¡Dios te salve María!
 

3.  Es también necesario que la viuda, para ser  verdaderamente tal, viva alejada y privada de los goces  profanos. «La viuda que vive en medio de delicias -dice  San Pablo-, está muerta en vida». Querer ser  viuda, y complacerse, no obstante, en ser halagada,  acariciada y festejada; querer tomar parte en los bailes,  danzas y festines; querer andar perfumada, adornada y acicalada, esto no es ser viuda; esto es ser viuda en cuanto  al cuerpo, pero estar muerta en cuanto al alma. ¿  Qué más da que la enseña del templo de  Adonis y del amor profano esté confeccionada con  cintas blancas, dispuestas en forma de penachos, o de gasa,  a manera de red, colocada alrededor del rostro? Con  frecuencia el color negro se presta más que el blanco  a la vanidad, porque da más realce al color del  rostro. La viuda, conociendo por propia experiencia la  manera como las mujeres pueden agradar a los hombres, pone  en el alma de éstos, cebos más peligrosos.  Luego, la viuda que anda entre estos locos placeres  está muerta en vida y no es más que un  ídolo de viudez.

 

 «  Al llegar el tiempo de la poda, la voz de la tórtola  se ha oído en nuestra tierra», dicen los  Cantares. La poda de las superfluidades mundanas es  necesaria a todos los que quieren vivir piadosamente, pero  de un modo especial es necesaria a la verdadera viuda que,  como una casta tórtola, todavía no ha acabado  de llorar, gemir y lamentar la muerte de su marido. Cuando  Noemí, regresó de Moab a Belén, las  mujeres del lugar, que la habían conocido  recién casada, se preguntaban unas a otras:  «¿No es ésta Noemí»? Mas ella  respondía: «No me llaméis  Noemí» -que quiere decir gentil y  hermosa«antes bien llamadme Amarga, ya que el  Todopoderoso ha llenado mi alma de amargura», y hablaba  así porque había muerto su marido. Tampoco la  viuda devota quiere ser tenida por bella y gentil, y se  consuela con ser lo que Dios quiere que sea, es decir, humilde y devota.

 

 Las  lámparas de aceite aromático, cuando  éste se apaga exhalan un olor más suave;  así las viudas cuyo matrimonio ha sido puro, exhalan  más perfume de virtud y de castidad cuando su llama,  es decir su marido, se ha extinguido por la muerte. Amar al  marido, mientras vive, es cosa muy corriente entre las  mujeres, pero amarle tanto que, después de su muerte,  no se desee otro, es una categoría de amor que  sólo es propio de las verdaderas viudas. Esperar en  Dios mientras se cuenta con el apoyo del marido, no es cosa  tan rara; pero esperar en Dios cuando se carece de  él, es cosa muy digna de alabanza, por lo que, en la viudez, se conocen más fácilmente las virtudes  practicadas durante el matrimonio.

 

 La  viuda que tiene hijos que necesitan de su guía y  dirección, sobre todo en lo que se refiere a su alma  y a su encauzamiento en la vida, no puede, en manera alguna,  abandonarlos, pues el apóstol San Pablo dice  manifiestamente «que están sujetas a esta  obligación, para pagar a sus padres y a sus madres  con la misma moneda», y también porque «si  alguno no cuida de los suyos, principalmente de los de su  familia, es peor que un infiel». Mas, si los hijos se  encuentran en tal estado que ya no necesitan la  dirección de la madre, entonces la viuda ha de  recoger todos sus afectos y todos sus pensamientos para aplicarlos más íntegramente a su progreso en  el amor de Dios.

 

 Si  alguna fuerza mayor no obliga en conciencia, a la verdadera  viuda a ocuparse en los negocios exteriores, como pleitos,  le aconsejo que se abstenga completamente de ellos, y que  procure conducir sus asuntos de la manera más  pacífica y tranquila, aunque no le parezca la  más provechosa. Porque sería menester que los  beneficios de la actividad fuesen muy grandes, para ser  comparables con el bien de una santa tranquilidad; aparte de  que tales pleitos y embrollos disipan el corazón y  abren, con frecuencia, la puerta a los enemigos de la  castidad, pues, para complacer a las personas cuyo favor  necesitan, no faltan quienes se ponen en situaciones  contrarias a 'a devoción y desagradables a Dios.

 

 Sea  la oración el continuo ejercicio de la viuda, pues no  debiendo amar a nadie fuera de Dios, sólo ha de tener  palabras para Dios. Y, así como el hierro privado de  la atracción del imán, por la presencia del  diamante, se precipita hacia aquél en cuanto éste es removido, de la misma manera el  corazón de la viuda que no podía lanzarse del  todo hacia Dios ni seguir los atractivos del divino amor,  mientras vivía su marido, después de la muerte  de éste ha de correr presta tras el olor de los  perfumes celestiales, como si dijera, a imitación de  la sagrada Esposa: « ¡ Oh, Señor!, ahora  que soy toda mía, recíbeme como toda tuya;  atráeme hacia Ti, y correré al olor de tus  ungüentos. »

 

 El  ejercicio de las virtudes propias de la santa viuda son la  perfecta modestia, la renuncia de los honores, de las  distinciones, de las reuniones, de los títulos y  otras parecidas vanidades: servir a los pobres y a los  enfermos, consolar a los afligidos, encaminar a las  doncellas hacia la vida devota, y mostrarse ante las  jóvenes como un modelo de todas las virtudes. La limpieza y la sencillez han de ser los adornos de sus  vestidos; la humildad y la caridad, el adorno de sus actos;  la honestidad y la humildad, el de su conversación;  la modestia y el recato, el de sus miradas, y Jesucristo  crucificado el único amor de su corazón.

 

 En  una palabra, la verdadera viuda es en la Iglesia una violeta  de marzo, que despide una suavidad incomparable por el olor de su devoción, permanece casi siempre escondida bajo  las largas hojas de su propia abyección, y pone de  manifiesto su mortificación con su color menos  brillante: se encuentra en parajes húmedos e  incultos, no quiere ser agitada por las conversaciones  mundanas, para defender mejor la frescura de su  corazón contra los ardores que los deseos de  riquezas, de honores o también de amores  podrían encender. «Ella será  bienaventurada -dice el santo Apóstol-, si persevera  en estas disposiciones.»

 

 Muchas  otras cosas tendría que decirte acerca de este punto;  mas lo habré dicho todo, con decirte que la viuda  celosa del honor de su condición, lee reflexivamente  las hermosas cartas que San Jerónimo escribió  a Furia y a Salvia y a todas aquellas otras damas que  tuvieron la suerte de ser hijas espirituales de tan gran  padre, ya que nada se puede añadir a lo que les dijo,  si no es esta advertencia, a saber, que la buena viuda nunca  ha de hablar ni censurar a los que pasan a segundas, a terceras y aun a cuartas nupcias, porque en ciertos casos,  Dios así lo dispone, para su mayor gloria. Y siempre  se ha de tener presente esta doctrina de los antiguos: que  ni la viudez ni la virginidad no tienen, en el cielo, otra  categoría que la señalada por la humildad.

 

  

CAPÍTULO  XLI

 

UNA PALABRA  A LAS VÍRGENES

 

¡Oh  vírgenes!, si aspiráis al matrimonio temporal,  guardad celosamente vuestro primer amor para vuestro primer  marido. Creo que es un gran engaño presentar, en  lugar de un corazón íntegro y sincero, un  corazón gastado, marchito y agitado por el amor.  Pero, si por dicha vuestra, sois llamadas a las castas y  virginales nupcias espirituales, y queréis, para  siempre, conservar vuestra virginidad, ¡ah!, entonces  guardad vuestro amor tan delicadamente cuanto os sea posible  para aquel divino Esposo que, por ser la misma pureza, nada  ama tanto como la pureza, y al cual son debidas las  primicias de todas las cosas, principalmente las del amor.  En las epístolas de San Jerónimo  encontraréis todos los avisos necesarios, y puesto  que tu condición te obliga a la obediencia, escoge un  guía, bajo cuya dirección puedas consagrar  más santamente tu corazón y tu cuerpo a la  divina Majestad.

 


 

(Cuarta  parte)

 

CAPÍTULO  I

 

QUE NO HAY  QUE HACER CASO DE LAS PALABRAS DE LOS HIJOS DEL  MUNDO

 

En  cuanto los mundanos se den cuenta de que quieres emprender  la vida devota, dispararán contra ti mil tiros de  habladurías y maledicencia; los más malos  calificarán maliciosamente tu mudanza,  llamándola hipocresía, fanatismo y artificio:  dirán que el mundo te ha puesto mala cara y que, a  causa de su desprecio, has acudido a Dios. Tus amigos se  apresurarán a hacerte un mundo de reflexiones, muy  prudentes y muy caritativas por, cierto, según su  parecer: «Acabarás -te dirán-, en  algún humor melancólico, perderás  prestigio en el mundo, te harás insoportable,  envejecerás antes de tiempo, se resentirán de  ello tus quehaceres; es menester vivir en el mundo como en  el mundo; nos podemos también salvar sin tantas  cosas»; y otras mil bagatelas como éstas.

 

 Filotea,  todo lo dicho no es más que un hablar necio y vano;  estas personas no tienen interés ni por tu  salvación ni por tus negocios. «Si fueseis del  mundo -dice el Salvador- el mundo amaría lo que es  suyo; mas, porque vosotros no sois del mundo, por esto os  aborrece.» Hemos visto a caballeros y señoras  pasar toda la noche, y noches seguidas, jugando al ajedrez y  a los naipes. ¿Existe alguna clase de atención  más expuesta al malhumor y a la melancolía y  más sombría que aquella? Sin embargo, los  mundanos nada dicen acerca de ello, y a los amigos no les  causa la menor preocupación; en cambio, por la  meditación de una hora, o porque ven que nos  levantamos un poco más temprano de lo que se  acostumbra, todos corren al médico para que nos cure  del humor hipocondriaco y de la ictericia. Pueden pasar  treinta días bailando; nadie se queja de ello, y, por  la sola vela de la noche de Navidad, todo el mundo tose y se  encuentra mal al día siguiente. ¿ Quién  no ve que el mundo es un juez perverso, benévolo y  condescendiente con sus hijos, pero duro y riguroso con los  hijos de Dios?

 

 No  es posible que estemos bien con el mundo, si no es  perdiéndonos con él. Es imposible tenerle  contento, porque es demasiado extravagante. «Juan ha  venido -dice el Salvador- no comiendo ni bebiendo, y  vosotros decís que está endemoniado; el Hijo  del hombre come y bebe, y decís que es un samaritano.»  Es cierto, Filotea: si por condescendencia reímos,  jugamos y danzamos con el mundo, éste se  escandalizará; si no lo hacemos, nos acusará  de hipocresía o de melancolía; si nos  adornamos, dirá que llevamos segundas intenciones; si  vestimos humildemente, lo achacará a vileza de  corazón; llamará disolución a nuestro  buen humor, y tristeza a nuestras mortificaciones; siempre  nos mirará de reojo y nunca podremos serle agradables. Exagera nuestras imperfecciones y dice que son  pecados veniales y convierte en pecados de malicia nuestros pecados de fragilidad. Al contrario de lo que dice San Pablo  «la caridad es benigna», el mundo es maligno: si  «la caridad nunca piensa mal», el mundo piensa mal  siempre, y, cuando no puede acusar nuestras acciones, acusa  nuestras intenciones. Ya tengan cuernos los corderos, ya no  los tengan, ya sean blancos, ya sean negros, no  dejará el lobo de devorarlos, si puede.

 

 Hagamos  lo que hagamos, siempre el mundo nos hará la guerra:  si permanecemos mucho rato en el confesionario, se  extrañará de que tengamos tantas cosas que  decir; si estamos poco, dirá que no lo confesamos  todo. Espiará nuestros movimientos, y, por una sola  palabra insignificante de cólera, hará saber  que somos insoportables; el cuidado de nuestros negocios le parecerá avaricia, y nuestra dulzura, apocamiento. En  cuanto a los hijos del mundo, sus cóleras son  generosidades; sus avaricias, ahorros; sus libertades,  pasatiempos honestos. Las arañas siempre echan a  perder la obra de las abejas.

 

 Dejemos  a este ciego, Filotea, que grite cuanto quiera, como la  lechuza para inquietar a las aves diurnas. Seamos firmes en nuestros propósitos, invariables en nuestras  resoluciones; la perseverancia nos dará a conocer si,  de verdad y enteramente, nos hemos ofrecido a Dios y hemos  entrado en la vida devota. En apariencia, los cometas y los  planetas son casi igualmente luminosos, pero los cometas,  por ser tan sólo unos fuegos pasajeros, desaparecen  al poco tiempo, mas los planetas poseen una claridad  perpetua. De la misma manera, la hipocresía y la  verdadera virtud tienen mucha semejanza externa, pero  fácilmente se distingue la una de la otra, porque la  hipocresía no tiene duración y se disipa como  el humo por el aire, pero la verdadera virtud siempre es  firme y constante. No es pequeña ventaja, para  asegurar bien los comienzos de la devoción, padecer,  por su causa, oprobios y calumnias, porque, por este medio,  evitamos el peligro de la vanidad y del orgullo, que son  como las comadres de Egipto, a las cuales el Faraón  infernal ha ordenado que maten a los hijos varones de Israel  el mismo día de su nacimiento. Nosotros estamos  crucificados al mundo, y el mundo ha de estar crucificado  para nosotros; nos tiene por locos; tengámosle por  insensato.

 

  

CAPÍTULO  II

 

QUE ES  MENESTER TENER BUEN ÁNIMO

 

La  luz, aunque deseable y hermosa a nuestros ojos, los  deslumbra sin embargo cuando han permanecido mucho tiempo en  las tinieblas, y antes de que una persona se acostumbre al  trato de los habitantes de una región, por corteses y  amables que sean, se encuentra extraño entre ellos.  Podrá ocurrir muy bien, mi querida Filotea, que con  este cambio de vida, se produzcan muchas turbaciones en tu  interior y que este grande y general adiós, que has  dado a las locuras y a las bagatelas del mundo, te cause  algún sentimiento de tristeza y de desaliento. Si  esto ocurre, te ruego que tengas un poco de paciencia, pues  no será nada; no es más que un poco de  extrañeza que te causa la novedad; después  recibirás diez mil consolaciones. Quizás, al principio, te dolerá dejar la gloria que los locos y  los burlones te daban en tus frivolidades; pero, ¡ah!,  ¿quieres perder la gloria eterna que Dios te  dará de verdad? Las vanas diversiones y los vanos  pasatiempos, en los cuales has empleado tus años, todavía se ofrecerán a tu corazón, para  tentarle e inclinarle a su lado; mas ¿tendrás  valor para renunciar a aquella eternidad bienaventurada por  tan engañadoras ligerezas? Créeme, si  perseveras, no tardarás en recibir en tu  corazón dulzuras tan deliciosas y agradables, que  confesarás que el mundo no tiene sino hiel, en  comparación de esta miel, y que un solo día de devoción vale más que mil años de vida  mundana.

 

 Pero  tú ves que la montaña de la perfección  cristiana es muy alta. «¡Ah, Dios mío!  -dices para tus adentros ¿cómo podré subir?» ¡Ánimo, Filoteal Cuando las  abejitas comienzan a tomar forma, se las llama ninfas, y  entonces aun no saben volar por las llores, ni por las  montañas, ni por las colinas cercanas, para recoger  la miel; pero, poco a poco, nutriéndose de la miel  que les han preparado sus madres, estas pequeñas  ninfas toman alas y se robustecen, de suerte que  después vuelan, buscando por toda la comarca. Es  cierto que nosotros somos todavía pequeñas  ninfas de la devoción, y que no podríamos  subir según nuestras aspiraciones, las cuales no son  otras, nada menos, que alcanzar la cima de la  perfección; pero, si comenzarnos a tomar forma con  nuestros deseos y propósitos, comenzarán a  salirnos las alas. Hemos de confiar en que, algún  día, llegaremos a ser abejas espirituales y que  volaremos. Entre tanto, vivamos de la miel de tantas  enseñanzas que nos han dejado los antiguos devotos, y  pidamos a Dios que nos dé alas como de paloma, para  que, no solamente podamos volar durante la vida presente,  sino también descansar en la eternidad de la vida  venidera.

 

  

CAPÍTULO  III

 

DE LA  NATURALEZA DE LAS TENTACIONES Y DE LA DIFERENCIA QUE HAY  ENTRE EL SENTIR LA TENTACIÓN Y EL CONSENTIR EN  ELLA

 

Imagínate,  Filotea, una joven princesa muy querida de su esposo. Un  malvado, para seducirla y mancillar su tálamo  nupcial, le envía un infame mensajero de amor, para  tratar con ella de su desgraciado propósito. En  primer lugar, este mensajero expone a la princesa la  intención del que lo envía; en segundo lugar,  la princesa se siente complacida o disgustada de la  proposición; en tercer lugar, o consiente en ella o  la rechaza. Asimismo Satanás, el mundo o la carne, al  ver a una alma desposada con el Hijo de Dios, le  envía tentaciones y sugestiones por las cuales: 1, le  propone el pecado; 2, en las cuales siente complacencia o displicencia; 3, en las cuales, finalmente, consiente o bien  rechaza; que son, en resumen, supuesto a que consienta, los  tres grados por los cuales se desciende hasta la iniquidad;  la tentación, la delectación y el  consentimiento; y, aunque estos tres grados no queden, a  veces, del todo deslindados en toda clase de pecados, se  distinguen, empero, de una manera muy palpable, en los  pecados grandes y enormes.

 

 Aunque  la tentación dure toda la vida, no nos hace  desagradables a la divina Majestad, mientras no nos  complazcamos ni consintamos en ella; la razón es  porque en la tentación no obramos, sino que sufrimos,  y cuando no nos complacemos en ella, tampoco tenemos ninguna  clase de culpa. San Pablo padeció durante mucho  tiempo las tentaciones de la carne, y, lejos de ser por esto  desagradable a Dios, al contrario, era Dios, en ello,  glorificado; la bienaventurada Angela de Foliño  sentía tentaciones carnales tan crueles, que da  lástima cuando las refiere; grandes fueron  también las tentaciones que sufrieron San Francisco y  San Benito, cuando, para mitigarlas, el uno se  revolcó sobre los zarzales, y el otro sobre la nieve,  y, no obstante, nada perdieron de la gracia de Dios, sino  que recibieron un gran aumento de ella.

 

 Conviene  pues, Filotea, que seas esforzada, en medio de las  tentaciones y que no te consideres jamás vencida  mientras te desagraden, teniendo muy en cuenta la diferencia  que hay entre el sentir y el consentir, diferencia que  estriba en que podemos sentirlas, aunque nos desagraden, mas  no podemos consentir sin que nos agraden, pues la  complacencia sirve, ordinariamente, de paso para llegar al  consentimiento. Que los enemigos de nuestra salvación  se presenten tan atractivos y seductores como quieran; que  permanezcan siempre en la puerta de nuestro corazón,  a punto de entrar; que nos hagan las proposiciones que  quieran; mientras tengamos la firme resolución de no  entregarnos a ellos, no es posible que ofendamos a Dios; de  la misma manera que el príncipe, esposo de la  princesa que hemos imaginado, no puede ofenderse del mensaje  que le ha sido enviado si ella no se complace en recibirlo.  Hay, empero, una diferencia entre el alma y la princesa,  porque ésta de haber escuchado la proposición  deshonesta, puede, si le place, despedir al mensajero y no  escucharle más; en cambio, no siempre depende del  alma el no sentir la tentación, aunque esté en  su poder el no consentir en ella; por esto, aunque la tentación dure y persevere mucho tiempo, no puede  perjudicarnos, mientras no nos sea agradable.

 

 En  cuanto a la delectación que puede seguir a la  tentación, como que nosotros tenemos, en nuestra  alma, dos partes, una inferior y otra superior, y la  inferior no siempre obedece a la superior, sino que anda a  su arbitrio, ocurre que, algunas veces, la parte inferior se  deleita en la tentación, sin el consentimiento y aun  contra la voluntad de la superior; es la discordia y la guerra que describe el apóstol San Pablo, cuando dice  que «su carne hostiliza a su espíritu» y  que «una es la ley de los miembros y otra la ley del  espíritu», y otras cosas parecidas.

 

 ¿Has  visto, alguna vez, Filotea, un gran brasero de fuego  cubierto de ceniza? Cuando, diez o doce horas más  tarde, queremos sacar fuego de él, solamente, y aun a  duras penas, encontramos muy poco, oculto entre el rescoldo;  y, sin embargo, hay fuego, pues lo encontramos y con  él se puede encender de nuevo todo el carbón  apagado. Lo mismo ocurre con la caridad, que es nuestra vida  espiritual en medio de las grandes y violentas tentaciones;  porque la tentación, cuando existe la  delectación de la parte inferior, parece que cubre  toda el alma de ceniza y esconde el amor de Dios en el  fondo, amor que ya no aparece en ninguna otra parte, si no  es un medio del corazón, en lo más hondo del  espíritu; y parece que no existe, pues cuesta trabajo  encontrarlo. Está, empero, en realidad, pues, aunque  todo ande revuelto en nuestra alma y en nuestro cuerpo, tenemos el propósito de no consentir ni en el pecado  ni en la tentación, y la delectación, que, en  nosotros, agrada al hombre exterior, desagrada al hombre  interior, y, aunque ande dando vueltas en torno de nuestra  voluntad, no esta, empero, dentro de ella; y en esto se ve  que esta delectación es involuntaria, y, por lo  tanto, es imposible que sea pecado.

 

  

CAPÍTULO  IV

 

EL SENTIR Y  EL CONSENTIR DOS BELLOS EJEMPLOS ACERCA DE ESTE  PUNTO

 

Es  tan importante entender esto, que no tengo inconveniente en  insistir en ello para explicarlo mejor. El joven de quien  nos habla San Jerónimo, que, tendido y atado con  cintas de seda y con toda delicadeza en un lecho bien  mullido, era provocado por una mujer impúdica, que,  en el mismo lecho, se esforzaba en hacer vacilar su  constancia, ¿no debía sentir emociones eróticas? Sus sentidos, ¿no debían estar  invadidos por la delectación, y su imaginación  llena y saturada de voluptuosidad? Indudablemente así  debía ser, y, no obstante, en medio de tantas  turbaciones, en medio de un combate tan horrible de tentaciones y entre tantos placeres que le envolvían,  dio pruebas de que su corazón no estaba vencido y de  que su voluntad no consentía, pues su  espíritu, al verlo todo conjurado contra él y  no pudiendo disponer de ninguna de las partes de su cuerpo, excepción hecha de la lengua, cortóla con los  dientes y la escupió al rostro de aquélla alma  envilecida, que le atormentaba más cruelmente con los  placeres, que jamás lo hubieran hecho los verdugos  con sus torturas; el tirano, que desconfiaba vencerlo con el  dolor, esperaba rendirle con el placer.

 

 Es  muy admirable la historia de santa Catalina de Sena en  ocasión parecida. El espíritu maligno obtuvo  de Dios el poder de combatir la pureza de esta santa virgen  con todo su furor, pero sin que pudiese tocarla.  Sugirió, pues, toda clase de deshonestidades a su  corazón, y, para excitarla más, se le  apareció con otros diablos, en forma de hombres y  mujeres, y comenzó a cometer en su presencia mil y  mil clases de deshonestidades y acciones lúbricas,  añadiendo palabras y conversaciones muy  desvergonzadas; y, aunque todas estas cosas eran exteriores,  entraban, por los sentidos, muy adentro del corazón  de la virgen, que, como ella misma confesaba, se veía  llena de estas imágenes, y únicamente su  voluntad superior quedaba libre de aquella tempestad de  vileza y delectación carnal. Esto duró mucho  tiempo, hasta que un día Nuestro Señor se le  apareció, y ella le dijo: «¿Dónde  estabas, mi amado Señor, cuando mi corazón  estaba tan lleno de tinieblas y de inmundicias?» El  Señor le respondió: «Estaba dentro de tu  corazón, hija mía». «¿Y  cómo -replicó ella- habitabas en mi corazón, lleno de tantas vilezas? ¿Cómo  estabas en un lugar tan deshonesto?» Y Nuestro  Señor le dijo: «Dime: estos feos pensamientos de  tu corazón, ¿te causaban placer o tristeza,  amargura o deleite?» Y ella le dijo: «Muy grande  amargura y tristeza». Replicó el Señor:  «¿Y quién infundía esta amargura y  esta tristeza en tu corazón, sino yo, que  permanecía escondido en medio de tu alma? Cree, hija  mía, que si yo no hubiese estado presente, aquellos  pensamientos que sitiaban tu voluntad, sin poderla asaltar,  la habrían vencido, habrían penetrado en ella  y habrían sido recibidos con complacencia por tu libre albedrío y, así, habrían dado  muerte a tu alma; mas, porque yo estaba dentro,  infundía aquella resistencia y aquel disgusto en tu  corazón, merced a lo cual alejabas cuanto  podías la tentación, y, no pudiendo rechazarla  tanto como deseabas, sentías el mayor disgusto y el  mayor aborrecimiento contra ella y contra ti misma; y,  así, estas penas eran para ti un gran mérito,  una gran ganancia y un gran aumento de tu virtud y de tu  fortaleza.» Repara, pues, Filotea, cómo este  fuego estaba cubierto de ceniza, y cómo la  tentación y la delectación habían  entrado dentro del corazón y habían sitiado la  voluntad, y cómo ésta, sola, pero asistida del  Salvador, había resistido con amargura, disgusto y  detestación al mal que le había sido sugerido,  negando con constancia el consentimiento al pecado que le  cercaba.

 

 ¡  Dios mío, qué angustia para una alma que ama a  Dios no saber si Él está en ella o no, si el  amor divino, por el cual combate, está o no  está del todo apagado en ella! Mas esto es la  delicada flor de la perfección del amor celestial:  hacer que el amador sufra y combata por el amor, sin que  sepa si posee el amor por el cual combate.

 

  

CAPÍTULO  V

 

ALIENTO  PARA EL ALMA QUE SE ENCUENTRA  TENTADA

 

Filotea,  estos grandes asaltos y estas tremendas tentaciones nunca  son permitidas por Dios, si no es en las almas que quiere elevar a su puro y excelente amor. Sin embargo, no se deduce  de aquí que, después de ello, puedan tener la  certeza de haber llegado a este amor, porque ha ocurrido  varias veces que los que habían sido constantes en  tan violentas acometidas, después, por no haber  correspondido con fidelidad a la gracia divina, se han visto  vencidos por tentaciones muy pequeñas. Lo digo porque, si alguna vez acontece que te sientas afligida por  alguna violenta tentación, sepas que Dios te favorece  con una merced extraordinaria, con la cual te da a entender  que quiere engrandecerte delante de su divino acatamiento;  pero, a pesar de esto, seas siempre humilde y temerosa, y no  creas que vencerás las tentaciones pequeñas  por el hecho de haber vencido las grandes, si no es por una  continua fidelidad a la Majestad divina.

 

 Por  cualquiera tentación que te acometa y por cualquiera  delectación que de ella se derive, mientras tu  voluntad se niegue a consentir, no sólo en la  tentación sino también en la  delectación, no te turbes, porque Dios no recibe  ofensa alguna.

 

 Cuando  un hombre se desmaya y no da señales de vida, ponen  la mano sobre el corazón, y, por poco movimiento que  en él adviertan, creen que todavía vive y que,  con algún medicamento especial o algún  reconfortante, podrá recuperar la fuerza y los  sentidos. De la misma manera suele ocurrir que, por la  violencia de las tentaciones, parece que el alma cae en un  total desfallecimiento de sus fuerzas y que, como desmayada,  no tiene ya vida espiritual ni movimiento. Veamos si el  corazón y la voluntad tienen todavía  movimiento espiritual, es decir, si se niegan a consentir y  a seguir la tentación y la delectación; porque, mientras el corazón ofrezca resistencia,  podemos estar seguros de que la caridad, vida de nuestra  alma, está en nosotros, y de que Jesucristo, nuestro  Salvador, permanece en nuestra alma, aunque esté en  ella oculto y embozado. De manera que, mediante el constante  ejercicio de la oración, de los sacramentos y de la  confianza en Dios, recuperaremos nuestras fuerzas y  viviremos una vida llana y agradable.

 

  

 

 

CAPÍTULO  VI

 

DE  QUÉ MANERA LA TENTACIÓN Y LA  DELECTACIÓN PUEDEN SER PECADO

 

La  princesa de la cual hemos hablado, no es responsable de la  propuesta deshonesta que le ha sido hecha, porque, como hemos supuesto, todo ha ocurrido contra su voluntad; mas,  si, por el contrario, hubiese dado motivo a la propuesta con  algún halago, ofreciendo amor a quien le hubiese  festejado, indudablemente hubiera sido culpable de la misma  propuesta, y, aunque después se hubiese hecho la  desentendida, no hubiera dejado de merecer reprensión  y castigo. Así ocurre, a veces, que la sola  tentación es pecado, porque somos causa de ella. Por  ejemplo, sé que si juego, monto fácilmente en  cólera y profiero blasfemias, y, por consiguiente,  sé que el juego es para mí una  tentación: peco, pues, cada vez que juego, y soy responsable de todas las tentaciones que, durante el mismo,  me acometen. Asimismo, si sé que alguna  conversación me arrastra a la tentación y me  hace caer, y, a pesar de ello, tomo parte voluntariamente en  ella, soy culpable de todas las tentaciones que puedan  sobrevenirme.

 

 Cuando  la delectación que se deriva de la tentación  puede ser evitada, siempre es pecado admitirla, según  que el placer que se siente en ella y el consentimiento que  se da, sea de larga o corta duración. Siempre es  censurable la joven princesa, de quien hemos hablado, si no  sólo escucha la proposición baja y deshonesta  que se la hace, sino que, además, después de conocerla, se complace en ella y entretiene con placer su  corazón en estas cosas; porque, aunque no quiera  consentir en la ejecución real de lo que le ha sido  ofrecido, consiente, no obstante, en la aplicación  espiritual de su corazón, por el gozo que en ello se  da, y siempre es cosa deshonesta aplicar el corazón o  el cuerpo a una deshonestidad; pero ésta de tal  manera consiste en la aplicación del corazón,  que, sin esta aplicación, no puede haber pecado.

 

 Cuando,  pues, te sientas tentada de cometer algún pecado,  considera si has dado voluntariamente motivo para ser  tentada, pues entonces la misma tentación te pone en  estado de pecado, por el peligro a que te has expuesto. Esto  se entiende del caso en que hayas podido evitar  cómodamente la ocasión, y en que hayas  previsto o hayas tenido ocasión de prever el hecho de  la tentación; pero, si no has dado motivo alguno a la  tentación, de ninguna manera te puede ser imputada a  pecado.

 

 Cuando  la delectación que sigue a la tentación ha  podido ser evitada y, no obstante, no lo ha sido, siempre  hay alguna clase de pecado, según sea la  detención hecha en ella, y también  según sea la naturaleza de la causa del placer  sentido. Una mujer que, sin haber dado motivo para ser  festejada, se complace, no obstante, en serlo, no deja de  ser digna de reprensión, si el placer que en ello  encuentra no tiene otra causa que la galantería. Por  ejemplo, si el que quiere hacerle el amor toca exquisitamente el laúd, y a ella le gusta, no el ser  requerida de amores, sino la armonía y dulzura del  sonido, no hay pecado, aunque no debe detenerse mucho en  este placer, por el peligro de pasar del mismo a la  delectación de aquel requerimiento; igualmente, pues,  si alguien me propone alguna estratagema llena de sutileza y  artificio para vengarme de mi enemigo, y yo no me complazco  ni consiento en la venganza que se me propone, sino que me  deleito únicamente en la sutileza de la  invención y del artificio, indudablemente no peco,  aunque no es conveniente que me entretenga en este placer,  porque, poco a poco, puede arrastrarme a que me deleite en  la misma venganza.

 

 A  veces, son algunos sorprendidos por cierto cosquilleo de  delectación, que sigue inmediatamente a la  tentación, antes de que puedan buenamente echarlo de  ver. Esto, a lo más puede ser un pecado muy leve, el  cual, empero, se hace mayor, si, después que se han  dado cuenta del mal, se entretienen, por negligencia, por  espacio de algún tiempo, discutiendo con la  delectación, acerca de si han de admitirla o no, y  mayor todavía si, al darse cuenta de ella, se  detienen, con verdadero descuido, sin ningún  propósito de rechazarla. Mas, cuando voluntariamente  estamos resueltos a complacernos en tales goces, este mismo propósito deliberado es un gran pecado, si el objeto  en el cual nos recreamos es notablemente malo. Es un gran  vicio para una mujer fomentar amores malos, aunque, en  realidad, no quiera entregarse jamás al amante.

 

  

CAPÍTULO  VII

 

REMEDIO  CONTRA LAS GRANDES TENTACIONES

 

Enseguida  que sientas en ti alguna tentación, haz como los  niños, cuando en el campo ven algún lobo o  algún oso; al instante corren a los brazos de su  padre y de su madre, o, a lo menos, les llaman y les piden  auxilio y socorro. Acude de la misma manera a Dios,  reclamando su auxilio y misericordia; es el remedio que  enseña Nuestro Señor: «Orad para no caer  en la tentación».

 

 Si  ves que la tentación persevera o aumenta, corre, en  espíritu, a abrazar la santa Cruz, como si vieses  delante de ti a Cristo crucificado, protesta que no  consentirás en la tentación, y pídele  socorro contra ella y, mientras dure la tentación, no  ceses de afirmar que no quieres consentir.

 

 Pero,  cuando hagas tales protestas y deseches el consentimiento,  no mires de frente a la tentación, sino solamente a  Nuestro Señor, porque, si miras la tentación,  podrá hacer vacilar tu valor, sobre todo si es muy  violenta.

 

 Distrae  tu espíritu con algunas buenas y laudables  ocupaciones, porque estas ocupaciones al entrar en tu  corazón y al establecerse en él,  ahuyentarán las tentaciones y sugestiones malignas.

 

 El  gran remedio contra todas las tentaciones, grandes y  pequeñas, es desahogar el corazón y comunicar  a nuestro director todas las sugestiones, sentimientos y  afectos que nos agitan. Fíjate en que la primera  condición que el maligno pone al alma que quiere  seducir, es el silencio, como lo hacen los que quieren  seducir a las esposas y a las hijas, que, ante todo, les prohíben comunicar a los maridos y a los padres sus  proposiciones, siendo así que Dios quiere que demos a  conocer enseguida sus inspiraciones a nuestros superiores y  directores.

 

 Y  si, después de lo dicho, la tentación se  empeña en importunarnos y en perseguirnos, no hemos  de hacer otra cosa sino insistir por nuestra parte, en la  protesta de que no queremos consentir; porque, así  como las mujeres no pueden quedar casadas mientras dicen que  no, de la misma manera no puede el alma, aunque muy agitada,  ser jamás vencida si se niega a serlo.

 

 No  concedas beligerancia a tu enemigo, y no le contestes  palabra, si no es aquella con que Nuestro Señor le  respondió, y con la cual le confundió: «  ¡Vete, Satanás! Adorarás al Señor  tu Dios y a Él sólo servirás». Y  así como la mujer casta no ha de responder una sola  palabra al hombre envilecido que le sigue haciéndole  proposiciones deshonestas, sino que, dejándole al punto, ha de inclinar, al instante, su corazón del  lado de su esposo, y ha de renovar el juramento de fidelidad  que le prometió, sin entretenerse en dudar,  así el alma devota, al verse acometida de alguna  tentación, no ha de pararse en disputar y en  responder, sino que, sencillamente, ha de volverse hacia el  lado de Jesucristo, su esposo, y prometerle de nuevo que le será fiel, y que sólo quiere ser toda de  Él, por siempre jamás.

 

  

CAPITULO  VIII

 

QUE ES  MENESTER RESISTIR A LAS TENTACIONES  PEQUEÑAS

 

Aunque  es cierto que hemos de combatir las grandes tentaciones con  un valor invencible, y que la victoria que, sobre ellas, reportemos será para nosotros de mucha utilidad, con  todo no es aventurado afirmar que sacamos más  provecho de combatir bien contra las tentaciones leves;  porque así como las grandes exceden en calidad, las  pequeñas exceden desmesuradamente en número,  de tal forma que el triunfo sobre ellas puede compararse con  la victoria sobre las mayores. Los lobos y los osos son, sin  duda, más peligrosos que las moscas, pero no son tan  impertinentes ni enojosos, ni ejercitan tanto nuestra  paciencia. Es una cosa muy fácil no cometer  ningún homicidio, pero es muy difícil evitar  los pequeños enfados, de los cuales se nos presentan  ocasiones a cada momento. Es muy fácil a un hombre o  a una mujer no cometer adulterio, pero ya no lo es tanto abstenerse de ciertas miradas, de dar o recibir amor, de  procurar gracias o pequeños favores, de decir o  aceptar piropos. Es muy fácil no ser rival del marido  o de la mujer, en cuanto al cuerpo, pero no es tan  fácil no serlo en cuanto al corazón; cosa fácil es no mancillar el lecho nupcial, pero es muy  difícil no lesionar el amor de los casados; cosa  fácil es no hurtar los bienes ajenos, es, empero,  difícil no desearlos ni envidiarlos; es muy  fácil no levantar falso testimonio en juicio, pero es  muy difícil no mentir en una conversación; es  muy fácil no embriagarse, pero es muy difícil  ser sobrio; es muy fácil no desear la muerte del  prójimo, pero es difícil no desearle  algún malestar; es muy fácil no difamarle,  pero es difícil no despreciarle.

 

 En  una palabra, estas pequeñas tentaciones de ira, de  sospechas, de celos, de envidia, de amoríos, de  frivolidad, de vanidad, de doblez, de afectación, de  artificio, de pensamientos deshonestos, son los cotidianos  ejercicios, aun de las personas más devotas y  decididas; por esta causa, amada Filotea, conviene que, con  mucho cuidado y diligencia, nos preparemos para este combate, y ten la seguridad de que cuantas fueren las  victorias logradas contra estos pequeños enemigos,  otras tantas serán las piedras preciosas engarzadas  en la corona de gloria que Dios nos prepara en su  paraíso. Por esto digo que, mientras esperamos la  ocasión de combatir bien y valientemente las grandes  tentaciones, si llegan, es menester que nos defendamos bien  y dignamente de los pequeños y débiles  ataques.

 

  

CAPÍTULO  IX

 

CÓMO  SE HAN DE REMEDIAR LAS PEQUEÑAS  TENTACIONES

 

Ahora  bien, en cuanto a estas pequeñas tentaciones de  vanidad, de sospecha, de melancolía, de celos, de  envidia, de amores, y otras semejantes impertinencias, que,  como moscas, pasan por delante de los ojos, y ora nos pican  en las mejillas, ora en la nariz; como sea que no es  imposible librarnos completamente de su importunidad, la  mejor resistencia que les podemos hacer es no inquietarnos,  porque nada de esto puede dañar, aunque sí  causar molestias, mientras permanezca firme la  resolución de servir a Dios.

 

 Desprecia,  pues, estos pequeños ataques, y no te dignes pensar  en lo que significan, sino déjalos que zumben cuanto  quieran alrededor de tus oídos, y que corran de  acá para allá en torno de ti; y cuando te  piquen, y veas que, poco o mucho, se detienen en tu  corazón, no hagas otra cosa que alejarlos  sencillamente, sin combatirles ni responderles de otra  manera que con actos de amor de Dios. Porque, si quieres  creerme, no te esfuerces demasiado en querer oponer la  virtud contraria a la tentación que sientes, porque  eso casi equivaldría a querer disputar con ella; sino  que después de haber hecho un acto de virtud  directamente contrario, si es que has conocido la calidad de  la tentación, inclina simplemente tu corazón  hacia Jesucristo crucificado y, con un acto de amor a  Él, besa sus sagrados pies. Este es el mejor recurso  para vencer al enemigo, así en las grandes como en  las pequeñas tentaciones, ya que el amor de Dios, por  contener en sí todas las perfecciones de todas las  virtudes, y de una manera más excelente que las  mismas virtudes, es también un remedio más  eficaz contra todos los vicios; además, si tu  espíritu se acostumbra a recurrir, en todas las  tentaciones, a esta consigna general, no se verá obligado a mirar y examinar qué clase de tentaciones  tiene, sino que, simplemente, al sentirse turbada, se  pacificará con este gran remedio, el cual, aparte de  lo dicho, espanta tanto al espíritu maligno, que,  cuando ve que sus tentaciones despiertan en nosotros este  divino amor, ya no nos tienta más. Aquí tienes  todo lo que atañe a las pequeñas y frecuentes  tentaciones, en medio de las cuales el que quiera detenerse  en menudencias, perderá la paciencia y no hará  nada bueno.

 

  

CAPÍTULO  X

 

CÓMO  SE HA DE ROBUSTECER EL CORAZÓN CONTRA LAS  TENTACIONES

 

De  vez en cuando, considera qué pasiones son más  dominantes en tu alma, y, una vez descubiertas, emprende una  manera de vivir que les sea totalmente contraria, en  pensamientos, palabras y obras. Por ejemplo, si te sientes  inclinada a la pasión de la vanidad, piensa, con  frecuencia, en las miserias de esta vida humana, en lo muy  enojosas que estas vanidades serán para tu conciencia  el día de tu muerte; en lo indigno que son de un  espíritu generoso; en que no son más que  juegos y diversiones de niños, y en otras cosas  parecidas. Habla muchas veces contra la vanidad y, aunque te  parezca que no lo sientes, no dejes de despreciarla, porque,  por este medio, ganarás fama de lo contrario, porque,  a fuerza de hablar contra alguna cosa, nos sentimos movidos  a aborrecerla, aunque, al principio, le sintamos  afición. Haz actos de abyección y de humildad  siempre que puedas, aunque te parezca que los haces con  repugnancia, porque, por este medio, te acostumbrarás  a la humildad y debilitarás tu vanidad, de suerte  que, al sobrevenir la tentación, tu  inclinación no podrá favorecerla, y  tendrás más fuerza para combatirla.

 

 Si  te sientes inclinada a la avaricia, piensa, con frecuencia,  en la locura de este pecado que nos hace esclavos de lo que  sólo ha sido creado para servirnos; que cuando llegue  la muerte también tendrás que dejarlo, y  dejarlo en manos de quienes lo disiparán y a quienes  acarreará la ruina y la condenación, y fomenta  otros pensamientos por el estilo. Habla fuerte contra la avaricia, alaba mucho el desprecio del mundo, hazte  violencia y da muchas limosnas, y no te detengas en las  oportunidades de amontonar.

 

 Si  te domina el deseo de dar y recibir amor, piensa  frecuentemente cuán peligroso es este  entretenimiento, tanto para ti como para los demás;  cuán indigno es profanar y emplear en pasatiempos el  afecto más noble de nuestra alma; cuánto  merece ser recriminado como una extremada ligereza de  espíritu. Habla con frecuencia en favor de la pureza  y sencillez de corazón y, en cuanto te sea posible,  haz actos que anden de acuerdo con ella, y evita toda  afectación y galantería.

 

 Finalmente,  en tiempo de paz, es decir, cuando las tentaciones del  pecado, al cual te sientes más inclinada, no te  acometen, practica muchos actos de la virtud contraria, y,  si las ocasiones no se presentan, adelántate a ellas  para practicarlos, pues, por este medio robustecerás  tu corazón contra la tentación futura.

   

 

CAPÍTULO  XI

 

DE LA  INQUIETUD

 

La  inquietud no es una simple tentación, sino una fuente  de la cual y por la cual vienen muchas tentaciones: diremos,  pues, algo acerca de ella. La tristeza no es otra cosa que  el dolor del espíritu a causa del mal que se  encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea  exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior,  como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación.  Luego, cuando el alma siente que padece algún mal, se  disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza, y,  enseguida desea verse libre de él y poseer los medios  para echarlo de sí. Hasta este momento tiene  razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y  huimos de lo que creemos que es un mal.

 

 Si  el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse  del mal, los buscará con paciencia, dulzura, humildad  y tranquilidad, y esperará su liberación  más de la bondad y providencia de Dios que de su  industria y diligencia; si busca su liberación por  amor propio, se inquietará y acalorará en pos  de los medios, como si este bien dependiese más de  ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que  se afanará como si así lo pensase.

 

 Y,  si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en  inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla  del mal presente, lo empeorarán, y el alma  quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en  una falta de aliento y de fuerzas tal, que le  parecerá que su mal no tiene ya remedio. He  aquí, pues, cómo la tristeza, que al principio  es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un  aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.

 

 La  inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma,  fuera del pecado; porque, así como las sediciones y  revueltas intestinas de una nación la arruinan  enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de  la misma manera nuestro corazón, cuando está  interiormente perturbado e inquieto, pierde la fuerza para  conservar las virtudes que había adquirido, y  también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de esfuerzos para  pescar a río revuelto, como suele decirse.

 

 La  inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal  que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin  embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje  tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los  pájaros quedan prisioneros en las redes y en las  trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a  agitarse y revolverse convulsivamente para poder salir, lo  cual es causa de que, a cada momento, se enreden más.  Luego, cuando te apremie el deseo de verte libre de  algún mal o de poseer algún bien, ante todo es  menester procurar el reposo y la tranquilidad del  espíritu y el sosiego del entendimiento y de la  Voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el  logro de los deseos, empleando, con orden, los medios  convenientes; y cuando digo suavemente, no quiero decir con  negligencia, sino sin precipitación, turbación  e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el  objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te  enredarás cada vez más.

 

 «Mi  alma-decía David siempre está puesta, ¡oh  Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa  ley.» Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la mañana, si tienes tu alma en  tus manos, o si alguna pasión o inquietud te la ha  robado: considera si tienes tu corazón bajo tu  dominio, o bien si ha huído de tus manos, para  enredarse en alguna pasión des ordenada de amor, de  aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de  alegría. Y si se ha extraviado, procura, ante todo,  buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la  dirección de su divina voluntad. Porque, así  como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho,  la tienen bien cogida de la mano, así también,  a imitación de aquel gran rey, hemos de decir  siempre: «¡Oh Dios mío!, mi alma  está en peligro; por esto la tengo siempre en mis  manos, y, de esta manera, no he olvidado tu santa ley».

 

 No  permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y  por poco importantes que sean; porque, después de los  pequeños, los grandes y los más importantes  encontrarán tu corazón más dispuesto a  la turbación y al desorden. Cuando sientas que llega  la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer  nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquélla  haya totalmente pasado, a no ser que se trate de alguna cosa  que no se pueda diferir; en este caso, es menester refrenar  la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo,  templándola y moderándola en la medida de lo  posible, y hecho esto, poner manos a la obra, no  según los deseos, sino según razón.

 

 Si  puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a  lo menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes  de que enseguida te sentirás sosegada; porque la  comunicación de los dolores del corazón hace  en el alma el mismo efecto que la sangría en el  cuerpo que siempre está calenturiento: es el remedio  de los remedios. Por este motivo, dio San Luis este aviso a  su hijo: «Si sientes en tu corazón algún  malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena  persona, y así podrás sobrellevar suavemente  tu mal, por el consuelo que sentirás.»

 

  

CAPÍTULO  XII

 

DE LA  TRISTEZA

 

Dice  San Pablo: «La tristeza que es según Dios, obra  la penitencia para la salvación; la tristeza del  mundo obra la muerte». Luego, la tristeza puede ser  buena o mala, según sean los diversos frutos que  causa en nosotros. Es cierto que son más los frutos  malos que los buenos, porque los buenos sólo son dos:  misericordia y penitencia, y los malos, en cambio, son seis:  angustia, pereza, indignación, celos, envidia e  impaciencia; lo cual hace decir al Sabio: «La tristeza  es la muerte de muchos y, en ella, no hay provecho  alguno», porque, por dos buenos riachuelos que manan de  la fuente de la tristeza, hay seis que son muy malos.

 

 El  enemigo se vale de la tristeza para ocasionar tentaciones a  los buenos; porque, así como procura que los malos se  alegren en sus pecados, así también procura  que los buenos se entristezcan en sus buenas obras; y  así como no puede inducir al mal si no es  haciéndolo agradable, de la misma manera no puede  apartar del bien si no es haciéndolo desagradable. El  maligno se complace en la tristeza y en la  melancolía, porque él está triste y  melancólico, y lo estará eternamente; por lo  que quiere que todos estén como él.

 

 La  tristeza mala perturba el alma, la inquieta, infunde temores  excesivos, hace perder el gusto por la oración,  adormece y agota el cerebro, priva al alma del consejo, de  la resolución, del juicio, del valor, y abate las  fuerzas; en una palabra, es como un invierno crudo que priva  a la tierra de toda su belleza y acobarda a los animales,  porque quita toda suavidad al alma y la paraliza y hace  impotente en todas facultades.

 

 Filotea,  si alguna vez te acontece que te sientes atacada de esta  tristeza, practica los siguientes remedios: «Si alguno  está triste -dice Santiago-, que ore»: la  oración es el más excelente remedio, porque  eleva el espíritu a Dios, que es nuestro único  gozo y consuelo. Mas, al orar, hemos de excitar afectos y  pronunciar palabras, ya interiores ya exteriores, que muevan  a la confianza y al amor de Dios, como: « ¡Oh Dios  de misericordia! ¡Dios mío bondadosísimol  ¡Salvador de bondad! ¡Dios de mi corazón!  ¡Mi gozo, mi esperanza, mi amado esposo, bienamado de  mi alma!» y otras semejantes.

 

 Esfuérzate  en contrariar vivamente las inclinaciones de la tristeza, y,  aunque te parezca que en este estado, todo lo haces con  frialdad, pena y cansancio, no dejes, empero, de hacerlo;  porque el enemigo, que pretende hacernos aflojar en nuestras  buenas obras mediante la tristeza, al ver que, a pesar de  ella, no dejamos de hacerlas, y que, haciéndolas con  resistencia, tienen más valor, cesa entonces de  afligirnos.

 

 Canta  himnos espirituales, porque el maligno ha desistido, a  veces, de sus ataques, merced a este medio, como lo  atestigua el espíritu que asaltaba o se apoderaba de  Saúl, cuya vehemencia cedía ante la salmodia.

 

 Es  muy buena cosa ocuparse en obras exteriores, y variarlas  cuanto sea posible, para distraer el alma del objeto triste,  purificar y enfervorizar el corazón, pues la tristeza  es una pasión de suyo fría y árida.

 

 Haz  actos exteriores de fervor, aunque sea sin gusto, como  abrazar el crucifijo, estrecharlo contra el pecho, besarle  las manos y los pies, levantar los ojos al cielo, elevar la  voz hacía Dios con palabras de amor y de confianza,  como ésta: «Mi amado para mí y yo para  Él. Corno manojito de mirra es mi Amado para  mí. Él reposará sobre mi pecho. Mis  ojos se derriten por Ti, ¡ oh Dios mío!,  diciendo: ¿ Cuándo me consolarás?  ¡Oh Jesús!, seas para mí Jesús;  viva Jesús, y vivirá mi alma. ¿  Quién me separará del amor de mi Dios?»,  y otras semejantes.

 

 La  disciplina moderada es buen remedio contra la tristeza,  porque esta voluntaria aflicción exterior impetra el  consuelo interior, y el alma al sentir los dolores de fuera,  se distrae de los de dentro. La frecuencia de la Sagrada  Comunión es excelente, porque este pan celestial robustece el corazón y regocija el espíritu.

 

 Descubre  todos los sentimientos, afectos y sugestiones que nacen de  la tristeza a tu director y a tu confesor, con humildad y  fidelidad; busca el trato de personas espirituales, y  conversa con ellas, cuanto puedas, durante este tiempo. Y,  principalmente, resígnate en las manos de Dios,  disponiéndote a padecer esta enojosa tristeza con  paciencia, como un justo castigo a tus vanas  alegrías, y no dudes de que Dios, después de  haberte probado, te librará de este mal.

 

  

CAPÍTULO  XIII

 

DE LOS  CONSUELOS ESPIRITUALES Y SENSIBLES Y CÓMO HAY QUE  CONDUCIRSE EN ELLOS

 

Dios  conserva este gran mundo en una perpetua mudanza, por la  cual el día se cambia en noche, la primavera en  verano, el verano en otoño, el otoño en  invierno y el invierno en primavera, y nunca un día  es igual al anterior, pues los hay nublados, lluviosos,  secos, ventosos, variedad que llena de hermosura el  universo. Lo mismo puede decirse del hombre, el cual,  según el dicho de los antiguos, es un compendio del  mundo; porque nunca se halla en el mismo estado, y su vida  se desliza sobre la tierra como las aguas, flotando y  moviéndose con perpetua variedad de movimientos, que  ora lo elevan hacia la esperanza, ora lo hunden en el temor,  ora lo inclinan hacia la derecha por el consuelo, ora hacia  la izquierda por la aflicción, y jamás uno  solo de sus días, ni siquiera una sola de sus horas,  es igual a la que pasó.

 

 He  aquí una importante advertencia: hemos de procurar  conservar una continua e inalterable igualdad de  corazón, en medio de una desigualdad tan grande de  acontecimientos, y, aunque todas las cosas den vueltas y  cambien continuamente en torno nuestro, nosotros hemos de  permanecer constantemente inmóviles, mirando,  caminando y aspirando hacia nuestro Dios. Que la nave tome  este o aquel rumbo, que navegue hacia levante o hacia  poniente, hacia el septentrión o hacia el  mediodía, sea cual fuere el viento que la mueva,  siempre su brújula mirará hacia su estrella  favorita y hacia el polo. Que todo ande revuelto, no ya tan  sólo en torno nuestro, sino aun dentro de nosotros  mismos, es decir, que nuestra alma esté triste,  alegre, en suavidad, en amargura, en luz y en tinieblas, en  tentación, en reposo, en placer, en displicencia, en  sequedad, en ternura; que el sol la abrase o el rocío  la refresque.... es menester que siempre y constantemente la  punta de nuestro corazón, nuestro espíritu,  nuestra voluntad superior, que es nuestra brújula,  mire incesantemente y aspire perpetuamente al amor de Dios,  a su Creador, a su Salvador, a su único y soberano  bien. «Ya vivamos, ya muramos, dice el Apóstol,  si permanecemos en Dios... ¿Quién nos separará del amor y caridad de Dios?» No,  jamás cosa alguna nos separará de este amor:  ni la tribulación, ni la angustia, ni la muerte, ni  la vida, ni el dolor presente, ni el temor de los accidentes  futuros, ni los artificios del maligno espíritu, ni  la elevación de las consolaciones, ni el abismo de  las aflicciones, ni la ternura, ni la sequedad, han de  separarnos jamás de esta santa caridad, que  está fundada en Jesucristo.

 

 Esta  resolución tan absoluta de jamás abandonar a  Dios ni dejar su dulce amor, sirve de contrapeso a nuestras  almas para mantenerlas en una santa igualdad, en medio de la  desigual diversidad de movimientos que la condición  de esta vida le acarrea. Porque, así como las abejas,  al sentirse sorprendidas por el viento en medio del campo,  se cogen de las piedras para poderse balancear en el aire y  no ser tan fácilmente arrastradas a merced de la  tempestad, de la misma manera nuestra alma, después  de haber abrazado con su resolución el precioso amor  de Dios, permanece constante en medio de la inconstancia y  de las vicisitudes de los consuelos y aflicciones  espirituales y temporales, exteriores e interiores.

 

 Mas,  aparte de esta doctrina general, necesitamos algunos  principios particulares, exteriores e interiores.

 

 1.  Afirmo, pues, que la devoción no consiste en la  dulzura, suavidad, consolación y ternura sensible al  corazón, que provoca en nosotros lágrimas y  suspiros y nos causa una cierta satisfacción,  agradable y sabrosa, en algunos ejercicios espirituales. No,  Filotea, la devoción y esto no son, en manera alguna,  una misma cosa, porque hay muchas almas que gozan de estas  ternuras y consolaciones, y, a pesar de ello, no dejan de  ser muy viciosas, y, por consiguiente, no tienen un  verdadero amor de Dios ni, mucho menos, una verdadera  devoción. Cuando Saúl perseguía a  muerte a David, que huía delante de él hacia  los desiertos de Engaddi, entró solo en una caverna,  donde David se había ocultado, hubiera podido mil  veces darle muerte, le perdonó la vida, y, no  sólo no quiso infundirle temor, sino que,  después de haberle dejado salir libremente, le  llamó para probarle su inocencia y hacerle saber que  lo había tenido a su arbitrio. Ahora bien, por este  motivo, ¿qué cosas no hizo Saúl, para  demostrar que su corazón se había ablandado  con respecto a David? Llamóle hijo suyo, se  echó a llorar en voz alta, comenzó a alabarle,  a reconocer su bondad, a rogar- a Dios por él, a  presagiar su grandeza, a encomendarle su posteridad para  después de su muerte. ¿ Qué mayor dulzura  y ternura de corazón podía manifestarle? Y no  obstante, a pesar de esto, su alma no había cambiado  y continuó persiguiendo a David tan cruelmente como  antes.

 

 También  se encuentran personas que, al considerar la bondad de Dios  y la Pasión del Salvador, sienten gran ternura en su  corazón, que les hace prorrumpir en suspiros,  lágrimas, oraciones y acciones de gracias muy  sensibles, de tal manera que podría decirse que son  presa de una gran devoción. Mas, cuando se llega a la  práctica, aparece que, como la lluvia pasajera de un  verano caluroso, que, al caer a grandes chorros sobre la  tierra, no la penetra y sólo sirve para provocar la  salida de las setas, de la misma manera estas  lágrimas y estas ternuras, al caer sobre un  corazón vicioso, no lo penetran, y son para él  completamente inútiles, porque, a pesar de ello,  estos infelices no se desprenden ni de un céntimo de  los bienes mal adquiridos, ni renuncian a uno solo de sus  perversos afectos, ni quieren aceptar la menos incomodidad  del mundo en el servicio de aquel Señor sobre el cual  tanto han llorado; de suerte que los buenos movimientos que  han sentido no son otra cosa que ciertos hongos  espirituales, que, no sólo no constituyen la  verdadera devoción, sino que, con frecuencia, son  grandes artimañas del enemigo, el cual, mientras  entretiene a las almas con estas pequeñas  consolaciones, hace que queden contentas y satisfechas con  esto y que no busquen la verdadera y sólida  devoción, la cual consiste en una voluntad constante,  resuelta, pronta y activa en ejecutar lo que es agradable a  Dios.

 

 Un  niño llorará amargamente si ve que sangran a  su madre con una lanceta; pero si, al mismo tiempo, su madre  le pide una manzana o un paquete de confites que tiene en la  mano, no querrá, en manera alguna, soltarlo. Tales  son, en su mayor parte, nuestras tiernas devociones: cuando  vemos la lanzada que traspasa el corazón de  Jesucristo crucificado, lloramos de ternura, ¡Ah!  Filotea, está bien llorar la pasión dolorosa y  la muerte de nuestro Padre y Redentor; mas, ¿por  qué no le damos de buen grado la manzana que tenemos  en nuestras manos, y que Él nos pide constantemente,  a saber, nuestro corazón, la única manzana de  amor que este Salvador desea de nosotros? ¿Por  qué, no le ofrecemos tantos pequeños afectos,  goces, complacencias, que Él quiere arrebatarnos de  las manos y no puede, porque son nuestras golosinas y las  preferimos a la gracia celestial? ¡Ah! son amistades de  niños pequeños, tiernas, sí, pero  débiles, ilusorias, y sin efecto. La devoción  no consiste en estas ternezas y afectos sensibles, que unas  veces proceden del propio natural que es también  blando y susceptible de la impresión que se le quiera  dar, y otras veces del enemigo, que, para distraernos con  esto, excita nuestra imaginación con ideas que  producen estos efectos.

 

 2.  Estas ternezas y afectuosas dulzuras son, empero, a veces,  muy buenas y muy útiles, porque abren el apetito del  alma, confortan el espíritu, y juntan a la prontitud  de la devoción una santa alegría, la cual hace  que nuestros actos, aun exteriormente, sean bellos y  simpáticos. Es el gusto que se siente por las cosas  divinas, el cual hacia exclamar a David: «¡Oh,  Señor, qué dulces son a mi paladar tus  palabras; más dulces que la miel en mi boca! »  Y, ciertamente, el más insignificante consuelo de la  devoción que sentimos vale más, bajo todos los  conceptos, que las más excelentes virtudes del mundo.  La leche que chupan los niños, es decir, las mercedes  del divino Esposo, sabe mejor al alma que el vino sabroso de  los placeres de la tierra; el que las ha gustado tiene todas  las demás cosas de la tierra por hiel y ajenjo. Y  así como los que tienen regaliz en la boca reciben de  ella una dulzura tan grande, que no sienten ni hambre ni  sed, así también aquellos a quienes Dios ha  dado este maná celestial de las suavidades y de las  consolaciones exteriores, no pueden desear ni recibir los  consuelos del mundo, a lo menos para entretenerse y  complacerse en ellos. Estas suavidades son un pequeño  anticipo de las suavidades inmortales, que Dios da a las  almas que le buscan; son los confites que da a sus hijitos  para atraérselos; son aguas cordiales que les ofrece  para confortarlos; y son también como ciertas arras  de las recompensas eternas. Se dice que Alejandro Magno,  navegando en alta mar, descubrió antes que nadie la  Arabia Feliz, por la suavidad de los aromas que el viento le  llevaba, con lo que se animaron él y sus  compañeros. De la misma manera nosotros recibimos,  con frecuencia, en este mar de la vida mortal, dulzuras y  suavidades que, sin duda, nos hacen presentir las delicias  de la patria celestial, a la cual tendemos y aspiramos.

 

 3.  Pero me dirás: puesto que hay consuelos sensibles que  son buenos y vienen de Dios, y también los hay  inútiles, peligrosos y aun perniciosos, que provienen  de la naturaleza o del enemigo, ¿cómo  podré discernir los unos de los otros y conocer los  malos y los inútiles entre los que son buenos? Es  doctrina general, amada Filotea, que, en cuanto a los  afectos y pasiones, los hemos de conocer por los frutos.  Nuestros corazones son los árboles; los afectos y las  pasiones son sus ramas, y sus obras y acciones son sus  frutos. Es bueno el corazón que tiene buenos afectos, y son los afectos y las pasiones los que producen en  nosotros buenas obras y santas acciones. Si las dulzuras,  ternezas y consolaciones nos hacen más humildes,  pacientes, tratables, caritativos y compasivos con el  prójimo, más fervorosos en mortificar nuestras  concupiscencias y nuestras inclinaciones, más  constantes en nuestros ejercicios, más dóciles  y flexibles con respecto a aquellos a quienes debemos  obedecer, más sencillos en nuestra manera de vivir,  es indudable, Filotea, que son de Dios; mas, si estas  dulzuras sólo son dulces para nosotros, y nos hacen  curiosos, ásperos, puntillosos, impacientes, tercos,  orgullosos, presuntuosos, duros para con el prójimo,  y por creer que ya somos santos no queremos sujetarnos  más a la dirección y a la corrección,  es seguro que estos consuelos son falsos y perniciosos.  «El buen árbol solamente produce buenos  frutos».

 

 4.  Cuando sintamos estas dulzuras y estos consuelos: a)  Humillémonos mucho delante de Dios, y  guardémonos bien de decir a causa de estas suavidades: « ¡ Ah, qué bueno soy ! »  No, Filotea, estos bienes no nos hacen mejores, porque, como  he dicho, la devoción no consiste en esto. Digamos  más bien: « ¡ Oh! ¡qué bueno es  Dios para los que esperan en Él, para el alma que le  busca! » El que tiene azúcar en la boca no puede decir que su boca es dulce, sino que es dulce el  azúcar. De la misma manera, aunque esta dulzura  espiritual es muy buena, y muy bueno el Dios que nos la da,  no se sigue de aquí que sea bueno el que la recibe.  b) Reconozcamos que todavía somos niños  pequeños, que necesitamos aún del pecho, y que  estos confites se nos dan porque tenemos el espíritu  tierno y delicado, el cual necesita cebos y golosinas para  ser atraído al amor de Dios. c) Mas, después  de esto, hablando en general y de ordinario, recibamos  humildemente estas gracias y favores, y tengámoslos por muy grandes, no por lo que son en sí, sino porque  es la mano de Dios la que los pone en nuestro  corazón, como le ocurriría a una madre, que para acariciar a su hijo, le pusiere ella misma los confites  en la boca uno tras otro, pues, si el hijo fuese capaz de  entenderlo, apreciaría más la dulzura de los  halagos y de las caricias de su madre, que la dulzura de las  mismas golosinas. Así también, Filotea, mucho  es sentir estas dulzuras, pero la dulzura de las dulzuras  está en considerar que Dios, con su mano amorosa y  maternal, nos las pone en la boca, en el corazón, en  el alma y en el espíritu. d) Una vez las hayamos  recibido con humildad, empleémoslas con mucho  cuidado, según las intenciones de Aquel que nos las  da. ¿ Con qué fin creemos que Dios nos da estas  dulzuras? Para hacernos suaves con todos y amorosos con  Él. La madre da el confite a su hijo para que la  bese; besemos, pues, a este Salvador, que nos da tantas  dulzuras. Ahora bien, besar al Salvador, es obedecerle, guardar sus mandamientos, hacer su voluntad, cumplir sus  deseos: en una palabra, abrazarle tiernamente con obediencia  y fidelidad. Por lo tanto, cuando recibimos alguna  consolación espiritual, es menester que, aquel  día, seamos más diligentes en el bien obrar, y  que nos humillemos. e) Además de eso, es necesario  que, de vez en cuando, renunciemos a estas dulzuras,  ternezas y consolaciones, que despeguemos nuestro  corazón de ellas y que hagamos protestas de que, si  bien las aceptamos humildemente y las amamos, porque Dios  nos las envía y nos mueven a su amor, no son, empero,  ellas lo que buscamos, sino Dios y su santo amor; no la  consolación, sino el Consolador; no la dulzura, sino  el dulce Salvador; no la ternura, sino la suavidad del cielo  y de la tierra, y, con estos afectos, nos hemos de disponer  a perseverar firmes en el santo amor de Dios, aunque,  durante toda nuestra vida, jamás hubiésemos de  sentir ningún consuelo, diciéndole lo mismo en  el monte Calvario y en el Tabor: « ¡ Oh  Señor!, bueno es permanecer aquí », ya  estemos en la cruz, ya en la gloria. f) Finalmente, te  advierto que si recibes en notable abundancia estas  consolaciones, ternuras, lágrimas y dulzuras, o te  acontece en ellas alguna cosa extraordinaria, hables de ello sinceramente con tu director, para aprender la manera de  moderarte y conducirte, pues está escrito:  «¿Has hallado la miel? Pues come la que es  suficiente».

 

  

CAPÍTULO  XIV

 

DE LAS  SEQUEDADES Y ESTERILIDADES  ESPIRITUALES

 

Muy  amada Filotea, cuando sientas consolaciones te  conducirás de la manera que acabo de decirte; pero  este tiempo tan agradable no durará siempre, sino que  más bien te ocurrirá que, alguna vez, de tal  manera te verás privada y desposeída del  sentimiento de la devoción, que tu alma te  parecerá una tierra desierta, infructuosa y  estéril, sin un solo sendero ni camino para llegar a  Dios, y sin una gota de agua de gracia que pueda regarla, a  causa de las sequedades, que, según te  parecerá, la convertirán en un desierto.  ¡Ah, que digna de compasión es el alma que se  encuentra en este estado, sobre todo cuando este mal es  vehemente! Porque entonces, a imitación de David, se  derrite en lágrimas, día y noche, mientras  que, con mil sugestiones para hacerla desesperar, el enemigo  se burla de ella y le dice: « ¡ Pobrecita!  ¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué  camino le podrás encontrar? ¿Quién  podrá jamás devolverte el gozo de su santa  gracia?» ¿Qué harás, pues, Filotea,  en este estado? Examina de donde procede el mal: con  frecuencia somos nosotros mismos la causa de nuestras  esterilidades y sequedades.

 

 1.  Así como una madre no quiere dar azúcar a su  hijito que padece de lombrices, así Dios nos quita  los consuelos cuando, entregándonos a ellos con vana  complacencia, somos propensos a las lombrices de la  vanagloria. «Bien está, joh Dios mío!,  que me humilles, porque, antes de que fuese humillada, te  había ofendido».

 

 2.  Cuando no tenemos cuidado de recoger las suavidades y las  delicias del amor de Dios a su debido tiempo, las aparta de  nosotros, en castigo de nuestra pereza. El israelita que no  cogía el maná muy de mañana, no  podía hacerlo después de la salida del sol,  porque lo encontraba derretido.

 

 3. A  veces, estarnos tendidos en un lecho de complacencias  sensuales y de consuelos perecederos, como la Esposa sagrada  de los Cantares: el Esposo de nuestras almas llama a la  puerta de nuestro corazón, nos inspira que  practiquemos nuestros ejercicios espirituales; pero nosotros  se los regateamos, porque nos duele dejar los vanos  pasatiempos y separarnos de aquellas vanas complacencias.  Por esto pasa de largo, y deja que nos emperecemos, y  después, cuando queremos buscarle tenemos gran  trabajo para encontrarle. Bien merecido lo tenemos, porque  hemos sido tan infieles y desleales a su amor, que nos hemos  negado a su ejercicio para seguir el de las cosas del mundo.  ¡Ah! ya tienes la harina de Egipto; no recibirás  el maná del cielo. Las abejas aborrecen todos los  olores artificiales, y las suavidades del Espíritu  Santo son incompatibles con las delicias artificiosas de  este mundo.

 

 4.  La doblez y la afectación en las confesiones y en el  trato espiritual con el director, atraen las sequedades y la  esterilidad; porque, puesto que mientes al Espíritu  Santo, no se maravilla si te niega su consuelo; no quieres  ser sencilla y simple como un niño pequeño,  luego tampoco tendrás las golosinas de los  niños.

 

 5.  Estás saciada de goces mundanos: no es, pues,  extraño, si no hallas gusto en las delicias  espirituales. Dice el antiguo proverbio que a las palomas,  cuando están hartas, les parecen amargas las cerezas.  «Has llenado de bienes -dice la Madre de Dios- a los  hambrientos y has dejado vacíos a los ricos».  Los ricos de placeres mundanos no están dispuestos  para los goces espirituales.

 

 6.  ¿Has conservado bien el fruto de los consuelos  recibidos? Pues recibirás otros, porque «al que  tiene se le dará más, y al que no tiene lo que le han dado, porque lo ha perdido por su culpa, aun esto le  será arrebatado», es decir, le privarán  de las gracias que le tenían preparadas. Es muy  cierto que la lluvia vivifica las plantas que están  verdes; pero a las que no lo están, les quita aun la  vida que no tienen, pues enseguida las pudre.

 

 Por  estas diversas causas perdemos las devotas consolaciones y  caemos en la sequedad y esterilidad de espíritu:  examinemos, pues nuestra conciencia, para ver si descubrimos  en nosotros alguno de estos defectos. Pero ten en cuenta,  Filotea, que este examen no ha de hacerse con inquietud ni  excesiva curiosidad, sino que, si después de haber  considerado fielmente nuestro comportamiento en este punto,  encontramos la causa del mal, hemos de dar las gracias a  Dios, porque el mal está ya en parte curado cuando se  ha descubierto su causa. Si, al contrarío, nada ves  de particular que te parezca que haya podido dar  ocasión a esta sequedad, no pierdas el tiempo en un  más detenido examen, sino que, con toda simplicidad,  sin examinar ninguna otra particularidad, haz lo que te  diré:

 

 1.  «Humíllate mucho delante de Dios, con el  conocimiento de tu nada y de tu miseria. ¡Ah!,  ¿qué soy, pobre de mí, cuando estoy  dejada a mi arbitrio? Nada más, Dios mío, que  una tierra seca, la cual agrietada por todas partes, muestra  la sed que tiene de la lluvia del cielo, y, entretanto, el  viento la disipa y la convierte en polvo».

 

 2.  Invoca a Dios, y pídele su alegría:  «Devuélveme, ¡oh Señor!, la  alegría de tu salud. Padre mío, si es posible,  que pase de mí este cáliz. Huye de  aquí, viento infructuoso, que secas mi alma, y ven,  agradable brisa de las consolaciones, sopla en mi  jardín, y tus buenos efectos derramarán el  olor de suavidad».

 

 3.  Acude al confesor; ábrele bien tu corazón;  muéstrale todos los repliegues de tu alma;  sírvete de los consejos que te dará, con gran simplicidad y humildad, porque Dios, que gusta infinitamente  de la obediencia, hace que sean útiles los consejos  que recibimos de otros, sobre todo de los directores de  almas, aunque por otra parte, estos consejos sean de poca  apariencia, como hizo provechosas a Naamán las aguas del Jordán, cuyo uso le había ordenado  Elíseo, sin ninguna apariencia de razón  humana.

 

 4.  Pero, después de lo dicho, nada hay tan provechoso en  las sequedades y esterilidades como el no ansiar ni dejarse  dominar por el deseo de ser liberada. No digo que no se  puedan tener simples deseos de verse libre de ellas; lo que  digo es que no hemos de poner en ello el corazón, sino, antes bien,

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