¡Dios te salve María!
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conversaciones. Si las palabras deshonestas se dicen de una manera encubierta, con afectación y sutilidad, son infinitamente más venenosas, porque, cuanto más puntiagudo es un dardo, más fácilmente se clava en el cuerpo; de la misma manera, cuanto más aguda es una palabra, tanto más penetra en los corazones. Y los hombres que creen que son graciosos, porque emplean tales palabras en las conversaciones, no saben cuál es el fin de éstas. Las conversaciones han de ser como los enjambres de las abejas, reunidas para hacer la miel en suave y virtuoso consorcio, y no como un montón de avispas, que se reúnen para ir a chupar en algún estercolero. Si algún necio te dice palabras indecorosas, dale a entender que tus oídos se sienten ofendidos, ya sea retirándote, ya de alguna otra manera, según lo dicte tu prudencia. Uno de los peores defectos que puede tener una persona es ser burlón: Dios aborrece en gran manera este vicio y, a veces, lo castiga extraordinariamente. Nada hay más contrario a la caridad, y mucho más a la devoción, que el despreciar y el pisotear al prójimo. Ahora bien, la burla y la mofa siempre suponen este menosprecio; por esto, es un pecado muy grave, tanto que tienen razón los doctores cuando dicen que la mofa es la peor ofensa que, de palabra, se puede inferir al prójimo, pues las demás ofensas andan acompañadas de alguna estima de aquel que es ofendido, pero ésta se hace con desprecio y rebajamiento. En cuanto a los juegos de palabras que algunos se dicen mutuamente, con cierta modesta alegría y buen humor, pertenecen a la virtud que los griegos llamaban eutrapelía, y que nosotros podemos llamar pasatiempo; por ellos el hombre se recrea honesta y agradablemente, a base de ocasiones divertidas que nos ofrecen las imerfecciones humanas. únicamente hay que evitar pasar de este buen humor a la mofa; pues la mofa provoca la risa con desprecio y rebajamiento del prójimo; mas la gracia y el buen humor provocan la risa con una ingenua libertad, confianza y franca familiaridad, unida a la gentileza de alguna palabra. San Luis, cuando, después de comer, querían los religiosos hablarle de cosas elevadas, respondía: «Ahora no es tiempo de razonar, sino de recrearse con alguna palabra graciosa o con alguna ocurrencia: que cada uno diga honestamente lo que le plazca»; lo cual decía en obsequio de los nobles que estaban con él para gozar de su benevolencia. Pero procuremos, Filotea, pasar de tal manera el tiempo por recreación, que conservemos la eternidad por devoción. CAPÍTULO XXVIII DE LOS JUICIOS TEMERARIOS «No juzguéis y no seréis juzgados -dice el Salvador de nuestras almas-; no condenéis y no seréis condenados». No, dice el santo Apóstol, «no juzguéis antes de tiempo, hasta que el Señor venga, el cual revelará el secreto de las tinieblas y manifestará los consejos de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto desagradan a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los hijos de los hombres son temerarios, porque ellos no son jueces los unos de los otros, y, al juzgar, usurpan el oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque la principal malicia del pecado depende de la intención y del designio del corazón, que, para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son temerarios, porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse a sí mismo, sin que necesite ocuparse en juzgar al prójimo. Para no ser juzgados, es menester también no juzgar a los demás, y que nos juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas, ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque no cesamos de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al prójimo a diestro y siniestro, y nunca hacemos lo que nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos. Según sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los remedios. Hay corazones agrios, amargos y ásperos de natural, que agrían y amargan todo lo que reciben, y, como dice el profeta, «convierten el juicio en ajenjos», no juzgando jamás al prójimo si no es con todo rigor y dureza; éstos tienen mucha necesidad de caer en las manos de un buen médico espiritual, pues esta amargura de corazón es muy difícil de vencer, por lo mismo que es algo contranatural; y, aunque esta amargura no sea pecado, sino solamente una imperfección; es, no obstante, peligrosa, porque hace que entre y reine en el alma el juicio temerario y la maledicencia. Algunos hay que juzgan temerariamente, no por amargura sino por orgullo, y les parece que, a medida que rebajan el honor de los demás, encumbran el propio; espíritus arrogantes y presuntuosos, se admiran a sí mismos y suben tan alto en su propia estima, que todo lo demás les parece pequeño y bajo: «Yo no soy como los demás hombres», decía aquel necio fariseo. Algunos no tienen este orgullo manifiesto, sino solamente sienten como una complacencia en considerar el mal del prójimo, para saborear y hacer saborear más dulcemente el bien contrario del cual se creen dotados; y esta complacencia es tan secreta e imperceptible, que si no se tiene muy buena la vista, no se descubre, y los mismos que la sienten no la conocen, si no se la muestran. Otros, queriendo adularse y excusarse consigo mismos y atenuar los remordimientos de su conciencia, se apresuran a pensar que los demás padecen del vicio al cual ellos se han entregado, o de otro mayor, y les parece que la multitud de criminales hacen su pecado menos censurable. Otros se entregan al juicio temerario por el solo placer que hallan en adivinar y filosofar acerca de las costumbres y humor de las demás personas, a manera de ejercicio ingenioso, y, si por desgracia aciertan alguna vez en sus juicios, la audacia y el prurito de continuar crece tanto, que harto trabajo hay en corregirles. Otros juzgan por pasión, y siempre piensan bien del que aman, y mal del que aborrecen, fuera del caso sorprendente y, no obstante, verdadero, en que el exceso de amor induce a juzgar mal al que amamos: efecto monstruoso, procedente de un amor impuro, imperfecto, desequilibrado y enfermo, que son los celos, los cuales, como todo el mundo sabe, por una sencilla mirada, por la sonrisa más insignificante del mundo, condenan a las personas de perfidia y de adulterio. Finalmente, el temor, la ambición y otras parecidas flaquezas de espíritu contribuyen, con frecuencia, al nacimiento de la sospecha y del juicio temerario. Mas, ¿qué remedios hay? Los que beben el jugo de la hierba ofiusa de Etiopía, por todas partes ven serpientes y cosas espantosas; los que han bebido orgullo, envidia, ambición, odio, nada ven que no les parezca malo o digno de condenación; aquellos, para curarse, han de beber vino de palmera, y yo digo lo mismo de éstos: bebed cuanto podáis el vino sagrado de la caridad; él os liberará de estos malos humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos. Tan lejos está la caridad de ir en busca del mal, que teme encontrarlo, y cuando lo encuentra, vuelve el rostro hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no verlo, al primer rumor que percibe, y después, con una santa simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna sombra o fantasma del mal; porque, si, por fuerza, se ve obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al instante, y procura olvidarse aun de su figura. La caridad es la mejor medicina contra las enfermedades, y de un modo especial contra ésta. Todas las cosas parecen amarillas a los ojos de los que padecen ictericia, y dicen que, para curarse de este mal, hay que llevar la celidonia debajo de la planta de los pies. El vicio del juicio temerario es una especie de ictericia espiritual, que hace que todas las cosas parezcan malas a los ojos de los que están atacados de ella; pero el que quiera curar de esta dolencia ha de aplicar este remedio, no a los ojos ni al entendimiento; sino a los afectos, que son los pies del alma: si tus afectos son dulces, tu juicio será dulce; y si tus afectos son caritativos, tu juicio será caritativo. He aquí tres ejemplos admirables. Isaac había dicho que Rebeca era su hermana. Abimelec vio que jugaba con ella y que la acariciaba tiernamente, y juzgó enseguida que era su mujer: un ojo maligno hubiera creído que era su concubina, o que, si era su hermana, se trataba de un incesto; pero Abimelec tomó el partido más conforme con la caridad que podía tomar en aquellas circunstancias. Es necesario, Filotea, que siempre obres de esta manera, en cuanto te sea posible, y, si una acción tiene mil aspectos, es menester mirarla bajo el punto de vista mejor. Nuestra Señora estaba encinta, y San José lo veía claramente; mas, como quiera que, por otra parte, sabía que era toda pura, toda santa, toda angelical, no pudo creer que hubiese concebido contra sus deberes, y se decidió a alejarse de ella y a dejar el juicio a Dios. Aunque los indicios fueron muy poderosos para hacerle formar un mal concepto acerca de aquella virgen, jamás quiso juzgarla. ¿Por qué? Porque, como dice el Espíritu de Dios, era justo: el hombre justo, cuando no puede juzgar ni el acto ni la intención de aquel a quien, por otra parte, conoce como hombre de bien, no quiere en ningún caso juzgarle, sino que lo aparta de su mente y se remite al juicio de Dios. El Salvador crucificado, como no pudiese excusar el pecado de los que le crucificaban, atenuó, a lo menos, su malicia, alegando su ignorancia. Cuando nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo, a lo menos, digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más excusable que pueda tener, tal como la ignorancia o la flaqueza. Pero, ¿nunca podemos juzgar mal al prójimo? No, ciertamente; jamás. Es Dios, Filotea, quien juzga a los criminales con justicia. Es verdad que, para hacerse oír de ellos, se sirve de la voz de los magistrados: éstos son sus ministros y sus intérpretes, y, como oráculos suyos, no pueden decir sino lo que Él les enseña, y, si por seguir sus propias pasiones, lo hacen de otra manera, entonces son ellos los que de verdad juzgan y, por consiguiente, serán juzgados, porque está prohibido a los hombres, en calidad de tales, juzgar a los demás. Ver o conocer una cosa no es juzgarla, porque el juicio, a lo menos según la frase de la Escritura, supone alguna dificultad grande o pequeña, verdadera o aparente, que es necesario vencer; por esto nos dice que «l os que no creen están ya juzgados», porque ya no cabe duda acerca de su condenación. No es malo, pues, dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar sino juzgar; no está, empero, permitido dudar ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a ello los argumentos o las razones; de lo contrario, las sospechas son temerarias. Si algún ojo malicioso hubiese visto a Jacob cuando besaba a Raquel junto al pozo, o hubiese visto a Rebeca cuando aceptaba los brazaletes y los pendientes de Eliezer, hombre desconocido en aquella región, hubiera pensado mal de aquellos dos modelos de castidad, pero sin razón ni fundamento; porque, cuando una acción es de suyo indiferente en sí misma, es una sospecha temeraria sacar de ella malas consecuencias, a no ser que sean muchas las circunstancias que den fuerza al argumento. También es un juicio temerario sacar consecuencias de un solo acto para desacreditar a una persona; mas esto lo explicaré después con más claridad. Finalmente, los que andan con mucho tiento en las cosas que atañen a la conciencia no suelen ser esclavos del juicio temerario; porque, así como las abejas, al ver la niebla o el cielo cubierto, se retiran a sus colmenas para fabricar la miel, de la misma manera los pensamientos de las almas buenas no se paran en los objetos embrollados ni en las acciones nebulosas de los prójimos, sino que, para evitar el dar con ellas, se recogen dentro de su corazón, para formar en él los buenos propósitos de su propia enmienda. Es propio de las almas inútiles el ocuparse en el examen de las vidas ajenas. Exceptúo a los que tienen cargo de los demás, así en la familia como en el Estado; porque una buena parte de los deberes de su conciencia consiste en mirar y en velar por los demás. Cumplan, pues, con su cometido amorosamente, y, hecho esto, velen por sí mismos en esta materia. CAPÍTULO XXIX DE LA MALEDICENCIA El juicio temerario produce inquietud, desprecio del prójimo, orgullo y complacencia en sí mismo y cien otros efectos por demás perniciosos, entre los cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste de las conversaciones. ¡ Ah! ¡Que no tenga yo uno de los carbones del altar santo para tocar con él los labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y purificarlos de su pecado, a imitación del serafín que purificó la boca de Isaías! El que lograse quitar la maledicencia del mundo, quitaría de él una gran parte de los pecados y de la iniquidad. El que arrebata injustamente la buena fama a su prójimo, además de cometer un pecado, está obligado a la debida reparación, aunque de diversa manera, según la diversidad de la maledicencia; porque nadie puede entrar en el cielo con los bienes ajenos, y, entre todos los bienes exteriores, la buena fama es el mejor. La maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos tres vidas: la espiritual, que estriba en la gracia de Dios; la corporal, que radica en el alma, y la civil, que consiste en la buena fama. El pecado nos quita la primera; la muerte, la segunda, y la maledicencia, la tercera. Pero el maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete, ordinariamente, tres homicidios: mata su alma y la del que le escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí mismos al demonio: el uno en su lengua, y el otro en sus oídos. David, hablando de los maldicientes, dice que «tienen la lengua afilada como las serpientes». Ahora bien, la serpiente, como dice Aristóteles, tiene la lengua dividida en dos, y con dos puntas. Tal es la lengua del maldiciente, que, de un solo golpe, pincha y emponzoña el oído del que la escucha y la buena fama de aquel de quien se ocupa. Te conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de nadie, ni directa ni indirectamente: guárdate de atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo, de descubrir los que son secretos, de exagerar los ya conocidos, de interpretar mal una buena obra, de negar el bien que tú sabes que existe en alguno, de disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de cualquiera de estas maneras, ofenderías mucho a Dios, sobre todo acusando falsamente o negando la verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces sería doble el pecado: mentir y dañar, a la vez, al prójimo. Los que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos o echan mano de cumplidos e ironías, son los más finos y los más virulentos de los detractores. Conste, dicen, que le aprecio, y que, por lo demás, es un perfecto caballero; pero en honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal perfidia. Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender; y otras semejantes maneras de hablar. ¿No ves aquí el artificio? El que quiere disparar el arco, acerca la flecha hacia sí tanto cuanto puede, pero lo hace únicamente para dispararla con más fuerza. De la misma manera, parece que estos murmuradores atraen hacia sí la maledicencia, para dispararla más velozmente y para que así penetre más en los corazones de los oyentes. La detracción hecha en forma de ironía es la más cruel de todas; porque, así como la cicuta no es, de suyo, un veneno muy activo, sino bastante lento y que fácilmente se puede contrarrestar, pero mezclada con vino no es ya remediable, así también la murmuración, que de suyo, entraría por una oreja y saldría por la otra, como suele decirse, queda impresa en la mente de los que la escuchan, cuando se presenta envuelta en un dicho agudo y chistoso. «Tienen, dice David, el veneno del áspid en sus labios»; porque el áspid pica de una manera casi imperceptible, y su veneno causa, al principio, una comezón agradable, con la que se dilatan el corazón y las entrañas, y reciben el veneno, contra el cual ya no es posible, entonces, combatir. No digas: «Fulano es un borracho», aunque le hayas visto embriagado: ni «es un adúltero», por haberle sorprendido en este pecado; ni: «es un incestuoso», porque haya caído en esta desgracia; ya que un solo acto no basta para calificar una cosa. El sol se detuvo una vez en favor de la victoria de Josué, y se obscureció, en otra ocasión, en favor de la del Salvador; nadie, empero, dirá que el sol esté inmóvil ni que es oscuro. Noé se embriagó una vez y otra Lot; éste, además, cometió un grave incesto. Sin embargo, ni ambos fueron bebedores ni el último fue incestuoso. No fue San Pedro sanguinario, porque una vez derramó sangre, ni blasfemó por haber, en una ocasión, blasfemado. Para recibir un calificativo basado en un vicio o en una virtud, se requiere cierta continuación y hábito, por lo que es una falsedad llamar a un hombre colérico o ladrón, por haberle visto encolerizado o hurtando una sola vez. Aunque un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se corre el riesgo de mentir cuando se le llama tal. Simón el leproso llamaba pecadora a Magdalena, porque lo había sido antes; sin embargo, mentía, porque ya no lo era, sino una muy santa penitente; por esto Nuestro Señor salió en su defensa. Aquel necio fariseo tenía al publicano por gran pecador, tal vez por injusto, adúltero o ladrón; pero se equivocaba totalmente, porque, en aquel mismo momento, quedaba justificado. ¡Ah! puesto que la bondad de Dios es tan grande, que basta un momento para pedir y recibir la gracia, ¿qué certeza podemos tener de que un hombre que ayer era pecador, todavía lo sea hoy? El día precedente no ha de juzgar al día presente, ni el día presente al precedente; sólo el último es el que a todos juzga. Nunca, pues, podemos decir que un hombre es malo, sin riesgo de mentir, y, supuesto que falte, lo único que podemos decir es que ha cometido una mala acción; que ha vivido mal en tal época; que obra mal ahora; pero del día de ayer no se puede deducir ninguna consecuencia para el día de hoy, y mucho menos aún para el día de mañana. Aunque es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del prójimo, es menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para evitar la maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de una persona verdaderamente murmuradora, no digas, por disculparla, que es abierta y franca; de una persona manifiestamente vana, no digas que es generosa y correcta; a las familiaridades peligrosas, no las llames simplicidades o ingenuidades; no disimules la desobediencia con el nombre de celo, ni la arrogancia con el nombre de franqueza, ni la lascivia con el nombre de amistad. No, amada Filotea; por el deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han de favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que hay que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas que son dignas de reprobación. Haciéndolo así, glorificaremos a Dios, con tal que lo hagamos bajo las siguientes condiciones: Para condenar loablemente los vicios de los demás, ha de exigirlo la utilidad de aquel de quien se habla, o de aquellos a los cuales se habla. Se cuentan, por ejemplo, en presencia de las jóvenes, las familiaridades indiscretas de aquellos y de aquéllas, que son evidentemente peligrosas; de la disolución de uno o de una en las palabras y ademanes, que son manifiestamente contrarios a la honestidad: si no condeno francamente este mal, más aún: si quiero excusarlo, esas tiernas almas que escuchan tomarán de ello ocasión para relajarse en alguna cosa semejante; su utilidad, pues, exige que, con toda libertad, recrimine estas cosas al instante, a no ser que pueda esperar otra ocasión, para cumplir este deber con menos daño de aquellos de quienes se habla. Además de lo dicho, es menester que me corresponda a mí hablar acerca de aquel punto, por ejemplo, si soy uno de los principales de la reunión, de manera que, si no hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues, si soy de los últimos, no me corresponde a mí iniciar la censura. Pero, ante todo, es necesario que sea absolutamente exacto en las palabras, de manera que no diga una palabra de más. Por ejemplo, si recrimino, por demasiado indiscreta y peligrosa, la amistad de aquel joven con aquella muchacha, por Dios, Filotea, conviene que sostenga la balanza en el punto medio para no aumentar un solo ápice la cosa. Si sólo hay una débil apariencia, no diré nada; si tan sólo una simple imprudencia, nada añadiré; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino únicamente un simple pretexto para murmurar, efecto tan sólo de la malicia, o bien no diré nada, o diré esto mismo. Mi lengua, mientras habla del prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y los tendones: es menester que el golpe que yo dé sea tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es. Sobre todo es menester que, mientras recriminas el vicio, procures la mayor benignidad con la persona en el cual existe. Es verdad que de los pecadores infames, públicos y notorios, se puede hablar libremente, con tal que se haga con espíritu de caridad y de compasión y no con arrogancia y presunción, ni para complacerse en el mal ajeno, porque esto sería propio de un corazón abyecto y vil. Exceptúo, entre todos, a los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia, porque a éstos es menester desacreditarlos cuanto se pueda; tales son las sectas heréticas y cismáticas y sus jefes; es un acto de caridad gritar contra el lobo, dondequiera que sea, cuando se encuentra entre las ovejas. Todos se toman la libertad de juzgar libremente y de censurar a los príncipes, y de hablar mal de naciones enteras, según la diversidad de afectos que cada uno siente por ellas. Filotea, no cometas esta falta, que, además de la ofensa de Dios, podría dar lugar a mil clases de disputas. Cuando oyes que se habla mal de alguno, duda de la acusación, si buenamente puedes; si no puedes dudar, excusa, a lo menos, la intención del acusado, y, si tampoco es esto posible, da muestras de compasión por él, desvía la conversación, y los que no caen en pecado, lo deben todo a la gracia de Dios. Procura, con suavidad, que el maldiciente reflexione, y di alguna cosa buena de la persona ofendida, si la sabes. CAPÍTULO XXX ALGUNOS OTROS AVISOS ACERCA DEL HABLAR Que tu manera de hablar sea dulce, franca, sincera, espontánea, ingenua y fiel. Guárdate de la doblez, del artificio y de la ficción; aunque no siempre es oportuno decir toda clase de verdades, nunca, empero, está permitido faltar a la verdad. Acostúmbrate a no mentir nunca a sabiendas, ni para excusarte, ni por otro cualquier motivo, y acuérdate de que Dios es el Dios de la verdad. Si dices mentiras por descuido, y puedes retractarlas al momento, mediante alguna explicación o reparación, retráctalas; una razón verdadera tiene más gracia y fuerza, para excusar, que una mentira. Aunque, en alguna ocasión, se puede, con discreción y prudencia, disimular y encubrir la verdad con algún artificio de palabras, únicamente se ha de hacer en cosas de importancia y cuando claramente lo exigen la gloria y el servicio de Dios; fuera de este caso, los artificios son muy peligrosos, porque, como dice la Sagrada Escritura, el Espíritu Santo no habita en un espíritu fingido y doble. No existe delicadeza tan buena y tan deseable como la simplicidad. La prudencia mundana y los artificios carnales pertenecen a los hijos de este siglo; pero los hijos de Dios caminan rectamente y tienen el corazón sin dobleces. «Quien anda con simplicidad -dice el Sabio- anda seguro». La mentira, la doblez y el disimulo suponen siempre un espíritu flaco y envilecido. San Agustín había dicho en el libro de sus Confesiones, que su alma y la de su amigo no eran más que una sola alma, y que esta vida era para él horrible después de la muerte de aquél, porque no quería vivir a medias, pero que, por este motivo no quería morir, a saber, por temor de que su amigo muriese del todo. Estas palabras le parecieron después demasiado artificiosas y afectadas, por lo que se desdice de ellas en el libro de sus Retractaciones, llamándolas necedad. ¿No ves, amada Filotea, cuán delicada es esta hermosa alma, en lo que atañe a la afectación en las palabras? Ciertamente, es un gran adorno de la vida cristiana la fidelidad, la franqueza y la sinceridad en el hablar. «Yo dije: tendré cuidado en mis caminos, para no pecar con mi lengua... ¡Ah Señor!, pon guardia en mi boca, y una puerta que cierre mis labios», decía David. Es una advertencia del rey San Luis, que a nadie se contradiga, fuera del caso en que el consentir sea pecado o acarree un gran mal, con el fin de evitar disputas y discordias. Ahora bien, cuando conviene contradecir a alguno y oponer la propia opinión a la de otro, es menester emplear mucha dulzura y flexibilidad, y no querer violentar el ánimo del contrario, pues nada se gana tomando las cosas con aspereza. El hablar poco, tan recomendado por los sabios antiguos, no significa que se hayan de decir pocas palabras, sino que no hay que decir muchas inútiles; porque, en cuanto al hablar, no se mira la cantidad, sino la calidad. Y me parece que se han de evitar los dos extremos, ya que el querer sentar plaza de sabio y de severo, negándose, al efecto a tomar parte en los pasatiempos familiares, como son las conversaciones, parece que arguye falta de confianza o desdén; como el hablar y el bromear continuamente, sin dar a los demás tiempo y oportunidad de hablar cuando quieren, es propio de personas livianas y ligeras. A San Luis no le parecía bien que, en presencia de los demás, se hablase secretamente y con misterio, particularmente en la mesa, para no dar motivo de sospecha de que se hablaba mal de alguno. «Aquel -decía--que está en la mesa con buena compañía, y quiere decir alguna cosa jocosa y divertida, debe decirla de manera que la oiga todo el mundo, si es cosa de importancia, debe callarla, sin hablar de ella». CAPÍTULO XXXI DE LOS PASATIEMPOS Y RECREACIONES, Y, EN PRIMER LUGAR, DE LAS QUE SON LÍCITAS Y LAUDABLES Es necesario dar, de vez en cuando, cierta expansión a nuestro espíritu y también a nuestro cuerpo, con alguna clase de recreación. Como dice Casiano, un día un cazador encontró a San Juan Evangelista, el cual llevaba una perdiz en la mano y la acariciaba por pura recreación. Preguntóle el cazador por qué, siendo un hombre tan calificado, empleaba el tiempo en una cosa tan baja y despreciable, y San Juan le respondió: «¿Por qué no llevas siempre el arco en tensión?» -«Por temor, replicó el cazador, de que, si permanece siempre encorvado, no pierda la fuerza cuando tenga que hacer uso de él».«No te maravilles, pues, dijo el Apóstol, si, alguna vez, aflojo en el rigor y en la tentación de mi espíritu para recrearme un poco y entregarme luego, más vivamente, a la contemplación». Es, indudablemente, un vicio el ser tan riguroso, huraño y salvaje, que no se quiera tomar para sí, ni permitir a los demás, ninguna clase de recreación. Tomar el aire, pasear, entretenerse en alegres y amigables conversaciones, tocar el laúd o algún otro instrumento, cantar, ir de caza, son pasatiempos tan honestos, que, para usar bien de ellos, no se requiere otra prudencia que la ordinaria, la cual da a todas las cosas la importancia, el tiempo, el lugar y la medida. Los juegos en los cuales la ganancia sirve de premio y de recompensa a la habilidad y a la industria del cuerpo o del espíritu, como ocurre en el juego de pelota, balón, el mallo, el juego de la sortija, el ajedrez, las damas, son recreaciones de suyo buenas y lícitas. Conviene tan sólo guardarse del exceso, ya en el tiempo que en ellos se emplea, ya en las apuestas que se hacen; porque, si se emplea en ello demasiado tiempo, ya no es recreación, sino ocupación, y entonces no se da esparcimiento al ánimo ni al cuerpo, sino que se le aturde y agota. Después de seis horas de jugar al ajedrez, se siente gran pesadez de cuerpo y fatiga de espíritu; jugar mucho tiempo a la pelota no es recrear el cuerpo, sino cansarlo. Ahora bien, si la apuesta, es decir, lo que se juega, es demasiado crecida, los afectos de los jugadores se desordenan, aparte de que es injusto exponer grandes cantidades a la habilidad y al ingenio tan poco importantes y tan inútiles como lo son las habilidades del juego. Pero sobre todo, Filotea, procura no aficionarte a todas estas cosas; porque, por honesta que sea una recreación, es vicio el poner en ella el corazón y el afecto. No niego que se haya de jugar con gusto mientras se juega, porque lo contrario ya no sería recreación; lo que sí digo es que no hemos de poner el afecto en el juego, de tal manera que lo deseemos, nos dejemos dominar por él y lo esperemos con excesivas ansias. CAPÍTULO XXXII DE LOS JUEGOS PROHIBIDOS Los juegos de los dados, de los naipes y otros semejantes, en los cuales la ganancia depende únicamente del azar, no sólo son recreaciones peligrosas, como los bailes, sino también sencillamente y naturalmente malas y vituperables; por esto están prohibidos por las leyes, así civiles como eclesiásticas. Pero dirás: «¿Qué mal hay en ellos?» En estos juegos la ganancia no es fruto de la inteligencia, sino de la suerte, que muchas veces favorece al que no lo merece ni por su habilidad ni por su ingenio: en esto, pues, la razón sale ofendida. «Pero nosotros ya hemos convenido en ello>>, replicarás. Esto sirve para demostrar que el que gana no hace injuria a los demás, pero de aquí no se sigue que el pacto no esté fuera de razón, y también el juego; porque el lucro, que ha de ser el precio de la habilidad, se convierte en el precio de la suerte, la cual no vale nada, pues, de ninguna manera, depende de nosotros. Además, estos juegos llevan el nombre de recreación, y para esto se han inventado; sin embargo, no lo son, sino más bien ocupaciones violentas. Porque, ¿no es, acaso, ocupación, tener el espíritu oprimido y tenso por una continua atención, y agitado por constantes inquietudes, aprensiones y zozobras? ¿Existe una atención más triste, más sombría y más melancólica que la de los jugadores? Por esto, durante el juego, no se puede hablar, ni reír, ni toser, pues enseguida se encolerizan. Finalmente, en el juego, no hay más goce que el del lucro, y ¿no es inicuo un goce que no se puede lograr de otra manera, sino a costa de la pérdida y del disgusto del compañero? Esta alegría es, en verdad, infame. Por estos tres motivos están prohibidos estos juegos. El gran rey San Luis, al enterarse de que su hermano el conde de Anjou y Don Gautier de Nemours estaban jugando, se levantó de la cama a pesar de que estaba enfermo, y, con paso vacilante, se dirigió a su estancia, y cogió las mesas, los dados y parte del dinero, y lo arrojó al mar por la ventana mostrándose muy enojado. La santa y casta doncella Sara, hablando a Dios de su inocencia, le dijo: «Tú sabes, ¡oh Señor!, que nunca he tenido trato con jugadores». CAPÍTULO XXXIII DE LOS BAILES Y PASATIEMPOS QUE SON PELIGROSOS Las danzas y los bailes son cosas, de suyo, indiferentes, pero, atendiendo a la manera ordinaria de practicar este ejercicio, resulta muy resbaladizo e inclinado hacia el lado del mal, y por consiguiente, está lleno de daño y de peligro. Se baila de noche, y es muy fácil que, en medio de la oscuridad y de las tinieblas, una cosa por sí misma susceptible de mal, resbale en accidentes tenebrosos y viciosos. Se vela mucho, y después se pierde la madrugada del día siguiente, y, por lo mismo, la oportunidad de servir a Dios; en una palabra, siempre es una locura cambiar el día por la noche, la luz por las tinieblas, las buenas obras por las liviandades. Al baile todos llevan, a porfía, vanidad, y la vanidad es una gran disposición para los afectos malos y para los amores peligrosos y vituperables pues todas estas cosas suelen ser fruto de las danzas. Filotea, te digo de los bailes lo que los médicos dicen de los hongos: los mejores no valen nada; y yo te digo que los mejores bailes nada tienen de buenos. Si, no obstante, has de comer hongos, mira que estén bien condimentados; si, en alguna ocasión, de la cual no puedas excusarte, te ves obligada a ir al baile, procura, en tu danza, la mayor decencia. Mas, ¿cómo lograrla? Con modestia, con dignidad y con buena intención. Come pocos y no con mucha frecuencia, dicen los médicos, hablando de los hongos, porque, por bien preparados que estén, la cantidad los hace venenosos; baila poco y con poca frecuencia, Filotea, porque, de lo contrario, caerás en el peligro de aficionarte. Los hongos, según Plinio, por ser muy esponjosos y estar llenos de poros, absorben fácilmente los gérmenes infectos que están a su alrededor, de manera que, cuando están cerca de las serpientes, reciben su veneno. Los bailes, las danzas y otras parecidas reuniones tenebrosas, atraen, ordinariamente hacia sí, los vicios y los pecados que imperan en un lugar, las disputas, las envidias, las burlas, los amores locos; y así como tales ejercicios abren los poros del cuerpo de los que los practican, también abren los poros del corazón, con lo cual, si alguna serpiente va a silbar al oído alguna palabra lasciva, algún halago, alguna galantería, o bien algún basilisco lanza miradas impúdicas, miradas de amor, los corazones están más preparados para dejarse cautivar y emponzoñar. ¡Ah, Filotea!, estas recreaciones impertinentes son, por lo regular, peligrosas: disipan el espíritu de devoción, debilitan las fuerzas, enfrían la caridad y despiertan en el alma mil clases de malos afectos, por lo cual hay que tomar parte en ellas con suma prudencia. Pero, de un modo especial, se dice que después de los hongos hay que beber vino generoso; y yo digo que, después de los bailes, hay que echar mano de algunas santas y buenas consideraciones, que contrarresten las impresiones peligrosas que el placer frívolo recibido puede comunicar a nuestros espíritus. Mas ¿qué consideraciones? 1. Mientras tú estás en el baile, muchas almas arden en el fuego del infierno por los pecados cometidos en la danza y por causa de la danza. 2. Muchos religiosos y personas devotas, a la misma hora, están en la presencia de Dios, cantan sus alabanzas y contemplan su belleza. ¡Oh, cómo emplean el tiempo mejor que tú! 3. Mientras tú bailas, muchas almas entran en agonía; millones de hombres y mujeres padecen grandes trabajos en la cama, en los hospitales, por la calle: dolor de gota, mal de piedra, fiebre abrasadora. ¡Ah! ellos no tienen un momento de reposo. ¿No les tendrás compasión? ¿No piensas que, un día, gemirás como ellos, mientras otros bailarán, como tú bailas ahora? 4. Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los ángeles y los santos te han visto en el baile. ¡Ah! qué compasión les has causado, cuando han visto que tu corazón se divertía en una tan gran nonada, atento a aquella frivolidad. 5. ¡Ah! mientras estás allí, el tiempo pasa y la muerte se acerca. Mira cómo se burla de ti y te invita a su danza, en la cual los gemidos de tus familiares servirán de violín, y donde sólo darás un paso: de la vida a la muerte. Esta danza es el verdadero pasatiempo de los mortales, pues por ella pasa el hombre, en un instante, del tiempo a una eternidad de goces o de penas. Pongo estas sencillas consideraciones, pero Dios te inspirará muchas otras, con el mismo fin, si es que sientes su santo amor. CAPÍTULO XXXIV CUÁNDO SE PUEDE JUGAR Y BAILAR Para jugar y bailar lícitamente, es menester hacerlo por recreación y no por afición, durante poco tiempo, sin cansarse ni rendirse, y muy de tarde en tarde; porque el que hace de ello una cosa ordinaria, convierte el recreo en ocupación. Mas, ¿en qué ocasiones se puede jugar y bailar? Las ocasiones razonables del baile y del juego indiferente son más frecuentes; las de los juegos prohibidos son más raras, porque tales juegos son más detestables y peligrosos. En una palabra, baila y juega, bajo las condiciones que ya he indicado, cuando la prudencia y la discreción te lo aconsejen, para condescender y dar gusto a la honesta tertulia en que te encuentres; porque la condescendencia, como retoño de la caridad, convierte las cosas indiferentes en buenas, y las peligrosas en permitidas, y aun quita la malicia a las que, en cierto sentido, son malas. Por esta causa, los juegos de azar, que, de otra manera, serían censurables, no lo son cuando, alguna vez, nos obliga a jugar a ellos una condescendencia razonable. He sentido mucho consuelo al leer, en la vida de San Carlos Borromeo, que condescendía con los suizos en ciertas cosas, en las cuales, por otra parte, era muy severo; y que San Ignacio de Loyola, al ser invitado a jugar, lo aceptó. En cuanto a santa Isabel de Hungría, cuando se encontraba en reuniones de pasatiempo, muchas veces jugaba y bailaba, sin perjuicio de su devoción, la cual estaba tan arraigada en su alma que, así como las rocas que se encuentran alrededor del lago de Riotte crecen cuando son batidas por las olas, de la misma manera crecía su devoción en medio de las pompas y de las vanidades, a las cuales la exponía su condición; los grandes incendios se avivan con el viento, pero los fuegos pequeños se extinguen, si no se les resguarda. CAPÍTULO XXXV QUE ES NECESARIO SER FIEL EN LAS OCASIONES GRANDES Y EN LAS PEQUEÑAS El sagrado Esposo del Cantar de los Cantares dice que la Esposa le ha robado el corazón con uno de sus ojos y con uno de sus cabellos. Ahora bien, de todas las partes exteriores del cuerpo humano no hay ninguna tan noble como el ojo, tanto por su estructura como por su actividad, ni ninguna tan vil como el cabello, por lo que no sólo le son agradables las grandes obras de las personas devotas, sino también las más pequeñas y las más insignificantes, y que, para servirle según su agrado, hay que tener cuidado en servirle, así en las cosas grandes y elevadas como en las pequeñas y bajas, pues lo mismo con las unas que con las otras, podemos robarle el corazón por el amor. Prepárate, pues, Filotea, a sufrir muy grandes aflicciones por Nuestro Señor, y aun el martirio; resuélvete a darle lo- que para ti es más preciado, si a Él le place tomarlo: el padre, la madre, el hermano, el esposo, los hijos, tu misma vida, porque para todo esto has de tener dispuesto tu corazón, Pero, mientras la divina Providencia no te envíe aflicciones tan sentidas y tan grandes, mientras no te pida tus ojos, dale a lo menos tus cabellos, es decir, soporta con dulzura las pequeñas injurias, las pequeñas incomodidades, las pequeñas pérdidas cotidianas, porque, con estas pequeñas ocasiones, aceptadas con amor y afecto, ganarás enteramente su corazón y lo harás tuyo. Aquellas pequeñas limosnas cotidianas, aquel dolor de cabeza, aquel dolor de muelas, aquel romper un vaso, aquel desprecio o aquella burla, el perder los guantes, el anillo o el pañuelo, o la pequeña incomodidad de acostarse pronto y levantarse temprano para ir a comulgar y a rezar, aquel poco de vergüenza que se siente al hacer públicamente ciertos actos de devoción: en una palabra, todos los pequeños sufrimientos, aceptados y abrazados con amor, complacen en gran manera a la Bondad divina, la cual por un solo vaso de agua ha prometido a sus fieles un mar de felicidad, y, como sea que estas ocasiones se ofrecen a cada momento, el aprovecharlas es un gran medio para atesorar muchas riquezas espirituales. Cuando, en la vida de Santa Catalina de Sena, veo tantos raptos y elevaciones de espíritu, tantas palabras llenas de sabiduría, y aun predicciones hechas por ella, no dudo de que todas estas contemplaciones cautivaron el corazón de su celestial Esposo; pero el mismo consuelo siento cuando la veo en la cocina de su padre, dando vueltas a la parrilla, avivando el fuego, preparando la comida, amasando el pan y desempeñando todos los quehaceres más humildes de la casa, con esfuerzo lleno de amor y de ternura para con Dios. Y no aprecio menos la insignificante y sencilla meditación que ella hacía, en medio de estas ocasiones viles y abyectas, que los éxtasis y arrobamientos que con tanta frecuencia tenía, en recompensa, tal vez, de aquella humildad y abyección. Su meditación era ésta: Se imaginaba que, cuando servía a su padre, servía a Nuestro Señor, como otra santa Marta; que su madre ocupaba el lugar de la Madre de Dios y sus hermanos el lugar de los apóstoles, y, de esta manera, se excitaba a servir en espíritu a toda la corte celestial, y se empleaba en aquellos oficios humildes con gran suavidad, porque sabía que era aquella la voluntad de Dios. Te he propuesto este ejemplo, Filotea, para que sepas lo mucho que importa el dirigir todos nuestros actos, por sencillos que sean, al servicio de su divina Majestad. Por esto te consejo, cuanto me es posible, que imites a aquella mujer fuerte tan alabada de Salomón, la cual, como él dice, emprendía cosas fuertes, generosas y elevadas, y, a pesar de ello, no dejaba de hilar ni de hacer rodar el huso. «Ha puesto la mano en cosas atrevidas y sus dedos han cogido el huso». Pon la mano en cosas de vuelo, ejercitándote en la oración y meditación, en recibir los sacramentos, en comunicar el amor de Dios a las almas, en derramar buenas inspiraciones sobre los corazones, y, finalmente, en hacer obras grandes y de envergadura, según tu vocación; pero no olvides tu huso ni el cáñamo, es decir, practica las virtudes pequeñas y humildes, que son como flores que crecen al pie de la cruz: servir a los pobres, visitar a los enfermos, sostener a la familia, con los trabajos que esto acarrea, y una actividad útil, que no te deje estar ociosa; y, en medio de estas ocupaciones, haz consideraciones parecidas a las de Santa Catalina de Sena, que acabo de mencionar. Las ocasiones de servir a Dios en cosas grandes, raras veces se ofrecen, pero las pequeñas ocurren a diario; ahora bien, «el que es fiel en lo poco -dice el mismo Salvador-, le constituiré sobre lo mucho». Haz, pues, todas las cosas en nombre de Dios, y todas serán bien hechas. Ya comas, ya bebas, ya duermas, ya te recrees, ya des vueltas al asador, mientras sepas enderezar bien tus quehaceres, aprovecharás mucho en la presencia de Dios, sí haces todas las cosas porque Dios quiere que las hagas. CAPÍTULO XXXVI QUE ES MENESTER TENER EL CRITERIO JUSTO Y RAZONABLE Si nosotros somos hombres, es debido a la razón, y, a pesar de ello, es cosa rara encontrar hombres verdaderamente razonables, pues el amor propio nos aparta ordinariamente de la razón y nos conduce, de una manera insensible, a mil clases de pequeñas, pero perversas injusticias e iniquidades, las cuales, como las raposillas de que nos habla el Cantar de los Cantares, devastan las villas; porque, por lo mismo que son pequeñas, nadie las vigila, y porque son muchas, causan mucho daño. ¿ Acaso las que te voy a enumerar no son iniquidades y sinrazones? Acusamos por una nonada al prójimo, y nos excusamos de cosas muy graves; queremos vender muy caro y comprar muy barato; queremos para nuestra casa misericordia y tolerancia; queremos que se echen a buena parte nuestras palabras, y somos susceptibles y nos dolemos de lo que dicen los demás. Quisiéramos que el prójimo nos dejara tomar lo que es suyo, mediante indemnización; pero, ¿no es más justo que él conserve sus bienes y que nos deje a nosotros con nuestro dinero? Nos enojamos cuando no quiere acomodarse a nosotros, pero ¿no tiene él mayor motivo de queja de que queramos nosotros incomodarle? Si tenemos afición a un ejercicio, despreciamos todos los demás y miramos, con desdén, todo lo que no es conforme a nuestro gusto. Si alguno de nuestros inferiores nos es antipático o le tenemos entre dientes, todo lo suyo nos parece mal, haga lo que haga; no cesamos de contristarle, y siempre tenemos el ojo puesto sobre él; al contrario, si alguno nos es simpático con simpatía sensual, excusamos todo cuanto hace. Hay hijos virtuosos, a quienes los padres o las madres aborrecen por algún defecto corporal; y los hay viciosos, que son sus favoritos, únicamente por alguna gracia externa. En todo, preferimos los ricos a los pobres, aunque no sean de mejor condición ni más virtuosos; más aún preferimos a los que andan mejor vestidos. Exigimos nuestros derechos con todo rigor, y queremos que los demás se queden cortos en la exigencia de los suyos; nos mantenemos inflexiblemente altivos, y queremos que los demás se humillen y se rebajen; fácilmente nos quejamos del prójimo, y no queremos que nadie se queje de nosotros; siempre nos parece mucho lo que hacemos por los demás, y nos parece que es nada lo que ellos hacen por nosotros. En una palabra, somos como las perdices de Pafiagonia, que tienen dos corazones, porque tenemos un corazón dulce, benévolo y delicado para con nosotros, y un corazón duro, severo y riguroso para con el prójimo. Tenemos dos pesas: una para pesar nuestras comodidades, con las mayores ventajas, y otra para pesar las del prójimo, con las mayores desventajas; ahora bien, como dice la Escritura: «por sus labios engañosos habla un corazón doblado», es decir, tienen dos corazones; y el tener dos pesas: una maciza, para recibir y otra ligera, para dar, es una cosa abominable delante de Dios. Filotea, seas equitativa y justa en tus acciones: ponte siempre en el lugar del prójimo y pon al prójimo en el tuyo, y así juzgarás bien; hazte vendedora cuando compres, y compradora cuando vendas, y venderás y comprarás según justicia. Es verdad que todas estas injusticias son leves, pues no obligan a la restitución, y sólo consisten en que procedernos con todo el rigor de la justicia únicamente en lo que nos favorece; pero no por ello dejan de obligarnos a que procuremos la enmienda, ya que son graves defectos contrarios a la razón y a la caridad; y, al fin, no son más que engaños, pues nada perdemos en vivir con generosidad, nobleza y cortesía y con un corazón regio, igual y razonable. Acuérdate, pues, amada Filotea, de examinar con frecuencia tu corazón, para ver si, con respecto al prójimo, es tal como tú quisieras que el suyo fuese para contigo, si te encontrases en su lugar, pues este es el verdadero punto de vista de la razón. Trajano, al ser censurado por sus confidentes, porque, según su parecer, hacía demasiado accesible la majestad imperial, replicó: «Bien, ¿no he de ser con respecto a los particulares el emperador que yo quisiera encontrar, si fuese yo un particular?» CAPÍTULO XXXVII LOS DESEOS Todos saben que se han de guardar de los deseos de cosas viciosas, porque el deseo del mal nos hace malos. Pero digo irás, Filotea: no desees en manera alguna las cosas peligrosas para el alma, como los bailes, los juegos y ciertos pasatiempos; ni los honores y cargos, ni las visiones y éxtasis, porque hay mucho peligro, vanidad y engaño. No desees las cosas demasiado lejanas, es decir, las que no pueden conseguirse sino después de mucho tiempo, cosa en que caen muchos, los cuales, con este proceder, cansan y disipan inútilmente sus corazones y se ponen en peligro de grandes inquietudes. Si un joven desea mucho obtener un cargo antes de tener la edad para ello, ¿de qué le sirve este deseo? Si una mujer casada desea ser religiosa, ¿a qué propósito viene esto? Si deseo comprar la finca de mi vecino antes de que él desee venderla, ¿no pierdo el tiempo con este deseo? Si, cuando estoy enfermo, deseo predicar, celebrar la santa Misa, visitar a los enfermos y hacer otras cosas propias de los que gozan de salud, ¿no son estos deseos inútiles, pues no está en mi mano el realizarlos? Entretanto, estos deseos inútiles ocupan el lugar de otros que debería tener: de ser paciente, resignado, mortificado, obediente, amable, en medio de mis sufrimientos, que es lo que Dios quiere que practique. Pero nosotros deseamos cerezas frescas en otoño y racimos maduros en primavera. No apruebo, en manera alguna, el que una persona vinculada a un cargo o profesión, se entretenga en desear otro género de vida que el que cuadra con el lugar que ocupa, ni ejercicios incompatibles con su actual condición, porque esto disipa el ánimo y es causa de que se hagan con flojedad las cosas necesarias. Si deseo la soledad de los cartujos, pierdo el tiempo, y este deseo ocupa el lugar del que debiera tener, a saber, de desempeñar bien mi oficio presente. No quisiera que nadie sintiese ni siquiera el deseo de tener mejor espíritu o un criterio más recto, porque este deseo desplaza el que todos han de tener: cultivar el espíritu propio tal cual es; ni que se deseen los medios de servir a Dios que no poseen, sino que se empleen fielmente los que cada uno tiene. Ahora bien, lo dicho se entiende de los deseos que distraen el corazón, porque, en cuanto a las simples aspiraciones, no causan ningún daño, con tal que no sean frecuentes. No desees las cruces, sino en la medida en que hubieres soportado las que ya se te han ofrecido, porque es un abuso desear el martirio y no tener la fuerza necesaria para soportar una injuria. El enemigo excita en nosotros grandes deseos de cosas remotas, que nunca ocurrirán, para distraer nuestro espíritu de las cosas presentes, de las cuales, por pequeñas que sean, podríamos sacar mucho provecho. Combatimos los monstruos de África con la imaginación, y, de hecho, nos dejamos matar por las pequeñas serpientes que encontramos en nuestro camino, por falta de atención. No desees las tentaciones, porque sería una temeridad; antes bien ejercita tu corazón en esperarlas valerosamente y en defenderte de ellas cuando lleguen. La variedad de manjares, sobre todo si se toman en gran cantidad, siempre carga el estómago, y, si éste es débil, lo echan a perder: no llenes tu alma de muchos deseos, ni mundanos, porque te estorbarían. Cuando nuestra alma se ha purificado, al sentirse descargada de los malos humores, siente unas ansias muy grandes de cosas espirituales, y, como si estuviese hambrienta, comienza a desear mil maneras de devoción, de mortificación, de penitencia, de humildad, de caridad, de oración. Es buen indicio, amada Filotea, sentir semejante apetito; pero has de ver si puedes digerir bien todo lo que quieras comer. Entre tantos deseos, escoge, por consejo de tu padre espiritual, los que puedas practicar y ejecutar enseguida, y, en cuanto a éstos, esfuérzate de veras en realizarlos. Hecho esto, Dios te enviará otros, que procurarás llevar a la práctica, y, de esta manera, no perderás el tiempo en deseos inútiles. No digo que se haya de dejar perder ninguna clase de buenos deseos; lo que digo es que se han de realizar ordenadamente, y los que no se pueden practicar enseguida, se han de encerrar en algún rincón del corazón, hasta que les llegue el tiempo, y, entretanto, hay que realizar los que ya están sazonados y maduros; y no digo esto solamente con respecto a los deseos espirituales, sino también con respecto a los mundanos: si no lo hacemos así, no viviremos sino con inquietud y desazón. CAPÍTULO XXXVIII AVISO A LAS PERSONAS CASADAS «El matrimonio es un gran sacramento, lo digo en Jesucristo y en su Iglesia»; «es honorable para todos», en todos y en todo, es decir, en todas sus partes: para todos, porque aun las mismas vírgenes han de honrarlo con humildad; en todos, porque es igualmente santo entre los pobres y entre los ricos; en todo, porque su origen, su fin, sus utilidades, su forma y su materia son santas. Es el plantel del cristianismo, que llena la tierra de fieles, para completar, en el cielo, el número de los elegidos; de manera que la conservación del bien del matrimonio es en extremo importante para la república, porque es la raíz y el manantial de todos los arroyos. Plugiera a Dios que su Hijo muy amado fuese llamado a todas las bodas, como lo fue a las de Caná, pues no faltaría en ellas el vino de los consuelos y de las bendiciones; porque, si, ordinariamente, sólo hay un poco en los comienzos, ello es debido a que, en lugar de Nuestro Señor invitan a Adonis, y a Venus en lugar de la Virgen. El que quiere tener corderitos hermosos y pintados, como Jacob, ha de mostrar a las ovejas, cuando se aparejan, varillas de diversos colores; y el que quiere tener un feliz éxito en el matrimonio, debería, en sus bodas, representarse la santidad y la, dignidad de este sacramento; pero, en lugar de esto, todo se acaba en desórdenes, pasatiempos, banquetes, palabras; no es, pues, de extrañar si los efectos son desastrosos. Sobre todo exhorto a los casados al amor mutuo, que tanto les recomienda el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura. ¡Oh casados!, nada es decir: «Amaos los unos a los otros con amor natural», porque las parejas de tórtolas también lo hacen; ni decir: «Amaos con un amor humano», porque los paganos también han practicado este amor; mas yo os digo con el gran Apóstol: «Maridos, amad a vuestras esposas como Jesucristo ama a su Iglesia; esposas, amad a vuestros maridos, como la Iglesia ama a su Salvador». Fue Dios que llevó a Eva a nuestro primer padre Adán y se la dio por esposa; es también Dios, amigos míos, quien, con su mano invisible, ha hecho el nudo del sagrado lazo de vuestro matrimonio, y quien ha dado los unos a los otros. ¿ Por qué, pues, no os amáis con un amor enteramente santo, sagrado y divino? El primer efecto de este amor es la unión indisoluble de vuestros corazones. Cuando se pegan con cola dos piezas de abeto y se juntan, si la cola es fina, la unión será tan fuerte que antes romperán por cualquier otro lugar que por el de la juntura. Ahora bien, es Dios quien une el marido con la esposa con su propia sangre; por esto esta unión es tan fuerte, que antes el alma se se parará del cuerpo de uno o del otro, que el marido de la mujer. Pero esta unión no se entiende principalmente del cuerpo, sino del corazón, del afecto y del amor. El segundo efecto de este amor es la fidelidad inviolable y mutua. Antiguamente los sellos estaban grabados en los anillos que se llevaban en los dedos, como lo da a entender la misma Sagrada Escritura; he aquí, pues, el secreto de la ceremonia que se hace en el sacramento; la Iglesia, por mano del sacerdote, bendice el anillo, y al darlo primeramente al hombre, significa que se sella y cierra su corazón por este sacramento, para que jamás ni el nombre ni el amor de otra mujer alguna pueda entrar en él, mientras viva la que le ha sido dada; después el esposo pone el anillo en la mano de la esposa, para que, a su vez, sepa que nunca su corazón ha de sentir afecto a ningún otro hombre, mientras viva sobre la tierra el que Nuestro Señor acaba de darle. El tercer fruto del matrimonio es la procreación y crianza de los hijos. Es un gran honor para vosotros los casados, el que Dios, al querer multiplicar las almas que puedan bendecirle y alabarle eternamente, os haga cooperadores de una labor tan digna, mediante la producción de los cuerpos, sobre los cuales, como gotas celestiales, hace llover las almas, creándolas, como las crea, al infundirlas en aquellos. Conservad, pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a vuestras esposas. Por esto la mujer fue sacada del costado más cercano al corazón del primer hombre, para que fuese de él tierna y cordialmente amada. Las debilidades y las fallas, ya corporales ya espirituales de vuestras esposas, no han de provocar en vosotros ninguna clase de desdén, sino más bien una dulce y amorosa compasión, pues Dios las ha creado así, para que, dependiendo de vosotros, recibáis de ellas más honor y respeto, y las tengáis por compañeras, siendo, empero, vosotros, los jefes y los superiores. Y vosotras, esposas, amad, tierna y cordialmente, pero con un amor respetuoso y lleno de reverencia, a los maridos que Dios os ha dado, ya que, para esto, los ha hecho Dios de un sexo más vigoroso y dominador, y ha querido que la mujer sea como algo que procede del hombre, un hueso de sus huesos, carne de su carne, y formada de una de sus costillas, sacada de debajo de su brazo, para significar que ha de estar bajo la mano y guía de su marido. En toda la Sagrada Escritura se recomienda, con mucho encarecimiento, esta sujeción, la cual, empero, la misma Escritura hace suave, pues no sólo quiere que os sometáis con amor, sino que manda a vuestros maridos que ejerzan su autoridad con suavidad, afecto y ternura: «Maridos -dice San Pedro, portaos discretamente con vuestras esposas, como un vaso más frágil, rindiéndoles honor». Pero, mientras os exhorto a que hagáis crecer siempre este amor recíproco que os debéis, tened cuidado en que no se convierta en alguna especie de celos; porque ocurre, con frecuencia, que, así como el gusano se engendra de la manzana más delicada y más madura, así, también los celos nacen casados, del cual, empero, echa a perder y corrompe la substancia, porque, poco a poco, engendra disgustos, disensiones y divorcios. Es cierto que los celos nunca sobrevienen cuando la amistad se funda recíprocamente en la verdadera virtud. Por esta causa los celos son una señal indudable de que el amor tiene algo de sensual y grosero, y que ha dado con una virtud flaca, inconstante y expuesta a la desconfianza. Es un necio alarde de amistad, querer ensalzarla con los celos, porque los celos son, ciertamente, un indicio de materialidad y grosería de la amistad, y no de su bondad, pureza y perfección, pues la perfección de la amistad presupone la certeza de la virtud de la cosa amada, y los celos presuponen su incertidumbre. Maridos, si queréis que vuestras esposas sean fieles, que vaya por delante la lección de vuestro ejemplo. «¿Con qué cara -dice San Gregorio Nacianceno-, queréis exigir la honestidad en vuestras mujeres, si vosotros vivís en la deshonestidad? ¿Cómo podéis reclamarles lo que vosotros no les dais?» ¿Queréis que sean castas? Portaos castamente con ellas, y, como dice San Pablo, «que cada uno sepa poseer su vaso en santidad». Pues si, por el contrario, vosotros sois los primeros en enseñarles las infidelidades, no es maravilla que vosotros padezcáis la deshonra que acarrea su pérdida. Mas vosotras, esposas, cuyo honor va inseparablemente unido a la decencia y a la honestidad, conservad cuidadosamente vuestra gloria, y no permitáis que la menor sombra de disolución empañe vuestra honra. Temed todos los ataques, por pequeños que sean; nunca permitáis ninguna galantería en torno vuestro; quienquiera que alabe vuestra belleza y vuestra gracia os ha de ser sospechoso, porque el que alaba una mercancía que no puede comprar, suele sentir graves tentaciones de robarla. Pero, si a tu alabanza añade alguien el desprecio de tu marido, te ofende en gran manera, pues claramente da a entender que, no sólo quiere perderte, sino que te considera ya medio perdida, puesto que puede afirmarse que ya está casi hecho el trato con el segundo comprador, cuando se está disgustado del primero. Siempre las señoras, así en los tiempos antiguos como ahora, han tenido la costumbre de colgar perlas en sus orejas, por el placer, dice Plinio, de oír el ruido que hacen al chocar unas contra otras. Mas yo que sé que el gran amigo de Dios, Isaac, envió unos pendientes, como primeras arras de su amor, a Rebeca, creo que este adorno místico significa que la primera cosa que un marido ha de poseer de su esposa y que ésta ha de guardar fielmente, es el oído, para que no pueda entrar por él otro lenguaje ni ruido alguno que el dulce y amigable rumor de las palabras honestas y castas, que son las perlas orientales del Evangelio, pues nunca hemos de olvidar que las almas reciben el veneno por el oído, como el cuerpo lo recibe por la boca. El amor y la fidelidad hermanados producen siempre la intimidad y la confianza; por esta causa los santos y las santas han empleado muchas caricias en el matrimonio, caricias verdaderamente afectuosas pero castas, tiernas pero sinceras. Así Isaac y Rebeca, la pareja más casta entre los casados del tiempo antiguo, fueron vistos, desde una ventana, mientras se acariciaban de tal manera que, a pesar de que no mediaba entre ambos cosa alguna deshonesta, entendió muy bien Abimelec que no podían ser sino marido y mujer. El gran San Luis, tan austero en su carne como tierno en el amar a su esposa, fue casi recriminado por ser pródigo en sus caricias, aunque, en realidad, merecía ser alabado, pues sabía dejar de un lado su espíritu marcial y valiente, por estas pequeñeces, exigidas por la conservación del amor conyugal; ya que, por más que estas pequeñas demostraciones de pura y franca amistad no atan los corazones, no obstante los acercan y los disponen a la mutua convivencia. Santa Mónica, estando encinta del gran San Agustín, lo consagró muchas veces a la religión cristiana y al servicio de la gloria de Dios como él mismo nos lo da a entender, cuando nos dice que había gustado «la sal de Dios en las entrañas de su madre». Es una gran lección para las mujeres cristianas la de ofrecer a la divina Majestad el fruto de su vientre, ya antes de haber nacido, pues Dios, que acepta las ofrendas de un corazón humilde y generoso, favorece, ordinariamente, los deseos de las madres en estas ocasiones. Testigos de ello son Samuel, Santo Tomás de Aquino, San Andrés de Fiésole y muchos otros. La madre de San Bernardo, digna madre de tal hijo, tomando en sus brazos a sus hijos, al instante de haber nacido, los ofrecía a Jesucristo, y, desde entonces, les amaba con respeto, como una cosa sagrada que Dios le había confiado, y fue tan feliz el éxito de esta práctica, que los siete fueron muy santos. Mas, cuando los hijos ya han venido al mundo y comienza en ellos el uso de la razón, han de tener los padres mucho cuidado en grabar el temor de Dios en sus corazones. La buena reina Blanca cumplió fervorosamente este deber con su hijo, el rey San Luis, pues le decía con frecuencia: «Preferiría, hijo mío muy amado, verte morir delante de mis ojos, que verte cometer un solo pecado mortal»; lo cual quedó tan impreso en el alma de aquel santo hijo, que, como él mismo decía, no pasó un solo día de su vida sin que se acordara de ello, y se esforzó, cuanto pudo, en guardar esta doctrina divina. En nuestro idioma llamamos casas a los linajes y a las generaciones, y los mismos hebreos llamaban edificación de la casa a la generación de los hijos, pues fue en este sentido que se dijo que Dios edificó casas a las comadres de Egipto. Esto demuestra que no se hace buena casa enriqueciéndola con bienes materiales, sino educando bien a los hijos en el temor de Dios y en la virtud; en esto no hay que perdonar trabajo ni. sacrificio alguno, pues los hijos son la corona de los padres. Así Santa Mónica combatió con tanta firmeza y constancia las malas inclinaciones de San Agustín, que, después de seguir sus pasos por mar y por tierra, logró hacerlo más felizmente hijo de sus lágrimas por la conversión de su alma, que no lo había hecho hijo de su sangre por la generación de su cuerpo. San Pablo señala a las esposas el cuidado de la casa, por lo cual creen muchos, con acierto, que su devoción es más provechosa a la familia que la de los maridos, los cuales, por no permanecer tan asiduamente en el hogar, no pueden, por lo mismo, encaminar tan fácilmente a la familia hacia la virtud. Por este motivo, Salomón, en los Proverbios, vincula la felicidad del hogar al cuidado y diligencia de aquella mujer fuerte que, en ellos, nos describe. Dice el Génesis que Isaac, al ver estéril a su mujer Rebeca, rogó por ella al Señor, o, según los Hebreos, rogó en presencia de ella, pues mientras el uno oraba a un lado del oratorio, el otro lo hacía al lado opuesto; de esta manera, la oración del marido, hecha en esta forma, fue escuchada. La más grande y la más provechosa unión del marido y de la mujer es la que estriba en la devoción, a la cual se han de excitar mutuamente y a porfía. Frutos hay, como el membrillo, que, a causa de la aspereza de su jugo, sólo son buenos confitados; hay otros que, por ser muy tiernos y delicados, tampoco pueden durar, si no se les confita: tales son las cerezas y los albaricoques. De la misma manera, las esposas han de desear que sus maridos estén confitados con el azúcar de la devoción, porque el hombre sin devoción es un animal severo, áspero y rudo; y los maridos han de desear que sus esposas sean devotas, porque la mujer sin devoción es muy frágil, y está expuesta a decaer o a mancillarse en su virtud. Dice San Pablo que «el hombre infiel es santificado por la esposa fiel, y que la esposa infiel es santificada por el esposo fiel», como sea que, en esta estrecha alianza del matrimonio, puede una de las partes atraer fácilmente a la otra a la virtud. Mas, ¡qué bendición, cuando el hombre y la mujer fieles se santifican mutuamente en un verdadero temor del Señor! Por lo demás, la mutua condescendencia ha de ser tan grande, que jamás se enojen ambos a la vez, para que no asome entre ellos la disensión y la discordia. Las abejas no pueden permanecer allí donde se producen ecos, resonancias y retumbos de voces, ni el Espíritu Santo en una casa donde haya disputas, réplicas, gritos y altercados. Dice San Gregorio Nacianceno que, en su tiempo, los casados festejaban el aniversario de sus bodas. Ciertamente aprobaría que se introdujese esta costumbre, con tal que no se hiciese con ostentación de fiestas mundanas y sensuales, sino confesando y comulgando los esposos, encomendando a Dios, con mayor fervor que el de costumbre, el feliz éxito de su matrimonio, renovando los buenos propósitos de santificarlo cada día más con una amistad y fidelidad recíprocas, y adelantándose, en el Señor, para soportar las cargas de su estado. CAPÍTULO XXXIX DE LA HONESTIDAD DEL TÁLAMO NUPCIAL El tálamo nupcial, como dice el Apóstol, ha de ser inmaculado, es decir, ha de estar libre de impureza y de otras fealdades profanas. De esta manera fue instituido, al principio, el matrimonio en el paraíso terrenal, donde jamás, en todo aquel tiempo, hubo el menor desorden de la concupiscencia ni cosa alguna deshonesta. Existe cierta semejanza entre los placeres vergonzosos y los del comer, pues todos ellos pertenecen a la carne, aunque los primeros, por razón de su brutal vehemencia, se llaman simplemente carnales. Explicaré, pues, lo que no puedo decir de unos, por lo que diré de los otros. 1. El comer está ordenado a la conservación de la vida. Ahora bien, así como comer simplemente para nutrirse y conservar la persona es una cosa buena, santa y mandada, así también, en el matrimonio, lo que es necesario para la generación de los hijos y la multiplicación de las personas, es una cosa buena y muy santa, porque es el fin principal de las nupcias. 2. Comer, no para conservar la vida, sino para mantener la mutua relación y condescendencia que nos debemos los unos a los otros, es una cosa muy justa y honesta. Igualmente, la recíproca y legítima satisfacción de los esposos, en el santo matrimonio, es llamada por San Pablo débito; mas débito tan grave, que no quiere que ninguna de las partes se exima de él sin el libre y voluntario consentimiento de la otra, ni siquiera por motivos de prácticas devotas, lo cual me ha obligado a hablar en la forma que lo he hecho, sobre este punto, en el capítulo de la Sagrada Comunión. Mucho menos pues, es lícito eximirse de este deber, por caprichosas pretensiones de virtud o por disgusto o desdén. 3. Así como los que comen por el deber de mutua condescendencia, han de comer con libertad y no como forzados a ello, y, además, han de procurar dar a entender aue comen con apetito, de la misma manera el débito nupcial se ha de satisfacer fiel y francamente, como si se tuviese la esperanza de tener hijos, aunque, por alguna causa, esta esperanza hubiese desaparecido. 4. Comer, no por los dos primeros motivos, sino, simplemente, para complacer el apetito es cosa tolerable, pero no laudable, ya que el simple placer del apetito sensitivo no puede ser un fin suficiente para hacer que sea laudable un acto; basta con que sea tolerable. 5. Comer, no por simple apetito, sino por exceso y desorden, es cosa más o menos vituperable, según que el exceso sea grande o pequeño. 6. Ahora bien, el exceso en el comer no sólo consiste en la cantidad, sino también en la forma y manera cómo se come. Es notable, amada Filotea, que la miel, tan apropiada y tan saludable para las abejas, pueda de todas maneras, perjudicarlas tanto, que llegue a ponerlas enfermas, como ocurre cuando comen demasiado, sobre todo en primavera, porque les produce como cierta disentería, y, a veces, las mata inevitablemente, como cuando quedan cubiertas de miel por delante de su cabeza y en sus aletas. A la verdad, el comercio nupcial, que es tan santo, tan justo, tan recomendable, tan útil a la sociedad, puede empero en algunos casos ser dañoso a los que lo practican; pues, a veces, pone enfermas de pecado venial a las almas, como ocurre con simples excesos, y, en algunas ocasiones, las mata con el pecado mortal, como ocurre cuando es violado y pervertido el orden establecido para la generación de los hijos; y, en este caso, según que alguno se aparte más o menos de este orden, son los pecados más o menos execrables, pero siempre mortales. Porque como quiera que la procreación de los hijos es el fin primario y principal del matrimonio, jamás es lícito apartarse del orden que exige, aunque, por algún motivo, tal procreación no pueda entonces seguirse, como acontece cuando la esterilidad o el embarazo impiden la generación, pues, en estas circunstancias, el comercio corporal no deja de poder ser justo y santo, con tal que sean cumplidas las leyes de la generación, puesto que nunca está permitido que cosa alguna accidental contravenga la ley impuesta por el fin principal del matrimonio. Es cierto que la infame y execrable acción que Onán cometió, en su matrimonio, fue detestable delante de Dios, como lo dice el Sagrado Texto, en el capítulo treinta y ocho del Génesis. Y aunque algunos herejes de nuestros tiempos, cien veces más condenables que los Cínicos, de que nos habla San Jerónimo en la epístola a los Efesios, han pretendido que fue la perversa intención de este malvado la que desagradó a Dios, es manifiesto que no habla así la Escritura, sino que concretamente asegura que fue la misma cosa cometida la que pareció detestable y abominable a los ojos de Dios. 7. Es una señal indudable de un espíritu perverso, vil, abyecto e innoble, pensar en los manjares y en la comida antes de la hora, y todavía más deleitarse, después de comer, con el placer que se ha sentido durante la comida, entreteniéndose en ello con palabras y pensamientos, y revolcando el espíritu en el recuerdo del placer experimentado al tragar los manjares, como lo hacen aquellos que, antes de comer, tienen el ánimo en el asador y, después de comer, en los platos; personas dignas de ser galopines de cocina, que, como dice San Pablo, hacen de su vientre un Dios. Las personas honorables sólo piensan en la mesa cuando se sientan a ella, y, una vez han comido, se lavan las manos y la boca para no sentir más ni el sabor ni el olor de lo que han comido. El elefante no es sino una bestia enorme, pero es la más digna de cuantas viven en la tierra y la que tiene más juicio. Quiero referir un rasgo de su honestidad: nunca cambia de compañera, y ama tiernamente a la que ha escogido, con la cual, empero, no se junta más que de tres en tres años, por espacio de cinco días, y con tanto secreto que jamás nadie le ha visto en este acto; pero harto se conoce el sexto día, cuando, antes de hacer cualquier otra cosa, se va derechamente al río, donde lava todo su cuerpo, y no quiere volver a su grupo antes de haberse purificado. ¿No son estas cosas hermosos y honestos instintos de este animal, con los cuales invita a los casados a no permanecer encenagados en la sensualidad y en los placeres experimentados por razón de su estado, sino a lavar el corazón y el afecto, una vez pasados; y a purificarse lo antes posible, para practicar después otros actos más puros y elevados, con toda la libertad del espíritu? En esta advertencia consiste la práctica perfecta de la excelente doctrina que San Pablo da a los corintios: «El tiempo es breve; por lo tanto los que tienen esposa vivan como si no la tuviesen». Ya que, según San Gregorio, tiene esposa como si no la, tuviese, aquel que, de tal manera recibe los deleites corporales, que no impide con ellos las aspiraciones espirituales: ahora bien, lo que se dice del marido se entiende recíprocamente de la esposa. «Los que usan del mundo -dice el mismo Apóstol- sean como si no usasen de él». Que todos, pues, usen del mundo, cada uno según su vocación, pero de manera que, no esclavizando sus afectos, queden libres y estén prontos para el servicio de Dios, como si no usasen de él. «Este es el gran mal del hombre -dice San Agustín-, querer gozar de las cosas de las cuales solamente ha de usar, y querer usar de aquellas de las cuales solamente ha de gozar». Nosotros hemos de gozar de las cosas espirituales y solamente usar de las corporales, de las cuales, cuando el uso se convierte en gozo, nuestra alma racional se convierte también en alma brutal y bestial. Creo que he dicho todo lo que era menester decir, y que he dado a entender, sin decirlo, lo que no quería decir. CAPÍTULO XL AVISO A LAS VIUDAS San Pablo instruye a todos los prelados, en la persona de Timoteo, y le dice: «Honra a las viudas que de verdad son viudas». Ahora bien, para que una viuda lo sea de verdad, se requieren tres cosas: 1. Que la viuda sea viuda no sólo en cuanto al cuerpo, sino en cuanto al corazón, es decir, que esté resuelta, con un propósito inviolable, a conservarse en el estado de una casta viudez; porque las viudas que sólo lo son en espera de volverse a casar, solamente están separadas de los hombres según los placeres del cuerpo, pero están unidas a ellos por el deseo del corazón. Y, si la verdadera viuda quiere ofrecer a Dios su cuerpo y su castidad con voto, añadirá a su viudez un gran adorno y asegurará mucho su propósito; porque, al ver que, después del voto, ya no es libre de perder su castidad sin perder el cielo, estará tan celosa de su designio, que ni siquiera permitirá que, por un solo momento, se detengan en su corazón los más leves pensamientos de casarse, ya que este voto sagrado pondrá una recia barrera entre su alma y toda la clase de proyectos contrarios a su propósito. San Agustín aconseja muy encarecidamente este voto a la viuda cristiana, y el antiguo y docto Orígenes va más allá, pues exhorta a las mujeres casadas a que se consagren y obliguen a la castidad para cuando sean viudas, en el caso en que sus maridos mueran antes que ellas, a fin de que, en medio de los placeres sensuales propios del matrimonio, puedan no obstante, gozar del mérito de una casta viudez, mediante esta promesa anticipada. El voto hace que las obras que le siguen sean más agradables a Dios, robustece el ánimo para hacerlas, y no sólo da a Dios las obras que son como los frutos de nuestra buena voluntad, sino también le consagra la misma voluntad, que es como el árbol de nuestros actos. Por la simple castidad damos a Dios nuestro cuerpo, pero reteniendo la libertad de someterlo nuevamente a los placeres sensuales; mas por el voto de castidad, le hacemos donación absoluta e irrevocable, sin reservarnos ninguna potestad de desdecirnos, haciéndonos así dichosamente esclavos de Aquel, cuya servidumbre es mejor que todas las realezas. Ahora bien, como que yo apruebo infinitamente los consejos de estos dos grandes personajes, asimismo quisiera que las almas que, por dicha suya, desean seguirlos, lo hiciesen con prudencia, santa y sólidamente, después de haber medido su valor, invocado la inspiración del cielo, y haber pedido el parecer a algún docto y devoto director, ya que, de esta manera, todo se hará con más fruto. 2. Además de esto, es menester que esta renuncia de las segundas nupcias se haga única y simplemente para poner con más pureza todos los afectos en Dios y unir del todo el propio corazón con el de la divina Majestad; porque si el deseo de dejar ricos a los hijos, o cualquiera otra pretensión mundana, es la que retiene a la viuda en su viudez, quizá recibirá por ello alabanza, pero no delante de Dios, pues, delante de Dios, únicamente puede ser alabado lo que se hace para agradarle. |
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