¡Dios te salve María!
 

CAPÍTULO  VIII

 

ALGUNOS  AVISOS ÚTILES SOBRE LA  MEDITACIÓN

 

Conviene,  sobre todo, Fílotea, que, al salir de la  meditación conserves las resoluciones y los  propósitos que hubieres hecho para practicarlos con  diligencia durante el día. Este es el gran fruto de  la meditación, sin el cual, ésta es, con  frecuencia, no sólo inútil sino perjudicial,  porque las virtudes meditadas y no practicadas hinchan y  envalentonan el espíritu, pues nos hacen creer que  somos en realidad, lo que hemos resuelto ser, lo cual es,  ciertamente, verdad cuando las resoluciones son vivas y sólidas; pero no lo son, sino que, al contrario, son  vanas y peligrosas, cuando no se practican. Conviene, pues,  por todos los medios, esforzarse en practicarlas y buscar  las ocasiones de ello, grandes o pequeñas. Por  ejemplo, si he resuelto ganar con la dulzura a los que me  han ofendido, procuraré, durante el día,  encontrarlos, para saludarlos con amabilidad, y, si no puedo encontrarlos, hablaré bien de ellos y los  encomendaré a Dios.

 

 Al  salir de esta oración afectiva, has de tener cuidado  de no sacudir tu corazón, para que no derrame el  bálsamo que la oración ha vertido en  él; quiero decir que hay que guardar, por espacio de  algún tiempo, el silencio y transportar suavemente el  corazón, de la oración a las ocupaciones,  conservando, todo el tiempo que sea posible, el sentimiento  y los afectos concebidos. El hombre que recibe en un  recipiente de hermosa porcelana un licor de mucho precio,  para llevarlo a su casa, anda con mucho tiento, sin mirar a  los lados, sino que ora mira enfrente, para no tropezar  contra alguna piedra, ora el recipiente, para evitar que se  derrame. Lo mismo has de hacer tú, al salir de la  meditación: no te distraigas enseguida, sino mira  sencillamente delante de ti, pero, si encuentras alguno, con  el cual hayas de hablar o al que hayas de escuchar, hazlo, pues no queda otro remedio, pero de manera que tengas  siempre la mirada puesta en tu corazón, para que el  licor de la santa oración no se derrame más de  lo que sea imprescindible.

 

 También  conviene que te acostumbres a saber pasar de la  oración a toda clase de acciones, que tu oficio o  profesión, justa y legítimamente, requieran,  por más que parezcan muy ajenas a los afectos que  hemos concebido en la oración. Por ejemplo: un abogado ha de saber pasar de la oración a los  pleitos; un comerciante, al tráfico; la mujer casada,  a las obligaciones de su estado y a las ocupaciones del  hogar, con tanta dulzura y tranquilidad, que no, por ello,  se turbe su espíritu, pues ambas cosas son  según la voluntad de Dios y en ambas hay que pensar  con espíritu de humildad y devoción.

 

 Te  ocurrirá, alguna vez, que, inmediatamente  después de la preparación, tu afecto se  sentirá en seguida movido hacia Dios. Entonces,  Filotea, conviene darle rienda suelta, sin empeñarte  en querer seguir el método que te he dado; porque, si  bien, por lo regular, la consideración ha de preceder  a los afectos y a las resoluciones, cuando, empero, el  Espíritu Santo te da los afectos antes de la  consideración, no has de detenerte en ésta  quieras o no, pues su fin no es otro que mover los afectos.  En una palabra, siempre que se despierten en ti los afectos,  debes admitirlos y hacerles lugar, ya sea antes ya  después de todas las consideraciones. Y, aunque yo he  puesto los afectos después de todas las  consideraciones, lo he hecho únicamente para distinguir bien las diferentes partes de la oración;  por otra parte, es una regla general que nunca hay que  cohibir los afectos, sino que es menester dejar que se  expansionen los que se presentan. Digo esto no sólo  con respecto a los demás afectos, sino también  con respecto a la acción de gracias, al ofrecimiento  ya la plegaria, que pueden hacerse entre las consideraciones, y que no se han de contener más que  los otros afectos, si bien, después, al terminar la  meditación, conviene repetirlos y continuarlos. Pero,  en cuanto a las resoluciones es menester hacerlas  después de los afectos y al fin de toda la meditación, antes de la conclusión, pues, como  quiera que las resoluciones traen a nuestra  imaginación objetos concretos y de orden familiar,  nos pondrían en el peligro de distraernos, si se  hiciesen en medio de los afectos.

 

 Entre  los afectos y las resoluciones, es bueno emplear el  coloquio, y hablar ora a Dios, ora a los ángeles, ora  a las personas que aparecen en los misterios, a los santos y  a sí mismo, al propio corazón, a los  pecadores, como vemos que lo hizo David en los Salmos, y  otros santos, en sus meditaciones y oraciones.

 

  

CAPÍTULO  IX

 

DE LAS  SEQUEDADES QUE NOS VIENEN EN LA  MEDITACIÓN

 

Filotea,  si te acontece que no encuentras gusto ni consuelo en la  meditación, te conjuro que no te turbes, sino que,  antes bien, abras la puerta a las oraciones vocales:  quéjate de ti misma a Nuestro Señor; confiesa  tu indignidad, pídele que te ayude, besa su imagen,  si la tienes en la mano, dile estas palabras de Jacob:  «No, Señor, no te dejaré, si antes no me  das tu bendición»; o las de la Cananea:  «Sí, Señor, soy un perro.. pero los  perros comen las migajas de la mesa de sus  dueños». Otra vez, toma un libro en la mano y  léelo con atención, hasta que tu  espíritu se despierte y vuelva en sí:  estimula, alguna vez tu corazón mediante alguna  actitud o movimiento de devoción exterior, como  postrarte en tierra, juntar las manos sobre el pecho,  abrazar el crucifijo: todo ello si estás en  algún lugar a solas.

 

 Y,  si después de todo esto, todavía no te sientes  consolada, por grande que sea tu sequedad, no te aflijas,  sino sigue en devota actitud, delante de Dios.  ¡Cuántos cortesanos hay, que van cien veces al  año a la cámara de su príncipe, sin  ninguna esperanza de hablarle, únicamente para ser  vistos y rendirle homenaje! De esta manera, amada Filotea,  hemos de ir a la oración, pura y simplemente para  cumplir con nuestro deber y dar testimonio de nuestra  fidelidad. Y, si la divina Majestad se digna hablarnos y  conversar con nosotros con sus santas inspiraciones y  consuelos interiores, esto será ciertamente, para nosotros, un gran honor y motivo de gran gozo, pero, si no  quiere hacernos esta gracia, sino que quiere dejarnos  allí, sin decirnos palabra, como si no nos viese o no  estuviésemos en su presencia, no nos hemos de  retirar, sino, que al contrario, hemos de permanecer  allí, delante de esta soberana bondad, en actitud  devota y tranquila; y entonces, infaliblemente, Él se complacerá en nuestra paciencia y tendrá en  cuenta nuestra asiduidad y perseverancia, y, otra vez,  cuando volvamos a su presencia, nos hará mercedes y  conversará con nosotros con sus consolaciones,  haciéndonos ver la amenidad de la santa oración. Pero, si no lo hace, estemos, empero,  contentos, Filotea, pues harto honor es estar cerca de  Él y en su presencia.

 

  

CAPÍTULO  X

 

LA  ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

Además  de esta oración mental perfecta y ordenada y de las  demás oraciones vocales que has de rezar una vez al  día, hay otras cinco clases de oraciones más  breves, que son como efectos y renuevos de la otra  oración más completa; de las cuales la primera  es la que se hace por la mañana, como una  preparación general para todas las obras del  día. Las harás de esta manera:

 

 1.  Da gracias y adora profundamente a Dios por la merced que te  ha hecho de haberte conservado durante la noche anterior; y,  si hubieses cometido algún pecado, le pedirás  perdón.

 

 2.  Considera que el presente día se te ha dado para que,  durante el mismo puedas ganar el día venidero de la  eternidad, y haz el firme propósito de emplearlo con  esta intención.

 

 3.  Prevé qué ocupaciones, qué tratos y  qué ocasiones puedes encontrar, en este día de  servir a Dios, y qué tentaciones de ofenderle pueden  sobrevenir, a causa de la ira, de la vanidad o de cualquier  otro desorden; y, con una santa resolución, prepárate para emplear bien los recursos que se te  ofrezcan de servir a Dios y de progresar en el camino de la  devoción; y, al contrario, disponte bien para evitar,  combatir o vencer lo que pueda presentarse contrario a tu  salvación y a la gloria de Dios. Y no basta hacer  esta resolución, sino que es menester preparar la  manera de ejecutarla. Por ejemplo, si preveo que  tendré que tratar alguna cosa con una persona  apasionada o irascible, no sólo propondré no  dejarme llevar hasta el trance de ofenderla, sino que  procuraré tener preparadas palabras de amabilidad  para prevenirla, o procuraré que esté presente  alguna otra persona, que pueda contenerla. Si preveo que  podré visitar un enfermo, dispondré la hora y  los consuelos pertinentes que he de darle; y así de  todas las demás cosas.

 

 4.  Hecho esto, humíllate delante de Dios y reconoce que,  por ti misma, no podrás hacer nada de lo que has  resuelto, ya sea para evitar el mal, ya sea para practicar  el bien. Y, como si tuvieses el corazón en las manos,  ofrécelo, con todas tus buenas resoluciones, a la  divina Majestad y suplícale que lo tome bajo su  protección y que lo robustezca, para que salga airoso  en su servicio, con estas o semejantes palabras interiores:  «Señor, he aquí este pobre y miserable  corazón que, por tu bondad, ha concebido muchos y muy  buenos deseos. Pero, ¡ay!, es demasiado débil e  infeliz para realizar el bien que desea, si no le otorgas tu  celestial bendición, la cual, con este fin, yo te  pido, ¡oh Padre de bondad!, por los méritos de  la pasión de tu Hijo, a cuyo honor consagro este  día y el resto de mi vida». Invoca a Nuestra  Señora, a tu Ángel de la Guarda y a los  Santos, para que te ayuden con su asistencia.

 

 Mas  estos actos, si es posible, se han de hacer breve y  fervorosamente, antes de salir de la habitación, a  fin de que, con este ejercicio, quede ya rociado con las  bendiciones de Dios, todo cuanto hagas durante el  día. Lo que te ruego, Filotea, es que jamás  dejes este ejercicio.

 

 

CAPÍTULO  XI

 

DE LA  ORACIÓN DE LA NOCHE Y DEL EXAMEN DE  CONCIENCIA

 

Así  como antes de la comida temporal, haces la comida  espiritual, por medio de la meditación, de la misma  manera, antes de la cena, has de hacer una breve cena o, al  menos, una colación, devota y espiritual. Procura,  pues, tener un rato libre antes de la hora de cenar, y,  postrado delante de Dios, recogiendo tu espíritu en  la presencia de Cristo crucificado (que te representarás con una sencilla consideración o  mirada interior), aviva en tu corazón el fuego de la  meditación de la mañana, con algunas  fervorosas aspiraciones, actos de humildad y amorosos  suspiros inspirados en este divino Salvador de tu alma, o bien repitiendo los puntos que más hayas saboreado en  dicha meditación, o bien excitándote con  alguna otra consideración, como más te plazca.

 

 En  cuanto al examen de conciencia, que siempre has de hacer  antes de acostarte, todos sabemos cómo se ha de  practicar.

 

 1.  Demos gracias a Dios por habernos conservado durante el  día.

 

 2.  Examinemos cómo nos hemos portado en cada hora, y,  para hacerlo con mayor facilidad, consideremos dónde,  con quiénes y en qué ocupaciones nos hemos  empleado.

 

 3.  Si descubrimos que hemos hecho alguna obra buena, demos  gracias a Dios; si, al contrario, hemos hecho algún  mal, de pensamiento, palabra u obra, pidamos perdón a  su divina Majestad, con el propósito de confesarnos,  en la primera ocasión, y de enmendarnos con  diligencia.

 

 4.  Después de esto, encomendemos a la Providencia divina  nuestro cuerpo, nuestra alma, la Iglesia, los padres, los  amigos; pidamos a Nuestra Señora, al Ángel de  la Guarda y a los santos, que velen por nosotros, y, con la  bendición de Dios, vayamos a tomar el descanso, que  Él ha querido que nos sea necesario.

 

 Este  ejercicio, lo mismo que el de la mañana, nunca se ha  de omitir; porque, con el de la mañana, abres las  ventanas de tu alma al Sol de justicia, y, con el de la  noche, las cierras a las tinieblas del infierno.

 

  

CAPÍTULO  XII

 

EL RETIRO  ESPIRITUAL

 

En  este punto, amada Filotea, es donde deseo que sigas mi  consejo; porque es aquí donde se encuentra uno de los  recursos más seguros para tu aprovechamiento  espiritual.

 

 Pon,  cuantas veces puedas, durante el día, tu  espíritu en la presencia de Dios, por alguna de las  cuatro maneras más arriba indicadas; considera lo que  hace Dios y lo que haces tú, y verás  cómo sus ojos te miran y están perpetuamente  fijos en ti, con un amor incomparable. i Oh Dios!,  dirás, ¿por qué no te miro yo siempre  como Tú me miras a mí? ¿Por qué  piensas en mí con tanta frecuencia, y yo pienso tan  poco en Ti? ¿ Dónde estamos, alma mía?  Nuestra verdadera morada es Dios, y ¿dónde nos encontramos?

 

 Así  como los pájaros tienen sus nidos en los  árboles, para retirarse a ellos cuando tienen  necesidad, y los ciervos sus escondrijos y sus defensas,  donde se ocultan y se amparan y donde toman el fresco de la  sombra en el verano, de la misma manera, Filotea, nuestros  corazones han de escoger, cada día, algún  lugar, en la cima del Calvario, en las llagas de Nuestro Señor o en cualquiera otro sitio cercano a Él,  donde guarecernos en toda clase de ocasiones, donde  rehacernos y recrearnos en medio de las ocupaciones  exteriores, y para estar allí, como en una fortaleza,  para defendernos contra las tentaciones. Bienaventurada el  alma que podrá decir con verdad al Señor:  «Tú eres mi casa de refugio, mi firme defensa,  mi techo contra la lluvia, mi sombra contra el calor».

 

 Acuérdate,  pues, Filotea, de hacer siempre muchos retiros en la soledad  de tu corazón, mientras corporalmente te encuentras  en medio de las conversaciones y quehaceres, y esta soledad  mental no puede ser, en manera alguna, impedida por la  multitud de los que nos rodean, porque ellos no están  alrededor de tu corazón, sino alrededor de tu cuerpo,  de tal manera que tu corazón permanece solo en la  presencia de Dios. Es el ejercicio que practicaba David, en  medio de sus muchas ocupaciones, según lo afirma en  muchos pasajes de sus salmos, como cuando dice: « i Oh  Señor!, yo siempre estoy contigo. Veo siempre a mi  Dios delante de mí. Levanto mis ojos a Tí,  ¡ oh Dios mío!, que habitas en los cielos. Mis  ojos siempre están puestos en Dios».  Además, las conversaciones no son ordinariamente tan  importantes, que no sea posible, de cuando en cuando,  apartar de ellas el corazón, para ponerlo en esta  divina soledad.

 

 A  Santa Catalina de Sena, a quien su padre y su madre  habían privado de toda comodidad y ocasión  para poder orar y meditar, inspirándole Nuestro  Señor que hiciese un pequeño oratorio en su  espíritu, al cual pudiese retirarse mentalmente, para  entregarse a esta santa soledad espiritual, en medio de las  ocupaciones exteriores. Y, desde entonces, cuando el mundo la acometía, no recibía de ello ninguna  molestia, porque, como ella misma decía, se encerraba  en su celda interior, donde se consolaba con su celestial  esposo.

 

 Así,  aconsejaba a sus hijos espirituales que edificasen una celda  en su corazón y que se retirasen a ella.

 

 Encierra,  pues, algunas veces tu espíritu en tu corazón,  donde, separada de todos, pueda tu alma comunicarse  íntimamente con Dios, para decirle con David:  «He estado en vela y me he hecho semejante al  pelícano del desierto. Estoy como el búho o la  lechuza en las hendiduras de la pared o como el ave  solitaria en la techumbre». Estas palabras, aparte de  su sentido literal (que demuestra cómo este gran rey  se tomaba algunas horas para vivir en la soledad y  entregarse a la contemplación de las cosas  espirituales), nos muestran, en su sentido místico,  tres excelentes lugares de retiro y como tres ermitas, donde podamos ejercitar nuestra soledad, a imitación de  nuestro Salvador, que, en la cima del Calvario, fue como el  pelícano de la soledad, que con su sangre da vida a  sus polluelos muertos; en su Natividad en un establo  abandonado, fue como el búho en las hendiduras de la  pared, lamentando y doliéndose de nuestras culpas y  pecados, y, el día de la Ascensión, fue como  el ave solitaria que se retira y vuela hacia el cielo que es  como el techo del mundo. El bienaventurado EIzeario, conde  de Arián, en Provenza, habiendo estado mucho tiempo  ausente de su devota y casta Delfina, recibió de ella  un propio, que fue a enterarse de su salud, al cual  respondió: «Me encuentro muy bien, amada esposa;  si quieres verme, búscame en la llaga del costado de nuestro dulce Jesús, pues es allí donde yo  habito y allí me encontrarás; en balde me  buscarás en otra parte». ¡He aquí un caballero cristiano de verdad!

 

  

CAPÍTULO  XIII

 

DE LAS  ASPIRACIONES, ORACIONES, JACULATORIAS Y BUENOS  PENSAMIENTOS

 

Nos  retiramos en Dios porque aspiramos a Él, y aspiramos  a Él para retirarnos en Él, de manera que la  aspiración a Dios y el retiro espiritual son dos  cosas que se completan mutuamente y ambas proceden y nacen  de los buenos pensamientos. Levanta, pues, con frecuencia el  corazón a Dios, Filotea, con breves pero ardientes  suspiros de tu alma. Admira su belleza, invoca su auxilio,  arrójate, en espíritu, al pie de la cruz,  adora su bondad, pregúntale, con frecuencia, sobre tu  salvación, ofrécele, mil veces al día,  tu alma, fija tus ojos interiores en su dulzura,  alárgale la mano, como un niño pequeño  a su padre, para que te conduzca, ponlo sobre tu  corazón, como un ramo delicioso, plántalo en  tu alma, como una bandera, y mueve de mil diversas maneras  tu corazón, para entrar en el amor de Dios y excitar  en ti una apasionada y tierna estimación a este  divino esposo.

 

 Así  se hacen las oraciones jaculatorias, que el gran San  Agustín, aconseja con tanto encarecimiento a la  devota dama Proba. Filotea, nuestro espíritu,  entregándose al trato, a la intimidad y a la  familiaridad con Dios, quedará todo él  perfumado de sus perfecciones; y, ciertamente, este  ejercicio no es difícil, porque puede entrelazarse  con todos los quehaceres y ocupaciones, sin estorbarlas en  manera alguna, porque, ya en el retiro espiritual, ya en  estas aspiraciones interiores, no se hacen más que  pequeñas y breves digresiones, que, no impiden, sino  que ayudan mucho a lograr lo que pretendemos. El caminante  que bebe un sorbo de vino, para alegrar su corazón y  refrescar su boca, aunque para ello se detiene unos momentos, no interrumpe el viaje, sino que toma fuerzas para  llegar más pronto y con más alientos, no  deteniéndose sino para andar mejor.

 

 Muchos  han reunido varias aspiraciones vocales, que,  verdaderamente, son muy útiles; pero, si quieres  creerme, no te sujetes a ninguna clase de palabras, sino  pronuncia, con el corazón o con los labios, las que  el amor te dicte, ya que él te inspirará todas  cuantas quieras. Es verdad que hay ciertas palabras que, en  este punto, tienen una fuerza especial para satisfacer al corazón-, tales son las aspiraciones tan  abundantemente sembradas en los salmos de David, las  diversas invocaciones del nombre de Jesús y las  expresiones amorosas escritas en el Cantar de los Cantares.  Los cánticos espirituales también sirven para  este fin, con tal que se canten con atención.

 

 Finalmente,  así como los que están enamorados con un amor  puramente humano y natural, tienen siempre fijos sus pensamientos en el ser querido, su corazón lleno de  afectos para con él, su boca llena de sus alabanzas  y, durante su ausencia, no pierden coyuntura de manifestar  su amor por cartas, y no encuentran árbol en cuya  corteza no graben el nombre del ser amado; de la misma  manera, los que aman a Dios no pueden dejar de pensar en  Él, suspirar por Él, aspirar a Él,  hablar de Él, y querrían, si posible fuese,  imprimir sobre el pecho de todas las personas del mundo el  santo y sagrado nombre de Jesús. Y a esto les invitan  todas las cosas, y no hay criatura que no les anuncie las  alabanzas de su amado, y, como dice San Agustín,  sacándolo de San Antonio, todo cuanto hay en el mundo  les habla un lenguaje mudo, pero muy inteligible, en alabanza de su amor; todas las cosas les inspiran buenos  pensamientos, de los cuales nacen, después, muchos  movimientos y aspiraciones hacia Dios. He aquí  algunos ejemplos.

 

 San  Gregorio, obispo de Nacianzo, según refería  él mismo a los fieles, mientras paseaba por la playa  miraba cómo las olas se extendían sobre la  arena y cómo dejaban conchas y caracoles marinos,  hierbas pequeñas, ostras y otras parecidas menudencias, que el mar echaba, o, por mejor decir,  escupía hacia fuera; después, otras olas  volvían a engullir y a coger de nuevo una parte de  aquello, mientras que las rocas de aquellos contornos  permanecían firmes e inmóviles, por más  que las aguas las azotasen fuertemente. Pues bien, acerca de  esto tuvo este hermoso pensamiento, a saber, que los  débiles, imitando a las conchas, a los caracoles y a  las hierbas, ora se dejan llevar de la aflicción, ora  de la consolación, hechos juguete de las olas y del  vaivén de la fortuna, mientras que las almas fuertes  permanecen firmes e inmóviles a toda clase de  vientos, y estos pensamientos le hicieron repetir estas  aspiraciones de David: « ¡ Oh Señor,  sálvame, porque las aguas han entrado hasta mi alma!  ¡ Oh Señor, líbrame del abismo de las  aguas! Me he hundido hasta lo más profundo del mar y  la tempestad me ha sumergido». Y es que entonces estaba  afligido por la injusta usurpación que de su obispado  había intentado Máximo.

 

 San  Fulgencio obispo de Ruspa, encontrándose en una  asamblea general de la nobleza romana, a la que Teodorico,  rey de los godos, arengaba, al ver el esplendor de tantos  magnates, cada uno de los cuales asistía según  su categoría, exclamó: « ¡ Oh Dios,  qué hermosa debe ser la Jerusalén celestial,  si acá abajo aparece tan brillante la Roma terrenal!  Y, si, en este mundo, andan en medio de tantos esplendores  los amadores de la vanidad, ¡qué gloria debe  estar reservada, en el otro mundo, a los contempladores de  la verdad!».

 

 Se  dice que San Anselmo, arzobispo de Canterbery, cuyo  nacimiento ha honrado en gran manera a nuestras  montañas, era admirable en esta práctica de  los buenos pensamientos. Una liebre acosada por los perros  corrió a refugiarse bajo el caballo de este santo  prelado, que entonces iba de viaje, como a un refugio que le  sugirió el inminente peligro de muerte; y los perros,  ladrando alrededor, no se atrevían a violar la  inmunidad del lugar, donde su presa se había  refugiado; espectáculo verdaderamente extraordinario,  que causaba risa a toda la comitiva, mientras el gran  Anselmo, llorando y gimiendo, decía: « i Ah!,  vosotros reís, pero el pobre animal no ríe;  los enemigos del alma, perseguida y extraviada por los  senderos tortuosos de toda clase de vicios, la acechaban en  el trance de la muerte, para arrebatarla y devorarla, y  ella, llena de miedo, busca por todas partes auxilio y  refugio, y, si no lo encuentra, sus enemigos se burlan y se  ríen». Y, dicho esto, se alejó  suspirando.

 

 Constantino  el Grande honró a San Antonio, escribiéndole,  cosa que dejó admirados a los religiosos que estaban  a su alrededor, a los cuales dijo: « ¿ Por  qué os admiráis de que un rey escriba a un  hombre? Admirad más bien que el Dios eterno haya  escrito su ley a los mortales, y más aún que  les haya hablado de tú a tú, en la persona de  su Hijo».

 

 San  Francisco al ver a una oveja sola, en medio de un  rebaño de cabras: «Mira -dijo a su  compañero-, qué mansa está esta ovejita  entre todas las cabras: También Nuestro Señor  andaba manso y humilde entre los fariseos». Y, al ver,  en otra, ocasión, a un corderito devorado por un  cerdo: « i Ah, corderito-exclamó-, cómo  me recuerdas al vivo la muerte de mi Salvador!»

 

 Este  gran personaje de nuestros tiempos, Francisco de Borja,  cuando todavía era duque de Gandía e iba de  caza, se entretenía en mil devotos pensamientos:  «Me maravillaba -decía después él  mismo-, de cómo los halcones vuelven a la mano, se  dejan tapar los ojos y atar a la percha, y los hombres son  tan rebeldes a la voz de Dios».

 

 El  gran San Basilio dice que la rosa entre las espinas sugiere  esta reflexión a los hombres: «Lo más  agradable de este mundo, ¡oh mortales!, anda mezclado  de tristeza; nada hay que sea enteramente puro: el dolor  siempre acompaña a la alegría, la viudez al  matrimonio, el trabajo a la fertilidad, la ignominia a la  gloria, la injuria a los honores, el tedio a las delicias y  la enfermedad a la salud. La rosa-dice este personaje-, es  una flor, pero me causa una gran tristeza, porque me  recuerda el pecado, por el cual la tierra ha sido condenada  a producir espinas».

 

 Una  alma devota, al ver un riachuelo y al contemplar en  él el cielo reflejado con sus estrellas, en una noche  serena, decía: « ¡ Oh, Dios mío!,  estas mismas estrellas estarán bajo tus pies, cuando  me hayas recibido en tus santos tabernáculos; y,  así como las estrellas se reflejaban en la tierra,  así también los hombres de la tierra  están reflejados en el cielo, en la fuente viva de la  caridad divina».

 

 Otro,  al ver la corriente de un río, exclamaba: «Mi  alma jamás tendrá reposo hasta que se haya  abismado en el mar de la Divinidad, que es su origen».  Y San Francisco, mientras contemplaba un hermoso riachuelo,  en cuya orilla se había arrodillado, para orar, fue  arrebatado en éxtasis y repetía muchas veces  estas palabras: «La gracia de mi Dios se desliza dulce  y suavemente como este pequeño riachuelo».

 

 Otro,  al ver cómo florecían los árboles,  suspiraba: « ¿ Por qué soy yo el  único que no florezco en el jardín de la  Iglesia?» Otro, al ver los polluelos cobijados bajo su  madre: « ¡ Oh Señor! -decía-,  guárdanos bajo la sombra de tus alas». Otro, al  ver el girasol, preguntaba. «¿Cuándo  será, mi Dios, que mi alma seguirá los  atractivos de tu bondad?» Y, al contemplar los pensamientos del jardín, hermosos a la vista, pero  sin perfume, decía: « ¡ Ah! así son  mis pensamientos, hermosos en la forma, pero sin  fruto».

 

 He  aquí, mi Filotea, cómo se sacan los buenos  pensamientos y las santas inspiraciones de ;as cosas que se  nos ofrecen, en medio de la variedad de esta vida mortal.  Desgraciados los que alejan a las criaturas del Creador,  para convertirlas en instrumento de pecado; bienaventurados  los que se sirven de ellas para la gloria de su Creador y  hacen que su vanidad redunde en honor de la verdad.  «Ciertamente -dice San Gregorio Nacianzeno-, me he  acostumbrado a referir todas las cosas a mi provecho  espiritual». Lee el epitafio que escribió San  Jerónimo acerca de Santa Paula, porque es bella cosa  ver cómo todo él está lleno de santas  inspiraciones y pensamientos que ella hacía en todas  las ocasiones.

 

 Pues  bien, en este ejercicio del retiro espiritual y de las  oraciones jaculatorias estriba la gran obra de la  devoción. Este ejercicio puede suplir el defecto de  todas las demás oraciones, pero su falta no puede ser  reparada por ningún otro medio. Sin él, no se  puede practicar bien la vida contemplativa, ni tampoco, cual  conviene, la vida activa; sin él, el descanso es ociosidad, y el trabajo, estorbo. Por esta causa te  recomiendo muy encarecidamente que lo abraces con todo el  corazón, sin apartarte jamás de él.

 

  

CAPÍTULO  XIV

 

DE LA SANTA  MISA Y CÓMO SE HA DE  OÍR

 

1.  Todavía no te he hablado del sol de las  prácticas espírituales, que es el  santísimo, sagrado y muy excelso sacrificio y sacramento de la Misa, centro de la religión  cristiana, corazón de la devoción, alma de la  piedad, misterio inefable, que comprende el abismo de la  caridad divina, y por el cual Dios, uniéndose  realmente a nosotros, nos comunica magníficamente sus  gracias y favores.

 

 2.  La oración, hecha en unión de este divino  sacrificio, tiene una fuerza indecible, de suerte, Filotea,  que, por él, el alma abunda en celestiales favores,  porque se apoya en su Amado, el cual la llena tanto de  perfumes y suavidades espirituales, que la hace semejante a  una columna de humo de leña aromática, de  mirra, de incienso y de todas las esencias olorosas, como se dice en el Cantar de los Cantares.

 

 3.  Haz, pues, todos los esfuerzos posibles, para asistir todos  los días a la santa Misa, con el fin de ofrecer.. con  el sacerdote, el sacrificio de tu Redentor a Dios, su Padre,  por ti y por toda la Iglesia. Los ángeles, como dice  San Juan Crisóstomo, siempre están allí  presentes, en gran número, para honrar este santo  misterio; y nosotros, juntándonos a ellos y con la  misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas  influencias favorables de esta compañía. Los  coros de la Iglesia militante, se unen y se juntan con  Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en  Él, con Él y por Él, el corazón  de Dios Padre, y para hacer enteramente nuestra su  misericordia. ¡ Qué dicha para el alma aportar  devotamente sus afectos para un bien tan precioso y  deseable!

 

 4.  Si forzosamente obligada, no puedes asistir a la  celebración de este augusto sacrificio, con una  presencia real, es menester que, a lo menos' lleves  allí tu corazón, para asistir de una manera  espiritual. A cualquiera hora de la mañana ve a la iglesia en espíritu, si no puedes ir de otra manera;  une tu intención a la de todos los cristianos, y, en  el lugar donde te encuentres, haz los mismos actos  interiores que harías, si estuvieses realmente  presente a la celebración de la santa Misa en alguna  iglesia.

 

 5.  Ahora bien, para oír, real o mentalmente, la santa  Misa, cual conviene: 1.º Desde que llegas, hasta que el  sacerdote ha subido al altar, haz la preparación  juntamente con él, la cual consiste en ponerte en la  presencia de Dios, en reconocer tu indignidad y en pedir  perdón por tus pecados, 2º Desde que el  sacerdote sube al altar hasta el Evangelio, considera la  venida y la vida de Nuestro Señor en este mundo, con  una sencilla y general consideración. 3º Desde  el Evangelio hasta después del Credo, considera la  predicación de nuestro Salvador, promete querer vivir  y morir en la fe y en la obediencia de su santa palabra y en  la unión de la santa Iglesia católica. 4º  Desde el Credo hasta el Pater Noster, aplica tu  corazón a los misterios de la muerte y pasión  de nuestro Redentor, que están actual y esencialmente  representados en este sacrificio, el cual, juntamente con el  sacerdote y el pueblo, ofrecerás a Dios Padre, por su  honor y por tu salvación. 5º Desde el Pater  Noster hasta la comunión, esfuérzate en hacer  brotar de tu corazón mil deseos, anhelando  ardientemente por estar para siempre abrazada y unida a  nuestro Salvador con un amor eterno. 6º Desde la  comunión hasta el fin, da gracias a su divina  Majestad por su pasión y por el amor que te  manifiesta en este santo sacrificio, conjurándole por  éste, que siempre te sea propicio, lo mismo a ti que  a tus padres, a tus amigos y a toda la Iglesia, y,  humillándote con todo tu corazón recibe  devotamente la bendición divina que Nuestro  Señor te da por conducto del celebrante.

 

 Pero,  si, durante la Misa, quieres meditar los misterios que hayas  escogido para considerar cada día, no será  necesario que te distraigas en hacer actos particulares,  sino que bastará que, al comienzo, dirijas tu  intención a querer adorar a Dios y ofrecerle este  sacrificio por el ejercicio de tu meditación u  oración, pues en toda meditación se encuentran  estos mismos actos o expresa, o tácita o  virtualmente.

 

  

CAPÍTULO  XV

 

DE OTROS  EJERCICIOS PÚBLICOS Y EN  COMÚN

 

Además  de esto, Filotea, los domingos y días de fiesta,  asistirás al oficio de las Horas y de las  Vísperas, si puedes buenamente; porque estos  días están dedicados a Dios, y han de hacerse  más actos en honor y gloria suya, que los  demás días. Si así lo hicieres,  sentirás mil dulzuras de devoción, como le  ocurría a San Agustín, el cual afirma en sus  confesiones que, al oír los divinos oficios, en los  comienzos de su conversión, se derretía su  corazón de suavidad y se arrasaban sus ojos de  lágrimas de piedad. Aparte (para decirlo de una vez  por todas) de que se siente más consuelo en los  ejercicios públicos de la Iglesia, que en los actos  particulares, pues Dios ha dispuesto que la comunidad sea  preferible a cualesquiera singularidades.

 

 Entra  de buen grado en las cofradías del lugar donde  resides, especialmente en aquellas cuyos ejercicios producen  más fruto de edificación; porque, en esto,  practicarás una especie de obediencia muy agradable a  Dios, pues si bien no está mandado el ingreso en las  cofradías, no obstante está muy recomendado  por la Iglesia, la cual, para demostrar que es su deseo el  que muchos se alisten en ellas, concede indulgencias y otros  privilegios a los cofrades. Además, siempre es cosa  muy caritativa concurrir y cooperar a los buenos intentos de  otros. Y, aunque pueda darse el caso de que alguno haga, en  particular, los mismos actos de piedad que, en las  cofradías, se hacen en común, y aunque  encuentre más gusto en hacerlos privadamente, Dios,  empero, es más glorificado en la unión de  nuestras buenas obras con las de nuestros hermanos.

 

 Lo  mismo digo de toda clase de preces y devociones  públicas, a las cuales, en la medida de lo posible,  hemos de aportar nuestro buen ejemplo, para la  edificación del prójimo, y nuestro celo por la  gloria de Dios y por las intenciones de la comunidad.

 

  

CAPÍTULO  XVI

 

QUE ES  MENESTER HONRAR E INVOCAR A LOS  SANTOS

 

Puesto  que, con mucha frecuencia, nos envía Dios sus  inspiraciones, por medio de sus ángeles,  también nosotros hemos de hacer llegar a Él  nuestras aspiraciones por el mismo camino. Las almas santas  de los difuntos, que están en el paraíso con  los ángeles, y que, como dice Nuestro Señor,  son iguales y semejantes a los ángeles,  desempeñan el mismo oficio: el de inspirarnos y el de  suspirar por nosotros con sus santas oraciones. Filotea,  unamos nuestros corazones a estos celestiales espíritus y almas bienaventuradas, y, así como  los pequeños ruiseñores aprenden a cantar de  los que son mayores, de la misma manera, por la sagrada  amistad que entablaremos con los santos, sabremos orar y  cantar mejor las divinas alabanzas: «Cantaré  salmos -decía David-en presencia de los  ángeles>.

 

 Honra,  venera y reverencia, de un modo especial, a la sagrada y  gloriosa Virgen María: ella es la Madre de nuestro  Padre, que está en los cielos y, por consiguiente, es  nuestra gran Madre. Acudamos, pues, a ella y, como hijitos  suyos, lancémonos a su regazo con una perfecta  confianza; en todo momento y en todas las ocasiones,  acudamos a esta Madre, invoquemos su amor maternal,  procuremos imitar sus virtudes y tengamos para con ella un  verdadero corazón de hijo.

 

 Familiarízate  mucho con los ángeles; contémplalos con  frecuencia, invisiblemente presentes en tu vida, y, sobre  todo, estima y venera el de la diócesis a la cual  perteneces, a los de las personas con quienes convives, y,  especialmente, al tuyo; suplícales con frecuencia,  alábales siempre y sírvete de su ayuda y  auxilio en todos los negocios, espirituales y temporales,  para que cooperen a tus intenciones .

 

 El  gran Pedro Fabro, primer sacerdote, primer predicador,  primer lector de teología de la  Compañía de Jesús y primer compañero de San Ignacio, fundador de la misma, al  regresar de Alemanía, donde había prestado  grandes servicios a la gloria de Nuestro Señor,  pasó por esta diócesis, lugar de su  nacimiento, y contó que, habiendo atravesado muchas  regiones de herejes, había recibido mil consuelos,  por haber saludado, al llegar a cada parroquia, a sus  ángeles protectores, y había experimentado  sensiblemente que éstos le habían sido  propicios, en su defensa contra las asechanzas de los  herejes y le habían ayudado a amansar a muchas almas  y a hacerles dóciles a la doctrina de  salvación. Y decía esto con tanto entusiasmo, que una señora, entonces joven, que se lo oyó  referir, le explicaba hace sólo cuatro años,  es decir, sesenta años después, muy emocionada. El año pasado, tuve el consuelo de  consagrar un altar en el mismo lugar donde Dios hizo nacer a  este santo varón, en el pueblo de Villaret, dentro de  nuestras más escarpadas montañas.

 

 Elige  algunos santos particulares, cuya vida puedas saborear e  imitar mejor, y en cuya intercesión tengas una  especial confianza; el santo de tu nombre te ha sido  señalado ya desde el Bautismo.

 

  

CAPITULO  XVII

 

COMO SE HA  DE ESCUCHAR Y LEER LA PALABRA DE  DIOS

 

Seas  devota de la palabra de Dios. Tanto si la escuchas en las  conversaciones familiares con tus amigos espirituales, como  si la escuchas en el sermón, hazlo siempre con  atención y reverencia; saca de ella provecho, y no  permitas que caiga en tierra, sino recíbela en tu  corazón, como un bálsamo precioso, a  imitación de la Santísima Virgen, que guardaba  cuidadosamente en el suyo todas las palabras que se  decían en alabanza de su Hijo. Y recuerda que Nuestro  Señor recoge las palabras que nosotros le dirigimos  en nuestras plegarias, a proporción de como nosotros  recogemos las que Él nos dice por medio de la predicación.

 

 Ten  siempre cerca de ti, algún libro de devoción,  como lo son los de San Buenaventura, Gerson, Dionisio,  Cartusiano, Luis de Blo,is, Granada, Estella, Arias,  Pinelli, La Puente, Ávila, el Combate espiritual, las  Confesiones de San Agustín, las cartas de San  Jerónimo, y otros semejantes; y cada día lee  un fragmento, con gran devoción, como si leyeses  cartas enviadas a ti por los santos, desde el cielo, para  enseñarte el camino y alentarte a llegar a él.

 

 Lee  también las historias y las vidas de los santos, en  las cuales, como en un espejo, contemplarás la imagen  de la vida cristiana, y ajusta sus actos a tu  aprovechamiento, según tu profesión. Porque,  aunque muchos actos de los santos no son absolutamente  imitables por los que viven en medio del mundo, todos,  empero, pueden ser seguidos de cerca o de lejos. La soledad  de San Pablo, primer ermitaño, puede ser imitada en  tus retiros espirituales o reales, de los cuales hablaremos  y hemos tratado más arriba; la extremada pobreza de  San Francisco puede ser imitada mediante las  prácticas de pobreza que indicaremos después,  y así de las demás virtudes. Es verdad que hay  ciertas historias que dan más luz que otras, para la dirección de nuestra conducta, como la vida de Santa  Teresa de Jesús, la cual es admirable en este  aspecto; las vidas de los primeros jesuitas, la de San  Carlos Borromeo, arzobispo de Milán; la de San Luis,  la de San Bernardo, las Crónicas de San Francisco, y  otras semejantes. Otras hay, en las cuales se encuentra  más materia de admiración que de  imitación, como la de Santa María Egipciaca,  la de San Simeón Estilita, las de las dos santas  Catalinas, de Sena y de Génova, de Santa Agueda, y otras por el estilo, que no dejan, no obstante, de producir,  en general, un grato gusto de santo amor de Dios.

 

  

CAPÍTULO  XVIII

 

COMO SE HAN  DE RECIBIR LAS INSPIRACIONES

 

Entendemos  por inspiraciones todos los atractivos, movimientos,  reconvenciones y remordimientos interiores, luces y conocimientos que recibimos de Dios, el cual previene  nuestro corazón con sus bendiciones, con cuidado y  amor paternal, para despertarnos, excitarnos, empujarnos y  atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a los  buenos propósitos, en una palabra, a todo lo que nos  encamina hacia nuestro bien eterno. Es lo que el Esposo  entiende por llamar a la puerta y hablar al corazón  de la Esposa, despertarla cuando duerme, llamarla y  reclamarla cuando está ausente, invitarla a gustar la  miel y a coger las manzanas y las flores de su jardín  y a cantar y hacer resonar su dulce voz en sus oídos.

 

 Para  ajustar perfectamente un casamiento, se requieren tres actos  de parte de la doncella que quiere casarse: porque, primeramente, se le propone el partido; en segundo lugar  acepta la propuesta, y finalmente, consiente. Asimismo,  Dios, cuando quiere hacer en nosotros, por nosotros y con  nosotros un acto de gran caridad, primero nos lo propone por  medio de sus inspiraciones; después nosotros lo  aceptamos, y, por último, consentimos en él;  porque, así como para descender hasta el pecado, hay  que pasar por tres grados; la tentación, la  delectación y el consentimiento, de la misma manera,  hay tres para subir hasta la virtud: la inspiración,  que es contraria a la tentación; la  delectación en la inspiración, que es  contraria al deleite en la tentación, y el  consentimiento en la inspiración, que es contrario al  consentimiento en la tentación.

 

 Aunque  la inspiración se prolongase durante todo el tiempo  de nuestra vida no seríamos, sin embargo, agradables  a Dios, si no nos deleitásemos en ella; al contrario:  su divina Majestad ::>e ofendería, como se  ofendió contra los israelitas, con los cuales, como  Él mismo nos lo dice, estuvo por espacio de cuarenta  años exhortándoles a que se convirtiesen, sin  que jamás hubiesen querido saber nada de ello, por lo  que juró, en su ira, que no entrarían en el  lugar de su reposo. Así, el galán que hubiese estado, durante mucho tiempo, haciendo la corte a una  doncella, quedaría después muy ofendido, si  ella no quisiera saber nada del casamiento.

 

 El  placer que encontramos en las inspiraciones nos acerca mucho  a la gloria de Dios, con lo que ya comenzamos a ser agradables a la divina Majestad, pues, aunque esta  complacencia no sea un verdadero consentimiento, es una  cierta disposición. Y, si es muy buena señal y  cosa muy útil complacerse en oír la palabra de  Dios, que es como una inspiración interior, es  también cosa buena y agradable a Dios complacerse en  la inspiración interior; ésta es aquella  complacencia de la cual habla la Esposa, cuando dice:  «Mi alma se ha derretido de gozo, cuando ha hallado a  mi muy amado». Así, el galán está muy contento de la damisela a quien sirve, cuando ve que es  correspondido y que ella se complace en su servicio.

 

 Finalmente,  es el consentimiento el que perfecciona el acto virtuoso,  porque, si estando inspirados y habiéndonos  complacido en la inspiración, no obstante negamos a  Dios el consentimiento, somos en gran manera desagradecidos  y hacemos gran agravio a su divina Majestad, pues entonces  parece que es mayor el desprecio. Esto es lo que  ocurrió a la Esposa, pues, aunque la voz del amado  estremeció su corazón de santa alegría,  no obstante no le abrió la puerta, sino que se  excusó con un frívolo pretexto, lo cual dio  lugar a que el Esposo se indignase justamente y, pasando de  largo, la dejase. Así el galán, que,  después de haber suspirado mucho por una joven y de  haberle prestado agradables servicios, se viese al fin  rechazado y despreciado, tendría muchos más  motivos de disgusto que si su requerimiento no hubiese sido  aceptado y correspondido. Resuélvete, pues, Filotea,  a aceptar con todo el afecto todas las inspiraciones que a  Dios pluguiere enviarte, y, cuando las sientas,  recíbelas como mensajeras del Rey celestial, que  desea desposarse contigo. Escucha de buen grado sus  propuestas; considera el amor con que te las ha inspirado y  fomenta la santa inspiración. Consiente, pero con un  consentimiento pleno, amoroso y constante, a la santa  inspiración, porque, de esta manera, Dios, a quien no  puedes obligar, se tendrá por muy obligado a tu  afecto. Pero antes de consentir en las inspiraciones de  cosas importantes y extraordinarias, aconséjate, para  no ser engañada, con tu confesor, a fin de que 61  examine si la inspiración es falsa o verdadera; pues  ocurre que el enemigo, cuando ve un alma pronta en dar  consentimiento a las inspiraciones, le sugiere, con  frecuencia, cosas falsas, para engañarla, lo cual  nunca podrá lograr mientras ella obedezca con  humildad al director.

 

 Una  vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha  diligencia, llevar a la práctica y ejecutar la  inspiración, en lo cual consiste la perfección  de la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el  corazón sin realizarlo, sería lo mismo que  plantar una viña sin querer que diese fruto.

 

 Ahora  bien, para ello es muy útil el «ejercicio del  cristiano» de la mañana y el retiro espiritual,  de que hemos hablado más arriba, pues, de esta  manera, nos preparamos para hacer el bien, con una  preparación, no sólo general, sino,  además, particular.

 

  

CAPÍTULO  XIX

 

DE LA SANTA  CONFESIÓN

 

Nuestro  Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la  Penitencia y la confesión para que en él nos  purifiquemos de nuestras iniquidades, siempre que por ellas  seamos mancillados. No permitas, pues, Filotea, que tu  corazón permanezca mucho tiempo manchado por el  pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan  fácil. La leona que se ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de sí el mal olor que  este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue  el león no se sienta, por ello, ofendido e irritado;  el alma que ha consentido en el pecado ha de tener horror de  sí misma y ha de lavarse cuanto antes, por el respeto  que debe a la divina Majestad, que le está mirando.  ¿Por qué pues, hemos de morir de muerte espiritual, teniendo, como tenemos, un remedio tan  excelente?

 

 Confiésate  devota y humildemente cada ocho días, aunque la  conciencia no te acuse de ningún pecado mortal; de  esta manera, en la confesión, no sólo  recibirás la absolución de los pecados  veniales que confieses, sino también una gran fuerza para evitarlos en adelante, una gran luz para saberlos  conocer bien y una gracia abundante para reparar todas las  pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás la  virtud de la humildad, de ¡a obediencia, de la  simplicidad y de la caridad, y, en este solo acto de la  confesión, practicarás más virtudes que  en otro alguno.

 

 Ten  siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados,  por pequeños que sean, y haz un firme  propósito de enmendarte en adelante. Muchos confiesan  los pecados veniales por costumbre y como por cumplimiento,  sin pensar para nada en su enmienda, por lo que andan,  durante toda su vida, bajo el peso de los mismos, y, de esta  manera, pierden muchos bienes y muchas ventajas  espirituales. Luego, si confiesas que has mentido aunque sea  sin daño de nadie, o que has dicho alguna palabra  descompuesta, o que has jugado demasiado,  arrepiéntete y haz el propósito de enmendarte;  porque es un abuso confesar un pecado mortal o venial sin  querer purificarse de él, pues la confesión no  ha sido instituida más que para esto.

 

 No  hagas tan sólo ciertas acusaciones superfluas, que  muchos hacen por rutina: no he amado a Dios como  debía; no he rezado con la debida devoción; no  he amado al prójimo cual conviene; no he recibido los  sacramentos con la reverencia que se requiere, y otras cosas  parecidas. La razón es, porque, diciendo esto, nada  dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el  estado de tu conciencia, pues todos los santos del cielo y  todos los hombres de la tierra podrían decir lo  mismo, si se confesaran. Examina, pues, de qué cosas,  en particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres  descubierto, acúsate de las faltas cometidas, con  sencillez e ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que no  has amado al prójimo como debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre necesitado, al cual  podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de  él? Pues bien, acúsate de esta particularidad  y di: he visto un pobre necesitado, y no lo he socorrido  como podía, por negligencia, o por dureza de  corazón, o por menosprecio, según conozcas  cuál sea el motivo del pecado. Asimismo, - no te  acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la  devoción que debías; sino que, si has tenido  distracciones voluntarias o no has tenido cuidado en elegir  el lugar, el tiempo y la compostura requerida para estar  atento en la oración, acúsate de ello  sencillamente, según sea la falta, sin andar con  vaguedades, que nada importan en la confesión.

 

 No  te limites a decir los pecados veniales en cuanto al hecho;  antes bien, acúsate del motivo que te ha inducido a  cometerlos. No te contentes con decir que has mentido sin  dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria,  para excusarte o alabarte, en broma o por terquedad. Si has  pecado en las diversiones, di si te has dejado llevar del  placer en la conversación, y así de otras  cosas. Di si has persistido mucho en la falta, pues,  generalmente, la duración acrecienta el pecado,  porque es mucha la diferencia entre una vanidad pasajera,  que se habrá colado en nuestro espíritu por  espacio de un cuarto de hora, y aquella en la cual se  habrá recreado nuestro corazón, durante uno,  dos o tres días. Por lo tanto, conviene decir el  hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues,  aunque, ordinariamente, no tenemos la obligación de  ser tan meticulosos en la declaración de los pecados  veniales, ni nadie está obligado a confesarlos, no  obstante, los que quieren purificar bien sus almas, para  llegar más fácilmente a la santa  devoción, han de ser muy diligentes en dar a conocer  al médico espiritual el mal, por pequeño que sea, del cual desean ser curados.

 

 No  dejes de decir nada de lo que sea conveniente para dar a  conocer la calidad de la ofensa, como el motivo por el cual  te has puesto airada o por el cual has permitido que alguna  persona perseverase en su vicio. Por ejemplo, un hombre que  me es antipático me dice en broma, alguna ligereza;  yo lo llevo a mal y me pongo airada; en cambio, si otro, con  quien simpatizo, me dice algo peor, lo recibiré bien.  No me olvidaré, pues, de decir: he pronunciado  algunas palabras airadas contra una persona, porque me ha  enojado por una cosa que me ha dicho, mas no por la clase de  palabras, sino porque me es antipática. Y, si es necesario particularizar las frases que hubieses dicho, para  explicarte mejor, harás bien en decirlas, porque,  acusándote ingenuamente, no sólo descubres los  pecados cometidos, sino también las malas  inclinaciones, las costumbres, los hábitos y las  demás raíces del pecado, con lo que el padre  espiritual adquiere un conocimiento más perfecto del  corazón que trata y de los remedios que necesita.  Conviene, empero, en cuanto sea posible, no descubrir la  persona que haya cooperado a tu pecado.

 

 Vigila  sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia,  viven y se enseñorean insensiblemente de la  conciencia, porque así los confesarás mejor y  te purificarás de ellos; con este objeto, lee  atentamente los capítulos VI, XXVII, XXVIII, XXIX,  XXXV y XXXVI de la tercera parte y el capítulo VIII  de la cuarta parte.

 

 No  cambies fácilmente de confesor, sino, una vez hayas  elegido uno, continúa dándole cuenta de  conciencia, los días destinados a ello,  confesándole ingenua y francamente los pecados que  hubieres cometido, y, de vez en cuando, por ejemplo cada  mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado  de tus inclinaciones, aunque no te hayan inducido a pecado, como si te sientes atormentado por la tristeza o por el  tedio, o si te dejas dominar por la alegría, por los  deseos de adquirir riquezas o por otras parecidas  inclinaciones.

 

  

CAPÍTULO  XX

 

DE LA  COMUNIÓN FRECUENTE

 

Se  cuenta de Mitrídates, rey del Ponto, que, habiendo  inventado el «mitrídato», de tal manera  reforzó con él su cuerpo, que como hubiese  intentado más tarde suicidarse, para no caer en la  servidumbre de los romanos, nunca pudo lograrlo. El Salvador  ha instituido el augustísimo sacramento de la  Eucaristía, que contiene realmente su carne y su  sangre, para que quien le coma viva eternamente; por esta  causa, el que usa de él con frecuencia y con  devoción, de tal manera robustece la salud y la vida  de su alma, que es casi imposible que sea envenenado por  ninguna clase de malos efectos. Es imposible alimentarse de  esta carne y vivir con afectos de muerte. Porque, así  como los hombres del paraíso terrenal podían  no morir, por la fuerza de aquel fruto de vida que Dios  había puesto allí, de la misma manera pueden  no morir espiritualmente, por la virtud de este sacramento  de vida. Si los frutos más tiernos y más  sujetos a la corrupción, como las cerezas, los  albaricoques y las fresas, fácilmente se conservan  todo el año confitados con azúcar y con miel,  no es de maravillar que nuestros corazones, aunque flacos y  miserables, sean preservados de la corrupción del  pecado, cuando están azucarados y dulcificados con la  carne y la sangre del Rijo de Dios. ¡Oh Filotea! los  cristianos que serán condenados no sabrán  qué responder, cuando el imparcial Juez les haga ver  que, por su culpa, han muerto espiritualmente, siendo  así que era una cosa muy sencilla conservar IP vida y  la salud, con sólo comer su Cuerpo, que Él les  había dado con este fin: «Miserables -les  dirá-, ¿por qué habéis muerto,  habiéndoos mandado comer del fruto y del manjar de  vida?»

 

 «En  cuanto a recibir la comunión eucarística todos  los días, ni lo alabo ni la repruebo; en cuanto a  comulgar a lo menos todos los domingos, lo aconsejo y  exhorto a todos a que lo hagan, con tal que el alma  esté libre de todo afecto al pecado». Así habla San Agustín, por lo cual no alabo ni vitupero  absolutamente el que se comulgue diariamente, sino que lo  dejo a la discreción del padre espiritual de cada  uno, ya que, siendo menester las disposiciones debidas para  la comunión frecuente, no es posible dar un consejo  general; y, como que estas disposiciones pueden encontrarse  en muchas almas, no sería acertado aconsejar de una  manera absoluta el alejamiento y la abstención de la  comunión diaria, pues es una cuestión que se  ha de resolver teniendo en cuenta el estado interior de cada  uno en particular. Sería imprudente aconsejar a todos  indistintamente esta práctica; pero seria igualmente  imprudente censurar a los que la siguen, sobre todo si obran  aconsejados por algún digno director. Fue muy  graciosa le respuesta de Santa Catalina de Sena, a la cual,  mientras hablaba de la comunión frecuente, le opusieron que San Agustín no alababa ni vituperaba el  comulgar cada día: «Pues bien-replicó  ella-, puesto que San Agustín no lo reprueba, os  ruego que tampoco lo reprobéis vosotros, y esto me  basta».

 

 Filotea,  has visto cómo San Agustín exhorta y aconseja  que no se deje de comulgar cada domingo; hazlo siempre que  te sea posible. Puesto que, como creo, no tienes  ningún afecto al pecado mortal, ni tampoco al pecado  venial, ya estás en la verdadera disposición  que San Agustín exige, y aún en una  disposición más excelente, pues ni siquiera  tienes afecto al pecado; por lo tanto, cuando le parezca  bien a tu padre espiritual, podrás comulgar, con  provecho, más de una vez cada semana.

 

 Es  posible, empero, que sobrevengan algunos impedimentos,. no  precisamente de tu parte, sino de parte de aquellos con quienes convives, impedimentos que, en alguna  ocasión, pueden aconsejar a un. director prudente el  que te diga que no comulgues con tanta frecuencia. Por  ejemplo, si estás sujeto a alguien, y las personas a  las cuales debes obediencia y sujeción están  tan poco instruidas, o están tan pegadas a su  parecer, que se inquietan o enojan al ver que comulgas con  tanta frecuencia, quizás, bien consideradas todas las  cosas será mejor condescender un poco con su  debilidad y comulgar menos. Pero esto únicamente se  entiende del caso en el cual la dificultad no pueda ser  superada de otra manera. Mas, como quiera que esto no se  puede precisar de una manera general, será  conveniente atenerse, en cada caso a lo que diga el padre espiritual. Lo que puedo asegurarte es que no pueden distar  mucho unas de las otras las comuniones de los que quieren  servir devotamente a Dios.

 

 Si  eres prudente, no habrá ni padre, ni esposa, ni  marido, que te impida comulgar frecuentemente; porque el ir  a comulgar no será ningún estorbo para el  cumplimiento de los deberes propios de tu condición;  más aún, como que, comulgando, serás  cada día más dulce y más amable con  ellos y no les negarás ningún servicio, no  habrá por qué temer que se opongan a la  práctica de este ejercicio, que no les  acarreará ninguna molestia, a no ser que obren  movidos por un espíritu en extremo quisquilloso e incomprensivo; en este caso, el director, como ya te lo he  dicho, te aconsejará cierta condescendencia.

 

 Es  conveniente, ahora, decir cuatro palabras a los casados. En  la Ley antigua, no era cosa bien vista que los acreedores exigiesen el pago de las deudas en día festivo, pero  aquella Ley nunca reprobó que los deudores cumpliesen  sus obligaciones y pagasen a los que lo exigían. En  cuanto a los derechos conyugales, si bien es de alabar la  moderación, no es pecado hacer uso de los mismos los  días de comunión, y el pagarlos no sólo  no es reprobable, sino que es justo y meritorio. Así,  pues, nadie que tenga obligación de comulgar se ha de  privar de la comunión a causa de las relaciones  conyugales. En la primitiva Iglesia, los cristianos  comulgaban cada día, aunque estuviesen casados y  tuviesen fruto de bendición; por esto te he dicho que  la comunión frecuente no ocasiona ninguna molestia ni  a los padres, ni a las esposas, ni a los maridos con tal que  el alma que comulga sea prudente y discreta. En cuanto a las  enfermedades corporales, ninguna puede ser legítimo  obstáculo para esta santa participación, a no  ser que provocase con mucha frecuencia el vómito.

 

 Para  comulgar con frecuencia basta con estar libre de pecado  mortal y tener un recto deseo de hacerlo. Siempre, empero,  es mejor que pidas el parecer al padre  espiritual.

 

 

CAPÍTULO  XXI

 

COMO SE HA  DE COMULGAR

 

La  noche anterior, comienza a prepararte para la Sagrada  Comunión, con muchas aspiraciones y deseos amorosos,  y acuéstate a la hora conveniente, para que puedas  levantarte temprano. Y, si, durante la noche te despiertas,  llena enseguida tu corazón o tu boca de palabras  olorosas, con las cuales sea tu alma perfumada para recibir  al Esposo, el cual, en vela, mientras tú duermes, se  prepara para traerte mil gracias y favores, si tú,  por tu parte, estás en disposición de  recibirlos. Por la mañana, levántate con gran  alegría, por la bienaventuranza que esperas, y una  vez confesada, ve con gran confianza, mas también con gran humildad, a recibir este pan celestial, que te alimenta  para la inmortalidad. Y, después que hubieres dicho  estas palabras: «Señor, yo no soy digna»,  no muevas más la cabeza ni los labios, ni para rezar  ni para suspirar, sino que, abriendo con suavidad la boca y  levantando lo necesario la cabeza, para que el sacerdote  pueda ver lo que hace, recibe, llena de fe, de esperanza y  de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual,  crees, esperas y amas. ¡Oh Filotea! imagínate  que, así como la abeja, después de haber  chupado de las flores el rocío del cielo y el  néctar más exquisito de la tierra, y,  después de haberlo convertido en miel, lo lleva a su  panal, de la misma manera, el sacerdote, después de  haber tomado del altar el Salvador del mundo, verdadero Hijo  de Dios, que, como rocío, desciende del cielo, y  verdadero Hijo de la Virgen, que, corno una flor, ha brotado  de la tierra de nuestra humanidad, lo pone, como manjar de  suavidad, en tu boca y en tu corazón. Una vez lo  hayas recibido, mueve tu corazón a rendir homenaje a  este Rey Salvador; habla con Él de tus  interioridades, contémplalo dentro de ti, donde ha  entrado para tu felicidad; finalmente, hazle tan buena  acogida como puedas y pórtate de manera que, en todos  los actos, se conozca que Dios está en ti.

 

 Pero,  cuando no puedas tener el gozo de comulgar realmente en la  santa Misa, comulga, a lo menos, de corazón y en  espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a  esta carne vivificadora del Salvador.

 

 Tu  gran anhelo, en la comunión, ha de ser avanzar,  robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya que por  amor, debes recibir al que, sólo por amor, se da a  ti. No, el Salvador no puede ser considerado en una  acción ni más amorosa ni más tierna que  ésta, en la cual podemos afirmar que se anonada y  convierte en manjar, para penetrar en nuestras almas y  unirse íntimamente al corazón y al cuerpo de  sus fieles.

 

 Si  los mundanos te preguntan por qué comulgas con tanta  frecuencia, diles que lo haces para aprender a amar a Dios,  para purificarte de tus imperfecciones, para consolarte en  sus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades. Diles que  son dos las clases de personas que han de comulgar con  frecuencia: las perfectas, porque, estando bien dispuestas,  faltarían, si no se acercasen al manantial y a la  fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente  para que puedan aspirar a ella; las fuertes, para no  enflaquecer, y las débiles, para robustecerse; las  enfermas, para sanar, y las que gozan de salud, para no caer  enfermas; y tú, como imperfecta, débil y  enferma, tienes necesidad de unirte, con frecuencia, con tu  perfección, con tu fuerza y con tu médico.  Diles que los que no están muy atareados han de  comulgar con frecuencia, porque tienen tiempo para ello, y  que los que tienen mucho trabajo también, porque lo  necesitan, pues los que trabajan mucho y andan cargados de penas, han de tomar manjares sólidos y frecuentes.  Diles que recibes el Santísimo Sacramento para  aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no  se hace con frecuencia.

 

 Filotea,  comulga mucho, tanto cuanto puedas, con el parecer de tu  padre espiritual; y, créeme, las liebres de nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no  ven ni comen más que nieve; y tú, a fuerza de  adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza misma, en  este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa,  toda buena y toda pura.

 

 


 

 

(Tercera  parte)

 

TERCERA  PARTE DE LA INTRODUCCIÓN

 

Muchos  avisos sobre el ejercicio de las virtudes

 

 

 

CAPÍTULO  I

 

DE LA  ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER EN CUANTO AL EJERCICIO DE  LAS VIRTUDES

 

El  rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va  rodeado de su pequeño pueblo, y la caridad nunca  entra en un corazón si no lleva consigo todo el  séquito de las demás virtudes, a las que  ejercita y hace trabajar, como un capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni  súbitamente, ni de la misma manera, ni siempre, ni en  todas partes. El justo es «como el árbol  plantado junto a la corriente de las aguas' que lleva su  fruto a su tiempo», porque la caridad, al rociar una  alma, produce en ella las obras de virtud, y cada una a su  debido tiempo. «La música -dice el Proverbio-,  es inoportuna en un duelo». Muchos padecen de un  defecto, a saber, que cuando emprenden la práctica de  una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la  misma en toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos  filósofos, quieren o siempre reír o siempre llorar; y aun se conducen peor cuando censuran o critican a  los que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal  como ellos lo hacen. «Hay que alegrarse con los que  están alegres y llorar con los que lloran», dice  el Apóstol, y «la caridad es paciente,  benigna», generosa, prudente, condescendiente.

 

 Hay,  no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi  universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino  que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las  demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones  de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la  magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad  y la humildad son unas virtudes que han de informar todas  las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más  excelentes que éstas: el uso, empero, de éstas  es más necesario. El azúcar es más  excelente que la sal; pero el uso de la sal es más  frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena  provisión de esas virtudes generales, pues es  menester servirse de ellas casi continuamente.

 

 Entre  los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que  cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más  conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho  placer en las asperezas de las mortificaciones corporales,  para gozar más fácilmente de las dulzuras  espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus  superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era  merecedora de reprensión, porque, contra el parecer  de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el  Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo  a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían  obrado mal si se hubiesen distraído de este santo  ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres,  aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación  tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas  son las virtudes del prelado, otras las del príncipe,  otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras  las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las  virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en  aquellas que exige el género de vida a que ha sido  llamado.

 

 Entre  las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares,  hemos de preferir las más excelentes a las más  vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores  que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni  en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos  parecen mayores únicamente porque están  más cerca de nosotros, y en un medio más  denso, comparado con el de las estrellas. De la misma  manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca  de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así,  materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el  vulgo, el cual tiene en más la limosna material que  la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la  disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura,  la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del  corazón, que, no obstante, son mucho más  excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no  las más apreciadas; las más excelentes y no  las más vistosas, las más buenas y no las de  más relumbrón.

 

 Es  muy útil que cada uno elija un ejercicio particular  de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino  para tener el espíritu más ajustadamente  ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más  resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San  Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy  la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga,  te conduciré a su presencia». Entendió el  santo cue era la misericordia con los pobres lo que Dios le  recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente  al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se  le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino,  deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no  sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida  solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro,  cogió en su casa a un pobre todo él lleno de  lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la  mortificación, y para practicarlo más  dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como  un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y  Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran  San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos  míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos,  correréis gran peligro de perder vuestras  coronas».

 

 El  rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y  servía a los enfermos con sus propias manos. San  Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su  dama; Santo Domingo se entregó a la  predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con  delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran  Abralián, y, como éste hospedó al Rey  de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías  practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la  propia abyección; Santa Catalina de Génova  habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del  hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que  deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia,  acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le  envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando  siempre a esta devota joven, le dio ocasión de  practicar dignamente la dulzura y la condescendencia.

 

 Así,  entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de  los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a  enseñar la doctrina cristiana a los niños,  otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a  cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a  fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en  esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos,  combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata  para hacer toda clase de flores; así, estas almas  piadosas que emprenden algún ejercicio particular de  devoción, se sirven de él, como de un fondo,  para su bordado espiritual, sobre el cual practican la  variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de  esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados,  porque los relacionan con su ejercicio principal, y  así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas  bien bordada.

 

 Cuando  somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la  medida de lo posible, emprender la práctica de la  virtud contraria, haciendo que todas las demás  cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no  dejaremos de avanzar en todas las virtudes.

 

 Si  me siento combatido por el orgullo o por la ira, será  menester que, en todas las cosas, me incline y me doblegue  del lado de la humildad y de la mansedumbre, y que, hacia  este fin, enderece los demás ejercicios de la  oración, de los sacramentos, de la prudencia, de la  constancia, de la sobriedad. Porque así como los  jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y  afirman con los demás dientes, los cuales, a su vez,  quedan con ello muy finos y cortantes, así el hombre  virtuoso, después de haber cometido la empresa de  perfeccionarse en la virtud que le es más necesaria  para su defensa, la ha de pulir y limar con el ejercicio de  las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan  aquélla, se hacen ellas mismas más excelentes  y perfectas, como le ocurrió a

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