¡Dios te salve María!
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CAPÍTULO VIII ALGUNOS AVISOS ÚTILES SOBRE LA MEDITACIÓN Conviene, sobre todo, Fílotea, que, al salir de la meditación conserves las resoluciones y los propósitos que hubieres hecho para practicarlos con diligencia durante el día. Este es el gran fruto de la meditación, sin el cual, ésta es, con frecuencia, no sólo inútil sino perjudicial, porque las virtudes meditadas y no practicadas hinchan y envalentonan el espíritu, pues nos hacen creer que somos en realidad, lo que hemos resuelto ser, lo cual es, ciertamente, verdad cuando las resoluciones son vivas y sólidas; pero no lo son, sino que, al contrario, son vanas y peligrosas, cuando no se practican. Conviene, pues, por todos los medios, esforzarse en practicarlas y buscar las ocasiones de ello, grandes o pequeñas. Por ejemplo, si he resuelto ganar con la dulzura a los que me han ofendido, procuraré, durante el día, encontrarlos, para saludarlos con amabilidad, y, si no puedo encontrarlos, hablaré bien de ellos y los encomendaré a Dios. Al salir de esta oración afectiva, has de tener cuidado de no sacudir tu corazón, para que no derrame el bálsamo que la oración ha vertido en él; quiero decir que hay que guardar, por espacio de algún tiempo, el silencio y transportar suavemente el corazón, de la oración a las ocupaciones, conservando, todo el tiempo que sea posible, el sentimiento y los afectos concebidos. El hombre que recibe en un recipiente de hermosa porcelana un licor de mucho precio, para llevarlo a su casa, anda con mucho tiento, sin mirar a los lados, sino que ora mira enfrente, para no tropezar contra alguna piedra, ora el recipiente, para evitar que se derrame. Lo mismo has de hacer tú, al salir de la meditación: no te distraigas enseguida, sino mira sencillamente delante de ti, pero, si encuentras alguno, con el cual hayas de hablar o al que hayas de escuchar, hazlo, pues no queda otro remedio, pero de manera que tengas siempre la mirada puesta en tu corazón, para que el licor de la santa oración no se derrame más de lo que sea imprescindible. También conviene que te acostumbres a saber pasar de la oración a toda clase de acciones, que tu oficio o profesión, justa y legítimamente, requieran, por más que parezcan muy ajenas a los afectos que hemos concebido en la oración. Por ejemplo: un abogado ha de saber pasar de la oración a los pleitos; un comerciante, al tráfico; la mujer casada, a las obligaciones de su estado y a las ocupaciones del hogar, con tanta dulzura y tranquilidad, que no, por ello, se turbe su espíritu, pues ambas cosas son según la voluntad de Dios y en ambas hay que pensar con espíritu de humildad y devoción. Te ocurrirá, alguna vez, que, inmediatamente después de la preparación, tu afecto se sentirá en seguida movido hacia Dios. Entonces, Filotea, conviene darle rienda suelta, sin empeñarte en querer seguir el método que te he dado; porque, si bien, por lo regular, la consideración ha de preceder a los afectos y a las resoluciones, cuando, empero, el Espíritu Santo te da los afectos antes de la consideración, no has de detenerte en ésta quieras o no, pues su fin no es otro que mover los afectos. En una palabra, siempre que se despierten en ti los afectos, debes admitirlos y hacerles lugar, ya sea antes ya después de todas las consideraciones. Y, aunque yo he puesto los afectos después de todas las consideraciones, lo he hecho únicamente para distinguir bien las diferentes partes de la oración; por otra parte, es una regla general que nunca hay que cohibir los afectos, sino que es menester dejar que se expansionen los que se presentan. Digo esto no sólo con respecto a los demás afectos, sino también con respecto a la acción de gracias, al ofrecimiento ya la plegaria, que pueden hacerse entre las consideraciones, y que no se han de contener más que los otros afectos, si bien, después, al terminar la meditación, conviene repetirlos y continuarlos. Pero, en cuanto a las resoluciones es menester hacerlas después de los afectos y al fin de toda la meditación, antes de la conclusión, pues, como quiera que las resoluciones traen a nuestra imaginación objetos concretos y de orden familiar, nos pondrían en el peligro de distraernos, si se hiciesen en medio de los afectos. Entre los afectos y las resoluciones, es bueno emplear el coloquio, y hablar ora a Dios, ora a los ángeles, ora a las personas que aparecen en los misterios, a los santos y a sí mismo, al propio corazón, a los pecadores, como vemos que lo hizo David en los Salmos, y otros santos, en sus meditaciones y oraciones. CAPÍTULO IX DE LAS SEQUEDADES QUE NOS VIENEN EN LA MEDITACIÓN Filotea, si te acontece que no encuentras gusto ni consuelo en la meditación, te conjuro que no te turbes, sino que, antes bien, abras la puerta a las oraciones vocales: quéjate de ti misma a Nuestro Señor; confiesa tu indignidad, pídele que te ayude, besa su imagen, si la tienes en la mano, dile estas palabras de Jacob: «No, Señor, no te dejaré, si antes no me das tu bendición»; o las de la Cananea: «Sí, Señor, soy un perro.. pero los perros comen las migajas de la mesa de sus dueños». Otra vez, toma un libro en la mano y léelo con atención, hasta que tu espíritu se despierte y vuelva en sí: estimula, alguna vez tu corazón mediante alguna actitud o movimiento de devoción exterior, como postrarte en tierra, juntar las manos sobre el pecho, abrazar el crucifijo: todo ello si estás en algún lugar a solas. Y, si después de todo esto, todavía no te sientes consolada, por grande que sea tu sequedad, no te aflijas, sino sigue en devota actitud, delante de Dios. ¡Cuántos cortesanos hay, que van cien veces al año a la cámara de su príncipe, sin ninguna esperanza de hablarle, únicamente para ser vistos y rendirle homenaje! De esta manera, amada Filotea, hemos de ir a la oración, pura y simplemente para cumplir con nuestro deber y dar testimonio de nuestra fidelidad. Y, si la divina Majestad se digna hablarnos y conversar con nosotros con sus santas inspiraciones y consuelos interiores, esto será ciertamente, para nosotros, un gran honor y motivo de gran gozo, pero, si no quiere hacernos esta gracia, sino que quiere dejarnos allí, sin decirnos palabra, como si no nos viese o no estuviésemos en su presencia, no nos hemos de retirar, sino, que al contrario, hemos de permanecer allí, delante de esta soberana bondad, en actitud devota y tranquila; y entonces, infaliblemente, Él se complacerá en nuestra paciencia y tendrá en cuenta nuestra asiduidad y perseverancia, y, otra vez, cuando volvamos a su presencia, nos hará mercedes y conversará con nosotros con sus consolaciones, haciéndonos ver la amenidad de la santa oración. Pero, si no lo hace, estemos, empero, contentos, Filotea, pues harto honor es estar cerca de Él y en su presencia. CAPÍTULO X LA ORACIÓN DE LA MAÑANA Además de esta oración mental perfecta y ordenada y de las demás oraciones vocales que has de rezar una vez al día, hay otras cinco clases de oraciones más breves, que son como efectos y renuevos de la otra oración más completa; de las cuales la primera es la que se hace por la mañana, como una preparación general para todas las obras del día. Las harás de esta manera: 1. Da gracias y adora profundamente a Dios por la merced que te ha hecho de haberte conservado durante la noche anterior; y, si hubieses cometido algún pecado, le pedirás perdón. 2. Considera que el presente día se te ha dado para que, durante el mismo puedas ganar el día venidero de la eternidad, y haz el firme propósito de emplearlo con esta intención. 3. Prevé qué ocupaciones, qué tratos y qué ocasiones puedes encontrar, en este día de servir a Dios, y qué tentaciones de ofenderle pueden sobrevenir, a causa de la ira, de la vanidad o de cualquier otro desorden; y, con una santa resolución, prepárate para emplear bien los recursos que se te ofrezcan de servir a Dios y de progresar en el camino de la devoción; y, al contrario, disponte bien para evitar, combatir o vencer lo que pueda presentarse contrario a tu salvación y a la gloria de Dios. Y no basta hacer esta resolución, sino que es menester preparar la manera de ejecutarla. Por ejemplo, si preveo que tendré que tratar alguna cosa con una persona apasionada o irascible, no sólo propondré no dejarme llevar hasta el trance de ofenderla, sino que procuraré tener preparadas palabras de amabilidad para prevenirla, o procuraré que esté presente alguna otra persona, que pueda contenerla. Si preveo que podré visitar un enfermo, dispondré la hora y los consuelos pertinentes que he de darle; y así de todas las demás cosas. 4. Hecho esto, humíllate delante de Dios y reconoce que, por ti misma, no podrás hacer nada de lo que has resuelto, ya sea para evitar el mal, ya sea para practicar el bien. Y, como si tuvieses el corazón en las manos, ofrécelo, con todas tus buenas resoluciones, a la divina Majestad y suplícale que lo tome bajo su protección y que lo robustezca, para que salga airoso en su servicio, con estas o semejantes palabras interiores: «Señor, he aquí este pobre y miserable corazón que, por tu bondad, ha concebido muchos y muy buenos deseos. Pero, ¡ay!, es demasiado débil e infeliz para realizar el bien que desea, si no le otorgas tu celestial bendición, la cual, con este fin, yo te pido, ¡oh Padre de bondad!, por los méritos de la pasión de tu Hijo, a cuyo honor consagro este día y el resto de mi vida». Invoca a Nuestra Señora, a tu Ángel de la Guarda y a los Santos, para que te ayuden con su asistencia. Mas estos actos, si es posible, se han de hacer breve y fervorosamente, antes de salir de la habitación, a fin de que, con este ejercicio, quede ya rociado con las bendiciones de Dios, todo cuanto hagas durante el día. Lo que te ruego, Filotea, es que jamás dejes este ejercicio. CAPÍTULO XI DE LA ORACIÓN DE LA NOCHE Y DEL EXAMEN DE CONCIENCIA Así como antes de la comida temporal, haces la comida espiritual, por medio de la meditación, de la misma manera, antes de la cena, has de hacer una breve cena o, al menos, una colación, devota y espiritual. Procura, pues, tener un rato libre antes de la hora de cenar, y, postrado delante de Dios, recogiendo tu espíritu en la presencia de Cristo crucificado (que te representarás con una sencilla consideración o mirada interior), aviva en tu corazón el fuego de la meditación de la mañana, con algunas fervorosas aspiraciones, actos de humildad y amorosos suspiros inspirados en este divino Salvador de tu alma, o bien repitiendo los puntos que más hayas saboreado en dicha meditación, o bien excitándote con alguna otra consideración, como más te plazca. En cuanto al examen de conciencia, que siempre has de hacer antes de acostarte, todos sabemos cómo se ha de practicar. 1. Demos gracias a Dios por habernos conservado durante el día. 2. Examinemos cómo nos hemos portado en cada hora, y, para hacerlo con mayor facilidad, consideremos dónde, con quiénes y en qué ocupaciones nos hemos empleado. 3. Si descubrimos que hemos hecho alguna obra buena, demos gracias a Dios; si, al contrario, hemos hecho algún mal, de pensamiento, palabra u obra, pidamos perdón a su divina Majestad, con el propósito de confesarnos, en la primera ocasión, y de enmendarnos con diligencia. 4. Después de esto, encomendemos a la Providencia divina nuestro cuerpo, nuestra alma, la Iglesia, los padres, los amigos; pidamos a Nuestra Señora, al Ángel de la Guarda y a los santos, que velen por nosotros, y, con la bendición de Dios, vayamos a tomar el descanso, que Él ha querido que nos sea necesario. Este ejercicio, lo mismo que el de la mañana, nunca se ha de omitir; porque, con el de la mañana, abres las ventanas de tu alma al Sol de justicia, y, con el de la noche, las cierras a las tinieblas del infierno. CAPÍTULO XII EL RETIRO ESPIRITUAL En este punto, amada Filotea, es donde deseo que sigas mi consejo; porque es aquí donde se encuentra uno de los recursos más seguros para tu aprovechamiento espiritual. Pon, cuantas veces puedas, durante el día, tu espíritu en la presencia de Dios, por alguna de las cuatro maneras más arriba indicadas; considera lo que hace Dios y lo que haces tú, y verás cómo sus ojos te miran y están perpetuamente fijos en ti, con un amor incomparable. i Oh Dios!, dirás, ¿por qué no te miro yo siempre como Tú me miras a mí? ¿Por qué piensas en mí con tanta frecuencia, y yo pienso tan poco en Ti? ¿ Dónde estamos, alma mía? Nuestra verdadera morada es Dios, y ¿dónde nos encontramos? Así como los pájaros tienen sus nidos en los árboles, para retirarse a ellos cuando tienen necesidad, y los ciervos sus escondrijos y sus defensas, donde se ocultan y se amparan y donde toman el fresco de la sombra en el verano, de la misma manera, Filotea, nuestros corazones han de escoger, cada día, algún lugar, en la cima del Calvario, en las llagas de Nuestro Señor o en cualquiera otro sitio cercano a Él, donde guarecernos en toda clase de ocasiones, donde rehacernos y recrearnos en medio de las ocupaciones exteriores, y para estar allí, como en una fortaleza, para defendernos contra las tentaciones. Bienaventurada el alma que podrá decir con verdad al Señor: «Tú eres mi casa de refugio, mi firme defensa, mi techo contra la lluvia, mi sombra contra el calor». Acuérdate, pues, Filotea, de hacer siempre muchos retiros en la soledad de tu corazón, mientras corporalmente te encuentras en medio de las conversaciones y quehaceres, y esta soledad mental no puede ser, en manera alguna, impedida por la multitud de los que nos rodean, porque ellos no están alrededor de tu corazón, sino alrededor de tu cuerpo, de tal manera que tu corazón permanece solo en la presencia de Dios. Es el ejercicio que practicaba David, en medio de sus muchas ocupaciones, según lo afirma en muchos pasajes de sus salmos, como cuando dice: « i Oh Señor!, yo siempre estoy contigo. Veo siempre a mi Dios delante de mí. Levanto mis ojos a Tí, ¡ oh Dios mío!, que habitas en los cielos. Mis ojos siempre están puestos en Dios». Además, las conversaciones no son ordinariamente tan importantes, que no sea posible, de cuando en cuando, apartar de ellas el corazón, para ponerlo en esta divina soledad. A Santa Catalina de Sena, a quien su padre y su madre habían privado de toda comodidad y ocasión para poder orar y meditar, inspirándole Nuestro Señor que hiciese un pequeño oratorio en su espíritu, al cual pudiese retirarse mentalmente, para entregarse a esta santa soledad espiritual, en medio de las ocupaciones exteriores. Y, desde entonces, cuando el mundo la acometía, no recibía de ello ninguna molestia, porque, como ella misma decía, se encerraba en su celda interior, donde se consolaba con su celestial esposo. Así, aconsejaba a sus hijos espirituales que edificasen una celda en su corazón y que se retirasen a ella. Encierra, pues, algunas veces tu espíritu en tu corazón, donde, separada de todos, pueda tu alma comunicarse íntimamente con Dios, para decirle con David: «He estado en vela y me he hecho semejante al pelícano del desierto. Estoy como el búho o la lechuza en las hendiduras de la pared o como el ave solitaria en la techumbre». Estas palabras, aparte de su sentido literal (que demuestra cómo este gran rey se tomaba algunas horas para vivir en la soledad y entregarse a la contemplación de las cosas espirituales), nos muestran, en su sentido místico, tres excelentes lugares de retiro y como tres ermitas, donde podamos ejercitar nuestra soledad, a imitación de nuestro Salvador, que, en la cima del Calvario, fue como el pelícano de la soledad, que con su sangre da vida a sus polluelos muertos; en su Natividad en un establo abandonado, fue como el búho en las hendiduras de la pared, lamentando y doliéndose de nuestras culpas y pecados, y, el día de la Ascensión, fue como el ave solitaria que se retira y vuela hacia el cielo que es como el techo del mundo. El bienaventurado EIzeario, conde de Arián, en Provenza, habiendo estado mucho tiempo ausente de su devota y casta Delfina, recibió de ella un propio, que fue a enterarse de su salud, al cual respondió: «Me encuentro muy bien, amada esposa; si quieres verme, búscame en la llaga del costado de nuestro dulce Jesús, pues es allí donde yo habito y allí me encontrarás; en balde me buscarás en otra parte». ¡He aquí un caballero cristiano de verdad! CAPÍTULO XIII DE LAS ASPIRACIONES, ORACIONES, JACULATORIAS Y BUENOS PENSAMIENTOS Nos retiramos en Dios porque aspiramos a Él, y aspiramos a Él para retirarnos en Él, de manera que la aspiración a Dios y el retiro espiritual son dos cosas que se completan mutuamente y ambas proceden y nacen de los buenos pensamientos. Levanta, pues, con frecuencia el corazón a Dios, Filotea, con breves pero ardientes suspiros de tu alma. Admira su belleza, invoca su auxilio, arrójate, en espíritu, al pie de la cruz, adora su bondad, pregúntale, con frecuencia, sobre tu salvación, ofrécele, mil veces al día, tu alma, fija tus ojos interiores en su dulzura, alárgale la mano, como un niño pequeño a su padre, para que te conduzca, ponlo sobre tu corazón, como un ramo delicioso, plántalo en tu alma, como una bandera, y mueve de mil diversas maneras tu corazón, para entrar en el amor de Dios y excitar en ti una apasionada y tierna estimación a este divino esposo. Así se hacen las oraciones jaculatorias, que el gran San Agustín, aconseja con tanto encarecimiento a la devota dama Proba. Filotea, nuestro espíritu, entregándose al trato, a la intimidad y a la familiaridad con Dios, quedará todo él perfumado de sus perfecciones; y, ciertamente, este ejercicio no es difícil, porque puede entrelazarse con todos los quehaceres y ocupaciones, sin estorbarlas en manera alguna, porque, ya en el retiro espiritual, ya en estas aspiraciones interiores, no se hacen más que pequeñas y breves digresiones, que, no impiden, sino que ayudan mucho a lograr lo que pretendemos. El caminante que bebe un sorbo de vino, para alegrar su corazón y refrescar su boca, aunque para ello se detiene unos momentos, no interrumpe el viaje, sino que toma fuerzas para llegar más pronto y con más alientos, no deteniéndose sino para andar mejor. Muchos han reunido varias aspiraciones vocales, que, verdaderamente, son muy útiles; pero, si quieres creerme, no te sujetes a ninguna clase de palabras, sino pronuncia, con el corazón o con los labios, las que el amor te dicte, ya que él te inspirará todas cuantas quieras. Es verdad que hay ciertas palabras que, en este punto, tienen una fuerza especial para satisfacer al corazón-, tales son las aspiraciones tan abundantemente sembradas en los salmos de David, las diversas invocaciones del nombre de Jesús y las expresiones amorosas escritas en el Cantar de los Cantares. Los cánticos espirituales también sirven para este fin, con tal que se canten con atención. Finalmente, así como los que están enamorados con un amor puramente humano y natural, tienen siempre fijos sus pensamientos en el ser querido, su corazón lleno de afectos para con él, su boca llena de sus alabanzas y, durante su ausencia, no pierden coyuntura de manifestar su amor por cartas, y no encuentran árbol en cuya corteza no graben el nombre del ser amado; de la misma manera, los que aman a Dios no pueden dejar de pensar en Él, suspirar por Él, aspirar a Él, hablar de Él, y querrían, si posible fuese, imprimir sobre el pecho de todas las personas del mundo el santo y sagrado nombre de Jesús. Y a esto les invitan todas las cosas, y no hay criatura que no les anuncie las alabanzas de su amado, y, como dice San Agustín, sacándolo de San Antonio, todo cuanto hay en el mundo les habla un lenguaje mudo, pero muy inteligible, en alabanza de su amor; todas las cosas les inspiran buenos pensamientos, de los cuales nacen, después, muchos movimientos y aspiraciones hacia Dios. He aquí algunos ejemplos. San Gregorio, obispo de Nacianzo, según refería él mismo a los fieles, mientras paseaba por la playa miraba cómo las olas se extendían sobre la arena y cómo dejaban conchas y caracoles marinos, hierbas pequeñas, ostras y otras parecidas menudencias, que el mar echaba, o, por mejor decir, escupía hacia fuera; después, otras olas volvían a engullir y a coger de nuevo una parte de aquello, mientras que las rocas de aquellos contornos permanecían firmes e inmóviles, por más que las aguas las azotasen fuertemente. Pues bien, acerca de esto tuvo este hermoso pensamiento, a saber, que los débiles, imitando a las conchas, a los caracoles y a las hierbas, ora se dejan llevar de la aflicción, ora de la consolación, hechos juguete de las olas y del vaivén de la fortuna, mientras que las almas fuertes permanecen firmes e inmóviles a toda clase de vientos, y estos pensamientos le hicieron repetir estas aspiraciones de David: « ¡ Oh Señor, sálvame, porque las aguas han entrado hasta mi alma! ¡ Oh Señor, líbrame del abismo de las aguas! Me he hundido hasta lo más profundo del mar y la tempestad me ha sumergido». Y es que entonces estaba afligido por la injusta usurpación que de su obispado había intentado Máximo. San Fulgencio obispo de Ruspa, encontrándose en una asamblea general de la nobleza romana, a la que Teodorico, rey de los godos, arengaba, al ver el esplendor de tantos magnates, cada uno de los cuales asistía según su categoría, exclamó: « ¡ Oh Dios, qué hermosa debe ser la Jerusalén celestial, si acá abajo aparece tan brillante la Roma terrenal! Y, si, en este mundo, andan en medio de tantos esplendores los amadores de la vanidad, ¡qué gloria debe estar reservada, en el otro mundo, a los contempladores de la verdad!». Se dice que San Anselmo, arzobispo de Canterbery, cuyo nacimiento ha honrado en gran manera a nuestras montañas, era admirable en esta práctica de los buenos pensamientos. Una liebre acosada por los perros corrió a refugiarse bajo el caballo de este santo prelado, que entonces iba de viaje, como a un refugio que le sugirió el inminente peligro de muerte; y los perros, ladrando alrededor, no se atrevían a violar la inmunidad del lugar, donde su presa se había refugiado; espectáculo verdaderamente extraordinario, que causaba risa a toda la comitiva, mientras el gran Anselmo, llorando y gimiendo, decía: « i Ah!, vosotros reís, pero el pobre animal no ríe; los enemigos del alma, perseguida y extraviada por los senderos tortuosos de toda clase de vicios, la acechaban en el trance de la muerte, para arrebatarla y devorarla, y ella, llena de miedo, busca por todas partes auxilio y refugio, y, si no lo encuentra, sus enemigos se burlan y se ríen». Y, dicho esto, se alejó suspirando. Constantino el Grande honró a San Antonio, escribiéndole, cosa que dejó admirados a los religiosos que estaban a su alrededor, a los cuales dijo: « ¿ Por qué os admiráis de que un rey escriba a un hombre? Admirad más bien que el Dios eterno haya escrito su ley a los mortales, y más aún que les haya hablado de tú a tú, en la persona de su Hijo». San Francisco al ver a una oveja sola, en medio de un rebaño de cabras: «Mira -dijo a su compañero-, qué mansa está esta ovejita entre todas las cabras: También Nuestro Señor andaba manso y humilde entre los fariseos». Y, al ver, en otra, ocasión, a un corderito devorado por un cerdo: « i Ah, corderito-exclamó-, cómo me recuerdas al vivo la muerte de mi Salvador!» Este gran personaje de nuestros tiempos, Francisco de Borja, cuando todavía era duque de Gandía e iba de caza, se entretenía en mil devotos pensamientos: «Me maravillaba -decía después él mismo-, de cómo los halcones vuelven a la mano, se dejan tapar los ojos y atar a la percha, y los hombres son tan rebeldes a la voz de Dios». El gran San Basilio dice que la rosa entre las espinas sugiere esta reflexión a los hombres: «Lo más agradable de este mundo, ¡oh mortales!, anda mezclado de tristeza; nada hay que sea enteramente puro: el dolor siempre acompaña a la alegría, la viudez al matrimonio, el trabajo a la fertilidad, la ignominia a la gloria, la injuria a los honores, el tedio a las delicias y la enfermedad a la salud. La rosa-dice este personaje-, es una flor, pero me causa una gran tristeza, porque me recuerda el pecado, por el cual la tierra ha sido condenada a producir espinas». Una alma devota, al ver un riachuelo y al contemplar en él el cielo reflejado con sus estrellas, en una noche serena, decía: « ¡ Oh, Dios mío!, estas mismas estrellas estarán bajo tus pies, cuando me hayas recibido en tus santos tabernáculos; y, así como las estrellas se reflejaban en la tierra, así también los hombres de la tierra están reflejados en el cielo, en la fuente viva de la caridad divina». Otro, al ver la corriente de un río, exclamaba: «Mi alma jamás tendrá reposo hasta que se haya abismado en el mar de la Divinidad, que es su origen». Y San Francisco, mientras contemplaba un hermoso riachuelo, en cuya orilla se había arrodillado, para orar, fue arrebatado en éxtasis y repetía muchas veces estas palabras: «La gracia de mi Dios se desliza dulce y suavemente como este pequeño riachuelo». Otro, al ver cómo florecían los árboles, suspiraba: « ¿ Por qué soy yo el único que no florezco en el jardín de la Iglesia?» Otro, al ver los polluelos cobijados bajo su madre: « ¡ Oh Señor! -decía-, guárdanos bajo la sombra de tus alas». Otro, al ver el girasol, preguntaba. «¿Cuándo será, mi Dios, que mi alma seguirá los atractivos de tu bondad?» Y, al contemplar los pensamientos del jardín, hermosos a la vista, pero sin perfume, decía: « ¡ Ah! así son mis pensamientos, hermosos en la forma, pero sin fruto». He aquí, mi Filotea, cómo se sacan los buenos pensamientos y las santas inspiraciones de ;as cosas que se nos ofrecen, en medio de la variedad de esta vida mortal. Desgraciados los que alejan a las criaturas del Creador, para convertirlas en instrumento de pecado; bienaventurados los que se sirven de ellas para la gloria de su Creador y hacen que su vanidad redunde en honor de la verdad. «Ciertamente -dice San Gregorio Nacianzeno-, me he acostumbrado a referir todas las cosas a mi provecho espiritual». Lee el epitafio que escribió San Jerónimo acerca de Santa Paula, porque es bella cosa ver cómo todo él está lleno de santas inspiraciones y pensamientos que ella hacía en todas las ocasiones. Pues bien, en este ejercicio del retiro espiritual y de las oraciones jaculatorias estriba la gran obra de la devoción. Este ejercicio puede suplir el defecto de todas las demás oraciones, pero su falta no puede ser reparada por ningún otro medio. Sin él, no se puede practicar bien la vida contemplativa, ni tampoco, cual conviene, la vida activa; sin él, el descanso es ociosidad, y el trabajo, estorbo. Por esta causa te recomiendo muy encarecidamente que lo abraces con todo el corazón, sin apartarte jamás de él. CAPÍTULO XIV DE LA SANTA MISA Y CÓMO SE HA DE OÍR 1. Todavía no te he hablado del sol de las prácticas espírituales, que es el santísimo, sagrado y muy excelso sacrificio y sacramento de la Misa, centro de la religión cristiana, corazón de la devoción, alma de la piedad, misterio inefable, que comprende el abismo de la caridad divina, y por el cual Dios, uniéndose realmente a nosotros, nos comunica magníficamente sus gracias y favores. 2. La oración, hecha en unión de este divino sacrificio, tiene una fuerza indecible, de suerte, Filotea, que, por él, el alma abunda en celestiales favores, porque se apoya en su Amado, el cual la llena tanto de perfumes y suavidades espirituales, que la hace semejante a una columna de humo de leña aromática, de mirra, de incienso y de todas las esencias olorosas, como se dice en el Cantar de los Cantares. 3. Haz, pues, todos los esfuerzos posibles, para asistir todos los días a la santa Misa, con el fin de ofrecer.. con el sacerdote, el sacrificio de tu Redentor a Dios, su Padre, por ti y por toda la Iglesia. Los ángeles, como dice San Juan Crisóstomo, siempre están allí presentes, en gran número, para honrar este santo misterio; y nosotros, juntándonos a ellos y con la misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía. Los coros de la Iglesia militante, se unen y se juntan con Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios Padre, y para hacer enteramente nuestra su misericordia. ¡ Qué dicha para el alma aportar devotamente sus afectos para un bien tan precioso y deseable! 4. Si forzosamente obligada, no puedes asistir a la celebración de este augusto sacrificio, con una presencia real, es menester que, a lo menos' lleves allí tu corazón, para asistir de una manera espiritual. A cualquiera hora de la mañana ve a la iglesia en espíritu, si no puedes ir de otra manera; une tu intención a la de todos los cristianos, y, en el lugar donde te encuentres, haz los mismos actos interiores que harías, si estuvieses realmente presente a la celebración de la santa Misa en alguna iglesia. 5. Ahora bien, para oír, real o mentalmente, la santa Misa, cual conviene: 1.º Desde que llegas, hasta que el sacerdote ha subido al altar, haz la preparación juntamente con él, la cual consiste en ponerte en la presencia de Dios, en reconocer tu indignidad y en pedir perdón por tus pecados, 2º Desde que el sacerdote sube al altar hasta el Evangelio, considera la venida y la vida de Nuestro Señor en este mundo, con una sencilla y general consideración. 3º Desde el Evangelio hasta después del Credo, considera la predicación de nuestro Salvador, promete querer vivir y morir en la fe y en la obediencia de su santa palabra y en la unión de la santa Iglesia católica. 4º Desde el Credo hasta el Pater Noster, aplica tu corazón a los misterios de la muerte y pasión de nuestro Redentor, que están actual y esencialmente representados en este sacrificio, el cual, juntamente con el sacerdote y el pueblo, ofrecerás a Dios Padre, por su honor y por tu salvación. 5º Desde el Pater Noster hasta la comunión, esfuérzate en hacer brotar de tu corazón mil deseos, anhelando ardientemente por estar para siempre abrazada y unida a nuestro Salvador con un amor eterno. 6º Desde la comunión hasta el fin, da gracias a su divina Majestad por su pasión y por el amor que te manifiesta en este santo sacrificio, conjurándole por éste, que siempre te sea propicio, lo mismo a ti que a tus padres, a tus amigos y a toda la Iglesia, y, humillándote con todo tu corazón recibe devotamente la bendición divina que Nuestro Señor te da por conducto del celebrante. Pero, si, durante la Misa, quieres meditar los misterios que hayas escogido para considerar cada día, no será necesario que te distraigas en hacer actos particulares, sino que bastará que, al comienzo, dirijas tu intención a querer adorar a Dios y ofrecerle este sacrificio por el ejercicio de tu meditación u oración, pues en toda meditación se encuentran estos mismos actos o expresa, o tácita o virtualmente. CAPÍTULO XV DE OTROS EJERCICIOS PÚBLICOS Y EN COMÚN Además de esto, Filotea, los domingos y días de fiesta, asistirás al oficio de las Horas y de las Vísperas, si puedes buenamente; porque estos días están dedicados a Dios, y han de hacerse más actos en honor y gloria suya, que los demás días. Si así lo hicieres, sentirás mil dulzuras de devoción, como le ocurría a San Agustín, el cual afirma en sus confesiones que, al oír los divinos oficios, en los comienzos de su conversión, se derretía su corazón de suavidad y se arrasaban sus ojos de lágrimas de piedad. Aparte (para decirlo de una vez por todas) de que se siente más consuelo en los ejercicios públicos de la Iglesia, que en los actos particulares, pues Dios ha dispuesto que la comunidad sea preferible a cualesquiera singularidades. Entra de buen grado en las cofradías del lugar donde resides, especialmente en aquellas cuyos ejercicios producen más fruto de edificación; porque, en esto, practicarás una especie de obediencia muy agradable a Dios, pues si bien no está mandado el ingreso en las cofradías, no obstante está muy recomendado por la Iglesia, la cual, para demostrar que es su deseo el que muchos se alisten en ellas, concede indulgencias y otros privilegios a los cofrades. Además, siempre es cosa muy caritativa concurrir y cooperar a los buenos intentos de otros. Y, aunque pueda darse el caso de que alguno haga, en particular, los mismos actos de piedad que, en las cofradías, se hacen en común, y aunque encuentre más gusto en hacerlos privadamente, Dios, empero, es más glorificado en la unión de nuestras buenas obras con las de nuestros hermanos. Lo mismo digo de toda clase de preces y devociones públicas, a las cuales, en la medida de lo posible, hemos de aportar nuestro buen ejemplo, para la edificación del prójimo, y nuestro celo por la gloria de Dios y por las intenciones de la comunidad. CAPÍTULO XVI QUE ES MENESTER HONRAR E INVOCAR A LOS SANTOS Puesto que, con mucha frecuencia, nos envía Dios sus inspiraciones, por medio de sus ángeles, también nosotros hemos de hacer llegar a Él nuestras aspiraciones por el mismo camino. Las almas santas de los difuntos, que están en el paraíso con los ángeles, y que, como dice Nuestro Señor, son iguales y semejantes a los ángeles, desempeñan el mismo oficio: el de inspirarnos y el de suspirar por nosotros con sus santas oraciones. Filotea, unamos nuestros corazones a estos celestiales espíritus y almas bienaventuradas, y, así como los pequeños ruiseñores aprenden a cantar de los que son mayores, de la misma manera, por la sagrada amistad que entablaremos con los santos, sabremos orar y cantar mejor las divinas alabanzas: «Cantaré salmos -decía David-en presencia de los ángeles>. Honra, venera y reverencia, de un modo especial, a la sagrada y gloriosa Virgen María: ella es la Madre de nuestro Padre, que está en los cielos y, por consiguiente, es nuestra gran Madre. Acudamos, pues, a ella y, como hijitos suyos, lancémonos a su regazo con una perfecta confianza; en todo momento y en todas las ocasiones, acudamos a esta Madre, invoquemos su amor maternal, procuremos imitar sus virtudes y tengamos para con ella un verdadero corazón de hijo. Familiarízate mucho con los ángeles; contémplalos con frecuencia, invisiblemente presentes en tu vida, y, sobre todo, estima y venera el de la diócesis a la cual perteneces, a los de las personas con quienes convives, y, especialmente, al tuyo; suplícales con frecuencia, alábales siempre y sírvete de su ayuda y auxilio en todos los negocios, espirituales y temporales, para que cooperen a tus intenciones . El gran Pedro Fabro, primer sacerdote, primer predicador, primer lector de teología de la Compañía de Jesús y primer compañero de San Ignacio, fundador de la misma, al regresar de Alemanía, donde había prestado grandes servicios a la gloria de Nuestro Señor, pasó por esta diócesis, lugar de su nacimiento, y contó que, habiendo atravesado muchas regiones de herejes, había recibido mil consuelos, por haber saludado, al llegar a cada parroquia, a sus ángeles protectores, y había experimentado sensiblemente que éstos le habían sido propicios, en su defensa contra las asechanzas de los herejes y le habían ayudado a amansar a muchas almas y a hacerles dóciles a la doctrina de salvación. Y decía esto con tanto entusiasmo, que una señora, entonces joven, que se lo oyó referir, le explicaba hace sólo cuatro años, es decir, sesenta años después, muy emocionada. El año pasado, tuve el consuelo de consagrar un altar en el mismo lugar donde Dios hizo nacer a este santo varón, en el pueblo de Villaret, dentro de nuestras más escarpadas montañas. Elige algunos santos particulares, cuya vida puedas saborear e imitar mejor, y en cuya intercesión tengas una especial confianza; el santo de tu nombre te ha sido señalado ya desde el Bautismo. CAPITULO XVII COMO SE HA DE ESCUCHAR Y LEER LA PALABRA DE DIOS Seas devota de la palabra de Dios. Tanto si la escuchas en las conversaciones familiares con tus amigos espirituales, como si la escuchas en el sermón, hazlo siempre con atención y reverencia; saca de ella provecho, y no permitas que caiga en tierra, sino recíbela en tu corazón, como un bálsamo precioso, a imitación de la Santísima Virgen, que guardaba cuidadosamente en el suyo todas las palabras que se decían en alabanza de su Hijo. Y recuerda que Nuestro Señor recoge las palabras que nosotros le dirigimos en nuestras plegarias, a proporción de como nosotros recogemos las que Él nos dice por medio de la predicación. Ten siempre cerca de ti, algún libro de devoción, como lo son los de San Buenaventura, Gerson, Dionisio, Cartusiano, Luis de Blo,is, Granada, Estella, Arias, Pinelli, La Puente, Ávila, el Combate espiritual, las Confesiones de San Agustín, las cartas de San Jerónimo, y otros semejantes; y cada día lee un fragmento, con gran devoción, como si leyeses cartas enviadas a ti por los santos, desde el cielo, para enseñarte el camino y alentarte a llegar a él. Lee también las historias y las vidas de los santos, en las cuales, como en un espejo, contemplarás la imagen de la vida cristiana, y ajusta sus actos a tu aprovechamiento, según tu profesión. Porque, aunque muchos actos de los santos no son absolutamente imitables por los que viven en medio del mundo, todos, empero, pueden ser seguidos de cerca o de lejos. La soledad de San Pablo, primer ermitaño, puede ser imitada en tus retiros espirituales o reales, de los cuales hablaremos y hemos tratado más arriba; la extremada pobreza de San Francisco puede ser imitada mediante las prácticas de pobreza que indicaremos después, y así de las demás virtudes. Es verdad que hay ciertas historias que dan más luz que otras, para la dirección de nuestra conducta, como la vida de Santa Teresa de Jesús, la cual es admirable en este aspecto; las vidas de los primeros jesuitas, la de San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán; la de San Luis, la de San Bernardo, las Crónicas de San Francisco, y otras semejantes. Otras hay, en las cuales se encuentra más materia de admiración que de imitación, como la de Santa María Egipciaca, la de San Simeón Estilita, las de las dos santas Catalinas, de Sena y de Génova, de Santa Agueda, y otras por el estilo, que no dejan, no obstante, de producir, en general, un grato gusto de santo amor de Dios. CAPÍTULO XVIII COMO SE HAN DE RECIBIR LAS INSPIRACIONES Entendemos por inspiraciones todos los atractivos, movimientos, reconvenciones y remordimientos interiores, luces y conocimientos que recibimos de Dios, el cual previene nuestro corazón con sus bendiciones, con cuidado y amor paternal, para despertarnos, excitarnos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a los buenos propósitos, en una palabra, a todo lo que nos encamina hacia nuestro bien eterno. Es lo que el Esposo entiende por llamar a la puerta y hablar al corazón de la Esposa, despertarla cuando duerme, llamarla y reclamarla cuando está ausente, invitarla a gustar la miel y a coger las manzanas y las flores de su jardín y a cantar y hacer resonar su dulce voz en sus oídos. Para ajustar perfectamente un casamiento, se requieren tres actos de parte de la doncella que quiere casarse: porque, primeramente, se le propone el partido; en segundo lugar acepta la propuesta, y finalmente, consiente. Asimismo, Dios, cuando quiere hacer en nosotros, por nosotros y con nosotros un acto de gran caridad, primero nos lo propone por medio de sus inspiraciones; después nosotros lo aceptamos, y, por último, consentimos en él; porque, así como para descender hasta el pecado, hay que pasar por tres grados; la tentación, la delectación y el consentimiento, de la misma manera, hay tres para subir hasta la virtud: la inspiración, que es contraria a la tentación; la delectación en la inspiración, que es contraria al deleite en la tentación, y el consentimiento en la inspiración, que es contrario al consentimiento en la tentación. Aunque la inspiración se prolongase durante todo el tiempo de nuestra vida no seríamos, sin embargo, agradables a Dios, si no nos deleitásemos en ella; al contrario: su divina Majestad ::>e ofendería, como se ofendió contra los israelitas, con los cuales, como Él mismo nos lo dice, estuvo por espacio de cuarenta años exhortándoles a que se convirtiesen, sin que jamás hubiesen querido saber nada de ello, por lo que juró, en su ira, que no entrarían en el lugar de su reposo. Así, el galán que hubiese estado, durante mucho tiempo, haciendo la corte a una doncella, quedaría después muy ofendido, si ella no quisiera saber nada del casamiento. El placer que encontramos en las inspiraciones nos acerca mucho a la gloria de Dios, con lo que ya comenzamos a ser agradables a la divina Majestad, pues, aunque esta complacencia no sea un verdadero consentimiento, es una cierta disposición. Y, si es muy buena señal y cosa muy útil complacerse en oír la palabra de Dios, que es como una inspiración interior, es también cosa buena y agradable a Dios complacerse en la inspiración interior; ésta es aquella complacencia de la cual habla la Esposa, cuando dice: «Mi alma se ha derretido de gozo, cuando ha hallado a mi muy amado». Así, el galán está muy contento de la damisela a quien sirve, cuando ve que es correspondido y que ella se complace en su servicio. Finalmente, es el consentimiento el que perfecciona el acto virtuoso, porque, si estando inspirados y habiéndonos complacido en la inspiración, no obstante negamos a Dios el consentimiento, somos en gran manera desagradecidos y hacemos gran agravio a su divina Majestad, pues entonces parece que es mayor el desprecio. Esto es lo que ocurrió a la Esposa, pues, aunque la voz del amado estremeció su corazón de santa alegría, no obstante no le abrió la puerta, sino que se excusó con un frívolo pretexto, lo cual dio lugar a que el Esposo se indignase justamente y, pasando de largo, la dejase. Así el galán, que, después de haber suspirado mucho por una joven y de haberle prestado agradables servicios, se viese al fin rechazado y despreciado, tendría muchos más motivos de disgusto que si su requerimiento no hubiese sido aceptado y correspondido. Resuélvete, pues, Filotea, a aceptar con todo el afecto todas las inspiraciones que a Dios pluguiere enviarte, y, cuando las sientas, recíbelas como mensajeras del Rey celestial, que desea desposarse contigo. Escucha de buen grado sus propuestas; considera el amor con que te las ha inspirado y fomenta la santa inspiración. Consiente, pero con un consentimiento pleno, amoroso y constante, a la santa inspiración, porque, de esta manera, Dios, a quien no puedes obligar, se tendrá por muy obligado a tu afecto. Pero antes de consentir en las inspiraciones de cosas importantes y extraordinarias, aconséjate, para no ser engañada, con tu confesor, a fin de que 61 examine si la inspiración es falsa o verdadera; pues ocurre que el enemigo, cuando ve un alma pronta en dar consentimiento a las inspiraciones, le sugiere, con frecuencia, cosas falsas, para engañarla, lo cual nunca podrá lograr mientras ella obedezca con humildad al director. Una vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha diligencia, llevar a la práctica y ejecutar la inspiración, en lo cual consiste la perfección de la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el corazón sin realizarlo, sería lo mismo que plantar una viña sin querer que diese fruto. Ahora bien, para ello es muy útil el «ejercicio del cristiano» de la mañana y el retiro espiritual, de que hemos hablado más arriba, pues, de esta manera, nos preparamos para hacer el bien, con una preparación, no sólo general, sino, además, particular. CAPÍTULO XIX DE LA SANTA CONFESIÓN Nuestro Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la Penitencia y la confesión para que en él nos purifiquemos de nuestras iniquidades, siempre que por ellas seamos mancillados. No permitas, pues, Filotea, que tu corazón permanezca mucho tiempo manchado por el pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan fácil. La leona que se ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de sí el mal olor que este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue el león no se sienta, por ello, ofendido e irritado; el alma que ha consentido en el pecado ha de tener horror de sí misma y ha de lavarse cuanto antes, por el respeto que debe a la divina Majestad, que le está mirando. ¿Por qué pues, hemos de morir de muerte espiritual, teniendo, como tenemos, un remedio tan excelente? Confiésate devota y humildemente cada ocho días, aunque la conciencia no te acuse de ningún pecado mortal; de esta manera, en la confesión, no sólo recibirás la absolución de los pecados veniales que confieses, sino también una gran fuerza para evitarlos en adelante, una gran luz para saberlos conocer bien y una gracia abundante para reparar todas las pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás la virtud de la humildad, de ¡a obediencia, de la simplicidad y de la caridad, y, en este solo acto de la confesión, practicarás más virtudes que en otro alguno. Ten siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados, por pequeños que sean, y haz un firme propósito de enmendarte en adelante. Muchos confiesan los pecados veniales por costumbre y como por cumplimiento, sin pensar para nada en su enmienda, por lo que andan, durante toda su vida, bajo el peso de los mismos, y, de esta manera, pierden muchos bienes y muchas ventajas espirituales. Luego, si confiesas que has mentido aunque sea sin daño de nadie, o que has dicho alguna palabra descompuesta, o que has jugado demasiado, arrepiéntete y haz el propósito de enmendarte; porque es un abuso confesar un pecado mortal o venial sin querer purificarse de él, pues la confesión no ha sido instituida más que para esto. No hagas tan sólo ciertas acusaciones superfluas, que muchos hacen por rutina: no he amado a Dios como debía; no he rezado con la debida devoción; no he amado al prójimo cual conviene; no he recibido los sacramentos con la reverencia que se requiere, y otras cosas parecidas. La razón es, porque, diciendo esto, nada dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el estado de tu conciencia, pues todos los santos del cielo y todos los hombres de la tierra podrían decir lo mismo, si se confesaran. Examina, pues, de qué cosas, en particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres descubierto, acúsate de las faltas cometidas, con sencillez e ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que no has amado al prójimo como debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre necesitado, al cual podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de él? Pues bien, acúsate de esta particularidad y di: he visto un pobre necesitado, y no lo he socorrido como podía, por negligencia, o por dureza de corazón, o por menosprecio, según conozcas cuál sea el motivo del pecado. Asimismo, - no te acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la devoción que debías; sino que, si has tenido distracciones voluntarias o no has tenido cuidado en elegir el lugar, el tiempo y la compostura requerida para estar atento en la oración, acúsate de ello sencillamente, según sea la falta, sin andar con vaguedades, que nada importan en la confesión. No te limites a decir los pecados veniales en cuanto al hecho; antes bien, acúsate del motivo que te ha inducido a cometerlos. No te contentes con decir que has mentido sin dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria, para excusarte o alabarte, en broma o por terquedad. Si has pecado en las diversiones, di si te has dejado llevar del placer en la conversación, y así de otras cosas. Di si has persistido mucho en la falta, pues, generalmente, la duración acrecienta el pecado, porque es mucha la diferencia entre una vanidad pasajera, que se habrá colado en nuestro espíritu por espacio de un cuarto de hora, y aquella en la cual se habrá recreado nuestro corazón, durante uno, dos o tres días. Por lo tanto, conviene decir el hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues, aunque, ordinariamente, no tenemos la obligación de ser tan meticulosos en la declaración de los pecados veniales, ni nadie está obligado a confesarlos, no obstante, los que quieren purificar bien sus almas, para llegar más fácilmente a la santa devoción, han de ser muy diligentes en dar a conocer al médico espiritual el mal, por pequeño que sea, del cual desean ser curados. No dejes de decir nada de lo que sea conveniente para dar a conocer la calidad de la ofensa, como el motivo por el cual te has puesto airada o por el cual has permitido que alguna persona perseverase en su vicio. Por ejemplo, un hombre que me es antipático me dice en broma, alguna ligereza; yo lo llevo a mal y me pongo airada; en cambio, si otro, con quien simpatizo, me dice algo peor, lo recibiré bien. No me olvidaré, pues, de decir: he pronunciado algunas palabras airadas contra una persona, porque me ha enojado por una cosa que me ha dicho, mas no por la clase de palabras, sino porque me es antipática. Y, si es necesario particularizar las frases que hubieses dicho, para explicarte mejor, harás bien en decirlas, porque, acusándote ingenuamente, no sólo descubres los pecados cometidos, sino también las malas inclinaciones, las costumbres, los hábitos y las demás raíces del pecado, con lo que el padre espiritual adquiere un conocimiento más perfecto del corazón que trata y de los remedios que necesita. Conviene, empero, en cuanto sea posible, no descubrir la persona que haya cooperado a tu pecado. Vigila sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia, viven y se enseñorean insensiblemente de la conciencia, porque así los confesarás mejor y te purificarás de ellos; con este objeto, lee atentamente los capítulos VI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXXV y XXXVI de la tercera parte y el capítulo VIII de la cuarta parte. No cambies fácilmente de confesor, sino, una vez hayas elegido uno, continúa dándole cuenta de conciencia, los días destinados a ello, confesándole ingenua y francamente los pecados que hubieres cometido, y, de vez en cuando, por ejemplo cada mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado de tus inclinaciones, aunque no te hayan inducido a pecado, como si te sientes atormentado por la tristeza o por el tedio, o si te dejas dominar por la alegría, por los deseos de adquirir riquezas o por otras parecidas inclinaciones. CAPÍTULO XX DE LA COMUNIÓN FRECUENTE Se cuenta de Mitrídates, rey del Ponto, que, habiendo inventado el «mitrídato», de tal manera reforzó con él su cuerpo, que como hubiese intentado más tarde suicidarse, para no caer en la servidumbre de los romanos, nunca pudo lograrlo. El Salvador ha instituido el augustísimo sacramento de la Eucaristía, que contiene realmente su carne y su sangre, para que quien le coma viva eternamente; por esta causa, el que usa de él con frecuencia y con devoción, de tal manera robustece la salud y la vida de su alma, que es casi imposible que sea envenenado por ninguna clase de malos efectos. Es imposible alimentarse de esta carne y vivir con afectos de muerte. Porque, así como los hombres del paraíso terrenal podían no morir, por la fuerza de aquel fruto de vida que Dios había puesto allí, de la misma manera pueden no morir espiritualmente, por la virtud de este sacramento de vida. Si los frutos más tiernos y más sujetos a la corrupción, como las cerezas, los albaricoques y las fresas, fácilmente se conservan todo el año confitados con azúcar y con miel, no es de maravillar que nuestros corazones, aunque flacos y miserables, sean preservados de la corrupción del pecado, cuando están azucarados y dulcificados con la carne y la sangre del Rijo de Dios. ¡Oh Filotea! los cristianos que serán condenados no sabrán qué responder, cuando el imparcial Juez les haga ver que, por su culpa, han muerto espiritualmente, siendo así que era una cosa muy sencilla conservar IP vida y la salud, con sólo comer su Cuerpo, que Él les había dado con este fin: «Miserables -les dirá-, ¿por qué habéis muerto, habiéndoos mandado comer del fruto y del manjar de vida?» «En cuanto a recibir la comunión eucarística todos los días, ni lo alabo ni la repruebo; en cuanto a comulgar a lo menos todos los domingos, lo aconsejo y exhorto a todos a que lo hagan, con tal que el alma esté libre de todo afecto al pecado». Así habla San Agustín, por lo cual no alabo ni vitupero absolutamente el que se comulgue diariamente, sino que lo dejo a la discreción del padre espiritual de cada uno, ya que, siendo menester las disposiciones debidas para la comunión frecuente, no es posible dar un consejo general; y, como que estas disposiciones pueden encontrarse en muchas almas, no sería acertado aconsejar de una manera absoluta el alejamiento y la abstención de la comunión diaria, pues es una cuestión que se ha de resolver teniendo en cuenta el estado interior de cada uno en particular. Sería imprudente aconsejar a todos indistintamente esta práctica; pero seria igualmente imprudente censurar a los que la siguen, sobre todo si obran aconsejados por algún digno director. Fue muy graciosa le respuesta de Santa Catalina de Sena, a la cual, mientras hablaba de la comunión frecuente, le opusieron que San Agustín no alababa ni vituperaba el comulgar cada día: «Pues bien-replicó ella-, puesto que San Agustín no lo reprueba, os ruego que tampoco lo reprobéis vosotros, y esto me basta». Filotea, has visto cómo San Agustín exhorta y aconseja que no se deje de comulgar cada domingo; hazlo siempre que te sea posible. Puesto que, como creo, no tienes ningún afecto al pecado mortal, ni tampoco al pecado venial, ya estás en la verdadera disposición que San Agustín exige, y aún en una disposición más excelente, pues ni siquiera tienes afecto al pecado; por lo tanto, cuando le parezca bien a tu padre espiritual, podrás comulgar, con provecho, más de una vez cada semana. Es posible, empero, que sobrevengan algunos impedimentos,. no precisamente de tu parte, sino de parte de aquellos con quienes convives, impedimentos que, en alguna ocasión, pueden aconsejar a un. director prudente el que te diga que no comulgues con tanta frecuencia. Por ejemplo, si estás sujeto a alguien, y las personas a las cuales debes obediencia y sujeción están tan poco instruidas, o están tan pegadas a su parecer, que se inquietan o enojan al ver que comulgas con tanta frecuencia, quizás, bien consideradas todas las cosas será mejor condescender un poco con su debilidad y comulgar menos. Pero esto únicamente se entiende del caso en el cual la dificultad no pueda ser superada de otra manera. Mas, como quiera que esto no se puede precisar de una manera general, será conveniente atenerse, en cada caso a lo que diga el padre espiritual. Lo que puedo asegurarte es que no pueden distar mucho unas de las otras las comuniones de los que quieren servir devotamente a Dios. Si eres prudente, no habrá ni padre, ni esposa, ni marido, que te impida comulgar frecuentemente; porque el ir a comulgar no será ningún estorbo para el cumplimiento de los deberes propios de tu condición; más aún, como que, comulgando, serás cada día más dulce y más amable con ellos y no les negarás ningún servicio, no habrá por qué temer que se opongan a la práctica de este ejercicio, que no les acarreará ninguna molestia, a no ser que obren movidos por un espíritu en extremo quisquilloso e incomprensivo; en este caso, el director, como ya te lo he dicho, te aconsejará cierta condescendencia. Es conveniente, ahora, decir cuatro palabras a los casados. En la Ley antigua, no era cosa bien vista que los acreedores exigiesen el pago de las deudas en día festivo, pero aquella Ley nunca reprobó que los deudores cumpliesen sus obligaciones y pagasen a los que lo exigían. En cuanto a los derechos conyugales, si bien es de alabar la moderación, no es pecado hacer uso de los mismos los días de comunión, y el pagarlos no sólo no es reprobable, sino que es justo y meritorio. Así, pues, nadie que tenga obligación de comulgar se ha de privar de la comunión a causa de las relaciones conyugales. En la primitiva Iglesia, los cristianos comulgaban cada día, aunque estuviesen casados y tuviesen fruto de bendición; por esto te he dicho que la comunión frecuente no ocasiona ninguna molestia ni a los padres, ni a las esposas, ni a los maridos con tal que el alma que comulga sea prudente y discreta. En cuanto a las enfermedades corporales, ninguna puede ser legítimo obstáculo para esta santa participación, a no ser que provocase con mucha frecuencia el vómito. Para comulgar con frecuencia basta con estar libre de pecado mortal y tener un recto deseo de hacerlo. Siempre, empero, es mejor que pidas el parecer al padre espiritual. CAPÍTULO XXI COMO SE HA DE COMULGAR La noche anterior, comienza a prepararte para la Sagrada Comunión, con muchas aspiraciones y deseos amorosos, y acuéstate a la hora conveniente, para que puedas levantarte temprano. Y, si, durante la noche te despiertas, llena enseguida tu corazón o tu boca de palabras olorosas, con las cuales sea tu alma perfumada para recibir al Esposo, el cual, en vela, mientras tú duermes, se prepara para traerte mil gracias y favores, si tú, por tu parte, estás en disposición de recibirlos. Por la mañana, levántate con gran alegría, por la bienaventuranza que esperas, y una vez confesada, ve con gran confianza, mas también con gran humildad, a recibir este pan celestial, que te alimenta para la inmortalidad. Y, después que hubieres dicho estas palabras: «Señor, yo no soy digna», no muevas más la cabeza ni los labios, ni para rezar ni para suspirar, sino que, abriendo con suavidad la boca y levantando lo necesario la cabeza, para que el sacerdote pueda ver lo que hace, recibe, llena de fe, de esperanza y de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual, crees, esperas y amas. ¡Oh Filotea! imagínate que, así como la abeja, después de haber chupado de las flores el rocío del cielo y el néctar más exquisito de la tierra, y, después de haberlo convertido en miel, lo lleva a su panal, de la misma manera, el sacerdote, después de haber tomado del altar el Salvador del mundo, verdadero Hijo de Dios, que, como rocío, desciende del cielo, y verdadero Hijo de la Virgen, que, corno una flor, ha brotado de la tierra de nuestra humanidad, lo pone, como manjar de suavidad, en tu boca y en tu corazón. Una vez lo hayas recibido, mueve tu corazón a rendir homenaje a este Rey Salvador; habla con Él de tus interioridades, contémplalo dentro de ti, donde ha entrado para tu felicidad; finalmente, hazle tan buena acogida como puedas y pórtate de manera que, en todos los actos, se conozca que Dios está en ti. Pero, cuando no puedas tener el gozo de comulgar realmente en la santa Misa, comulga, a lo menos, de corazón y en espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a esta carne vivificadora del Salvador. Tu gran anhelo, en la comunión, ha de ser avanzar, robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya que por amor, debes recibir al que, sólo por amor, se da a ti. No, el Salvador no puede ser considerado en una acción ni más amorosa ni más tierna que ésta, en la cual podemos afirmar que se anonada y convierte en manjar, para penetrar en nuestras almas y unirse íntimamente al corazón y al cuerpo de sus fieles. Si los mundanos te preguntan por qué comulgas con tanta frecuencia, diles que lo haces para aprender a amar a Dios, para purificarte de tus imperfecciones, para consolarte en sus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades. Diles que son dos las clases de personas que han de comulgar con frecuencia: las perfectas, porque, estando bien dispuestas, faltarían, si no se acercasen al manantial y a la fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente para que puedan aspirar a ella; las fuertes, para no enflaquecer, y las débiles, para robustecerse; las enfermas, para sanar, y las que gozan de salud, para no caer enfermas; y tú, como imperfecta, débil y enferma, tienes necesidad de unirte, con frecuencia, con tu perfección, con tu fuerza y con tu médico. Diles que los que no están muy atareados han de comulgar con frecuencia, porque tienen tiempo para ello, y que los que tienen mucho trabajo también, porque lo necesitan, pues los que trabajan mucho y andan cargados de penas, han de tomar manjares sólidos y frecuentes. Diles que recibes el Santísimo Sacramento para aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no se hace con frecuencia. Filotea, comulga mucho, tanto cuanto puedas, con el parecer de tu padre espiritual; y, créeme, las liebres de nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no ven ni comen más que nieve; y tú, a fuerza de adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza misma, en este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa, toda buena y toda pura. (Tercera parte) TERCERA PARTE DE LA INTRODUCCIÓN Muchos avisos sobre el ejercicio de las virtudes CAPÍTULO I DE LA ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER EN CUANTO AL EJERCICIO DE LAS VIRTUDES El rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va rodeado de su pequeño pueblo, y la caridad nunca entra en un corazón si no lleva consigo todo el séquito de las demás virtudes, a las que ejercita y hace trabajar, como un capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni súbitamente, ni de la misma manera, ni siempre, ni en todas partes. El justo es «como el árbol plantado junto a la corriente de las aguas' que lleva su fruto a su tiempo», porque la caridad, al rociar una alma, produce en ella las obras de virtud, y cada una a su debido tiempo. «La música -dice el Proverbio-, es inoportuna en un duelo». Muchos padecen de un defecto, a saber, que cuando emprenden la práctica de una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la misma en toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos filósofos, quieren o siempre reír o siempre llorar; y aun se conducen peor cuando censuran o critican a los que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal como ellos lo hacen. «Hay que alegrarse con los que están alegres y llorar con los que lloran», dice el Apóstol, y «la caridad es paciente, benigna», generosa, prudente, condescendiente. Hay, no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad y la humildad son unas virtudes que han de informar todas las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más excelentes que éstas: el uso, empero, de éstas es más necesario. El azúcar es más excelente que la sal; pero el uso de la sal es más frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena provisión de esas virtudes generales, pues es menester servirse de ellas casi continuamente. Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho placer en las asperezas de las mortificaciones corporales, para gozar más fácilmente de las dulzuras espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era merecedora de reprensión, porque, contra el parecer de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían obrado mal si se hubiesen distraído de este santo ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres, aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas son las virtudes del prelado, otras las del príncipe, otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en aquellas que exige el género de vida a que ha sido llamado. Entre las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares, hemos de preferir las más excelentes a las más vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos parecen mayores únicamente porque están más cerca de nosotros, y en un medio más denso, comparado con el de las estrellas. De la misma manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así, materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el vulgo, el cual tiene en más la limosna material que la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura, la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del corazón, que, no obstante, son mucho más excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no las más apreciadas; las más excelentes y no las más vistosas, las más buenas y no las de más relumbrón. Es muy útil que cada uno elija un ejercicio particular de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino para tener el espíritu más ajustadamente ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga, te conduciré a su presencia». Entendió el santo cue era la misericordia con los pobres lo que Dios le recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino, deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro, cogió en su casa a un pobre todo él lleno de lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la mortificación, y para practicarlo más dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos, correréis gran peligro de perder vuestras coronas». El rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y servía a los enfermos con sus propias manos. San Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su dama; Santo Domingo se entregó a la predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran Abralián, y, como éste hospedó al Rey de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la propia abyección; Santa Catalina de Génova habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia, acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando siempre a esta devota joven, le dio ocasión de practicar dignamente la dulzura y la condescendencia. Así, entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a enseñar la doctrina cristiana a los niños, otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos, combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata para hacer toda clase de flores; así, estas almas piadosas que emprenden algún ejercicio particular de devoción, se sirven de él, como de un fondo, para su bordado espiritual, sobre el cual practican la variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados, porque los relacionan con su ejercicio principal, y así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas bien bordada. Cuando somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la medida de lo posible, emprender la práctica de la virtud contraria, haciendo que todas las demás cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no dejaremos de avanzar en todas las virtudes. |
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