¡Dios te salve María!
 

en ti espera hasta el fin. Raro es el fiel amigo que persevera en todos los trabajos de su amigo. Tú, Señor, tú solo eres fidelísimo en todo, y fuera de ti no hay otro tal.

¡Oh cuán bien supo aquel alma santa que dijo: Mi alma está fija y fundada en Cristo! Si yo estuviese así, no me acongojaría tan fácilmente el temor humano, ni me moverían palabras injuriosas. ¿Quién puede prevenirlo todo? ¿Quién basta para guardarse de los males venideros? Si lo muy previsto con tiempo daña muchas veces, ¿qué hará lo no prevenido, sino herir gravemente? ¿Pues por qué miserable de mí, no me previene mejor? ¿Por qué creí tan de ligero a los otros? Pero hombres somos, y hombres flacos y quebradizos, aunque de muchos seamos estimados y llamados ángeles. ¿A quién creeré, Señor, a quién sino a ti? Verdad eres, que no engañas ni puedes ser engañado. Mas todo hombre es mentiroso, enfermo, mudable y resbaladizo, especialmente en las palabras; de modo que apenas se debe creer luego lo que parece verdadero a primera vista.

¡Con cuánta prudencia nos avisaste que nos guardásemos de los hombres, que son enemigos del hombre los propios de su casa, y que no debíamos dar crédito a los que dijeren: Está aquí o allí lo que deseamos! El mismo daño me ha enseñado. Quiera Dios que sea para guardarme más y no para hacerme más necio. Díceme uno: Mira que seas cauto; guarda en secreto esto que te digo. Y mientras yo callo, y creo que está secreto, el mismo que me lo encomendó no pudo callar; sino que luego se descubrió a sí y a mí y se fue. Defiéndeme, Señor, de estos hombres habladores e indiscretos, para que no caiga en sus manos, ni yo cometa semejantes cosas. Pon en mi boca palabras verdaderas y fieles, y desvía lejos de mí la lengua cavilosa. De lo que no quiero sufrir me debo guardar mucho.

¡Oh cuán bueno y de cuánta paz es callar de otros, y no creer fácilmente todas las cosas, ni hablarlas de ligero después; descubrirse a pocos, buscarte siempre a ti, Señor, que miras al corazón, y no dejarse llevar por cualquier viento de palabras, sino desear que todas las cosas interiores y exteriores se cumplan según el beneplácito de tu voluntad! ¡Cuán seguro es para conservar la gracia celestial, huir la humana apariencia y no codiciar las cosas visibles que causan admiración, sino seguir con toda diligencia las cosas que conducen a la enmienda de la vida y al fervor! ¡A cuántos ha dañado la virtud descubierta y alabada antes de tiempo! ¡Cuán provechosa fue siempre la gracia guardada con el callar en esta frágil vida, que toda es tentación y pelea!

 

CAPÍTULO XLVI

 

De la confianza que se debe tener en Dios cuando nos dicen injurias

 

Hijo, está firme y espera en mí. ¿Qué cosa son las palabras sino palabras? Por el aire vuelan, pero no hieren la piedra. Si estás culpado, determina de enmendarte; si no hallas en ti culpa, ten por bien sufrir por Dios. Muy poco es que sufras siquiera palabras algunas veces, pues aún no puedes sufrir fuertes azotes. ¿Y por qué tan pequeñas cosas te pasan el corazón, sino porque aún eres carnal, y miras a los hombres más de lo que conviene? Porque temes ser despreciado no quieres ser reprendido de tus faltas, y buscas las sombras de las excusas.

Considérate mejor, y conocerás que aún vive en ti el amor del mundo y el deseo vano de agradar a los hombres. Porque en huir de ser abatido y avergonzado por tus defectos, se muestra muy claro que no eres verdadero humilde, ni estás del todo muerto al mundo, ni el mundo está a ti crucificado. Mas oye mis palabras, y no cuidarás de cuántas dijeren los hombres. Di; si se dijese contra ti todo cuanto pudiese fingir la más refinada malicia, ¿qué te dañaría si del todo lo dejases pasar, y no lo estimases en una paja? Te podría por ventura arrancar un solo cabello?

Mas el que no está dentro de su corazón, ni me tiene a mí delante de sus ojos, presto se conmueve por una palabra de menosprecio. Pero el que confía en mí, y no desea su propio parecer, vivirá sin temer a los hombres; porque yo soy el juez y conozco todos los secretos; yo sé cómo pasan las cosas; yo conozco al que hace la injuria y al que la sufre. De mí sale esta palabra, permitiéndolo yo acaece esto, porque se descubran los pensamientos de muchos corazones. Yo juzgaré al culpado y al inocente; mas quiero probar primero al uno y al otro con juicio secreto.

El testimonio de los hombres muchas veces engaña; mi juicio es verdadero; subsistirá y siempre estará firme. Muchas veces está escondido, y de pocos es conocido enteramente; pero nunca yerra, ni puede errar, aunque a los ojos de los necios no parezca recto. A mí, pues, se ha de recurrir en cualquier juicio, y no apoyarse en el propio saber; porque el justo no se turbará por cosas que Dios ordene sobre él. Y si algo fuere dicho contra él injustamente, no se inquietará por ello, ni se alegrará vanamente si otros le defendieren con razón: porque sabe que soy yo el que escudriño los corazones y las entrañas, y que no juzgo según el exterior y las apariencias humanas; antes muchas veces se halla, en mis ojos culpable, el que al juicio humano parece digno de alabanza.

Señor Dios, justo juez, fuerte y paciente, que conoces la flaqueza y maldad de los hombres, sé tú mi fortaleza y toda mi confianza, porque no me basta mi conciencia. Tú sabes lo que yo no sé, y por eso me debo humillar en cualquier reprensión, y sufrirla con mansedumbre. Perdóname también, Señor, piadosamente por todas las veces que no lo hice así, y dame otra vez gracia de mayor sufrimiento; porque mejor me es tu copiosa misericordia para alcanzar el perdón, que mi justicia presunta para defender lo secreto de mi conciencia. Y aunque ella no me acuse, no por esto puedo justificarme; porque quitada tu misericordia, no será justificado en tu acatamiento ningún viviente.

 

CAPÍTULO XLVII

 

Todas las cosas graves se deben sufrir por la vida eterna

 

Hijo, no te quebranten los trabajos que has tomado por mí, ni te abatan del todo las tribulaciones; más mi promesa te esfuerce y consuele en todo lo que sucediere. Yo basto para galardonarte sobre toda manera y medida. No trabajarás aquí mucho tiempo, ni serás agravado siempre de dolores. Espera un poquito y verás cuán presto se pasan los males. Vendrá una hora en que cesará todo trabajo y confusión. Poco y breve es todo lo que pasa con el tiempo.

Esfuérzate, pues, como lo haces: trabajando fielmente en mi viña, que yo seré tu galardón. Escribe, lee, canta, suspira, calla, ora, sufre varonilmente lo adverso; la vida eterna digna es de éstas y de otras mayores peleas. Vendrá la paz en un día que el Señor sabe, el cual no se compondrá de día y noche como en esta vida temporal, sino de luz perpetua, claridad infinita, paz firme y descanso seguro. No dirás entonces: ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? Ni exclamarás: ¡Ay de mí! que se ha prolongado mi destierro; porque la muerte será destruida, y la salud será sin defecto. Ninguna congoja habrá ya, sino bienaventurada alegría, compañía dulce y hermosa.

¡Oh si vieses las coronas eternas de los santos en el cielo, y de cuánta gloria gozan ahora los que eran en este mundo despreciados y tenidos casi por indignos de vivir! Por cierto luego te humillarías hasta la tierra, y desearías más estar sujeto a todos que mandar a uno, y no codiciarías los días alegres de esta vida, sino antes te gozarías de ser atribulado por Dios, y tendrías por grandísima ganancia ser tenido por nada entre los hombres.

¡Oh si gustasen estas cosas y penetrasen profundamente en tu corazón, cómo ni aun una sola vez osarías quejarte! ¿No son de sufrir todas las cosas trabajosas por la vida eterna? No es de pequeña estima ganar o perder el reino de Dios. Levanta, pues, tu rostro al cielo; mira que yo y todos mis santos, que tuvieron grandes combates en este siglo, ahora se gozan y están consolados y seguros; ahora descansan en paz, y permanecerán conmigo sin fin en el reino de mi Padre.

 

CAPÍTULO XLVIII

 

Del día de la eternidad, y de las angustias de esta vida

 

¡Oh bienaventurada morada de la ciudad soberana! ¡Oh día clarísimo de la eternidad, que no le obscurece la noche, sino que siempre lo ilumina la suma Verdad; día siempre alegre, siempre seguro y siempre sin mudanza! ¡Oh si ya amaneciese este día y se acabasen todas estas cosas temporales! Resplandece por cierto para los santos con una perpetua claridad; mas no así a los que están en esta peregrinación, sino de lejos y como por espejo.

Los ciudadanos del cielo saben cuán alegre será aquel día; los desterrados hijos de Eva gimen de ver cuán amargo y enojoso será éste de acá. Los días de este tiempo son pocos y malos, llenos de dolores y angustias, donde se mancha el hombre con muchos pecados, se enreda en muchas pasiones, es oprimido de muchos temores, agravado con muchos cuidados, distraído con muchas curiosidades, envuelto en muchas vanidades, confundido en muchos errores, quebrantado en muchos trabajos, acosado de tentaciones, enflaquecido con los deleites, atormentado de pobreza.

¡Oh cuándo se acabarán todos estos trabajos! ¡Cuándo estaré libre de la miserable servidumbre de los vicios! ¡Cuándo me acordaré, Señor, de ti sólo! ¡Cuándo me alegraré cumplidamente en ti! ¡Cuándo estaré sin todo impedimento en la verdadera libertad, sin ninguna pesadumbre de alma y cuerpo! ¡Cuándo tendré paz firme, paz sin perturbación y segura, paz de dentro y de fuera, paz estable de todas partes! ¡Oh buen Jesús, cuándo estaré para verte! ¡Cuándo contemplaré la gloria de tu reino! ¡Cuándo será para mí todo en todas las cosas! ¡Cuándo estaré contigo en tu reino, el cual has preparado eternamente a tus escogidos! Me has dejado pobre y desterrado en tierra enemiga, donde hay continuas guerras y grandes infortunios.

Consuela mi destierro, mitiga mi dolor, porque a ti suspira todo mi deseo. Todo consuelo que ofrece el mundo me parece muy pesada carga. Deseo gozarte íntimamente, mas no puedo conseguirlo. Deseo estar unido a las cosas celestiales, pero agrávanme las temporales y las pasiones no mortificadas. Con el espíritu me quiero levantar sobre todas las cosas; mas la carne me obliga a sujetarme a todas ellas contra mi voluntad. Así yo, hombre miserable, peleo conmigo y a mí mismo me soy enojoso, cuando el espíritu busca lo de arriba y la carne lo de abajo.

¡Oh Señor, cuánto padezco en lo interior cuando considero las cosas celestiales, y luego orando se me ofrece un tropel de cosas del mundo! Dios mío, no te alejes de mí, ni te desvíes con ira de tu siervo; resplandezca un rayo de tu claridad y disipa estas tinieblas; envía tus saetas, y contúrbense todas las asechanzas de los enemigos. Recoge todos mis sentidos en ti; hazme olvidar todas las cosas de la tierra. Otórgame que deseche y aparte de mí prontamente aún las sombras de los vicios. Socórreme, Verdad eterna, para que no me mueva vanidad alguna, ven, Suavidad celestial y huya de tu presencia toda impureza. Perdóname también por tu santísima misericordia todas cuantas veces pienso en la oración alguna cosa fuera de ti. Porque verdaderamente confieso mi costumbre, que muchas veces estoy en la oración fuera de lo que debo; porque muchas veces no estoy allí donde tengo mi cuerpo, sino que más bien estoy allá donde mis pensamientos me llevan. Donde está mi pensamiento allí estoy yo; allí está mi pensamiento a menudo adonde está lo que amo. Lo que naturalmente me deleita y por la costumbre me agrada, eso es lo que se me ofrece luego.

Por lo cual tú, que eres verdad, dijiste: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón. Si amo el cielo, con gusto pienso en las cosas celestiales. Si amo el mundo, alégrome con las prosperidades del mundo, y entristézcome de sus adversidades. Si amo la carne, muchas veces pienso en las cosas carnales. Si amo al espíritu, huélgome en pensar cosas espirituales; porque de todas las cosas que amo, hablo y oigo hablar de buena gana, y las imágenes de estas cosas traigo conmigo a mi morada. Más bienaventurado aquel hombre que por tu amor desecha todo lo criado; que hace fuerza a su natural, y crucifica los apetitos carnales con el fervor del espíritu, para que serenada su conciencia, te ofrezca una oración pura, y sea digno de estar entre los coros angélicos, desechadas dentro y fuera de sí todas las cosas terrenas.

 

CAPÍTULO XLIX

 

Del deseo de la vida eterna, y cuántos bienes están prometidos a los que pelean

 

Hijo, cuando sientas infundirse en ti algún deseo de la eterna bienaventuranza, y deseas salir de la cárcel del cuerpo para poder contemplar mi claridad sin sombrea de mudanzas, dilata tu corazón y recibe con todo amor esta santa inspiración. Da muchas gracias a la soberana Bondad, que lo hace así contigo, visitándote con clemencia, excitándote con amor, levantándote con poderosa mano, para que no caigas en lo terreno por tu propio peso. Porque esto no lo recibes por tu diligencia o esfuerzo, sino por sólo la dignación de la gracia soberana y del agrado divino, para que aproveches en virtudes y en mayor humildad, y te prepares para los combates venideros, y trabajes por allegarte a mí de todo corazón, y servirme con fervorosa voluntad.

Hijo, muchas veces arde el fuego, mas no sube la llama sin humo. Así también se encienden los deseos de algunos a las cosas celestiales; mas aún no están libres de la tentación del amor carnal. Y por eso no hacen por la honra de Dios con toda pureza de intención, aún lo que con muy gran deseo le piden. Tal suele ser muchas veces tu deseo, el cual mostraste con tanta importunidad; porque no es puro ni perfecto lo que va inficionado de propio interés.

Pide, no lo que es para ti deleitable y provechoso, sino lo que es para mí aceptable y honroso; que si rectamente juzgas, debes anteponer mi ordenación a tu deseo y a cualquier cosa deseada, y seguir mi voluntad. Yo conozco tu deseo, y he oído tus largos gemidos. Ya querrías tú estar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios; ya te deleita la morada eterna y la patria celestial llena de gozo; mas aún no ha llegado esa hora, aún es otro tiempo; conviene a saber, tiempo de guerra, tiempo de trabajo y de prueba. Deseas ser lleno del sumo Bien; mas no lo puedes alcanzar ahora. Yo soy. Espérame, dice el Señor, hasta que venga el reino de Dios.

Has de ser probado aún en la tierra, y ejercitado en muchas cosas. Algunas veces serás algún tanto consolado, mas no te será dada cumplida hartura. Por eso esfuérzate mucho y sé robusto, así en hacer como en padecer cosas contrarias a la naturaleza. Conviene que te vistas del hombre nuevo y que seas mudado en otro hombre. Conviénete hacer muchas veces lo que no quieres y dejar lo que quieres. Lo que agrada a los otros irá delante; lo que a ti te contenta no pasará más allá; lo que dicen otros será oído; lo que dices tú será reputado por nada; pedirán los otros y recibirán; pedirás tú y no alcanzarás.

Otros serán muy grandes en la boca de los hombres, mas de ti no se hará cuenta. A otros se encargará éste o aquel negocio, tú serás tenido por inútil. Por esto se entristecerá algunas veces la naturaleza; pero será cosa grande si lo sufrieres callado. En éstas y otras cosas semejantes suele ser probado el siervo fiel del Señor; para ver cómo sabe negarse y mortificarse en todo. Apenas se hallará cosa en que más te convenga morir a ti mismo, como en ver y sufrir lo contrario a tu voluntad, principalmente cuando te parece sin razón, y de poco provecho lo que te mandan hacer. Y porque tú, siendo mandado, no osas resistir a la voluntad de tu superior, por eso te parece cosa dura andar a la voluntad ajena, y dejar tu propio parecer.

Más considera, hijo, el fruto de estos trabajos, el fin cercano y el muy grande galardón, y no te serán graves, sino más bien de una gran consolación que esfuerce tu paciencia; porque también por esta poca voluntad propia que ahora dejas de grado, poseerás, para siempre tu voluntad en el cielo; pues allí hallarás todo lo que quisieres y cuanto pudieres desear. Allí tendrás en tu poder todo el bien sin miedo de perderlo. Allí tu voluntad, unida con la mía para siempre, no codiciará cosa alguna extraña o particular. Allí ninguno te resistirá, ninguno se quejará de ti, ninguno te impedirá ni contradecirá; mas todas las cosas deseadas tendrás presentes juntamente, y saciarán todo tu afecto, y lo colmarán cumplidamente. Allí te daré yo gloria por la injuria que sufriste, manto de alabanza por la tristeza, por el más bajo lugar, el trono del reino eterno. Allí aparecerá el fruto de la obediencia, alegrarse el trabajo de la penitencia, y la humilde sujeción será gloriosamente coronada.

Ahora, pues, inclínate humildemente bajo las manos de todos, y no cuides de mirar quién lo dijo o quién lo mandó. Mas ten grandísimo cuidado, ora sea prelado, o menor, o igual el que algo te pidiere o insinuare, que todo lo tengas por bueno, y cuides de cumplirlo con voluntad sincera. Busque cada uno lo que quisiere; gloríese éste en esto y aquél en lo otro, y sea alabado mil millares de veces; mas tú ni en esto ni en aquello, sino gózate en el desprecio de ti mismo y en mi voluntad y honra. Una cosa debes desear, que tanto en vida como en muerte sea Dios siempre glorificado en ti.

 

CAPÍTULO L

 

Cómo se debe ofrecer en las manos de Dios el hombre desconsolado

 

Señor Dios, Padre Santo, ahora y para siempre seas bendito, que así como tú quieres ha sido hecho, y lo que haces es bueno. Alégrese tu siervo en ti, no en sí, ni en otro alguno; porque tú solo eres la alegría verdadera; tú mi esperanza y mi corona; tú mi gozo y mi honra. ¿Qué tiene tu siervo, sino lo que recibió de ti aún sin merecerlo? Tuyo es todo lo que me has dado y hecho conmigo. Pobre soy, y en trabajos desde mi mocedad; y mi alma se entristece algunas veces hasta llorar, y otras se turba en sí mismo por las pasiones que se levantan.

Deseo el gozo de la paz; pido la paz de tus hijos, que son apacentados por ti en la luz de la consolación. Si me das paz, si derramas en mí tu santo gozo, estará el alma de tu siervo llena de alegría y devota para alabarte. Mas si te apartares, como muchísimas veces lo haces, no podrá correr el camino de tus mandamientos; antes bien hincará las rodillas para herir su pecho; porque no le va como los días pasados, cuando resplandecía tu luz sobre su cabeza, y bajo la sombra de tus alas, era defendida de las tentaciones que venían.

Padre justo y siempre digno de ser alabado, ha llegado la hora en que tu siervo sea probado. Padre digno de ser amado, justo es que tu siervo padezca algo por ti en esta hora. Padre digno de ser siempre honrado, venida es la hora que tú sabías desde la eternidad que había de venir, en la cual tu siervo esté por poco tiempo abatido en lo exterior, mas viva siempre interiormente delante de ti. Sea despreciado y humillado un poco, y desechado delante de los hombres, sea quebrantado con pasiones y enfermedades, porque resucite contigo a la aurora de la nueva luz, y sea clarificado en las cosas celestiales. Padre santo, así lo ordenaste tú, y así lo quisiste, y lo que tú mandaste se ha hecho.

Ésta es la merced que haces a tu amigo, que padezca y sea atribulado en este mundo por tu amor, cuantas veces permites que se haga y por cualquier hombre que se hiciere. Sin tu consejo y providencia y sin causa no se hace cosa en la tierra. Señor, bueno es para mí que me hayas humillado, para que aprenda tus justificaciones y destierre de mi corazón toda vanidad y presunción. Provechoso es para mí que la confusión haya cubierto mi rostro, porque así te busque para consolarme y no a los hombres. También aprendí en esto a temblar de tu inescrutable juicio; afliges al justo con el malo, mas no sin equidad y justicia.

Gracias te doy, que no dejaste sin castigo mis males, sino que me afligiste con amargos azotes, hiriéndome con dolores y enviándome angustias interiores y exteriores. No hay quien me consuele debajo del cielo sino tú, Señor Dios mío, médico celestial de las almas, que hieres y sanas, pones en graves tormentos y libras de ellos. Sea tu corrección sobre mí, y tu mismo castigo me enseñará.

Padre mío muy amado, me ves aquí en tus manos, yo me inclino a la vara de tu corrección. Hiere mis espaldas y mi cuello, para que enderece mi torcido querer a tu voluntad. Hazme piadoso y humilde discípulo, como bien sueles hacerlo, para que ande siempre según todo tu querer. Todas mis cosas y a mí te encomiendo, para que me corrijas; mejor es aquí ser corregido que en la vida futura. Tú sabes todas las cosas, en común y en particular, y no se te esconde nada en la humana conciencia. Antes que se haga sabes lo venidero, y no tienes necesidad que alguno te enseñe o avise de las cosas que se hacen  en la tierra. Tú sabes lo que conviene para mi adelantamiento, y cuánto me aprovecha la tribulación para limpiar el orín de los vicios. Haz conmigo tu voluntad según tu deseo, y no deseches mi vida pecadora, a ninguno mejor ni más claramente conocida que a ti solo.

Señor, concédeme que sepa lo que debo, que ame lo que se debe amar, que alabe lo que a ti es agradable, estime lo que te parece precioso, y aborrezca lo que es feo a tus ojos. No me dejes juzgar según la vista de los ojos exteriores, ni sentenciar según el oído de los hombres ignorantes; sino que pueda discernir con verdadero juicio, entre lo visible y lo espiritual, y sobre todo buscar siempre la voluntad de tu divino beneplácito.

Muchas veces se engañan los sentidos de los hombres en juzgar, y los mundanos se engañan también en amar solamente lo visible. ¿Qué mejoría tiene el hombre porque otro le repute mayor? El falso engaña al falso, el vano al vano, el ciego al ciego, el enfermo al enfermo cuando lo ensalza; y verdaderamente más le confunde cuando vanamente le alaba; porque cuanto es cada uno en los ojos de Dios, tanto es y no más, dice el humilde San Francisco.

 

CAPÍTULO LI

 

Debemos ocuparnos en cosas humildes, cuando faltan las fuerzas para las altas

 

Hijo, no puedes estar siempre en fervoroso deseo de las virtudes, ni perseverar en el más alto grado de la contemplación, sino que es necesario a veces, por la corrupción del pecado original, que desciendas a cosas bajas, y lleves la carga de esta vida corruptible aunque te pese y enoje. Mientras que traes el cuerpo mortal, enojo sentirás y pesadumbre de corazón. Por eso conviene gemir muchas veces, estando en la carne, por el peso de la carne, porque no puedes ocuparte continuamente en los ejercicios espirituales y en la divina contemplación.

Entonces conviene que te ocupes en obras humildes y exteriores, consolándote con hacer buenos actos, y espera mi venida, y la visitación celestial con firme confianza. Sufre con paciencia tu destierro y la sequedad del espíritu, hasta que de nuevo yo te visite y seas libre de toda congoja; porque yo te haré olvidar las penas, y que goces de gran serenidad interior. Yo extenderé delante de ti los prados de las Escrituras, para que ensanchado tu corazón empieces a correr el camino de mis mandamientos, y digas: No son comparables los trabajos de este tiempo con la gloria futura que se manifestará en nosotros.

 

CAPÍTULO LII

 

No se estime el hombre por digno de consuelo, sino de castigos

 

Señor, no soy digno de tu consolación, ni de visita alguna espiritual, y por eso obras justamente conmigo cuando me dejas pobre y desconsolado; porque aunque yo pudiese derramar tantas lágrimas como el mar no merecería aun tu consolación. Por eso no soy digno sino de ser azotado y castigado; porque yo te ofendí gravemente y muchas veces, y pequé mucho y de muchas maneras. Así que, bien mirado, no soy digno de bien alguno por pequeño que sea. Mas tú, Dios piadoso y misericordioso, que no quieres que tus obras perezcan, por mostrar las riquezas de tu bondad sobre los vasos de misericordia, aun sobre todo merecimiento tienes por bien de consolar a tu siervo de un modo sobrehumano, porque tus consolaciones no son como las conversaciones humanas.

¡Oh Señor! ¿qué he hecho yo para que tú me dieses alguna consolación celestial? Yo no me acuerdo haber hecho algún bien; sino que he sido siempre inclinado a vicios y muy perezoso para enmendarme. Esto es verdad, y no puedo negarlo; si yo dijese otra cosa, estarías contra mí, y no habría quien me defendiese. ¿Qué he merecido por mis pecados, sino el infierno y el fuego eterno? Conozco en verdad que soy digno de todo escarnio y menosprecio, y que no me corresponde contarme entre tus devotos. Y aunque yo diga esto con tristeza, sin embargo, reprenderé mis pecados contra mí por la verdad, porque más fácilmente merezca alcanzar tu misericordia.

¿Qué diré yo, pecador y lleno de toda confusión? No tengo boca para hablar sino solo esta palabra: Pequé, Señor, pequé, ten misericordia de mí, perdóname. Déjame, pues, que llore un poquito mi dolor, antes que vaya a la tierra tenebrosa y cubierta de oscuridad de muerte. ¿Qué es lo que pides principalmente al culpable y miserable pecador, sino que se convierta y se humille por sus pecados? De la verdadera contrición y humildad de corazón nace la esperanza del perdón, se reconcilia la conciencia turbada, repárase la gracia perdida, se defiende el hombre de la ira venidera, y se juntan en santa paz Dios y el alma contrita.

Señor, el humilde arrepentimiento de los pecados es para ti sacrificio aceptable, que huele más suavemente en tu presencia que el incienso. Éste es también el ungüento agradable que tú quisiste que se derramase sobre tus sagrados pies, porque nunca desechaste el corazón contrito y humillado. Allí está el lugar del refugio para el que huye de la ira del enemigo; allí se enmienda y limpia lo que en otro lugar se desmejoró y manchó.

 

CAPÍTULO LIII

 

La gracia de Dios no se mezcla con los que gustan de las cosas terrenas

 

Hijo, preciosa es mi gracia, no sufre mezcla de cosas extrañas ni de consolaciones terrenas. Conviene desviar todos los impedimentos de la gracia, si deseas recibir en ti su influencia. Busca lugar secreto para ti, huélgate de morar a solas contigo, no busques la conversación de ninguno, antes bien ora devotamente a Dios, para que te dé compunción de corazón y pureza de conciencia. Estima todo el mundo en nada, prefiere el vacar a Dios a todas las cosas exteriores, porque no podrás vacar a mí y juntamente deleitarte en lo transitorio. Conviene desviarte de conocidos y de amigos, y tener el alma privada de todo consuelo temporal. Así lo encarga el Apóstol San Pedro; que los fieles cristianos se contengan en este mundo, como advenedizos y peregrinos.

¡Oh cuánta confianza tendrá en la hora de la muerte, el que se siente que no le detiene cosa alguna de este mundo! Mas el alma flaca no entiende aún qué cosa es tener el corazón apartado de todas las cosas, ni el hombre animal conoce la libertad del hombre interior; mas si quiere ser verdaderamente espiritual, conviene que renuncie a los parientes y a los extraños, y que de ninguno se guarde más que de sí mismo. Si te vences a ti mismo perfectamente, todo lo demás sujetarás con facilidad. La perfecta victoria consiste en vencerse a sí mismo, porque el que se tiene sujeto de modo que la sensualidad obedezca a la razón, y la razón me obedezca a mí en todo, éste es verdaderamente vencedor de sí mismo y señor del mundo.

Si deseas subir a esta cumbre, conviene comenzar varonilmente, y poner la segur a la raíz, para que arranques y destruyas la desordenada inclinación que ocultamente tienes a ti mismo y a todo bien propio y material. De este amor desordenado que se tiene el hombre a sí mismo, depende casi todo lo que de raíz se ha de vencer; vencido y sujeto este amor luego hay gran sosiego y paz. Mas porque pocos trabajan en morir perfectamente a sí mismos, y del todo no salen de su propio amor, por eso se quedan envueltos en sus afectos, y no se pueden elevar sobre sí mismos en espíritu. Pero el que desea andar conmigo libremente, es necesario que mortifique todas sus malas y desordenadas inclinaciones, y que no se apegue a criatura alguna con amor de concupiscencia.

 

CAPÍTULO LIV

 

De los diversos movimientos de la naturaleza y de la gracia

 

Hijo, observa atentamente los movimientos de la naturaleza y de la gracia, porque muy contraria y sutilmente se mueven, de modo que con dificultad son conocidos sino por varones espirituales e interiormente iluminados. Todos desean el bien, y en sus dichos y hechos buscan alguna bondad; por eso muchos se engañan con color del bien.

La naturaleza no quiere morir de buena gana, ni quiere ser apremiada ni vencida, ni de grado sujeta ni sometida, mas la gracia trabaja en la propia mortificación, resiste a la sensualidad, quiere ser sujeta, desea ser vencida, no quiere usar de su propia libertad, huélgase de estar bajo de la disciplina, no codicia dominar a nadie sino vivir, servir y estar siempre bajo la mano de Dios, y por Dios está pronta a obedecer con toda humildad a cualquier criatura humana.

La naturaleza trabaja por su interés y atiende a la ganancia que le puede venir de otro; la gracia no considera lo que es útil y provechoso a sí, sino lo que aprovecha a muchos.

La naturaleza recibe de buena gana la honra y la reverencia; la gracia fielmente atribuye sólo a Dios toda honra y gloria.

La naturaleza teme la confusión y el desprecio, mas la gracia alégrase en sufrir injurias por el nombre de Jesús.

La naturaleza ama el ocio y la quietud corporal; mas la gracia no puede estar ociosa, antes abraza de buena voluntad el trabajo.

La naturaleza busca tener cosas curiosas y hermosas, y aborrece las viles y groseras; mas la gracia deléitase con cosas llanas y humildes, no desecha las ásperas, ni rehúsa el vestir ropas viejas.

La naturaleza mira lo temporal, gózase de las ganancias terrenas, entristécese del daño y enójase de una palabra injuriosa; mas la gracia mira las cosas eternas, no está apegada a lo temporal ni se turba cuando lo pierde, ni se aceda con las palabras ásperas; porque puso su tesoro y gozo en el cielo, donde ninguna cosa perece.

La naturaleza es codiciosa, y de mejor gana toma que da, y ama las cosas propias y particulares, mas la gracia es piadosa y común para todos, desdeña la singularidad, conténtase con lo poco y tiene por mayor felicidad el dar que recibir.

La naturaleza nos inclina a las criaturas, a la propia carne, a las vanidades y a las distracciones; mas la gracia nos lleva a Dios y a las virtudes, renuncia a las criaturas, huye del mundo, aborrece los deseos de la carne, refrena los pasos vagos y se avergüenza de parecer en público.

La naturaleza de buena gana toma cualquier consuelo exterior en que deleite sus sentidos; mas la gracia sólo en Dios se quiere consolar, y deleitarse en el sumo Bien sobre todo lo visible.

La naturaleza cuanto hace es por su propia comodidad y ganancia, no puede hacer cosa de balde, sino que espera alcanzar otro tanto o más alabanza o favor por el bien que ha hecho, y desea que sean sus obras y sus dádivas muy estimadas; mas la gracia ninguna cosa temporal busca, ni quiere otro premio sino sólo a Dios, y de lo temporal no quiere más que cuanto basta para conseguir lo eterno.

La naturaleza se alegra de los muchos amigos y allegados, gloríase de la nobleza del lugar y del linaje, lisonjea a los poderosos, halaga a los ricos y regocija a sus iguales; la gracia aún a los enemigos ama, y no blasona por los muchos amigos, ni estima el lugar ni el linaje donde viene, si no hay en ello mayor virtud; más favorece al pobre que al rico, tiene mayor compasión del inocente que del poderoso, alégrase con el veraz y no con el mentiroso, amonesta siempre a los buenos que sean mejores, y que por las virtudes imiten al Hijo de Dios.

La naturaleza luego se queja de la necesidad y del trabajo; la gracia sufre con constancia la pobreza.

La naturaleza convierte a sí todas las cosas, y por sí pelea y porfía; mas la gracia todo lo refiere a Dios, de donde originalmente dimanan; ningún bien se atribuye ni presume vanamente. No porfía ni prefiere su razón a la de los otros; mas en todo sentido y entendimiento se sujeta a la sabiduría eterna y al divino examen.

La naturaleza desea saber y oír novedades y secretos, y quiere mostrarse exteriormente y experimentar muchas cosas con los sentidos; desea ser conocida y hacer cosas de donde le proceda la alabanza y fama. Mas la gracia no cuida de entender cosas nuevas ni curiosas, porque todo esto nace de la corrupción antigua, porque no hay cosa nueva ni durable sobre la tierra. Enseña a recoger los sentidos, a evitar la ostentación y pompa vana, a esconder humildemente las cosas maravillosas y dignas de alabar, y buscar de todas las cosas y de toda ciencia fruto provechoso, alabanza y honra de Dios. No quiere que ella ni sus cosas sean pregonadas; mas desea que Dios sea glorificado en sus dones, que los da todos por puro amor.

Esta gracia es una luz sobrenatural, y un singularísimo don de Dios, y propiamente una señal de los escogidos, y prenda de la salvación eterna, que levanta al hombre de lo terreno a amar lo celestial, y de carnal lo hace espiritual. Así, que, cuanto más apremiada y vencida es la naturaleza, tanto le es infundida mayor gracia, y cada día es reformado el hombre interior según la imagen de Dios con nuevas visitaciones.

 

CAPÍTULO LV

 

De la corrupción de la naturaleza y de la eficacia de la gracia

 

Señor Dios mío, que me criaste a tu imagen y semejanza, concédeme esta gracia, la cual mostraste ser tan grande y necesaria para la salvación, para que yo pueda vencer mi naturaleza dañada, que me lleva a la perdición y a los pecados. Pues yo siento en mi carne la ley del pecado, que contradice a la ley de mi espíritu, me lleva cautivo a consentir en muchas cosas con la sensualidad, y no puedo resistir a sus pasiones si no me asiste tu santísima gracia, infundida con amor ardentísimo en mi corazón.

Menester es tu gracia, y muy gran gracia, para vencer la naturaleza, inclinada siempre a lo malo desde su juventud. Porque caída por el primer hombre Adán, y corrompida por el pecado, desciende en todos los hombres la pena de esta mancha; de suerte que la misma naturaleza, que fue criada por ti buena y recta, ya se cuenta por vicio y enfermedad de una naturaleza corrompida, porque el mismo movimiento suyo que le quedó, la arrastra a lo malo y a las cosas terrenas; pues una pequeña fuerza que le ha quedado es como una centellita escondida en la ceniza. Esta es la razón natural, cercada de grandes tinieblas, que tiene todavía un juicio libre del bien y del mal, y conoce la diferencia de lo verdadero y de lo falso, aunque no tiene fuerza para cumplir todo lo que le parece bueno, ni goza de la cumplida luz de la verdad, ni tiene puros sus afectos.

De aquí proviene, Dios mío, que yo, según el hombre interior, me deleito en tu ley, sabiendo que tu mandamiento es bueno, justo y santo; juzgando también que todo mal y pecado se debe huir. Mas con la carne sirvo a la ley del pecado, cuando obedezco más a la sensualidad que a la razón. De aquí es, que el querer lo bueno está en mí, mas no hallo poder para cumplirlo. De aquí procede, que propongo muchas veces hacer muchas obras buenas, mas como falta la gracia para ayudar a mi flaqueza, con poca contradicción vuelvo atrás y desfallezco. De aquí también viene, que conozco el camino de la perfección y veo claramente cómo lo debo seguir, mas agravado del peso de mi propia corrupción no me levanto a cosas más perfectas.

¡Oh Señor, cuán necesaria me es tu gracia para comenzar el bien, para aprovechar en él y perfeccionarlo! Porque sin ella ninguna cosa puede puedo hacer; mas en ti todo lo puedo confortado con la gracia. ¡Oh gracia verdaderamente celestial, sin la cual son ningunos los merecimientos propios, ni se han de estimar en algo los dones naturales! Ni las artes, ni las riquezas, ni la hermosura, ni la fortaleza, ni el ingenio o la elocuencia valen delante de ti, Señor, sin la gracia. Porque los dones naturales son comunes a los buenos y a los malos, mas la gracia y la caridad es el don propio de los escogidos, con la cual señalados, son dignos de la vida eterna. Tan encumbrada es esta gracia, que ni el don de la profecía, ni la operación de milagros, ni la más alta contemplación es estimado en algo sin ella. Aun más digo, que ni la fe, ni la esperanza, ni las otras virtudes son aceptas a ti, sin caridad y gracia.

¡Oh beatísima gracia, que haces al pobre de espíritu rico en virtudes, y al rico en lo temporal vuelves humilde de corazón! Ven, desciende a mí, y lléname de tu consolación desde muy de mañana, para que no desmaye mi alma de cansancio y sequedad de corazón. Suplícote, Señor, que halle gracia en tus ojos pues de verdad me basta, aunque me falte lo demás que la naturaleza desea. Si fuere tentado y atormentado de muchas tribulaciones, no temeré los males estando tu gracia conmigo. Ella es mi fortaleza, ella me da consejo y favor. Ella es más poderosa que todos los enemigos y mucho más sabia que cuantos saben.

Maestra es de la verdad, enseña la disciplina, ilumina el corazón, consuela en los trabajos, destierra la tristeza, quita el temor, aumenta la devoción, produce dulces lágrimas. ¿Qué soy yo sin ella, sino un madero seco y un tronco sin provecho? ¡Oh Señor! prevéngame pues tu gracia siempre, acompáñeme siempre y hágame estar continuamente aplicado a las buenas obras, por Jesucristo Hijo tuyo. Amén.

 

CAPÍTULO LVI

 

Que debemos negarnos a nosotros mismos, y seguir a Cristo por la Cruz

 

Hijo, cuanto puedes salir de ti, tanto puedes pasarte a mí. Así como no desear nada de lo exterior hace la paz interior, así la negación y desprecio interior produce la unión con Dios. Yo quiero que aprendas la perfecta abnegación de ti mismo en mi voluntad, sin contradicción ni queja. Sígueme; yo soy camino, verdad y vida. Sin camino no se anda, sin verdad no se conoce, sin vida no se vive. Yo soy el camino que no se puede violar, la verdad infalible, la vida interminable.

Yo soy camino muy derecho, la verdad suma, la vida verdadera, la vida bienaventurada, la vida increada.

Si permanecieres en mi camino conocerás la verdad, y la verdad te librará, y alcanzarás la vida eterna.

Si quieres entrar a la vida, guarda los mandamientos. Si quieres conocer la verdad créeme. Si quieres ser perfecto vende cuanto tienes. Si quieres ser mi discípulo, niégate a ti mismo. Si quieres poseer la vida bienaventurada, desprecia ésta presente. Si quieres ser ensalzado en el cielo, humíllate en el mundo. Si quieres reinar conmigo, lleva la cruz conmigo; porque sólo los siervos de la cruz hallan el camino de la bienaventuranza y de la luz verdadera.

Señor Jesús, pues que tu camino es estrecho y despreciado en el mundo, concédeme imitarte en el desprecio del mundo, que no es mayor el siervo que su señor, ni el discípulo que el maestro. Ejercítese tu siervo en tu vida, que en ella está mi salud y la santidad verdadera. Cualquier cosa que fuera de ella oigo o leo, no me recrea no satisface del todo.

Hijo, pues sabes todo esto, y lo has leído, si lo hicieres serás bienaventurado. El que abraza mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y yo le amaré, y me manifestaré a él, y le haré asentar conmigo en el reino de mi Padre.

Señor Jesús, como lo dijiste y prometiste, así dame tu gracia para que lo merezca. Recibí de tu mano la cruz, la llevaré, y la llevaré hasta la muerte, así como tú me la pusiste. Verdaderamente la vida del buen monje es cruz que guía al paraíso. Ya hemos comenzado, no se debe volver atrás, ni conviene dejarla.

Ea, hermanos, vamos juntos; Jesús será con nosotros. Por Jesús hemos tomado esta cruz, por Jesús perseveremos en la Cruz. Jesús que es nuestro capitán y adalid, será nuestro ayudador. Mirad que nuestro Rey va delante de nosotros, que peleará por nosotros. Sigámosle varonilmente, ninguno tenga miedo a los terrores; estemos preparados a morir con valor en la batalla, y no pongamos un borrón a nuestra gloria huyendo de la cruz.

 

CAPÍTULO LVII

 

No debe acobardarse demasiado el que cae en algunas faltas

 

Hijo, más me agrada la paciencia y humildad en lo adverso, que el mucho consuelo y devoción en lo próspero. ¿Por qué te entristece una pequeña cosa hecha o dicha contra ti? Aunque fuera cosa mayor, no debías perturbarte; mas ahora déjala pasar, porque no es lo primero, ni nuevo, ni será lo postrero si mucho vivieres. Harto esforzado te muestras cuando ninguna cosa contraria te sucede. Aconsejas bien y sabes alentar a otros con palabras; mas cuando viene a tu puerta alguna repentina tribulación, luego te falta consejo y esfuerzo. Mira tu gran flaqueza, pues la vez por experiencia aun en muy ligeros acaecimientos; mas sábete que se hace por tu salud, cuando estas cosas y otras semejantes acaecen.

Pon en mí tu corazón como mejor supieres; si te tocare la tribulación, a lo menos no te derribe, ni te embarace mucho tiempo. Sufre a lo menos con paciencia si no puedes con alegría. Y si oyes algo contra razón, y sientes alguna indignación, refrénate, y no dejes salir de tu boca alguna palabra desordenada que escandalice a los débiles. Presto se amansará el ímpetu que en tu corazón se levantó, y el dolor interior se volverá en dulzura volviendo la gracia. Yo vivo aun, dice el Señor, dispuesto para ayudarte y consolarte más de lo acostumbrado, si confías en mí y me llamas con devoción.

Sosiega tu alma y apercíbete para trances mayores. Aunque te veas muchas veces atribulado, o gravemente tentado, no está todo perdido. Hombre eres y no Dios; carne eres y no ángel. ¿Cómo podrás tú estar siempre en un mismo estado de virtud, pues esto faltó al ángel en el cielo y al primer hombre en el paraíso? Yo soy el que levanta con salud a los que lloran y traigo a mi divinidad los que conocen su flaqueza.

Señor, bendita sea tu palabra, dulce para mi boca más que la miel y el panal. ¿Qué haría yo en tantas tribulaciones y angustias, si tú no me animases con tus santas palabras? Llegando yo, pues, al puerto de la salvación, ¿qué se me da de cuanto hubiere padecido? Dame buen fin; dame un feliz tránsito de este mundo. Dios mío, acuérdate de mí, y guíame por camino derecho a tu reino. Amén.

 

CAPÍTULO LVIII

 

No se deben escudriñar las cosas altas, y los ocultos juicios de Dios

 

Hijo, guárdate de disputar de cosas altas y de los secretos juicios de Dios; por qué uno es desamparado y otro tiene tantas gracias; por qué está uno muy afligido y otro tan altamente ensalzado. Estas cosas exceden a toda humana capacidad y no basta razón ni disputa alguna para investigar el juicio divino. Por eso, cuando el enemigo te trajere esto al pensamiento, o algunos hombres curiosos lo preguntaren, responde aquello del Profeta: Justo eres, Señor, y recto tu juicio; y aquello que dice: Los juicios del Señor, verdaderos son y justificados en sí mismos. Mis juicios han de ser temidos, no examinados, porque no se comprenden con entendimiento humano.

Tampoco te pongas a inquirir o disputar de los merecimientos de los santos, cuál sea más santo o mayor en el reino del cielo. Estas cosas muchas veces causan contiendas y disensiones sin provecho; alimentan también la soberbia y la vanagloria, de donde nacen envidias y discordias, cuando quiere uno imprudentemente preferir a un santo, y otro a otro. Querer saber e inquirir tales cosas, ningún fruto produce, antes desagrada mucho a los santos; porque yo no soy Dios de discordias, sino de paz, la cual consiste más en la verdadera humildad, que en la propia exaltación.

Algunos con celo de amor se aficionan a unos santos más que a otros; pero esto, más nace de afecto humano que divino. Yo soy el que crié a todos los santos, yo les di la gracia, yo les he dado la gloria, yo sé los méritos de cada uno, yo les previne con bendiciones de mi dulzura, yo conocí mis amados antes de los siglos, yo los escogí del mundo y no ellos a mí, yo los llamé por gracia, los traje por misericordia, yo los llevé por diversas tentaciones, yo les envié grandísimas consolaciones, yo les di perseverancia, yo coroné su paciencia.

Yo conozco al primero y al último, yo los abrazo a todos con amor inestimable, yo he de ser alabado en todos mis santos, yo he de ser bendecido sobre todas las cosas, y debo ser honrado en cada uno de cuantos he engrandecido gloriosamente y predestinado, sin preceder algún merecimiento suyo. Por eso, quien despreciare a uno de mis pequeñuelos no honra al grande, porque yo hice al grande y al pequeño. Y el que quisiere deprimir a alguno de los santos, a mí me deprime y a todos los demás en el reino de los cielos. Todos son una misma cosa por el vínculo de la caridad, todos son de un voto, todos de un querer, todos se aman en uno.

Y lo que es sobre todo, que me aman a mí más que a sí y a sus merecimientos; porque levantados sobre sí, y libres de su amor propio, se pasan del todo al mío, en el cual descansan con mucho gozo. No hay cosa que los pueda apartar ni desviar, porque llenos de la verdad eterna, arden en el fuego inextinguible de la caridad. Callen, pues los hombres carnales y animales, y no disputen del estado de los santos, pues no saben amar sino sus deleites privados. Quitan y ponen a su parecer, y no como agrada a la eterna Verdad.

Muchos hay llenos de ignorancia, mayormente los poco iluminados, que rara vez saben amar a alguno con amor espiritual perfecto. Y aun los lleva mucho el afecto natural y la amistad humana, a que se inclinen más a unos que a otros; y así como juzgan de las cosas terrenas, así juzgan de las celestiales. Mas hay grandísima diferencia entre lo que piensan los hombres imperfectos, y lo que saben los varones iluminados por la revelación de lo alto.

Guárdate, pues, hijo, de tratar curiosamente de estas cosas que exceden tu saber; trabaja más en esto, y mira que puedas ser siquiera el menor en el reino de Dios. Y aunque uno supiese cuál es más santo que otro, o el mayor en el reino de los cielos ¿qué le aprovecharía saberlo, si no se humillase delante de mí por este conocimiento, y se levantase a alabar más mi nombre? Mucho más agradable es a Dios el que piensa la gravedad de sus propios pecados, y la poquedad de sus virtudes, y cuán lejos está de la perfección de los santos, que el que porfía cuál sea mayor o menor. Mejor es rogar a los santos con devotas oraciones y lágrimas, y con humilde corazón invocar su intercesión, que con vana pesquisa escudriñar sus secretos.

Ellos están bien y muy contentos, si los hombres supiesen contentarse, sosegar y refrenar sus vanas lenguas. No se glorían de sus propios merecimientos, pues que ninguna cosa buena se atribuyen a sí mismos, sino a todo a mí, porque yo les di todo cuanto tienen por mi infinita bondad. Llenos están de todo amor de la divinidad, y de tal abundancia de gozos, que ninguna gloria les falta, ni les puede faltar felicidad alguna. Todos los santos cuanto más altos están en la gloria, tanto más humildes son en sí mismos, y están más cercanos a mí, y son de mí más amados. Por lo cual dice la Escritura, que abatían sus coronas delante de Dios, y se postraron, y cayeron sobre sus rostros delante del Cordero, y adoraron al que vive sin fin.

Muchos preguntan quién es mayor en el reino de Dios, que no saben si serán dignos de ser contados con los menores. Gran cosa es ser en el cielo siquiera el menor, donde todos son grandes, porque todos se llamarán hijos de Dios, y lo serán. El menor valdrá por mil, y el pecador de cien años morirá. Pues cuando preguntaron los discípulos, quién fuese mayor en el reino de los cielos, oyeron esta respuesta: Si no os volvieseis y os hicieseis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por eso, cualquiera que se humillare como este niño, aquél es el mayor en el reino de los cielos.

¡Ay de aquéllos que se desdeñan de humillarse de voluntad con los niños; porque la humilde puerta del reino celestial no les dejará entrar! ¡Ay también de los ricos que tienen aquí sus consuelos, porque cuando entraren los pobres en el reino de Dios quedarán ellos fuera llorando! Gozaos, humildes, y alegraos, pobres, que vuestro es el reino de Dios, si andáis en verdad.

 

CAPÍTULO LIX

 

Toda la esperanza y confianza se debe poner en sólo Dios

 

Señor, ¿qué confianza tengo yo en esta vida? ¿O cuál es mi mayor contento de cuantos hay debajo del cielo, sino tú, Señor, mi Dios, cuyas misericordias no tienen número? ¿Adónde me fue bien sin ti? ¿O cuándo me pudo ir mal estando tú presente? Más quiero ser pobre por ti, que rico sin ti. Por mejor tengo peregrinar contigo en la tierra, que poseer sin ti en el cielo. Donde tú estás allí es el cielo, y donde no estás allí es la muerte y el infierno. A ti deseo, y por esto me es necesario dar gemidos y voces en seguimiento tuyo. En fin, yo no puedo confiar cumplidamente en alguno que me ayude con más oportunidad en las necesidades, sino en ti solo, Dios mío. Tú eres mi esperanza y mi confianza, tú mi consolador, y muy fiel en todas las cosas.

Todos buscan sus intereses, tú buscas solamente mi salud y mi aprovechamiento, y todas las cosas me conviertes en bien. Aunque algunas veces me expongas a diversas tentaciones y adversidades, todo lo ordenas para mi provecho, porque sueles de mil modos probar a tus escogidos. No menos debes ser amado y alabado cuando me pruebas, que si me colmases de consolaciones celestiales.

En ti, pues, Señor Dios, pongo yo toda mi esperanza y mi refugio, en ti pongo toda mi tribulación y angustia, porque todo lo que miro fuera de ti, todo lo veo flaco y deleznable. Porque no me aprovecharán los muchos amigos, ni me podrán ayudar los defensores valientes, ni los consejeros discretos me darán respuesta provechosa, ni los libros de los doctos me podrán consolar, ni algún lugar retirado y seguro defender, si tú mismo no estás presente, y me ayudas, me esfuerzas, consuelas, enseñas y guardas.

Porque todo lo que parece algo para ganar la paz y la felicidad, es nada si tú estás ausente, ni da en verdad felicidad alguna. Tú, pues, eres fin de todos los bienes, y alteza de la vida, y abismo de las palabras, y esperar en ti sobre todo, es grandísima consolación para tus siervos. A ti, Señor, levanto mis ojos, en ti confío, Dios mío, Padre de misericordias. Bendice y santifica mi alma con bendición celestial, para que sea morada santa tuya, y silla de tu gloria eterna, y no haya en el templo de tu dignidad, cosa que ofenda los ojos de su Majestad. Mírame según la grandeza de tu bondad, y según la multitud de tus misericordias, y oye la oración de este pobre siervo tuyo, desterrado tan lejos en la región de la sombra de la muerte. Defiende y conserva el alma de éste tu pequeño esclavo, entre tantos peligros de esta vida corruptible; y acompañándola tu gracia, guíala por la carrera de la paz a la patria de la perpetua claridad. Amén.

 

LIBRO CUARTO

 

Amonestaciones para recibir la sagrada Comunión del cuerpo de Jesucristo nuestro Señor

 

CAPÍTULO I

 

Con cuánta reverencia se ha de recibir a Cristo nuestro Señor

Cristo, verdad eterna, éstas son tus palabras, aunque no fueron pronunciadas en un tiempo ni escritas en un mismo lugar. Y pues son palabras tuyas, fielmente y muy de grado las debo yo recibir. Tuyas son, tú las dijiste, y mías son también, pues las dijiste por mi salud. Muy de grado las recibo de tu boca, para que sean más estrechamente injeridas en mi corazón.

Despiértanme palabras de tanta piedad, llenas de dulzura y de amor; mas, por otra parte, mis pecados me espantan, y mi mala conciencia me retrae de recibir tan altos misterios. La dulzura de tus palabras me convida, mas la multitud de mis vicios me desvía.

Me mandas que me llegue a ti con buena confianza si quisiere tener parte contigo, y que reciba el manjar de la inmortalidad si deseo alcanzar vida y gloria. Tú, Señor, dices: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé. ¡Oh dulce y amigable palabra en la oreja del pecador, que tú, Señor Dios mío, convidas al pobre y al mendigo a la comunión de tu sacratísimo cuerpo!

Mas ¿quién soy yo, Señor, que presuma llegar a ti? Veo, Señor, que en los cielos de los cielos no cabes, ¡y tú dices: Venid a mí todos! ¿Qué quiere decir esta tan piadosa misericordia, y este tan amigable convite? ¿Cómo osaré ir, que no me conozco cosa buena? ¿De qué puedo presumir? ¿Cómo te pondré en mi casa, viendo que tantas veces ofendí tu benignísima cara? Los ángeles y arcángeles tiemblan, los santos y justos temen, ¡y tú dices: Venid a mí todos! Si tú, Señor, no dijeses esto, ¿quién osaría creerlo? Y si tú no lo mandases, ¿quién osaría llegarse a ti?

Veo que Noé, varón justo, trabajó cien años en fabricar un arca para guarecerse con pocos; pues ¿cómo podré yo en una hora aparejarme para recibir con reverencia al que fabricó el mundo?

Moisés, tu gran siervo y tu amigo especial, hizo el arca de madera incorruptible, y la guarneció de oro muy puro para poner en ella las tablas de la ley; y yo, criatura podrida, ¿osaré recibir tan fácilmente a ti, hacedor de la ley y dador de la vida? Salomón, que fue el más sabio de los reyes de Israel, en siete años edificó a loor de tu nombre un magnífico templo y celebró ocho días las fiesta de su dedicación, y ofreció mil sacrificios pacíficos, y asentó con muchas solemnidad el arca del Testamento, con trompas y regocijos, en el lugar que estaba aparejado; y yo, miserable, el más pobre de los hombres, ¿cómo te meteré en mi casa, que dificultosamente gasto con devoción una hora? Y aun pluguiese a ti, Dios mío, que alguna vez fuese media.

¡Oh Dios mío y cuánto estudiaron aquéllos por agradarte! Y ¡ay de mí, cuán poquito es lo que yo hago, cuán poco tiempo gasto en aparejarme para la comunión! Pocas veces estoy del todo recogido, y muy menos de toda distracción alimpiado. Por cierto, en la presencia saludable de tu deidad no me debería ocurrir pensamiento alguno superfluo, ni me habría de ocupar criatura alguna; porque no voy a recibir en mi aposento algún ángel, mas al Señor de los ángeles.

Y aún más, que hay muy grandísima diferencia entre el arca del Testamento, con sus reliquias, y tu preciosísimo y purísimo cuerpo, con sus inefables virtudes; y entre los sacrificios de la vieja ley, que figuraban los venideros, y el verdadero sacrificio de tu cuerpo, que es el cumplimiento de todos los sacrificios.

Y pues así es, ¿por qué yo no me enciendo más en tu venerable presencia? ¿Por qué no me aparejo con mayor cuidado para recibirte a ti en el sacramento, pues aquellos antiguos santos patriarcas y profetas, y los reyes y príncipes con todo el pueblo mostraron tanta devoción al culto divino? El devotísimo rey David bailó con todas sus fuerzas ante el arca de Dios, y acordándose de los beneficios otorgados a los padres en el tiempo pasado, hizo órganos de diversas maneras, y compuso salmos, y ordenó que se cantasen, y aun él mismo con alegría los cantó muchas veces en su arpa, inspirado de la gracia del Espíritu Santo, y enseñó al pueblo de Israel a loar a Dios de todo corazón, y bendecidlo, y predicarle cada día en consonancia de voces.

Pues si tanta era entonces la devoción, y tanta fue la memoria del divino loor delante del arca del Testamento, ¡cuánta reverencia y devoción debo yo tener y todo el pueblo cristiano en presencia del sacramento, en la comunión del excelentísimo cuerpo de Cristo! Muchos corren a diversos lugares por visitar reliquias de santos, y maravíllanse de oír sus milagros; miran los grandes edificios de los templos, besan los sagrados huesos guardados en oro y seda, ¡y estás tú aquí presente delante de mí en el altar, Dios mío, Santo de los santos, criador de todas las cosas, Señor de los ángeles, y aún no te miro con devoción!

Muchas veces la curiosidad de los hombres y la novedad de las cosas que van a ver es ocasión de ir a visitar cosas semejantes, y de ello traen poco fruto de enmienda, mayormente cuando con liviandad andan de acá para allá sin contrición verdadera. Mas aquí, en el sacramento del altar, enteramente estás tú presente, Señor mío, Dios hombre, Jesucristo, en el cual sacramento se recibe copioso fruto de eterna salud todas las veces que te recibieren digna y devotamente. Y a esto no nos trae alguna liviandad, o curiosidad, ni sensualidad, mas la firme fe, esperanza devota y pura caridad.

¡Oh Dios invisible, Criador del mundo, cuán maravillosamente lo haces con nosotros, cuán suave y graciosamente lo ordenas con tus escogidos, a los cuales te ofreces en este sacramento para que te reciban! Esto en verdad excede todo entendimiento. Esto especialmente atrae los corazones devotos y enciende los afectos. Y los mismos verdaderos fieles tuyos, que toda su vida ordenan para enmendarse, de este sacramento dignísimo reciben continuamente grandísima gracia de devoción y amor de virtud.

¡Oh admirable gracia, escondida en este sacramento, la cual conocen solamente los fieles cristianos, mas los infieles y los que en pecados están no la pueden gustar! En este sacramento se da gracia especial, y se repara en el ánima la virtud perdida, y se torna la hermosura afeada por el pecado. Y tanta es algunas veces esta gracia, que del cumplimiento de la devoción que se da, no sólo el ánima, mas aun el cuerpo flaco siente haber recibido fuerzas mayores.

Por eso es muy mucho de llorar nuestra tibieza y negligencia, que no vamos con vivo fervor a recibir a Cristo, en el cual consiste toda la esperanza y el mérito de los que se han de salvar.

Porque él es nuestra santificación y redención, él es la consolación de los que caminan y eterno gozo de los santos. Así que mucho es de llorar el descuido que muchos tienen en este tan salutífero sacramento, que alegra el cielo y conserva el universo mundo.

¡Oh ceguedad y dureza del corazón humano, que tan poco mira a tan inefable don, antes de la mucha frecuencia ha venido a mirar menos en él!

Por cierto, si este sacratísimo sacramento se celebrase en un solo lugar, y se consagrase por un solo sacerdote en el mundo, maravilla sería con cuánta afición irían los hombres a aquel lugar y a ver a aquel sacerdote de Dios, para oírlo celebrar los divinos misterios. Mas ahora hay muchos sacerdotes, y ofrécese Cristo en muchos lugares, para que tanto se muestre mayor la gracia y amor de Dios al hombre cuanto la sagrada comunión es más liberalmente extendida por el mundo.

Gracias se hagan a ti, buen Jesús, pastor eterno, que tuviste por bien de recrear a nosotros, pobres y desterrados, con tu precioso cuerpo y sangre, y también convidarnos con palabras de tu propia boca a recibir tus divinos misterios, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, que yo os recrearé.

 

CAPÍTULO II

 

Que se da al hombre en el Sacramento la gran bondad y caridad de Dios

 

Señor, confiando en tu bondad y en tu gran misericordia, vengo enfermo al Salvador, hambriento y sediento a la fuente de la vida, pobre al Rey del cielo, siervo al Señor, criatura al Criador, desconsolado a mi piadoso consolador. Mas ¿dónde a mí tanto bien que tú vengas a mí? ¿Quién soy yo para que te me des a ti mismo? ¿Cómo osa el pecador parecer ante ti? Y ¿cómo tú tienes por bien de venir al pecador? Tú conoces a tu siervo, y sabes que ningún bien hay en el porque merezca que tú le hagas tan grandísima merced. Yo confieso, Señor, mi vileza, y reconozco tu bondad; loo tu piedad, gracias te hago por tu excelentísima caridad.

Por cierto por ti mismo haces todo esto, no por mis merecimientos, mas porque tu bondad me sea más manifiesta y me sea comunicada mayor caridad, y la humildad sea loada más cumplidamente. Y pues así te place, Señor, y así lo mandaste hacer, también me agrada a mí que tú hayas tenido por bien. Plégate, Señor, que no lo impida mi maldad. ¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús, cuánta reverencia y gracia con perpetua alabanza te son debidas por la comunión de tu sacratísimo cuerpo, cuya dignidad ninguno se halla que la pueda explicar!

Mas querría saber: ¿qué pensaré en esta comunión, cuando me quiero llegar a ti, Señor, pues no te puedo honrar debidamente, y deseo recibirte con devoción? ¿Qué cosa mejor y más saludable pensaré, sino humillarme del todo ante ti y ensalzar tu infinita bondad sobre mí? Despréciome y sujétome a ti en el abismo de mi vileza. Tú eres el Santo de los santos, y yo el más vil de los pecadores, e inclínaste a mí, que no soy digno de alzar los ojos a ti.

Veo, Señor, que tú vienes a mí y quieres estar conmigo, tú me convidas a tu mesa y me quieres dar a comer el manjar celestial, el pan de los ángeles, que no es otra cosa, por cierto, sino tú mismo, pan vivo que descendiste del cielo y das vida al mundo. He aquí, Señor, de dónde procede este amor y se declara que lo tienes por bien. Esta bondad tuya, Señor, es la causa por que tal amor nos tienes y por que tan gran benignidad nos muestras.

¡Cuán grandes gracias y loores se te deben por tales mercedes! ¡Oh cuán saludable fue tu consejo cuando ordenaste este altísimo sacramento! ¡Cuán suave y alegre convite cuando a ti mismo te diste en manjar! ¡Oh cuán admirable es tu obra, Señor, cuán poderosa tu virtud, cuán inefable tu verdad! Por cierto, tú dijiste, y fue hecho todo el mundo; así esto es hecho porque tú mismo lo mandaste.

Maravillosa cosa y digna de creer, y que vence todo humano entendimiento, que tú, Señor Dios mío, verdadero Dios y hombre, eres contenido enteramente debajo de la especie de aquel poco de pan y vino, y sin detrimento eres comido por el que te recibe. Tú, Señor de todos, que no tienes necesidad de alguno, quisístete morar en nosotros por éste tu sacramento. Conserva mi corazón sin mácula, porque pueda muchas veces con limpia y alegre conciencia celebrar tus misterios y recibirlos para mi perpetua salud, los cuales ordenaste y estableciste, Señor, principalmente para honra tuya y memoria continua de tu pasión.

Alégrate, ánima mía, y da gracias a Dios por tan noble don y tan singularísimo refrigerio como te fue dejado en este valle de lágrimas. Porque cuantas veces te acuerdas de este misterio y recibes el cuerpo de Cristo tantas representas la obra de tu redención y te haces particionera de todos los merecimientos de Jesucristo; porque la caridad de Cristo nunca se apoca, y la grandeza de su misericordia nunca se gasta.

Por eso débeste disponer siempre a esto con nueva devoción de ánima y pensar con atenta consideración este gran misterio de salud. Y así te debe parecer tan grande, tan nuevo y alegre cuando celebras u oyes misa, como si fuese el mismo día en que Cristo descendió y se hizo hombre en el vientre de la Virgen, o aquél en que puesto en la cruz, padeció y murió por la salud de los hombres.

 

CAPÍTULO III

 

Que es cosa provechosa comulgar muchas veces

 

Vesme aquí, Señor, vengo a ti porque me vaya bien con este don tuyo y se alegre en tu santo convite, que tú, Dios mío, aparejaste con dulzura para el pobre. En ti está todo lo que yo puedo y debo desear. Tú eres mi salud y redención, mi esperanza y fortaleza, mi honra y mi gloria. Pues alegra, Señor, hoy el ánima de tu siervo, que a ti, Señor Jesús, he yo levantado mi ánima. Ahora te deseo yo recibir con devoción y reverencia; codicio, Señor, meterte en mi casa, de manera que merezca yo, como Zaqueo, ser bendito de ti y contado entre los hijos de Abrahán. Mi ánima desea recibir tu sagrado cuerpo, y mi corazón desea ser unido contigo. Date, Señor, a mí, y basta; porque sin ti ninguna consolación satisface. Sin ti no puedo ser y sin tu visitación no puedo vivir; por eso me conviene llegarme a ti muchas veces y recibirte para remedio de mi salud, porque no desmaye en el camino si fuere privado de este celestial manjar.

Porque tú, benignísimo Jesús, predicando a los pueblos y curando diversas enfermedades, dijiste: No quiero consentir que se vayan ayunos, porque no desmayen en el camino. Haz, pues, ahora conmigo de esta manera, pues te dejaste en el sacramento para consolación de los fieles. Tú eres suave hartura del ánima, y quien te comiere dignamente, participante y heredero será de la eterna gloria.

Necesario es a mí, por cierto, que tanto trabajo, y tantas veces peco, y tan presto me hago torpe y desmayo, que por muchas oraciones, y confesiones, y por la sagrada comunión me renueve, y me alimpie y me encienda. Porque, absteniéndome de comulgar mucho tiempo, podría ser que cayese del santo propósito. Los sentidos del hombre inclinados son al mal desde su mocedad, y, si no socorre la medicina divina, luego cae el hombre en lo peor.

Así que la santa comunión retrae del mal y conforta en lo bueno. Y si comulgando y celebrando soy tan negligente y tibio, ¿qué haría si no tomase tal medicina y si no buscase remedio tan grande? Y aunque no estoy aparejado para celebrar cada día, yo trabajaré de recibir los misterios divinos en los tiempos convenibles, y hacerme he participante de tanta gracia. Porque ésta es una principalísima consolación del ánima fiel en el tiempo de esta peregrinación, que acordándose muchas veces de su Dios, reciba devotamente a su amado.

¡Oh maravillosa voluntad de tu piedad para con nosotros, que tú, Señor Dios, Criador y vida de todos los espíritus, tienes por bien de venir a una pobrecilla ánima y hartar su hambre con toda tu divinidad y humanidad! ¡Oh dichoso espíritu, oh bendita ánima que merece recibir con devoción a ti, Seños Dios suyo, y ser llena de gozo espiritual en tu recibimiento! ¡Oh cuán gran señor recibe! ¡Oh cuán amado huésped aposenta! ¡Cuán hermoso y noble esposo abraza, más de amar que todo lo que se puede amar ni desear!

¡Oh muy dulce amado mío!, callen en tu presencia el cielo, la tierra y todo su arreo, porque todo lo que tienen de loar y de mirar, de la bondad de tu franqueza es, y nunca llegarán a tu hermosura, cuya sabiduría no tiene cuento.

 

CAPÍTULO IV

 

Que se otorgan muchos bienes a los que devotamente comulgan

 

Señor Dios mío, anticipa a tu siervo con bendiciones de tu dulzura, porque merezca llegar digna y devotamente a tu magnífico sacramento. Despierta mi corazón en ti y despójame de la pesadumbre del cuerpo; visítame en tu salud para que guste en espíritu tu suavidad, la cual está escondida en este sacramento muy cumplidamente, así como en fuente.

Alumbra también mis ojos para que pueda mirar tan alto misterio, y esfuérzame para creerlo con firmísimo fe. Porque esto, Señor, obra tuya es, y no humano poder. Es sagrada ordenación tuya, y no invención de hombres. No hay, por cierto, ni se puede hallar alguno suficiente por sí para entender cosas tan altas, que aun a la sutileza angélica exceden. Pues yo pecador indigno, tierra y ceniza, ¿qué podré escudriñar y entender de tan altísimo sacramento?

Señor, en simplicidad de corazón, en buena y firme fe y por tu mandato vengo a ti con esperanza y reverencia, y creo verdaderamente que estás presente aquí en este sacramento, Dios y hombre. Y pues quieres, salvador mío, que yo te reciba y que me ayunte a ti en caridad, suplico a tu clemencia y demando me sea dada una muy especialísima gracia para que todo me derrita en ti y rebose de amor, y que no cure más de otra alguna consolación.

Por cierto, este altísimo y dignísimo sacramento es salud del ánima y del cuerpo, y medicina de toda enfermedad espiritual; con él se curan mis vicios, refrénanse mis pasiones, las tentaciones se vencen y disminuyen, dase mayor gracia, la virtud comenzada crece, confírmase la fe, esfuérzase la esperanza, enciéndese la caridad y extiéndese.

De verdad, Señor, muchos bienes has dado y siempre das en este dulcísimo sacramento a los que te aman, cuando te reciben, Dios mío, recibidor de mi ánima, reparador de la humana enfermedad y dador de toda interior consolación: que tú les infundes gran consuelo y fortaleza contra diversas tribulaciones, y de lo profundo de su propio desprecio los levantas a la esperanza de tu defensión, y con una nueva gracia los recreas y alumbras de dentro; porque los que antes de la comunión se habían sentido congojosos y sin devoción, después, recreados con manjar y beber celestial, se hallan muy mejorados.

Y esto, Señor, haces así con tus escogidos, porque conozcan verdaderamente, y manifiestamente experimenten que no tienen nada de sí, y sientan la bondad y gracia que de ti alcanzan, porque de sí mismos merecen ser fríos, duros, indevotos; mas de ti, Señor, alcanzan ser fervientes, alegres y devotos.

¿Quién llega con humildad a la fuente de la suavidad que no traiga algo de la suavidad? ¿O quién está cerca de algún gran fuego que no reciba algún calor? Y tú, Señor, fuente eres siempre llena y muy abundosa, fuego que continuo arde y nunca desfallece. Por tanto, si no me es lícito sacar del henchimiento de la fuente, ni beber hasta hartarme, pondré siquiera mi boca al agujero de algún cañito celestial, para que a lo menos reciba de allí alguna gotilla para refrigerar mi sed, porque no me seque del todo. Y si no puedo del todo ser celestial, ni puedo abrasarme como los serafines, trabajaré a lo menos de darme a la oración y aparejaré mi corazón para buscar siquiera una pequeña centella del divino entendimiento, mediante la humilde comunión de este sacramento que da vida.

Todo lo que me falta, buen Jesús, Salvador santísimo, súplelo tú benigna y graciosamente por mí, pues tuviste por bien llamar a todos, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé.

Yo, Señor, por cierto, trabajo y estoy atormentado con sudor de mi rostro y con dolor de corazón; cargado estoy de pecados, y combatido de tentaciones, envuelto y agravado, no hay quien me libre y salve sino tú, Señor Dios, Salvador mío. A ti me encomiendo con todas mis cosas, para que me guardes y lleves a la vida eterna. Recíbeme para gloria y honra de tu santo nombre. Tú, Señor, que me aparejaste tu cuerpo y sangre en manjar y en beber, otórgame, Señor, salvador mío, que crezca el afecto de mi devoción con la continuación de este tu misterio.

 

CAPÍTULO V

 

De la dignidad del sacramento y del estado sacerdotal

 

Aunque tuvieses la pureza de los ángeles y la santidad de San Juan Bautista, no serías digno de recibir ni tratar este santísimo sacramento, porque no cabe en humano merecimiento que el hombre consagre y trate el sacramento de Cristo y coma el pan de los ángeles.

Grande es este misterio, y grande la dignidad de los sacerdotes, a los cuales es dado lo que no es concedido a los ángeles: que sólo los sacerdotes ordenados en la Iglesia derechamente tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo, y el sacerdote es ministro de Dios, y usa de palabras de Dios por el mandamiento y ordenación de Dios; mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, al cual está sujeta cualquier cosa que quisiere, y le obedece a todo lo que mandare.

Y así, más debes creer a Dios todopoderoso en este excelentísimo sacramento que a tu propio sentido o alguna señal visible. Y por eso, con temor y gran reverencia debe el hombre llegar a este sacramento.

Mira, pues, sacerdote, qué oficio te han encomendado por mano del obispo; mira cómo eres ordenado y consagrado para celebrar. Mira ahora que muy fielmente y con devoción ofrezcas a Dios el sacrificio en su tiempo y te conserves sin reprensión. Mira que no has aliviado tu carga, mas con mayor y más estrecha caridad estás atado y a mayor perfección estás obligado.

El sacerdote debe ser adornado de todas virtudes y ha de dar a los otros ejemplo de buena vida; su conversación no ha de ser con los comunes ejercicios de los hombres, mas con los ángeles en el cielo y con los perfectos en la tierra. El sacerdote vestido de las sagradas vestiduras tiene lugar de Cristo para rogar humilde y devotamente a Dios por sí y por todo el pueblo.

Él tiene la señal de la cruz de Cristo ante sí y detrás de sí, para que de continuo tenga memoria de su pasión. Ante sí, en la casulla, trae la cruz, porque mire con cuidado las pisadas de Cristo y estudie de seguirlo con fervor. Detrás también está señalado de la cruz, porque sufra con paciencia por amor de Dios cualquier adversidad o daño que otros le hicieren. La cruz lleva delante porque llore sus pecados, y detrás la lleva porque llore por compasión los ajenos y sepa que es medianero entre Dios y el pecador, y no cese de orar y de ofrecer el santo sacrificio hasta que merezca alcanzar gracia y misericordia.

Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios y alegra a los ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos y da reposo a los difuntos y hácese particioneo de todos los bienes.

 

CAPÍTULO VI

 

La examinación que se debe hacer antes de la comunión

 

Señor, cuando yo pienso tu dignidad y mi vileza, tengo gran temblor y hállome confuso; porque si no me llego, huya la vida; y si indignamente me atrevo, caigo en ofensa. Pues ¿qué haré, Dios mío, ayudador mío, consejero mío en las necesidades?

Guíame tú por carrera derecha y enséñame algún ejercicio convenible a la sagrada comunión.

Por cierto, utilísimo es saber de qué manera deba yo aparejar mi corazón con reverencia y devoción a ti, Señor, para recibir saludablemente tu sacramento, o para celebrar tan grande y divino sacrificio.

 

CAPÍTULO VII

 

De la examinación de la conciencia y del propósito de la enmienda

 

Sobre todas las cosas es necesario que el sacerdote de Dios llegue a celebrar, y tratar, y recibir este sacramento con grande humildad de corazón y con devota reverencia, con entera fe y con piadosa intención de la honra de Dios.

Examina tu conciencia con diligencia y, según tu poder, descúbrela y aclárala con verdadera contrición y humilde confesión de tus pecados, de manera que no te quede cosa grave, o te remuerda e impida de llegar libremente al sacramento. Ten aborrecimiento de todos tus pecados en general, y por los delitos que cada día cometes, duélete y gime más particularmente. Y si hay disposición, confiesa a Dios todas tus miserias en lo secreto de tu corazón.

Gime y duélete que aún eres tan carnal y mundano, tan vivo en las pasiones, tan lleno de movimientos de concupiscencias, tan mal guardado en los sentidos exteriores, tan revuelto en vanas fantasías, tan inclinado a las cosas exteriores y negligente a las interiores, tan ligero a la risa y al desorden, tan duro para llorar y arrepentirte, tan aparejado a flojedades y regalos de la carne, tan perezoso al rigor y al fervor, tan curioso a oír nuevas y a ver cosas hermosas, tan remiso en abrazar las cosas bajas y despreciadas, tan codicioso en tener muchas cosas, tan encogido en dar y avariento en retener, indiscreto en hablar, mal sufrido en callar, descompuesto en las costumbres, importuno en las obras, tan desordenado en el comer, tan sordo a la palabra de Dios, presto para holgar, tardío para trabajar, despierto para consejuelas, tan dormilón para las sagradas vigilias, muy apresurado para acabarlas, muy derramado, sin atención y negligente en decir las horas, muy tibio en celebrar, seco y sin lágrimas en comulgar, muy presto distraído, muy tarde o nunca bien recogido, muy de presto conmovido a ira, aparejado para dar enojos, muy presto para juzgar, riguroso a reprender, muy alegre en lo próspero y muy caído en lo adverso, proponiendo de continuo grandes cosas y nunca poniéndolas en efecto.

Confesados y llorados estos y otros defectos tuyos con dolor y descontento de tu propia flaqueza, propón firmísimamente de enmendar tu vida y mejorarla de continuo. Y después, con total renunciación y entera voluntad, ofrecerte a ti mismo en honra de mi nombre en el altar de tu corazón como sacrificio perpetuo, que es encomendándome a mí tu cuerpo y tu ánima fielmente, porque merezcas dignamente llegar a ofrecer el sacrificio y recibir saludablemente el sacramento de mi cuerpo: que no hay ofrenda más digna ni mayor sacrificio para quitar los pecados que en la misa y en la comunión ofrecerse a sí mismo pura y enteramente en el sacrificio del cuerpo de Cristo.

Si el hombre hiciere lo que es en su mano, y se arrepintiere verdaderamente, cuantas veces viniere a mí por perdón y gracia, dice el Señor, vivo yo, que no quiero la muerte del pecador, mas que se convierta y viva, porque no me acordaré más de sus pecados, mas todos le serán perdonados.

 

CAPÍTULO VIII

 

Del ofrecimiento de Cristo en la cruz, y de la propia renunciación

 

Así como yo me ofrecía  mí mismo por tus pecados a Dios Padre, de mi voluntad, extendidas las manos en la cruz, desnudo el cuerpo, en tanto que no me quedaba cosa que todo no pasase en sacrificio para aplacar al Padre, así debes tú, cuanto más entrañablemente puedas ofrecerte a ti mismo de toda voluntad a mí en sacrificio puro y santo cada día en la misa con todas tus fuerzas y deseos.

¿Qué otra cosa quiero de ti, sino que estudies de renunciarte del todo en mí? Cualquiera cosa que me das sin ti, no me curo de ello, porque no quiero tu don, sino a ti.

Así como no te bastarían a ti todas las cosas sin mí, así no me puede agradar a mí cuanto me ofreces sin ti. Ofrécete a mí y date todo por mí y será muy acepto tu sacrificio. Ya ves cómo yo me ofrecí todo al Padre por ti, y también di todo mi cuerpo y sangre en manjar por ser todo tuyo y que tú quedases todo mío; mas si te estás en ti mismo y no te ofreces muy de gana a mi voluntad, no es cumplida ofrenda, ni será entre nosotros entera unión.

Por eso, ante todas tus obras, haz ofrecimiento voluntario de ti mismo en mis manos si quieres alcanzar libertad y gracia. Por eso hay tan pocos alumbrados y libres de dentro, porque no saben negarse del todo a sí mismos.

Ésta es mi firme sentencia, que no puede ser mi discípulo el que no renunciare todas las cosas. Por eso, si tú deseas ser mi discípulo, ofrécete a ti mismo con todos tus deseos.

 

CAPÍTULO IX

 

Que debemos ofrecernos a Dios con todas nuestras cosas y rogarle por todos

 

Señor, tuyo es todo lo que está en el cielo y en la tierra, y yo deseo ofrecerme a ti de mi voluntad y quedar tuyo para siempre. Señor, con sencillo corazón me ofrezco hoy a ti por siervo perpetuo en servicio y sacrificio de perpetuo loor. Recíbeme con este santo sacrificio de tu preciosísimo cuerpo que te ofrezco hoy en presencia de los ángeles que están presentes invisiblemente. Y ruégote, Señor, que sea para salud mía y de todo el pueblo.

Señor, ofrézcote todos mis pecados y delitos, cuantos yo cometí delante de ti y de tus ángeles desde el día que comencé a pecar hasta hoy; todos los pongo sobre tu altar, que amansa tu ira, para que tú, Señor, los enciendas todos juntamente, y los quemes con el fuego de tu caridad, y quites todas las mancillas de mis pecados, y alimpies mi conciencia de todo pecado, y me restituyas la gracia que yo perdí pecando, perdonándome plenariamente y levantándome por tu bondad al beso santo de la paz.

¿Qué puedo hacer por mis pecados, sino confesarlos humildemente, llorando y rogando a tu misericordia sin cesar? Ruégote que me oigas con misericordia aquí donde estoy delante de ti. Todos mis pecados me descontentan muy mucho, y no quiero más cometerlos; pésame de ellos, y cuanto yo viviere me pesará, aparejado a hacer penitencia y satisfacción con todo mi poder. ¡Oh Dios!, perdona, perdona mis pecados por tu santo nombre, salva mi ánima que redimiste por tu sangre preciosa. Vesme aquí, Señor, yo me pongo en tu misericordia, yo me renuncio en tus manos: haz conmigo según tu bondad y no según mi malicia.

También te ofrezco, Señor, todos mis bienes, aunque son muy pocos e imperfectos, para que tú los enmiendes y santifiques, y los hagas agradables a ti y aceptes, y traigas siempre a perfección, y a mí, hombrecillo inútil y perezoso, lleves a bienaventurado y loable fin.

Y también te ofrezco todos los santos deseos de los devotos y todas las necesidades de mis padres y hermanos, amigos y parientes, y de todos mis conocidos, y de todos cuantos han hecho bien a mí y a otros por tu amor, y de todos los que desearon y pidieron que yo orase, o dijese misa por ellos y por todos los suyos, vivos o difuntos, porque todos sientan el favor de tu gracia y de tu consolación y defensión; y, librados de todo mal, sean muy alegres y te den por todo altísimas gracias.

También te ofrezco estas oraciones y sacrificios agradables, especialmente por los que en algo me han dañado, enojado, o vituperado, y por todos los que yo alguna vez enojé, turbé, agravié y escandalicé por obra, o de palabra, por ignorancia, o a sabiendas.

Porque tú, Señor, nos perdones a todos juntamente nuestros pecados y las ofensas que hacemos unos a otros. Aparta, Señor, de nuestros corazones toda sospecha, todo deseo de venganza, ira y contienda, y toda cosa que pueda estorbar la caridad y disminuir el amor del prójimo.

Señor, ten misericordia y piedad de los que te la demandan. Da tu gracia a los necesitados, y haz que seamos tales que seamos dignos de gozar de tu gracia y que aprovechemos para la vida eterna.

 

CAPÍTULO X

 

Que no se debe dejar ligeramente la sagrada comunión

 

Muy a menudo debes recurrir a la fuente de la gracia y de la divina misericordia, a la fuente de la bondad y de toda limpieza; porque puede ser curado de tus pasiones y vicios, y merezcas ser hecho más fuerte y más despierto contra todas las tentaciones y engaños del diablo.

El enemigo, sabiendo el grandísimo fruto y remedio que está en la sagrada comunión, trabaja por todas las vías que él puede de estorbarla a los fieles y devotos cristianos; porque luego que algunos se disponen a la sagrada comunión, padecen peores tentaciones de Satanás, que antes; porque el espíritu maligno (según se escribe en Job) viene entre los hijos de Dios para turbarlos con su acostumbrada malicia, o para hacerlos muy temerosos y dudosos, porque así disminuya su afecto, o acosándolos les quita la confianza, para que, de esta manera, o dejen del todo la comunión, o lleguen a ella tibios y sin fervor.

Mas no debemos curar de sus astucias y fantasías, por más torpes y espantosas que sean; mas quebrarlas todas en su cabeza y procurar de despreciar al desventurado y burlar de él; no se debe dejar la sagrada comunión por todas las malicias y turbaciones que levantare.

Muchas veces también estorba para alcanzar devoción la demasiada ansia de tenerla y la gran congoja de confesarse. Por eso haz en esto lo que aconsejan los sabios, y deja el ansia y escrúpulo, porque estas cosas impiden la gracia de Dios y destruyen la devoción del ánima.

No dejes la sagrada comunión por alguna pequeña tribulación o pesadumbre, mas confiésate luego y perdona de buena voluntad las ofensas que te han hecho; y si tú has ofendido a alguno, pídele perdón con humildad, y así Dios te perdonará.

¿Qué aprovecha dilatar mucho la confesión o la sagrada comunión? Alímpiate en el principio, escupe presto la ponzoña, toma de presto el remedio y hallarte has mejor que si mucho tiempo dilatares.

Si hoy lo dejas por alguna ocasión, mañana te puede acaecer otra mayor, y así te estorbarás mucho tiempo y estarás más inhábil. Por eso, lo más presto que pudieres sacude la pereza y pesadumbre: que no hace al caso estar largo tiempo con cuidado envuelto en turbaciones y, por los estorbos cotidianos, apartarse de las cosas divinas.

Antes daña mucho dilatar la comunión largo tiempo: porque es causa de estarse el hombre ocupado en grave torpeza. ¡Ay dolor de algunos tibios y desordenados, que dilatan muy de grado la confesión y desean alargar la sagrada comunión por no ser obligados a guardarse con mayor cuidado! ¡Oh cuán poca caridad, oh cuán flaca devoción tienen los que tan fácilmente dejan la sagrada comunión!

¡Cuán bienaventurado es y cuán agradable a Dios el que vive tan bien, y con tanta puridad guarda su conciencia, que cada día está aparejado a comulgar, deseoso de hacerlo si así le conviniese y no fuese notado! Si alguno se abstiene algunas veces por humildad, o por alguna causa legítima, de loar es por la reverencia; mas si poco a poco le entrare la tibieza, debe despertarse y hacer lo que en sí es, y nuestro Señor ayudará a su deseo por la buena voluntad, la cual él mira especialmente.

Mas cuando fuere legítimamente impedido, tenga siempre buena voluntad y devota intención de comulgar, y así no carecerá del fruto del sacramento. Porque todo hombre devoto puede comulgar cada día y cada hora espiritualmente; mas en ciertos días, en el tiempo ordenado, debe recibir el sacramento del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con amorosa reverencia.

Y más se debe mover a ello por loor y honra de Dios que por buscar su propia consolación. Porque tantas veces comulga secretamente y es recreado invisiblemente cuantas se acuerda devotamente del misterio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo y de su preciosísima pasión, y se enciende en su amor. Mas el que no se apareja en otro tiempo sino para la fiesta, o cuando lo fuerza la costumbre, muchas veces se hallará mal aparejado.

Bienaventurado el que se ofrece a Dios en entero sacrificio cuantas veces celebra o comulga. No seas muy prolijo ni acelerado en celebrar, mas guarda una buena manera y confórmate con los de tu conversación; no los enojes, mas sigue la vida común según la orden de los mayores; y más debes mirar el aprovechamiento de los otros que tu propia devoción y deseo.

 

CAPÍTULO XI

 

Que el cuerpo de Jesucristo y la Sagrada Escritura son muy necesarios al ánima fiel

 

¡Oh dulcísimo Jesús, cuánta es la dulzura del ánima devota que come contigo en tu convite, en el cual no se da a comer otra cosa sino a ti, que eres único y solo amado suyo, muy deseado sobre todos los deseos de su corazón! ¡Oh cuán dulce sería a mí en tu presencia, con todas mis entrañas, derramar lágrimas y regar con ellas tus sagrados pies como la piadosa Magdalena!

Mas ¿dónde está ahora esta devoción? ¿Dónde está el copioso derramamiento de lágrimas santas?

Por cierto, Señor, en tu presencia y de tus santos ángeles todo mi corazón se debía encender y llorar de gozo, porque en este sacramento yo te tengo presente verdaderamente, aunque encubierto debajo de otra especie, porque no podrían mis ojos sufrir de mirarte en tu propia y divina claridad, ni todo el mundo podría sufrir el resplandor de la gloria de tu majestad. Y así, en esconderte en el sacramento has tenido respeto a mi flaqueza. Yo tengo y adoro verdaderamente  aquí a quien adoran los ángeles en el cielo; mas yo ahora en fe, y ellos en clara vista, sin velo. Conviéneme a mí acá contentarme con la lumbre de la fe verdadera y andar en ella hasta que amanezca el día de la claridad eterna y se vayan las sombras de las figuras.

Cuando viniere lo que es perfecto, cesará el uso de los sacramentos. Porque los bienaventurados en la gloria celestial no han menester medicina de sacramentos, pues gozan sin fin en la presencia divina, contemplando cara a cara su gloria y transformados de claridad en claridad en el abismo de la deidad, gustan el Verbo divino encarnado, que fue en el principio y permanece para siempre.

Acordándome de estas maravillas, cualquier placer, aunque sea espiritual, se me torna en grave enojo. Porque en tanto que no veo claramente a mi Señor Dios en su gloria, no estimo en nada cuanto en el mundo veo y oigo.

Tú, Dios mío, eres testigo que cosa alguna no me puede consolar, ni criatura alguna dar descanso sino tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Mas esto no se puede hacer en tanto que dura la carne mortal. Por eso conviéneme tener mucha paciencia y sujetarme a ti en todos mis deseos. Porque tus santos, que ahora gozan contigo en tu reino, cuando en este mundo vivían, esperaban en fe y grande paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, creo yo; lo que esperaron, espero; y a donde llegaron finalmente por tu gracia, tengo yo confianza de llegar. En tanto, andaré en fe, confortado con los ejemplos de los santos.

También tengo santos libros, que son para consolación y espejo de la vida, y, sobre todo, el Cuerpo santísimo tuyo por singular remedio y refugio. Yo conozco que tengo grandísima necesidad en esta vida de dos cosas, sin las cuales no la podría sufrir, detenido en la cárcel de este cuerpo, que son mantenimiento y lumbre. Así que me diste como a enfermo tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela, que es tu palabra. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de tu boca luz es del ánima, y tu sacramento es pan de vida.

También éstas se pueden decir dos mesas puestas en el sagrario de la santa Iglesia  de una parte y de otra. La una mesa es el santo altar, donde está el pan santo, que es el cuerpo preciosísimo de Cristo; la otra es de la ley divina, que contiene la sagrada doctrina, y enseña la recta fe, y nos lleva firmemente hasta lo secreto del velo, donde está el Santo de los santos. Gracias te hago, Señor Jesús, luz de la eterna luz, por la mesa de la santa doctrina que nos administraste por tus santos siervos los profetas y apóstoles y por los otros doctores.

Gracias te hago, Criador y Redentor de los hombres, que, para declarar a todo el mundo tu caridad, aparejaste tu gran cena, en la cual diste a comer, no el cordero figurativo, sino tu santísimo cuerpo y sangre, para alegrar todos los fieles con el sacro convite, embriagándolos con el cáliz de la salud, en el cual están todos los deleites del paraíso, y comen con nosotros los santos ángeles, aunque con mayor suavidad. ¡Oh cuán grande y venerable es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es otorgado consagrar el Señor de la majestad con palabras santas, y bendecirlo con sus labios, y tenerlo en sus manos, y recibirlo con su propia boca, y ministrarlo a otros!

¡Oh cuán limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán sin mancilla el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el hacedor de la pureza! De la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, honesta y provechosa, pues tan de continuo recibe el sacramento de Cristo. Sus ojos han de ser simples y castos, pues miran el cuerpo de Cristo. Las manos han de ser puras y levantadas al cielo por oración, pues suelen tocar al Criador del cielo y de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: Sed santos, que yo, vuestro Señor y vuestro Dios, santo soy.

¡Oh Dios todopoderoso!, ayúdenos tu gracia para que los que recibimos el oficio sacerdotal, podamos digna y devotamente servirte con buena conciencia en toda pureza. Y si no podemos conversar en tanta inocencia de vida como debemos, otórganos llorar dignamente los males que hemos hecho, porque podamos de aquí adelante servirte con mayor fervor en espíritu de humildad y propósito de buena voluntad.

 

CAPÍTULO XII

 

Que se debe aparejar con grandísima diligencia el que ha de recibir a Jesucristo

 

Yo soy amador de pureza y dador de toda santidad; yo busco el corazón puro, y allí es el lugar de mi descanso. Aparéjame un palacio grande, bien aderezado, y haré contigo la pascua con mis discípulos. Si quieres que venga a ti y me quede contigo, alimpia de ti la vieja levadura y limpia la morada de tu corazón. Alanza de ti todo el mundo y todo el ruido de los vicios. Asiéntate como pájaro solitario en el tejado, y piensa tus pecados en amargura de tu ánima. Cualquier persona que ama a otra, apareja buen lugar y muy aderezado para recibirla. Porque en esto se conoce el amor del que hospeda al amado.

Mas sábete que no puedes cumplir este aparejo con el mérito de tus obras, aunque un año entero te aparejases y no tratases otra cosa en tu ánima; mas por sola mi piedad y gracia se te permite llegar a mi mesa, como si un pobre fuese llamado a la mesa de un rico, y no tuviese otra cosa para pagar el beneficio sino, humillándose, agradecerlo.

Haz lo que es en ti y con mucha diligencia, no por manera de costumbre ni por necesidad; mas con temor, y reverencia y amor recibe el cuerpo del Señor Dios tuyo, que tienes por bien venir a ti. Yo soy el que te llamé, yo el que mandé que se hiciese así; yo supliré lo que te falta, ven y recíbeme. Cuando yo te doy gracia de devoción, da gracias a Dios, no porque eres digno, mas porque tuve misericordia de ti.

Y si no tienes devoción, y te sientes muy seco, continúa la oración, da gemidos, llama y no ceses hasta que merezcas recibir una migaja o una gota de saludable gracia. Tú me has menester a mí, que no yo a ti. Ni vienes tú a santificarme a mí, mas yo a santificarte y mejorarte. Tú vienes para que seas por mí santificado y unido conmigo, para que recibas nueva gracia y de nuevo te enciendas para mayor perfección. No desprecies esta gracia, apareja de continuo con toda diligencia tu corazón, y recibe dentro de ti a tu amado.

Y también conviene que te aparejes a la devoción y sosiego no sólo antes de la comunión, mas que te conserves y guardes en ella después de recibido el santísimo sacramento. Ni se debe tener menos guarda después que el devoto aparejo primero. Porque la buena guarda de después es muy mejor aparejo para alcanzar otra vez mayor gracia. Que de aquí viene a hacerse el hombre muy indispuesto, por desordenarse y derramarse luego en los placeres exteriores.

Guárdate de hablar mucho, y recógete a algún lugar secreto, y goza de tu Dios, pues tienes al que todo el mundo no te puede quitar. Yo soy a quien del todo te debes dar, de manera que ya no vivas más en ti, sino en mí sin ningún cuidado.

 

CAPÍTULO XIII

 

Que el ánima devota con todo su corazón debe desear la unión de Cristo en el sacramento

 

Señor, ¿quién me dará que te halle dolo, y te abra todo mi corazón, y te goce como mi ánima desea, y que ya ninguno me desprecie, ni criatura alguna me mueva, mas tú solo me hables, y yo a ti, como suele hablar el amado a su amado y conversar un amigo con otro? Esto ruego y esto deseo, que sea unido todo a ti, y aparte ya mi corazón de todo lo criado, y por la sagrada comunión y por la frecuencia del celebrar aprenda a gustar cosas eternas. ¡Oh Señor, Dios mío!, ¿cuándo estaré todo unido contigo, y absorto en ti, y del todo olvidado de mí, y que tú seas en mí, y yo, Señor, en ti, y que así estemos juntos en uno?

Verdaderamente tú eres mi amado, escogido en muchos millares, con el cual desea morar mi ánima todos los días de su vida. Verdaderamente tú eres mi pacífico, en ti está la suma paz y la verdadera holganza; fuera de ti todo es trabajo, y dolor, y miseria infinita. Verdaderamente tú eres Dios escondido, y tu consejo no es con los malos, mas con los humildes y sencillos es tu habla.

¡Oh Señor, cuán suave es tu espíritu, que tienes por bien para mostrar tu dulzura de mantener tus hijos del pan suavísimo que desciende del cielo! Verdaderamente no hay otra nación tan grande que tenga sus dioses tan cerca de sí como tú, Dios nuestro, estás cerca de todos sus fieles, a los que te das para que te coman, y gocen con gozo continuo, y para que levanten su corazón al cielo.

¿Qué gente hay alguna tan nobilísima como el pueblo cristiano, o qué criatura hay debajo del cielo tan amada como el ánima devota, a la cual entra Dios a apacentar de su gloriosa carne? ¡Oh inexplicable gracia, oh maravillosa bondad, oh amor sin medida, dado singularmente al hombre!

¿Qué daré yo al Señor por esta gracia y caridad tan grande? No hay cosa que más agradable le pueda yo dar que es mi corazón todo entero, para que sea a él ayuntado entrañablemente. Entonces alegrarán todas mis entrañas, cuando mi ánima fuere unida perfectamente a Dios. Entonces me dirá Él: Si tú quieres estar conmigo, yo quiero estar contigo. Y yo le responderé: Señor, ten por bien de quedarte conmigo, que yo de buena voluntad quiero estar contigo. Éste es todo mi deseo, que mi corazón esté unido contigo.

 

CAPÍTULO XIV

 

Del encendido deseo de algunos devotos a la comunión del cuerpo de Cristo

 

¡Oh Señor cuán grande es la multitud de tu dulzura, que tienes escondida para los que te temen!

Cuando me acuerdo de algunos devotos a tu sacramento que llegan a él con gran devoción y afecto, quedo muy confuso y avergonzado en mí, que llego tan tibio y tan frío a tu altar y a la mesa de la sagrada comunión, y me hallo tan seco y sin dulzura de corazón, y que no estoy enteramente encendido ante ti, Dios mío, ni soy llevado ni aficionado del vivo amor como fueron muchos devotos, los cuales, del gran deseo de la comunión y del amor que sentían en el corazón, no pudieron detener las lágrimas, mas con la boca del corazón y del cuerpo suspiraban con todas sus entrañas a ti, Dios mío, fuente viva, no pudiendo templar ni hartar su hambre de otra manera sino recibiendo tu cuerpo con toda alegría y deseo espiritual.

¡Oh verdadera y ardiente fe la de aquéstos, la cual es manifiesta prueba de tu sagrada presencia! Porque éstos verdaderamente conocen a su Señor en el partir del pan, pues su corazón arde en ellos tan vivamente, porque Jesús anda con ellos.

¡Oh cuán lejos está de mí muchas veces tal afección y devoción y tan grande amor y fervor!

Séme piadoso, buen Jesús, dulce y benigno.

Otorga a este tu pobre mendigo (siquiera alguna vez) sentir en la sagrada comunión un poco de afección entrañable de tu amor, porque mi fe se haga más fuerte, y la esperanza en tu bondad crezca, y la caridad ya encendida perfectamente con la experiencia del maná celestial nunca desmaye ni cese.

Por cierto, Señor, poderosa es tu misericordia para concederme esta gracia tan deseada y visitarme muy piadosamente en espíritu de abrasado amor, cuando tú, Señor, tuvieres por bien de hacerme esta merced. Y aunque yo no estoy con tan encendido deseo como tus especiales devotos, no dejo yo (mediante tu gracia) de desear tener aquellos sus grandes y encendidos deseos, rogando a tu Majestad me haga particionero de todos los fervientes amadores tuyos y me cuente en su santa compañía.

 

CAPÍTULO XV

 

Que la gracia de la devoción, con la humildad y propia renunciación se alcanza

 

Conviénete buscar con diligencia la gracia de la devoción, pedirla sin cesar, esperarla con paciencia y buena confianza, recibirla con alegría, guardarla humildemente, obrar diligentemente con ella y encomendar a Dios el tiempo y la manera de la soberana visitación hasta que venga. Débeste humillar, especialmente cuando poca o ninguna devoción sientes de dentro; mas no te caigas del todo, ni te entristezcas demasiadamente.

Dios da muchas veces en un momento lo que negó en largo tiempo. También da algunas veces en el fin de la oración lo que al comienzo dilató de dar.

Si la gracia de continuo nos fuese otorgada y dada siempre a nuestro querer, no la podría bien sufrir el hombre flaco. Por eso en buena esperanza y humilde paciencia se debe esperar la gracia de la devoción. Y cuando no te es otorgada, o te fuere quitada secretamente, echa la culpa a ti y a tus pecados.

Algunas veces pequeña cosa es la que impide a la gracia y la esconde, si poco se debe decir y no mucho lo que tanto bien estorba. Mas si perfectamente vencieres lo que estorba, sea poco o sea mucho, tendrás lo que pediste.

Luego que te dieres a Dios de todo tu corazón, y no buscares esto ni aquello por tu querer, mas del todo te pusieres en Él, hallarte has unido y sosegado; porque no habrá cosa que tan bien te sepa como el buen contentamiento de la divina bondad.

Pues cualquiera que levantare su intención a Dios con sencillo corazón y se despojare de todo amor o desamor desordenado de cualquiera cosa criada, estará muy dispuesto y digno a recibir la divina gracia y el don de la devoción. Porque nuestro Señor da su bendición donde halla vasos vacíos. Y cuanto más perfectamente alguno renunciare las cosas bajas y fuere más muerto a sí mismo por el propio desprecio, tanto más presto viene la gracia, y más copiosamente entra, y más alto levanta al corazón libre.

Y entonces verá, y abundará, y maravillarse ha, y ensancharse ha su corazón en sí mismo, porque la mano del Señor es con él, y él se puso del todo en su mano para siempre. De esta manera será bendito el hombre que busca a Dios en todo su corazón y no ha recibido su ánima en vano. Éste, cuando recibe la sagrada comunión, merece la singular gracia de la divina unión, porque no mira a su propia devoción y consolación, mas a la gloria y honra de Dios.

 

CAPÍTULO XVI

 

Que debemos manifestar a Cristo nuestras necesidades y pedirle su gracia

 

¡Oh dulcísimo y muy amado Señor, a quien yo deseo ahora recibir devotamente, tú sabes mi enfermedad, y la necesidad que padezco, y en cuántos males y vicios estoy caído, cuántas veces soy agraviado, tentado, turbado, y ensuciado! A ti vengo por remedio, a ti demando consolación y alivio. A ti, Señor, que sabes todas las cosas, hablo, a quien son manifiestos todos los secretos de mi corazón, y que solo me puedes consolar y perfectamente ayudar. Tú sabes mejor que ninguno lo que me falta, cuán pobre soy en virtudes; vesme aquí delante de ti, pobre y desnudo, demandando gracia y pidiendo misericordia.

Harta, Señor, a este tu hambriento mendigo, enciende mi frialdad con el fuego de tu amor, alumbra mi ceguedad con la claridad de tu presencia, vuélveme todo lo terreno en amargura, todo lo contrario y pesado en paciencia, todo lo criado en menosprecio y olvido. Levanta, Señor, mi corazón a ti en el cielo, y no me dejes vaguear por la tierra. Tú solo, Señor, desde ahora me seas dulce para siempre, que tú solo eres mi manjar, mi amor, mi gozo, mi dulzura y todo mi bien.

¡Oh si me encendieses del todo en tu presencia y me abrasases y trasmudases en ti, para que sea hecho un espíritu contigo por la gracia de la unión interior y por derretimiento de tu abrasado amor! No me consientas, Señor, partirme de ti ayuno y seco, mas obra conmigo piadosamente, como muchas veces lo has hecho maravillosamente con tus santos. ¡Qué maravilla si todo yo estuviese hecho fuego por ti y desfalleciese en mí, pues tú eres fuego que siempre arde y nunca cesa, amor que alimpia los corazones y alumbra los entendimientos!

 

CAPÍTULO XVII

 

Del abrasado amor y de la grande afección de recibir a Cristo

 

¡Oh Señor, con suma devoción, con abrasado amor, con todo mi afecto te deseo yo recibir; como muchos santos y devotas personas te desearon en la comunión, que te agradaron muy mucho en la santidad de su vida y tuvieron devoción ardentísima! ¡Oh Dios mío, amor eterno, todo mi bien, bienaventuranza que no se acaba!

Yo te deseo recibir con muy mayor deseo y muy más digna reverencia que ninguno de los santos jamás tuvo ni pudo sentir.

Y aunque yo sea indigno de tener todos aquellos sentimientos devotos, mas ofrézcote yo todo el amor de mi corazón muy graciosamente, como si todos aquellos inflamados deseos yo solo tuviese; y aun cuando puede el ánima piadosa concebir y desear, todo te lo doy y ofrezco con humildísima reverencia y con entrañable fervor.

No deseo guardar cosa para mí, sino sacrificarme a mí y a todas mis cosas a ti de muy buen corazón y voluntad. Señor Dios mío, Criador mío, Redentor mío, con tal afecto, reverencia, y loor y honor, con tal agradecimiento, dignidad y amor, con tal fe, esperanza y puridad te deseo recibir hoy, como te recibió y deseó tu santísima Madre la gloriosa Virgen María, cuando el ángel que le dijo el misterio de la Encarnación, con humilde devoción respondió: He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y como el bendito mensajero tuyo, excelentísimo entre todos los santos, Juan Bautista en tu presencia lleno de alegría se gozó con gozo de Espíritu Santo, estando aun en las entrañas de su madre. Y después, mirándote cuando andabas entre los hombres, con mucha humildad y devoción decía: El amigo del esposo que está con él y lo oye, alégrase con gozo por la voz del esposo.

Pues así, Señor, yo deseo ser inflamado de grandes y sacros deseos, y presentarme a ti de todo corazón.

Por eso, Señor, yo te doy y ofrezco a ti los excesivos gozos de todos los devotos corazones, las vivísimas afecciones, los excesos mentales, las soberanas iluminaciones, las celestiales visiones, con todas las virtudes y loores celebradas y que se pueden celebrar por toda criatura en el cielo y en la tierra, por mí y por todos mis encomendados, para que seas por todos dignamente loado y para siempre glorificado. Señor Dios mío, recibe mis votos y deseos de darte infinito loor y cumplida bendición, los cuales justísimamente te son debidos según la multitud de tu inefable grandeza.

Esto te ofrezco hoy y te deseo ofrecer cada día y cada momento, y convido y ruego con todo mi afecto a todos los espíritus celestiales y a todos tus fieles que te alaben y te den gracias juntamente conmigo.

Alábente, Señor, todos los pueblos, y las generaciones, y lenguas, magnifiquen tu dulcísimo y santo nombre con grande alegría e inflamada devoción. Merezcan, Señor, hallar gracia y misericordia cerca de ti todos los que devotamente celebran tu santísimo sacramento y con entera fe lo reciben; y cuando hubieren gozado de la devoción y unión deseada, y fueren maravillosamente consolados y recreados, y se partieren de la mesa celestial, yo les ruego que se acuerden de mí, pobre pecador.

 

CAPÍTULO XVIII

 

Que no sea el hombre curioso escudriñador del sacramento, sino humilde imitador de Cristo, humillando su sentido a la sagrada fe

 

Mira que te guardes mucho del escudriñar inútil y curiosamente este profundísimo sacramento, si no quieres ser sumido en el abismo de las dudas.

El que es escudriñador de la Majestad, será ofuscado y confundido de la gloria. Más puede obrar Dios que el hombre entender; pero permitida es la piadosa y humilde pesquisa de la verdad, que está siempre aparejada a ser enseñada y estudia de andar pos las sanas sentencias de los Padres.

Bienaventurada la simpleza que deja las cuestiones dificultosas y va por el camino llano y firme de los mandamientos de Dios. Muchos perdieron la devoción queriendo escudriñar cosas altas.

Fe te demandan y buena vida, no alteza de entendimiento ni profundidad de los misterios de Dios. Si no entiendes ni alcanzas las cosas que están debajo de ti, ¿cómo entenderás lo que está sobre ti? Sujétate a Dios y humilla tu seso a la fe, y darte han lumbre de ciencia, según te fuere útil y necesario.

Algunos son gravemente tentados de la fe en el sacramento, y esto no se ha de imputar a ellos, sino al enemigo. No te cures ni disputes con tus pensamientos, ni respondas a las dudas que el diablo te pone. Cree a la palabra de Dios, cree a sus santos profetas, y huirá de ti el enemigo.

Muchas veces aprovecha al siervo de Dios que sufra estas cosas; porque el demonio no tienta a los infieles y pecadores, porque ya los posee seguramente, mas tienta y atormenta en diversas maneras a los fieles y devotos.

Pues anda con sencilla y cierta fe, y llega al sacramento con humilde reverencia, y lo que no puedes entender, encomiéndalo seguramente a Dios todopoderoso.

Dios no te engaña. El que se cree a sí mismo demasiadamente, es engañado. Dios con los sencillos anda, y se descubre a los humildes, y da entendimiento a los pequeños; abre el sentido a los puros pensamientos y esconde la gracia a los curiosos y soberbios.

La razón humana flaca es, y engañarse puede; mas la fe verdadera no puede ser engañada.

Toda razón natural debe seguir a la fe, y no ir delante de ella ni quebrarla. Porque la fe y el amor aquí muestran mucho su excelencia, y obran secretamente en este santísimo y excelentísimo sacramento.

Dios eterno e inmenso y de potencia infinita hace grandes cosas que no se pueden escudriñar en el cielo y en la tierra, y no hay que pesquisar de sus maravillosas obras. Si tales fuesen las obras de Dios que fácilmente por humana razón se pudiesen entender, no se dirían maravillosas ni inefables.

 

 


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