¡Dios te salve María!
 

No  trates, en manera alguna, con personas impúdicas,  sobre todo si, además, son desvergonzadas, como  suelen serlo casi siempre; porque así como los machos  cabríos, al lamer los almendros dulces, los  convierten en amargos, así también estas almas  malolientes y estos corazones infectos no hablan con persona  alguna, del mismo o de diferente sexo, a cuyo pudor no causen algún detrimento: tienen el veneno en los ojos  y en el aliento, como el basilisco. Al contrario, trata con  personas castas y virtuosas; piensa y lee con frecuencia las  cosas sagradas, porque «la palabra de Dios es  casta» y hace castos a los que se dan a ella, por lo  que David la compara con el topacio, piedra preciosa que  tiene la propiedad de adormecer el ardor de la  concupiscencia.

 

 Procura  estar siempre cerca de Jesucristo crucificado,  espiritualmente por la meditación, y realmente por la  sagrada Comunión, porque, así como los que  duermen sobre la hierba llamada agnus-castus, se hacen  castos y honestos, de la misma manera, si tu corazón  descansa sobre Nuestro Señor, que es el verdadero  Cordero casto e inmaculado, verás presto tu alma y tu  corazón purificado de toda mancha y lubricidad.

 

  

CAPÍTULO  XIV

 

DE LA  POBREZA DE ESPÍRITU PRACTICADA EN MEDIO DE LAS  RIQUEZAS

 

«  Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de  ellos es el reino de los cielos» ; luego, desgraciados  los ricos de espíritu, porque de ellos es la  desgracia del infierno. Es rico de espíritu aquel que  tiene las riquezas en su espíritu o su  espíritu en las riquezas; aquel es pobre de  espíritu, que no tiene las riquezas en su  espíritu ni su espíritu en las riquezas. Los  halcones construyen sus nidos en forma de pelota y  sólo dejan en ellos una abertura en la parte  superior; los dejan en la orilla, junto al mar, y los hacen  tan fuertes e impenetrables, que, aunque se los lleven las  olas, nunca puede entrar en ellos el agua, sino que siempre  flotan, y permanecen en medio del mar, sobre el mar y como  señores del mar. Tu corazón, querida Filotea,  ha de ser como estos nidos, abierto solamente al cielo e  impenetrable a las riquezas y a las cosas perecederas; si  posees alguna de estas cosas, guarda tu corazón libre  de todo afecto a ellas; haz que siempre se mantenga por  encima de todo y que, en medio de las riquezas, permanezca  sin riquezas y sea señor de las riquezas. No, no  pongas este espíritu celestial en las riquezas de la  tierra; haz que se conserve siempre superior, sobre ellas y  no debajo de ellas.

 

 Hay  mucha diferencia entre poseer venenos y ser envenenados.  Así todos los farmacéuticos tienen venenos,  para servirse de ellos en diversas ocasiones, pero no, por  ello, están envenenados, porque no tienen el veneno  en su cuerpo, sino en sus tiendas. De la propia manera  puedes tú tener riquezas sin ser emponzoñada  por ellas; así ocurrirá si las tienes en tu  bolsillo o en tu casa, pero no en tu corazón. Ser  rico de hecho y, a la vez, pobre de espíritu, he  aquí la gran felicidad del cristiano, porque, de esta  manera, goza de las ventajas de la riqueza en este mundo y  del mérito de la pobreza en el otro.

 

 ¡Ali  Filotea! Jamás confesará nadie que es avaro;  todos quieren ser tenidos por libres de esta bajeza y vileza  del corazón. Unos dan por excusa la pesada carga de  los hijos; otros dicen que la prudencia exige allegar  recursos; nunca hay bastante, y siempre se descubren  necesidades para tener más; aun los más avaros  no sólo no confiesan que lo son, pero ni siquiera lo creen en su conciencia; porque la avaricia es una fiebre  prodigiosa, que se vuelve más insensible cuanto es  más violenta y ardorosa. Moisés vió,  que el fuego sagrado quemaba una zarza y no la  consumía; el fuego profano de la avaricia quema y devora al avariento, pero no le consume; al contrario, el  avaro, en medio de los ardores y calores más  excesivos, se gloria de sentir el fresco más  agradable del mundo y cree que su sed insaciable es una sed  enteramente natural y ligera.

 

 Si  durante mucho tiempo, apeteces, con ardor e inquietud, los  bienes que no posees, aunque andes diciendo que no los  quieres poseer injustamente, no por ello dejas de ser avaro  de verdad. El que ardorosamente, durante mucho tiempo y con  inquietud, desea beber, aunque sólo quiera beber  agua, da pruebas de que tiene calentura.

 

 ¡  Filotea ! No sé si es un deseo justo el desear poseer  justamente lo que otros justamente poseen; pues parece que,  con este deseo, lo que quisiéramos sería  acomodarnos mediante la incomodidad del prójimo.  Cuando alguno posee un bien justamente, ¿no es  más justo que él lo guarde justamente, que  desear nosotros poseerlo aunque sea con justicia? ¿Por  qué, pues, hacemos recaer nuestros deseos sobre el  bien de los demás, para privarles de él?  Ciertamente, aunque fuese justo este deseo, no sería caritativo, porque nosotros no quisiéramos que nadie  desease, aunque fuese justamente, lo que justamente queremos conservar. Tal fue el pecado de Acab, el cual quiso poseer,  sin injusticia, la viña de Nabot, quien, más  justamente todavía, deseaba conservarla; la  deseó con ardor, durante mucho tiempo, y con  afán, con lo cual ofendió a Dios.

 

 Antes  de desear los bienes del prójimo, amada Filotea,  aguarda que comience a querer desprenderse de ellos, pues  entonces su deseo hará que el tuyo no sólo sea  justo, sino también conforme a la caridad. Y digo  esto, porque deseo que te preocupes de acrecentar tus bienes  y caudales, con tal que lo hagas, no sólo  según justicia, sino también con dulzura y  caridad.

 

 Si  sientes gran afecto a los bienes que posees, si te traen muy  atareada y pones en ellos el corazón, esclavizando a  ellos tu pensamiento y temiendo perderlos, con un miedo  intenso e impaciente, ello es debido a que padeces  todavía cierta fiebre; porque los calenturientos  suelen beber el agua que les dan con una avidez, con una  especie de atención y presteza, que no tienen los que  están sanos; no es posible complacerse mucho en una  cosa, sin ponerle mucho afecto. Si te acontece que, al perder alguno de tus bienes, sientes que tu corazón  queda muy desolado y afligido, créeme, Filotea, ello  es debido a que le tenías mucha afición,  porque no hay señal mayor del afecto a una cosa  perdida que la aflicción causada por su  pérdida.

 

 No  desees, pues, con un deseo completo y formal el bien que no  posees; no introduzcas muy adentro de tu corazón el  que ya tienes; no te aflijas por las pérdidas que  puedan sobrevenir, y entonces tendrás motivos para  creer que, siendo rica de hecho, no lo eres de afecto, sino  que eres pobre de espíritu, y, por lo tanto,  bienaventurada, porque «tuyo es el reino de los  cielos».

 

  

CAPÍTULO  XV

 

CÓMO  HA DE PRACTICAR LA POBREZA REAL EL QUE ES RICO DE  HECHO

 

El  pintor Parrasio pintó al pueblo ateniense de una  manera muy ingeniosa, representándolo con un  carácter diverso y variable, colérico,  injusto, inconstante, cortés, clemente,  misericordioso, altivo, glorioso, humilde, valiente y  pusilánime y todo esto en un conjunto; pero yo, amada  Filotea, quisiera poner juntas en tu corazón la  riqueza y la pobreza, un gran cuidado y un gran desprecio de  las cosas temporales.

 

 Has  de tener mucho más interés del que tienen los  mundanos en hacer que tus bienes sean útiles y  fructuosos. Dime: los jardineros de los grandes  príncipes ¿no son mucho más  solícitos y diligentes en cultivar y embellecer los  jardines que tienen bajo su cuidado, que si fuesen de su  propiedad? ¿Por qué esto? Sin duda, porque  consideran aquellos jardines como jardines de  príncipes y de reyes, a los cuales desean hacerse  gratos por estos servicios. Ahora bien, Filotea, los bienes  que tenemos no son nuestros: Dios nos los ha dado y quiere  que los hagamos útiles y fructuosos, por lo que le  prestamos un servicio agradable cuando tenemos este cuidado.

 

 Pero  conviene que sea un cuidado más grande y más  sólido que el que tienen los mundanos de sus bienes,  porque éstos sólo trabajan por amor de  sí mismos, y nosotros hemos de trabajar por amor de  Dios; ahora bien, así como el amor de sí mismo  es un amor violento, turbulento e inquieto, así  también el cuidado que produce está lleno de  turbación, de tristeza y de inquietud; y, así  como el amor de Dios es dulce, apacible y tranquilo,  así la solicitud que de él se deriva, aunque  se trate de los bienes de la tierra, es amable, dulce y  graciosa. Tengamos, pues, este cuidado amable de la  conservación, y aun del aumento, de nuestros bienes  temporales, cuando se ofrezca ocasión justa para ello  y en cuanto lo exija nuestra condición, ya que Dios  quiere que así lo hagamos por su amor.

 

 Pero  procura que el amor propio no te engañe, porque, a  veces, de tal manera remeda el amor de Dios, que se corre el  riesgo de creer que ambos son una misma cosa. Ahora bien,  para impedir que te engañe y que este cuidado de los  bienes temporales degenere en avaricia, además de lo  que te he dicho en el capítulo precedente, es  menester practicar con mucha frecuencia la pobreza real y  efectiva, en medio de todos los bienes y riquezas que Dios  nos haya dado.

 

 Despréndete  siempre de alguna parte de tus haberes, dándolos de  corazón a los pobres; porque dar de lo que se posee  es empobrecerse algún tanto, y, cuanto más  des, más pobre serás. Es cierto que Dios te lo  devolverá, no sólo en el otro mundo, sino  también en éste, porque nada ayuda tanto a  prosperar como la limosna; siempre serás pobre de  ello. ¡ Oh! ¡Santa y rica pobreza la que nace de  la limosna!

 

 Ama  a los pobres y a la pobreza, porque, mediante este amor,  llegarás a ser verdaderamente pobre, porque, como  dice la Escritura, nosotros nos volvemos como las cosas que  amamos. El amor hace iguales a los amantes.  ¿Quién es débil -dice San Pablo-, que yo  no lo sea con él?» Y hubiera podido decir:  «¿Quién es pobre, que yo no lo sea con  él?» porque el amor le hacía ser como  aquellos a quienes amaba. Si, pues, amas a los pobres,  serás verdaderamente amante de su pobreza, y pobre  como ellos. Ahora bien, si amas a los pobres, has de andar  con frecuencia entre ellos; complácete en hablarles;  no te desdeñes de que se acerquen a ti en las  iglesias, en las calles y en todas partes. Seas con ellos  pobre de palabra, hablándoles como una amiga, pero  seas rica de manos, dándoles de tus bienes, ya que  eres poseedora de riquezas.

 

 ¿Quieres  hacer más, Filotea? No te contentes con ser pobre con  los pobres, sino procura ser más pobre que los  pobres, ¿De qué manera? «El siervo es menos  que su señor». Hazte, pues, sierva de los  pobres. Sírveles en el lecho cuando están  enfermos, con tus propias manos; seas su cocinera a costa  tuya; seas su costurera y su lavandera. ¡Oh,  Fílotea! este servicio es más glorioso que una  realeza.

 

 Nunca  he admirado lo bastante el fervor con que este consejo fue  practicado por San Luis, uno de los grandes reyes que ha habido en el mundo -gran rey, digo; rey de toda clase de  grandezas- Servía con frecuencia a los pobres, a  quienes sustentaba, y, casi todos los días,  hacía sentar tres a su mesa; con frecuencia  comía de sus sobras, con un amor sin igual. Cuando  visitaba los hospitales (cosa que hacía muy a  menudo), solía servir a los que padecían los  males más horribles, como a los leprosos, a los  cancerosos y a otros semejantes, y les servía con la  cabeza descubierta y de rodillas, respetando, en su persona,  al Salvador del mundo, y amándolos con un afecto tan  tierno como el de una dulce madre para con su hijo. Santa Isabel, hija del rey de Hungría, estaba  ordinariamente entre los pobres ' y, a veces, se  complacía en aparecer en medio de sus damas vestida  como una mujer pobre, y les decía: «Si fuese  pobre, vestiría así». ¡Ah, amada  Fílotea! ¡Qué pobres eran este  príncipe y esta princesa, en medio de sus riquezas, y  que ricos en su pobreza!

 

 «Bienaventurados  los que son pobres de esta manera, porque de ellos es el  reino de los cielos». «Tenía hambre, y  vosotros me disteis de comer; tenía frío, y  vosotros me cubristeis; tomad posesión del reino que  os ha sido preparado desde la creación del  mundo», dirá el Rey de los pobres y Rey de los  reyes en su gran juicio.

 

 Nadie  hay que, alguna vez, no tenga alguna privación o  alguna falta de comodidades. A veces acontece que llega un  huésped, al que quisiéramos y  deberíamos agasajar, y no hay manera de hacerlo en  aquel momento; que tenemos los buenos trajes en otra parte,  y nos hacen falta para acudir a donde hay que ir por  compromiso; que todos los vinos de la bodega se han echado a  perder y están agrios: los únicos que tenemos  son malos y recientes; que estamos en el campo, en una mala  choza, sin cama ni habitación, ni mesa, ni servicio.  Finalmente, por rica que sea una persona, es muy  fácil que, con frecuencia, le falte alguna cosa  necesaria; ésta es, pues, la manera de ser pobre en  las cosas que nos faltan. Filotea, alégrate de estas  ocasiones, acéptalas de buen grado y súfrelas  gozosamente.

 

 Cuando  te sobrevengan contratiempos, que te empobrezcan poco a  poco, como tempestades, fuego, inundaciones, esterilidades,  hurtos, pleitos, ¡ah!, entonces tienes buena coyuntura  para practicar la pobreza, recibiendo con dulzura estas disminuciones de intereses y adaptándote con  paciencia y constancia a este empobrecimiento. Esaú  se presentó a su padre con las manos cubiertas de  pelo, y Jacob hizo lo mismo; mas, como quiera que el pelo  que estaba en las manos de Jacob no era de su propia piel,  sino de los guantes, se le podía arrancar, sin  incomodarle ni martirizarle; por el contrario, como la piel de las manos de Esaú era naturalmente peluda, si le  hubiesen querido arrancar el pelo, le hubieran causado  dolor; él hubiera gritado y se hubiera enardecido  para defenderse. Cuando tenemos nuestros bienes en el  corazón, si el mal tiempo, o los ladrones, o  algún tramposo nos arrebata una parte de ellos,  ¡qué quejas, qué turbaciones, qué  impaciencias no sentimos! Pero, cuando nuestros bienes no  nos preocupan más de lo que Dios quiere, y no los  tenemos en el corazón, si acontece que nos los arrancan ' no perdemos, por ello el juicio ni la  tranquilidad. Es la misma diferencia que existe entre las  bestias y el hombre en cuanto al vestir: el ropaje de las  bestias está adherido a la carne; el de los hombres  es tan sólo postizo, y pueden quitárselo o  ponérselo, según les plazca.

 

  

CAPÍTULO  XVI

 

MANERA DE  PRACTICAR LA POBREZA DE ESPÍRITU EN MEDIO DE LA  POBREZA REAL

 

Pero,  si eres realmente pobre, queridísima Filotea, por  Dios, procura serlo también de espíritu; haz  de la necesidad virtud, y emplea esta piedra preciosa de la  pobreza en lo que ella vale: su brillo no es conocido en  este mundo, a pesar de que es extremadamente hermoso y rico.

 

 Ten  paciencia, pues andas en buena compañía:  Nuestro Señor, Nuestra Señora, los  Apóstoles y otros muchos santos y santas que fueron  pobres, y aun 'pudiendo ser ricos, menospreciaron el serlo.  ¡Cuántos grandes del mundo, viniendo las mayores contradicciones, han ido, con diligencia no igualada, a  buscar la santa pobreza en los claustros y en los  hospitales! Mucho se han afanado para encontrarla, como lo  atestiguan San Alejo, Santa Paula, San Paulino, Santa  Ángela y tantos otros. Mas, he aquí Filotea,  que la pobreza, más amable contigo, se presenta en tu  casa; la has encontrado sin buscarla y sin trabajo; abrázala, pues, como a una amiga muy querida de  Jesucristo, que nació, vivió y murió en  la pobreza, la cual fue su alimento durante toda su vida.

 

 Tu  pobreza, Filotea, tiene dos grandes ventajas, merced  á las cuales pueden acrecentarse en gran manera tus  méritos. La primera es que no te ha sobrevenido por  propia elección, sino por la sola voluntad de Dios,  que te ha hecho pobre, sin cooperación alguna por  parte de tu voluntad. Ahora bien, lo que recibimos puramente  de la voluntad de Dios siempre le es más agradable,  con tal que lo aceptemos de corazón y por amor a su  voluntad divina: donde hay menos de nuestra parte, hay  más de parte de Dios. La simple y pura  aceptación de la voluntad de Dios, purifica  extraordinariamente el sufrimiento.

 

 La  segunda ventaja de esta pobreza es el ser una pobreza  verdaderamente pobre. Una pobreza alabada, halagada,  socorrida y ayudada, participa de la riqueza; a lo menos no  es enteramente pobre; pero una pobreza despreciada,  rechazada, vilipendiada y abandonada, es pobre de verdad.  Ahora bien, tal suele ser ordinariamente la pobreza de los  seglares, porque, puesto que no son pobres por propia  elección, sino por necesidad, no se hace gran caso de  ella; y, porque se hace poco caso, su pobreza es más  pobre que la de los religiosos, aunque ésta tenga,  bajo otro concepto, una muy grande excelencia y sea mucho  más recomendable, por razón del voto y de la  intención por la cual ha sido escogida.

 

 No  te quejes, pues, amada Filotea, de tu pobreza, porque  sólo nos quejamos de lo que nos desagrada, y si te  desagrada la pobreza, no eres pobre de espíritu, sino  rica de afecto.

 

 No  te desconsueles si no te ves socorrida cual  convendría, pues precisamente en esto consiste la  excelencia de la pobreza. Querer ser pobre sin ninguna  incomodidad, supone una ambición muy grande, porque  esto es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las  riquezas.

 

 No  te avergüences de ser pobre ni de pedir limosna por  caridad; recibe la que te den, con humildad, y acepta, con  dulzura, las repulsas. Acuérdate con frecuencia del  viaje de la Santísima Virgen a Egipto, llevando  allí a su querido Hijo y de los muchos desprecios,  pobreza y miseria que hubo de soportar. Si vives como ella,  serás muy rica en medio de tu pobreza.

 

  

CAPÍTULO  XVII

 

DE LA  AMISTAD Y, EN PRIMER LUGAR, DE LA QUE ES MALA Y  FRÍVOLA

 

El  amor ocupa el primer lugar entre las pasiones del alma; es  el rey de todos los movimientos del corazón;  transforma en sí mismo todas las demás cosas y  nos hace tales cuales son los objetos amados. Ten, pues,  gran cuidado, Filotea, en que tu amor no sea malo, porque,  enseguida, serías tú mala con-lo él.  Ahora bien, la amistad es el más peligroso de todos  los amores, porque los demás pueden darse sin  comunicación alguna; pero en cuanto a la amistad, por  estribar esencialmente en aquélla, es imposible  tenerla con una persona sin participar de sus cualidades.

 

 No  todo amor es amistad, porque puede el hombre amar sin ser  amado, y, entonces, hay amor, pero no amistad, ya que la amistad es un amor mutuo, y sin amor mutuo no puede existir;  además, no basta que sea mutuo, sino que es menester  que las partes que se aman conozcan su recíproco  afecto, porque, si. lo ignoran, habrá amor, mas no  amistad; en tercer lugar, es también necesario que  exista alguna clase de comunicación que sea el  fundamento de la amistad.

 

 Según  sea la diversidad de trato, la amistad es también  diversa, y el trato es diverso, según sean los bienes  que los amigos se comunican mutuamente; si son bienes falsos  y vanos, la amistad es falsa y vana; si son bienes  verdaderos, la amistad es verdadera, y, cuanto más  excelentes sean los bienes, más excelente será  la amistad. Porque, así como la miel es más excelente cuando es chupada de las flores más  exquisitas, así el amor fundado en la más  exquisita comunicación es también el  más excelente; y así como la miel de Heraclea  del Ponto es venenosa y vuelve locos a los que la comen,  porque está sacada del acónito, que abunda en  aquella región, de la misma manera, la amistad  fundada en la comunicación de bienes falsos y viciosos, es del todo falsa y mala.

 

 La  comunicación de los placeres carnales es una mutua  inclinación y un cebo brutal, que no merece el nombre  de amistad entre los hombres, más de lo que merece  entre los jumentos y caballos.

 

 La  amistad fundada en la comunicación de los placeres  sensuales es grosera e indigna del nombre de amistad, como  lo es también la que se funda en virtudes  frívolas y vanas, porque estas virtudes dependen  también de los sentidos. Llamo placeres sensuales a  los que se refieren inmediata y principalmente a los  sentidos externos, como el placer de contemplar la belleza, de oír una dulce voz, de tocar, y otros semejantes.  Entiendo por virtudes frívolas ciertas habilidades y  cualidades vanas, que los espíritus débiles  llaman virtudes y perfecciones. Si oyes hablar a la mayor  parte de las doncellas, de las mujeres y de los jóvenes, advertirás que no se recatan de  decir: aquel joven es muy virtuoso, posee muchas  perfecciones porque baila bien, juega bien a toda clase de  juegos, viste bien, es galante, tiene hermosas facciones, y  los charlatanes tienen por más virtuosos a los que  son más chistosos. Ahora bien, como que todo esto  sólo mira a los sentidos, también las  amistades que de aquí nacen se llaman sensuales,  vanas y frívolas, y más merecen el nombre de  vanidad que el de amistad. Tales son ordinariamente las amistades de la gente moza, que se enamora de unos bigotes,  de unos cabellos, de unas miradas, de un vestido, del porte,  de la verbosidad: amistades propias de la edad de los  enamorados, cuya virtud está en ciernes y cuyo juicio  está en capullo. Por lo mismo, estas amistades no son  más que pasajeras, y se derriten, como la nieve al  sol.

 

  

CAPÍTULO  XVIII

 

LOS  AMORÍOS

 

Cuando  estas amistades frívolas se entablan entre personas  de diferente sexo y sin mirar al matrimonio, se llaman  amoríos, porque, no siendo abortos, o mejor dicho,  fantasmas de la amistad, no pueden llevar el nombre de  amistad ni de amor, a causa de su incomparable vanidad e  imperfección. Por ellas, pues, los corazones de los  hombres y de las mujeres quedan aprisionados, esclavos y  encadenados los unos con los otros, con vanos y locos  afectos, fundados en estas frívolas comunicaciones y  placeres ruines de que acabamos de hablar. Y aunque estos  necios amores acaban, ordinariamente, por fundirse y  precipitarse en carnalidades y lascivias feas, no es,  empero, éste el primer intento de los que se  entretienen en ellos; de lo contrario ya poseerían  amoríos, sino manifiestas torpezas. En algunos casos,  podrán pasar aun muchos años, sin que, entre  los tocados de esta locura, ocurra alguna cosa, directamente  contraria a la castidad del cuerpo, porque se contentan  únicamente con desahogar su corazón con  deseos, anhelos, suspiros, galanterías y otras  necesidades y vanidades parecidas, y esto con diversas  pretensiones.

 

 Unos  no intentan otra cosa que satisfacer a su corazón,  dando y recibiendo amor, guiados en esto por su  inclinación amorosa, y éstos cuando escogen  sus amores, sólo tienen en cuenta si son o no de su  agrado y según sus instintos, de manera que, al encontrarse con una persona que les place, sin examinar el  interior y el comportamiento de la misma, dan comienzo a  este cambio de amoríos, y se enredan en la miserable  red de la cual a duras penas podrán salir. Otros  obran movidos por la vanidad, pues creen que es una cosa muy  gloriosa cautivar y ligar los corazones con el amor; y  éstos, como que andan en pos de la gloria, ponen sus  trampas y tienden sus redes en lugares de relumbrón,  distinguidos, raros e ilustres. A otros les guía la inclinación amorosa y, a la vez, la vanidad, pues,  aunque su corazón se inclina al amor, no se entregan  a éste si, al mismo tiempo, no pueden lograr alguna  ventaja gloriosa.

 

 Tales  amistades son todas malas, locas y vanas: malas, porque  conducen y acaban, al fin, en el pecado de la carne, y roban  el amor y, por consiguiente, el corazón, a Dios, a la  esposa y al marido, a los cuales se deben; locas, porque  carecen de fundamento y de motivo; vanas porque no producen  ningún provecho, ni honor ni contento. Al contrario,  malbaratan el tiempo, son un estorbo para el honor, y no dan  otro placer que el de un desazonado querer y esperar, sin  saber lo que se pretende ni lo que se quiere. Porque a estos  desdichados y débiles espíritus les parece que  siempre hay un no sé qué envidiable en las manifestaciones de amor que se les hacen, y no saben  precisar en qué consiste; y, así, su deseo  nunca se ve saciado, sino que siempre anda en desasosiego su  corazón, con perpetuas desconfianzas, celos e  inquietudes.

 

 San  Gregorio Nacianceno, escribiendo contra las mujeres vanas,  dice maravillas en esta materia. He aquí una muestra, dirigida a las mujeres, pero, aplicable también a los  hombres: «Tu natural belleza basta para tu marido;  pero, si es para varios hombres, como una red para una  bandada de pájaros, ¿qué ocurrirá?  Aquél te será agradable, a quien haya sido agradable tu belleza, y le devolverás mirada por  mirada; en seguida acudirán las sonrisas y las  palabritas de amor, encubiertas al principio, mas pronto te  familiarizarás con ellas, y pasarás a la  galantería manifiesta. Guárdate bien, lengua mía, de decir lo que ocurrirá después,  pero quiero añadir otra verdad: nada de cuanto los  jóvenes y las muchachas dicen o hacen, en medio de  estas necias complacencias, está exento de grandes  aguijones. En todo este fárrago de amoríos,  unos se embrollan con otros, y unos atraen a otros, como el  hierro atraído por un imán arrastra consigo,  consecutivamente, a otros hierros».

 

 ¡Oh!  ¡Y qué bien habla este gran obispo!  ¿Qué piensas hacer? Dar amor, ¿no es  verdad? Pero nadie da voluntariamente amor sin que, a la  vez, lo reciba; en este juego, el que coge es cogido. La  hierba aproxis recibe y toma el fuego en cuanto lo ve; lo mismo hacen nuestros corazones: en cuanto ven una alma  inflamada de amor, al instante son abrasados por ella. Yo  quiero recibir amor, dirá alguno, pero no quiero ir  tan lejos. ¡Ah!, te engañas: este fuego del amor  es mas vivo y penetrante de lo que te imaginas;  procurarás no recibir más que una chispa, y  quedarás maravillada al ver, en un momento, abrasado  tu corazón reducidas a ceniza todas tus resoluciones  y a humo tu buen nombre. Exclama el Sabio:  «¿quién tendrá compasión de  un fascinador mordido por una serpiente?» Y yo exclamo  con él: ¡Oh!, locos e insensatos,  ¿queréis fascinar el amor, para poderlo manejar  a vuestro sabor? Queréis jugar con él, y  él os picará y morderá traidoramente, y  ¿sabéis lo que dirán de ello? Todo el  mundo se burlará de vosotros y se reirá de  vuestra pretensión de querer encantar el amor y de  haber querido, con necia presunción, introducir en  vosotros una peligrosa serpiente que os ha echado a perder y  ha perdido vuestra alma y vuestro honor.

 

 ¡  Dios mío, qué ceguera es ésta, jugar  así al fiado, sobre prendas tan livianas, con el  principal tesoro de nuestra alma! Sí, Filotea, puesto  que Dios no quiere al hombre, sí no es por el alma;  ni el alma, si no es por la voluntad; ni la voluntad, si no  es por el amor. ¡ Ah, Señor! Nuestro amor no  llega, ni de mucho, al grado que requiere; quiero decir que  nos falta infinitamente para tener el que se necesita para  amar a Dios, y, no obstante, miserables de nosotros, lo  prodigamos y lo, malbaratamos en cosas vanas, vacías  y frívolas, como si nos sobrase. ¡Ah!, este gran  Dios, que se había reservado el amor de nuestras  almas, en reconocimiento de su creación,  conservación y redención, exigirá una  cuenta muy estrecha por estas locas sustracciones que de  él le hacemos; porque si, con tanto rigor, ha de  examinar las palabras ociosas, ¿qué no  hará con las amistades vanas, inconvenientes, locas y  perniciosas?

 

 El  nogal es muy dañoso a las viñas y a los campos  en los cuales está plantado, pues, siendo tan grande,  absorbe todo el jugo de la tierra, la cual se hace impotente  para alimentar a las otras plantas; su follaje es tan  tupido, que hace una sombra muy grande y muy espesa, bajo la  cual son atraídos los viandantes, quienes, para coger  el fruto, destrozan y pisotean cuanto hay alrededor. Estos  amoríos causan los mismos daños al alma, pues  la absorben de tal manera y atraen tan fuertemente sus movimientos, que no puede, después, llegar a hacer  ninguna obra buena: las hojas, es decir, las conversaciones,  los juegos, los requiebros son tan frecuentes, que  malbaratan todo el tiempo, y, finalmente, son causa de  tantas tentaciones, distracciones, sospechas y otras  consecuencias, que todo el corazón queda pisoteado y  deshecho. Resumiendo, estos amoríos ahuyentan, no sólo el amor celestial, sino también el temor  de Dios, enervan el espíritu, debilitan la  reputación: son, en una palabra, el juguete de las  cortes, pero la peste de los corazones.

 

  

CAPÍTULO  XIX

 

DE LA  VERDADERA AMISTAD

 

¡  Oh, Filotea!, ama a todo el mundo con amor de caridad, pero  no tengas amistad sino con aquellos que pueden comunicar contigo cosas virtuosas; y cuanto más exquisitas sean  las virtudes, más perfecta será la amistad. Si  la comunicación tiene por objeto las ciencias, tu  amistad es, ciertamente, muy loable; y lo es todavía  más, si la comunicación se refiere a las  virtudes de la prudencia, discreción, fortaleza y  justicia. Pero, si vuestra mutua y recíproca  comunicación es acerca de la caridad, de la  devoción, de la perfección cristiana, ¡oh  Dios mío!, qué preciosa será esta  amistad. Será excelente, porque vendrá de  Dios; excelente, porque tenderá a Dios; excelente,  porque durará eternamente en Dios. ¡Qué  bueno es amar en la tierra como se ama en el cielo y  aprender a amarse los unos a los otros, en este mundo, de la  misma manera que nos amaremos eternamente en el otro!

 

 No  hablo ahora del simple amor de caridad, porque esta virtud  hemos de tenerla con respecto a todos los hombres; sino que hablo de la amistad espiritual, por la que dos, o tres o  más almas se comunican su devoción, sus  afectos espirituales, y forman como un solo espíritu.  Con cuánta razón pueden cantar estas  bienaventuradas almas: « i Oh, cuán bueno y  agradable es el que los hermanos vivan unidos!»  Sí, porque el bálsamo delicioso de la  devoción destila de un corazón a otro por una continua participación, de suerte que se puede  afirmar que Dios hace mover-sobre esta amistad su  bendición y la vida por los siglos de los siglos.

 

 Me  parece que todas las demás amistades no son sino  sombras, en comparación de aquélla, y que sus  lazos no son más que cadenas de vidrio, en  comparación con este gran vínculo de la santa  devoción, todo él de oro.

 

 No  quieras trabar otra clase de amistades, se entiende de las  amistades buscadas por ti; porque claro está que no  se pueden dejar ni despreciar las amistades que la  naturaleza y los deberes preexistentes nos obligan a  cultivar: con los padres, los parientes, los bienhechores,  los vecinos y otros; hablo de las que tú misma  escoges.

 

 Quizás  muchos te dirán que no hay que tener ninguna clase de  particular afecto y amistad, porque esto ocupa el  corazón, distrae el espíritu y engendra  envidias; pero se equivocan en sus consejos. Por haber  leído en los escritos de muchos santos y en devotos  autores, que las amistades particulares y los afectos  extraordinarios son infinitamente perjudiciales a los religiosos, creen que lo mismo se ha de entender con  respecto a todo el mundo; pero, acerca de esto, hay mucho  que decir. Porque, considerando que, en un monasterio bien  ordenado, el fin común a todos es encaminarse a la  verdadera devoción, será fácil de  entender que no son necesarias estas particulares  comunicaciones, por temor de que, al buscar en particular lo  que es común, no se pase de las particularidades a  las parcialidades; pero, en lo que atañe a los que  viven entre los mundanos y abrazan la verdadera virtud,  necesitan unirse unos con otros con una santa y sagrada  amistad, ya que, merced a ésta, se alientan, ayudan y  estimulan mutuamente a obrar bien. Y, así como los  que andan por la llanura no necesitan darse la mano, pero  los que andan por caminos escabrosos y resbaladizos se cogen  los unos a los otros, para caminar con más seguridad;  de la misma manera, los que viven en las comunidades  religiosas no tienen necesidad de amistades particulares,  pero los que están en el mundo necesitan de ellas  para apoyarse y socorrerse los unos a los otros, en medio de  los parajes difíciles que han de atravesar. En el  mundo, no todos conspiran al mismo fin, ni todos tienen el  mismo espíritu; se impone, pues, la separación  y la amistad, según las aspiraciones de cada uno; y  esta separación crea, ciertamente, una parcialidad,  pero una parcialidad santa, que no produce otra  división que la del bien y el mal, la de los corderos  y los cabritos, la de las abejas y los moscardones,  separaciones de todo punto necesarias.,

 

 A la  verdad, no me atrevería a negar que Nuestro  Señor amó con más particular y  más dulce amistad a San Juan, a Lázaro, a Marta y a Magdalena, pues la Escritura da testimonio de  ello. Sabemos que San Pedro amó tiernamente a San  Marcos y a Santa Petronila; como San Pablo, a Timoteo y a  Santa Tecla. San Gregorio Nacianceno se gloria cien veces de  la amistad incomparable que profesó al gran San  Basilio, y la describe de esta manera: «Parecía  que en nosotros no había más que una sola alma  en dos cuerpos». Y, aunque no hemos de creer a los que  afirman que todas las cosas están en todas las cosas,  hemos de creer, empero, que nosotros éramos dos en  cada uno de nosotros, el uno en el otro; los dos  teníamos una sola aspiración: cultivar la  virtud y ajustar los designios de nuestra vida a las  esperanzas venideras, saliendo así de esta tierra  mortal antes de morir en ella. San Agustín atestigua  que San Ambrosio amaba a Santa Mónica  únicamente por las virtudes que veía en ella, y que ella, recíprocamente, le amaba como a un  ángel de Dios.

 

 Pero  me equivoco al entretenerte en una cosa tan clara. San  Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San  Bernardo y todos los más grandes siervos de Dios, han  tenido amistades muy particulares, sin menoscabo de su  perfección. San Pablo, al censurar los vicios de los  gentiles, les acusa de que son personas sin afecto; es  decir, que no tienen ninguna amistad. Y Santo Tomás, como todos los buenos filósofos, afirma que la  amistad es una virtud: y nótese que habla de la  amistad particular, pues, como él mismo dice, la  verdadera amistad no puede extenderse a muchas personas.  Luego la perfección no consiste en no tener amistades, sino en tenerlas únicamente buenas, santas  y sagradas.

 

  

CAPÍTULO  XX

 

DE LA  DIFERENCIA ENTRE LA AMISTAD VERDADERA Y LAS AMISTADES  FALSAS

 

He  aquí, pues, la gran advertencia, Filotea. La miel de  Heraelea, que es tan venenosa, es parecida a la otra ' que  es tan saludable: es un gran peligro tomar la una por la  otra, o tomarlas mezcladas, porque la bondad de la una no  impide el daño de la otra. Es menester andar muy  alerta para no ser engañado por estas amistades,  tanto más cuando se entablan entre personas de  diferente sexo, sea cual fuere el pretexto, pues  Satanás engaña, con frecuencia, a los que  aman. Se comienza por el amor virtuoso, pero, si no se es  muy discreto, pronto se mezclará el amor  frívolo, después el amor sensual,  después el amor carnal. Si no se anda con mucho  cuidado, también hay peligro en el amor espiritual,  aunque en éste, es más difícil ser engañado, porque su pureza y blancura ponen  más de manifiesto las fealdades que Satanás  quiere mezclar; por esta causa, cuando lo intenta, lo hace  con más disimulo, y procura introducir las impurezas  casi insensiblemente.

 

 La  amistad mundana se distingue de la santa y virtuosa, como la  miel de Heraclea se distingue de la otra; la miel de  Heraclea es más dulce al paladar que la miel  ordinaria, a causa del acónito, que le da un exceso  de dulzura, y la amistad mundana suele producir una serie de  palabras almibaradas, una sarta de frases apasionadas y de  alabanzas inspiradas en la belleza, en la gracia y en las  dotes sensuales; en cambio, la amistad sagrada usa de un  lenguaje sencillo y franco, sólo alaba la virtud y la gracia de Dios, único fundamento sobre el cual  estriba. La miel de Heraclea, una vez engullida, produce  vértigos, y la falsa amistad provoca trastornos en el  espíritu, que hacen titubear a la persona en la  castidad y devoción, induciéndola a miradas afectadas, halagadoras e inmoderadas, a caricias sensuales,  a suspiros desordenados, a ligeras quejas de no sentirse  amada, a suaves, pero rebuscadas y cautivadoras  exterioridades, a la galantería, a los besos y a  otras familiaridades e intimidades indecorosas, presagios  ciertos e indudables de una próxima ruina de la  honestidad; al contrario, la amistad santa tiene los ojos  simples y castos, sus caricias son puras y francas,  sólo suspira por el cielo, sus intimidades son para  el espíritu, únicamente se queja cuando Dios  no es amado, señales infalibles de la honestidad. La  miel de Heraclea perturba la vista, y esta amistad mundana  perturba el juicio hasta el extremo de que los que  están tocados de ella creen que obran bien cuando obran mal, y tienen por razones sólidas sus excusas,  sus pretextos y sus palabras; temen la luz y aman las  tinieblas; pero la amistad santa tiene los ojos claros y no  se esconde, sino que gusta de aparecer ante las personas de  bien. Finalmente, la miel de Heraclea llena la boca de  amargura; de la misma manera, las falsas amistades se  convierten y acaban en palabras y en demandas carnales y  malolientes, y, si no son aceptadas, en injurias, calumnias,  imposturas, tristezas, confusiones y celos, que degeneran,  muchas veces, en embrutecimiento y locura; pero la amistad  casta siempre es honesta, cortés y amable por igual,  y nunca se muda, si no es en una más perfecta y pura  unión de espíritu, imagen de la amistad  bienaventurada que se vive en los cielos.

 

 Dice  San Gregorio Nacianceno que el pavo real, cuando chilla y  abre la rueda con las plumas extendidas, excita mucho la lubricidad de las parejas que le oyen. Cuando un hombre  comienza a pavonearse, a engalanarse, a halagar, a silbar y  a murmurar a los oídos de una mujer, sin miras al  santo matrimonio, ¡oh! indudablemente no pretende otra  cosa más que provocarla a alguna acción  impúdica; y la mujer, si es honrada, tapará  sus orejas, para no oír el grito de este pavo real ni  la voz del fascinador que quiere encantarla; porque, si le  escucha, ¡oh Dios mío, qué mal augurio de  la futura pérdida del corazón!

 

 El  joven que hace ademanes, gestos y caricias, o bien dice  palabras en las cuales no quisiera ser sorprendido por su  padre, madre, esposa o confesor, da, con ello, pruebas de  que se trata de otra cosa que del honor y de la conciencia.  La Santísima Virgen se turbó al ver un  ángel en forma humana, porque estaba sola y le  tributaba muy grandes elogios, aunque celestiales. ¡Oh  Salvador del mundo!, la pureza teme a un ángel en  figura humana, y ¿por qué, pues, la impureza no  temerá a un hombre, aunque sea en figura de  ángel, cuando le dirige alabanzas sensuales y  humanas?

 

 

CAPÍTULO  XXI

 

ADVERTENCIA  Y REMEDIOS CONTRA LAS MALAS  AMISTADES

 

Mas  ¿qué remedios hay contra la peste y podredumbre  de locos amores, necedades e impurezas? Enseguida que  sientas sus primeros síntomas, vuélvete del  otro lado, y, con una absoluta detestación de estas  vanidades, corre a la cruz del Salvador y toma su corona de  espinas, para cercar con ella tu corazón, a fin de  que estas pequeñas zorras no se le acerquen.  Guárdate bien de dar beligerancia a este enemigo; no  digas: «le escucharé, pero nada haré de  cuanto me diga; le escucharé, pero le negaré  el corazón». ¡Ah Filotea!, por Dios,  sé muy rigurosa en tales ocasiones; el corazón  y el oído se complacen mutuamente, y, así como  es imposible detener un torrente que ha empezado a  precipitarse por la vertiente de una montaña,  así también es difícil impedir que el  amor que se ha deslizado por el oído, no penetre en  el corazón. Según Alemeón, las cabras  respiran por el oído; Aristóteles lo niega, y  yo no sé lo que en ello hay de verdad; pero una cosa  sé, y es que nuestro corazón alienta por los  oídos, y que, así como aspira y exhala sus  pensamientos por la lengua, así también  respira por los oídos, por los cuales recibe los  pensamientos de los demás. Guardemos, pues, con mucho  cuidado, nuestros oídos del aire de las palabras  necias; porque, de lo contrario, nuestro corazón  quedará, con frecuencia, apestado. No escuches  ninguna clase de proposiciones, sea cual sea el pretexto con  que te sean hechas; solamente en este caso, no hay peligro  de que seas descortés y huraña.

 

Recuerda  que has consagrado tu corazón a Dios, y que,  habiéndole sacrificado tu amor, sería un  sacrilegio robarle una sola brizna; al contrario,  sacrifícaselo de nuevo, con mil resoluciones y  protestas, y permaneciendo en medio de éstas como un ciervo en su refugio, acude a Dios; Él te  socorrerá, y su amor tomará el tuyo bajo su  protección, para que viva únicamente por Él.

 

 Pero,  si ya has quedado cogida en las redes de estos locos amores,  ¡Dios mío, que dificultad en desprenderte de  ellas! Ponte delante de su divina Majestad; reconoce, en su  presencia, la grandeza de tu miseria, tu flaqueza y tu  vanidad; después, con el mayor esfuerzo de tu  corazón que te sea posible, detesta estos amores  comenzados; abjura la vana profesión que de ellos hubieres hecho; renuncia a todas las promesas recibidas, y,  con una muy grande y decidida voluntad recoge tu  corazón y resuelve nunca más expansionarte con  estos juegos y entretenimientos de amor.

 

 Si  puedes alejarte de la ocasión, te lo aprobaré  infinito, porque así como los que han sido mordidos  de la serpiente no pueden fácilmente curarse en  presencia de los que, en otra ocasión, han sido  picados por el mismo animal, así la persona que ha  sido mordida por el amor, difícilmente curará  de esta pasión, mientras esté cerca de la otra  que haya recibido la misma mordedura. El cambio de lugar es  el gran sedante para calmar los ardores y las inquietudes,  así de] amor como del dolor. El jovencito del  cual habla San Ambrosio, en el libro segundo de La  Penitencia, después de haber hecho un largo viaje se  sintió completamente libre de los locos amores que  había tenido, y quedó tan trocado, que, al  encontrarle su loca enamorada y al decirle: «¿No  me conoces? Soy la misma», respondió él:  «Sí, ciertamente, pero yo no soy el mismo»;  la ausencia había producido, en él, esta  mudanza. Y San Agustín afirma que, para calmar el  dolor que sintió a la muerte de su amigo,  salió de Tagaste, donde éste había  muerto, y se fue a Cartago.

 

 Mas  ¿qué ha de hacer el que no puede ausentarse? Es  menester que rompa absolutamente con toda  conversación particular, con todo trato secreto, con  las miradas dulces, con las sonrisas y, en general, con toda  clase de comunicación y cebo que puedan alimentar  este fuego maloliente y humeante; o, en último  extremo, si es imprescindible hablar con el cómplice,  que sea para declarar, con una atrevida, breve y severa  protesta, el eterno divorcio que se ha jurado. A todos los  que han caído en estas redes les digo a veces:  «Cortad, rasgad, romped»; no es caso de  entretenerse en descoser estas locas amistades, es menester  rasgarlas; no es caso de deshacer los nudos, es menester  romperlos o cortarlos; por otra parte, se trata de unas cuerdas y ataduras que no tienen valor alguno. No se ha de  remendar un amor que es tan contrario al amor de Dios.

 

 Pero,  después que haya roto las cadenas de esta infamante  esclavitud, ¿quedará todavía en mí  algún resabio de ella? ¿ Las marcas y los trazos  de los hierros dejarán también señales  en mis pies, es decir, en mis afectos? De ninguna manera,  Filotea, si concibes el aborrecimiento que tu mal merece;  porque, supuesto que dejase rastro en ti, no serías  agitada por ningún movimiento que no fuese el de un  gran horror al amor infamante y a todo cuanto de él  se deriva. y permanecerías libre de todo otro afecto  hacia el objeto abandonado, que no fuese una purísima  caridad para con Dios. Pero, si por la imperfección de tu arrepentimiento, quedan todavía en ti algunas  malas inclinaciones, procura a tu alma una soledad mental,  según lo que te he enseñado más arriba,  y recógete en ella cuanto puedas, y, con mil  reiterados impulsos de tu espíritu, renuncia a todas tus inclinaciones; abjúralas con todas tus fuerzas;  lee, más de lo que sueles, libros santos;  confiésate y comulga con más frecuencia que de  ordinario; trata humilde e ingenuamente con tu director  acerca de todas las sugestiones y tentaciones que te  sobrevengan en ese punto, si te es posible, o, a lo menos,  con alguna alma fiel y prudente, y no dudes de que Dios te  librará de toda pasión, mientras perseveres  fiel a estos ejercicios.

 

 «¡Ah!  -me dirás- pero, ¿no será una ingratitud  romper tan despiadadamente una amistad?» ¡Oh!  ¡Dichosa ingratitud la que nos hace agradables a Dios!  No, por Dios, Filotea, esto no será ingratitud, sino  un gran beneficio que harás al amante, porque, al romper tus lazos, rompes los suyos, pues eran comunes a  ambos, y, aunque, de momento, no se dé, cuenta del  beneficio, no tardará en reconocerlo, y como  tú cantará en acción de gracias: «  ¡ Oh Señor!, has roto mis ataduras; yo te  inmolaré la hostia de alabanza e invocaré tu  santo Nombre».

 

  

CAPÍTULO  XXII

 

ALGUNAS  OTRAS ADVERTENCIAS SOBRE LAS  AMISTADES

 

La  amistad requiere una gran comunicación entre los  amigos; de lo contrario, no puede nacer ni subsistir. Por  esta causa, ocurre que, con la comunicación propia de  la amistad, se deslizan y pasan insensiblemente de  corazón a corazón otras comunicaciones, por  una mutua infusión y recíproco cambio de  afectos, de tendencias e impresiones. Pero, de un modo particular, ocurre esto cuando tenemos en grande aprecio a  aquel a quien amamos, porque, entonces, de tal manera  abrimos el corazón a la amistad, que, con ella,  fácilmente entran todas sus inclinaciones y afectos,  tanto si son buenos como si son malos. Es cierto que las  abejas que hacen la miel de Heraclea no buscan sino la miel,  pero con la miel chupan insensiblemente las cualidades  venenosas del acónito, entre el cual hacen su  cosecha. Pues bien, Filotea, en este punto, es menester  practicar las palabras que el Salvador de nuestras almas  solía decir, como nos lo enseñan los antiguos:  «Sed buenos cambistas y buenos negociantes de  moneda», es decir, no aceptéis la moneda falsa  junto a la buena, ni el oro de baja ley con el oro fino; separemos lo precioso de lo ruin, porque nadie hay que no  tenga alguna imperfección. Y ¿qué  razón hay para recibir mezcladas las taras y las  imperfecciones del amigo, junto con su amistad? Ciertamente,  es menester amarle, a pesar de su imperfección, pero  sin amar ni recibir ésta, porque la amistad supone la  comunicación del bien, mas no la del mal. Así  como los que extraen las arenas del río, las dejan en  la ribera después de haber separado el oro, para  llevárselo, de la misma manera los que gozan de la  comunicación de alguna buena amistad, han de separar  de ella la arena de las imperfecciones, y no dejarla  penetrar en el alma. Cuenta San Gregorio, que muchos amaban  y admiraban tanto a San Basilio, que se dejaban llevar hasta  el extremo de imitarle aun en sus imperfecciones exteriores  «en su hablar lento, en su espíritu abstracto y pensativo, en la forma de su barba y en su porte». Y  conocemos a maridos, esposas, hijas, amigos que, por tener  en grande estima a sus amigos, a sus padres, a sus maridos,  a sus esposas, adquieren, por condescendencia o por  imitación, mil pequeños defectos, con el trato  amistoso que sostienen. Ahora bien, esto en manera alguna se  ha de hacer, pues cada uno harto y demasiado tiene con sus  malas inclinaciones, sin necesidad de echar sobre sí  las de los demás; y la amistad, no sólo no  exige esto, sino que, al contrario, nos obliga a ayudarnos  los unos a los otros, para librarnos mutuamente de toda  clase de imperfecciones. Es indudable que se han de soportar  pacientemente, en el amigo, sus imperfecciones, pero no nos  hemos de inclinar a ellas ni mucho menos trasladarlas a  nosotros.

 

 Y no  hablo sino de las imperfecciones, porque, en cuanto a los  pecados, ni los hemos de admitir, ni los hemos de soportar  en el amigo. Es una amistad débil o mala, ver al  amigo en peligro y no socorrerle, verle morir de una  apostema y no atreverse a clavarle el bisturí de la  corrección para salvarle. La verdadera y viva  amistad, no puede conservarse entre los pecados. Se dice de  la salamandra que apaga el fuego sobre el cual se acuesta, y  el pecado destruye la amistad, porque no puede subsistir si  no es sobre la verdadera virtud. j Cuánto menos,  pues, hay que pecar por motivos de amistad! El amigo es  enemigo, cuando quiere inducirnos al pecado, y merece perder  la amistad, cuando pretende perder y condenar al amigo; y  una de las señales más seguras de la falsa  amistad es verla sostenida con una persona viciada por el  pecado, sea cual sea éste. Si la persona a quien  amamos es viciosa es sin duda nuestra amistad, porque, no  pudiendo referirse a la virtud verdadera, forzosamente ha de  tomar pie de alguna virtud frívola o de alguna  cualidad sensual.

 

 La  sociedad formada entre comerciantes con miras al provecho  temporal, no tiene más que la apariencia de verdadera amistad, porque se inspira, no en el amor a las personas,  sino en el amor al lucro.

 

 Finalmente,  estas dos divinas afirmaciones son dos grandes columnas para  asegurar bien la vida cristiana. Una es del Sabio: «El  que teme a Dios siempre tendrá buena amistad»;  la otra es de Santiago Apóstol: «La amistad de  este mundo es enemiga de Dios».

 

  

CAPÍTULO  XXIII

 

DE LOS  EJERCICIOS DE LA MORTIFICACIÓN  EXTERIOR

 

Los  que entienden en cosas rústicas y campestres aseguran  que si se escribe una palabra sobre una almendra bien  entera, y después se encierra ésta de nuevo en  la cáscara, bien colocada y cerrada con todo cuidado,  y se planta de esta manera, todo el fruto que el  árbol producirá después, llevará  igualmente escrito y grabado el mismo nombre, En cuanto a  mí, Filotea, nunca he podido aprobar el método  de aquellos que, para reformar al hombre, empiezan por el  exterior, por el porte, por los vestidos, por los cabellos.

 

 Muy  al contrario, me parece que es menester comenzar por el  interior: «Convertios a Mí de todo  corazón», nos dice Dios: «Hijo mío,  dame tu corazón»; porque así, siendo el  corazón la fuente de los actos, son éstos lo  que aquél es. El divino Esposo, al convidar al alma,  le dice: «Ponme un sello sobre tu corazón, como  un sello como sobre tu brazo». Sí, ciertamente,  pues cualquiera persona que tenga a Jesucristo en su  corazón, lo tiene también en todas sus  acciones exteriores.

 

 Por  esto, amada Filotea, he querido, ante todo, grabar y  escribir en tu corazón este santo y sagrado: VIVA  JESÚS, bien convencido de que, después de  esto, tu vida, que proviene de tu corazón, como el  almendro de la almendra, producirá todos los actos,  que son sus frutos, escritos y grabados con el mismo nombre  de salvación, y que, tal como vivirá  Jesús en tu corazón, vivirá  también en todas tus exterioridades, y se  manifestará en tus ojos, en tu boca, en tus manos y  aun en tus cabellos, y podrás decir santamente, a  imitación de San Pablo: «Vivo yo, mas no soy yo  quien vivo, sino que Jesucristo vive en mí». En  una palabra: el que ha ganado el corazón del hombre  ha ganado a todo el hombre. Pero este mismo corazón,  por el cual queremos comenzar, requiere que se le instruya  acerca de cómo ha de regular su manera de conducirse  y su porte exterior, a fin de que, no sólo se vea en  él la santa devoción, sino también una  gran prudencia y discreción. Con este fin, voy a hacerte algunas advertencias.

 

 Si  puedes soportar el ayuno, harás bien en ayunar  algunos días, además de los prescritos por la  Iglesia; porque, aparte del efecto ordinario del ayuno, que  es elevar el espíritu, refrenar la carne, practicar  la virtud y alcanzar una mayor recompensa en el cielo, es un  gran bien conservar el propio dominio sobre la  glotonería, y tener el instinto sexual y el cuerpo  sujetos a la ley del espíritu, y, aunque no sean  muchos los ayunos, no obstante el enemigo nos teme  más cuando conoce que sabemos ayunar. Los  miércoles, viernes y sábados son los  días en los cuales los antiguos cristianos más  se ejercitaban en la abstinencia; escoge, pues, algunos de  estos días para ayunar, según te lo aconsejen  tu devoción y la discreción de tu director.

 

 De  buen grado diré aquello que San Jerónimo  decía a la buena dama Leta: «Mucho me desagradan  los ayunos largos e inmoderados, sobre todo en aquellos que  se hallan en edad todavía tierna. He aprendido, por  experiencia, que el potro, cuando está cansado de  andar, busca la manera de escabullirse»; es decir, el  joven debilitado por el exceso en los ayunos, fácilmente degenera en la molicie. En dos ocasiones  corren mal los ciervos: cuando están demasiado  cargados de grasa y cuando están demasiado flacos.  Nosotros estamos muy expuestos a las tentaciones, cuando  nuestro cuerpo está demasiado nutrido y cuando  está demasiado débil, porque lo primero lo  vuelve insolente a causa de su vigor, y lo segundo lo vuelve desesperado a causa de su flaqueza; y, así como  nosotros a duras penas podemos llevar el cuerpo cuando  está demasiado grueso, tampoco él puede  llevarnos a nosotros cuando está demasiado flaco. La  falta de esta moderación en los ayunos, disciplinas,  cilicios y austeridades inutiliza para el servicio de la  caridad los mejores años de muchos, como  sucedió al mismo San Bernardo, que, después,  se arrepintió de haber sido demasiado austero; y, en  el mismo grado en que han maltratado el cuerpo en los  comienzos, se ven obligados a halagarlo después.  ¿No sería mejor darle un trato justo y  proporcionado a las cargas y trabajos a que esté  obligado por su condición?

 

 El  ayuno y el trabajo rinden y abaten la carne. Si el trabajo  que haces te es muy necesario o es muy útil para la  gloria de Dios, prefiero que sufras la penalidad del trabajo  que la del ayuno; éste es el sentir de la Iglesia, la  cual, por consideración a los trabajos útiles  al servicio de Dios y del prójimo, exime a los que  los hacen aun del ayuno de precepto. Uno se mortifica ayunando, otro sirviendo a los enfermos, visitando a los  presos, confesando, predicando, asistiendo a los desolados,  orando y con otros ejercicios semejantes; esta  mortificación vale más que aquélla,  porque, además de refrenar, como ella, produce frutos  mucho más deseables. Por lo tanto, en general, es  preferible guardar las fuerzas corporales más de lo  necesario, que agotarlas más de lo que conviene, pues  podemos abatirlas siempre que queremos, mas no repararlas  siempre que es necesario.

 

 Me  parece que hemos de sentir mucha reverencia por el aviso que  nuestro Salvador y Redentor Jesús dio a sus  discípulos: «Comed lo que os pongan  delante». Creo que es mayor virtud comer, sin elegir lo  que te presenten y por el mismo orden que te lo den, ya sea  de tu agrado, ya no lo sea, que escoger siempre lo peor.  Porque, aunque esta manera de vivir parece más austera, no obstante la otra exige más  resignación, pues, por ella, no sólo se  renuncia al propio gusto, sino también a escoger, y,  ciertamente, no es pequeña austeridad doblegar  siempre el propio gusto al gusto de los demás y  tenerlo sujeto a las circunstancias, tanto más cuanto  que esta clase de mortificación no es aparatosa, ni  molesta para nadie, y muy apropiada a la vida social.  Rechazar unos manjares para tomar otros, picar y gustarlo  todo, no encontrar nunca cosa alguna bien hecha ni limpia,  quejarse a cada momento.... todo esto delata un  corazón goloso y demasiado atento a los platos y a  los manjares. Más dice en favor de San Bernardo que  bebiese, sin darse cuenta, aceite en lugar de agua o vino,  que si, a sabiendas, hubiese bebido agua de ajenjos; porque  era señal de que no pensaba en lo que bebía.  Y, en este descuido de lo que se ha de comer o beber,  consiste la práctica perfecta de esta sagrada  advertencia: «Comed lo que os pongan delante>. No  obstante, exceptúo los manjares que perjudican a la  salud o que ponen enfermizo al espíritu, como son,  para muchos, los manjares calientes o picantes,  alcohólicos o flatulentos, y exceptúo  también algunas ocasiones en las cuales la naturaleza  necesita ser recreada o alentada, para poder soportar  algún trabajo para la gloria de Dios.

 

 Una  constante y moderada sobriedad vale más que las  abstinencias violentas, hechas de tarde en tarde y con  treguas de gran relajación.

 

 La  disciplina posee una virtud maravillosa para despertar el  deseo de la devoción, si se toma de una manera  moderada. El cilicio refrena poderosamente el cuerpo, pero  su uso no es indicado para los casados ni para las  complexiones delicadas, ni para los que han de soportar  grandes calamidades. Es verdad que, en los días  más indicados para la penitencia, se puede hacer uso  de él, pero siempre con el consejo de un confesor  discreto.

 

 Es  menester emplear la noche en dormir, tanto como sea  necesario, para poder velar muy útilmente de  día, cada uno según su complexión. Y,  como quiera que la Sagrada Escritura, en muchos lugares, el  ejemplo de los santos y la razón natural nos recomiendan, en gran manera, el madrugar, por ser este  tiempo el mejor y el más fructuoso de nuestro  día, y el mismo Nuestro Señor es llamado sol  naciente, y la Santísima Virgen alba del día,  creo que es una virtud acostarse temprano, por la noche,  para poder despertarse y levantarse muy de mañana.  Ciertamente, esta hora es la más agradable, la  más dulce y la menos embarazosa; aun los  pájaros, en ella, nos invitan a despertarnos y a  alabar a Dios: así, pues, el madrugar es útil  a la salud y a la santidad.

 

 Balaán  iba, montado en su asna, al encuentro de Balac. Mas, como  que no obraba con rectitud de intención, le  esperó en el camino el ángel con una espada  para matarle. La asna, que veía al ángel, se  detuvo pertinazmente por tres veces; Balaán no cesaba  de golpearla cruelmente a bastonazos, para obligarla a  andar, hasta que, a la tercera vez, la asna,  agachándose, con Balaán montado encima, le  habló, por un milagro, y le dijo: «¿  Qué te he hecho yo? ¿Por qué me has  golpeado ya tres veces?» Y enseguida se le abrieron a  Balaán los ojos, y vio al ángel el cual le  dijo: «¿Por qué has pegado a tu asna? Si  ella no hubiese retrocedido delante de mí, yo te  hubiera muerto y hubiera salvado a ella». Entonces dijo  Balaán al ángel: «Señor, he  pecado, porque no sabía que te hubieses puesto frente  a mí, en el camino». ¿Lo ves Filotea?  Balaán es la causa del mal, pega y da de bastonazos a  la pobre asna, que no tiene ninguna culpa.

 

 Así  ocurre, con frecuencia, en nuestras cosas: porque tal esposa  ve a su marido o a su hijo enfermo, acude, al instante, al ayuno, al cilicio, a la disciplina, como lo hizo David en  semejante ocasión. ¡Ah querida amiga! tú  azotas a la pobre asna, castigas tu cuerpo, y él no  es responsable de tu mal, ni de que Dios tenga la espada  desenvainada contra ti; castiga tu corazón, que es  idólatra de este esposo, y que tolera mil defectos en  el hijo y le induce al orgullo, a la vanidad y a la ambición. Tal hombre ve que, con frecuencia, cae en  la bajeza del pecado de lujuria: el remordimiento interior  se pone delante de su conciencia, con la espada en la mano,  para atravesarlo con un santo temor; y, al momento,  reaccionando en su corazón, exclama: « ¡ Ah  carne envilecida! ¡Ah cuerpo desleal! ¡  Cómo me habéis hecho traición! » y  he aquí que, enseguida, comienza a mortificar a esta  carne con ayunos inmoderados, con  disciplinas excesivas, con  cilicios insoportables. ¡Ah pobre alma! Si tu carne  pudiese hablar, como la burra de Balaán, te  diría: ¿ Por qué me pegas, miserable? Es  sobre ti, alma mía, que Dios descarga su ira; eres  tú la criminal. ¿Por qué me induces a  malas conversaciones? ¿Por qué aplicas mis ojos,  mis manos, mis labios a las deshonestidades? ¿Por  qué me perturbas con imaginaciones perversas? Ten  pensamientos buenos, y yo no tendré movimientos  malos; trata con personas honestas, y yo no seré  excitada por su concupiscencia. ¡Ah! eres tú la  que me arrojas al fuego, y, después, quieres que no  arda; tiras pavesas a los ojos, y no quieres que se  inflamen». Y Dios te dice, indudablemente, en estas  ocasiones: «Castiga, rompe, acuchilla, despoja  principalmente tu corazón, ya que es contra él  que se ha encendido mi enojo». Es cierto que para curar  la comezón no es tan necesario lavarse y  bañarse como purificar la sangre y refrescar el  hígado; así también, para curar  nuestros defectos, bueno es mortificar la carne, pero, ante  todo, es necesario purificar nuestros afectos y refrescar  nuestros corazones. Ahora bien, en todo y por todas partes,  de ninguna manera se han de emprender austeridades  corporales sin el consejo de nuestro  guía.

 

 

CAPÍTULO  XXIV

 

DE LAS  CONVERSACIONES Y DE LA SOLEDAD

 

En  la devoción de los seglares, de la cual vamos  tratando, el buscar las conversaciones y el huir de ellas  son dos extremos censurables. El rehuirlas implica  desdén y menosprecio del prójimo, y el  buscarlas es cosa que se resiente de ociosidad e inutilidad.  Hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos: para  demostrar que le amamos, es menester no huir de su compañía, y, para probar que nos amamos a  nosotros mismos, hemos de permanecer con nosotros, cuando  con nosotros nos encontremos. Ahora bien, estamos con  nosotros, cuando estamos solos. «Piensa en ti, dice San  Bernardo, y después en los demás». Y  así, si nada te impele a hacer una visita o a  recibirla en tu casa, quédate sola contigo misma y  conversa con tu corazón; pero, si viene a ti alguna  visita o algún motivo justificado te convida a  hacerla, hazla en nombre de Dios, Filotea; trata con el  prójimo de buen grado y ponle buena cara.

 

 Llamamos  malas conversaciones a las que se tienen con mala  intención, o bien, cuando los que toman parte en  ellas son viciosos, indiscretos y disolutos; y de  éstos hay que huir, como las abejas huyen de los  enjambres de tábanos o abejorros. Porque, así  como los que han sido mordidos por perros rabiosos, tienen  el sudor, la saliva y el aliento peligrosos, sobre todo para  los niños y para las personas de complexión  débil, de la misma manera, nadie puede tratar con  estos viciosos e incontinentes sin riesgo y peligro, sobre  todo cuando se tiene una devoción todavía  tierna y delicada.

 

 Hay  conversaciones que sólo sirven para  recreación, las cuales se tienen únicamente  para distraerse de las ocupaciones serias; en cuanto a  éstas, así como, por una parte, no es menester  entregarse a ellas, así también, por otra, se  les puede conceder el ocio destinado a la recreación.

 

 Otras  conversaciones tienen por finalidad el buen trato; tales son  las mutuas visitas y ciertas reuniones que se tienen para honrar al prójimo. En cuanto a éstas,  así como no hay que ser demasiado meticuloso en  practicarlas, tampoco hay que ser desatento,  despreciándolas, sino que cada uno ha de cumplir en  ello, con modestia, su deber, para evitar así la  rusticidad como la frivolidad.

 

 Quedan  ahora las conversaciones útiles, como las que se  entablan entre las personas devotas y virtuosas. ¡Oh  Filotea!, siempre te hará mucho bien tener con  frecuencia estas conversaciones. La viña plantada  entre olivos produce racimos oleosos, a los que se pega el  gusto del olivo: el alma que, con frecuencia, se encuentra  entre personas de virtud, forzosamente ha de participar de  sus cualidades. Los abejorros solos no pueden hacer miel,  pero con las abejas, se ayudan mutuamente a hacerla: el  conversar con almas devotas es una gran ventaja para  excitarnos mucho a la devoción.

 

 En  toda conversación , la ingenuidad, la simplicidad, la  dulzura y la modestia son siempre preferidas. Hay personas  que no hacen un solo ademán ni un solo movimiento si  no es con tanto artificio que se hacen enojosos a todo el  mundo; y, así como aquel que no quisiera andar sino  contando los pasos, ni hablar sino cantando, sería a  todos antipático, así los que toman un aire  fingido y todo lo hacen a compás, importunan en gran  manera en la conversación, y, en esta clase de  personas, siempre hay algún aspecto de  presunción. Hemos de procurar habitualmente que, en  nuestra conversación, predomine siempre una jovialidad moderada. San Romualdo y San Antonio son muy  alabados, porque a pesar de sus austeridades tenían  siempre el rostro y las palabras llenas de regocijo, de  gracia y de cortesía. Procura estar siempre alegre  con los que están alegres, y repito con el  Apóstol: «Está siempre gozosa, pero en  Nuestro Señor, y que todos los hombres vean tu  modestia». Para alegrarte en Nuestro Señor, es  menester que el objeto de tu gozo no sólo sea  lícito, sino también honesto. Te lo digo,  porque hay cosas que, no obstante ser lícitas, no son  honestas; y, para que vean tu modestia, guárdate de  las insolencias, que siempre son reprensibles: hacer caer a  uno, ensuciar a otro, pellizcar a un tercero, hacer  daño a un tonto, son bromas y goces necios e  insolentes.

 

 Empero,  además de la soledad mental, a la cual puedes  retirarte siempre, en medio del bullicio de las  conversaciones, como he dicho más arriba, has de amar  la soledad local y real, no para irte al desierto como  Santa- María Egipciaca, San Pablo, San Antonio,  Arsenio y otros padres solitarios, sino para estar un poco  en tu habitación, en tu jardín o en otro  lugar, donde puedas, a tu sabor, recoger tu espíritu  en tu corazón, y recrear tu alma con buenas  reflexiones y santos pensamientos o con un rato de buena  lectura, a ejemplo de aquel obispo Nacianceno, que, hablando  de sí mismo, dice: «Paseaba conmigo mismo al atardecer, durante algún tiempo, por la orilla del  mar, porque tenía la costumbre de tomar esta  recreación, para distraerme y librarme un poco de los  enojos de cada día», y enseguida discurre acerca  del buen pensamiento que tuvo y que he referido en otro  lugar,. Y toma también por modelo a San Ambrosio,  hablando del cual, dice San Agustín que con  frecuencia, cuando entraba en su habitación (pues  tenía siempre la puerta abierta para todo el mundo),  lo encontraba leyendo, y, después de haber esperado  un rato se iba sin decirle nada para no estorbarle, y  pensando que no había de robar aquel poco tiempo que quedaba a este gran pastor para robuster y recrear su  espíritu, después del trasiego de tantas  ocupaciones. También, un día, habiendo contado  los Apóstoles a Nuestro Señor que  habían predicado y trabajado mucho, les dijo:  «Venid a la soledad y descansad un poco».

 

  

CAPITULO  XXV

 

DE LA  DECENCIA EN LOS VESTIDOS

 

Quiere  San Pablo que las mujeres devotas (lo mismo se diga de los  hombres) vistan con decoro y se adornen con decencia y sobriedad. Ahora bien, la decencia en el vestir y en el  ornato depende de la materia de la forma y de la limpieza.  En cuanto a la limpieza, ha de ser siempre la misma en  nuestros vestidos, en los cuales, en la medida de lo  posible, no hemos de tolerar ninguna mancha ni dejadez. La  limpieza exterior es, en alguna manera, el reflejo de la  honestidad interior. El mismo Dios exige la decencia  corporal en los que se acercan a los altares y en los que  tienen principalmente a su cargo la devoción.

 

 En  cuanto a la materia y a la forma de los vestidos, la  decencia se ha de juzgar según las diversas  circunstancias de tiempo, de edad, de condición, de  compañías, de ocasiones. Ordinariamente,  acostumbrados a vestir mejor los días festivos,  según la importancia de la solemnidad que se celebra;  en tiempo de penitencia, como en Cuaresma, se viste con  más sencillez; en las bodas se llevan trajes  nupciales, y en los actos fúnebres se emplean ropas  de luto; delante de los príncipes es menester un mayor realce, el cual disminuye entre los propios  familiares. La mujer casada puede y debe adornarse delante  de su marido; si hace lo mismo cuando está lejos de  él, entonces cabe preguntar a qué ojos quiere  complacer con este cuidado singular. A las doncellas se les  permite un mayor acicalamiento, porque pueden  lícitamente pretender agradar a muchos, aunque no sea más que para conquistar uno solo, para el santo  matrimonio. Tampoco es reprobable que las viudas que quieren  casarse de nuevo se adornen discretamente, con tal que no se  muestren frívolas, pues habiendo sido ya madres de  familia y habiendo pasado por las tristezas de la viudez, se  considera que su espíritu es más maduro y  sensato. Mas, en cuanto a las verdaderas viudas que lo son  no sólo de cuerpo sino también de  corazón, ningún adorno es más adecuado  que la humildad, la modestia y la devoción, pues, si  quieren dar amor a los hombres, no son verdaderas viudas, y,  si no se lo quieren dar, ¿a qué tantos  atavíos? El que no desea huéspedes, ha de  sacar el rótulo de su casa. Nos reímos siempre  de los viejos cuando quieren presumir, y ¿por qué? Por que esto es una necedad, únicamente  tolerable en la juventud.

 

 Seas  correcta, Filotea; que no haya en ti dejadez ni  desaliño: sería despreciar a aquellos con los  cuales convives, presentarte delante de ellos con vestidos  ofensivos; pero guárdate de la afectación, de  las vanidades, curiosidades y frivolidades. En cuanto te sea  posible, inclínate siempre del lado de la sencillez y  de la modestia, que, sin duda, es el mejor adorno de la belleza y lo que mejor encubre la fealdad. San Pedro avisa,  de un modo particular, a las doncellas que no lleven los  cabellos encrespados, rizados y ondulados. Los hombres que  son tan débiles de complacerse en estas frivolidades,  son llamados, en todas partes, hermafroditas, y las mujeres  que se envanecen por ello, son tenidas por ligeras en la  castidad; si la guardan, a lo menos no se echa de ver, en  medio de tantas trivialidades y bagatelas. Dicen que lo  hacen sin pensar mal, mas yo digo que el demonio siempre  piensa mal. Quisiera que mi devoto o mi devota anduviesen  siempre mejor vestidos, pero que, a la vez, fuesen los menos  pomposos y afectados, y como dice el proverbio, estuviesen  adornados de gracia, de modestia y dignidad. Dice brevemente  San Luis que cada uno ha de vestir según su estado,  de manera que los discretos y buenos no puedan decir: «Es demasiado», ni los jóvenes: «Es  demasiado poco». Y, si los jóvenes no quieren  contentarse con la decencia, hay que inclinarse al parecer  de los prudentes.

 

 

CAPÍTULO  XXVI

 

DEL HABLAR,  Y PRIMERAMENTE CÓMO HAY QUE HABLAR CON  DIOS

 

Los  médicos conocen muy bien el estado de salud o de  enfermedad de un hombre por el examen de la lengua; asimismo nuestras palabras son el mejor indicio de las cualidades de  nuestras almas: «Por tus palabras -dice el Salvador-,  serás justificado, y por tus palabras serás  condenado». Ponemos instintivamente la mano sobre el  dolor que sentimos, y la lengua sobre el amor que tenemos.

 

 Luego,  si estás enamorada de Dios, Filotea, con frecuencia  hablarás de Dios, en las conversaciones familiares  con los de tu casa, con los amigos y con los vecinos, porque  «la boca del justo meditará la sabiduría,  y su lengua hablará juiciosamente». Y, así como las abejas, con su diminuta boca, no gustan  otra cosa sino la miel, de la misma manera tu lengua siempre  estará llena de la miel de su Dios, y no  sentirá suavidad mayor que la de dejar escapar por  los labios las alabanzas y las bendiciones de su santo  Nombre, como se cuenta de San Francisco, el cual, cuando  pronunciaba el santo Nombre del Señor, se chupaba y  lamía los labios, como para saborear la mayor dulzura  del mundo.

 

 Pero  habla siempre de Dios como de Dios, es decir, con reverencia  y devoción, sin querer sentar plaza de sabia ni de predicadora, sino con espíritu de dulzura, de caridad  y de humildad, destilando como sepas (tal como se dice de la  Esposa del Cantar de los Cantares) la deliciosa miel de la  devoción, gota a gota, ora en el oído de uno,  ora en el oído de otro, rogando a Dios, en el retiro  de tu alma, que se digne hacer caer este santo rocío  hasta el fondo del corazón de aquellos que te  escuchan.

 

 Sobre  todo, este oficio angélico se ha de desempeñar  con dulzura, no a guisa de corrección, sino en forma  de inspiración, porque es una maravilla ver  cuán poderoso cebo es, para ganar los corazones, la  suavidad y la amable proposición de alguna cosa  buena.

 

 Nunca,  pues, hables de Dios ni de la devoción como por  compromiso y pasatiempo, sino siempre con atención y  devoción; y te digo esto para librarte de una notoria  vanidad que se echa de ver en muchos que profesan la  devoción, los cuales, en toda ocasión, dicen  palabras santas y fervorosas, como por rutina y sin pensar  en ello, y, después de haberlas dicho, creen que son lo que las palabras dan a entender, lo cual no es verdad.

 

  

CAPÍTULO  XXVII

 

DE LA  HONESTIDAD EN LAS PALABRAS Y DEL RESPETO DEBIDO A LAS  PERSONAS

 

Dice  Santiago: «El que no peca en las palabras, es  varón perfecto». Procura tener mucho cuidado en  no decir ninguna palabra deshonesta, pues, aunque tú  no la digas con mala intención, lis que la oyen  pueden tornarla en tal sentido. La palabra deshonesta, al  caer en un corazón débil, se extiende y dilata  como una gota de aceite sobre la tela, y, a veces, de tal  manera se apodera del corazón, que lo llena de mil  pensamientos y tentaciones impuras. Porque, así como  el veneno del cuerpo entra por la boca, de la misma manera  el del corazón entra por el oído, y la lengua  que lo produce es homicida, ya que, aunque, por casualidad,  el veneno que ha escupido no produzca tal efecto, por haber  encontrado los corazones de los oyentes provistos de  algún contraveneno, no es, empero, por falta de  malicia, si no causa la muerte. Y que nadie me diga que no  piensa cosa alguna mala, porque Nuestro Señor, que  conoce los corazones de los hombres, ha dicho que «de  la abundancia del corazón habla la boca»; y si  nosotros no pensamos mal, piensa mal el enemigo, y siempre  se sirve disimuladamente de estas malas palabras para  atravesar el corazón de alguno. Se dice que los que  han comido de la hierba llamada angélica tienen  siempre el aliento suave y agradable, y que los que tienen  la honestidad y la caridad en su corazón pronuncian  siempre palabras limpias, corteses y honestas. En cuanto a  las indecencias y torpezas, el Apóstol quiere que ni  tan sólo se nombren, y nos asegura que nada corrompe  tanto las buenas costumbres como las malas

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