¡Dios te salve María!
 

Job, que, al  practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las  tentaciones que le acometieron, se hizo santo y virtuoso en  toda suerte de virtudes. Y aún ha ocurrido que, como  dice San Gregorío Nacianceno, por un solo acto de  virtud, practicado con perfección, una persona ha  llegado a la cumbre de la santidad, y pone como ejemplo  Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta  la hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero  esto se entiende de cuando el acto se hace de una manera  excelente, con gran fervor y caridad.

 

  

CAPÍTULO  II

 

CONTINUACIÓN  DEL MISMO RAZONAMIENTO SOBRE LA ELECCIÓN DE LAS  VIRTUDES

 

Dice  muy bien San Agustín que los que comienzan a  ejercitarse en la devoción cometen ciertas faltas,  que, si atendemos al rigor de las leyes de la  perfección, han de ser castigadas, pero que, no  obstante, son loables por el buen presagio que revelan de  una futura excelencia en la piedad, para la cual incluso  sirven de disposición. Aquel servil y vulgar temor  que engendran los excesivos escrúpulos en las almas  recién salidas del camino del pecado, es una virtud  recomendable en los que comienzan, y augurio seguro de una  futura pureza de conciencia; pero este mismo temor  sería vituperable en los que están muy adelantados, en cuyo corazón ha de reinar el amor,  que, poco a poco, aleja esta clase de temor servil.

 

 San  Bernardo era, al principio, muy riguroso y muy áspero  con los que se acogían a su dirección, a los  cuales decía, sin preámbulos, que  habían de dejar el cuerpo e ir a él solamente  con el espíritu. Cuando oía sus confesiones,  reprendía con una severidad extraordinaria toda  suerte de faltas, por pequeñas que fuesen, y de tal  manera movía a los pobres principiantes hacia la  perfección, que, a fuerza de empujarlos, más  bien los alejaba de ella; porque perdían el  ánimo y el aliento al sentirse con tanta violencia  arrastrados por una subida tan alta y tan empinada. Como  ves, Filotea, era el celo ardentísimo de una perfecta  pureza lo que inducía a aquel gran santo a seguir  este método, y aquel celo era una gran virtud, pero  virtud que no dejaba de ser reprensible. Por esto, el mismo  Dios, por medio de una sagrada aparición, le  corrigió, y derramó sobre su alma un  espíritu dulce, suave, amable y delicado, merced al  cual, fue todo otro, se acusó de haber sido tan  exigente y severo, y llegó a ser tan afable y  condescendiente con cada uno, que se hizo «todo» a  todos para ganarlos a todos.

 

 San  Jerónimo, después de haber referido que Santa  Paula, su amada hija espiritual, era, no sólo  excesiva, sino pertinaz en sus mortificaciones, de suerte  que no quería someterse a la orden en contra que su  obispo, San Epifanio, le había dado en este punto, y  que, además de esto, de tal manera se dejaba dominar  por la tristeza, cuando moría alguno de los suyos,  que siempre estaba en peligro de muerte, añade:  «Dirán que, en lugar de escribir las alabanzas  de esta santa, escribo las censuras y vituperios. Pongo por  testigo a Jesús, a quien ella ha servido, y al cual  yo quiero servir, que no miento, ni por exceso ni por  defecto, sino que escribo ingenuamente lo que ella es, como  un cristiano debe escribir de una cristiana, es decir, que  escribo la historia, y no un panegírico, y que sus  vicios son las virtudes de los demás». Quiere  decir que las imperfecciones y los defectos de Santa Paula,  serían virtudes en un alma menos perfecta, como, en  efecto, hay actos que son considerados como imperfecciones  en los que son perfectos, los cuales actos serían  tenidos como grandes perfecciones en los que son  imperfectos. Es muy buena señal, en un enfermo, la  hinchazón de las piernas durante su convalecencia,  porque ella revela que la naturaleza, al ser reforzada,  elimina los malos humores, que en ella están de  más; pero esta misma señal sería mala,  en quien no estuviese enfermo, porque denotarla que la  naturaleza no tiene la fuerza suficiente para hacer  desaparecer y resolver los humores. Filotea, hemos de tener  buen concepto de aquellos que practican las virtudes, aunque  sea con imperfecciones, pues los mismos santos las  practicaron, con frecuencia, de esta manera; pero, en cuanto  a nosotros, hemos de tener cuidado de practicarlas, no  sólo con fidelidad, sino también con  prudencia, y, con este objeto, hemos de observar con todo  rigor la advertencia del Sabio: «no estribes en tu  propia prudencia», sino en la de aquellos que Dios nos  ha dado por directores.

 

 Hay  muchas cosas que se toman por virtudes y que no lo son en  manera alguna. Acerca de ellas quiero decirte cuatro palabras: tales son los éxtasis, los arrobamientos,  las insensibilidades, las uniones deificadas, las  elevaciones, las transformaciones y otras perfecciones por  el estilo, de que tratan algunos libros, los cuales ofrecen  elevar al alma hasta la contemplación puramente  intelectual, a la aplicación esencial del  espíritu y a la vida supereminente. Pues bien,  Filotea, estas perfecciones no son virtudes, sino más  bien recompensas que Dios otorga por las virtudes, o, mejor  aún, una muestra de los goces de la vida futura, que  alguna vez se concede a los hombres, para hacerles desear su  total posesión, que sólo se encuentra en el  cielo. Por lo mismo, no hay que aspirar a estas gracias,  pues no son, en manera alguna, necesarias para servir bien y  amar a Dios, lo cual ha de ser nuestro único anhelo.  Además, con mucha frecuencia, son gracias que no  podemos alcanzar con nuestro esfuerzo y trabajo, ya que  más bien son pasiones que acciones, que podemos  recibir, pero no producir en nosotros. Añado que no  nos hemos de proponer otra cosa que llegar a ser personas de  bien, devotas, hombres piadosos, mujeres piadosas; en esto,  pues, hemos de trabajar; y si Dios quiere elevarnos a estas  perfecciones angélicas, también seremos buenos  ángeles; pero, entretanto, ejercitémonos  sencilla, humilde y devotamente en las pequeñas  virtudes, cuya adquisición ha propuesto Nuestro  Señor a nuestro esfuerzo y trabajo; como la  paciencia, la bondad, la mortificación del corazón, la humildad, la obediencia, la pobreza, la  castidad, la amabilidad con el prójimo, el sufrir sus  imperfecciones, la diligencia, el santo fervor.

 

 Dejemos,  pues, de buen grado, las sublimidades a las almas muy  encumbradas: nosotros no merecemos un lugar tan alto en el servicio de Dios; dichosos seremos, si le servimos en la  cocina, en la despensa, de lacayos, de mozos de cuerda, de  camareros; es cosa de su incumbencia, si le parece bien  llamarnos a su cámara y a su consejo privado.  Sí, Filotea, porque este Rey de la gloria, no  recompensa a sus servidores según la dignidad del  cargo que ocupan, sino según el amor y la humildad  con que los desempeñan. Saúl, mientras iba en  busca de los asnos de su padre, encontró el reino de  Israel; Rebeca, mientras daba de beber a los camellos de  Abrahán, llegó a ser esposa de su hijo; Rut,  cogiendo espigas, detrás de los segadores de Booz, y recostándose a sus pies, fue llamada a su lado y fue  hecha esposa suya. Ciertamente, las pretensiones muy  elevadas de cosas extraordinarias están, en gran  manera, expuestas a ilusiones, engaños y falsedades,  y ocurre algunas veces que los que se imaginan ser  ángeles, no son ni siquiera hombres de bien, y que,  en realidad, hay más grandeza en las palabras y en  los términos que emplean, que en el sentimiento y en  las obras. No obstante, nada hemos de despreciar ni censurar temerariamente, sino que, sin dejar de bendecir a Dios por  el encumbramiento de los demás, permanezcamos  humildemente en nuestro camino, más bajo, pero  más seguro, menos excelente, pero más de  acuerdo con nuestra insuficiencia y pequeñez, y, si  perseveramos humilde y fielmente en él, Dios nos  levantará a grandezas más sublimes.

 

  

CAPÍTULO  III

 

DE LA  PACIENCIA

 

«Es  menester que tengáis paciencia, para que, cumpliendo  la voluntad,, de Dios, alcancéis su promesa»,  dice el Apóstol. Sí, porque, como había  dicho el Salvador, «en vuestra paciencia,  poseeréis vuestras almas». Este es el gran bien  del hombre, Filotea: poseer su alma; y, conforme es  más perfecta nuestra paciencia, más  perfectamente también poseemos nuestras almas.  Recuerda, con frecuencia, que Nuestro Señor nos ha  salvado sufriendo y aguantando, y que, así mismo,  nosotros hemos de conseguir nuestra salvación con los  sufrimientos y aflicciones, aguantando las injurias,  contradicciones y penas, con toda la suavidad que nos sea  posible.

 

 No  limites tu paciencia a tal o cual clase de injurias y de  aflicciones, sino extiéndela universalmente a todas  las que Dios te envíe o permita que te sobrevengan.  Algunos hay que sólo quieren sufrir las tribulaciones  que son honrosas, como, por ejemplo, ser heridos o caer  prisioneros en la guerra, ser maltratados a causa de su fe,  empobrecerse por algún pleito después de  haberlo ganado; mas éstos no aman la  tribulación, sino la honra que acarrea. El verdadero  paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las  tribulaciones vinculadas a la ignominia, que las honrosas.  Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, no es  sino dulzura para un hombre de carácter; pero ser  reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien,  por los amigos, por los padres, he aquí donde  está el mérito. Es más digna de estima  la mansedumbre con que San Carlos Borromeo soportó,  durante mucho tiempo, las públicas reprensiones que  un gran pecador, de una Orden extremadamente reformada,  lanzaba contra él desde los púlpitos, que la  paciencia con que toleró los ataques de todos los  demás. Porque, así como las picaduras de  abejas escuecen más que las de las moscas, así  el daño que recibimos de las personas buenas y la contradicción de que éstas nos hacen objeto,  son más insoportables que las de los demás, y  ocurre, con frecuencia, que dos hombres de bien, llenos de  buena intención, con motivo de diversidad de  opiniones, se causan mutuamente grandes contradicciones y  persecuciones.

 

 Seas  paciente, no sólo en lo más grande y principal  de las aflicciones que te sobrevengan, sino también  en lo accesorio y accidental que de ellas se deriva. Muchos  querrían soportar algún mal, pero sin sentir  la molestia. «Poco me importaría, dice uno,  haberme empobrecido, si no fuese porque esto me  privará de servir a mis amigos, de educar a mis hijos  y de vivir de una manera honrosa, según  quisiera». Y otro dirá: «Yo no me  apuraría, si no fuese porque el mundo creerá  que esto ha ocurrido por mi culpa». Otro  fácilmente se conformaría con paciencia, que  hablasen mal de él, con tal que nadie creyese al calumniador. Otros quisieran sufrir algunas molestias del  mal, pero no todas; no se impacientan, dicen, porque  están enfermos, sino porque no tienen recursos para  hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los  que les rodean. Mas yo digo, Filotea, que hay que tener  paciencia, no sólo para estar enfermo, sino  también para tener la enfermedad que Dios quiere,  donde quiere, entre las personas que quiere y con las  incomodidades que quiere, y así de todas las otras  tribulaciones.

 

 Cuando  te sobrevenga algún mal, procura combatirlo,  según la voluntad de Dios, porque obrar de otra  manera sería tentar a su divina Majestad; pero,  después, espera con entera resignación el  resultado que Dios permita. Si Él quiere que los  remedios venzan al mal, le darás las gracias con  humildad; pero, si le place que el mal sea más fuerte  que los remedios, bendícelo también con  paciencia. Soy del parecer de San Gregorio: si eres acusada  justamente, por alguna culpa que hayas cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la  acusación que contra ti se ha hecho. Si la  acusación es falsa, excúsate con dulzura,  negando que seas culpable, porque te obliga a ello la  reverencia a la verdad y la edificación del  prójimo; pero, si después de tu verdadera y  legítima excusa, persiste la acusación, no te  perturbes en manera alguna, ni te esfuerces en hacer aceptar  tus razones, porque, una vez hayas cumplido tu deber con la  verdad, has de cumplirlo con la humildad.

 

 Quéjate  tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es  cosa cierta que, ordinariamente, el que suele quejarse peca,  porque el amor propio siempre exagera las injurias; pero,  sobre todo, no te lamentes en presencia de personas inclinadas a indignarse y a pensar mal. Y, si fuese  conveniente desahogarte con alguien, ya para poner remedio a  la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo con  almas tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra  manera, en lugar de dar descanso a tu corazón,  provocarán mayores inquietudes; en lugar de arrancar  la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.

 

 Muchos,  cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o  agraviados por alguien, se guardan mucho de quejarse y de mostrarse resentidos, porque les parece (y es cierto) que  esto denota evidentemente una gran falta de energía y  de generosidad; pero desean, en gran manera, y buscan, con  mil rodeos, que todos les compadezcan, que tengan mucha  lástima de ellos y que se les considere, no solamente  afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro  está que esto es paciencia, pero es una paciencia  falsa, la cual bien considerada, no es más que una  muy delicada y muy fina ambición y vanidad:  «Estos tienen gloria -dice el Apóstol---, pero  no delante de Dios». El verdadero paciente no se queja  del mal, ni desea que le compadezcan; habla de él con  ingenuidad, verdad y sencillez, sin lamentarse, sin  quejarse, sin exagerar, y, si le compadecen, lo tolera  pacientemente, a no ser que le compadezcan de un mal que no  tiene; porque, entonces, declara modesta-rente que no padece  mal, y, si lo tiene, permanece con aire tranquilo entre la  verdad y la paciencia, reconociéndolo, pero sin  quejarse.

 

 En  las contradicciones que sobrevendrán en el ejercicio  de la devoción (porque no faltarán),  acuérdate de las palabras de Nuestro Señor:  «La mujer, cuando está de parto padece grandes  angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las olvida, porque  ha dado un hombre al mundo>. Tú has concebido en  tu alma al más digno hijo del mundo, que es  Jesucristo. Antes de que se forme del todo, forzosamente  sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez  pasados estos sufrimientos, te -quedará el gozo  eterno de haber dado a luz un tal hombre; Él  permanecerá enteramente formado en tu corazón  y en tus obras por la imitación de su vida.

 

 Cuando  estés enferma, ofrece todos tus dolores, penas, y  angustias al servicio de Nuestro Señor, y  suplícale que los una a los tormentos que  sufrió por ti. Obedece al médico: toma los  medicamentos, los alimentos y los otros remedios por amor de  Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor  nuestro. Desea curarte para servirle; pero no rehúses  agravarte para obedecerle, y disponte a morir, si así  le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de que  las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de  cosas muy amargas y que, de la misma manera, nosotros nunca  podemos hacer actos de mayor dulzura y paciencia, ni  arreglar mejor la miel de las más excelentes  virtudes, que comiendo el pan de amargura y viviendo de  angustias. Y, así como la miel extraída de la  flor del tomillo, hierba pequeña y amarga, es la  mejor de todas, así la virtud, que se ejercita en las  amarguras de las más viles, bajas y abyectas  tribulaciones, es la más excelente de todas.

 

 Contempla,  con frecuencia, con los ojos interiores, a Jesucristo  crucificado, despojado, blasfemado, calumniado, abandonado,  y, finalmente, saturado de toda clase de angustias, de  tristezas y de trabajos, y considera que todos tus sufrimientos, ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en  manera alguna, compararse con los suyos, y que jamás  padecerás tú por Él cosa alguna, que  equivalga a lo que Él ha sufrido por ti. Considera  las penas que sufrieron los mártires y las que sufren tantas personas, más graves, sin comparación,  que las que a ti te afligen, y di: « ¡ Ah,  Señor!, mis trabajos son consuelos y mis penas son  rosas, comparadas con las de aquellas personas que viven en  una muerte continua, sin socorro, sin asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente mayores».

 

  

CAPÍTULO  IV

 

DE LA  HUMILDAD EXTERIOR

 

«Pide  prestado -dijo Eliseo a una pobre viuda- y toma muchas  jarras vacías y llénalas de aceite». Para  recibir la gracia de Dios en nuestros corazones, es menester  tenerlos vacíos de nuestra propia gloria. El  cernícalo, chillando y mirando de prisa las aves, las  espanta, por una propiedad y virtud secreta que tiene; por  esto las palomas lo aprecian más que a todas las  otras aves y viven seguras cerca de él. Así la  humildad ahuyenta a Satanás, y, por esto, todos los  santos, y, particularmente el Rey de los santos y su Madre,  siempre han honrado y amado esta digna virtud más que  ninguna otra entre todas las virtudes morales.

 

 Dicen  que es vana la gloria que el hombre se da a sí mismo,  o porque no está en nosotros, o porque está en  nosotros, pero no es nuestra; o porque está en  nosotros y es nuestra, pero no merece la pena de que nos  gloriemos de ella. La nobleza del linaje, el favor de los  magnates, el aura popular, son cosas que no están en  nosotros, sino en nuestros antepasados. Algunos se muestran  orgullosos y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo  corcel, o porque llevan un penacho de plumas en su sombrero,  o porque visten lujosamente; mas, ¿quién no ve  que esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay  gloria, ésta pertenece al caballo, al ave o al  sastre; y ¿qué mezquindad no supone tomar  prestada la estima a un caballo, a unas plumas o a unos  adornos? Otros presumen y se contemplan por unos bigotes muy  afilados, por una barba bien cortada, por unos cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben  bailar, jugar y cantar; pero, ¿no supone mucha pobreza  de carácter el querer aumentar el propio valer y  acrecentar la propia reputación con cosas tan  frívolas y vanas? Otros, por un poco de ciencia que  poseen, quieren ser honrados y respetados de todos, como si  todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros;  por esto les llaman pedantes. Otros se pavonean, al  considerar su hermosura, y creen que todo el mundo les hace  la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e  impertinente, y la gloria, que estas cosas tan  frívolas reportan, se llama vana, estúpida,  frívola.

 

 El  bien verdadero se conoce como el verdadero bálsamo;  el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va  al fondo y queda debajo, señal es de que es  más fino y de más precio. Así, para  conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad,  a la modestia y a la sumisión, porque entonces son  verdaderos bienes; pero, si sobrenadan y quieren aparecer,  serán bienes tanto menos verdaderos, cuanto  más aparentes. Las perlas que se forman o se  crían en medio de los vientos y del ruido de los  truenos sólo tienen la corteza de perlas y  están vacías de substancia; así  también las virtudes y las buenas cualidades de los  hombres, forjadas y alimentadas en el orgullo, en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de  bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.

 

 Los  honores, las categorías y las dignidades son -como el  azafrán, que se hace mejor y más abundante,  cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se  contempla pierde el honor de la belleza; la hermosura, para  ser graciosa, ha de ser descuidada; la ciencia nos deshonra,  cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si  somos exigentes en lo que se refiere a las  categorías, a las procedencias, a los títulos,  además de exponer nuestras cualidades al examen, a la  discusión y a la contradicción, las  envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor,  que es una gran cosa cuando es recibido como un don,  degenera cuando es exigido, buscado o mendigado. Cuando el  pavo real se hincha, para verse, y levanta sus hermosas  plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de  poco honroso; las flores, que plantadas en tierra son bellas, se marchitan si son manoseadas. Y, así como  aquellos que huelen la mandrágora de lejos y como de  paso, perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y  durante mucho rato, e adormecen y enferman, así los  honores comunican un dulce consuelo al que los huele a  distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en  ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son en  gran manera dignos de censura y vituperio.

 

 El  deseo y el amor de la virtud comienza a hacernos virtuosos;  pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables y vituperables. Los espíritus nobles no  se entretienen en estas pequeñeces de lugares, de  honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué  ocuparse; esto es propio de espíritus  frívolos. El que puede tener perlas no se carga de conchas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por  los honores. Claro está que todos pueden permanecer  en su categoría y mantenerse en ella, sin faltar a la  humildad; pero esto se ha de hacer con descuido y sin  exigencias, porque, así como los que vienen del  Perú, además de oro y plata traen monos y  papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en  la categoría y en los honores que les corresponden,  con tal, empero, que esto no sea a costa de demasiados  cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o  inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No  hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de  ciertas circunstancias particulares de las que pueden  seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es  menester que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción que esté hermanada  con la caridad y la cortesía.

 

  

CAPÍTULO  V

 

DE LA  HUMILDAD MÁS INTERIOR

 

Pero  tú, Filotea, deseas que te conduzca más  adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que te  he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora,  pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se  atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha  hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y  complacencia, en lo cual, ciertamente, se engañan,  porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el  verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la  consideración de sus beneficios; cuanto más  los conozcamos, más le amaremos; y como que los  beneficios particulares mueven más que los comunes,  deben ser considerados con más atención.

 

 A la  verdad, nada Puede humillarnos tanto delante de la  misericordia de Dios como la consideración de sus  beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su  justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos  lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros  hemos hecho contra Él, y, así como pensamos  minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también  minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que  Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras  tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay  en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan  los mulos de ser animales pesados y mal olientes, por el  hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados  del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que  no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por  qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la  consideración viva de las gracias recibidas nos  humilla, pues el conocimiento engendra el reconocimiento.  Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos  halaga cierta vanidad, el remedio infalible será  acudir a la consideración del nuestras ingratitudes,  de nuestras imperfecciones, de nuestras miserias. Si  meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con  nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando  ha estado con nosotros no es según nuestra manera de  ser ni de nuestra propia cosecha; mucho nos alegraremos  ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello  más que a Dios, porque Él es el único  autor. Así la Santísima Virgen confiesa que  Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce  únicamente para humillarse y glorificar a  Dios:«Mi alma, dice, glorifica al Señor, porque  ha hecho en mí cosas grandes».

 

 Decimos  muchas veces que no somos nada, que somos la misma miseria y  el desecho del mundo, pero mucho nos dolería que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo  de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos  busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que  queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin  de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no  toma el aire de tal y no dice muchas palabras humildes,  porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino  también y principalmente desea ocultarse ella misma,  y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar  al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente desconocida y a  cubierto.

 

 He  aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos  palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero  sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos  exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es  humillando nuestro corazón; no aparentemos que  deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de  verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado  que, a veces, exige la cortesía que demos la  preferencia a aquellos que evidentemente no la  tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa  humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar  preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es  posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su  comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de  respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son,  con tal que el corazón de aquel que las pronuncia  tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien  las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al  decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Es verdad que,  además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se  ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos,  para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del  corazón. El hombre humilde preferirá que otro  diga de él que es miserable, que no es nada, que no  vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo  menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no  desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado;  porque, puesto que él así lo cree firmemente,  está contento de que los demás sean del mismo  parecer.

 

 Muchos  dicen que dejan la oración mental para los perfectos,  porque no son dignos de ella; otros dicen que no se atreven  a comulgar con frecuencia, porque no se sienten lo bastante  puros; otros añaden que a causa de su miseria y  fragilidad, temen deshonrar la devoción si la  practican; otros se niegan a emplear sus talentos en el  servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su  flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son  instrumentos de algún bien, y temen quedarse a  obscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas  cosas no son sino artificios y una especie de humildad no  solamente falsa, sino además, maligna, con la cual  pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las  cosas de Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de  humildad el amor propio que hay en su parecer, en su  carácter y en su indolencia. «Pide al  Señor una señal de lo alto de los cielos o de  lo profundo del mar», dijo el Profeta al desdichado  Acaz, y él respondió: «No la  pediré ni tentaré al Señor». *¡Oh, el malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y,  con el pretexto de humildad, se excusa de aspirar a la  gracia, a la cual le invita la divina bondad. Pero,  ¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos  mercedes, es orgulloso el rehusarlas?; ¿que los dones  de Dios nos obligan a aceptarlos y que la humildad consiste  en obedecer y en seguir tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues bien, el deseo de Dios es que seamos perfectos,  uniéndonos a Él e imitándole cuanto  podamos. El orgulloso que se fía de sí mismo,  tiene mucha razón cuando no quiere emprender nada;  pero el humilde es tanto más animoso, cuanto  más impotente se reconoce, y, cuanto más  miserable se considera, tanto más valiente es, porque  tiene puesta toda su confianza en Dios, que se complace en  hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y  levantar su misericordia sobre el pedestal de nuestra  miseria. Conviene, pues, que nos atrevamos humilde y  santamente a hacer todo lo que aquellos que dirigen a  nuestra alma creen conforme con nuestro aprovechamiento.

 

 Pensar  que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente;  querer sentar plaza de sabios, en lo que no conocemos, es  una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no quisiera  hacer el sabio en lo que sé, ni tampoco hacer el  ignorante. Cuando la caridad lo exige, se ha de comunicar  sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo  lo que necesita para su instrucción, sino  también lo que le es útil para su consuelo;  porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para  conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la  caridad lo exige, para aumentarlas, engrandecerlas y  perfeccionarlas. En esto, se parece a aquel árbol de  la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y mantiene  cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes de aquella  región dicen que estas flores duermen de noche.  Asimismo, la humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes  y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si no es  obligada por la caridad, la cual, siendo, como es, una  virtud no humana, sino celestial, no moral, sino divina, es  el verdadero sol de todas las virtudes, sobre las cuales  siempre ha de dominar, por lo que la humildad que  daña a la caridad es indudablemente falsa.

 

 Yo  no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la  humildad me impide hacer el sabio, la simplicidad y la  sinceridad me impiden hacer el necio; y, si la vanidad es  contraria a la humildad, el artificio, la afectación  y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la  sinceridad. Y, si algunos siervos de Dios se han fingido  locos, para hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es menester admirarles, pero no imitarles, pues ellos  han tenido motivos para llegar a estos excesos, los cuales  son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de  sacar de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a  David, si bien danzó y saltó delante del Arca  de la Alianza algo más de lo que convenía a su  condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco,  sino que, sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos  movimientos exteriores, en consonancia con la extraordinaria  y desmesurada alegría que sentía en su  corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se  lo echó en cara, como si fuese una locura, él  no se afligió al verse humillado, sino que,  perseverando en la ingenua y verdadera demostración  de su gozo, dio testimonio de que estaba contento de recibir  un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que,  si por los actos de una verdadera e ingenua devoción,  te tienen por vil, abyecta o loca, la humildad hará  que te alegres de este feliz oprobio, la causa del cual no serás tú, sino los que te lo infieran.

 

  

CAPÍTULO  VI

 

QUE LA  HUMILDAD HACE QUE AMEMOS NUESTRA PROPIA  ABYECCIÓN

 

Voy  más lejos, Filotea, y te digo que, en todo y por  todo, ames tu propia abyección. Pero me dirás:  ¿qué significa esto: ama tu propia  abyección? En latín, abyección quiere  decir humildad, y humildad quiere decir abyección, de  manera que, cuando Nuestra Señora, en su sagrado  cántico, dice: «porque el Señor ha visto  la humildad de su sierva, todas las generaciones me llamarán bienaventurada », quiere decir que el  Señor ha visto de buen grado su abyección,  vileza y bajeza, para colmarla de gracias y favores. Con  todo hay mucha diferencia entre la virtud de la humildad y  la abyección, porque la abyección es la pequeñez, la bajeza y la vileza que hay entre  nosotros, sin que nosotros pensemos en ello; pero la virtud  de la humildad es el verdadero conocimiento y voluntario  reconocimiento de nuestra abyección. Ahora bien, el  punto más encumbrado de esta humildad consiste, no  sólo en reconocer voluntariamente nuestra  abyección, sino en amarla y en complacernos en ella,  y no por falta de ánimos y de generosidad, sino para  más ensalzar a la divina Majestad y más amar  al prójimo en comparación con nosotros mismos.  Esta es la cosa a la cual te exhorto, y, para que lo  entiendas mejor, sepas que entre los males que padecemos  unos son abyectos y otros honrosos. Muchos se conforman con  los honrosos, pero nadie quiere acomodarse a los abyectos.  He aquí un devoto ermitaño harapiento y  tiritando de frío: todos honran su hábito  deshecho y compadecen su austeridad; pero si se trata de un  pobre obrero, de un pobre joven, de una pobre muchacha, son  despreciados, objeto de burla; su pobreza es abyecta. Un  religioso recibe resignadamente una áspera  reprensión de su superior, o un hijo la recibe de su  padre: todo el mundo llamará a esto  mortificación, obediencia y prudencia; un caballero o  una dama sufrirán lo mismo de parte de otra persona,  y, aunque la soporten por amor de Dios, todos les  motejarán de cobardía y poquedad de  espíritu. Una persona tiene un cáncer en un  brazo y otra en la cara: aquélla sólo tiene el  mal, pero ésta, además del mal, padece el menosprecio, el desdén y la abyección. Pues  bien, te digo ahora que no sólo hemos de apreciar el  mal, lo cual se hace con la virtud de la paciencia, sino  también la abyección, lo cual se hace con la  virtud de la humildad.

 

 También  hay virtudes abyectas y virtudes honrosas: la paciencia, la  mansedumbre, la simplicidad y la humildad son virtudes que  los mundanos tienen por viles y abyectas; al contrario,  tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la  liberalidad. Y, aun entre los actos de una misma virtud,  unos son objeto de desprecio y otros de honra: dar limosna y  perdonar las injurias son actos de caridad; el primero es  honrado por todos, y el segundo despreciable a los ojos del  mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al  desorden de una pandilla desenfrenada en el hablar, en el  jugar, en el bailar, en el beber, en el vestir, serán  criticados o censurados por los demás y su modestia  será calificada de hipocresía o  afectación: pues bien, amar esto es amar la propia  abyección. He aquí otra manera de amarla:  vamos a visitar a los enfermos; si soy enviado al más miserable, esto será para mi un motivo de  abyección, según el mundo, y, por esto mismo  la amaré; si me envían a visitar a los de  categoría, será una abyección  según el espíritu, porque en ello no hay tanta  virtud ni mérito ' y por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en medio de la calle,  además del daño que se hace, es objeto de  burla; es menester querer esta abyección. Hay faltas  en las cuales no se encuentra otro mal que la  abyección; la humildad no nos exige que las cometamos expresamente, pero exige que no nos inquietemos cuando las  hayamos cometido: tales son ciertas ligerezas, faltas de educación, descuidos, las cuales hay que evitar, por  razones de buena educación y de prudencia, antes de  que se cometan; pero una vez cometidas, hay que aceptar la  abyección que de ellas proviene, y hay que aceptarla  de buen grado, para practicar la santa virtud de la  humildad. Más aún: si me he dejado llevar de  la ira o de la disolución, hasta decir palabras inconvenientes, que han redundado en ofensa de Dios o del  prójimo, me arrepentiré vivamente y  estaré afligido de la ofensa, la cual  procuraré reparar de la mejor manera que me sea  posible; pero no dejaré de aceptar la  abyección y el desprecio que de ello me sobrevengan,  y, si una cosa pudiese separarse de la otra,  rechazaría enérgicamente el pecado y me  quedaría humildemente con la abyección.

 

 Pero,  aunque amemos la abyección que proviene del mal, es  menester que, con recursos apropiados y legítimos,  pongamos remedio al mal que la ha causado, sobre todo cuando  el mal acarrea consecuencias. Si tengo en el rostro  algún mal repugnante, procuraré su  curación, pero sin olvidar la abyección que  trae consigo. Si he hecho alguna cosa que no of ende a nadie, no me disculparé de ella, porque, aunque esta  cosa sea algún defecto, no es permanente, y no  podría excusarme de ella sino por la abyección  que de la misma procede y esto es lo que la humildad no  puede permitir; mas, si, por descuido o por dejadez, he  ofendido o escandalizado a alguno, repararé la ofensa  con alguna excusa, verdadera, porque el mal es permanente y  la caridad obliga a borrarlo. Por lo demás, suele  ocurrir, alguna vez, que la caridad exija que pongamos  remedio a la abyección, por el bien del  prójimo, al cual es necesaria nuestra  reputación; mas en este caso, una vez quitada nuestra abyección de los ojos del prójimo para evitar  el escándalo, conviene guardarla y ocultarla dentro  del corazón, para que se edifique de ello.

 

 Pero  tú, Filotea, quieres saber cuáles son las  mejores abyecciones. Te digo claramente que las más  provechosas al alma y las más agradables a Dios son  las que nos vienen al azar o por la condición de  nuestra vida, porque éstas no son escogidas por nosotros, sino que se reciben tal como las envía  Dios, cuya elección siempre es mejor que la nuestra.  Y, si hay que escoger, las más grandes son las  mejores, y son más grandes las contrarías a  nuestras inclinaciones, con tal que cuadren con nuestra profesión, porque, digámoslo de una vez para  siempre, nuestra elección echa a perder y disminuye  casi todas nuestras virtudes. ¡Ah! ¿Quién  nos hará la gracia de que podamos decir con aquel  gran rey: «He preferido ser abyecto en la casa del Señor a habitar en los palacios de los  pecadores?». Nadie puede decirlo, amada Filotea, fuera  de Aquel que, para ensalzarnos, vivió y murió  de manera que fue «el oprobío de los hombres y  la abyección de la plebe».

 

 Te  he dicho muchas cosas que te parecerán duras cuando  las consideres; pero, créeme: cuando las practiques,  serán para ti más agradables que el  azúcar y la miel.

 

  

CAPÍTULO  VII

 

COMO SE HA  DE CONSERVAR EL BUEN NOMBRE PRACTICANDO, A LA VEZ, LA  HUMILDAD

 

La  alabanza, el honor y la gloria no se tributan a un hombre  por una simple virtud, sino por una virtud excelente.  Porque, por la alabanza, queremos persuadir a los  demás que aprecien la excelencia de alguien; por el  honor, significamos que le apreciamos nosotros mismos, y la  gloria, a mi modo de ver, no es otra cosa que cierto  resplandor de la reputación, que irradia del conjunto  de muchas alabanzas y honores; de manera que las alabanzas y  los honores son como las piedras preciosas, de cuyo conjunto  Irradia la gloria como un brillo. Ahora bien, la humildad,  que no puede sufrir que nosotros nos creamos más encumbrados o que hemos de ser preferidos a los otros,  tampoco puede permitir que busquemos la alabanza, el honor y  la gloria, que se deben a la sola excelencia. Con todo, la  humildad está conforme con la advertencia del Sabio,  el cual nos dice que «tengamos cuidado de nuestra  fama», porque el buen nombre es la estima, no de  excelencia alguna, sino de una simple y común  probidad e integridad de vida, cuyo conocimiento en nosotros  no impide la humildad como tampoco impide que deseemos la  reputación de ello. Es verdad que la humildad  despreciaría la buena fama, si la caridad no tuviese  necesidad de ella; mas, porque ella es uno de los  fundamentos de la sociedad humana, y porque, sin ella, no  sólo somos inútiles sino también perjudiciales al público, por este motivo, a causa  del escándalo que aquel recibiría, exige la  caridad, y la humildad admite, que deseemos y conservemos  cuidadosamente la buena fama.

 

 Además,  así como las hojas de los árboles, que de suyo  no son muy apreciables, no obstante sirven mucho, no  sólo para embellecerlos, sino también para  conservar los frutos mientras son tiernos; de la misma  manera, la buena fama, que, de suyo no es cosa muy deseable,  no deja de ser muy útil, no solamente para el ornato  de nuestra vida, sino también para la conservación de nuestras virtudes, especialmente de  las virtudes todavía tiernas y débiles: la  obligación de conservar nuestra reputación y  de ser tales cuales se nos reputa, nos obliga a un esfuerzo  generoso, a una firme y dulce violencia. Conservemos nuestras virtudes, mi querida Filotea, porque son agradables  a Dios, grande y soberano objeto de nuestras acciones; mas,  así como los que quieren guardar los frutos no se  contentan con confitarlos, sino que los ponen en recipientes  propios para la conservación de los mismos, de la  misma manera, aunque el amor divino sea el principal  conservador de nuestras virtudes, podemos, no obstante,  emplear el buen nombre, como muy útil y propicio para  dicha conservación.

 

 No  es menester, empero, que seamos demasiado celosos, exactos y  puntillosos en esta conservación, porque los que son demasiado delicados y sensibles en lo tocante a su  reputación, se parecen a los que toman medicamentos  para toda clase de pequeñas molestias: éstos,  al querer conservar su salud, lo pierden todo, y aquellos,  queriendo conservar tan delicadamente la reputación,  la pierden completamente, ya que con este desasosiego se  vuelven extraños, quejumbrosos, insoportables, y provocan la malicia de los murmuradores.

 

 El  disimular y el despreciar la injuria y la calumnia es  ordinariamente un remedio mucho más saludable que el  resentimiento, la contestación y la venganza: el  desprecio esfuma aquellas ofensas; pero el que se enoja,  parece que las confiesa. Los cocodrilos no dañan sino  a los que los temen, y la maledicencia, únicamente a  los que la llevan a mal.

 

 El  temor excesivo de perder la fama arguye una gran  desconfianza del fundamento de la misma, que es la verdad de  una vida buena. Los pueblos que, sobre los grandes  ríos, sólo tienen puentes de madera, temen que  se los lleve la corriente, al sobrevenir cualquiera  inundación; pero los que tienen los puentes de  piedra, sólo temen las inundaciones extraordinarias. Asimismo los que tienen una alma sólidamente  cristiana desprecian, ordinariamente, los desbordamientos de  las lenguas injuriosas; pero los que se sienten  débiles, se inquietan por cualquier cosa. Es cierto,  Filotea, que el que quiere tener buena reputación  delante de todos, la pierde totalmente, y merece perder el  honor el que quiere recibirlo de los que están verdaderamente infamados y deshonrados por los vicios.

 

 La  reputación es como una señal que da a, conocer  donde habita la virtud; la virtud, por lo tanto, ha de ser,  en todo y por todo, preferida. Por esto, si alguien te dice:  eres un hipócrita, porque practicas la  devoción, o bien te tiene por persona apocada, porque  has perdonado una injuria, ríete de todo esto.  Porque, aparte de que estos juicios los hacen personas  necias y estúpidas, aunque hubieses de perder la fama  no deberías dejar la virtud ni desviarte de su  camino, porque se ha de preferir el fruto a las hojas, es  decir el bien interior y espiritual a todos los bienes  exteriores. Hemos de ser celosos, pero no idólatras  de nuestro buen nombre, y, si no conviene ofender el ojo de  los buenos, tampoco hay que desear contentar el de los malos. La barba es un adorno en el rostro del hombre, y los  cabellos en la cabeza de la mujer; si se arranca del todo el  pelo de la cara y el cabello de la cabeza,  difícilmente volverán a aparecer; pero, si tan  sólo se corta el cabello y se afeita la barba, pronto  el pelo volverá a crecer y saldrá más  fuerte y más áspero. De la misma manera,  aunque la fama sea cortada, o del todo afeitada, por la  lengua de los maldicientes, que, como dice David, «es  una navaja afilada», no es menester inquietarse, porque  pronto volverá a salir, no sólo tan bella como  antes, sino mucho más fuerte. Pero, si nuestros  vicios, nuestras felonías, nuestra mala vida, nos  quitan la reputación, será difícil que  jamás vuelva, porque ha sido arrancada de  raíz. Y la raíz de la buena fama es la bondad  y la probidad, la cual, mientras permanece en nosotros,  puede reproducir siempre el honor que le es debido.

 

 Es  menester dejar aquella mala conversación, aquella  práctica inútil, aquella amistad  frívola, esta loca familiaridad, si esto perjudica a  la buena fama, porque vale más ésta que todas  cualesquiera vanas complacencias; pero, si, a causa del  ejercicio de la piedad, del adelanto en la perfección  y de la marcha hacia el bien eterno, murmuran, reprenden o  calumnian, dejemos que los mastines ladren contra la luna,  porque, si pueden levantar algún concepto  desfavorable a nuestra reputación y, de esta manera,  cortar a rape los cabellos y la barba de nuestra fama,  pronto renacerá ésta, y la navaja de la  maledicencia servirá a nuestro honor, como a la  viña sirve la podadera, por la cual aquélla  crece y ve multiplicados sus frutos.

 

 Tengamos  siempre los ojos fijos en Jesucristo crucificado; caminemos  en su servicio, con confianza y simplicidad, pero prudente y  discretamente: Él será el protector de nuestra  reputación, y, si permite, que nos sea arrebatada,  será para procurarnos otra mejor o para hacernos  avanzar en la santa humildad, una sola onza de la cual vale  más que cien libras de honor. Si se nos recrimina  injustamente, opongamos tranquilamente la verdad a la  calumnia; si ésta persiste, perseveremos nosotros en  la humildad; dejando de esta manera nuestra  reputación, juntamente con nuestra alma, en manos de  Dios, no podremos asegurarla mejor. Sirvamos a Dios  «con buena o mala fama» a ejemplo de San Pablo,  para que podamos decir con David: « ¡ Oh Dios  mío !, por Ti he soportado el oprobio, y la  confusión ha cubierto mí faz».  Exceptúo, no obstante, ciertos crímenes tan  horribles e infames, cuya calumnia nadie debe tolerar,  cuando justamente puede disiparse, y también se han  de exceptuar ciertas personas de cuya buena  reputación depende la edificación de muchos,  pues, en estos casos, como enseñan los  teólogos, se ha de procurar, con sosiego, la  reparación de la injuria recibida.

 

  

CAPITULO  VIII

 

DE LA  AMABILIDAD PARA CON EL PRÓJIMO Y DE LOS REMEDIOS  CONTRA LA IRA

 

Él  santo Crisma, que, por tradición apostólica,  emplea la Iglesia en las confirmaciones y bendiciones,  está compuesto de aceite de olivo mezclado con  bálsamo, y representa las dos virtudes más  apreciadas que resplandecen en la sagrada persona de Nuestro  Señor, y que Él nos recomendó  singularmente, como si, por ellas, nuestro corazón  hubiese de estar especialmente consagrado a su servicio y  aplicado a su imitación: «Aprended de Mí,  que soy manso y humilde de corazón». La humildad  nos perfecciona con respecto a Dios, y la amabilidad con  respecto al prójimo. El bálsamo, que, como he  dicho, queda siempre debajo de todos los demás  licores, representa la humildad, y el aceite de oliva, que  siempre queda encima, representa la dulzura y la benignidad,  que sobrepuja todas las cosas y predomina entre las  demás virtudes, como flor que es de la caridad, la  cual, según San Bernardo, es perfecta cuando no  sólo es paciente, sino también amorosa y  benigna. Pero procura , Filotea, que este crisma  místico, compuesto de amabilidad y de humildad,  esté dentro de tu corazón; porque es uno de  los grandes artificios del enemigo ha cer que muchos se  complazcan en las palabras y en los modales exteriores de  estas dos virtudes, y que, dejando de examinar sus afectos  interiores, se imaginen que son humildes y amorosos, sin que  lo sean en realidad, lo cual se conoce, porque, a pesar de  su ceremoniosa humildad y dulzura dulzura, a la menor  palabra molesta que se les diga, a la menor injuria que  reciban, se yerguen con una arrogancia sin igual. Se dice  que los que han tomado el preservativo, vulgarmente llamado  «gracia de San Pablo», no se hinchan, aunque sean  mordidos o picados por la víbora, con tal que la «gracia» sea de buena calidad. De la misma manera,  cuando la humildad y la dulzura son buenas y verdaderas, nos  inmunizan contra la hinchazón y contra el ardor que  las injurias suelen provocar en nuestros corazones. Y, si  después de haber sido picados o mordidos por los  maldicientes o por los enemigos, nos sentimos alterados,  hinchados o despechados, señal es de que nuestra  humildad y amabilidad no son verdaderas y francas, sino  artificiosas y aparentes.

 

 Aquel  santo e ilustre patriarca José, cuando envió a  sus hermanos de Egipto a la casa de su, padre, sólo  les hizo esta advertencia: «No os enojéis por el  camino». Lo mismo te digo, Filotea: esta miserable vida  no es más que un camino hacia la bienaventuranza; no  nos enojemos, pues, los unos con los otros, en este camino;  andemos siempre agrupados con nuestros hermanos y  compañeros, dulcemente, pacíficamente,  amigablemente. Advierte que te digo con toda claridad y sin  excepción alguna, que, a ser posible, no te enojes  nunca, ni tomes pretexto alguno, sea cual fuere, para abrir  la puerta de tu corazón a la ira, porque dice  Santiago, sin ambages ni reservas, que «la ira del  hombre no obra la justicia de Dios».

 

 Es  menester, ciertamente, oponerse al mal y reprimir los vicios  de los que están bajo nuestro cuidado, con constancia  y con tesón, pero dulce y suavemente. Nada sosiega  tanto al elefante airado como la vista de un corderito, ni  nada para con más facilidad el golpe de los  cañonazos como la lana. La corrección que  procede de la pasión, aunque vaya acompañada  de la razón, nunca es tan bien recibida como la que  no tiene otro origen que la razón sola; porque el  alma racional, por estar naturalmente sujeta a la  razón, sólo se sujeta a la pasión por  la tiranía, por lo cual, cuando la razón anda  acompañada de la pasión, se hace odiosa, pues  su justo dominio queda envilecido al asociarse con la  tiranía. Los príncipes honran y consuelan infinitamente a los Pueblos cuando los visitan en son de  paz, pero cuando llegan al frente de los ejércitos,  aunque sea para el bien público, su presencia siempre  es desagradable y dañosa, porque, por más que  se esfuercen en hacer observar exactamente' la disciplina  militar entre los soldados, nunca pueden, empero, evitar  algún desorden, por el que los hombres de bien son  atropellados. Así, cuando reina la razón y  ejecuta serenamente los castigos, las correcciones y las  reprensiones, aunque lo haga con rigor y exactitud, todos la  aprecian y la aprueban; pero cuando va acompañada de  la ira, de la cólera y M enojo, que, como dice San  Agustín, son sus soldados, se hace más  espantosa que amable, su propio corazón queda siempre pisoteado y maltratado: «Vale más, dice el mismo  santo escribiendo a Profuturo, cerrar las puertas a la ira  justa y equitativa, que abrírselas, por  insignificante que sea, porque, una vez ha entrado, es  difícil hacerla salir, ya que entra como  pequeño retoño y, en un momento, crece y se  convierte en tronco». Si el enojo puede llegar a la  noche y el sol se pone sobre nuestra ira (cosa que el  Apóstol prohíbe), se convierte en odio, y casi  no hay manera de deshacerse de ella, porque se alimenta de  mil persuasiones falsas, ya que jamás el hombre  airado cree que sea injusta su ira.

 

 Es,  pues, mejor esforzarse a saber vivir sin ira que querer  emplearla con moderación y prudencia, y, cuando, por  imperfección o debilidad, nos vemos sorprendidos por  la misma, es preferible rechazarla enseguida a querer pactar  con ella, pues por poco cumplimiento que se le dé, se  hace dueña de la plaza, y hace como la serpiente,  que, con facilidad, logra meter todo el cuerpo allí  donde ha podido meter la cabeza. Pero me dirás:  ¿cómo la rechazaré? Es preciso, Filotea,  que, al advertir el primer resentimiento, reúnas tus  fuerzas con presteza, pero sin brusquedad ni ímpetu,  sino dulce y seriamente a la vez; porque, así como en  'los senados y en los parlamentos, meten más ruido  los oficiales gritando: « ¡ Silencio! », que  aquellos a los cuales quieren hacer callar, de la misma  manera, al querer reprimir nuestra ira con impetuosidad, se  causa en nuestro corazón más turbación  de la que ella hubiera causado, y, entretanto, el  corazón, turbado de esta manera, no puede ser  dueño de sí mismo.

 

 Después  de este suave esfuerzo, practica el consejo que San  Agustín, cuando ya era viejo, daba al joven obispo  Auxilio: «Haz, le decía, lo que un hombre ha de  hacer; que si te ocurre lo que el hombre de Dios dice en el  salmo: mi ojo he ha turbado con gran cólera, acudas a  Dios y exclames: ¡Señor, ten misericordia de  mí, para que extienda su mano y reprima tu enojo». Quiero decir que cuando nos veamos agitados por  la cólera, invoquemos el auxilio de Dios, a  imitación, de los Apóstoles cuando se vieron  en peligro de zozobrar, por el viento y la tempestad, en  medio de las olas; pues Él mandará a nuestras  pasiones que se calmen, y se seguirá una gran  bonanza. Pero te advierto que la oración que se hace  contra la ira impetuosa del momento, ha de ser suave y  tranquila, jamás violenta; cosa que es menester  observar en cualesquiera remedios que se empleen contra este  mal. Después, enseguida que te des cuenta de que has  cometido un acto de cólera, repara la falta con un  acto de dulzura, hecho inmediatamente con respecto a aquella  persona contra la cual te hayas irritado. Porque, así como es un excelente remedio contra la mentira, retractarse  enseguida, así también es un buen remedio  contra la cólera repararla inmediatamente, con un  acto de amabilidad; porque, como suele decirse, las heridas  se curan con más facilidad cuando están  frescas.

 

 Además,  cuando te sientas sosegada y libre de cualquier motivo de  ira, haz gran provisión de dulzura y de bondad,  diciendo todas las palabras y haciendo todas las cosas,  grandes y pequeñas, de la manera más suave que  te sea posible, recordando que la Esposa, en el Cantar de  los Cantares, no sólo tiene la miel en sus labios y  en la punta de la lengua, sino también debajo de la  lengua, es decir, en el pecho, y no solamente tiene miel,  sino también leche, porque además de tener  palabras dulces con el prójimo, conviene tener dulce  todo el pecho, es decir, todo el interior de nuestra alma. Y  es menester tener, no solamente la dulzura de la miel, que  es aromática y olorosa, es decir, la suavidad en el  trato con los extraños, sino también la dulzura de la leche con los familiares y con los más  cercanos a nosotros, contra lo cual faltan en gran manera  aquellos que en la calle parecen ángeles, y en casa  parecen demonios.

 

  

CAPÍTULO  IX

 

DE LA  DULZURA CON NOSOTROS MISMOS

 

Una  de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual  nos deberíamos ejercitar, es aquella cuyo objeto  somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos  contra nosotros ni, contra nuestras imperfecciones, pues si  bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas,  sintamos descontento y aflicción, conviene, no  obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado,  despechado y colérico. En esto cometen una gran falta  muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de haberse enojado, se desazonan de haberse  desazonado, y sienten despecho de haberlo sentido; porque,  por este camino, tienen el corazón amargado y lleno  de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de  destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de  paso a un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión  se presente; aparte de que estos disgustos, despechos y  asperezas contra sí mismo, tiende hacia el orgullo y  no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y  se impacienta al vernos imperfectos.

 

 Por  lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser  tranquilo, sereno y firme; porque, así como un juez  castiga mejor a los malos dictando sus sentencias,  según razón y con ánimo tranquilo, que  dictándolas con impetuosidad y pasión, pues  entonces no castiga las faltas por lo que éstas son,  sino por lo que es él mismo; así nosotros nos  castigamos mejor con arrepentimientos tranquilos y  constantes, que con arrepentimientos violentos, agrios y  coléricos, pues los arrepentimientos violentos no son proporcionados a la gravedad de nuestras culpas, sino a  nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que ama la castidad  se revolverá con mayor amargura contra la más  leve falta cometida en esta materia, y, en cambio, se  reirá de una grave murmuración en la que  hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la  maledicencia se atormentará por haber murmurado levemente, y no hará caso de una falta grave contra  la castidad, y así de las demás faltas; y ello  no es debido a otra cosa sino a que el juicio que forman en  su conciencia no es obra de la razón, sino de la  pasión.

 

 Créeme,  Filotea, así como las reprensiones de un padre,  hechas dulce y cordialmente, tienen más eficacia para  corregir que los enfados y los enojos; así  también, cuando nuestro corazón ha cometido  alguna falta, si le reprendemos con advertencias dulces y  tranquilas, llenas más de compasión que de  pasión contra él, y le animamos a enmendarse,  el arrepentimiento que concebirá entrará mucho  más adentro y le penetrará mejor que no lo  haría un arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso.

 

 En  cuanto a mí, si, por ejemplo, tuviese en grande  estima, el no caer en el vicio de la vanidad, y, no  obstante, hubiese caído en una gran falta, no  quisiera reprender a mi corazón de esta manera:  « ¡Qué miserable y abominable eres, porque  después de tantas resoluciones, te has dejado vencer  por la vanidad! Muere de vergüenza; no levantes los  ojos al cielo, ciego, desvergonzado, traidor y desleal a tu  Dios», y otras cosas parecidas, sino que  preferiría corregirle de una manera razonable y por  el camino de la compasión: «Ánimo, pobre  corazón mío. He aquí que hemos  caído en el precipicio que tanto habíamos querido evitar. ¡Ah!, levantémonos y salgamos de  él para siempre; acudamos a la misericordia de Dios y  confiemos en que ella nos ayudará, para ser  más resueltos en adelante, y emprendamos el camino de  la humildad. ¡Valor! seamos, desde hoy, más vigilantes; Dios nos ayudará y podremos hacer muchas  cosas». Y, sobre esta reprensión, quisiera  levantar un sólido y firme propósito de no  caer más en falta y de emplear los recursos  convenientes según los consejos del director.

 

 Pero,  si alguno advierte que su corazón no se conmueve con  estas suaves correcciones, podrá echar mano de los  reproches y de la reprensión dura y severa, para  excitarlo a una profunda confusión, con tal que,  después de haberlo amonestado y fustigado  enérgicamente, acabe aliviándole, conduciendo  su pesar y su cólera a una tierna y santa confianza  en Dios, a imitación de aquel gran arrepentido, que,  al ver a su alma afligida, la alentaba de esta manera:  «¿Por qué te entristeces, alma mía,  y por qué te conturbas? Espera en Dios, que yo  todavía le alabaré como la salud de mí  rostro y mi verdadero Díos».

 

 Luego,  cuando tu corazón caiga, levántalo con toda  suavidad, y humíllate mucho delante de Dios por el  conocimiento de tu miseria, sin maravillarte de tu  caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad  esté enferma, ni que la debilidad esté débil, ni que la miseria sea miserable. Detesta,  pues, con todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha  recibido de ti, y, con gran aliento y confianza en su  misericordia, emprende de nuevo el camino de la virtud, del  que te habías alejado.

 

  

CAPÍTULO  X

 

QUE ES  MENESTER TRATAR LOS NEGOCIOS CON CUIDADO, PERO SIN  AFÁN NI INQUIETUD

 

El  cuidado y la diligencia que hemos de poner en nuestros  asuntos son cosas muy diferentes de la preocupación,  de la inquietud y del afán. Los ángeles tienen  cuidado de nuestra salvación y nos la procuran con  diligencia, mas no por ello sienten inquietud, desasosiego,  ni ansia; porque el cuidado y la diligencia son propios de  su caridad, pero la inquietud, el desasosiego y el  afán serían del todo contrarios a su  felicidad, pues el cuidado y la tranquilidad, y la paz del  espíritu, pero no el afán, ni la inquietud, ni  mucho menos la obsesión. Seas, pues, Filotea,  cuidadosa y diligente en todos los asuntos que tuvieres a tu cargo, porque Dios te los ha confiado y quiere que los  trates cual conviene; pero, si te es posible, no andes  solícita ni ansiosa, es decir, no los emprendas con  inquietud, angustia y afán. No te apresures en tu  cometido, porque toda precipitación turba la razón y el juicio, y nos impide también hacer  las cosas por las cuales nos afanamos.

 

 Cuando  Nuestro Señor reprende a Santa Marta, le dice:  «Marta, Marta, andas muy solícita y te turbas  por muchas cosas». ¿Ves? Si hubiese sido  simplemente cuidadosa, no se hubiera perturbado; pero, como  que andaba preocupada e inquieta, se precipita y se turba,  por lo que Nuestro Señor la reprende. Los ríos  que se deslizan suavemente por la llanura, conducen grandes  navíos y ricas mercancías, y las lluvias que  caen suavemente en los campos, los fecundan y los llenan de  hierbas y de mieses; pero los torrentes y los ríos  que corren tumultuosamente por la tierra, arruinan sus  cercanías y son inútiles para el tráfico, de la misma manera que las lluvias violentas  y tempestuosas llevan la desolación a los campos y a  las praderas. Jamás trabajo alguno, hecho con  impetuosidad y con prisas, ha llegado a feliz  término; es menester apresurarse lentamente, como lo  dice el viejo adagio: «El que corre, afirmaba  Salomón, está en peligro de chocar y  tropezar». Siempre obramos de prisa, cuando obramos  bien. Los moscardones meten mucho ruido y andan más  afanosos que las abejas, pero sólo fabrican cera y no miel. Así los que se afanan con un afán  torturador y con una inquietud ruidosa, nunca hacen mucho  bien.

 

 Las  moscas no nos molestan por su fuerza sino por su multitud.  De la misma manera los grandes quehaceres no turban tanto como los pequeños, cuando éstos son muy  numerosos. Recibe con paz todo el trabajo que venga sobre  ti, y procura atender a él ordenadamente, haciendo  unas cosas después de las otras; pero si quieres  hacerlas todas a un tiempo y con desorden, tendrás  que hacer esfuerzos que fatigarán y agotarán  tu espíritu, y, por lo regular, quedarás  deshecha por la angustia, y sin ningún provecho.

 

 Y,  en todos tus negocios, estriba únicamente en la  providencia de Dios, pues sólo por ella  tendrán éxito tus designios; trabaja, empero,  por tu parte, suavemente, para cooperar con la Providencia,  y después, cree que, si confías en Dios, el resultado que obtengas siempre será el más  provechoso para ti, ya te parezca bueno, ya malo,  según tu particular juicio.

 

 Haz  como los niños, que dan una de sus manos a su padre,  y, con la otra, cogen fresas o moras junto a los cercados;  asimismo, mientras vas reuniendo y manejando los bienes de  este mundo con una de tus manos, coge siempre, con la otra,  la mano del Padre celestial, y vuélvete de vez en  cuando hacia Él, para ver si está contento de  tu trabajo o de tus ocupaciones, y, sobre todo,  guárdate de soltarle la mano y de sustraerte a su  protección, pensando que cogerás y  allegarás más, porque, si Él te abandonase, no darías un paso sin caer de bruces en  tierra. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en  medio de las ocupaciones naturales y quehaceres comunes, que  no exigen una atención demasiado fuerte ni  absorbente, pienses más en Dios que en el trabajo, y,  cuando éste sea de tanta importancia que exija toda  tu atención para ser bien hecho, fija, de vez en  cuando, la vista en Dios, como lo hacen los que navegan por  el mar, los cuales, para ir al lugar que desean, miran  más al cielo que abajo por donde andan remando.  Así Dios trabajará contigo, en ti y por ti, y  tu trabajo irá acompañado de consuelo.

  

 

CAPÍTULO  XI

 

DE LA  OBEDIENCIA

 

Sólo  la caridad nos eleva hasta la perfección, pero la  obediencia, la castidad y la pobreza son los tres grandes  medios para alcanzarla. La obediencia consagra nuestro  corazón, la castidad nuestro cuerpo y la pobreza  nuestros bienes, al amor y al servicio de Dios; son las tres  ramas de la cruz espiritual, pero las tres fundadas en la  cuarta, que es la humildad. Nada diré de estas tres  virtudes consideradas como objeto del voto solemne, porque  esto sólo corresponde a los religiosos, ni tampoco en  cuanto son materia del voto simple, porque, aunque el voto  confiere muchas gracias y gran mérito a todas las  virtudes, no obstante, para que nos hagan perfectos, no se  requiere el voto, con tal que se practiquen. Porque, si bien  haciendo voto de estas virtudes, sobre todo, si el voto es  solemne, llevan al hombre al estado de perfección,  con todo, para conducirlo a ésta, basta que sean  observadas, pues existe mucha diferencia entre el estado de  perfección y la perfección, ya que todos los religiosos y todos los obispos se hallan en este estado, y,  no obstante, no todos son perfectos, como harto lo muestra  la experiencia. Esforcémonos, pues, Filotea, en  practicar estas tres virtudes, cada uno según su  vocación, porque, aunque no puedan constituirnos en  estado de perfección, nos darán, sin embargo,  la perfección misma; todos estamos obligados a la práctica de estas tres virtudes, aunque no todos  debamos practicarlas de la misma manera..

 

 Hay  dos clases de obediencia: una obligatoria, y otra  voluntaria. En cuanto a la obligatoria, es necesario que  obedezcas humildemente a tus superiores  eclesiásticos, como al Papa, a los obispos, al  párroco y a todos los que de ellos tienen autoridad  delegada; has de obedecer también a tus superiores  políticos, es decir: a tu príncipe o gobierno  y a los magistrados que hayan designado para tu  región; finalmente, has de obedecer a tus superiores  domésticos, es decir: a tu padre, a tu madre, a tu  maestro, a tu maestra. Ahora bien, esta obediencia se llama  necesaria, porque nadie puede eximirse del deber de obedecer  a dichos superiores, investidos por Dios de autoridad, para  mandar y gobernar a cada uno, según el cargo que  tienen sobre nosotros. Cumple, pues, sus mandatos, porque  esto es necesariamente obligatorio, y, para ser perfecta,  sigue también sus consejos y aun sus deseos e  inclinaciones, mientras la caridad y la prudencia te lo  permitan. Obedece, cuando te mandan alguna cosa agradable,  como comer, tener recreación, porque, aunque te  parezca que no hay gran virtud en estos casos, sin embargo,  sería vicioso desobedecer; obedece en las cosas  indiferentes, como en llevar éste o aquél  vestido, ir a éste o aquél camino, en cantar o  callar, y ésta será ya una obediencia muy  recomendable; obedece en cosas difíciles,  ásperas y duras, y esto será una obediencia  perfecta. Finalmente, obedece con dulzura, sin  réplica, pronto y sin dilación, con  alegría y sin malhumor; y, sobre todo, obedece  amorosamente, por amor a Aquel que, por nuestro amor,  «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de  cruz», y el cual, como dice San Bernardo,  prefirió perder la vida que la obediencia.

 

 Para  aprender a obedecer con facilidad a tus superiores,  condesciende de buen grado con tus iguales, cediendo a su  parecer en lo que no sea malo, sin ser disputadora ni terca;  acomódate suavemente a los deseos de tus inferiores,  tanto cuanto la razón te lo permita, sin ejercer  sobre ellos tu autoridad de una manera imperiosa, siempre  que sean buenos.

 

 Es  una equivocación creer que si una persona fuese  religiosa obedecería fácilmente, cuando es  difícil y rebelde en prestar obediencia a los que  Dios ha puesto sobre nosotros.

 

 Llamamos  obediencia voluntaria a aquella a la cual nos obligamos por  nuestra propia elección y que por nadie nos ha sido impuesta. Nadie escoge voluntariamente a su príncipe  o a su obispo, a su padre o a su madre, y, con frecuencia,  tampoco al esposo, pero es de libre elección el  confesor, el director. Pues bien, tanto si, al escogerlo, se  hace voto de obedecerle (como se cuenta de Santa Teresa, la  cual, además del voto solemne de obediencia debido al  superior de su orden, se obligó, con voto simple, a  obedecer al padre Gracián, como si se le obedece sin  voto, siempre esta obediencia se llama voluntaria, por razón de su fundamento, que depende de nuestra  voluntad y elección.

 

 Es  menester obedecer a todos los superiores, pero a cada uno en  aquello de lo cual tiene cargo sobre nosotros; de la misma manera que, en lo que concierne a la policía y a las  cosas públicas, hay que obedecer a los  príncipes; a los prelados, en todo lo que se refiere  a la disciplina eclesiástica; en las cosas  domésticas, al padre, a la madre, al marido; en el  gobierno particular del alma, al director y al confesor  particular.

 

 Haz  que tu padre espiritual te ordene los actos de piedad que  has de practicar, porque así saldrán mejorados  y será doble su gracia y su bondad: una, por  razón de si mismos, por ser actos piadosos; otra, por  razón de la obediencia, que los habrá dispuesto, y por la cual habrán sido hechos.  Bienaventurados los obedientes, porque jamás  permitirá Dios que se extravíen.

 

  

CAPÍTULO  XII

 

DE LA  NECESIDAD DE LA CASTIDAD

 

La  castidad es el lirio de las virtudes; ella hace a los  hombres iguales a los ángeles; nada es bello sino por  la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad. La  castidad se llama honestidad, y su profesión, honra;  también se llama integridad, y su contrario,  corrupción; resumiendo, ella tiene la gloria  particular de ser la bella y blanca virtud del alma y del  cuerpo.

 

 Nunca  es lícito permitirse cualquier placer impúdico  de nuestro cuerpo, sea cual fuere.

 

 El  corazón casto es como la madreperla, que no puede  recibir ninguna gota de agua que no baje del cielo.

 

 Por  el primer grado de esta virtud, guárdate, Filotea, de  admitir ninguna clase de delectación, que esté  prohibida y vedada. Por el segundo grado, huye, cuanto te  sea posible, de las delectaciones inútiles y  superfluas, aunque sean lícitas y estén permitidas. Por el tercero, no pongas afecto en los placeres  y deleites.

 

 Las  vírgenes necesitan una castidad en extremo simple y  delicada, para alejar de su corazón toda suerte de  pensamientos curiosos y para despreciar, con desdén  absoluto, toda clase de placeres inmundos, los cuales,  ciertamente, no merecen ser deseados por los hombres, puesto  que los jumentos y los cerdos son más capaces de  ellos. Guárdense, pues, mucho, las almas puras, de  poner jamás en duda que la castidad es  incomparablemente mejor que todo cuanto le es incompatible,  porque, como dice San Jerónimo, el enemigo, empuja  con violencia a las vírgenes al deseo de probar las  delectaciones, representándoselas como infinitamente  más agradables y sabrosas de lo que son, cosa que,  con frecuencia, las perturba en gran manera, porque, como  añade este Santo Padre, creen que es más  delicioso lo que desconocen. Porque, así como la  mariposa al ver la llama, anda revoloteando curiosamente en  torno de ella, para ver si es tan deliciosa como hermosa, y  empujada por esta ilusión, no cesa, hasta que perece  en la primera prueba, de' mismo modo, los jóvenes, de  tal manera se dejan cautivar por la falsa y necia  afición al placer de las llamas voluptuosas, que,  después de muchos pensamientos curiosos, acaban por  perderse y arruinarse en ellas, y, en esto, son más  necios que las mariposas, puesto que éstas tienen  algún motivo para creer que el fuego es delicioso,  porque es tan bello, mientras que ellos, sabiendo que lo que  buscan es extremadamente deshonesto, no por ello dejan de  tener en más estima la loca y brutal  delectación.

 

 Ves,  pues, que la castidad es necesaria. «Procurad la paz  con todos, dice el Apóstol, y la santidad, sin la  cual nadie verá a Dios». Ahora bien, por la  santidad entiende la castidad, como dice San Jerónimo  y hace notar San Crisóstomo. No, Filotea, «nadie  verá a Dios sin la castidad, nadie habitará en  su santo tabernáculo, si, no es limpio de  corazón»; y, como dice el mismo Salvador,  «los perros y los impúdicos serán  ahuyentados», y « bienaventurados los limpios de  corazón, porque ellos verán a Dios».

 

  

CAPÍTULO  XIII

 

AVISOS PARA  CONSERVAR LA CASTIDAD

 

Seas  extremadamente pronta en alejarte de todos los senderos y de  todos los incentivos de la impureza, porque este mal obra  insensiblemente, Y, de comienzos muy insignificantes, va a  parar a grandes catástrofes; siempre es más  fácil huir que curarse.

 

 Los  cuerpos humanos son corno los vasos de cristal, que no se  pueden llevar de manera que f roten los unos con los otros,  sin peligro de que se rompan, y como la fruta, que, por  entera y sazonada que esté, se avería, si toca  la una con la otra. La misma agua, por fresca que sea dentro  de un vaso, no puede conservar la frescura durante mucho  tiempo, si es tocada por algún animal de la tierra.  No permitas jamás, Filotea, que nadie te toque, ni  para bromear ni para acariciarte, porque, aunque, por casualidad, se pudiera conservar la castidad en medio de  estas acciones, antes ligeras que maliciosas, no obstante,  la frescura y la flor de la castidad reciben de ellas  detrimento y pérdida; pero dejarse tocar  deshonestamente es la ruina completa de la castidad.

 

 La  castidad brota del corazón como de un manantial, pero  se refiere al cuerpo como a su materia; por esto se pierde  por todos los sentidos del cuerpo y por los pensamientos y  deseos del corazón. Es impúdico mirar,  oír, hablar, oler, tocar cosas deshonestas, cuando el  corazón se entretiene y se complace en ellas. San  Pablo dice sin ambajes: «La fornicación ni  siquiera se nombre entre nosotros». Las abejas no  solamente no quieren tocar las cosas podridas, sino que  huyen y aborrecen en extremo toda suerte de malos olores que  de ellas emanan. La sagrada Esposa, en el Cantar de los  Cantares, tiene las manos que destilan mirra, licor que  preserva de la corrupción; sus labios están  protegidos por una cinta carmesí, símbolo del  pudor en las palabras; sus ojos son de paloma, a causa de su  nitidez; sus orejas llevan pendientes de oro, señal  de pureza; su nariz está siempre entre los cedros del  Líbano, madera incorruptible. Tal ha de ser el alma  devota: casta, pura, honesta de manos, de labios, de  oídos, de ojos y de todo su cuerpo.

 

 A  este propósito, te repito las palabras que el antiguo  padre Juan Casiano refiere como salidas de labios del gran  San Basilio, el cual, hablando de sí mismo, dijo un  día: «Yo no sé lo que son las mujeres y,  no obstante, no soy virgen». Ciertamente, la castidad  puede perderse de tantas maneras cuantas son las clases de  lascivias y de impurezas, las cuales, según sean  grandes o pequeñas, unas debilitan, otras hieren y  otras dan muerte al instante. Hay ciertas familiaridades y pasiones indiscretas, frívolas y sensuales, las  cuales, propiamente hablando, no violan la castidad y, no  obstante, la debilitan, la enflaquecen y empañan su  hermosa blancura. Hay otras libertades y pasiones, no  sólo indiscretas, sino viciosas; no sólo frívolas, sino deshonestas; no sólo sensuales,  sino carnales, y de éstas, la castidad sale, a lo  menos, malparada y comprometida. Digo «a lo  menos», porque muere y sucumbe del todo, cuando las  ligerezas y la lascivia producen en la carne el último efecto del placer voluptuoso, pues entonces la  castidad sucumbe más indigna, vi¡ y  desgraciadamente que cuando perece por la  fornicación, el adulterio o el incesto, porque estas  últimas especies de vileza son tan sólo  pecado, mientras que las demás, como dice Tertuliano  en su libro De pudicitia, son monstruos de iniquidad y de  pecado. Ahora bien, Casiano no cree, ni yo tampoco, que San  Basilio se refiera a un tal desorden, cuando se acusa de no  ser virgen, porque, sin duda, se refiere tan sólo a  los malos y voluptuosos pensamientos, los cuales, aunque no  hubiesen maculado su cuerpo, podían, no obstante,  haber contaminado el corazón, de cuya castidad las  almas santas son en extremo celosas,

 


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