Como vivir un Desierto.
La única manera de vivificar las cosas de Dios es vivificando el corazón. Cuando el corazón se puebla de Dios, los hechos de la vida se llenan del encanto de Dios. Y el corazón se vivifica en los Tiempos Fuertes. Así lo hicieron los profetas, los santos y sobre todo, Cristo.
Tiempo Fuerte significa reservar, para estar con el Señor, unos fragmentos de tiempo en el programa de las actividades, por ejemplo treinta minutos diarios, unas cuantas horas cada quince días. Tiempos fuertes no sólo para orar sino también para recuperar el equilibrio emocional, la unidad interior, la serenidad, y la paz; porque de otra manera las gentes acaban por desintegrarse en la locura de la vida.
Si salvas los Tiempos Fuertes, los Tiempos Fuertes te salvarán a tí: ¿de qué? del vacío de la vida y del desencanto existencial. Si te quejas diciendo que falta tiempo, te diré que el tiempo es cuestión de preferencias; y las preferencias dependen de las prioridades. Se tiene tiempo para lo que se quiere.
Cuando se dedica al Señor un día entero (al menos unas siete horas) en silencio y soledad, a este día se le llama Desierto. Para hacer un Desierto es conveniente, casi necesario, salir del lugar donde uno vive o trabaja, y retirarse a un lugar solitario, sea campo, bosque, montaña o una Casa de Retiro. Desierto es un tiempo fuerte dedicado a Dios en silencio, soledad y penitencia.
Es conveniente disponer de un conjunto de textos bíblicos, salmos, ejercicios de relajación... No olvidarse de llevar un cuaderno para anotar impresiones.
Pauta orientadora:
1. Utiliza esta pauta con flexibilidad porque el Espíritu Santo puede tener otros planes. Debes dar un margen a la espontaneidad de la Gracia. Por ejemplo tienes que tomar con mucha libertad los minutos que asigno a cada punto. 2. Una vez que llegues al lugar donde va a transcurrir el día, comienza con una lectura rezada de salmos. Se trata de preparar y ambientar el nivel profundo de la persona, el nivel del espíritu. Unos sesenta minutos.
3. En caso de que te encuentres en estado dispersivo, prepara tu nivel periférico con ejercicios de relajación, concentración y silenciamiento. Unos treinta minutos. A lo largo del día puedes repetir estos ejercicios, pero, de entrada, es necesario conseguir un estado elemental de serenidad.
4. Diálogo personal con el Señor Dios, diálogo no necesariamente de palabras sino de interioridades, hablar con Dios, estar con El, amar y sentirse amado...Es lo más importante del Desierto. Unos sesenta y cinco minutos.
5. Por ser un día intenso en cuanto a la actividad cerebral, es conveniente que haya varios intervalos de descanso en que lo importante es no hacer nada, sólo descansar.
6. No puede faltar en el Desierto, una prolongada lectura meditada, utilizando los textos bíblicos, confrontando tu vida personal y apostólica con la Palabra de Dios. Unos ochenta minutos.
7. Tampoco debe faltar un sabroso y prolongado diálogo con Jesucristo, expresamente con El. Hablar con El como un amigo habla con otro amigo, haciendo mentalmente un paseo con El por los caminos de la vida, solucionando las dificultades. Unos cincuenta minutos.
8. Un ejercicio intensivo de abandono: sanar de nuevo las heridas, aceptar tanta cosa rechazada, perdonarse y perdonar, consolidar y robustecer la paz. Unos cuarenta minutos. Ten presente las orientaciones prácticas que te doy en este librito. No te pongas eufórico en las consolaciones, ni deprimido en las arideces. El criterio seguro de presencia divina es la paz. Si tienes paz, aún en plena aridez, Dios está contigo. Y recuerda cuántos Desiertos hacía Jesús.
Ejercicio de acogida.
En este ejercicio yo permanezco quieto y receptivo y el TU sale hacia mí; y yo acojo, gozoso, su llegada. Es conveniente efectuar este ejercicio con Jesús resucitado.
Ayúdate de ciertas expresiones, comienza a acoger, en la fe, a Jesús resucitado y resucitador "que llega a tí". Deja que el Espíritu de Jesús entre e inunde todo tu ser. Siente que la presencia de Jesús llega hasta los últimos rincones de tu alma mientras vas pronunciando las expresiones. Siente como esa Presencia toma plena posesión de lo que eres, de lo que piensas, de lo que haces, cómo Jesús asume lo más íntimo de tu corazón. En la fe: acógelo sin reservas, gozosamente.
En la fe, siente cómo Jesús "toca esa herida que te duele", cómo Jesús saca la espina de esa angustia que te oprime, cómo te alivia esos temores, te libera de aquellos rencores. Hay que tomar conciencia de que esas sensaciones generalmente se sienten en la boca del estómago como espadas que punzan. Por eso se habla de la espada del dolor.
Luego salta a la vida. Acompañado de Jesús y revestido de su figura, haz un paseo por los lugares donde vives o trabajas. Preséntate ante aquella persona con quien tienes conflictos. Imagínate cómo la miraría Jesús. Mírala con los ojos de Jesús. Cómo sería la serenidad de Jesús si tuviera que enfrentarse con aquel conflicto, afrontar esta situación, qué diría a esta persona, cómo serviría en aquella necesidad. Imagina toda clase de situaciones, aún las más difíciles y déjale a Jesús actuar a través de tí; mira por los ojos de Jesús, habla por su boca, que su semblante aparezca por tu semblante. No seas tú quien viva en tí sino Jesús.
Es un ejercicio transformante o cristificante.
Toma una posición orante. Después de pronunciar y vivir una frase, quédate un tiempo quieto y en silencio, permitiendo que la vida de la frase resuene y llene el ámbito de tu alma.
Jesús, entra dentro de mí.
Toma posesión de todo mi ser.
Tómame con todo lo que soy,
lo que pienso, lo que hago.
Toma lo más íntimo de mi corazón.
Cúrame esta herida que tanto me duele.
Sácame la espina de esta angustia.
Retira de mí estos temores,
rencores, tentaciones...
Jesús, ¿qué quieres de mí?
¿cómo mirarías a aquella persona?
¿cuál sería tu actitud en aquella dificultad?
¿cómo te comportarías en aquella situación?
Los que me ven, te vean, Jesús.
Transfórmame todo en tí.
Sea yo una transparencia de tu persona.
A Tí, Señor que pasaste por este mundo "sanando toda dolencia y toda enfermedad" levanto mis gritos y gemidos, yo, pobre arbol azotado por el dolor. Hijo de David, ten compasión de mí!
Mi salud se deshace como una estatua de arena. Estoy encerrado en un círculo fatal. Dios mío, cada mañana me levanto cansado, mis ojos enrojecen de tanto insomnio. Con frecuencia me siento pesado como un saco de arena. Mis huesos están carcomidos, mis entrañas deshechas y me muerde el dolor. Y, sobre todo el miedo, Señor.
Tengo mucho miedo. El miedo, como un vestido mojado, se me pega al alma ¿qué será de mí? ¿amanecerá para mí la aurora de la salud? ¿podré cantar algún día el aleluya de los que sanan? ¿me visitarás alguna vez, Dios mío? ¿no dijiste un día, "levántate y anda"? ¿no dijiste a Lázaro: "sal fuera"? ¿no se sanaron los leprosos y caminaron los cojos al mando de tu voz? ¿no mandaste soltar las muletas, caminar sobre las aguas? ¿cuándo llegará mi hora? ¿cuándo podré narrar también yo, tus maravillas? Hijo de David, ten piedad de mí, Tú que eres mi única esperanza.
Sin embargo sé que hay otra cosa peor que la enfermedad: la angustia. Es buena la salud pero mejor es la paz. ¿para que sirve la salud sin la paz? Y lo que me falta ante todo es la paz, mi Señor Jesucristo.
La angustia, sombra oscura hecha de soledad, miedo e incertidumbre, la angustia me asalta a ratos y a veces me domina por completo. Con frecuencia siento tristeza... Necesito paz, Señor Jesús, esa paz que sólo Tú la puedes dar. Dame esa paz hecha de consolación, esa paz que es fruto de un abandono confiado. Dejo, pues, mi salud en manos de la medicina y haré de mi parte todo lo posible para recuperar la salud. Lo restante lo dejo en tus manos!
A partir de este momento suelto los remos y dejo mi barca a la deriva de las corrientes divinas. Llévame donde quieras, Señor. Dame salud y vida larga, pero no se haga lo que yo quiero sino lo que quieras tú. Lléname de tu serenidad y eso me basta. Así sea.
Felices los que no te vieron, y creyeron en Tí.
Felices los que no contemplaron tu semblante y confesaron tu divinidad.
Felices los que, al leer el Evangelio, reconocieron en Tí a Aquel que esperaban.
Felices los que, en tus Enviados divisaron tu divina presencia.
Felices los que, en el secreto de su corazón, escucharon tu voz y respondieron.
Felices los que, animados por el deseo de palpar a Dios te encontraron en el misterio.
Felices los que, en los momentos de oscuridad, se adhirieron más fuertemente a tu luz.
Felices los que, desconcertados por la prueba, mantienen su confianza en Tí.
Felices los que, bajo la impresión de tu ausencia continúan creyendo en tu proximidad.
Felices los que, no habiéndote visto viven la firme esperanza de verte un día. Amén.
Padre mío, ahora que las voces se silenciaron y los clamores se apagaron, aquí al pie de la cama mi alma se eleva hasta Tí para decirte:
Creo en Tí, espero en Tí, te amo con todas mis fuerzas. Gloria a Tí, Señor.
Deposito en tus manos la fatiga y la lucha, las alegrías y desencantos de este día que quedó atrás. Si los nervios me traicionaron, si los impulsos egoístas me dominaron, si di entrada al rencor o a la tristeza, ¡perdón, Señor! Ten piedad de mí.
Si he sido infiel, si pronuncié palabras vanas, si me dejé llevar por la impaciencia, si fui espina para alguien ¡perdón, Señor! No quiero esta noche entregarme al sueño sin sentir sobre mi alma la seguridad de tu misericordia, tu dulce misericordia enteramente gratuita, Señor.
Te doy gracias, Padre mío, porque has sido la sombra fresca que me ha cobijado durante todo este día. Te doy gracias porque, invisible, cariñoso, envolvente, me has cuidado como una madre, a lo largo de estas horas.
Señor, a mi derredor ya todo es silencio y calma. Envía el Angel de la Paz a esta casa. Relaja mis nervios, sosiega mi espíritu, suelta mis tensiones, inunda mi ser de silencio y serenidad. Vela sobre mí, Padre querido, mientras me entrego confiado al sueño, como un niño que duerme feliz en tus brazos. En tu nombre, Señor, descansaré tranquilo. Así sea.
Hijo, si emprendes en serio el camino de Dios, prepara tu alma para las pruebas que vendrán; siéntate pacientemente ante el umbral de su puerta, aceptando con paz los silencios, ausencias y tardanzas a las que El quiera someterte, porque es en el crisol del fuego donde se purifica el oro.
Señor Jesús, desde que pasaste por este mundo teniendo la paciencia como vestidura y distintivo, es ella la reina de las virtudes y la perla más preciosa de tu corona. Dame la gracia de aceptar con paz la esencial gratuidad de Dios, el camino desconcertante de la Gracia y las emergencias imprevisibles de la naturaleza. Acepto con paz la marcha lenta y zigzagueante de la oración y el hecho de que el camino para la santidad sea tan largo y dificil.
Acepto con paz las contrariedades de la vida y las incomprensiones de mis hermanos, las enfermedades y la misma muerte, y la ley de la insignificancia humana, es decir, que, después de mi muerte, todo seguirá igual como si nada hubiese sucedido.
Acepto con paz, el hecho de querer tanto y poder tan poco, y que, con grandes esfuerzos, he de conseguir pequeños resultados. Acepto con paz la ley del pecado, esto es: hago lo que no quiero y dejo de hacer aquello que me gustaría hacer. Dejo con paz en tus manos lo que debiera haber sido y no fui, lo que debiera haber hecho y no lo hice.
Acepto con paz toda impotencia humana que me circunda y me limita. Acepto con paz las leyes de la precariedad y de la transitoriedad, la ley de la mediocridad y del fracaso, la ley de la soledad y de la muerte.
A cambio de toda esta entrega, dame la Paz, Señor.
Señor Jesús, manso y humilde. Desde el polvo me sube y me domina esta sed insaciable de estima, esta apremiante necesidad de que todos me quieran. Mi corazón está amasado de delirios imposibles. Necesito redención. Misericordia, Dios mío.
No acierto a perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las rivalidades me asustan. Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad, mi Señor manso y humilde de corazón.
No sé de donde me vienen estos locos deseos de imponer mi voluntad, eliminar al rival, dar curso a la venganza. Hago lo que no quiero. Ten piedad Señor y dame la gracia de la humildad.
Gruesas cadenas amarran mi corazón, este corazón echa raíces, sujeta cuanto soy y hago y cuanto me rodea. Y de esas apropiaciones me nace tanto susto y tanto miedo. Infeliz de mí, propietario de mí mismo. ¿quién romperá mis cadenas?. Tu gracia, mi Señor pobre y humilde. Dame la gracia de la humildad. La gracia de perdonar de corazón. La gracia de aceptar la crítica y la contradicción, o al menos, de dudar de mí mismo cuando me corrijan.
Dame la gracia de hacer tranquilamente la autocrítica. La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias, de sentirme verdaderamente feliz en el anonimato, de no fomentar autosatisfacciones en los sentimientos, palabras y hechos.
Abre, Señor, espacios libres dentro de mí para que los puedas ocupar tú y mis hermanos. En fin Señor Jesucristo, dame la gracia de ir adquiriendo paulatinamente un corazón desprendido y vacío como el tuyo, un corazón manso, paciente y benigno. Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo. Así sea.
Señor Dios, te alabamos y te glorificamos por la hermosura de ese don que se llama diálogo. Es un hijo predilecto de Dios porque es como aquella corriente alterna que bulle incesantemente en el seno de la Trinidad.
El diálogo desata los nudos, disipa las suspicacias, abre las puertas, soluciona los conflictos, engrandece la persona, es vínculo de unidad y madre de la fraternidad.
Haznos comprender que el diálogo no es una discusión ni un debate de ideas, sino una búsqueda de la verdad entre dos o más personas. Haznos comprender que mutuamente nos necesitamos y nos complementamos porque tenemos para dar y necesitamos recibir, ya que yo puedo ver lo que los otros no ven y ellos pueden ver lo que yo no veo.
Señor Jesús, cuando aparezca la tensión, dame la humildad para no querer imponer mi verdad atacando la verdad del hermano, de saber callar en el momento oportuno, de saber esperar a que el otro acabe de expresar por completo su verdad.
Dame la sabiduría para comprender que ningún ser humano es capaz de captar enteramente la verdad toda, y que no existe error o desatino que no tenga alguna parte de verdad. Dame la sensatez para reconocer que yo también puedo estar equivocado en algún aspecto de la verdad y para dejarme enriquecer con la verdad del otro. Dame, en fin, la generosidad para pensar que también el otro busca honestamente la verdad y para mirar sin prejuicios y con benevolencia las opiniones ajenas.
Señor Jesús, danos la gracia de dialogar. Así sea.
Guíame, clara luz, a través de las tinieblas que me rodean, llévame cada vez más adelante. La noche está oscura y estoy lejos de casa, condúceme Tú cada vez más adelante.
Guía mis pasos: no te pido que me hagas ver desde ahora lo que me reservas para más adelante. Un sólo paso más es bastante para mí, por el momento. No siempre he sido así; ni tampoco he rezado siempre para que Tú me condujeras. Me gustaba elegir mi propio camino; pero ahora te pido que me guíes Tú siempre más adelante. Ansiaba los días de gloria y el orgullo dirigía mis pasos: ¡oh! no te acuerdes de esos años ya pasados.
Tu poder me ha bendecido largamente y sin duda ahora también sabrá conducirme por la estepa y los pantanos, por el pedregal y los abruptos torrentes, hasta que la noche haya pasado y sonría el amanecer.
Por la mañana, aquellos rostros de ángeles que había amado por largo tiempo y que durante una época perdía de vista, volverán a sonreír.
Guíame, clara Luz, llévame cada vez más adelante.
Te dí tan poco Señor Jesús, ¡pero tú hiciste de eso algo tan grande! ¡Soy tan poca cosa ante tí y me tornaste tan rico!
No conseguí darte todo lo que hubiese deseado, ni logré amarte como yo quería y soñaba. Te dí tan poco, de verdad, tan poco...
Sin embargo, tú sabes que en ese "poco" yo quise poner todo mi corazón. Tú ves el fondo de mi mismo, con mi deseo de darte mucho más.
Como transformas mi pobreza en riqueza y mi vacío en plenitud, toma mi don tal como es, toma también todo lo que él no es a fin de que en mí haya entrega total, con mi propia miseria, y sea todo de nuevo recreado por el poder soberano de tu Amor. Amén.
Oración de abandono.
Es la oración y actitud más genuinamente evangélica. La más libertadora. La más pacificadora. No hay anestesia que tanto suavice las penas de la vida como un "yo me abandono en Tí".
Ponte en presencia del Padre, que dispone o permite todo, en actitud de entrega. Puedes utilizar como fórmula: "hágase tu voluntad" o "en tus manos me entrego".
Como disposición incondicional, debes reducir a silencio la mente que tiende a rebelarse. El abandono es un homenaje de silencio en la fe.
Vete depositando pues, en silencio y en paz, todo aquello que te disguste: aspectos de tu persona, enfermedades, ancianidad, impotencias, limitaciones, personas próximas que te desagradan, historias dolientes, memorias dolorosas, fracasos, equivocaciones...
Puede ser que, al recordarlos te duelan. Pero al depositarlos en las manos del Padre, te visitará la paz.
En tus manos, oh Dios, me abandono.
Modela esta arcilla,
como hace con el barro el alfarero.
Manda, ordena, ¿qué quieres que yo haga?
Elogiado y humillado, perseguido,
incomprendido y calumniado,
consolado, dolorido, inútil para todo,
sólo me queda decir a ejemplo de tu Madre:
Hágase en mí según tu palabra.
Dame el amor por excelencia,
el amor de la Cruz,
no una cruz heroica, que pudiera satisfacer
mi amor propio;
sino aquellas cruces humildes y vulgares,
que llevo con repugnancia.
Las que encuentro cada día
en la contradicción,
en el olvido, el fracaso, en los falsos
juicios y en la indiferencia,
en el rechazo y el menosprecio de los demás,
en el malestar y la enfermedad,
en las limitaciones intelectuales
y en la aridez, en el silencio del corazón.
Solamente entonces Tú sabrás que te amo,
aunque yo mismo no lo sepa.
Pero eso basta. Amén.
Dame Señor, la simplicidad de un niño y la conciencia de un adulto. Dame Señor, la prudencia de un astronauta y el coraje de un salvavidas.
Dame Señor, la humildad de un barrendero, y la paciencia de un enfermo. Dame Señor, el idealismo de un joven y la sabiduría de un anciano.
Dame Señor, la disponibilidad del Buen Samaritano y la gratitud del menesteroso. Dame Señor, todo lo que de bueno veo en mis hermanos a quienes colmaste de tus dones.
Haz, Señor que sea imitador de tus Santos, o mejor que sea como tú quieres: perseverante como el pescador, y esperanzado como el cristiano. Que permanezca en el camino de tu Hijo y en el servicio de los hermanos. Amén.
Cuando todo se desmorona en nuestros proyectos humanos, en nuestros apoyos terrestres; cuando de nuestros más bellos sueños sólo nos queda la desilusión; cuando nuestros mejores esfuerzos y nuestra más firme voluntad no alcanzan el objetivo propuesto, cuando la sinceridad y el ardor del amor nada consiguen, y el fracaso está ahí, desolador y cruel, frustrando nuestras más bellas esperanzas, Tú permaneces Señor, indestructible y fuerte, nuestro amigo que todo lo puede.
Tus designios permanecen intactos, nada puede impedir que tu voluntad se cumpla. Tus sueños son más bellos que los nuestros y Tú los realizas. Conviertes los fracasos en un triunfo mayor, nunca eres vencido. Tú, que de la pura nada hacer surgir el ser y la vida, tomas nuestra impotencia en tus manos creadoras, con infinito amor, y la haces producir un fruto, obra tuya, mejor que todos nuestros deseos. En Tí, nuestra esperanza se salva del desastre, cumplida en plenitud.