¡Dios te salve María!
 

conversaciones.  Si las palabras deshonestas se dicen de una manera  encubierta, con afectación y sutilidad, son  infinitamente más venenosas, porque, cuanto  más puntiagudo es un dardo, más  fácilmente se clava en el cuerpo; de la misma manera,  cuanto más aguda es una palabra, tanto más  penetra en los corazones. Y los hombres que creen que son  graciosos, porque emplean tales palabras en las  conversaciones, no saben cuál es el fin de  éstas. Las conversaciones han de ser como los  enjambres de las abejas, reunidas para hacer la miel en  suave y virtuoso consorcio, y no como un montón de  avispas, que se reúnen para ir a chupar en  algún estercolero. Si algún necio te dice  palabras indecorosas, dale a entender que tus oídos  se sienten ofendidos, ya sea retirándote, ya de  alguna otra manera, según lo dicte tu prudencia.

 

 Uno  de los peores defectos que puede tener una persona es ser  burlón: Dios aborrece en gran manera este vicio y, a  veces, lo castiga extraordinariamente. Nada hay más  contrario a la caridad, y mucho más a la  devoción, que el despreciar y el pisotear al  prójimo. Ahora bien, la burla y la mofa siempre  suponen este menosprecio; por esto, es un pecado muy grave,  tanto que tienen razón los doctores cuando dicen que  la mofa es la peor ofensa que, de palabra, se puede inferir  al prójimo, pues las demás ofensas andan  acompañadas de alguna estima de aquel que es  ofendido, pero ésta se hace con desprecio y rebajamiento.

 

 En  cuanto a los juegos de palabras que algunos se dicen  mutuamente, con cierta modesta alegría y buen humor,  pertenecen a la virtud que los griegos llamaban  eutrapelía, y que nosotros podemos llamar pasatiempo;  por ellos el hombre se recrea honesta y agradablemente, a  base de ocasiones divertidas que nos ofrecen las  imerfecciones humanas. únicamente hay que evitar  pasar de este buen humor a la mofa; pues la mofa provoca la  risa con desprecio y rebajamiento del prójimo; mas la gracia y el buen humor provocan la risa con una ingenua  libertad, confianza y franca familiaridad, unida a la  gentileza de alguna palabra. San Luis, cuando,  después de comer, querían los religiosos  hablarle de cosas elevadas, respondía: «Ahora no es tiempo de razonar, sino de recrearse con alguna palabra  graciosa o con alguna ocurrencia: que cada uno diga honestamente lo que le plazca»; lo cual decía en  obsequio de los nobles que estaban con él para gozar  de su benevolencia. Pero procuremos, Filotea, pasar de tal  manera el tiempo por recreación, que conservemos la  eternidad por devoción.

 

  

CAPÍTULO  XXVIII

 

DE LOS  JUICIOS TEMERARIOS

 

«No  juzguéis y no seréis juzgados -dice el  Salvador de nuestras almas-; no condenéis y no  seréis condenados». No, dice el santo  Apóstol, «no juzguéis antes de tiempo,  hasta que el Señor venga, el cual revelará el  secreto de las tinieblas y manifestará los consejos  de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto  desagradan a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los  hijos de los hombres son temerarios, porque ellos no son  jueces los unos de los otros, y, al juzgar, usurpan el  oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque  la principal malicia del pecado depende de la  intención y del designio del corazón, que,  para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son  temerarios, porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse  a sí mismo, sin que necesite ocuparse en juzgar al  prójimo. Para no ser juzgados, es menester  también no juzgar a los demás, y que nos  juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor  nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol  afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a  nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas,  ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque no cesamos  de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al  prójimo a diestro y siniestro, y nunca hacemos lo que  nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos.

 

 Según  sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los  remedios. Hay corazones agrios, amargos y ásperos de  natural, que agrían y amargan todo lo que reciben, y,  como dice el profeta, «convierten el juicio en  ajenjos», no juzgando jamás al prójimo si  no es con todo rigor y dureza; éstos tienen mucha  necesidad de caer en las manos de un buen médico  espiritual, pues esta amargura de corazón es muy  difícil de vencer, por lo mismo que es algo  contranatural; y, aunque esta amargura no sea pecado, sino  solamente una imperfección; es, no obstante,  peligrosa, porque hace que entre y reine en el alma el  juicio temerario y la maledicencia. Algunos hay que juzgan  temerariamente, no por amargura sino por orgullo, y les  parece que, a medida que rebajan el honor de los  demás, encumbran el propio; espíritus  arrogantes y presuntuosos, se admiran a sí mismos y  suben tan alto en su propia estima, que todo lo demás  les parece pequeño y bajo: «Yo no soy como los  demás hombres», decía aquel necio  fariseo.

 

 Algunos  no tienen este orgullo manifiesto, sino solamente sienten  como una complacencia en considerar el mal del  prójimo, para saborear y hacer saborear más  dulcemente el bien contrario del cual se creen dotados; y  esta complacencia es tan secreta e imperceptible, que si no  se tiene muy buena la vista, no se descubre, y los mismos  que la sienten no la conocen, si no se la muestran. Otros,  queriendo adularse y excusarse consigo mismos y atenuar los  remordimientos de su conciencia, se apresuran a pensar que  los demás padecen del vicio al cual ellos se han  entregado, o de otro mayor, y les parece que la multitud de  criminales hacen su pecado menos censurable. Otros se  entregan al juicio temerario por el solo placer que hallan en adivinar y filosofar acerca de las costumbres y humor de  las demás personas, a manera de ejercicio ingenioso,  y, si por desgracia aciertan alguna vez en sus juicios, la  audacia y el prurito de continuar crece tanto, que harto  trabajo hay en corregirles. Otros juzgan por pasión,  y siempre piensan bien del que aman, y mal del que  aborrecen, fuera del caso sorprendente y, no obstante,  verdadero, en que el exceso de amor induce a juzgar mal al  que amamos: efecto monstruoso, procedente de un amor impuro,  imperfecto, desequilibrado y enfermo, que son los celos, los  cuales, como todo el mundo sabe, por una sencilla mirada,  por la sonrisa más insignificante del mundo, condenan  a las personas de perfidia y de adulterio. Finalmente, el  temor, la ambición y otras parecidas flaquezas de  espíritu contribuyen, con frecuencia, al nacimiento  de la sospecha y del juicio temerario.

 

 Mas,  ¿qué remedios hay? Los que beben el jugo de la  hierba ofiusa de Etiopía, por todas partes ven  serpientes y cosas espantosas; los que han bebido orgullo,  envidia, ambición, odio, nada ven que no les parezca  malo o digno de condenación; aquellos, para curarse,  han de beber vino de palmera, y yo digo lo mismo de  éstos: bebed cuanto podáis el vino sagrado de  la caridad; él os liberará de estos malos  humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos. Tan  lejos está la caridad de ir en busca del mal, que  teme encontrarlo, y cuando lo encuentra, vuelve el rostro  hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no  verlo, al primer rumor que percibe, y después, con  una santa simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna  sombra o fantasma del mal; porque, si, por fuerza, se ve  obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al  instante, y procura olvidarse aun de su figura.

 

 La  caridad es la mejor medicina contra las enfermedades, y de  un modo especial contra ésta. Todas las cosas parecen amarillas a los ojos de los que padecen ictericia, y dicen  que, para curarse de este mal, hay que llevar la celidonia  debajo de la planta de los pies. El vicio del juicio  temerario es una especie de ictericia espiritual, que hace  que todas las cosas parezcan malas a los ojos de los que  están atacados de ella; pero el que quiera curar de  esta dolencia ha de aplicar este remedio, no a los ojos ni  al entendimiento; sino a los afectos, que son los pies del  alma: si tus afectos son dulces, tu juicio será  dulce; y si tus afectos son caritativos, tu juicio  será caritativo.

 

 He  aquí tres ejemplos admirables. Isaac había  dicho que Rebeca era su hermana. Abimelec vio que jugaba con  ella y que la acariciaba tiernamente, y juzgó  enseguida que era su mujer: un ojo maligno hubiera  creído que era su concubina, o que, si era su  hermana, se trataba de un incesto; pero Abimelec tomó  el partido más conforme con la caridad que  podía tomar en aquellas circunstancias. Es necesario,  Filotea, que siempre obres de esta manera, en cuanto te sea  posible, y, si una acción tiene mil aspectos, es  menester mirarla bajo el punto de vista mejor. Nuestra  Señora estaba encinta, y San José lo  veía claramente; mas, como quiera que, por otra  parte, sabía que era toda pura, toda santa, toda  angelical, no pudo creer que hubiese concebido contra sus  deberes, y se decidió a alejarse de ella y a dejar el  juicio a Dios. Aunque los indicios fueron muy poderosos para  hacerle formar un mal concepto acerca de aquella virgen,  jamás quiso juzgarla. ¿Por qué? Porque,  como dice el Espíritu de Dios, era justo: el hombre  justo, cuando no puede juzgar ni el acto ni la  intención de aquel a quien, por otra parte, conoce  como hombre de bien, no quiere en ningún caso  juzgarle, sino que lo aparta de su mente y se remite al juicio de Dios. El Salvador crucificado, como no pudiese  excusar el pecado de los que le crucificaban, atenuó,  a lo menos, su malicia, alegando su ignorancia. Cuando  nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo, a  lo menos, digno de compasión, atribuyéndolo a  la causa más excusable que pueda tener, tal como la  ignorancia o la flaqueza.

 

 Pero,  ¿nunca podemos juzgar mal al prójimo? No,  ciertamente; jamás. Es Dios, Filotea, quien juzga a  los criminales con justicia. Es verdad que, para hacerse  oír de ellos, se sirve de la voz de los magistrados:  éstos son sus ministros y sus intérpretes, y,  como oráculos suyos, no pueden decir sino lo que  Él les enseña, y, si por seguir sus propias  pasiones, lo hacen de otra manera, entonces son ellos los  que de verdad juzgan y, por consiguiente, serán  juzgados, porque está prohibido a los hombres, en  calidad de tales, juzgar a los demás.

 

 Ver  o conocer una cosa no es juzgarla, porque el juicio, a lo  menos según la frase de la Escritura, supone alguna  dificultad grande o pequeña, verdadera o aparente,  que es necesario vencer; por esto nos dice que «l os  que no creen están ya juzgados», porque ya no  cabe duda acerca de su condenación. No es malo, pues,  dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar sino juzgar; no está, empero, permitido dudar  ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a ello los  argumentos o las razones; de lo contrario, las sospechas son  temerarias. Si algún ojo malicioso hubiese visto a  Jacob cuando besaba a Raquel junto al pozo, o hubiese visto  a Rebeca cuando aceptaba los brazaletes y los pendientes de  Eliezer, hombre desconocido en aquella región,  hubiera pensado mal de aquellos dos modelos de castidad,  pero sin razón ni fundamento; porque, cuando una  acción es de suyo indiferente en sí misma, es  una sospecha temeraria sacar de ella malas consecuencias, a no ser que sean muchas las circunstancias que den fuerza al  argumento. También es un juicio temerario sacar  consecuencias de un solo acto para desacreditar a una  persona; mas esto lo explicaré después con  más claridad.

 

 Finalmente,  los que andan con mucho tiento en las cosas que  atañen a la conciencia no suelen ser esclavos del  juicio temerario; porque, así como las abejas, al ver  la niebla o el cielo cubierto, se retiran a sus colmenas  para fabricar la miel, de la misma manera los pensamientos  de las almas buenas no se paran en los objetos embrollados  ni en las acciones nebulosas de los prójimos, sino  que, para evitar el dar con ellas, se recogen dentro de su  corazón, para formar en él los buenos  propósitos de su propia enmienda. Es propio de las  almas inútiles el ocuparse en el examen de las vidas  ajenas.

 

 Exceptúo  a los que tienen cargo de los demás, así en la  familia como en el Estado; porque una buena parte de los  deberes de su conciencia consiste en mirar y en velar por  los demás. Cumplan, pues, con su cometido  amorosamente, y, hecho esto, velen por sí mismos en  esta materia.

 

  

CAPÍTULO  XXIX

 

DE LA  MALEDICENCIA

 

El  juicio temerario produce inquietud, desprecio del  prójimo, orgullo y complacencia en sí mismo y  cien otros efectos por demás perniciosos, entre los  cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste  de las conversaciones. ¡ Ah! ¡Que no tenga yo uno  de los carbones del altar santo para tocar con él los  labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y purificarlos de su pecado, a imitación del  serafín que purificó la boca de Isaías!  El que lograse quitar la maledicencia del mundo,  quitaría de él una gran parte de los pecados y  de la iniquidad.

 

 El  que arrebata injustamente la buena fama a su prójimo,  además de cometer un pecado, está obligado a  la debida reparación, aunque de diversa manera,  según la diversidad de la maledicencia; porque nadie  puede entrar en el cielo con los bienes ajenos, y, entre  todos los bienes exteriores, la buena fama es el mejor. La  maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos  tres vidas: la espiritual, que estriba en la gracia de Dios;  la corporal, que radica en el alma, y la civil, que consiste  en la buena fama. El pecado nos quita la primera; la muerte,  la segunda, y la maledicencia, la tercera. Pero el maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete,  ordinariamente, tres homicidios: mata su alma y la del que  le escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel  de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que  murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí  mismos al demonio: el uno en su lengua, y el otro en sus  oídos. David, hablando de los maldicientes, dice que  «tienen la lengua afilada como las serpientes».  Ahora bien, la serpiente, como dice Aristóteles,  tiene la lengua dividida en dos, y con dos puntas. Tal es la  lengua del maldiciente, que, de un solo golpe, pincha y  emponzoña el oído del que la escucha y la  buena fama de aquel de quien se ocupa.

 

 Te  conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de  nadie, ni directa ni indirectamente: guárdate de  atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo,  de descubrir los que son secretos, de exagerar los ya  conocidos, de interpretar mal una buena obra, de negar el  bien que tú sabes que existe en alguno, de  disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de cualquiera de estas maneras, ofenderías  mucho a Dios, sobre todo acusando falsamente o negando la  verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces  sería doble el pecado: mentir y dañar, a la  vez, al prójimo.

 

 Los  que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos  o echan mano de cumplidos e ironías, son los  más finos y los más virulentos de los  detractores. Conste, dicen, que le aprecio, y que, por lo  demás, es un perfecto caballero; pero en honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal  perfidia. Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender; y otras semejantes maneras de hablar. ¿No  ves aquí el artificio? El que quiere disparar el  arco, acerca la flecha hacia sí tanto cuanto puede,  pero lo hace únicamente para dispararla con  más fuerza. De la misma manera, parece que estos murmuradores atraen hacia sí la maledicencia, para  dispararla más velozmente y para que así  penetre más en los corazones de los oyentes. La  detracción hecha en forma de ironía es la  más cruel de todas; porque, así como la cicuta  no es, de suyo, un veneno muy activo, sino bastante lento y  que fácilmente se puede contrarrestar, pero mezclada  con vino no es ya remediable, así también la  murmuración, que de suyo, entraría por una  oreja y saldría por la otra, como suele decirse,  queda impresa en la mente de los que la escuchan, cuando se  presenta envuelta en un dicho agudo y chistoso.  «Tienen, dice David, el veneno del áspid en sus  labios»; porque el áspid pica de una manera casi  imperceptible, y su veneno causa, al principio, una  comezón agradable, con la que se dilatan el  corazón y las entrañas, y reciben el veneno,  contra el cual ya no es posible, entonces, combatir.

 

 No  digas: «Fulano es un borracho», aunque le hayas  visto embriagado: ni «es un adúltero», por  haberle sorprendido en este pecado; ni: «es un  incestuoso», porque haya caído en esta  desgracia; ya que un solo acto no basta para calificar una  cosa. El sol se detuvo una vez en favor de la victoria de  Josué, y se obscureció, en otra  ocasión, en favor de la del Salvador; nadie, empero,  dirá que el sol esté inmóvil ni que es  oscuro. Noé se embriagó una vez y otra Lot;  éste, además, cometió un grave incesto.  Sin embargo, ni ambos fueron bebedores ni el último  fue incestuoso. No fue San Pedro sanguinario, porque una vez derramó sangre, ni blasfemó por haber, en una  ocasión, blasfemado. Para recibir un calificativo  basado en un vicio o en una virtud, se requiere cierta  continuación y hábito, por lo que es una  falsedad llamar a un hombre colérico o ladrón,  por haberle visto encolerizado o hurtando una sola vez.

 

 Aunque  un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se corre  el riesgo de mentir cuando se le llama tal. Simón el leproso llamaba pecadora a Magdalena, porque lo había  sido antes; sin embargo, mentía, porque ya no lo era,  sino una muy santa penitente; por esto Nuestro Señor  salió en su defensa. Aquel necio fariseo tenía  al publicano por gran pecador, tal vez por injusto,  adúltero o ladrón; pero se equivocaba  totalmente, porque, en aquel mismo momento, quedaba  justificado. ¡Ah! puesto que la bondad de Dios es tan  grande, que basta un momento para pedir y recibir la gracia,  ¿qué certeza podemos tener de que un hombre que  ayer era pecador, todavía lo sea hoy? El día  precedente no ha de juzgar al día presente, ni el  día presente al precedente; sólo el  último es el que a todos juzga. Nunca, pues, podemos  decir que un hombre es malo, sin riesgo de mentir, y,  supuesto que falte, lo único que podemos decir es que  ha cometido una mala acción; que ha vivido mal en tal época; que obra mal ahora; pero del día de  ayer no se puede deducir ninguna consecuencia para el  día de hoy, y mucho menos aún para el  día de mañana.

 

 Aunque  es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del  prójimo, es menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para evitar la  maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de  una persona verdaderamente murmuradora, no digas, por  disculparla, que es abierta y franca; de una persona  manifiestamente vana, no digas que es generosa y correcta; a  las familiaridades peligrosas, no las llames simplicidades o  ingenuidades; no disimules la desobediencia con el nombre de  celo, ni la arrogancia con el nombre de franqueza, ni la  lascivia con el nombre de amistad. No, amada Filotea; por el  deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han de  favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que  hay que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas  que son dignas de reprobación. Haciéndolo  así, glorificaremos a Dios, con tal que lo hagamos  bajo las siguientes condiciones:

 

 Para  condenar loablemente los vicios de los demás, ha de  exigirlo la utilidad de aquel de quien se habla, o de  aquellos a los cuales se habla. Se cuentan, por ejemplo, en  presencia de las jóvenes, las familiaridades  indiscretas de aquellos y de aquéllas, que son  evidentemente peligrosas; de la disolución de uno o  de una en las palabras y ademanes, que son manifiestamente  contrarios a la honestidad: si no condeno francamente este  mal, más aún: si quiero excusarlo, esas  tiernas almas que escuchan tomarán de ello  ocasión para relajarse en alguna cosa semejante; su  utilidad, pues, exige que, con toda libertad, recrimine  estas cosas al instante, a no ser que pueda esperar otra  ocasión, para cumplir este deber con menos  daño de aquellos de quienes se habla.

 

 Además  de lo dicho, es menester que me corresponda a mí  hablar acerca de aquel punto, por ejemplo, si soy uno de los principales de la reunión, de manera que, si no  hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues, si soy de  los últimos, no me corresponde a mí iniciar la  censura. Pero, ante todo, es necesario que sea absolutamente  exacto en las palabras, de manera que no diga una palabra de  más. Por ejemplo, si recrimino, por demasiado  indiscreta y peligrosa, la amistad de aquel joven con aquella muchacha, por Dios, Filotea, conviene que sostenga  la balanza en el punto medio para no aumentar un solo  ápice la cosa. Si sólo hay una débil  apariencia, no diré nada; si tan sólo una  simple imprudencia, nada añadiré; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino  únicamente un simple pretexto para murmurar, efecto  tan sólo de la malicia, o bien no diré nada, o  diré esto mismo. Mi lengua, mientras habla del  prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y  los tendones: es menester que el golpe que yo dé sea  tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es.  Sobre todo es menester que, mientras recriminas el vicio,  procures la mayor benignidad con la persona en el cual  existe.

 

 Es  verdad que de los pecadores infames, públicos y  notorios, se puede hablar libremente, con tal que se haga  con espíritu de caridad y de compasión y no  con arrogancia y presunción, ni para complacerse en  el mal ajeno, porque esto sería propio de un corazón abyecto y vil. Exceptúo, entre todos,  a los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia, porque a  éstos es menester desacreditarlos cuanto se pueda;  tales son las sectas heréticas y cismáticas y  sus jefes; es un acto de caridad gritar contra el lobo,  dondequiera que sea, cuando se encuentra entre las ovejas.

 

 Todos  se toman la libertad de juzgar libremente y de censurar a  los príncipes, y de hablar mal de naciones enteras,  según la diversidad de afectos que cada uno siente  por ellas. Filotea, no cometas esta falta, que,  además de la ofensa de Dios, podría dar lugar  a mil clases de disputas.

 

 Cuando  oyes que se habla mal de alguno, duda de la  acusación, si buenamente puedes; si no puedes dudar,  excusa, a lo menos, la intención del acusado, y, si  tampoco es esto posible, da muestras de compasión por  él, desvía la conversación, y los que  no caen en pecado, lo deben todo a la gracia de Dios.  Procura, con suavidad, que el maldiciente reflexione, y di  alguna cosa buena de la persona ofendida, si la  sabes.

 

 

CAPÍTULO  XXX

 

ALGUNOS  OTROS AVISOS ACERCA DEL HABLAR

 

Que  tu manera de hablar sea dulce, franca, sincera,  espontánea, ingenua y fiel. Guárdate de la  doblez, del artificio y de la ficción; aunque no  siempre es oportuno decir toda clase de verdades, nunca,  empero, está permitido faltar a la verdad. Acostúmbrate a no mentir nunca a sabiendas, ni para  excusarte, ni por otro cualquier motivo, y acuérdate  de que Dios es el Dios de la verdad. Si dices mentiras por  descuido, y puedes retractarlas al momento, mediante alguna  explicación o reparación, retráctalas;  una razón verdadera tiene más gracia y fuerza,  para excusar, que una mentira.

 

 Aunque,  en alguna ocasión, se puede, con discreción y  prudencia, disimular y encubrir la verdad con algún  artificio de palabras, únicamente se ha de hacer en  cosas de importancia y cuando claramente lo exigen la gloria  y el servicio de Dios; fuera de este caso, los artificios  son muy peligrosos, porque, como dice la Sagrada Escritura,  el Espíritu Santo no habita en un espíritu  fingido y doble. No existe delicadeza tan buena y tan  deseable como la simplicidad. La prudencia mundana y los artificios carnales pertenecen a los hijos de este siglo;  pero los hijos de Dios caminan rectamente y tienen el  corazón sin dobleces. «Quien anda con  simplicidad -dice el Sabio- anda seguro». La mentira,  la doblez y el disimulo suponen siempre un espíritu  flaco y envilecido.

 

 San  Agustín había dicho en el libro de sus  Confesiones, que su alma y la de su amigo no eran más  que una sola alma, y que esta vida era para él  horrible después de la muerte de aquél, porque  no quería vivir a medias, pero que, por este motivo  no quería morir, a saber, por temor de que su amigo  muriese del todo. Estas palabras le parecieron  después demasiado artificiosas y afectadas, por lo  que se desdice de ellas en el libro de sus Retractaciones,  llamándolas necedad. ¿No ves, amada Filotea,  cuán delicada es esta hermosa alma, en lo que  atañe a la afectación en las palabras?  Ciertamente, es un gran adorno de la vida cristiana la  fidelidad, la franqueza y la sinceridad en el hablar.  «Yo dije: tendré cuidado en mis caminos, para no  pecar con mi lengua... ¡Ah Señor!, pon guardia  en mi boca, y una puerta que cierre mis labios»,  decía David.

 

 Es  una advertencia del rey San Luis, que a nadie se contradiga,  fuera del caso en que el consentir sea pecado o acarree un gran mal, con el fin de evitar disputas y discordias. Ahora  bien, cuando conviene contradecir a alguno y oponer la  propia opinión a la de otro, es menester emplear  mucha dulzura y flexibilidad, y no querer violentar el  ánimo del contrario, pues nada se gana tomando las  cosas con aspereza. El hablar poco, tan recomendado por los  sabios antiguos, no significa que se hayan de decir pocas  palabras, sino que no hay que decir muchas inútiles;  porque, en cuanto al hablar, no se mira la cantidad, sino la  calidad. Y me parece que se han de evitar los dos extremos,  ya que el querer sentar plaza de sabio y de severo, negándose, al efecto a tomar parte en los pasatiempos  familiares, como son las conversaciones, parece que arguye  falta de confianza o desdén; como el hablar y el  bromear continuamente, sin dar a los demás tiempo y  oportunidad de hablar cuando quieren, es propio de personas  livianas y ligeras.

 

 A  San Luis no le parecía bien que, en presencia de los  demás, se hablase secretamente y con misterio,  particularmente en la mesa, para no dar motivo de sospecha  de que se hablaba mal de alguno. «Aquel  -decía--que está en la mesa con buena compañía, y quiere decir alguna cosa jocosa y  divertida, debe decirla de manera que la oiga todo el mundo,  si es cosa de importancia, debe callarla, sin hablar de  ella».

 

 

CAPÍTULO  XXXI

 

DE LOS  PASATIEMPOS Y RECREACIONES, Y, EN PRIMER LUGAR, DE LAS QUE  SON LÍCITAS Y LAUDABLES

 

Es  necesario dar, de vez en cuando, cierta expansión a  nuestro espíritu y también a nuestro cuerpo,  con alguna clase de recreación. Como dice Casiano, un  día un cazador encontró a San Juan  Evangelista, el cual llevaba una perdiz en la mano y la acariciaba por pura recreación. Preguntóle el  cazador por qué, siendo un hombre tan calificado,  empleaba el tiempo en una cosa tan baja y despreciable, y  San Juan le respondió: «¿Por qué no  llevas siempre el arco en tensión?» -«Por  temor, replicó el cazador, de que, si permanece  siempre encorvado, no pierda la fuerza cuando tenga que  hacer uso de él».«No te maravilles, pues,  dijo el Apóstol, si, alguna vez, aflojo en el rigor y  en la tentación de mi espíritu para recrearme  un poco y entregarme luego, más vivamente, a la  contemplación». Es, indudablemente, un vicio el  ser tan riguroso, huraño y salvaje, que no se quiera  tomar para sí, ni permitir a los demás,  ninguna clase de recreación.

 

 Tomar  el aire, pasear, entretenerse en alegres y amigables  conversaciones, tocar el laúd o algún otro  instrumento, cantar, ir de caza, son pasatiempos tan  honestos, que, para usar bien de ellos, no se requiere otra  prudencia que la ordinaria, la cual da a todas las cosas la  importancia, el tiempo, el lugar y la medida.

 

 Los  juegos en los cuales la ganancia sirve de premio y de  recompensa a la habilidad y a la industria del cuerpo o del  espíritu, como ocurre en el juego de pelota,  balón, el mallo, el juego de la sortija, el ajedrez,  las damas, son recreaciones de suyo buenas y lícitas.  Conviene tan sólo guardarse del exceso, ya en el  tiempo que en ellos se emplea, ya en las apuestas que se hacen; porque, si se emplea en ello demasiado tiempo, ya no  es recreación, sino ocupación, y entonces no  se da esparcimiento al ánimo ni al cuerpo, sino que  se le aturde y agota. Después de seis horas de jugar  al ajedrez, se siente gran pesadez de cuerpo y fatiga de  espíritu; jugar mucho tiempo a la pelota no es  recrear el cuerpo, sino cansarlo. Ahora bien, si la apuesta, es decir, lo que se juega, es demasiado crecida, los afectos  de los jugadores se desordenan, aparte de que es injusto  exponer grandes cantidades a la habilidad y al ingenio tan  poco importantes y tan inútiles como lo son las  habilidades del juego.

 

 Pero  sobre todo, Filotea, procura no aficionarte a todas estas  cosas; porque, por honesta que sea una recreación, es  vicio el poner en ella el corazón y el afecto. No  niego que se haya de jugar con gusto mientras se juega,  porque lo contrario ya no sería recreación; lo  que sí digo es que no hemos de poner el afecto en el  juego, de tal manera que lo deseemos, nos dejemos dominar  por él y lo esperemos con excesivas ansias.

 

  

CAPÍTULO  XXXII

 

DE LOS  JUEGOS PROHIBIDOS

 

Los  juegos de los dados, de los naipes y otros semejantes, en  los cuales la ganancia depende únicamente del azar,  no sólo son recreaciones peligrosas, como los bailes,  sino también sencillamente y naturalmente malas y  vituperables; por esto están prohibidos por las  leyes, así civiles como eclesiásticas. Pero  dirás: «¿Qué mal hay en ellos?»  En estos juegos la ganancia no es fruto de la inteligencia,  sino de la suerte, que muchas veces favorece al que no lo  merece ni por su habilidad ni por su ingenio: en esto, pues,  la razón sale ofendida. «Pero nosotros ya hemos  convenido en ello>>, replicarás. Esto sirve  para demostrar que el que gana no hace injuria a los  demás, pero de aquí no se sigue que el pacto  no esté fuera de razón, y también el  juego; porque el lucro, que ha de ser el precio de la  habilidad, se convierte en el precio de la suerte, la cual  no vale nada, pues, de ninguna manera, depende de nosotros.

 

 Además,  estos juegos llevan el nombre de recreación, y para  esto se han inventado; sin embargo, no lo son, sino  más bien ocupaciones violentas. Porque, ¿no es,  acaso, ocupación, tener el espíritu oprimido y  tenso por una continua atención, y agitado por  constantes inquietudes, aprensiones y zozobras? ¿Existe  una atención más triste, más  sombría y más melancólica que la de los  jugadores? Por esto, durante el juego, no se puede hablar,  ni reír, ni toser, pues enseguida se encolerizan.

 

 Finalmente,  en el juego, no hay más goce que el del lucro, y  ¿no es inicuo un goce que no se puede lograr de otra  manera, sino a costa de la pérdida y del disgusto del  compañero? Esta alegría es, en verdad, infame.  Por estos tres motivos están prohibidos estos juegos.  El gran rey San Luis, al enterarse de que su hermano el  conde de Anjou y Don Gautier de Nemours estaban jugando, se  levantó de la cama a pesar de que estaba enfermo, y,  con paso vacilante, se dirigió a su estancia, y  cogió las mesas, los dados y parte del dinero, y lo  arrojó al mar por la ventana mostrándose muy  enojado. La santa y casta doncella Sara, hablando a Dios de  su inocencia, le dijo: «Tú sabes, ¡oh  Señor!, que nunca he tenido trato con  jugadores».

 

  

CAPÍTULO  XXXIII

 

DE LOS  BAILES Y PASATIEMPOS QUE SON  PELIGROSOS

 

Las  danzas y los bailes son cosas, de suyo, indiferentes, pero,  atendiendo a la manera ordinaria de practicar este  ejercicio, resulta muy resbaladizo e inclinado hacia el lado  del mal, y por consiguiente, está lleno de  daño y de peligro. Se baila de noche, y es muy  fácil que, en medio de la oscuridad y de las  tinieblas, una cosa por sí misma susceptible de mal,  resbale en accidentes tenebrosos y viciosos. Se vela mucho,  y después se pierde la madrugada del día  siguiente, y, por lo mismo, la oportunidad de servir a Dios;  en una palabra, siempre es una locura cambiar el día  por la noche, la luz por las tinieblas, las buenas obras por  las liviandades. Al baile todos llevan, a porfía,  vanidad, y la vanidad es una gran disposición para  los afectos malos y para los amores peligrosos y  vituperables pues todas estas cosas suelen ser fruto de las  danzas.

 

 Filotea,  te digo de los bailes lo que los médicos dicen de los  hongos: los mejores no valen nada; y yo te digo que los  mejores bailes nada tienen de buenos. Si, no obstante, has  de comer hongos, mira que estén bien condimentados;  si, en alguna ocasión, de la cual no puedas  excusarte, te ves obligada a ir al baile, procura, en tu  danza, la mayor decencia. Mas, ¿cómo lograrla?  Con modestia, con dignidad y con buena intención.  Come pocos y no con mucha frecuencia, dicen los  médicos, hablando de los hongos, porque, por bien  preparados que estén, la cantidad los hace venenosos;  baila poco y con poca frecuencia, Filotea, porque, de lo  contrario, caerás en el peligro de aficionarte.

 

 Los  hongos, según Plinio, por ser muy esponjosos y estar  llenos de poros, absorben fácilmente los  gérmenes infectos que están a su alrededor, de  manera que, cuando están cerca de las serpientes,  reciben su veneno. Los bailes, las danzas y otras parecidas  reuniones tenebrosas, atraen, ordinariamente hacia  sí, los vicios y los pecados que imperan en un lugar,  las disputas, las envidias, las burlas, los amores locos; y  así como tales ejercicios abren los poros del cuerpo  de los que los practican, también abren los poros del  corazón, con lo cual, si alguna serpiente va a silbar  al oído alguna palabra lasciva, algún halago,  alguna galantería, o bien algún basilisco  lanza miradas impúdicas, miradas de amor, los  corazones están más preparados para dejarse  cautivar y emponzoñar.

 

 ¡Ah,  Filotea!, estas recreaciones impertinentes son, por lo  regular, peligrosas: disipan el espíritu de  devoción, debilitan las fuerzas, enfrían la  caridad y despiertan en el alma mil clases de malos afectos,  por lo cual hay que tomar parte en ellas con suma prudencia.

 

 Pero,  de un modo especial, se dice que después de los  hongos hay que beber vino generoso; y yo digo que,  después de los bailes, hay que echar mano de algunas  santas y buenas consideraciones, que contrarresten las  impresiones peligrosas que el placer frívolo recibido  puede comunicar a nuestros espíritus. Mas  ¿qué consideraciones?

 

 1.  Mientras tú estás en el baile, muchas almas  arden en el fuego del infierno por los pecados cometidos en  la danza y por causa de la danza.

 

 2.  Muchos religiosos y personas devotas, a la misma hora,  están en la presencia de Dios, cantan sus alabanzas y  contemplan su belleza. ¡Oh, cómo emplean el  tiempo mejor que tú!

 

 3.  Mientras tú bailas, muchas almas entran en  agonía; millones de hombres y mujeres padecen grandes  trabajos en la cama, en los hospitales, por la calle: dolor  de gota, mal de piedra, fiebre abrasadora. ¡Ah! ellos  no tienen un momento de reposo. ¿No les tendrás  compasión? ¿No piensas que, un día,  gemirás como ellos, mientras otros bailarán,  como tú bailas ahora?

 

 4.  Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los  ángeles y los santos te han visto en el baile.  ¡Ah! qué compasión les has causado, cuando han visto que tu corazón se divertía en  una tan gran nonada, atento a aquella frivolidad.

 

 5.  ¡Ah! mientras estás allí, el tiempo pasa  y la muerte se acerca. Mira cómo se burla de ti y te  invita a su danza, en la cual los gemidos de tus familiares  servirán de violín, y donde sólo  darás un paso: de la vida a la muerte. Esta danza es  el verdadero pasatiempo de los mortales, pues por ella pasa  el hombre, en un instante, del tiempo a una eternidad de  goces o de penas.

 

 Pongo  estas sencillas consideraciones, pero Dios te  inspirará muchas otras, con el mismo fin, si es que  sientes su santo amor.

 

  

CAPÍTULO  XXXIV

 

CUÁNDO  SE PUEDE JUGAR Y BAILAR

 

Para  jugar y bailar lícitamente, es menester hacerlo por  recreación y no por afición, durante poco  tiempo, sin cansarse ni rendirse, y muy de tarde en tarde;  porque el que hace de ello una cosa ordinaria, convierte el  recreo en ocupación. Mas, ¿en qué  ocasiones se puede jugar y bailar? Las ocasiones razonables  del baile y del juego indiferente son más frecuentes;  las de los juegos prohibidos son más raras, porque  tales juegos son más detestables y peligrosos. En una  palabra, baila y juega, bajo las condiciones que ya he  indicado, cuando la prudencia y la discreción te lo  aconsejen, para condescender y dar gusto a la honesta  tertulia en que te encuentres; porque la condescendencia,  como retoño de la caridad, convierte las cosas indiferentes en buenas, y las peligrosas en permitidas, y  aun quita la malicia a las que, en cierto sentido, son  malas. Por esta causa, los juegos de azar, que, de otra  manera, serían censurables, no lo son cuando, alguna  vez, nos obliga a jugar a ellos una condescendencia  razonable.

 

 He  sentido mucho consuelo al leer, en la vida de San Carlos  Borromeo, que condescendía con los suizos en ciertas  cosas, en las cuales, por otra parte, era muy severo; y que  San Ignacio de Loyola, al ser invitado a jugar, lo  aceptó. En cuanto a santa Isabel de Hungría,  cuando se encontraba en reuniones de pasatiempo, muchas  veces jugaba y bailaba, sin perjuicio de su devoción,  la cual estaba tan arraigada en su alma que, así como  las rocas que se encuentran alrededor del lago de Riotte crecen cuando son batidas por las olas, de la misma manera  crecía su devoción en medio de las pompas y de  las vanidades, a las cuales la exponía su  condición; los grandes incendios se avivan con el  viento, pero los fuegos pequeños se extinguen, si no se les resguarda.

 

  

CAPÍTULO  XXXV

 

QUE ES  NECESARIO SER FIEL EN LAS OCASIONES GRANDES Y EN LAS  PEQUEÑAS

 

El  sagrado Esposo del Cantar de los Cantares dice que la Esposa  le ha robado el corazón con uno de sus ojos y con uno  de sus cabellos. Ahora bien, de todas las partes exteriores  del cuerpo humano no hay ninguna tan noble como el ojo,  tanto por su estructura como por su actividad, ni ninguna  tan vil como el cabello, por lo que no sólo le son  agradables las grandes obras de las personas devotas, sino  también las más pequeñas y las  más insignificantes, y que, para servirle  según su agrado, hay que tener cuidado en servirle,  así en las cosas grandes y elevadas como en las  pequeñas y bajas, pues lo mismo con las unas que con  las otras, podemos robarle el corazón por el amor.

 

 Prepárate,  pues, Filotea, a sufrir muy grandes aflicciones por Nuestro  Señor, y aun el martirio; resuélvete a darle  lo- que para ti es más preciado, si a Él le  place tomarlo: el padre, la madre, el hermano, el esposo,  los hijos, tu misma vida, porque para todo esto has de tener  dispuesto tu corazón, Pero, mientras la divina  Providencia no te envíe aflicciones tan sentidas y tan grandes, mientras no te pida tus ojos, dale a lo menos  tus cabellos, es decir, soporta con dulzura las  pequeñas injurias, las pequeñas incomodidades,  las pequeñas pérdidas cotidianas, porque, con  estas pequeñas ocasiones, aceptadas con amor y afecto, ganarás enteramente su corazón y lo  harás tuyo. Aquellas pequeñas limosnas  cotidianas, aquel dolor de cabeza, aquel dolor de muelas,  aquel romper un vaso, aquel desprecio o aquella burla, el  perder los guantes, el anillo o el pañuelo, o la pequeña incomodidad de acostarse pronto y levantarse  temprano para ir a comulgar y a rezar, aquel poco de  vergüenza que se siente al hacer públicamente  ciertos actos de devoción: en una palabra, todos los  pequeños sufrimientos, aceptados y abrazados con  amor, complacen en gran manera a la Bondad divina, la cual  por un solo vaso de agua ha prometido a sus fieles un mar de  felicidad, y, como sea que estas ocasiones se ofrecen a cada  momento, el aprovecharlas es un gran medio para atesorar  muchas riquezas espirituales.

 

 Cuando,  en la vida de Santa Catalina de Sena, veo tantos raptos y  elevaciones de espíritu, tantas palabras llenas de sabiduría, y aun predicciones hechas por ella, no  dudo de que todas estas contemplaciones cautivaron el  corazón de su celestial Esposo; pero el mismo  consuelo siento cuando la veo en la cocina de su padre,  dando vueltas a la parrilla, avivando el fuego, preparando  la comida, amasando el pan y desempeñando todos los  quehaceres más humildes de la casa, con esfuerzo lleno de amor y de ternura para con Dios. Y no aprecio menos  la insignificante y sencilla meditación que ella  hacía, en medio de estas ocasiones viles y abyectas,  que los éxtasis y arrobamientos que con tanta  frecuencia tenía, en recompensa, tal vez, de aquella  humildad y abyección. Su meditación era  ésta: Se imaginaba que, cuando servía a su  padre, servía a Nuestro Señor, como otra santa  Marta; que su madre ocupaba el lugar de la Madre de Dios y  sus hermanos el lugar de los apóstoles, y, de esta  manera, se excitaba a servir en espíritu a toda la  corte celestial, y se empleaba en aquellos oficios humildes  con gran suavidad, porque sabía que era aquella la  voluntad de Dios. Te he propuesto este ejemplo, Filotea,  para que sepas lo mucho que importa el dirigir todos  nuestros actos, por sencillos que sean, al servicio de su  divina Majestad.

 

 Por  esto te consejo, cuanto me es posible, que imites a aquella  mujer fuerte tan alabada de Salomón, la cual, como  él dice, emprendía cosas fuertes, generosas y  elevadas, y, a pesar de ello, no dejaba de hilar ni de hacer  rodar el huso. «Ha puesto la mano en cosas atrevidas y  sus dedos han cogido el huso». Pon la mano en cosas de  vuelo, ejercitándote en la oración y meditación, en recibir los sacramentos, en comunicar  el amor de Dios a las almas, en derramar buenas  inspiraciones sobre los corazones, y, finalmente, en hacer  obras grandes y de envergadura, según tu  vocación; pero no olvides tu huso ni el  cáñamo, es decir, practica las virtudes  pequeñas y humildes, que son como flores que crecen  al pie de la cruz: servir a los pobres, visitar a los  enfermos, sostener a la familia, con los trabajos que esto  acarrea, y una actividad útil, que no te deje estar ociosa; y, en medio de estas ocupaciones, haz  consideraciones parecidas a las de Santa Catalina de Sena,  que acabo de mencionar.

 

 Las  ocasiones de servir a Dios en cosas grandes, raras veces se  ofrecen, pero las pequeñas ocurren a diario; ahora  bien, «el que es fiel en lo poco -dice el mismo  Salvador-, le constituiré sobre lo mucho». Haz,  pues, todas las cosas en nombre de Dios, y todas  serán bien hechas. Ya comas, ya bebas, ya duermas, ya  te recrees, ya des vueltas al asador, mientras sepas  enderezar bien tus quehaceres, aprovecharás mucho en  la presencia de Dios, sí haces todas las cosas porque  Dios quiere que las hagas.

 

  

CAPÍTULO  XXXVI

 

QUE ES  MENESTER TENER EL CRITERIO JUSTO Y  RAZONABLE

 

Si  nosotros somos hombres, es debido a la razón, y, a  pesar de ello, es cosa rara encontrar hombres verdaderamente razonables, pues el amor propio nos aparta ordinariamente de  la razón y nos conduce, de una manera insensible, a  mil clases de pequeñas, pero perversas injusticias e  iniquidades, las cuales, como las raposillas de que nos  habla el Cantar de los Cantares, devastan las villas;  porque, por lo mismo que son pequeñas, nadie las  vigila, y porque son muchas, causan mucho daño.  ¿ Acaso las que te voy a enumerar no son iniquidades y  sinrazones?

 

 Acusamos  por una nonada al prójimo, y nos excusamos de cosas  muy graves; queremos vender muy caro y comprar muy barato; queremos para nuestra casa misericordia y tolerancia;  queremos que se echen a buena parte nuestras palabras, y  somos susceptibles y nos dolemos de lo que dicen los  demás. Quisiéramos que el prójimo nos  dejara tomar lo que es suyo, mediante indemnización;  pero, ¿no es más justo que él conserve  sus bienes y que nos deje a nosotros con nuestro dinero? Nos  enojamos cuando no quiere acomodarse a nosotros, pero  ¿no tiene él mayor motivo de queja de que  queramos nosotros incomodarle? Si tenemos afición a  un ejercicio, despreciamos todos los demás y miramos,  con desdén, todo lo que no es conforme a nuestro gusto. Si alguno de nuestros inferiores nos es  antipático o le tenemos entre dientes, todo lo suyo  nos parece mal, haga lo que haga; no cesamos de  contristarle, y siempre tenemos el ojo puesto sobre  él; al contrario, si alguno nos es simpático  con simpatía sensual, excusamos todo cuanto hace. Hay  hijos virtuosos, a quienes los padres o las madres aborrecen  por algún defecto corporal; y los hay viciosos, que  son sus favoritos, únicamente por alguna gracia  externa.

 

 En  todo, preferimos los ricos a los pobres, aunque no sean de  mejor condición ni más virtuosos; más  aún preferimos a los que andan mejor vestidos.  Exigimos nuestros derechos con todo rigor, y queremos que  los demás se queden cortos en la exigencia de los  suyos; nos mantenemos inflexiblemente altivos, y queremos  que los demás se humillen y se rebajen;  fácilmente nos quejamos del prójimo, y no  queremos que nadie se queje de nosotros; siempre nos parece  mucho lo que hacemos por los demás, y nos parece que  es nada lo que ellos hacen por nosotros. En una palabra,  somos como las perdices de Pafiagonia, que tienen dos  corazones, porque tenemos un corazón dulce,  benévolo y delicado para con nosotros, y un  corazón duro, severo y riguroso para con el  prójimo. Tenemos dos pesas: una para pesar nuestras  comodidades, con las mayores ventajas, y otra para pesar las del prójimo, con las mayores desventajas; ahora bien,  como dice la Escritura: «por sus labios  engañosos habla un corazón doblado», es  decir, tienen dos corazones; y el tener dos pesas: una  maciza, para recibir y otra ligera, para dar, es una cosa abominable delante de Dios.

 

 Filotea,  seas equitativa y justa en tus acciones: ponte siempre en el  lugar del prójimo y pon al prójimo en el tuyo,  y así juzgarás bien; hazte vendedora cuando  compres, y compradora cuando vendas, y venderás y  comprarás según justicia. Es verdad que todas  estas injusticias son leves, pues no obligan a la  restitución, y sólo consisten en que  procedernos con todo el rigor de la justicia  únicamente en lo que nos favorece; pero no por ello  dejan de obligarnos a que procuremos la enmienda, ya que son  graves defectos contrarios a la razón y a la caridad;  y, al fin, no son más que engaños, pues nada  perdemos en vivir con generosidad, nobleza y cortesía  y con un corazón regio, igual y razonable.  Acuérdate, pues, amada Filotea, de examinar con  frecuencia tu corazón, para ver si, con respecto al  prójimo, es tal como tú quisieras que el suyo  fuese para contigo, si te encontrases en su lugar, pues este  es el verdadero punto de vista de la razón. Trajano,  al ser censurado por sus confidentes, porque, según  su parecer, hacía demasiado accesible la majestad  imperial, replicó: «Bien, ¿no he de ser con  respecto a los particulares el emperador que yo quisiera  encontrar, si fuese yo un particular?»

 

  

CAPÍTULO  XXXVII

 

LOS  DESEOS

 

Todos  saben que se han de guardar de los deseos de cosas viciosas,  porque el deseo del mal nos hace malos. Pero digo  irás, Filotea: no desees en manera alguna las cosas  peligrosas para el alma, como los bailes, los juegos y  ciertos pasatiempos; ni los honores y cargos, ni las  visiones y éxtasis, porque hay mucho peligro, vanidad  y engaño. No desees las cosas demasiado lejanas, es  decir, las que no pueden conseguirse sino después de  mucho tiempo, cosa en que caen muchos, los cuales, con este proceder, cansan y disipan inútilmente sus corazones  y se ponen en peligro de grandes inquietudes. Si un joven  desea mucho obtener un cargo antes de tener la edad para  ello, ¿de qué le sirve este deseo? Si una mujer  casada desea ser religiosa, ¿a qué  propósito viene esto? Si deseo comprar la finca de mi  vecino antes de que él desee venderla, ¿no  pierdo el tiempo con este deseo? Si, cuando estoy enfermo,  deseo predicar, celebrar la santa Misa, visitar a los  enfermos y hacer otras cosas propias de los que gozan de  salud, ¿no son estos deseos inútiles, pues no  está en mi mano el realizarlos? Entretanto, estos deseos inútiles ocupan el lugar de otros que  debería tener: de ser paciente, resignado,  mortificado, obediente, amable, en medio de mis  sufrimientos, que es lo que Dios quiere que practique. Pero  nosotros deseamos cerezas frescas en otoño y racimos  maduros en primavera.

 

 No  apruebo, en manera alguna, el que una persona vinculada a un  cargo o profesión, se entretenga en desear otro  género de vida que el que cuadra con el lugar que  ocupa, ni ejercicios incompatibles con su actual  condición, porque esto disipa el ánimo y es  causa de que se hagan con flojedad las cosas necesarias. Si  deseo la soledad de los cartujos, pierdo el tiempo, y este deseo ocupa el lugar del que debiera tener, a saber, de  desempeñar bien mi oficio presente. No quisiera que  nadie sintiese ni siquiera el deseo de tener mejor  espíritu o un criterio más recto, porque este  deseo desplaza el que todos han de tener: cultivar el  espíritu propio tal cual es; ni que se deseen los  medios de servir a Dios que no poseen, sino que se empleen fielmente los que cada uno tiene. Ahora bien, lo dicho se  entiende de los deseos que distraen el corazón,  porque, en cuanto a las simples aspiraciones, no causan  ningún daño, con tal que no sean frecuentes.

 

 No  desees las cruces, sino en la medida en que hubieres  soportado las que ya se te han ofrecido, porque es un abuso  desear el martirio y no tener la fuerza necesaria para  soportar una injuria. El enemigo excita en nosotros grandes  deseos de cosas remotas, que nunca ocurrirán, para  distraer nuestro espíritu de las cosas presentes, de  las cuales, por pequeñas que sean, podríamos  sacar mucho provecho. Combatimos los monstruos de  África con la imaginación, y, de hecho, nos  dejamos matar por las pequeñas serpientes que  encontramos en nuestro camino, por falta de atención.  No desees las tentaciones, porque sería una  temeridad; antes bien ejercita tu corazón en  esperarlas valerosamente y en defenderte de ellas cuando  lleguen.

 

 La  variedad de manjares, sobre todo si se toman en gran  cantidad, siempre carga el estómago, y, si  éste es débil, lo echan a perder: no llenes tu  alma de muchos deseos, ni mundanos, porque te  estorbarían. Cuando nuestra alma se ha purificado, al sentirse descargada de los malos humores, siente unas ansias  muy grandes de cosas espirituales, y, como si estuviese hambrienta, comienza a desear mil maneras de  devoción, de mortificación, de penitencia, de  humildad, de caridad, de oración. Es buen indicio,  amada Filotea, sentir semejante apetito; pero has de ver si  puedes digerir bien todo lo que quieras comer. Entre tantos  deseos, escoge, por consejo de tu padre espiritual, los que  puedas practicar y ejecutar enseguida, y, en cuanto a  éstos, esfuérzate de veras en realizarlos.  Hecho esto, Dios te enviará otros, que  procurarás llevar a la práctica, y, de esta  manera, no perderás el tiempo en deseos  inútiles. No digo que se haya de dejar perder ninguna  clase de buenos deseos; lo que digo es que se han de  realizar ordenadamente, y los que no se pueden practicar  enseguida, se han de encerrar en algún rincón  del corazón, hasta que les llegue el tiempo, y,  entretanto, hay que realizar los que ya están  sazonados y maduros; y no digo esto solamente con respecto a  los deseos espirituales, sino también con respecto a  los mundanos: si no lo hacemos así, no viviremos sino  con inquietud y desazón.

 

  

CAPÍTULO  XXXVIII

 

AVISO A LAS  PERSONAS CASADAS

 

«El  matrimonio es un gran sacramento, lo digo en Jesucristo y en  su Iglesia»; «es honorable para todos», en  todos y en todo, es decir, en todas sus partes: para todos,  porque aun las mismas vírgenes han de honrarlo con  humildad; en todos, porque es igualmente santo entre los  pobres y entre los ricos; en todo, porque su origen, su fin,  sus utilidades, su forma y su materia son santas. Es el  plantel del cristianismo, que llena la tierra de fieles,  para completar, en el cielo, el número de los  elegidos; de manera que la conservación del bien del  matrimonio es en extremo importante para la  república, porque es la raíz y el manantial de  todos los arroyos.

 

 Plugiera  a Dios que su Hijo muy amado fuese llamado a todas las  bodas, como lo fue a las de Caná, pues no  faltaría en ellas el vino de los consuelos y de las  bendiciones; porque, si, ordinariamente, sólo hay un  poco en los comienzos, ello es debido a que, en lugar de  Nuestro Señor invitan a Adonis, y a Venus en lugar de  la Virgen.

 

 El  que quiere tener corderitos hermosos y pintados, como Jacob,  ha de mostrar a las ovejas, cuando se aparejan, varillas de diversos colores; y el que quiere tener un feliz  éxito en el matrimonio, debería, en sus bodas,  representarse la santidad y la, dignidad de este sacramento;  pero, en lugar de esto, todo se acaba en desórdenes,  pasatiempos, banquetes, palabras; no es, pues, de  extrañar si los efectos son desastrosos.

 

 Sobre  todo exhorto a los casados al amor mutuo, que tanto les  recomienda el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura.  ¡Oh casados!, nada es decir: «Amaos los unos a los  otros con amor natural», porque las parejas de  tórtolas también lo hacen; ni decir:  «Amaos con un amor humano», porque los paganos  también han practicado este amor; mas yo os digo con  el gran Apóstol: «Maridos, amad a vuestras  esposas como Jesucristo ama a su Iglesia; esposas, amad a  vuestros maridos, como la Iglesia ama a su Salvador».  Fue Dios que llevó a Eva a nuestro primer padre  Adán y se la dio por esposa; es también Dios, amigos míos, quien, con su mano invisible, ha hecho  el nudo del sagrado lazo de vuestro matrimonio, y quien ha  dado los unos a los otros. ¿ Por qué, pues, no  os amáis con un amor enteramente santo, sagrado y  divino?

 

 El  primer efecto de este amor es la unión indisoluble de  vuestros corazones. Cuando se pegan con cola dos piezas de  abeto y se juntan, si la cola es fina, la unión  será tan fuerte que antes romperán por  cualquier otro lugar que por el de la juntura. Ahora bien,  es Dios quien une el marido con la esposa con su propia  sangre; por esto esta unión es tan fuerte, que antes  el alma se se parará del cuerpo de uno o del otro,  que el marido de la mujer. Pero esta unión no se  entiende principalmente del cuerpo, sino del corazón,  del afecto y del amor.

 

 El  segundo efecto de este amor es la fidelidad inviolable y  mutua. Antiguamente los sellos estaban grabados en los  anillos que se llevaban en los dedos, como lo da a entender  la misma Sagrada Escritura; he aquí, pues, el secreto  de la ceremonia que se hace en el sacramento; la Iglesia,  por mano del sacerdote, bendice el anillo, y al darlo  primeramente al hombre, significa que se sella y cierra su  corazón por este sacramento, para que jamás ni  el nombre ni el amor de otra mujer alguna pueda entrar en  él, mientras viva la que le ha sido dada;  después el esposo pone el anillo en la mano de la  esposa, para que, a su vez, sepa que nunca su corazón  ha de sentir afecto a ningún otro hombre, mientras  viva sobre la tierra el que Nuestro Señor acaba de  darle.

 

 El  tercer fruto del matrimonio es la procreación y  crianza de los hijos. Es un gran honor para vosotros los  casados, el que Dios, al querer multiplicar las almas que  puedan bendecirle y alabarle eternamente, os haga  cooperadores de una labor tan digna, mediante la  producción de los cuerpos, sobre los cuales, como  gotas celestiales, hace llover las almas, creándolas, como las crea, al infundirlas en aquellos.

 

 Conservad,  pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a  vuestras esposas. Por esto la mujer fue sacada del costado más cercano al corazón del primer hombre, para  que fuese de él tierna y cordialmente amada. Las  debilidades y las fallas, ya corporales ya espirituales de  vuestras esposas, no han de provocar en vosotros ninguna  clase de desdén, sino más bien una dulce y  amorosa compasión, pues Dios las ha creado  así, para que, dependiendo de vosotros,  recibáis de ellas más honor y respeto, y las  tengáis por compañeras, siendo, empero,  vosotros, los jefes y los superiores. Y vosotras, esposas,  amad, tierna y cordialmente, pero con un amor respetuoso y  lleno de reverencia, a los maridos que Dios os ha dado, ya  que, para esto, los ha hecho Dios de un sexo más  vigoroso y dominador, y ha querido que la mujer sea como  algo que procede del hombre, un hueso de sus huesos, carne  de su carne, y formada de una de sus costillas, sacada de  debajo de su brazo, para significar que ha de estar bajo la  mano y guía de su marido. En toda la Sagrada  Escritura se recomienda, con mucho encarecimiento, esta sujeción, la cual, empero, la misma Escritura hace  suave, pues no sólo quiere que os sometáis con  amor, sino que manda a vuestros maridos que ejerzan su  autoridad con suavidad, afecto y ternura: «Maridos  -dice San Pedro, portaos discretamente con vuestras esposas,  como un vaso más frágil, rindiéndoles  honor».

 

 Pero,  mientras os exhorto a que hagáis crecer siempre este  amor recíproco que os debéis, tened cuidado en  que no se convierta en alguna especie de celos; porque  ocurre, con frecuencia, que, así como el gusano se  engendra de la manzana más delicada y más  madura, así, también los celos nacen casados,  del cual, empero, echa a perder y corrompe la substancia, porque, poco a poco, engendra disgustos, disensiones y  divorcios. Es cierto que los celos nunca sobrevienen cuando  la amistad se funda recíprocamente en la verdadera  virtud. Por esta causa los celos son una señal  indudable de que el amor tiene algo de sensual y grosero, y  que ha dado con una virtud flaca, inconstante y expuesta a  la desconfianza. Es un necio alarde de amistad, querer  ensalzarla con los celos, porque los celos son, ciertamente,  un indicio de materialidad y grosería de la amistad,  y no de su bondad, pureza y perfección, pues la  perfección de la amistad presupone la certeza de la  virtud de la cosa amada, y los celos presuponen su  incertidumbre.

 

 Maridos,  si queréis que vuestras esposas sean fieles, que vaya  por delante la lección de vuestro ejemplo.  «¿Con qué cara -dice San Gregorio  Nacianceno-, queréis exigir la honestidad en vuestras  mujeres, si vosotros vivís en la deshonestidad?  ¿Cómo podéis reclamarles lo que vosotros  no les dais?» ¿Queréis que sean castas?  Portaos castamente con ellas, y, como dice San Pablo,  «que cada uno sepa poseer su vaso en santidad».  Pues si, por el contrario, vosotros sois los primeros en  enseñarles las infidelidades, no es maravilla que  vosotros padezcáis la deshonra que acarrea su  pérdida. Mas vosotras, esposas, cuyo honor va  inseparablemente unido a la decencia y a la honestidad,  conservad cuidadosamente vuestra gloria, y no  permitáis que la menor sombra de disolución  empañe vuestra honra. Temed todos los ataques, por  pequeños que sean; nunca permitáis ninguna galantería en torno vuestro; quienquiera que alabe  vuestra belleza y vuestra gracia os ha de ser sospechoso,  porque el que alaba una mercancía que no puede  comprar, suele sentir graves tentaciones de robarla. Pero,  si a tu alabanza añade alguien el desprecio de tu  marido, te ofende en gran manera, pues claramente da a  entender que, no sólo quiere perderte, sino que te considera ya medio perdida, puesto que puede afirmarse que  ya está casi hecho el trato con el segundo comprador,  cuando se está disgustado del primero. Siempre las  señoras, así en los tiempos antiguos como  ahora, han tenido la costumbre de colgar perlas en sus  orejas, por el placer, dice Plinio, de oír el ruido  que hacen al chocar unas contra otras. Mas yo que sé  que el gran amigo de Dios, Isaac, envió unos  pendientes, como primeras arras de su amor, a Rebeca, creo  que este adorno místico significa que la primera cosa  que un marido ha de poseer de su esposa y que ésta ha  de guardar fielmente, es el oído, para que no pueda  entrar por él otro lenguaje ni ruido alguno que el  dulce y amigable rumor de las palabras honestas y castas,  que son las perlas orientales del Evangelio, pues nunca  hemos de olvidar que las almas reciben el veneno por el  oído, como el cuerpo lo recibe por la boca.

 

 El  amor y la fidelidad hermanados producen siempre la intimidad  y la confianza; por esta causa los santos y las santas han empleado muchas caricias en el matrimonio, caricias  verdaderamente afectuosas pero castas, tiernas pero  sinceras. Así Isaac y Rebeca, la pareja más  casta entre los casados del tiempo antiguo, fueron vistos,  desde una ventana, mientras se acariciaban de tal manera  que, a pesar de que no mediaba entre ambos cosa alguna  deshonesta, entendió muy bien Abimelec que no  podían ser sino marido y mujer. El gran San Luis, tan  austero en su carne como tierno en el amar a su esposa, fue  casi recriminado por ser pródigo en sus caricias,  aunque, en realidad, merecía ser alabado, pues  sabía dejar de un lado su espíritu marcial y  valiente, por estas pequeñeces, exigidas por la  conservación del amor conyugal; ya que, por  más que estas pequeñas demostraciones de pura  y franca amistad no atan los corazones, no obstante los  acercan y los disponen a la mutua convivencia.

 

 Santa  Mónica, estando encinta del gran San Agustín,  lo consagró muchas veces a la religión  cristiana y al servicio de la gloria de Dios como él  mismo nos lo da a entender, cuando nos dice que había  gustado «la sal de Dios en las entrañas de su  madre». Es una gran lección para las mujeres  cristianas la de ofrecer a la divina Majestad el fruto de su  vientre, ya antes de haber nacido, pues Dios, que acepta las  ofrendas de un corazón humilde y generoso, favorece,  ordinariamente, los deseos de las madres en estas ocasiones.  Testigos de ello son Samuel, Santo Tomás de Aquino,  San Andrés de Fiésole y muchos otros. La madre  de San Bernardo, digna madre de tal hijo, tomando en sus  brazos a sus hijos, al instante de haber nacido, los  ofrecía a Jesucristo, y, desde entonces, les amaba  con respeto, como una cosa sagrada que Dios le había  confiado, y fue tan feliz el éxito de esta  práctica, que los siete fueron muy santos.

 

 Mas,  cuando los hijos ya han venido al mundo y comienza en ellos  el uso de la razón, han de tener los padres mucho  cuidado en grabar el temor de Dios en sus corazones. La  buena reina Blanca cumplió fervorosamente este deber  con su hijo, el rey San Luis, pues le decía con  frecuencia: «Preferiría, hijo mío muy  amado, verte morir delante de mis ojos, que verte cometer un  solo pecado mortal»; lo cual quedó tan impreso  en el alma de aquel santo hijo, que, como él mismo  decía, no pasó un solo día de su vida  sin que se acordara de ello, y se esforzó, cuanto  pudo, en guardar esta doctrina divina. En nuestro idioma llamamos casas a los linajes y a las generaciones, y los  mismos hebreos llamaban edificación de la casa a la  generación de los hijos, pues fue en este sentido que  se dijo que Dios edificó casas a las comadres de  Egipto. Esto demuestra que no se hace buena casa  enriqueciéndola con bienes materiales, sino educando  bien a los hijos en el temor de Dios y en la virtud; en esto no hay que perdonar trabajo ni. sacrificio alguno, pues los  hijos son la corona de los padres. Así Santa  Mónica combatió con tanta firmeza y constancia  las malas inclinaciones de San Agustín, que,  después de seguir sus pasos por mar y por tierra, logró hacerlo más felizmente hijo de sus  lágrimas por la conversión de su alma, que no  lo había hecho hijo de su sangre por la generación de su cuerpo.

 

 San  Pablo señala a las esposas el cuidado de la casa, por  lo cual creen muchos, con acierto, que su devoción es  más provechosa a la familia que la de los maridos,  los cuales, por no permanecer tan asiduamente en el hogar,  no pueden, por lo mismo, encaminar tan fácilmente a  la familia hacia la virtud. Por este motivo, Salomón,  en los Proverbios, vincula la felicidad del hogar al cuidado  y diligencia de aquella mujer fuerte que, en ellos, nos  describe.

 

 Dice  el Génesis que Isaac, al ver estéril a su  mujer Rebeca, rogó por ella al Señor, o,  según los Hebreos, rogó en presencia de ella,  pues mientras el uno oraba a un lado del oratorio, el otro  lo hacía al lado opuesto; de esta manera, la  oración del marido, hecha en esta forma, fue  escuchada. La más grande y la más provechosa  unión del marido y de la mujer es la que estriba en la devoción, a la cual se han de excitar mutuamente y  a porfía. Frutos hay, como el membrillo, que, a causa  de la aspereza de su jugo, sólo son buenos  confitados; hay otros que, por ser muy tiernos y delicados,  tampoco pueden durar, si no se les confita: tales son las  cerezas y los albaricoques. De la misma manera, las esposas  han de desear que sus maridos estén confitados con el  azúcar de la devoción, porque el hombre sin  devoción es un animal severo, áspero y rudo; y  los maridos han de desear que sus esposas sean devotas,  porque la mujer sin devoción es muy frágil, y  está expuesta a decaer o a mancillarse en su virtud.  Dice San Pablo que «el hombre infiel es santificado por  la esposa fiel, y que la esposa infiel es santificada por el  esposo fiel», como sea que, en esta estrecha alianza  del matrimonio, puede una de las partes atraer  fácilmente a la otra a la virtud. Mas,  ¡qué bendición, cuando el hombre y la  mujer fieles se santifican mutuamente en un verdadero temor  del Señor!

 

 Por  lo demás, la mutua condescendencia ha de ser tan  grande, que jamás se enojen ambos a la vez, para que  no asome entre ellos la disensión y la discordia. Las  abejas no pueden permanecer allí donde se producen  ecos, resonancias y retumbos de voces, ni el Espíritu  Santo en una casa donde haya disputas, réplicas,  gritos y altercados.

 

 Dice  San Gregorio Nacianceno que, en su tiempo, los casados  festejaban el aniversario de sus bodas. Ciertamente  aprobaría que se introdujese esta costumbre, con tal  que no se hiciese con ostentación de fiestas mundanas  y sensuales, sino confesando y comulgando los esposos,  encomendando a Dios, con mayor fervor que el de costumbre,  el feliz éxito de su matrimonio, renovando los buenos  propósitos de santificarlo cada día más  con una amistad y fidelidad recíprocas, y adelantándose, en el Señor, para soportar las  cargas de su estado.

 

  

CAPÍTULO  XXXIX

 

DE LA  HONESTIDAD DEL TÁLAMO NUPCIAL

 

El  tálamo nupcial, como dice el Apóstol, ha de  ser inmaculado, es decir, ha de estar libre de impureza y de  otras fealdades profanas. De esta manera fue instituido, al  principio, el matrimonio en el paraíso terrenal,  donde jamás, en todo aquel tiempo, hubo el menor  desorden de la concupiscencia ni cosa alguna deshonesta.

 

 Existe  cierta semejanza entre los placeres vergonzosos y los del  comer, pues todos ellos pertenecen a la carne, aunque los primeros, por razón de su brutal vehemencia, se  llaman simplemente carnales. Explicaré, pues, lo que  no puedo decir de unos, por lo que diré de los otros.

 

 1.  El comer está ordenado a la conservación de la  vida. Ahora bien, así como comer simplemente para  nutrirse y conservar la persona es una cosa buena, santa y  mandada, así también, en el matrimonio, lo que  es necesario para la generación de los hijos y la  multiplicación de las personas, es una cosa buena y  muy santa, porque es el fin principal de las nupcias.

 

 2.  Comer, no para conservar la vida, sino para mantener la  mutua relación y condescendencia que nos debemos los  unos a los otros, es una cosa muy justa y honesta.  Igualmente, la recíproca y legítima  satisfacción de los esposos, en el santo matrimonio,  es llamada por San Pablo débito; mas débito  tan grave, que no quiere que ninguna de las partes se exima  de él sin el libre y voluntario consentimiento de la  otra, ni siquiera por motivos de prácticas devotas,  lo cual me ha obligado a hablar en la forma que lo he hecho,  sobre este punto, en el capítulo de la Sagrada  Comunión. Mucho menos pues, es lícito eximirse de este deber, por caprichosas pretensiones de virtud o por  disgusto o desdén.

 

 3.  Así como los que comen por el deber de mutua  condescendencia, han de comer con libertad y no como  forzados a ello, y, además, han de procurar dar a  entender aue comen con apetito, de la misma manera el  débito nupcial se ha de satisfacer fiel y  francamente, como si se tuviese la esperanza de tener hijos,  aunque, por alguna causa, esta esperanza hubiese desaparecido.

 

 4.  Comer, no por los dos primeros motivos, sino, simplemente,  para complacer el apetito es cosa tolerable, pero no  laudable, ya que el simple placer del apetito sensitivo no  puede ser un fin suficiente para hacer que sea laudable un  acto; basta con que sea tolerable.

 

 5.  Comer, no por simple apetito, sino por exceso y desorden, es  cosa más o menos vituperable, según que el  exceso sea grande o pequeño.

 

 6.  Ahora bien, el exceso en el comer no sólo consiste en  la cantidad, sino también en la forma y manera  cómo se come. Es notable, amada Filotea, que la miel,  tan apropiada y tan saludable para las abejas, pueda de  todas maneras, perjudicarlas tanto, que llegue a ponerlas  enfermas, como ocurre cuando comen demasiado, sobre todo en  primavera, porque les produce como cierta disentería,  y, a veces, las mata inevitablemente, como cuando quedan  cubiertas de miel por delante de su cabeza y en sus aletas.

 

 A la  verdad, el comercio nupcial, que es tan santo, tan justo,  tan recomendable, tan útil a la sociedad, puede  empero en algunos casos ser dañoso a los que lo  practican; pues, a veces, pone enfermas de pecado venial a  las almas, como ocurre con simples excesos, y, en algunas  ocasiones, las mata con el pecado mortal, como ocurre cuando  es violado y pervertido el orden establecido para la  generación de los hijos; y, en este caso,  según que alguno se aparte más o menos de este  orden, son los pecados más o menos execrables, pero  siempre mortales. Porque como quiera que la  procreación de los hijos es el fin primario y  principal del matrimonio, jamás es lícito  apartarse del orden que exige, aunque, por algún  motivo, tal procreación no pueda entonces seguirse,  como acontece cuando la esterilidad o el embarazo impiden la  generación, pues, en estas circunstancias, el comercio corporal no deja de poder ser justo y santo, con  tal que sean cumplidas las leyes de la generación,  puesto que nunca está permitido que cosa alguna  accidental contravenga la ley impuesta por el fin principal  del matrimonio. Es cierto que la infame y execrable  acción que Onán cometió, en su  matrimonio, fue detestable delante de Dios, como lo dice el  Sagrado Texto, en el capítulo treinta y ocho del  Génesis. Y aunque algunos herejes de nuestros  tiempos, cien veces más condenables que los  Cínicos, de que nos habla San Jerónimo en la  epístola a los Efesios, han pretendido que fue la  perversa intención de este malvado la que  desagradó a Dios, es manifiesto que no habla  así la Escritura, sino que concretamente asegura que  fue la misma cosa cometida la que pareció detestable  y abominable a los ojos de Dios.

 

 7.  Es una señal indudable de un espíritu  perverso, vil, abyecto e innoble, pensar en los manjares y  en la comida antes de la hora, y todavía más  deleitarse, después de comer, con el placer que se ha  sentido durante la comida, entreteniéndose en ello con palabras y pensamientos, y revolcando el espíritu  en el recuerdo del placer experimentado al tragar los  manjares, como lo hacen aquellos que, antes de comer, tienen  el ánimo en el asador y, después de comer, en  los platos; personas dignas de ser galopines de cocina, que,  como dice San Pablo, hacen de su vientre un Dios. Las  personas honorables sólo piensan en la mesa cuando se  sientan a ella, y, una vez han comido, se lavan las manos y  la boca para no sentir más ni el sabor ni el olor de  lo que han comido. El elefante no es sino una bestia enorme,  pero es la más digna de cuantas viven en la tierra y  la que tiene más juicio. Quiero referir un rasgo de  su honestidad: nunca cambia de compañera, y ama  tiernamente a la que ha escogido, con la cual, empero, no se  junta más que de tres en tres años, por  espacio de cinco días, y con tanto secreto que  jamás nadie le ha visto en este acto; pero harto se  conoce el sexto día, cuando, antes de hacer cualquier  otra cosa, se va derechamente al río, donde lava todo  su cuerpo, y no quiere volver a su grupo antes de haberse  purificado. ¿No son estas cosas hermosos y honestos  instintos de este animal, con los cuales invita a los  casados a no permanecer encenagados en la sensualidad y en  los placeres experimentados por razón de su estado,  sino a lavar el corazón y el afecto, una vez pasados;  y a purificarse lo antes posible, para practicar  después otros actos más puros y elevados, con  toda la libertad del espíritu?

 

 En  esta advertencia consiste la práctica perfecta de la  excelente doctrina que San Pablo da a los corintios:  «El tiempo es breve; por lo tanto los que tienen esposa  vivan como si no la tuviesen». Ya que, según San  Gregorio, tiene esposa como si no la, tuviese, aquel que, de  tal manera recibe los deleites corporales, que no impide con  ellos las aspiraciones espirituales: ahora bien, lo que se  dice del marido se entiende recíprocamente de la  esposa. «Los que usan del mundo -dice el mismo  Apóstol- sean como si no usasen de él».  Que todos, pues, usen del mundo, cada uno según su  vocación, pero de manera que, no esclavizando sus  afectos, queden libres y estén prontos para el  servicio de Dios, como si no usasen de él. «Este  es el gran mal del hombre -dice San Agustín-, querer  gozar de las cosas de las cuales solamente ha de usar, y  querer usar de aquellas de las cuales solamente ha de  gozar». Nosotros hemos de gozar de las cosas  espirituales y solamente usar de las corporales, de las cuales, cuando el uso se convierte en gozo, nuestra alma  racional se convierte también en alma brutal y  bestial.

 

 Creo  que he dicho todo lo que era menester decir, y que he dado a  entender, sin decirlo, lo que no quería decir.

 

  

CAPÍTULO  XL

 

AVISO A LAS  VIUDAS

 

San  Pablo instruye a todos los prelados, en la persona de  Timoteo, y le dice: «Honra a las viudas que de verdad  son viudas». Ahora bien, para que una viuda lo sea de  verdad, se requieren tres cosas:

 

 1.  Que la viuda sea viuda no sólo en cuanto al cuerpo,  sino en cuanto al corazón, es decir, que esté  resuelta, con un propósito inviolable, a conservarse  en el estado de una casta viudez; porque las viudas que  sólo lo son en espera de volverse a casar, solamente  están separadas de los hombres según los  placeres del cuerpo, pero están unidas a ellos por el  deseo del corazón. Y, si la verdadera viuda quiere  ofrecer a Dios su cuerpo y su castidad con voto,  añadirá a su viudez un gran adorno y asegurará mucho su propósito; porque, al ver  que, después del voto, ya no es libre de perder su  castidad sin perder el cielo, estará tan celosa de su  designio, que ni siquiera permitirá que, por un solo  momento, se detengan en su corazón los más  leves pensamientos de casarse, ya que este voto sagrado  pondrá una recia barrera entre su alma y toda la  clase de proyectos contrarios a su propósito.

 

 San  Agustín aconseja muy encarecidamente este voto a la  viuda cristiana, y el antiguo y docto Orígenes va  más allá, pues exhorta a las mujeres casadas a  que se consagren y obliguen a la castidad para cuando sean  viudas, en el caso en que sus maridos mueran antes que  ellas, a fin de que, en medio de los placeres sensuales  propios del matrimonio, puedan no obstante, gozar del  mérito de una casta viudez, mediante esta promesa  anticipada. El voto hace que las obras que le siguen sean  más agradables a Dios, robustece el ánimo para  hacerlas, y no sólo da a Dios las obras que son como  los frutos de nuestra buena voluntad, sino también le  consagra la misma voluntad, que es como el árbol de  nuestros actos. Por la simple castidad damos a Dios nuestro  cuerpo, pero reteniendo la libertad de someterlo nuevamente  a los placeres sensuales; mas por el voto de castidad, le  hacemos donación absoluta e irrevocable, sin  reservarnos ninguna potestad de desdecirnos,  haciéndonos así dichosamente esclavos de  Aquel, cuya servidumbre es mejor que todas las realezas.  Ahora bien, como que yo apruebo infinitamente los consejos  de estos dos grandes personajes, asimismo quisiera que las  almas que, por dicha suya, desean seguirlos, lo hiciesen con  prudencia, santa y sólidamente, después de  haber medido su valor, invocado la inspiración del  cielo, y haber pedido el parecer a algún docto y  devoto director, ya que, de esta manera, todo se hará  con más fruto.

 

 2.  Además de esto, es menester que esta renuncia de las  segundas nupcias se haga única y simplemente para  poner con más pureza todos los afectos en Dios y unir  del todo el propio corazón con el de la divina  Majestad; porque si el deseo de dejar ricos a los hijos, o  cualquiera otra pretensión mundana, es la que retiene  a la viuda en su viudez, quizá recibirá por  ello alabanza, pero no delante de Dios, pues, delante de  Dios, únicamente puede ser alabado lo que se hace  para agradarle.


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