una comprensión teocéntrica de la Iglesia: lo importante no es la agrupación de hombres que es la Iglesia, sino el don de Dios que transforma al hombre en un ser nuevo que él mismo no puede darse, en una nueva comunidad que él no puede sino recibir como don. Sin embargo, esta imagen teocéntrica de la Iglesia es muy humana y real, porque siempre gira en torno a la conversión y a la purificación, porque ambas las comprende como proceso indefinido intrahistórico y porque descubre el contexto humano del sentido del sacramento e Iglesia. Por eso la comprensión .material. (partiendo del don de Dios) trae consigo el elemento personal: el nuevo ser de la reconciliación conduce a la coexistencia con todos los que viven de la reconciliación; ésta forma la comunidad, y la comunión con el Señor en la Eucaristía lleva necesariamente la comunión con los convertidos que comen el mismo e idéntico pan, que forman un .único cuerpo. (1 Cor 10,17), un .único hombre nuevo. (cf. Ef 2,15). Las palabras conclusivas del Símbolo, la profesión de fe en la . resurrección de la carne. y en la .vida eterna., son también ampliación de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador; presentan su última eficacia, ya que la resurrección en la que todo desemboca nace necesariamente de la fe en la transformación de la historia iniciada con la resurrección de Cristo. Con este acontecimiento, como dijimos antes, se supera el límite del bios, es decir, de la muerte, y se abre una nueva dimensión: El espíritu, el amor que es más fuerte que la muerte, trasciende lo biológico. Quedan así destruidos fundamentalmente los límites de la muerte, y se abre un futuro decisivo para el hombre y para el mundo. Esta convicción en la que se unen la fe en Cristo y la profesión en el poder del Espíritu Santo, la aplican expresivamente las últimas palabras del Símbolo a nuestro futuro, al futuro de todos los hombres. La orientación a la omega de la historia del mundo en la que se realiza todo, se deduce con necesidad interna de la fe en el Dios que en la cruz quiso convertirse en la omega de mundo, en su última letra. Así ha convertido a la omega en su punto, de modo que un día el amor será definitivamente más fuerte que la muerte, y de la complexión del bios por el amor nacerá el conjunto, la persona y la unidad definitivas que proceden del amor. Porque Dios mismo se ha hecho la última criatura, la última letra del alfabeto de la historia, la última letra se ha convertido en su letra y así la historia ha llegado a la victoria definitiva: la cruz es realmente la redención del mundo. __________________ Notas: 1.- Cf. J. Ratzinger, Heilsgeschichte und Eschatologie, en Theologie im Wandel. München 1967, 68-89. - o - 11.- Dos problemas fundamentales del artículo de fe sobre el Espíritu y la Iglesia. Lo dicho anteriormente ha querido poner de relieve la riqueza y amplitud de las últimas afirmaciones de la profesión de fe. En ellas resuena nuevamente la imagen cristiana del hombre, el problema del pecado y de la redención; pero sobre todo lo que ahí se afirma es la idea sacramental que constituye por su parte la espina dorsal del concepto Iglesia: la Iglesia y los sacramentos van siempre juntos, no pueden existir separadamente. Una Iglesia sin sacramentos sería una organización vacía, y los sacramentos sin Iglesia serían meros ritos sin sentido alguno en el conjunto. Por eso el problema que nos plantea el último artículo de la profesión de fe es el de la Iglesia. Otra gran cuestión que aquí surge es la resurrección de la carne, que a nosotros, hombres modernos, nos parece tan escandalosa como el espiritualismo griego, ya que los fundamentos del escándalo no han cambiado. Antes de poner fin a estas reflexiones, quiero tratar de estos dos problemas de la profesión de fe. La santa Iglesia católica. No voy a hacer una exposición completa sobre la Iglesia. Teniendo ante los ojos los problemas teológicos actuales, voy a intentar poner de manifiesto el escándalo que para nosotros supone la fórmula .la santa Iglesia católica., y dar la respuesta a la que apunta el texto del Símbolo. Sigue siendo válido lo que hemos afirmado antes sobre el lugar espiritual y el conjunto íntimo de esas palabras; por una parte, aluden a la fe en la obra poderosa del Espíritu Santo en la historia y, por la otra, quedan explicadas en la doctrina de la remisión de los pecados y de la comunión de los santos; en ella el bautismo, la penitencia y la eucaristía son como los pilares de la Iglesia, como su contenido propio y su verdadera forma existencial. Quizá desaparezca gran parte de las molestias que nos produce nuestra profesión de fe en la Iglesia, cuando reflexionemos en este doble contexto. Hablemos también de lo que hoy día nos acosa. No intentemos disimularlo; hoy sentimos la tentación de decir que la Iglesia ni es santa ni es católica. El mismo concilio Vaticano II ha querido hablar no sólo de la Iglesia santa, sino de la pecadora. Estamos tan convencidos del pecado de la Iglesia que si hiciésemos alguna objeción al concilio diríamos que ha tocado el tema muy tímidamente. Es cierto que ahí puede estar influyendo la teología del pecado de Lutero y también un requisito nacido de previas decisiones dogmáticas; pero lo que hace esta .dogmática. está de acuerdo con lo que nos dice nuestra propia experiencia: La historia de la Iglesia está llena de compromisos humanos. Podemos comprender la horrible visión de Dante que veía subir al coche de la Iglesia las prostitutas de Babilonia, y nos parecen comprensibles las terribles palabras de Guillermo de Auvernia (siglo III), quien afirmaba que deberíamos temblar al ver la perversión de la Iglesia: La Iglesia ya no es una novia, sino un monstruo tremendamente salvaje y deforme...1. La catolicidad de la Iglesia nos parece tan problemática como la santidad. Los partidos y contiendas han dividido la túnica del Señor, han dividido la Iglesia en muchas Iglesias que pretenden ser, más o menos intensamente, la única Iglesia verdadera. Por eso hoy la Iglesia se ha convertido para muchos en el principal obstáculo para la fe. En ella sólo puede verse la lucha por el poder humano, el mezquino teatro de quienes con sus afirmaciones quieren absolutizar el cristianismo oficial y paralizar el verdadero espíritu del cristianismo. No hay teoría alguna que pueda refutar concluyentemente estos argumentos. Pero también es cierto, por otra parte, que estas ideas no carecen solamente de la razón sino de un amargor del corazón que quedó defraudado en su alta expectación y que ahora en amor enfermo y herido sufre la destrucción de su esperanza. ¿Qué diremos a todo esto? En último término sólo podemos profesar nuestra fe y dar el porqué que nos permite, a pesar de todo, amar en la fe a la Iglesia; sólo podemos decir por qué vemos el rostro de la Iglesia santa a través de su faz deformada. Pero expliquemos ante todo el contenido. Como ya dijimos, la palabra .santo. no alude primariamente a la santidad en medio de la perversidad humana. El Símbolo no llama a la Iglesia .santa. porque todos y cada uno de sus miembros sean santos, es decir, personas inmaculadas. Este es un sueño que ha renacido en todos los siglos, pero que no tiene lugar alguno en el Símbolo; expresa el anhelo perpetuo del hombre por que se le dé un cielo nuevo y una tierra nueva, inaccesibles en este mundo. En realidad, las más duras críticas a la Iglesia de nuestro tiempo nacen veladamente de este sueño; muchos se ven defraudados, golpean fuertemente la puerta de la casa y tildan a la Iglesia de mentirosa. Pero volvamos a nuestro tema. La santidad de la Iglesia consiste en el poder por el que Dios obra la santidad en ella, dentro de la pecaminosidad humana. Este es el signo característico de la .nueva alianza.: En Cristo Dios se ha unido a los hombres, se ha dejado atar por ellos. La nueva alianza ya no se funda en el mutuo cumplimiento del pacto, sino que es un don de Dios, una gracia, que permanece a pesar de la infidelidad humana. Es expresión del amor de Dios que no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que siempre es bueno para él, lo asume continuamente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama. Por razón del don que nunca puede retirarse, la Iglesia siempre es la santificada por él; la santificada en la que está presente entre los hombres la santidad del Señor. Lo que en ella está presente y lo que elige en amor cada vez más paradójico las manos sucias de los hombres como vasija de su presencia, es verdaderamente la santidad del Señor. Es santidad que en cuanto santidad de Cristo brilla en medio de los pecados de la Iglesia. Por eso la figura paradójica de la Iglesia en la que las manos indignas nos presentan a menudo lo divino, en la que lo divino siempre está presente sólo en forma de sin-embargo, es para los creyentes un signo del sin-embargo del más grande amor de Dios. La emocionante yuxta-posición de la fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre expresada en la estructura de la Iglesia, es también la dramática figura de la gracia por la que se hace actualmente visible en el curso de la historia la realidad de la gracia como perdón de lo que en sí es indigno. Podría decirse que la Iglesia, en su paradójica estructura de santidad y pecado, es la figura de la gracia en este mundo. Sigamos adelante. El sueño humano del mundo sanado e incontaminado por el mal, presenta la Iglesia como algo que no se mezcla con el pecado. Existe ahí en cierto sentido, un pensar blanco- negro, que despiadadamente separa y tira lo negativo (que puede concebirse de muy diversas maneras). En la crítica actual de la sociedad y en sus acciones se revela claramente esta característica inexorable e inherente al ideal humano. Por eso los contemporáneos de Cristo se escandalizaban sobremanera al ver que a la santidad de Cristo siempre le faltase esta nota judicial: no era fuego que destruía los indignos, ni celo que arrancase la hierba que ellos veían crecer. Por el contrario, su santidad se mostraba en el contacto con lo pecadores que se acercaban a él, hasta el punto de que él mismo se convirtió en . pecado., en maldición de la ley en la cruz, en plena comunidad con el destino común de los perdidos (cf. 2 Cor 5,21; Gal 3,13). Él atrajo los pecadores a sí, los hizo partícipes de sus bienes, y reveló así lo que era la .santidad.. Nada de separación, sino purificación, nada de condenación, sino amor redentor. ¿No es acaso la Iglesia la continuación de este ingreso de Dios en la miseria humana? ¿no es la continuación de la participación en la misma mesa de Jesús con los pecadores? ¿no es la continuación de su contacto con la necesidad de los pecadores, de modo que hasta parece sucumbir? ¿no se revela en la pecadora santidad de la Iglesia frente a las expectaciones humanas de lo puro, la verdadera santidad aristocrática de lo puro e inaccesible, sino que se mezcla con la porquería del mundo para eliminarla? ¿Puede ser la Iglesia algo distinto de un sobrellevarse mutuamente que nace de que todos son sostenidos por Cristo? Confieso que para mí la santidad pecadora de la Iglesia tiene en sí algo consolador. ¿No nos desalentaríamos ante una santidad inmaculada, judicial y abrasadora? ¿Y quién se atrevería a afirmar que él no tiene necesidad de otros que lo sobrelleven, es más, que lo sostengan? Quien vive porque otros lo sobrellevan, ¿cómo podrá negarse a sobrellevar a otros? El único don que puede ofrecer, el único consuelo que le queda ¿no es sobrellevar a otros como él mismo es sobrellevado? La santidad de la Iglesia comienza con el sobrellevar y termina con el sostenerse. Pero donde ya no se da el sobrellevar, cae el sostenerse, y una existencia inconsistente cae necesariamente en el vacío. El cristiano reconoce la imposibilidad de la autarquía y la debilidad de lo propio. Cuando la crítica en contra de la Iglesia es biliosamente amarga y comienza a convertirse en jerigonza, late ahí un orgullo operante. Por desgracia a eso se junta a menudo un gran vacío espiritual en el que ya no se considera lo propio de la Iglesia, sino una institución con miras políticas; se considera su organización como lamentable y brutal, como si lo propio de la Iglesia estribase en su organización y no en el consuelo de la palabra y de los sacramentos que conserva en días buenos y aciagos. Los verdaderos creyentes no dan mucha importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas. Viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si uno quiere conocer lo que es la Iglesia, que entre en ella. La Iglesia no existe principalmente donde está organizada, donde se reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida. sólo sabe quién es la Iglesia de antes y de ahora quien ha experimentado cómo la Iglesia eleva al hombre por encima del cambio de servicio y de formas, y cómo es para él patria, y esperanza, patria que es esperanza, camino que conduce a la vida eterna. Esto no quiere decir que hemos de quedarnos en el pasado y que hemos de soportarlo tal y como es. El sobrellevar puede ser también un acontecimiento altamente activo, una lucha para que la Iglesia siempre sea quien lleve y soporte. La Iglesia sólo vive en nosotros, vive de la lucha entre el pecado y la santidad, de la misma manera que esa lucha vive del don de Dios sin el que no podría existir; pero esa lucha será útil y constructora cuando esté vivificada por el espíritu que sobrelleva, por el amor real. Así llegamos al criterio que siempre debe medir esa lucha crítica por una santidad mayor, y que no contradice la resignación, sino que la exige. La medida es la construcción. La amargura que destruye se juzga a sí misma. Una puerta cerrada puede convertirse en signo que azota a quienes están dentro; pero es una ilusión creer que aislados podemos construir más y mejor que en equipo, como también es una ilusión colocar la Iglesia de .los santos. en lugar de la .Iglesia santa., que es santa porque el Señor le da graciosamente el don de la santidad 2. Llegamos así al segundo calificativo que el Credo atribuye a la Iglesia: la llama .católica.. Son innumerables los matices de significado que la palabra ha adquirido desde su origen. La palabra alude doblemente a la unidad de la Iglesia. Primero, a la unidad local, la comunidad en trono al obispo; no lo grupos que por cualquier motivo se han separado son la .Iglesia católica.. Después, a la unidad de las Iglesias locales que no se enquistan en sí mismas, sino que permanecen Iglesia porque permanecen abiertas a las demás, porque presentan la Iglesia en el testimonio común de la palabra y en la participación común en la mesa eucarística de todo lugar. El antiguo Credo opone la Iglesia .católica. a las iglesias limitadas a sus provincias 3, que destruyen así la verdadera esencia de la Iglesia. La palabra .católica. expresa, pues, la estructura episcopal de la Iglesia y la necesidad de la unidad de todos los obispos entre sí; el Símbolo no alude a la cristalización de esta unidad en la sede romana, pero sería falso deducir de ahí que orientar la unidad a ese punto es un producto secundario. En Roma, donde surgió nuestro Símbolo, se pensó enseguida en esta idea como cosa evidente. Pero es justo afirmar que esta expresión no pertenece a los elementos primarios del concepto de Iglesia, no está ahí por su propia cuenta, sino porque es medio: Su función consiste en ser .para., sirve a la realización de la unidad de las Iglesias locales en sí y debajo de sí. El servicio del obispo de Roma es un ulterior estadio en la ordenación del medio. Es claro que la Iglesia no se ha de comprender partiendo de aquella, pero es también evidente que para la Iglesia visible la unidad visible es algo más que una .organización.. La unidad concreta de la fe común, que se atestigua en la palabra y en la mesa común de Jesucristo, es el signo que la Iglesia debe presentar al mundo. Sólo en cuanto .católica., en cuanto una visiblemente en la multiplicidad, responde a la exigencia de la profesión de fe 4. En un mundo dividido debe ser el signo y el medio de la unidad que supera y une naciones, razas y clases. En la antigüedad fue infinitamente difícil ser al mismo tiempo la Iglesia de los bárbaros y los romanos. En la actualidad no puede ocultar la lucha de las naciones cristianas, y no llega a unir la riqueza y pobreza para que lo que sobra a unos sirva para apagar el hambre de otros. Con todo, no podemos negar lo que la pretensión de catolicidad tiene de imperativo; ante todo debemos dejar de contar con el pasado y enfrentarnos con la llamada actual, e intentar ahora no sólo profesar la catolicidad del Credo, sino realizarla en la vida de nuestro mundo dividido. La resurrección de la carne. a).- Contenido de la esperanza neotestamentaria en la resurrección 5. El artículo de la resurrección de la carne supone para nosotros un auténtico dilema. Hemos redescubierto la indivisibilidad del hombre; con nueva intensidad vivimos nuestra corporeidad y la experimentamos como camino imprescindible para realizar el único ser del hombre. Por eso podemos comprender muy bien el mensaje bíblico que no promete la inmortalidad al alma separada del cuerpo, sino a todo el hombre. A raíz de tales observaciones, la teología evangélica se ha levantado en nuestros días en contra de la doctrina griega de la inmortalidad del alma, que sin razón se consideraba como idea cristiana. Ahí se nos presenta en verdad un doble dualismo no cristiano; la fe cristiana no hablaría sino de la resurrección de los muertos por el poder de Dios. Pero en seguida nos preguntamos: ¿si la doctrina griega de la inmortalidad es problemática, no sería mucho más irrealizable la bíblica? Es muy bonito eso de la unidad del hombre, pero ¿quién puede imaginarse la resurrección del cuerpo según la idea moderna del hombre? La resurrección incluiría, al menos así lo parece, un cielo nuevo y una tierra nueva, unos cuerpos inmortales que no tienen que alimentarse, es decir, un distinto estado de la materia. ¿Pero no es esto totalmente absurdo? ¿no contradice plenamente nuestra idea de la materia y su modo de comportarse? ¿no es, por tanto, una desesperación mitológica? Creo que no podemos llegar a una respuesta satisfactoria si no estudiamos atentamente la finalidad de las expresiones bíblicas, y si después no las comparamos con las concepciones griegas. Cuando se unieron lo bíblico y lo griego, se condicionaron mutuamente; uno ocultó las verdaderas intenciones del otro en una visión sintética nueva, que hemos de deshacer primero para volver al principio. La esperanza en la resurrección de los muertos presenta ante todo la forma fundamental de la esperanza bíblica en la inmortalidad; en el Nuevo Testamento no aparece como idea que continúa la precedente e independiente inmortalidad del alma, sino como expresión esencial y fundamental sobre el destino humano. Pronto surgieron en el judaísmo tardío puntos de partida para una doctrina de la inmortalidad de tipo griego. Este es uno de los principales motivos por el que se comprendió en el mundo griego-romano todo el alcance de la resurrección. Se pensó más bien que la concepción griega de la inmortalidad del alma y el mensaje bíblico de la resurrección de los muertos se completaban mutuamente para dar solución al problema del destino humano; sólo había que añadir una cosa a otra; eso bastaba. A las ideas griegas sobre la inmortalidad del alma añadía la Biblia la revelación de que el último día los cuerpos resucitarían para participar por siempre en el destino del alma: condenación o bienaventuranza. Creo que en un principio no de trataba propiamente de dos concepciones complementarias; más bien nos encontramos frente a dos representaciones diversas que no pueden sumarse fácilmente. La imagen del hombre, de Dios y del futuro es diversa en cada una de ellas; por eso, en el fondo, cada una de ellas sólo puede considerarse como intentos de dar una respuesta total al problema del destino humano. Según la concepción griega, el hombre consta de dos sustancias diversas; una de ellas, el cuerpo, se descompone, pero la otra, el alma, es por sí misma imperecedera y, en consecuencia, puede subsistir en sí misma independientemente de la otra; es más, sólo cuando el alma se separa del cuerpo, esencia extraña a ella, se realiza el alma en todo lo que es. Por el contrario, el pensamiento bíblico presupone la unidad indivisible del hombre; la Escritura no conoce, por ejemplo, palabra alguna para designar el cuerpo separado y distinto del alma; la palabra .alma. significa en la mayoría de los casos todo el hombre existente, viviente. Los textos restantes, que nos ofrecen una concepción diversa, fluctúan en cierto modo entre la concepción griega y la bíblica, pero no excluyen esta última. La resurrección de los muertos, no de los cuerpos, de que habla la Escritura, se refiere según eso a la salvación del hombre íntegro, no al destino de una parte del hombre, si cabe, secundaria. Esto indica claramente que la médula de la fe en la resurrección no consiste en la idea de la restitución de los cuerpos, a lo que nosotros la hemos reducido; todo esto es válido, aunque la Biblia haya cambiado la representación. ¿Cuál es, pues, el auténtico contenido? ¿Qué es lo que la Biblia anuncia al hombre como esperanza suya cuando habla de la resurrección de los muertos? A mi juicio, como mejor podemos comprender esta particularidad es en la contraposición con la concepción dualística de la filosofía antigua: 1.- La idea de inmortalidad expresada en la Biblia con la palabra resurrección, indica la inmortalidad de la .persona., del hombre. Mientras que para los griegos la típica esencia del hombre es un producto que en cuanto tal no subsiste, sino que el cuerpo y el alma siguen caminos diferentes según su índole diversa, para la fe bíblica la esencia hombre permanece como tal, aunque cambia. 2.- Se trata de una inmortalidad .dialógica. (resurrección). Es decir, la inmortalidad no nace simplemente de la evidencia de no-poder- morir, sino del acto salvador del que ama y que tiene poder para realizarlo. El hombre no puede, pues, perecer totalmente, porque ha sido conocido y amado por Dios. El amor pide eternidad, el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y lo es; de hecho, la idea bíblica de la resurrección nació de este motivo dialógico: el que ora sabe en la fe que de Dios restablecerá el derecho (Job 19,25 s.; Sal 73,23 s.); la fe sabe que quienes han padecido por causa de Dios participarán en la recompensa prometida (2 Mac 7,9s). La inmortalidad bíblica tiene que ser resurrección porque no nace del propio poder de no morir, sino de la relación establecida en el diálogo con el creador. La resurrección de los muertos tiene que ser resurrección del hombre porque el creador no se refiere sólo al alma, sino al hombre que se realiza dentro de la corporeidad de la historia y a quien Dios concede la inmortalidad. Notemos que en la fórmula del Símbolo, .resurrección de la carne., la palabra carne significa el mundo de los hombres (en el sentido que tiene, por ejemplo, la expresión bíblica .toda carne contemplará la salvación de Dios.); tampoco aquí indica la palabra la corporeidad aislada y separada del alma. 3.- La resurrección en el .último día., al final de la historia y en presencia de todos los hombres, muestra el carácter co-humano de la inmortalidad relacionada con toda la humanidad de la que, para la que y con la que el individuo vivió y después será feliz o desdichado. Esta concepción nace espontáneamente del carácter humano de la inmortalidad bíblica. El cuerpo y la historia son siempre exteriores al alma, concebida según los griegos; el alma puede continuar existiendo independientemente de ellos y no necesita ninguna otra esencia; en cambio para el hombre concebido como unidad, la co- humanidad es constitutiva. Si él tiene que sobrevivir, no puede excluirse esta dimensión; por eso, partiendo de la Biblia, queda resuelto el problema tan agitado de si después de la muerte puede haber una comunidad de hombres. Fundamentalmente el problema se expresa en esta frase, superando el elemento griego: quien cree en la .comunidad de los santos., supera a la postre la idea del anima separata de la que habla la teología de la culpa. El pleno contorno de estas ideas sólo es posible en la concreción neotestamentaria de la esperanza bíblica. El Antiguo Testamento deja todavía pendiente el problema del futuro humano. sólo Cristo, el hombre que es .uno con el Padre., por quien el ser humano ha entrado en la eternidad de Dios, se abre definitivamente el futuro del hombre; por eso en él está presente el problema de qué seremos nosotros, hombres. Pero es al mismo tiempo interpelación de Dios a nosotros, .palabra de Dios.. El diálogo entre Dios y el hombre que desde el principio de la historia gira en torno a esto, entra con él en un nuevo estadio: en él la palabra de Dios se hace .carne., entra realmente en nuestra existencia. si, pues, el diálogo de Dios con el hombre significa vida, si es verdad que el que toma parte en el diálogo con Dios mediante la interpelación de quien vive eternamente, tiene vida, Cristo, en cuanto palabra de Dios a nosotros, es la .resurrección y la vida. (Jn 11,25). Esto significa también que quien entra en el ser-conocido y amado por Dios, lo cual es inmortalidad: .Quien cree en el Hijo, tiene vida eterna. (Jn 3,15s.; 3,36; 5,24). Así hay que comprender el mundo conceptual del cuarto evangelio, que al narrar la historia de la resurrección de Lázaro nos dice que la resurrección no es un acontecimiento lejano que tendrá lugar al fin del mundo, sino que se realiza ahora mediante la fe. Quien cree, dialoga con Dios que es vida y supera la muerte. Así coinciden la línea .dialógica., inmediatamente relacionada con Dios, y la línea co- humana de la idea bíblica de inmortalidad. En Cristo, hombre, nos encontramos con Dios; en él nos encontramos también con la comunidad de hombres; el ingreso en esta comunidad es un camino que lleva a Dios y a los demás. En Cristo la orientación hacia Dios es también orientación hacia la comunidad humana; así, la integración en la comunidad humana es acercarse a Dios que no está separado de Cristo, de la historia o de su tarea co-humana. Así se explica el .estado intermedio. entre la muerte y la resurrección del que tanto se trató en tiempo de los Padres y de Lutero. El estar-con-Cristo, abierto a la fe, es el comienzo de la vida, de la resurrección y de la superación de la muerte (Flp 1,23; 2 Cor 5,8; 1 Tes 5,10). El diálogo de la fe es ya vida que no puede quedar destruida por la muerte. El sueño de la muerte, defendido por los teólogos luteranos y recientemente apuntado en el catecismo holandés, no puede fundarse ni justificarse por el Nuevo Testamento porque en el Nuevo Testamento aparezca la palabra .dormir.: Su hilo espiritual se opone completamente a tal explicación, prácticamente incomprensible también para el judaísmo tardío que se planteaba el problema de la vida después de la muerte. b).- La inmortalidad esencial del hombre. Lo dicho anteriormente ha puesto de manifiesto en cierto modo de qué habla propiamente la predicación de la resurrección bíblica. Su contenido esencial no es la representación de una restitución de los cuerpos a las almas después de un largo período intermedio. Su sentido es más bien decir al hombre que él mismo sobrevivirá, no por poder propio, sino porque Dios lo ha conocido y amado. Mediante la resurrección y frente a la concepción dualista de la inmortalidad, expresada en el esquema griego cuerpo-alma, la forma bíblica de inmortalidad ofrece una concepción completamente humana y dialógica de la inmortalidad: La persona, lo esencial al hombre, permanece; lo que ha madurado en la existencia terrena de la espiritualidad corporal y de la corporeidad espiritual, permanece de modo distinto; permanece porque vive en el recuerdo de Dios; porque el hombre es quien vive, y no el alma separada. El elemento co-humano pertenece al futuro, por eso el futuro de cada uno de los hombres se realizará plenamente cuando llegue a término el futuro de la humanidad. Surge ahora una serie de preguntas; la primera suena así: ¿No convertimos de esta forma la inmortalidad en pura gracia, a pesar de que pertenece en verdad a la esencia del hombre en cuanto hombre? En otros términos, ¿no llegamos así a una inmortalidad para los justos y, consiguientemente, a una división del destino humano, cosa que es inaceptable? Hablando en términos teológicos, ¿no se cambia la inmortalidad natural de la esencia hombre con el don sobrenatural de la vida eterna que hace feliz al hombre? ¿no deberíamos contentarnos, por amor a la humanidad de la fe, con la inmortalidad natural, ya que una supervivencia puramente cristológica caería necesariamente en lo milagroso y mitológico? A esta última pregunta sólo puede darse una respuesta afirmativa. Pero esto no supone contradicción alguna con nuestro punto de partida. De él podemos afirmar claramente que la inmortalidad que hemos llamado .resurrección. por razón de su carácter .dialógico., pertenece al hombre en cuanto hombre, a todo hombre, y no es algo .sobrenatural. añadido secundariamente. Pero todavía hemos de preguntarnos, ¿qué es lo que hace al hombre propiamente hombre? ¿qué es lo que en último término lo diferencia? Lo que diferencia al hombre, considerado desde arriba, es el ser interpelado y llamado por Dios, el ser interlocutor de Dios. Visto desde abajo, consiste en que el hombre es el ser que puede pensar en Dios, el ser abierto a la trascendencia. El problema no es si él piensa realmente en Dios, si se abre realmente, sino si es capaz en sí mismo de todo eso, aun cuando quizá nunca pueda realizar esa capacidad por cualquier motivo. Alguien podría decirnos: ¿no es mucho más fácil considerar el alma espiritual e inmortal como lo peculiar del hombre? La pregunta es justa, pero veamos su significado concreto. Ambas concepciones no se contradicen, sino que de modo diverso expresan lo mismo: Tener un alma espiritual significa ser querido, conocido y amado especialmente por Dios; tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y de responderle. Lo que en un lenguaje sustancialista llamamos .tner alma., lo podemos expresar con palabras más históricas y actuales diciendo .ser interlocutor de Dios.. Esto no es afirmar que la terminología del alma es falsa, como ocasionalmente afirma un biblicismo unilateral y acrítico; es en cierto modo necesario para expresar el todo de lo que se trata. Pero necesita, por otra parte, ser completado si no queremos caer en una concepción dualista que no hace justicia a la intuición dialógica y personal de la Biblia. Cuando afirmamos que la inmortalidad del hombre se funda en su relación con Dios cuyo amor crea la eternidad, no pretendemos una suerte especial a lo justos, sino que expresamos la esencial inmortalidad del hombre en cuanto hombre. Según nuestras últimas reflexiones es posible desarrollar esta idea desde el esquema cuerpo- alma; el significado de éste estriba quizá en que revela ese carácter esencial de la inmortalidad humana; pero siempre ha de referirse a la perspectiva bíblica y ha de ser corregido por ésta, para permanecer fiel a la intuición inaugurada por la fe en el futuro del hombre. Por lo demás, es evidente que a la postre no se puede distinguir puramente entre lo .natural. y lo .sobrenatural.. El diálogo fundamental que en todo lugar constituye al hombre como hombre salta al diálogo de la gracia, a Jesucristo; no puede ser de otro modo si Cristo es realmente el .segundo Adán., la auténtica realización de ese anhelo infinito que brota del primer Adán, del hombre en general. c).- El problema de la resurrección del cuerpo. Todavía no hemos llegado al término de nuestras reflexiones. ¿Se da propiamente la resurrección del cuerpo, o todo se limita a la inmortalidad de la persona? Este es el problema que todavía hemos de resolver. No es un problema nuevo, se lo plantearon ya a San Pablo, como nos indica el capítulo 15 de la primera carta a los coríntios. El apóstol intenta dar una respuesta a lo que puede suceder más allá de los límites de nuestra concepción y de nuestro mundo accesible. Muchas de las imágenes que emplea Pablo son extrañas para nosotros, pero su respuesta global es lo más grande, lo más artístico y lo más convincente que se puede afirmar sobre esto. Comencemos por el versículo 50, que parece ser la clave de todo: Pero yo os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción. A mi entender, este versículo ocupa en nuestro texto un lugar semejante al del versículo 63 en el capítulo 6 del cuarto evangelio. Esto acerca dos textos diversos más de lo que puede pensarse a primera vista. Después de afirmar con claridad la presencia real de la carne y de la sangre de Jesús en la eucaristía, Juan nos dice: El espíritu es el que vivifica, la carne no sirve para nada. Tanto el texto paulino como el joánico quieren desarrollar el dualismo de la carne. Juan habla del realismo de los sacramentos, es decir, del realismo de la resurrección de Jesús y de su .carne. provechosa para nosotros. En Pablo, en cambio, se trata del realismo de la resurrección de la carne, de la resurrección de los cristianos y de la salvación que ahí se realiza para nosotros. Pero en ambos casos hay un fuerte contrapunto que opone el realismo puramente intramundo, cuasi-físico, al realismo cristiano como realismo de más allá de la física, como realismo del Espíritu Santo. Nuestro idioma no puede traducir toda la riqueza del griego bíblico. La palabra griega soma significa algo así como cuerpo, pero también puede significar individuo. Este soma puede ser sarx, es decir, cuerpo de manera histórico-terrena y químico-física, pero también pneuma, es decir .espíritu., según los léxicos. Esto quiere decir que el individuo que ahora se presenta en su cuerpo comprensible físicaquímicamente, puede reaparecer definitivamente a modo de realidad transfísica. En la terminología de Pablo no se oponen .cuerpo.y .espíritu., sino . cuerpo carnal. y .cuerpo espiritual.. No vamos a estudiar aquí los innumerables problemas históricos y filosóficos que esto lleva consigo, bastemos afirmar que tanto para Juan (6,63) como para Pablo (1 Cor 15,50) la .resurrección de la carne. es la .resurrección de las personas. (Leiber), no de los cuerpos (Körper). Según el pensamiento moderno, el modelo paulino es mucho menos ingenuo que la tardía erudición teológica con sus sutiles ideas sobre el problema de si son posibles los cuerpos eternos. En pocas palabras, Pablo no enseña la resurrección de los cuerpos, sino de las personas; esto no se realiza en el retorno del .cuerpo carnal., es decir, del sujeto biológico, cosa según él imposible (la corrupción no heredará incorrupción), sino en la diversidad de la vida de la resurrección, cuyo modelo es el Señor resucitado. ¿Pero es que la resurrección no guarda relación alguna con la materia? ¿No tendrá el .ultimo día. relación con la vida que nace de la llamada de Dios? A esta última pregunta ya hemos dado una primera respuesta cuando hemos hablado del retorno de Cristo. Si el cosmos es historia y si la materia es un momento en la historia del espíritu, no puede darse una eterna y neutral yuxtaposición de materia y espíritu, sino una .complejidad. última en la que el mundo encuentre su omega y su unidad. Existe también una última unión entre la materia y el espíritu en la que se realiza el destino del hombre y del mundo, aun cuando nosotros no podamos definirla con más precisión. Hay también un .último día. en el que se lleva a perfección el destino de los individuos, porque se realiza entonces el destino de la humanidad. La meta del cristiano no es la bienaventuranza privada, sino el todo. El cristiano cree en Cristo, por eso cree también en el futuro del mundo, no sólo en su propio futuro. Sabe que ese futuro es más de lo que él puede hacer. Sabe que existe una inteligencia que él no puede destruir; pero, ¿se cruzará por eso de brazos? Sabe, por el contrario, que existe una inteligencia; por eso se entrega alegre y resueltamente a realizar la obra de la historia, aun cuando tenga la impresión de que su trabajo es sólo la labor de Sísifo, y que la piedra del destino humano será empujada hacia la cima a lo largo de las generaciones para escurrirse un día y frustar los esfuerzos humanos. El creyente sabe que camina hacia .adelante., que no se mueve en círculos. Sabe que la historia no es como la tela que Penélope tejía para destejer después. Quizá moleste al cristiano la pesadilla del miedo ante la inutilidad; esa pesadilla creó en el mundo precristiano los cuadros angustiosos de la nulidad de la obra humana, pero en el sueño resuena la voz de la realidad, salvadora y transformadora: . Animo, yo he vencido al mundo. (Jn 16,33). El nuevo mundo descrito al final de la Biblia bajo la imagen de la Jerusalén celestial no es una utopía, sino la certeza que nos sale al paso en la fe. El mundo ha sido redimido, esa es la certeza que mantiene a los cristianos y les anima, también hoy, a serlo. ___________________ Notas: 1.- Cf. H. U. von Balthasar, Casta meretrix: Sponsa Verbi. Guadarrama, Madrid 1964, 239 s.; también H. Riedlinger, Die Makellosigkeit der Kirche in den lateinischen Heheliedkommentarem des Mittelalters, Münster 1958. 2.- Cf. H. de Lubac, Meditación sobrela Iglesia. DDB, Bilbao 1961. 3.- Karrenbusch II, 919. En las páginas 917-927 trata de la historia de la inclusión de la palabra .católica. en el símbolo apostólico y en general de la historia de la palabra; cf. también W. Beinert, Um das dritte Kirchenattribt, 2 t. Essen 1964. 4.- Sobre el problema .Iglesia e Iglesias. que ahí surge, véase J. Ratzinger, Das Konzil auf dem Weg. Köln 1964, 48-71. 5.- Las ideas que expongo a continuación remiten a mi artículo Auferstehung, en Sacramentum mundi, editado por Rahner-Darlap. Freiburg 1967, 398-402, con amplia bibliografía. |
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