¡Dios te salve María!
 

LA FE EXPLICADA

Leo J. Trese

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Parte 1

 

 

El credo


 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

EL FIN DE LA EXISTENCIA DEL HOMBRE

 

¿Por qué estoy aquí?

 

¿Es el hombre un mero accidente biológico? ¿Es el género humano una simple etapa en

un proceso evolutivo, ciego y sin sentido? ¿Es esta vida humana nada más que un

destello entre la larga oscuridad que precede a la concepción y la oscuridad eterna que

seguirá a la tumba? ¿Soy yo apenas una mota insignificante en el universo, lanzada al ser

por el poder creador de un Dios indiferente, como la cáscara que se arroja sin pensar por

encima del hombro? ¿Tiene la vida alguna finalidad, algún plan, algún propósito? ¿De

dónde, en fin, vengo? ¿Y por qué estoy aquí?

Estas cuestiones son las que cualquier persona normal se plantea en cuanto alcanza

edad suficiente para pensar con cierta sensatez. El Catecismo de la Doctrina Cristiana es,

pues, sumamente lógico cuando nos propone como pregunta inicial: «¿Quién nos ha

creado?», pregunta a la que, una vez respondida, sigue inmediatamente esta otra:

«¿Quién es Dios?». Pero, por el momento, me parece mejor retrasar el extendernos en

estas dos preguntas y comenzar, más bien, con la consideración de una tercera. Es

igualmente básica, igualmente urgente, y nos ofrece un mejor punto

de partida. La pregunta es: «¿Para qué nos hizo Dios?».

 

Hay dos modos de responder a esa pregunta, según la consideremos desde el punto de

vista de Dios o del nuestro. Viéndola desde el punto de vista de Dios, la respuesta es:

«Dios nos hizo para mostrar su bondad». Dado que Dios es un Ser infinitamente perfecto,

la principal razón por la que hace algo debe ser una razón infinitamente perfecta. Pero

sólo hay una razón infinitamente perfecta para hacer algo, y es hacerlo por Dios. Por ello,

sería indigno de Dios, contrario a su infinita perfección, si hiciera alguna cosa por una

razón inferior a Sí mismo.

 

Quizá lo veamos mejor si nos lo aplicamos a nosotros. Aun para nosotros, la mayor y

mejor razón para hacer algo es hacerlo por Dios. Si lo hago por otro ser humano -aun algo

noble, como alimentar al hambriento-, y lo hago especialmente por esa razón, sin

referirme a Dios de alguna manera, estoy haciendo una cosa imperfecta. No es una cosa

mala, pero sí menos perfecta. Esto sería así aun si lo hiciera por un ángel o por la Santí-

sima Virgen misma, prescindiendo de Dios. No hay motivo mayor para hacer algo que

hacerlo por Dios. Y esto es cierto tanto para lo que Dios hace como para lo que hacemos

nosotros.(La primera razón, pues -la gran razón por la que Dios hizo al universo y a

nosotros-, fue para su propia gloria, para mostrar su poder y bondad infinitos. Su infinito

poder se muestra por el hecho de que existimos. Su infinita bondad por el hecho de que

quiere hacernos partícipes de su amor y felicidad. Y si nos pareciera que Dios es egoísta

por hacer las cosas para su propio honor y gloria, es porque no podemos evitar pensarle

en términos humanos. Pensamos en Dios como si fuera una criatura igual que nosotros.

Pero el hecho es que no hay nada o nadie que merezca más ser objeto del pensamiento

de Dios o de su amor que Dios mismo.

 

Sin embargo, cuando decimos que Dios hizo al universo (y a nosotros) para su mayor

gloria, no  queremos decir, por supuesto, que Dios la necesitara de algún modo. La

gloria que dan a Dios las obras de su creación es la que llamamos «gloria extrínseca». Es

algo fuera de Dios, que no le añade nada. Es muy parecido al artista que tiene gran

talento para la pintura y la mente llena de bellas imágenes. Si el artista pone algunas de


 

 

 

ellas sobre un lienzo para que la gente las vea y admire, esto no añade nada al artista

mismo. No lo hace mejor o más maravilloso de lo que era.

Así, Dios nos hizo primordialmente para su honor y gloria. De aquí que nuestra primera

respuesta a la pregunta «¿Para qué nos hizo Dios?» sea: «para mostrar su bondad».

Pero la principal manera de demostrar la bondad de Dios se basa en el hecho de

habernos creado con un alma espiritual e inmortal, capaz de participar de su propia

felicidad. Aun en los asuntos humanos sentimos que la bondad de una persona se

muestra por la generosidad con que comparte su persona y sus posesiones con otros.

Igualmente, la bondad divina se muestra, sobre todo, por el hecho de hacernos partícipes

de su propia felicidad, de hacernos partícipes de Sí mismo.

 

Por esta razón, al responder desde nuestro punto de vista a la pregunta «¿Para qué nos

hizo Dios?», decimos que nos hizo «para participar de su eterna felicidad en el cielo». Las

dos respuestas son como dos caras de la misma moneda, su anverso y su reverso: la

bondad de Dios nos ha hecho partícipes de su felicidad, y nuestra participación en su

felicidad muestra la bondad de Dios.

Bien, ¿y qué es esa felicidad de la que venimos hablando y para la que Dios nos hizo?

Como respuesta, comencemos con un ejemplo: el del soldado americano destinado en

una base extranjera. Un día, al leer el periódico de su pueblo que le ha enviado su madre,

tropieza con la fotografía de una muchacha. El soldado no la conoce. Nunca ha oído

hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice: «Vaya, me gusta esta chica. Querría casarme con

ella».

La dirección de la muchacha está al pie de la foto, y el soldado se decide a escribirle, sin

demasiadas esperanzas en que le conteste. Y, sin embargo, la respuesta llega.

Comienzan una correspondencia regular, intercambian fotografías, y se cuentan todas sus

cosas. El soldado se enamora más y más cada día de esa muchacha a quien nunca ha

visto.

Al fin, el soldado vuelve a casa licenciado. Durante dos años ha estado cortejándola a

distancia. Su amor hacia ella le ha hecho mejor soldado y mejor hombre: ha procurado ser

la clase de persona que ella querría que fuera. Ha hecho las cosas que ella desearía que

hiciera, y ha evitado las que le desagradarían si llegara a conocerlas. Ya es un anhelo

ferviente de ella lo que hay en su corazón, y está volviendo a casa.

¿Podemos imaginar la felicidad que colmará cada fibra de su ser al descender del tren y

tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? «¡Oh! -exclamará al abrazarla-, ¡si este

momento pudiera hacerse eterno!» Su felicidad es la felicidad del amor logrado, del amor

encontrándose en completa posesión de la persona amada. Llamamos a eso la fruición

del amor. El muchacho recordará siempre este instante -instante en que su anhelo fue

premiado con el primer encuentro real- como uno de los momentos más felices de su vida

en la tierra.

 

Es también el mejor ejemplo que podemos dar sobre la naturaleza de nuestra felicidad en

el cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado en extremo, pero el mejor

que hemos podido encontrar. Porque la primordial felicidad del cielo consiste exactamente

en esto: que poseeremos al Dios infinitamente perfecto y seremos poseídos por El, en

una unión tan absoluta y completa que ni siquiera remotamente podemos imaginar su

éxtasis.

A quien poseeremos no será un ser humano, por maravilloso que sea. Será el mismo Dios

con quien nos uniremos de un modo personal y consciente; Dios que es Bondad, Verdad

y Belleza infinitas; Dios que lo es todo, y cuyo amor infinito puede (como ningún amor

humano es capaz de hacer) colmar todos los deseos y anhelos del corazón humano.

Conoceremos entonces una felicidad arrebatadora tal, que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni


 

 

 

vino a la mente del hombre», según la cita de San Pablo (1 Cor 2,9). Y esta felicidad, una

vez conseguida, nunca se podrá perder.

Pero esto no significa que se prolongue durante horas, meses y años. El tiempo es algo

propio del perecedero mundo material. Una vez dejemos esta vida, dejaremos también el

tiempo que conocemos. Para nosotros la eternidad no será «una temporada muy larga».

La sucesión de momentos que experimentaremos en el cielo -el tipo de duración que los

teólogos llaman aevum- no serán ciclos cronometrables en horas y minutos. No habrá

sentimiento de «espera», ni sensación de monotonía, ni expectación del mañana. Para

nosotros, el «AHORA» será lo único que contará.

Esto es lo maravilloso del cielo: que nunca se acaba. Estaremos absortos en la posesión

del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los amores humanos es una

pálida sombra.

Y nuestro éxtasis no estará tarado por el pensamiento que un día tendrá que acabar,

como ocurre con todas las dichas terrenas.

Por supuesto, nadie es absolutamente feliz en esta vida. A veces la gente piensa que lo

sería si pudiera alcanzar todo lo que desea. Pero cuando lo consiguen -salud, riqueza y

fama; una familia cariñosa y amigos leales- encuentran que aún les falta algo. Todavía no

son sinceramente felices. Siempre queda algo que su corazón anhela. Hay personas más

sabias que saben que el bienestar material es una fuente de dicha que decepciona. Con

frecuencia, los bienes materiales son como agua salada para el sediento, que en vez de

satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto que no hay

felicidad tan honda y permanente como la que brota de una viva fe en Dios y de un activo

y fructífero amor de Dios. Pero incluso estos sabios encuentran que su felicidad en esta

vida nunca es perfecta, nunca completa. Más aún, son ellos, más que nadie, quienes

conocen lo inadecuado de la felicidad de este mundo, y es precisamente por eso -por el

hecho de que ningún humano es jamás perfectamente dichoso en esta vida- por lo que

encontramos una de las pruebas de la existencia de la felicidad imperecedera que nos

aguarda tras la tumba. Dios, que es infinitamente bueno, no pondría en los corazones

humanos este ansia de felicidad perfecta si no hubiera modo de satisfacerla. Dios no

tortura con la frustración a las almas que El ha hecho.

Pero incluso si las riquezas materiales o espirituales de esta vida pudieran satisfacer todo

anhelo humano, todavía quedaría el conocimiento de que un día la muerte nos lo quitaría

todo -y nuestra felicidad sería incompleta-. En el cielo, por el contrario, no sólo seremos

felices con la máxima capacidad de nuestro corazón, sino que tendremos, además, la

perfección final de la felicidad al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada

para siempre.

 

 

¿Qué debo hacer?

 

Me temo que mucha gente vea el cielo como un lugar donde encontrarán a los seres

queridos difuntos, más que el lugar donde encontrarán a Dios. Es cierto que en el cielo

veremos a las personas queridas, y que nos alegrará su presencia. Cuando estemos con

Dios, estaremos con todos los que con El están, y nos alegrará saber que nuestros seres

queridos están allí, como Dios se alegra de que estén. Querremos que aquellos que

dejamos alcancen el cielo también, como Dios quiere que lo alcancen.

Pero el cielo es algo más que una reunión de familia. Para todos, Dios es quien importa.

En una escala infinitamente mayor, será como una audiencia con el Santo Padre. Cada

miembro de la familia que visita el Vaticano está contento de que los demás estén allí.

Pero cuando el Papa entra en la sala de audiencias, es a él, principalmente, a quien los


 

 

 

ojos de todos se dirigen. De modo parecido, nos conoceremos y amaremos todos en el

cielo -pero nos conoceremos y amaremos en Dios.

Nunca se resaltará bastante que la felicidad del cielo consiste, esencialmente, en la visión

intelectual de Dios -la final y completa posesión de Dios, al que hemos deseado y amado

débilmente y de lejos-. Y si éste ha de ser nuestro destino -estar eternamente unidos a

Dios por el amor-, de ello se desprende que hemos de empezar a amarle aquí en esta

vida.

Dios no puede llenar lo que ni siquiera existe. Si no hay un principio de amor de Dios en

nuestro corazón, aquí, sobre la tierra, no puede haber la fruición del amor en la eternidad.

Para esto nos ha puesto Dios en la tierra, para que, amándole, pongamos los cimientos

necesarios para nuestra felicidad en el cielo.

En el epígrafe precedente hablábamos de un soldado que, estacionado en una base

lejana, ve el retrato de una muchacha en un periódico y se enamora de ella. Comienza a

escribirle y, a su regreso al hogar, termina por hacerla suya. Es evidente que si, para

empezar, al joven no le hubiera impresionado la, fotografía, o si, tras unas pocas cartas,

hubiera perdido el interés por ella, cesando la correspondencia, aquella muchacha no

habría significado nada para él a su regreso. Y aun en el caso de que se encontrara en el

andén a la llegada del tren, para él su rostro hubiera sido uno más en la multitud. Su

corazón no se sobresaltaría al verla.

De igual modo, si no empezamos a amar a Dios en esta vida, no hay modo de unirnos a

El en la eternidad. Para aquel que entra en la eternidad sin amor de Dios en su corazón,

el cielo, simplemente, no existirá. Igual que un hombre sin ojos no podría ver la belleza del

mundo que le rodea, un hombre sin amor de Dios no podrá ver a Dios; entra en la

eternidad ciego. No es que Dios diga al pecador impenitente (el pecado no es más que

una negativa al amor de Dios): «Como tú no me amas, no quiero nada contigo. ¡Vete al

infierno!». El hombre que muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado,

ha hecho su propia elección. Dios está allí, pero él no puede verle, igual que el sol brilla

aunque el ciego no pueda verlo.

Es evidente que no podemos amar a quien no conocemos. Y esto nos lleva a otro deber

que tenemos en esta vida. Tenemos que aprender todo lo que podamos sobre Dios, para

poder amarle y mantener vivo nuestro amor y hacerle crecer. Volviendo a nuestro

imaginario soldado: Si ese joven no hubiera visto a la muchacha, está claro que nunca

habría llegado a amarla. No podría haberse enamorado de quien ni siquiera habría oído

hablar. Y aun después de ver su fotografía y quedar impresionado por su apariencia, si el

joven no le hubiera escrito y por la correspondencia conocido su atractivo, el primer

impulso de interés nunca se habría hecho amor ardiente.

Por eso «estudiamos» religión. Por eso tenemos clases de catecismo en la escuela y

cursos de religión en la enseñanza media y en la superior. Por eso oímos sermones los

domingos y leemos libros y revistas doctrinales. Por eso tenemos círculos de estudio,

seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar nuestra

«correspondencia» con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por conocerle mejor para que

nuestro amor por El pueda crecer, desarrollarse y conservarse.

Hay, por descontado, una única piedra de toque para probar nuestro amor por alguien. Y

es hacer lo que complace a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos.

Tomando una vez más el ejemplo de nuestro soldadito: Si, a la vez que dice amar a su

chica y querer casarse con ella, se dedicara a gastar su tiempo y dinero en prostitutas y

borracheras, sería un embustero de primera clase. Su amor no sería sincero si no tratara

de ser la clase de hombre que ella querría que fuese.

Parecidamente, hay un solo modo de probar nuestro amor a Dios, y es haciendo lo que El

quiere que hagamos, siendo la clase de hombre que El quiere que seamos. El amor de

Dios no está en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón deba dar


 

 

 

saltos cada vez que pensamos en El. Algunos pueden sentir su amor de Dios de modo

emocional, pero esto no es esencial. Porque el amor de Dios reside en la voluntad. No es

por lo que sentimos sobre Dios, sino por lo que estamos dispuestos a hacer por El, como

probamos nuestro amor a Dios.

Y cuanto más hagamos por Dios aquí, tanto mayor será nuestra felicidad en el cielo.

Quizás parezca una paradoja afirmar que en el cielo unos serán más felices que otros,

cuando antes habíamos dicho que en el cielo todos serán perfectamente felices. Pero no

hay contradicción. Aquellos que hayan amado más a Dios en esta vida serán más

dichosos al consumarse ese amor en el cielo. Un hombre que ama a su novia sólo un

poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que la ame más será más dichoso que el

primero en la consumación de su amor. De igual modo, al crecer nuestro amor a Dios (y

nuestra obediencia a su voluntad) crece nuestra capacidad de ser felices en Dios.

En consecuencia, aunque es cierto que cada bienaventurado será perfectamente feliz,

también es verdad que unos tendrán mayor capacidad de felicidad que otros. Para utilizar

un ejemplo antiguo: una botella de cuarto y una botella de litro pueden ambas estar

llenas, pero la botella de litro contiene más que la de cuarto. O para dar otra comparación:

seis personas escuchan una sinfonía; todos están absortos en la música, pero cada uno

la disfruta en seis grados distintos, que dependerán de su particular conocimiento y

apreciación de la música.

Es, pues, todo esto lo que el catecismo quiere decir cuando pregunta «¿Qué debemos

hacer para adquirir la felicidad del cielo?», a lo que contesta diciendo: «Para adquirir la

felicidad del cielo debemos conocer, amar y servir a Dios en esta vida.» Esa palabra del

medio, «amar», es la palabra clave, lo esencial. Pero el amor no se da sin previo

conocimiento, hay que conocer a Dios para poder amarle. Y no es amor verdadero el que

no se manifiesta en obras: haciendo lo que el amado quiere. Así, pues, debemos también

servir a Dios.

Pero, antes de dar por concluida nuestra respuesta a la pregunta «¿Qué debo hacer?»,

conviene recordar que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad en

este asunto de conocerle, amarle y servirle. La felicidad del cielo es una felicidad

intrínsecamente sobrenatural. No es algo a lo que tengamos derecho alguno. Es una

felicidad que sobrepasa nuestra naturaleza humana, que es sobre-natural. Aun amando a

Dios nos sería imposible contemplarle en el cielo si no nos diera un poder especial. Este

poder especial que Dios da a los bienaventurados, que no forma parte de nuestra

naturaleza humana y al que no tenemos derecho se llama lumen gloriae. Si no fuera por

esta luz de gloria, la felicidad más alta a que podríamos aspirar sería la natural del limbo.

Esta felicidad sería muy parecida a la que goza el santo en esta vida cuando está en

unión cercana y extática con Dios, pero sin llegar a verle.

La felicidad del cielo es una felicidad sobrenatural. Para alcanzarla, Dios nos proporciona

las ayudas sobrenaturales que llamamos gracias. Si El nos dejara con sólo nuestras

fuerzas, nunca conseguiríamos el tipo de amor que nos merecería el cielo. Es una clase

especial de amor a la que llamamos «caridad», y cuya semilla Dios implanta en nuestra

voluntad en el bautismo. Mientras cumplamos nuestra parte buscando, aceptando y usan-

do las gracias que Dios nos provee, este amor sobrenatural crece en nosotros y da fruto.

El cielo es una recompensa sobrenatural que alcanzamos viviendo vida sobrenatural. Y

esta vida sobrenatural es conocer, amar y servir a Dios bajo el impulso de su gracia. Es

todo el plan y toda la filosofía de una vida auténticamente cristiana.


 

 

 

 

¿Quién me enseñará?

 

He aquí una escenita que bien pudiera suceder: El director de una fábrica lleva a uno de

sus obreros ante una nueva máquina que acaba de instalarse. Es enorme y complicada.

El director dice al trabajador: «Te nombro encargado de esta máquina. Si haces un buen

trabajo con ello, tendrás una bonificación de cinco mil dólares a fin de año. Pero como es

una máquina muy cara, si la estropeas, te echo a la calle. Ahí tienes un folleto que te

explica la máquina. Y ahora, ¡a trabajar!»

«Un momento -seguramente diría el obrero-.Si esto significa o tener un montón de dinero

o estar sin trabajo, necesito algo más que un librillo. Es muy fácil entender mal un libro. Y,

además, a un libro no se le pueden hacer preguntas. ¿No sería mejor traer a uno de esos

que hacen las máquinas? Podría explicármelo todo y asegurarse de que lo he entendido

bien.»

Y sería razonable la petición del obrero. Igualmente, cuando se nos dice que toda nuestra

tarea en la tierra consiste en «conocer, amar y servir a Dios», y de que nuestra felicidad

eterna depende de lo bien que la hagamos, podemos con razón preguntar: «¿Quién me

va a explicar la manera de hacerla? ¿Quién me dirá lo que necesito saber?»

Dios se ha anticipado a nuestra pregunta y la ha respondido. Y Dios no se ha limitado a

ponernos un libro en las manos y dejar que nos apañemos con su interpretación lo mejor

que podamos. Dios ha enviado a Alguien de la «Casa Central» para que nos diga lo que

necesitamos saber para decidir nuestro destino. Dios ha enviado nada menos que a su

propio Hijo en la Persona de Jesucristo. Jesús no vino a la tierra con el único fin de morir

en una cruz y redimir nuestros pecados. Jesús vino también a enseñar con la palabra y el

ejemplo. Vino a enseñarnos las verdades sobre Dios que nos conducen a amarle, y a

mostrarnos el modo de vida que prueba nuestro amor.

Jesús, en su presencia física y visible, se fue al cielo el jueves de la Ascensión. Sin

embargo, ideó el modo de quedarse con nosotros como Maestro hasta el fin de los

tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo tipo de

Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el que permanece en la tierra. Las

células de su Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su Cabeza es Jesús mismo, y

el Alma es el Espíritu Santo. La Voz de este Cuerpo es la del mismo Cristo, quien nos

habla continuamente para enseñarnos y guiarnos. A este Cuerpo, el Cuerpo Místico de

Cristo, llamamos Iglesia.

Es esto lo que quiere decir el catecismo al preguntar -como nos hemos preguntado

nosotros-: «¿Quién nos enseña a conocer, amar y servir a Dios?», y responder:

«Aprendemos a conocer, amar y servir a Dios por Jesucristo, el Hijo de Dios, quien nos

enseña por medio de la Iglesia.» Y para que tengamos bien a la mano las principales ver-

dades enseñadas por Jesucristo, la Iglesia las ha condensado en una declaración de fe

que llamamos Credo de los Apóstoles. Ahí están las verdades fundamentales sobre las

que se basa una vida cristiana.

El Credo de los Apóstoles es una oración antiquísima que nadie sabe exactamente

cuándo se formuló con las palabras actuales. Data de los primeros días de los comienzos

del Cristianismo. Los Apóstoles, después de Pentecostés y antes de comenzar sus viajes

misioneros por todo el mundo, formularon con certeza una especie de sumario de las

verdades esenciales que Cristo les había confiado. Con él, todos se aseguraban de

abarcar estas verdades esenciales en su predicación. Serviría también como declaración

de fe para los posibles conversos antes de su incorporación al Cuerpo Místico de Cristo

por el Bautismo.

Así, podemos estar bien seguros que cuando entonamos «Creo en Dios Padre

omnipotente...» recitamos la misma profesión de fe que los primeros convertidos al


 

 

 

Cristianismo -Cornelio y Apolo, Aquila, Priscila y los demás- tan orgullosamente recitaron

y con tanto gozo sellaron con su sangre.

Algunas de las a verdades del Credo de los Apóstoles podíamos haberlas hallado, bajo

unas condiciones ideales, nosotros mismos. Tales son, por ejemplo, la existencia de Dios,

su omnipotencia, que es Creador de cielos y tierra. Otras las conocemos sólo porque Dios

nos las ha enseñado, como que Jesucristo es el Hijo de Dios o que hay tres Personas en

un solo Dios. Al conjunto de verdades que Dios nos ha enseñado (algunas asequibles

para nosotros y otras fuera del alcance de nuestra razón) se le llama «revelación divina»,

o sea, las verdades reveladas por Dios. («Revelar» viene de una palabra latina que

significa «retirar el velo».)

Dios empezó a retirar el velo sobre Sí mismo con las verdades que dio a conocer a

nuestro primer padre, Adán. En el transcurso de los siglos, Dios siguió retirando el velo

poquito a poco. Hizo revelaciones sobre Sí mismo -y sobre nosotros- a los patriarcas

como Noé y Abrahán; a Moisés y a los profetas que vinieron tras él, como Jeremías y

Daniel.

Las verdades reveladas por Dios desde Adán hasta el advenimiento de Cristo se llaman

«revelación precristiana». Fueron la preparación paulatina para la gran manifestación de

la verdad divina que Dios nos haría por su Hijo Jesucristo. A las verdades dadas a

conocer ya directamente por Nuestro Señor, ya por medio de sus Apóstoles bajo la

inspiración del Espíritu Santo, las llamamos «revelación cristiana».

Por medio de Jesucristo, Dios completó la revelación de Sí mismo a la humanidad. Ya nos

ha dicho todo lo que necesitamos saber para ir al cielo. Nos ha dicho todo lo que

necesitamos saber para cumplir nuestro fin y alcanzar la eterna unión con el mismo Dios.

Consecuentemente, tras la muerte del último Apóstol (San Juan), no hay «nuevas»

verdades que la virtud de la fe exija que creamos.

Con el paso de los años, los hombres usarán la inteligencia que Dios les ha dado para

examinar, comparar y estudiar las verdades reveladas por Cristo. El depósito de la verdad

cristiana, como un capullo que se abre, se irá desplegando ante la meditación y el

examen de las grandes mentes de cada generación.

Naturalmente, nosotros, en el siglo XX, comprendemos mucho mejor las enseñanzas de

Cristo que

los cristianos del siglo I. Pero la fe no depende de la plenitud de comprensión. En lo que

concierne a las verdades de fe, nosotros creemos exactamente las mismas verdades que

creyeron los primeros cristianos, las verdades que ellos recibieron de Cristo y de sus

portavoces, los Apóstoles.

Cuando el sucesor de Pedro, el Papa, define solemnemente un dogma-como el de la

Asunción-, no es que presente una nueva verdad para ser creída. Simplemente nos da

pública noticia de que es una verdad que data del tiempo de los Apóstoles y que, en

consecuencia, debemos creer. Desde el tiempo de Cristo ha habido muchas veces en que

Dios ha hecho revelaciones privadas a determinados santos y otras personas. Estos men-

sajes se denominan revelaciones «privadas». A diferencia de las revelaciones «públicas»

dadas por Jesucristo y sus Apóstoles, aquéllas sólo exigen el asentimiento de los que las

reciben. Aun apariciones tan famosas como Lourdes y Fátima, o la del Sagrado Corazón

a Santa Margarita María, no son lo que llamamos «materia de fe divina». Si una evidencia

clara y cierta nos dice que estas apariciones son auténticas, sería una estupidez dudar de

ellas. Pero aun negándolas no incurriríamos en herejía. Estas revelaciones privadas no

forman parte del «depósito de la fe».

Ahora que estamos tratando del tema de la revelación divina sería bueno indicar el

volumen que nos ha guardado muchas de las revelaciones divinas: la Santa Biblia.

Llamamos a la Biblia la Palabra de Dios porque fue el mismo Dios quien inspiró a los

autores de los distintos «libros» que componen la Biblia. Dios les inspiró escribir lo que El


 

 

 

quería que se escribiera, y nada más. Por su directa acción sobre la mente y voluntad del

escritor (sea éste Isaías o Ezequiel, Mateo o Lucas), Dios Espíritu Santo dictó lo que

quería que se escribiera. Fue, por supuesto, un dictado interno y silencioso. El escritor

redactaría según su estilo de expresión propio. Incluso sin darse cuenta de lo que le

movía a consignar las cosas que escribía. Incluso sin percatarse de estar escribiendo bajo

la influencia de la divina inspiración. Y, sin embargo, el Espíritu Santo guiaría cada rasgo

de su pluma.

Es, pues, evidente que la Biblia no está libre de error porque la Iglesia haya dicho, tras un

examen minucioso, que no hay en ella error. La Biblia está libre de error porque su autor

es Dios mismo, siendo el escritor humano un mero instrumento de Dios. El cometido de la

Iglesia ha sido decirnos qué escritos antiguos son inspirados, conservarlos e

interpretarlos.

Sabemos, por cierto, que no todo lo que Jesús enseñó está en la Biblia. Sabemos que

muchas de las verdades que constituyen el depósito de la fe se nos dieron por enseñanza

oral de los Apóstoles y se han transmitido de generación en generación por los obispos,

sucesores de los Apóstoles. Es lo que llamamos Tradición de la Iglesia: las verdades

transmitidas a través de los tiempos por la viva Voz de Cristo en su Iglesia.

En esta doble fuente - la Biblia y la Tradición - encontramos la revelación divina completa,

todas las verdades que debemos creer.


 

 

 

 

CAPÍTULO II

DIOS Y SUS PERFECCIONES

 

¿Quién es Dios?

 

Una vez leí que un catequista pretendía haber perdido la fe cuando un niño le preguntó:

«¿Quién hizo a Dios»? y súbitamente se dio cuenta que no tenía respuesta que darle.

Cuesta creerlo, porque me parece que alguien con suficiente talento para enseñar en una

catequesis tendría que saber que la respuesta es «Nadie».

La prueba principal de la existencia de Dios yace en el hecho de que nada sucede a no

ser que algo lo cause. Los bizcochos no desaparecen del envase a no ser que los dedos

de alguien se los lleven. Un nogal no brota del suelo si antes no cayó allí una nuez. Los

filósofos enuncian este principio diciendo que «cada efecto debe tener una causa».

Así, si nos remontamos a los orígenes de la evolución del universo físico (un millón de

años, o un billón, o lo que los científicos quieran), llegaremos al fin a un punto en que nos

tendremos que preguntar: «Estupendo, pero ¿quién lo puso en marcha? Alguien tuvo que

echar a andar las cosas o no habría universo. De la nada, nada viene.» Los bebés vienen

de sus papás, y las flores de semillas, pero tiene que haber un punto de partida. Ha de

haber alguien no hecho por otro, ha de haber alguien que haya existido siempre, alguien

que no tuvo comienzo. Ha de haber alguien con poder e inteligencia sin límites, cuya

propia naturaleza sea existir.

Ese alguien existe, y ese Alguien es exactamente Aquel a quien llamamos Dios. Dios es

el que existe por naturaleza propia. La única descripción exacta que podemos dar de Dios

es decir que es «el que es». Por eso, la respuesta al niño preguntón es sencillamente:

«Nadie hizo a Dios. Dios ha existido siempre y siempre existirá.»

Expresamos el concepto de Dios, el que sea el origen de todo ser, por encima y más allá

de todo lo que existe, diciendo que es el Ser Supremo. De ahí se sigue que no puede

haber más que un Dios. Hablar de dos (o más) seres supremos sería una contradicción.

La misma palabra «supremo» significa «por encima de los demás». Si hubiera dos dioses

igualmente poderosos, uno al lado del otro, ninguno de ellos sería supremo. Ninguno

tendría el infinito poder que Dios debe tener por naturaleza. El «infinito» poder de uno

anularía el «infinito» poder del otro. Cada uno sería limitado por el otro. Como dice San

Atanasio: «Hablar de varios dioses igualmente omnipotentes es como hablar de varios

dioses igualmente impotentes.»

Hay un solo Dios y es Espíritu Para entenderlo tenemos que saber que los filósofos

distinguen dos clases de sustancias: espirituales y físicas. Una sustancia física es la

hecha de partes. El aire que respiramos, por ejemplo, está compuesto de nitrógeno y

oxígeno. Estos, a su vez, de moléculas, y las moléculas de átomos, y los átomos de

neutrones, protones y electrones. Cada trocito del universo material está hecho de

sustancias físicas. Las sustancias físicas llevan en sí los elementos de su propia

disolución, ya que sus partes pueden separarse por corrupción o destrucción.

Por el contrario, una sustancia espiritual no tiene partes. No hay nada que pueda

romperse, corromperse, separarse o dividirse. Esto se expresa en filosofía- diciendo que

una sustancia espiritual es una sustancia simple. Y ésta es la razón de que las sustancias

espirituales sean inmortales. Fuera de un acto directo de Dios, no hay modo de que dejen

de existir.

Conocemos tres clases de sustancias espirituales. Primero de todo la de Dios mismo, el

Espíritu infinitamente perfecto. Luego, la de los ángeles, y, por último, las almas humanas.

En los tres casos hay una inteligencia que no depende de sustancia física para actuar. Es

verdad que, en esta vida, nuestra alma está unida a un cuerpo físico y que depende de él


 

 

 

para sus actividades. Pero no es una dependencia absoluta y permanente. Cuando se

separa del cuerpo por la muerte, el alma aún actúa. Aún conoce y ama, incluso más

libremente que en esta vida mortal.

Si quisiéramos imaginar cómo es un espíritu (tarea difícil, pues «imaginar» significa

hacerse una imagen, y aquí no hay imagen que podamos adquirir); si quisiéramos

hacernos una idea de lo que es un espíritu, podemos pensar cómo seríamos si nuestro

cuerpo súbitamente se evaporara. Aún conservaríamos nuestra identidad y personalidad

propias; aún retendríamos todo el conocimiento que poseemos, todos nuestros afectos.

Aún seríamos YO -pero sin cuerpo-. Seríamos, pues, espíritu.

Si «espíritu» resulta una palabra difícil de captar, «infinito» aún lo es más. «Infinito»

significa «no finito», y, a su vez, «finito» quiere decir «limitado». Una cosa es limitada si

tiene un límite o capacidad que no puede traspasar. Todo lo creado es finito de algún

modo. Hay límite al agua que puede contener el océano Pacífico. Hay límite a la energía

del átomo de hidrógeno. Hay límite incluso a la santidad de la Virgen María. Pero en Dios

no hay límites de ninguna clase, no está limitado en ningún sentido.

El catecismo nos dice, que Dios es «un Espíritu infinitamente perfecto». Lo que significa

que no hay nada bueno, deseable o valioso que no se encuentre en Dios en grado

absolutamente ilimitado. Quizá lo expresaremos mejor si invertimos la frase y decimos

que no hay nada bueno, deseable o valioso en el universo que no sea reflejo (una

«chispita», podríamos decir) de esa misma cualidad según existe inconmensurablemente

en Dios. La belleza de una flor, por ejemplo, es un reflejo minúsculo de la belleza sin

límites de Dios, igual que el fugaz rayo de luna es un reflejo pálido de la cegadora luz

solar.

Las perfecciones de Dios son de la misma sustancia de Dios. Si quisiéramos expresarnos

con perfecta exactitud no diríamos «Dios es bueno», sino «Dios es bondad». Dios,

hablando con propiedad, no es sabio: es la Sabiduría.

No podemos entretenernos aquí para exponer todas las maravillosas perfecciones

divinas, pero, al menos, daremos una ojeada a algunas. Ya hemos tratado una de las

perfecciones de Dios: su eternidad. Hombres y ángeles pueden calificarse de eternos, ya

que nunca morirán. Pero tuvieron .principio y están sujetos a cambio. Sólo Dios es eterno

en sentido absoluto; no sólo no morirá nunca, sino que jamás hubo un tiempo en que El

no existiera. El será -como siempre ha sido- sin cambio alguno.

Dios es, como hemos dicho, bondad infinita. No hay límites a su bondad, que es tal que

verle será amarle con amor irresistible. Y esta bondad se derrama continuamente sobre

nosotros.

Alguien puede preguntar: «Si Dios es tan bueno, ¿por qué permite tantos sufrimientos y

males en el mundo? ¿Por qué deja que haya crímenes, enfermedades y miseria?» Se han

escrito bibliotecas enteras sobré el problema del mal, y no se puede pretender que

tratemos aquí este tema como se merece. Sin embargo, sí podemos señalar que el mal,

tanto físico como moral, en cuanto afecta a los humanos, vino al mundo como

consecuencia del pecado del hombre. Dios, que dio al hombre libre albedrío y puso en

marcha su plan para la humanidad, no está interfiriendo continuamente para arrebatarle

ese don de la libertad. Con ese libre albedrío que Dios nos dio tenemos que labrarnos

nuestro destino hasta su final -hasta la felicidad eterna, si a ella escogemos dirigirnos, y

con la ayuda de la gracia divina, si queremos aceptarla y utilizarla-, pero libres hasta el fin.

El mal es idea del hombre, no de Dios. Y si el inocente y el justo tienen que sufrir la

maldad de los males, su recompensa al final será mayor. Sus sufrimientos y lágrimas

serán nada en comparación con el gozo venidero. Y mientras tanto, Dios guarda siempre

a los que le guardan en su corazón.

A continuación viene la realidad del infinito conocimiento de Dios. Todo tiempo -pasado,

presente y futuro-; todas las cosas -las que son y las que podrían ser-; todo conocimiento


 

 

 

posible es lo que podríamos llamar «un único gran pensamiento» de la mente divina. La

mente de Dios contiene todos los tiempos y toda la creación, del mismo modo que el

vientre materno contiene a todo el niño.

¿Sabe Dios lo que haré mañana? Sí. ¿Y la semana próxima? Sí. Entonces, ¿no es igual

que tener que hacerlo? Si Dios sabe que el martes iré de visita a casa de tía Lola, ¿cómo

puedo no hacerlo?

Esa aparente dificultad, que un momento de reflexión nos resolverá, nace de confundir a

Dios conocedor con Dios causante. Que Dios sepa que iré a ver a mi tía Lola no es la

causa que me hace ir. O al revés, es mi decisión de ir a casa de tía Lola lo que produce la

ocasión de que Dios lo sepa. El hecho de que el meteorólogo estudiando sus mapas sepa

que lloverá mañana, no causa la lluvia. Es al revés. La condición indispensable de que

mañana va a llover proporciona al meteorólogo la ocasión de saberlo.

Para ser teológicamente exactos conviene decir aquí que, absolutamente hablando, Dios

es la causa de todo lo que sucede. Dios es, por naturaleza, la Primera Causa. Esto quiere

decir que nada existe y nada sucede que no tenga su origen en el infinito poder de Dios.

Sin embargo, no hay necesidad de entrar aquí en la cuestión filosófica de la causalidad.

Para nuestro propósito basta saber que la presciencia divina no me obliga a hacer lo que

yo libremente decido hacer.

Otra perfección de Dios es que no hay límites a su presencia; decimos de El que es

«omnipresente». Está siempre en todas partes. ¿Y cómo podría ser de otro modo si no

hay lugares fuera de Dios? Está en este despacho en que escribo, está en la habitación

en que me lees. Si algún día una aeronave llegara a Marte o Venus, el astronauta no es-

taría solo al alcanzar el planeta: Dios estará allí.

La presencia sin límites de Dios, nótese, nada tiene que ver con el tamaño. El tamaño es

algo perteneciente a la materia física. «Grande» y «pequeño» no tienen sentido si se

aplican a un espíritu, y menos aún a Dios. No, no es que una parte de Dios esté en este

lugar y otra en otro. Todo Dios está en todas partes. Hablando de Dios, espacio es tan sin

significado como tamaño.

Otra perfección divina es su poder infinito. Puede hacerlo todo: es omnipotente. «¿Puede

hacer un círculo cuadrado?», alguno puede preguntar. No, porque un círculo cuadrado no

es algo, es nada, una contradicción en términos como decir luz del día por la noche.

«¿Puede Dios pecar?» No, de nuevo, porque el pecado es un fallo en la obediencia

debida a Dios. En fin, Dios puede hacerlo todo menos lo que es no ser, lo que es nada.

Dios es también infinitamente sabio. En principio, lo ha hecho todo, así que

evidentemente sabe cuál es el modo mejor de usar las cosas que ha hecho, cuál es el

mejor plan para sus criaturas. Alguno que se queje «¿Por qué hace Dios esto?» o «¿Por

qué no hace Dios eso y aquello?», debería recordar que una hormiga tiene más derecho a

criticar a Einstein que el hombre, en su limitada inteligencia, a poner en duda la infinita sa-

biduría de Dios.

Apenas hace falta resaltar la infinita santidad de Dios. La belleza espiritual de Aquel en

quien tiene origen toda la santidad humana es evidente. Sabemos que incluso la santidad

sin mancha de Santa María, ante el esplendor radiante de Dios, sería como la luz de una

cerilla comparada con la del sol.

Y Dios es todo misericordia. Tantas veces como nos arrepentimos, Dios perdona. Hay un

límite a tu paciencia y a la mía, pero no a la infinita misericordia divina. Pero también es

infinitamente justo. Dios no es una abuelita indulgente que cierra los ojos a nuestros

pecados. Nos quiere en el cielo, pero su misericordia no anula su justicia si rehusamos

amarle, que es nuestra razón de ser.

Todo esto y más es lo que significamos cuando decimos «Dios es un espíritu infinitamente

perfecto».


 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III

LA UNIDAD Y TRINIDAD DE DIOS

¿Cómo es que son tres?

 

Estoy seguro que ninguno de nosotros se molestaría en explicar un problema de física

nuclear a un niño de cinco años. Y, sin embargo, la distancia que hay entre la inteligencia

de un niño de cinco años y los últimos avances de la ciencia es nada comparada con la

que existe entre la más brillante mente humana y la verdadera naturaleza de Dios. Hay un

límite a lo que la mente humana -aun en condiciones óptimas- puede captar y entender.

Dado que Dios es un Ser infinito, ningún intelecto creado, por dotado que esté, puede

alcanzar sus profundidades.

Por eso, Dios, al revelarnos la verdad sobre Sí mismo, tiene que contentarse con

enunciarnos sencillamente cuál es esa verdad; el «cómo» de ella está tan lejos de

nuestras facultades en esta vida, que ni Dios mismo trata de explicárnoslo.

Una de estas verdades es que, habiendo un solo Dios, existen en El tres Personas divinas

-Padre, Hijo y Espíritu Santo-. Hay una sola naturaleza divina, pero tres Personas divinas.

En lo humano, «naturaleza» y «persona» son prácticamente una y la misma cosa. Si en

una habitación hay tres personas, tres naturalezas humanas están presentes; si sólo está

una naturaleza humana presente, hay una sola persona. Así, cuando tratamos de pensar

en Dios como tres Personas con una y la misma naturaleza, nos encontramos como

dando cabezazos contra un muro.

Por esta razón llamamos a las verdades de fe como esta de la Santísima Trinidad

«misterios de fe». Las creemos porque Dios nos las ha manifestado, y El es infinitamente

sabio y veraz. Pero para saber cómo puede ser así tenemos que esperar a que El se nos

manifieste del todo en el cielo.

Por supuesto, los teólogos pueden aclarárnoslo un poquito. Explican que la distinción

entre las tres Personas divinas se basa en la relación que existe entre ellas. Está Dios

Padre, quien mira en su mente divina, y se ve cómo es realmente, formulando un

pensamiento de Sí mismo. Tú y yo, muchas veces, hacemos lo mismo. Volvemos nuestra

mirada sobre nosotros mismos y formamos un pensamiento sobre nosotros. Este

pensamiento se expresa en las palabras silenciosas «Juan Pérez» o «María García».

Pero hay una diferencia entre nuestro propio conocimiento y el de Dios sobre Sí mismo.

Nuestro conocimiento propio es imperfecto, incompleto. (Nuestros amigos podrían

decirnos cosas sobre nosotros que nos sorprenderían, ¡sin contar lo que dirían nuestros

enemigos!)

Pero, aun si nos conociéramos perfectamente, aun si el concepto que de nosotros

tenemos al enunciar en silencio nuestro nombre fuera completo, o sea una perfecta

reproducción de nosotros mismos, tan sólo sería un pensamiento que no saldría de

nuestro interior, sin existencia independiente, sin vida propia. El pensamiento cesaría de

existir, aun en mi mente, tan pronto como volviera mi atención a otra cosa. La razón es

que la existencia o la vida no son parte necesaria de un retrato mío. Hubo un tiempo en

que yo no existía en absoluto, y volvería inmediatamente a la nada si Dios no me

mantuviera en la existencia.

Pero con Dios las cosas son muy distintas. El existir pertenece a la misma naturaleza

divina. No hay otra manera de concebir a Dios adecuadamente que diciendo que es el Ser

que nunca tuvo principio, el que siempre fue y siempre será. La única definición real que

podemos dar de Dios es decir «El que es». Así se definió a Moisés, recordarás: «Yo soy

el que soy.»


 

 

 

Si el concepto que Dios tiene de Sí mismo ha de ser un pensamiento infinitamente

completo y perfecto, tiene que incluir la existencia, ya que el existir es de la naturaleza de

Dios. La imagen que Dios ve de Sí mismo, la Palabra silenciosa con que eternamente se

expresa a Sí mismo, debe tener una existencia propia, distinta. A este Pensamiento vivo

en que Dios se expresa a Sí mismo perfectamente lo llamamos Dios Hijo. Dios Padre es

Dios conociéndose a Sí mismo; Dios Hijo es la expresión del conocimiento que Dios tiene

de Sí. Así, la segunda Persona de la Santísima Trinidad es llamada Hijo precisamente

porque es generado por toda la eternidad, engendrado en la mente divina del Padre.

También se le llama el Verbo de Dios, porque es la «Palabra mental» en que la mente

divina expresa el pensamiento de Sí mismo.

Luego, Dios Padre (Dios conociéndose a Sí mismo) y Dios Hijo (el conocimiento de Dios

sobre Sí mismo) contemplan la naturaleza que ambos poseen en común. Al verse

(hablamos, por su

puesto, en términos humanos), contemplan en esa naturaleza todo lo que es bello y

bueno -es decir, todo lo que produce amor- en grado infinito.

Y así la voluntad divina mueve un acto de amor infinito hacia la bondad y belleza divinas.

Dado que el amor de Dios a Sí mismo, como el cono cimiento de Dios de Sí mismo, son

de la misma naturaleza divina, tiene que ser un amor vivo. Este amor infinitamente

perfecto, infinitamente intenso, que eternamente fluye del Padre y del Hijo es el que

llamamos Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo». Es la tercera Persona de la

Santísima Trinidad.

 

- Dios Padre es Dios conociéndose a Sí mismo.

- Dios Hijo es la expresión del conocimiento de Dios de Sí mismo.

- Dios Espíritu Santo es el resultado del amor de Dios a Sí mismo.

 

Esta es la Santísima Trinidad: tres Personas divinas en un solo Dios, una naturaleza

divina.

Un pequeño ejemplo podría aclararnos la relación que existe entre las tres Personas

divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Supón que te miras en un espejo de cuerpo entero. Ves una imagen perfecta de ti mismo

con una excepción: no es más que un reflejo en el espejo. Pero si la imagen saliera de él

y se pusiera a tu lado, viva y palpitante como tú, entonces sí que sería tu imagen perfecta.

Pero no habría dos tú, sino un solo Tú, una naturaleza humana. Habría dos «personas»,

pero sólo una mente y una voluntad, compartiendo el mismo conocimiento y los mismos

pensamientos.

Luego, ya que el amor de sí (el amor de sí bueno) es natural a todo ser inteligente, habría

una corriente de amor ardiente y mutuo entre tú y tu imagen. Ahora, da rienda suelta a tu

fantasía, y piensa en el ser de este amor como una parte tan de ti mismo, tan hondamente

enraizado en tu misma naturaleza, que llegara a ser una reproducción viva y palpitante de

ti mismo. Este amor sería una «tercera persona» (pero todavía nada más que un Tú,

recuerda; sólo una naturaleza humana), una tercera persona que estaría entre tú y tu

imagen, y los tres unidos mano en mano, tres personas en una naturaleza humana.

Quizá este vuelo de la imaginación pueda ayudarnos a entender opacamente la relación

que existe entre las tres Personas de la Santísima Trinidad: Dios Padre «mirándose» a Sí

mismo en su mente divina y mostrando allí la Imagen de Sí, tan infinitamente perfecta que

es una imagen viva, Dios Hijo; y Dios Padre y Dios Hijo amando la naturaleza divina que

ambos poseen en común como amor vivo, Dios Espíritu Santo. Tres personas divinas,

una naturaleza divina.

Si el ejemplo que he utilizado no ayuda nada a nuestro concepto de la Santísima Trinidad,

no tenemos por qué sentir frustración. Tratamos con un misterio de fe, y nadie, ni el mayor


 

 

 

de los teólogos, puede aspirar a comprenderlo realmente. A lo más que puede llegarse es

a distintos grados de ignorancia.

Nadie debe sentirse frustrado si hay misterios de fe. Sólo una persona enferma de

soberbia intelectual consumada pretenderá abarcar lo infinito, la insondable profundidad

de la naturaleza de Dios. Más que resentir nuestras humanas limitaciones, tenemos que

movernos al agradecimiento porque Dios se ha dignado decirnos tanto sobre Sí mismo,

sobre su naturaleza íntima.

Al pensar en la Trinidad Beatísima tenemos que estar en guardia contra un error: No

podemos pensar en Dios Padre como el que «viene primero», y en Dios Hijo como el que

viene después y Dios Espíritu Santo un poco más tarde todavía. Los tres son igualmente

eternos al poseer la misma naturaleza divina; el Verbo de Dios y el Amor de Dios son tan

sin tiempo como la Naturaleza de Dios. Y Dios Hijo y Dios Espíritu Santo no están

subordinados al Padre en modo alguno; ninguna de las Personas es más poderosa, más

sapiente, más grande que las demás. Las tres tienen igual perfección infinita, igualdad

basada en la única naturaleza divina que las tres poseen.

Sin embargo, atribuimos a cada Persona divina ciertas obras, ciertas actividades, que

parecen más apropiadas a la particular relación de esta o aquella Persona divina. Por

ejemplo, atribuimos a Dios Padre la obra de la creación, ya que pensamos en El como el

«generador», el instigador, el motor de todas las cosas, la sede del infinito poder que Dios

posee.

Parecidamente, ya que Dios Hijo es el Conocimiento o la Sabiduría del Padre, le

adscribimos las obras de sapiencia; es El quien vino a la tierra para darnos a conocer la

verdad y salvar el abismo entre Dios y el hombre.

Finalmente, dado que el Espíritu Santo es el Amor infinito, le apropiamos las obras de

amor, especialmente la santificación de las almas, ya que resulta de la inhabitación del

Amor de Dios en nuestra alma.

Dios Padre es el Creador, Dios Hijo es el Redentor, Dios Espíritu Santo es el Santificador.

Y, sin embargo, lo que Uno hace, lo hacen Todos; donde Uno está, están los tres.

Este es el misterio de la Trinidad Santísima: la infinita variedad en la unidad absoluta,

cuya belleza nos colmará en el cielo.


 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

LA CREACION Y LOS ANGELES

 

 ¿Cómo empezó la creación?

 

A veces un modista, un pastelero o un perfumista se jactan de hacer una nueva

«creación». Cuando esto ocurre, utilizan la palabra «creación» en un sentido muy amplio.

Por nueva que sea una moda, tiene que basarse en tejido de algún tipo. Por agradable

que resulte un postre o un perfume, tiene que basarse en alguna clase de ingredientes.

«Crear» significa «hacer de la nada». Hablando con propiedad, sólo Dios, cuyo poder es

infinito, puede crear.

Hay científicos que se afanan hoy en día en los laboratorios tratando de «crear» vida en

un tubo de ensayo. Una y otra vez, tras fracasos repetidos, mezclan sus ingredientes

químicos y combinan sus moléculas. Si lo conseguirán algún día o no, no lo sé. Pero

aunque su paciencia fuera recompensada, no podría decirse que habían «creado» nueva

vida. Todo el tiempo habrían estado trabajando con materiales que Dios les ha

proporcionado.

Cuando Dios crea, no necesita materiales o utensilios para poder trabajar. Simplemente,

QUIERE que algo sea, y es. «Hágase la luz» dijo al principio, «y la luz fue...» «Hágase un

firmamento en medio de las aguas», dijo Dios, «y así se hizo» (Gen 1, 3-6).

La voluntad creadora de Dios no sólo ha llamado a todas las cosas a la existencia, sino

que las MANTIENE en ella. Si Dios retirara el sostén de su voluntad a cualquier criatura,

ésta dejaría de existir en aquel mismo instante, volvería a la nada de la que salió.

Las primeras obras de la creación divina que conocemos (Dios no tiene por qué

habérnoslo dicho todo) son los ángeles. Un ángel es un espíritu, es decir, un ser con

inteligencia y voluntad, pero sin cuerpo, sin dependencia alguna de la materia. El alma

humana también es un espíritu, pero el alma humana nunca será ángel, ni siquiera du-

rante el tiempo en que, separada del cuerpo por la muerte, espere la resurrección.

El alma humana ha sido hecha para estar unida a un cuerpo físico. Decimos que tiene

«afinidad» hacia un cuerpo. Una persona humana, compuesta de alma y cuerpo, es

incompleta sin éste. Hablaremos más extensamente de ello cuando tratemos de la

resurrección de la carne. Pero, por el momento, sólo queremos subrayar el hecho de que

un ángel, sin cuerpo, es una persona completa, y que un ángel es muy superior al ser

humano.

Hoy en día hay mucha literatura fantástica sobre los «marcianos». Estos supuestos

habitantes de nuestro vecino planeta son generalmente representados como más

inteligentes y poderosos que nosotros, pobres mortales ligados a la tierra. Pero ni el más

ingenioso de los escritores de ciencia ficción podrá nunca hacer justicia a la belleza

deslumbradora, la inteligencia poderosa y el tremendo poder de un ángel. Si esto es así

del orden inferior de las huestes celestiales -del orden de los propiamente llamados

ángeles-, ¿qué decir de los órdenes ascendentes de espíritus puros que se hallan por

encima de los ángeles? Se nos enumeran en la Sagrada Escritura como arcángeles,

principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Es muy

posible que un arcángel esté a tanta distancia en perfección de un ángel como éste de un

humano.

Aquí, por supuesto, bien poco sabemos sobre los ángeles, sobre su naturaleza íntima o

los grados de distinción que hay entre ellos. Ni siquiera sabemos cuántos son, aunque la

Biblia indica que su número es muy grande «Millares de millares le sirven, y diez mil

veces mil están ante El», dice el libro de Daniel (7, 10).


 

 

 

Sólo los nombres de tres ángeles se nos han dado a conocer: Gabriel, «Fortaleza de

Dios»; Miguel, «¿Quién como Dios?», y Rafael, «Medicina de Dios». Con respecto a los

ángeles parece como si Dios se hubiera contentado con dejarnos vislumbrar apenas las

maravillas y la magnificencia que nos aguarda en el mundo más allá del tiempo y del

espacio. Como las líneas de perspectiva de un cuadro conducen la atención hacia el

asunto central, así los coros ascendentes de espíritus puros llevan irresistiblemente

nuestra atención hacia la suprema Majestad de Dios, de un Dios cuya infinita perfección

es inconmensurablemente superior al más exaltado de los serafines.

Y, recordemos que no estamos hablando de un mundo de fantasía e imaginación. Es un

mundo mucho más real que el planeta Marte, más sustancial que el suelo que pisamos.

Pero, lo mejor de todo es que podemos ir a este mundo sin ayuda de naves

interplanetarias. Es un mundo al que, si queremos, iremos.

Cuando Dios creó los ángeles, dotó a cada uno de una voluntad que le hace

supremamente libre. Sabemos que el precio del cielo es amar a Dios.

Por un acto de amor de Dios, un espíritu, sea ángel o alma humana, se adecua para ir al

cielo. Y este amor tiene que probarse del único modo con que el amor a Dios puede ser

probado: por la libre y voluntaria sumisión de la voluntad creada a Dios, por lo que

llamamos comúnmente un «acto de obediencia» o un «acto de lealtad».

Dios hizo a los ángeles con libre albedrío para que fueran capaces de hacer su acto de

amor a Dios, de elegir a Dios. Sólo después verían a Dios cara a cara; sólo entonces

podrían entrar en la unión eterna con Dios que llamamos «cielo».

Dios no nos ha dado a conocer la clase de prueba a que sometió a los ángeles. Muchos

teólogos piensan que Dios dio a los ángeles una visión previa de Jesucristo, el Redentor

de la raza humana, y les mandó que le adoraran... Jesucristo en todas sus humillaciones,

un niño en el pesebre, un criminal en la cruz. Según esta teoría, algunos ángeles se

rebelaron ante la perspectiva de tener que adorar a Dios encarnado. Conscientes de su

propia magnificencia espiritual, de su belleza y dignidad, no pudieron hacer el acto de

sumisión que la adoración a Jesucristo les pedía. Bajo el caudillaje de uno de los- ángeles

más dotados, Lucifer, «Portador de luz», el pecado de orgullo alejó de Dios a muchos

ángeles, y recorrió los cielos el terrible grito «Non serviam», «No serviré».

Y así comenzó el infierno. Porque el infierno es, esencialmente, la separación de Dios de

un espíritu. Más tarde, cuando la raza humana pecó en la persona de Adán, daría Dios al

género humano una segunda oportunidad. Pero no hubo segunda oportunidad para los

ángeles rebeldes. Dadas la perfecta claridad de su mente angélica y la inimpedida libertad

de su voluntad angélica, ni la misericordia infinita de Dios podía hallar excusa para el

pecado de los ángeles. Comprendieron (en un grado al que Adán jamás podía llegar)

cuáles serían las consecuencias de su pecado. En ellos no hubo «tentación» en el sentido

en que ordinariamente entendemos la palabra. Su pecado fue lo que podríamos llamar «a

sangre fría». Por su rechazo de Dios, deliberado y pleno, sus voluntades quedaron fijas

contra Dios, fijas para siempre. En ellos no es posible el arrepentimiento, no quieren

arrepentirse. Hicieron su elección por toda la eternidad. En ellos arde un odio perpetuo

hacia Dios y hacia todas sus obras.

No sabemos cuántos ángeles pecaron; tampoco Dios ha querido informarnos de esto. Por

menciones de la Sagrada Escritura, inferimos que los ángeles caídos (o «demonios»,

como les llamamos comúnmente) son numerosos. Pero, parece lo más probable que la

mayoría de las huestes celestiales permanecieran fieles a Dios, hicieran su acto de

sumisión a Dios, y estén con El en el cielo.

A menudo se llama «Satán» al demonio. Es una palabra hebrea que significa

«adversario». Los diablos son, claro está, los adversarios, los enemigos de los hombres.

En su odio inextinguible a Dios, es natural que odien también a su criatura, el hombre. Su

odio resulta aún más comprensible a la luz de la creencia de que Dios creó a los hombres


 

 

 

precisamente para reemplazar a los ángeles que pecaron, para llenar el hueco que

dejaron con su defección.

Al pecar, los ángeles rebeldes no perdieron ninguno de sus dones naturales. El diablo

posee una agudeza intelectual y un poder sobre la naturaleza impropios de nosotros,

meros seres humanos. Toda su inteligencia y todo su poder van ahora dirigidos a apartar

del cielo a las almas a él destinadas. Los esfuerzos del diablo se encaminan ahora

incansablemente a arrastrar al hombre a su misma senda de rebelión contra Dios. En con

secuencia, decimos que los diablos nos tientan al pecado.

No sabemos el límite exacto de su poder. Desconocemos hasta qué punto pueden influir

sobre la naturaleza humana, hasta qué punto pueden dirigir el curso natural de los

acontecimientos para inducirnos a tentación, para llevarnos al punto en que debemos

decidir entre la voluntad de Dios y nuestra voluntad personal. Pero sabemos que el diablo

nunca puede forzarnos a pecar. No puede destruir nuestra libertad de elección. No puede,

por decirlo así, forzarnos un «Sí» cuando realmente queremos decir «No». Pero es un ad-

versario al que es muy saludable temer.

 

 

¿Es real el diablo?

 

Alguien ha dicho que incluso el más encarnizado de los pecadores dedica más tiempo a

hacer cosas buenas o indiferentes que cosas malas. En otras palabras, que siempre hay

algún bien incluso en el peor de nosotros.

Es esto lo que hace tan difícil comprender la real naturaleza de los demonios. Los ángeles

caídos son espíritus puros sin cuerpo. Son absolutamente inmateriales. Cuando fijaron su

voluntad contra Dios en el acto de su rebelión, abrazaron el mal (que es el rechazo de

Dios) con toda su naturaleza. Un demonio es cien por cien mal, cien por cien odio, sin que

pueda hallarse un mínimo resto de bien en parte alguna de su ser.

La inevitable y constante asociación del alma con estos espíritus, cuya maldad sin

paliativos es una fuerza viva y activa, no será el menor de los horrores del infierno. En

esta vida nos encontramos a disgusto, incómodos, cuando tropezamos con alguien

manifiestamente depravado. A duras penas podemos soportar la idea de lo que será estar

encadenado por toda la eternidad a la maldad viva y absoluta, cuya fuerza de acción

sobrepasa inconmensurablemente la del hombre más corrompido.

A duras penas soportamos el pensarlo, aunque tendríamos que hacerlo de vez en

cuando. Nuestro gran peligro aquí, en la tierra, es olvidarnos de que el diablo es una

fuerza viva y actuante. Más peligroso todavía es dejarnos influir por la soberbia intelectual

de los descreídos. Si nos dedicamos a leer libros «científicos» y a escuchar a gente

«lista», que pontifican que el diablo es «una superstición medieval» hace tiempo

superada, insensiblemente terminaremos por pensar que es una figura retórica, un

símbolo abstracto del mal sin entidad real.

Y éste sería un error fatal. Nada conviene más al diablo que el que nos olvidemos de él o

no le prestemos atención, y, sobre todo, que no creamos en él. Un enemigo cuya

presencia no se sospecha, que puede atacar emboscado, es doblemente peligroso. Las

posibilidades de victoria que tiene un enemigo aumentan en proporción a la ceguera o

inadvertencia de la víctima.

Lo que Dios hace, no lo deshace. Lo que Dios da, no lo quita. Dio a los ángeles

inteligencia y poder de orden superior, y no los revoca, ni siquiera a los ángeles rebeldes.

Si un simple ser humano puede inducirnos a pecar, si un compañero puede decir «¡Hala!,

Pepe, vámonos de juerga esta noche», si una vecina puede decir «¿Por qué no pruebas

esto, Rosa? También tú tienes derecho a descansar y no tener más hijos en una


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