¡Dios te salve María!
 

temporada», el diablo puede más todavía, colocándonos ante tentaciones más sutiles y

mucho menos claras.

Pero no puede hacernos pecar. No hay poder en la tierra o en el infierno que pueda

hacemos pecar. Siempre tenemos nuestro libre albedrío, siempre nos queda nuestra

capacidad de elegir, y nadie puede imponemos esa decisión. Pepe puede decir «¡No!» al

compañero que le propone la juerga; Rosa puede decir «¡No!» a la vecina que le

recomienda el anticonceptivo. Y todas las tentaciones que el diablo pueda ponernos en

nuestro camino, por potentes que sean, pueden ser rechazadas con igual firmeza. No hay

pecado a no ser que, y hasta que, nuestra voluntad se aparte de Dios y escoja un bien

inferior en su lugar. Nadie, nunca, podrá decir en verdad «Pequé porque no pude

evitarlo».

Que todas las tentaciones no vienen del diablo es evidente. Muchas nos vienen del

mundo que nos rodea, incluso de amigos y conocidos, como en el ejemplo anterior. Otras

provienen de fuerzas interiores, profundamente arraigadas en nosotros, que llamamos

pasiones, fuerzas imperfectamente controladas y, a menudo, rebeldes, que son resultado

del pecado original. Pero, sea cuál sea el origen de la tentación, sabemos que, si

queremos, podemos dominarla.

Dios a nadie pide imposibles. El no nos pediría amor constante y lealtad absoluta si nos

fuera imposible dárselos. Luego ¿debemos atribularnos o asustarnos porque vengan

tentaciones? No, es precisamente venciendo la tentación como adquirimos mérito delante

de Dios; por las tentaciones encontradas y vencidas, crecemos en santidad. Tendría poco

mérito ser bueno si fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin

tentaciones; en la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron

venciéndolas.

Por supuesto, no podemos vencer en estas batallas nosotros solos. Hemos de tener la

ayuda de Dios para reforzar nuestra debilitada voluntad. «Sin Mí, no podéis hacer nada»

nos dice el Señor. Su ayuda, su gracia, está a nuestra disposición en ilimitada

abundancia, si la deseamos, si la buscamos. La confesión frecuente, la comunión y ora-

ción habituales (especialmente a la hora de la tentación) nos harán inmunes a la

tentación, si hacemos lo que está en nuestra parte.

No tenemos derecho a esperar que Dios lo haga todo. Si no evitamos peligros

innecesarios, si, en la medida que podamos, no evitamos las circunstancias -las

personas, lugares o cosas que puedan inducirnos a tentación-, no estamos cumpliendo

por nuestra parte. Si andamos buscando el peligro, atamos las manos de Dios. Ahogamos

la gracia en su mismo origen.

A veces decimos de una persona cuyas acciones son especialmente malvadas, «Debe

estar poseída del diablo». La mayoría de las veces cuando calificamos a alguien de

«poseso» no queremos ser literales; simplemente indicamos un anormal grado de

maldad.

Pero existe, real y literalmente, la posesión diabólica. Como indicábamos antes,

desconocemos la extensión total de los poderes del diablo sobre el universo creado, en el

que se incluye la humanidad. Sabemos que no puede hacer nada si Dios no se lo permite.

Pero también sabemos que Dios, al realizar sus planes para la creación, no quita

normalmente (ni a los ángeles ni a los hombres) ninguno de los poderes que concedió

originalmente.

En cualquier caso, tanto la Biblia como la historia, además de la continua experiencia de

la Iglesia, muestran con claridad meridiana que existe la posesión diabólica, o sea, que el

diablo penetra en el cuerpo de una persona y controla sus actividades físicas: su palabra,

sus movimientos, sus acciones. Pero el diablo no puede controlar su alma; la libertad del

alma humana queda inviolada, y ni todos los demonios del infierno pueden forzarla. En la


 

 

 

posesión diabólica la persona pierde el control de sus acciones físicas, que pasan a un

poder más fuerte, el del diablo. Lo que. el cuerpo haga, lo hace el diablo, no la persona.

El diablo puede ejercer otro tipo de influencia. Es la obsesión diabólica. En ella, más que

desde el interior de la persona, el diablo ataca desde fuera. Puede asir a un hombre y

derribarlo, puede sacarlo de la cama, atormentarlo con ruidos horribles y otras

manifestaciones. San Juan Bautista Vianney, el amado Cura de Ars, tuvo que sufrir

mucho por esta clase de influencia diabólica.

Tanto la posesión diabólica como la obsesión, raras veces se encuentran hoy en tierras

cristianas; parece como si la Sangre redentora de Cristo hubiera atado el poder de Satán.

Pero son aún frecuentes en tierras paganas, como muchas veces atestiguan los

misioneros, aunque no tanto como antes del sacrificio redentor de Cristo.

El rito religioso para expulsar un demonio de una persona posesa u obsesa se llama

exorcismo. En el ritual de la Iglesia existe una ceremonia especial para este fin, en la que

el Cuerpo Místico de Cristo acude a su Cabeza, Jesús mismo, para que rompa la

influencia del demonio sobre una persona. La función de exorcista es propia de todo

sacerdote, pero no puede ejercerla oficialmente a no ser con permiso especial del obispo,

y siempre que una cuidadosa investigación haya demostrado que es un caso auténtico de

posesión y no una simple enfermedad mental.

Por supuesto, nada impide que un sacerdote utilice su poder exorcista de forma privada,

no oficial. Sé de un sacerdote que en un tren oía un torrente de blasfemias e injurias que

le dirigía un viajero sentado enfrente. Al fin, el sacerdote dijo silenciosamente: «En

nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, te ordeno que vuelvas al infierno y dejes tranquilo

a este hombre». Las blasfemias cesaron en el acto.

En otra ocasión ese mismo sacerdote usó el mismo exorcismo privado ante un matrimonio

que disputaba encarnizadamente, y, al momento, amainó su ira. El diablo está presente y

actúa con frecuencia: no sólo en casos extremos de posesión u obsesión.

Hemos hablado con cierta extensión de los ángeles caídos por el grave peligro que se

corre si se toman a la ligera su presencia y su poder (que Dios nos defienda de la trampa

más sutil del diablo, la de negar su existencia porque no está de moda creer en él).

Parece más fácil y agradable creer en la realidad de los ángeles buenos y en su poder

para el bien, que es, por supuesto, mucho mayor que el de Satanás para el mal.

Los ángeles que permanecieron fieles a Dios están con El en el cielo, en amor y

adoración perpetuos, lo que (Dios lo quiera) será también nuestro destino. Su voluntad es

ahora la de Dios. Los ángeles, como Nuestra Madre Santa María y los santos, están

interesados intensamente en nuestro bien, en vernos en el cielo. Interceden por nosotros

y utilizan el poder angélico (cuya extensión también desconocemos) para ayudar a

aquellos que quieren y aceptan esta ayuda.

Que los ángeles nos ayudan, es materia de fe. Si no lo creemos, tampoco creemos en la

Iglesia y en las Sagradas Escrituras. Que cada uno tiene un ángel de la guarda personal

no es materia de fe, pero sí algo creído comúnmente por todos los católicos. Y del mismo

modo que honramos a Dios con nuestra devoción a sus amigos y a sus héroes, los

santos, cometeríamos una gran equivocación si no honráramos e invocáramos a sus

primeras obras maestras, los ángeles, que pueblan el cielo y protegen la tierra.


 

 

 

CAPÍTULO V

CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE

 ¿Qué es el hombre?

 

El hombre es un puente entre el mundo del espíritu y el de la materia (por supuesto,

cuando nos referimos al «hombre» designamos a todos los componentes del género

humano, varón y hembra).

El alma del hombre es espíritu, de naturaleza similar al ángel; su cuerpo es materia,

similar en naturaleza a los animales. Pero el hombre no es ni ángel ni bestia; es un ser

aparte por derecho propio, un ser con un pie en el tiempo y otro en la eternidad. Los

filósofos definen al hombre como «animal racional»; «racional» señala su alma espiritual,

y «animal» connota su cuerpo físico.

Sabiendo la inclinación que los hombres tenemos al orgullo y la vanidad, resulta

sorprendente la poca consideración que damos al hecho de ser unos seres tan

maravillosos. Sólo el cuerpo es bastante para asombrarnos. La piel que lo cubre, por

ejemplo, valdría millones al que fuera capaz de reproducirla artificialmente. Es elástica, se

renueva sola, impide la entrada al aire, agua u otras materias, y, sin embargo, permite que

salgan. Mantiene al cuerpo en una temperatura constante, in dependientemente del

tiempo o la temperatura exterior.

Pero si volvemos la vista a nuestro interior, las maravillas son mayores aún. Tejidos,

membranas y músculos componen los órganos: el corazón, los pulmones, el estómago y

demás. Cada órgano está formado por una galaxia de partes como concentraciones de

estrellas, y cada parte, cada célula, dedica su operación a la función de ese órgano

particular: circulación de la sangre, respiración del aire, su absorción o la de alimentos.

Los distintos órganos se mantienen en su trabajo veinticuatro horas al día, sin

pensamientos o dirección conscientes de nuestra mente y (¡lo más asombroso!), aunque

cada órgano aparentemente esté ocupado en su función propia, en realidad trabaja

constantemente por el bien de los otros y de todo el cuerpo.

El soporte y protección de todo ese organismo que llamamos cuerpo es el esqueleto. Nos

da la rigidez necesaria para estar erguidos, sentarnos o andar. Los huesos dan anclaje a

los músculos y tendones, haciendo posible el movimiento y la acción. Dan también

protección a los órganos más vulnerables: el cráneo protege el cerebro, las vértebras la

médula espinal, las costillas el corazón y los pulmones. Además de todo esto, los

extremos de los huesos largos contribuyen a la producción de los glóbulos rojos de la

sangre.

Otra maravilla de nuestro cuerpo es el proceso de «manufacturación» en que está

ocupado todo el tiempo. Metemos alimentos y agua en la boca y nos olvidamos: el cuerpo

solo continúa la tarea. Por un proceso que la biología puede explicar pero no reproducir,

el sistema digestivo cambia el pan, la carne y las bebidas en un líquido de células vivas

que baña y nutre constantemente cada parte de nuestro cuerpo. Este alimento líquido que

llamamos sangre, contiene azúcares, grasas, proteínas y otros muchos elementos. Fluye

a los pulmones y recoge oxígeno, que transporta junto con el alimento a cada rincón de

nuestro cuerpo.

El sistema nervioso es también objeto de admiración. En realidad, hay dos sistemas

nerviosos: el motor, por el que mi cerebro controla los movimientos del cuerpo (mi cerebro

ordena «andad», y mis pies obedecen y se levantan rítmicamente), y el sensitivo por el

que sentimos dolor (ese centinela siempre alerta a las enfermedades y lesiones), y por el

que traemos el mundo exterior a nuestro cerebro a través de los órganos de los sentidos,

vista, olfato, oído, gusto y tacto.


 

 

 

A su vez, estos órganos son un nuevo prodigio de diseño y precisión. De nuevo los

científicos -el anatomista, el biólogo, el oculista- podrán decirnos cómo operan, pero ni el

más dotado de ellos podrá jamás construir un ojo, hacer un oído o reproducir una simple

papila del gusto.

La letanía de las maravillas de nuestro cuerpo podría prolongarse indefinidamente; aquí

sólo mencionamos algunas de pasada. Si alguien -pudiera hacer un recorrido turístico de

su propio cuerpo, el guía le podría señalar más maravillas que admirar que hay en todos

los centros de atracción turística del mundo juntos.

Y nuestro cuerpo es sólo la mitad del hombre, y, con mucho, la mitad menos valiosa. Pero

es un don que hay que apreciar, un don que hemos de agradecer, la ,habitación idónea

para el alma espiritual que es la que le da vida, poder y sentido.

Como los animales, el hombre tiene cuerpo, pero es más que un animal. Como los

ángeles, el hombre tiene un espíritu inmortal, pero es menos que un ángel. En el hombre

se encuentran el mundo de la materia y el del espíritu. Alma y cuerpo se funden en una

sustancia completa que es el ente humano.

El cuerpo y el alma no se unen de modo circunstancial. El cuerpo no es un instrumento

del alma, algo así como un coche para su conductor. El alma y el cuerpo han sido hechos

la una para el otro. Se funden, se compenetran tan íntimamente que, al menos en esta

vida, una parte no puede ser sin la otra.

Si soldamos un pedazo de cinc a un trozo de cobre, tendremos un pedazo de metal. Esta

unión sería la que llamamos «accidental». No resultaría una sustancia nueva. Saltaría a la

vista que era un trozo de cinc pegado a otro de cobre. Pero si el cobre y el cinc se funden

y mezclan, saldrá una nueva sustancia que llamamos latón. El latón no es ya cinc o cobre,

es una sustancia nueva compuesta de ambos. De modo parecido (ningún ejemplo es

perfecto) el cuerpo y el alma se unen en una sustancia que llamamos hombre.

Lo íntimo de esta unión resulta evidente por la manera en que se interactúan. Si me corto

en un dedo, no es sólo mi cuerpo el que sufre: también mi alma. Todo mi yo siente el

dolor. Y si es mi alma la afligida con preocupaciones, esto repercute en mi cuerpo, en el

que pueden producirse úlceras y otros desarreglos. Si el miedo o la ira sacuden mi alma,

el cuerpo refleja la emoción, palidece o se ruboriza y el corazón late más aprisa; de

muchas maneras distintas el cuerpo participa de las emociones del alma.

No hay que menospreciar al cuerpo humano como mero accesorio del alma, pero, al

mismo tiempo, debemos reconocer que la parte más importante de la persona completa

es el alma. El alma es la parte inmortal, y es esa inmortalidad del alma la que liberará al

cuerpo de la muerte que le es propia.

Esta maravillosa obra del poder y la sabiduría de Dios que es nuestro cuerpo, en el que

millones de minúsculas células forman diversos órganos, todos juntos trabajando en

armonía prodigiosa para el bien de todo el cuerpo, puede darnos una pálida idea de lo

magnífica que debe ser la obra del ingenio divino que es nuestra alma. Sabemos que es

un espíritu. Al hablar de la naturaleza de Dios expusimos la naturaleza de los seres espiri-

tuales. Un espíritu, veíamos, es un ser inteligente y consciente que no sólo es invisible

(como el aire), sino que es absolutamente inmaterial, es decir, que no está hecho de

materia. Un espíritu no tiene moléculas, ni hay átomos en el alma.

Tampoco se puede medir; un espíritu no tiene longitud, anchura o profundidad. Tampoco

peso. Por esta razón el alma entera puede estar en todas y cada una de las partes del

cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en la mano y otra en el pie.

Si nos cortan un brazo o una pierna en un accidente u operación quirúrgica, no perdemos

una parte del alma. Simple. mente, nuestra alma ya no está en lo que no es más que una

parte de mi cuerpo vivo. Y al fin, cuando nuestro cuerpo esté tan decaído por la

enfermedad o las lesiones que no pueda continuar su función, el alma lo deja y se nos

declara muertos. Pero el alma no muere. Al ser absolutamente inmaterial (lo que los


 

 

 

filósofos llaman una «sustancia simple»), nada hay en ella que pueda ser destruido o

dañado. Al no constar de partes, no tiene elementos básicos en que poder disgregarse,

no tiene modo de poder descomponerse o dejar de ser lo que es.

No sin fundamento decimos que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Mientras

nuestro

cuerpo, como todas sus obras, refleja el poder y la sabiduría divinos, nuestra alma es un

retrato del Hacedor de modo especialísimo. Es un retrato en miniatura y bastante

imperfecto. Pero ese espíritu que nos da vida y entidad es imagen del Espíritu

infinitamente perfecto que es Dios. El poder de nuestra inteligencia, por el que conocemos

y comprendemos verdades, razonamos y deducimos nuevas verdades y hacemos juicios

sobre el bien y el mal, refleja al Dios que todo lo sabe y todo lo conoce. El poder de

nuestra libre voluntad por la que deliberadamente decidimos hacer una cosa o no, es una

semejanza de la libertad infinita que Dios posee; y, por supuesto, nuestra inmortalidad es

un destello de la inmortalidad absoluta de Dios.

Como la vida íntima de Dios consiste en conocerse a Sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí

mismo (Dios Espíritu Santo), tanto más nos acercamos a la divina Imagen cuanto más

utilizamos nuestra inteligencia en conocer a Dios -por la razón y la gracia de la fe ahora, y

por la «luz de gloria» en la eternidad-; y nuestra voluntad libre para amar al Dador de esa

libertad.

 

 

¿Cómo nos hizo Dios?

 

Todos los hombres descienden de un hombre y de una mujer. Adán y Eva fueron los

primeros padres de toda la humanidad. No hay en la Sagrada Escritura verdad más

claramente enseñada que ésta. El libro del Génesis establece conclusivamente nuestra

común descendencia de esa única pareja.

¿Qué pasa entonces con la teoría de la evolución en su formulación más extrema: que la

humanidad evolucionó de una forma de vida animal inferior, de algún tipo de mono?

No es esta la ocasión para un examen detallado de la teoría de la evolución, la teoría que

establece que todo lo que existe -el mundo y lo que contiene- ha evolucionado de una

masa informe de materia primigenia. En lo que concierne al mundo mismo, el mundo de

minerales, rocas y materia inerte, hay sólida evidencia científica de que sufrió un proceso

lento y gradual, que se extendió durante un período muy largo de tiempo.

No hay nada contrario a la Biblia o la fe en esa teoría. Si Dios escogió formar el mundo

creando originalmente una masa de átomos y estableciendo al mismo tiempo las leyes

naturales por las que, paso a paso, evolucionaría hasta hacerse el universo como hoy lo

conocemos, pudo muy bien hacerlo así. Seguiría siendo el Creador de todas las cosas.

Además, un desenvolvimiento gradual de su plan, actuado por causas segundas,

reflejaría mejor su poder creador que si hubiera hecho el universo que conocemos en un

instante. El fabricante que hace sus productos enseñando a supervisores y capataces,

muestra mejor sus talentos que el patrón que tiene que atender personalmente cada paso

del proceso.

A esta fase del proceso creativo, al desarrollo de la materia inerte, se llama «evolución

inorgánica». Si aplicamos la misma teoría a la materia viviente, tenemos la llamada teoría

de la «evolución orgánica». Pero el cuadro aquí no está tan claro ni mucho menos; la

evidencia se presenta llena de huecos y la teoría necesita más pruebas científicas. Esta

teoría propugna que la vida que conocemos hoy, incluso la del cuerpo humano, ha

evolucionado por largas eras desde ciertas formas simples de células vivas a plantas y

peces, de aves y reptiles al hombre.


 

 

 

 

 

 

 

La teoría de la evolución orgánica está muy lejos de ser probada científicamente. Hay

buenos libros que podrán proporcionar al lector interesado un examen equilibrado de toda

esta cuestión (*). Pero para nuestro propósito basta señalar que la exhaustiva

investigación científica no ha podido hallar los restos de la criatura que estaría a medio

camino entre el hombre y el mono. Los evolucionistas orgánicos basan mucho su doctrina

en las similitudes entre el cuerpo de los simios y el del hombre, pero un juicio realmente

imparcial nos hará ver que las diferencias son tan grandes como las semejanzas.

 

Y la búsqueda del «eslabón perdido» continúa. De vez en cuando se descubren unos

huesos antiguos en cuevas y excavaciones. Por un rato hay gran excitación, pero luego

se ve que aquellos huesos eran o claramente humanos o claramente de mono. Tenemos

«el hombre de Pekín», «el hombre mono de Java», «el hombre de Foxhall» y una

colección más. Pero estas criaturas, un poquito más que los monos y un poquito menos

que el hombre, están aún por desenterrar.

 

Pero, al final, nuestro interés es relativo. En lo que concierne a la fe, no importa en

absoluto. Dios pudo haber moldeado el cuerpo del hombre por medio de un proceso

evolutivo, si así lo quiso. Pudo haber dirigido el desarrollo de una especie determinada de

mono hasta que alcanzara el punto de perfección que quería. Dios entonces crearía

almas espirituales para un macho y una hembra de esa especie, y tendríamos el primer

hombre y la primera mujer, Adán y Eva. Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre

del barro de la tierra.

 

Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña sin calificaciones es que el género

humano desciende de una pareja original, y que las almas de Adán y Eva (como cada una

de las nuestras) fueron directa e inmediatamente creadas por Dios. El alma es espíritu; no

puede «evolucionar» de la materia, como tampoco puede heredarse de nuestros padres.

Marido y mujer cooperan con Dios en la formación del cuerpo humano. Pero el alma

espiritual que hace de ese cuerpo un ser humano ha de ser creada directamente por Dios,

e infundida en el cuerpo embriónico en el seno materno.

 

 

(*) En castellano pueden consultarse sobre este tema: Luis ARNALBICH, El origen del mundo y del hombre

según la Biblia, Ed. Rialp, Madrid 1972; XAVIER ZUBIRI, El origen del hombre, Ed. Revista de Occidente,

Madrid 1964; REMY COLLIN, La evolución: hipótesis y problemas, Ed. Casal i Vall, Andorra 1962; NICOLÁS

CORTE, Los orígenes del hombre, Ed. Casal i Vall, Andorra 1959; PmRo LEONAROI, Carlos Darwin y el

evolucionismo, Ed. Fax, Madrid, 1961; CLAUDIO TRESMONTAN, Introducción al pensamiento de Teilhard de

Chardin, Ed. Taurus, Madrid 1964.


 

 

 

 

 

 

 

La búsqueda del «eslabón perdido» continuará, y científicos católicos participarán en ella.

Saben que, como toda verdad viene de Dios, no puede haber conflicto entre un dato

religioso y otro científico. Mientras tanto, los demás católicos seguiremos imperturbados.

Sea cuál fuere la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo, es el alma lo que

importa más. Es el alma la que alza del suelo los ojos del animal -de su limitada búsqueda

de alimento y sexo, de placer y evitación de dolor-. Es el alma la que alza nuestros ojos a

las estrellas para que veamos la belleza, conozcamos la verdad y amemos el bien(*).

 

A algunas personas les gusta hablar de sus antepasados. Especialmente si en el árbol

familiar aparece un noble, un gran estadista o algún personaje de algún modo famoso, les

gusta presumir un poco.

 

Si quisiéramos, cada uno de nosotros se podría jactar de los antepasados de su árbol

familiar, Adán y Eva. Al salir de las manos de Dios eran personas espléndidas. Dios no los

hizo seres humanos corrientes, sometidos a las ordinarias leyes de la naturaleza, como

las del inevitable decaimiento y la muerte final, una muerte a la que seguiría una mera

felicidad natural, sin visión beatífica. Tampoco los hizo sujetos a las normales limitaciones

de la naturaleza humana, como son la necesidad de adquirir sus conocimientos por

estudio e investigación laboriosos, y la de mantener el control del espíritu sobre la carne

por una esforzada vigilancia.

 

Con los dones que Dios confirió a Adán y Eva en el primer instante de su existencia,

nuestros primeros padres eran inmensamente ricos. Primero, contaban con los dones que

denominamos «preternaturales» para distinguirlos de los «sobrenaturales». Los dones

preternaturales son aquellos que no pertenecen por derecho a la naturaleza humana, y,

sin embargo, no está enteramente fuera de la capacidad de la naturaleza humana el reci-

birlos y poseerlos.

 

Por usar un ejemplo casero sobre un orden inferior de la creación, digamos que si a un

caballo se le diera el poder de volar, esa habilidad sería un don preternatural. Volar no es

propio de la naturaleza del caballo, pero hay otras criaturas capaces de hacerlo. La

palabra «preternatural» significa, pues, «fuera o más allá del curso ordinario de la

naturaleza».

 

 

 

(*) En su encíclica Humani Generis el Papa Pío XII nos indica la cautela necesaria en la investigación de estas

materias científicas. «El Magisterio de la Iglesia -dice el Papa Pío XII- no prohíbe el que -según el estado

actual de las ciencias y de la teología-, en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes

de entrambos campos sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en *canto busca el origen del

cuerpo humano en una materia viva preexistente -pero la fe católica manda defender que las almas son

creadas inmediatamente por Dios-. Pero todo ello ha de hacerse de modo que las razones de una y otra

opinión -es decir, la defensora y la contraria al evolucionismo- sean examinadas y juzgadas seria, moderaday

templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo

confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe.»

(Colección de Encíclicas y documentos pontificios, ed. A.C.E., volumen 1, 7 ed., Madrid 1967, pág. 1132).


 

 

 

 

Pero si a un caballo se le diera el poder de PENSAR y comprender verdades abstractas,

eso no sería preternatural; sería, en cierto modo, SOBRENATURAL. Pensar no sólo está

más allá de la naturaleza del caballo, sino absoluta y enteramente POR ENCIMA de su

naturaleza. Este es exactamente el significado de la palabra «sobrenatural»: algo que

está totalmente sobre la naturaleza de la criatura; no sólo de un caballo o un hombre, sino

de cualquier criatura.

Quizá ese ejemplo nos ayude un poco a entender las dos clases de don que Dios

concedió a Adán y Eva. Primero, tenían los dones preternaturales, entre los que se

incluían una sabiduría de un orden inmensamente superior, un conocimiento natural de

Dios y del mundo, claro y sin impedimentos, que de otro modo sólo podrían adquirir con

una investigación y estudio penosos. Luego, contaban con una elevada fuerza de

voluntad y el perfecto control de las pasiones y de los sentidos, que les proporcionaban

perfecta tranquilidad interior y ausencia de conflictos personales. En el plano espiritual,

estos dos dones preternaturales eran los más importantes con que estaban dotadas su

mente y su voluntad.

En el plano físico, sus grandes dádivas fueron la ausencia de dolor y de muerte. Tal como

Dios había creado a Adán y Eva, éstos habrían vivido en la tierra el tiempo asignado,

libres de dolor y sufrimiento, que de otro modo eran inevitables a un cuerpo físico en un

mundo físico. Cuando hubieran acabado sus años de vida temporal, habrían entrado en la

vida eterna en cuerpo y alma, sin experimentar la tremenda separación de 'alma y cuerpo

que llamamos muerte.

Pero un don mayor que los preternaturales era el sobrenatural que Dios confirió a Adán y

Eva. Nada menos que la participación de su propia naturaleza divina. De una manera

maravillosa que no podremos comprender del todo hasta que contemplemos a Dios en el

cielo, permitió que su amor (que es el Espíritu Santo) fluyera y llenara las almas de Adán

y Eva. Es, por supuesto, un ejemplo muy inadecuado, pero me gusta imaginar este flujo

del amor de Dios al alma como el de la sangre en una transfusión. Así como el paciente

se une a la sangre del donante por el flujo de ésta, las almas de Adán y Eva estaban

unidas a Dios por el flujo de su amor.

La nueva clase de vida que, como resultado de su unión con Dios, poseían Adán y Eva es

la vida sobrenatural que llamamos «gracia santificante». Más adelante la trataremos con

más extensión, pues desempeña una función en nuestra vida espiritual de importancia

absoluta.

Pero ya nos resulta fácil deducir que si Dios se dignó hacer partícipe a nuestra alma de su

propia vida en esta tierra temporal, es porque quiere también que participe de su vida

divina eternamente en el cielo.

Como consecuencia del don de la gracia santificante, Adán y Eva ya no estaban

destinados a una felicidad meramente natural, o sea a una felicidad basada en el simple

conocimiento natural de Dios, a quien seguirían sin ver. En cambio, con la gracia

santificante, Adán y Eva podrían conocer a Dios tal como es, cara a cara, una vez

terminaran su vida en la tierra. Y al verle cara a cara le amarían con un éxtasis de amor

de tal intensidad que nunca el hombre hubiera podido aspirar a él por propia naturaleza.

Y ésta es la clase de antepasados que tú y yo hemos tenido. Así es como Dios había

hecho a Adán y Eva.

 

 

¿Qué es el pecado original?

 

Un buen padre no se contenta cumpliendo sólo los deberes esenciales hacia sus hijos. No

le basta con alimentarles, vestirles y darles el mínimo de educación que la ley prescribe.


 

 

 

Un padre amante tratará además de darles todo lo que pueda contribuir a su bienestar y

formación; les dará todo lo que sus posibilidades le permitan.

Así Dios. No se contentó simplemente con dar a su criatura, el hombre, los dones que le

son propios por naturaleza. No le bastó dotarle con un cuerpo, por maravilloso que sea su

diseño; y un alma, por prodigiosamente dotada que esté por su inteligencia y libre

voluntad. Dios fue mucho más allá y dio a Adán y Eva los dones preternaturales que le

libraban del sufrimiento y de la muerte, y el don sobrenatural de la gracia santificante. En

el plan original de Dios, si así podemos llamarlo, estos dones hubieran pasado de Adán a

sus descendientes, y tú y yo los podríamos estar gozando hoy.

Para confirmarlos y asegurarlos a su posteridad, sólo una cosa requirió de Adán: que, por

un acto de libre elección, diera irrevocablemente su amor a Dios. Para este fin creó Dios a

los hombres, para que con su amor le dieran gloria. Y, en un sentido, este amor a Dios

era el sello que aseguraría su destino sobrenatural de unirse a Dios cara a cara en el

cielo.

Pertenece a la naturaleza del amor auténtico la entrega completa de uno mismo al

amado. En esta vida sólo hay un medio de probar el amor a Dios, que es hacer su

voluntad, obedecerle. Por esta razón dio Dios a Adán y Eva un mandato, un único

mandato: que no comieran del fruto de cierto árbol. Lo más probable es que no fuera

distinto (excepto en sus efectos) de cualquier otro fruto de los que Adán y Eva podían

coger. Pero debía haber un mandamiento para que pudiera haber un acto de obediencia;

y debía haber un acto de obediencia para que pudiera haber una prueba de amor: la

elección libre y deliberada de Dios en preferencia a uno mismo.

Sabemos lo que pasó. Adán y Eva fallaron la prueba. Cometieron el primer pecado, es

decir, el pecado original. Y este pecado no fue simplemente una desobediencia. Su

pecado fue -como el de los ángeles caídos- un pecado de soberbia. El tentador les

susurró al oído que si comían de ese fruto, serían tan grandes como Dios, serían dioses.

Sí, sabemos que Adán y Eva pecaron. Pero convencernos de la enormidad de su pecado

nos resulta más difícil. Hoy vemos ese pecado como algo que, teniendo en cuenta la

ignorancia y debilidad humanas, resulta hasta cierto punto inevitable. El pecado es algo

lamentable, sí, pero no sorprendente. Tendemos a olvidarnos de que, antes de la caída,

no había ignorancia o debilidad. Adán y Eva pecaron con total claridad de mente y abso-

luto dominio de las pasiones por la razón. No había circunstancias eximentes. No hay

excusa alguna. Adán y Eva se escogieron a sí mismos en lugar de Dios con los ojos bien

abiertos, podríamos decir.

Y, al pecar, derribaron el templo de la creación sobre sus cabezas. En un instante

perdieron todos los dones especiales que Dios les había concedido:

la elevada sabiduría, el señorío perfecto de sí mismos, su exención de enfermedades y

muerte y, sobre todo, el lazo de unión íntima con Dios que es la gracia santificante.

Quedaron reducidos al mínimo esencial que les pertenecía por su naturaleza humana.

Lo trágico es que no fue un pecado sólo de Adán. Al estar todos potencialmente

presentes en nuestro padre común Adán, todos sufrimos el pecado. Por decreto divino, él

era el embajador plenipotenciario del género humano entero. Lo que Adán hizo, todos lo

hicimos. Tuvo la oportunidad de ponernos a nosotros, su familia, en un camino fácil.

Rehusó hacerlo, y todos sufrimos las consecuencias. Porque nuestra naturaleza humana

perdió la gracia en su mismo origen, decimos que nacemos «en estado de pecado

original».

Cuando era niño y oí hablar por primera vez de «la mancha del pecado original», mi

mente infantil imaginaba ese pecado como un gran borrón negro en el alma. Había visto

muchas manchas en manteles, ropa y cuadernos; manchas de café, moras o tinta, así

que me resultaba fácil imaginar un feo manchón negro en una bonita alma blanca.


 

 

 

Al crecer, aprendí (como todos) que la palabra «mancha» aplicada al pecado original es

una simple metáfora. Dejando aparte el hecho de que un espíritu no puede mancharse,

comprendí que nuestra herencia del pecado original no es algo que esté «sobre» el alma

o «dentro» de ella. Por el contrario, es la carencia de algo que debía estar allí, de la vida

sobrenatural que llamamos gracia santificante.

En otras palabras, el pecado original no es una cosa, es la falta de algo, como la

oscuridad es falta de luz.

No podemos poner un trozo de oscuridad en un frasco y meterlo en casa para verlo bien

bajo la luz. La oscuridad no tiene entidad propia; es, simplemente, la ausencia de luz.

Cuando el sol sale, desaparece la oscuridad de la noche.

De modo parecido, cuando decimos que «nacemos en estado de pecado original»

queremos decir que, al nacer, nuestra alma está espiritualmente a oscuras, es un alma

inerte en lo que se refiere a la vida sobrenatural. Cuando somos bautizados, la luz del

amor de Dios se vierte en ella a raudales, y nuestra alma se vuelve radiante y hermosa,

vibrantemente viva con la vida sobrenatural que procede de nuestra unión con Dios y su

inhabitación en nuestra alma, esa vida que llamamos gracia santificarte.

Aunque el bautismo nos devuelve el mayor de los dones que Dios dio a Adán, el don

sobrenatural de la gracia santificante, no restaura los dones preternaturales, como es

librarnos del sufrimiento y la muerte. Están perdidos para siempre en esta vida. Pero eso

no debe inquietarnos. Más bien debemos alegrarnos al considerar que Dios nos devolvió

el don que realmente importa, el gran don de la vida sobrenatural.

Si su justicia infinita no se equilibrara con su misericordia infinita, después del pecado de

Adán Dios hubiera podido decir fácilmente: «Me lavo las manos del género humano.

Tuvisteis vuestra oportunidad. ¡Ahora, apañaos como podáis!».

Alguna vez me han hecho esta pregunta: «¿Por qué tengo yo que sufrir por lo que hizo

Adán? Si yo no he cometido el pecado original, ¿por qué tengo que ser castigado por

él?».

Basta un momento de reflexión, y la pregunta se responde sola. Ninguno hemos perdido

algo a lo que tuviéramos derecho. Esos dones sobrenaturales y preternaturales que Dios

confirió a Adán no son unas cualidades que nos fueran debidas por naturaleza. Eran

dones muy por encima de

lo que nos es propio, eran unos regalos de Dios que Adán podía habernos transmitido si

hubiera hecho el acto de amor, pero en ellos no hay nada que podamos reclamar en

derecho.

 

Si antes de nacer yo, un hombre rico hubiera ofrecido a mi padre un millón de dólares a

cambio de un trabajillo, y mi padre hubiera rehusado la oferta, en verdad yo no podría

culpar al millonario de mi pobreza. La culpa sería de mi padre, no del millonario.

Del mismo modo, si vengo a este mundo desposeído de los bienes que Adán podría

haberme ganado tan fácilmente, no puedo culpar a Dios por el fallo de Adán. Al contrario,

tengo que bendecir su misericordia infinita porque, a pesar de todo, restauró en mí el

mayor de sus dones por los méritos de su Hijo Jesucristo.

De Adán para acá un solo ser humano (sin contar a Cristo) poseyó una naturaleza

humana perfectamente reglada: la Santísima Virgen María. Al ser María destinada a ser la

Madre del Hijo de Dios, y porque repugna que Dios tenga contacto, por indirecto que sea,

con el pecado, fue preservada DESDE EL PRIMER INSTANTE DE SU EXISTENCIA de la

oscuridad espiritual del pecado original.

Desde el primer momento de su concepción en el seno de Ana, María estuvo en unión

con Dios, su alma se llenó de su amor: tuvo el estado de gracia santificante. Llamamos a

este privilegio exclusivo de María, primer paso en nuestra redención, la Inmaculada

Concepción de María.


 

 

 

 

Y después de Adán, ¿qué?

 

Una vez, un hombre paseaba por una cantera abandonada. Distraído, se acercó

demasiado al borde del pozo, y cayó de cabeza en el agua del fondo. Trató de salir, pero

las paredes eran tan lisas y verticales que no podía encontrar donde apoyar mano o pie.

Era buen nadador, pero igual se habría ahogado por cansancio, si un transeúnte no le

hubiera visto en apuros y le hubiera rescatado con una cuerda. Ya fuera, se sentó para

vaciar de agua sus zapatos mientras filosofaba un poco: «Es sorprendente lo imposible

que me era salir de allí y lo poco que me costó entrar».

La historieta ilustra bastante bien la desgraciada condición de la humanidad después de

Adán. Sabemos que cuanto mayor es la dignidad de una persona, más seria es la injuria

que contra ella se cometa. Si alguien arroja un tomate podrido a su vecino, seguramente

no sufrirá más consecuencias que un ojo morado. Pero si se lo arroja al Presidente de los

Estados Unidos, los del F. B. I. lo rodearían en un instante y ese hombre no iría a cenar a

casa durante una larga temporada.

Está claro, pues, que la gravedad de una ofensa depende hasta cierto punto de la

dignidad del ofendido. Al ser la dignidad de Dios -el Ser infinitamente perfecto- ilimitada,

cualquier ofensa contra El tendrá malicia infinita, será un mal sin medida.

A causa de esto, el pecado de Adán dejó a la humanidad en una situación parecida a la

del hombre en el pozo. Allí, en el fondo, estábamos, sin posibilidades de salir por nuestros

propios medios. Todo lo que el hombre puede hacer, tiene un valor finito y mensurable. Si

el mayor de los santos diera su vida en reparación por el pecado, el valor de su sacrificio

seguiría siendo limitado.

También está claro que si todos los componentes del género humano, desde Adán hasta

el último hombre sobre la tierra, ofrecieran su vida como pago de la deuda contraída con

Dios por la humanidad, el pago sería insuficiente. Está fuera del alcance del hombre hacer

algo de valor infinito.

Nuestro destino tras el pecado de Adán hubiera sido irremisible si nadie hubiera venido a

lanzarnos una cuerda; Dios mismo tuvo que resolver el dilema. El dilema era que siendo

sólo Dios infinito, sólo El era capaz del acto de reparación por la infinita malicia del

pecado. Pero quien tratara de pagar por el pecado del hombre debía ser humano si

realmente tenía que cargar con nuestros pecados, si de verdad iba a ser nuestro

representante.

La solución de Dios nos es ya una vieja historia, sin resultar nunca una historia trillada o

cansada. El hombre de fe nunca termina de asombrarse ante el infinito amor y la infinita

misericordia que Dios nos ha mostrado, decretando desde toda la eternidad que su propio

Hijo Divino viniera a este mundo asumiendo una naturaleza humana como la nuestra para

pagar el precio por nuestros pecados.

El Redentor, al ser verdadero hombre como nosotros, podía representarnos y actuar

realmente por nosotros. Al ser también verdadero Dios, la más insignificante de sus

acciones tendría un valor infinito, suficiente para reparar todos los pecados cometidos o

que se cometerán.

Al inicio mismo de la historia del hombre, cuando Dios expulsó a Adán y Eva del Jardín

del Edén, dijo a Satanás: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y

la suya; ella te aplastará la cabeza, y tú en vano te revolverás contra su calcañar».

Muchos siglos tuvieron que transcurrir hasta que la descendencia de María, Jesucristo,

aplastara la cabeza de la serpiente. Pero el rayo de esperanza de la promesa, como una

luz lejana en las tinieblas, brillaría constantemente.

Cuando pecó Adán y Cristo, el segundo Adán, reparó su pecado, no acabó la historia. La

muerte de Cristo en la Cruz no implica que, en adelante, el hombre sería necesariamente


 

 

 

bueno. La satisfacción de Cristo no arrebata la libertad de la voluntad humana. Si hemos

de poder probar nuestro amor a Dios por la obediencia, tenemos que conservar la libertad

de elección que esa obediencia requiere.

Además del pecado original, bajo cuya sombra todos nacemos, hemos de enfrentarnos

con otra clase de pecado: el que nosotros mismos cometemos. Este pecado, que no

heredamos de Adán, sino que es nuestro, se llama «actual». El pecado actual puede ser

mortal o venial, según su grado de malicia.

Sabemos que hay grados de gravedad en la desobediencia. Un hijo que desobedece a

sus padres en pequeñeces o comete con ellos indelicadezas, no es que carezca

necesariamente de amor a ellos. Su amor puede ser menos perfecto, pero existe. Sin

embargo, si este hijo les desobedeciera deliberadamente en asuntos de grave

importancia, en cosas que les hirieran y apenaran gravemente, habría buenos motivos

para concluir que no les ama. O, por lo menos, sacaríamos la conclusión de que se ama a

sí mismo más que a ellos.

Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con Dios. Si le desobedecemos en materias de

menor importancia, esto no implica necesariamente que neguemos a Dios en nuestro

amor. Tal acto de desobediencia en que la materia no es grave, es el pecado venial. Por

ejemplo, si decimos una mentira que no daña a nadie: «¿Dónde estuviste anoche?». «En

el cine», cuando en realidad me quedé en casa viendo la televisión, sería un pecado

venial.

Incluso en materia grave mi pecado puede ser venial por ignorancia o falta de

consentimiento pleno.

Por ejemplo, es pecado mortal mentir bajo juramento. Pero si yo pienso que el perjurio es

pecado venial, y lo cometo, para mí sería pecado venial. O si jurara falsamente porque el

interrogador me cogió por sorpresa y me sobresaltó (falta de reflexión suficiente), o

porque el miedo a las consecuencias disminuyó mi libertad de elección (falta de

consentimiento pleno), también sería pecado venial.

En todos estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios consciente

y deliberado. En ninguno resulta evidente la ausencia de amor a Dios.

Estos pecados se llaman «veniales» del latín «venia», que significa «perdón». Dios

perdona prontamente los pecados veniales aun sin el sacramento de la Penitencia; un

sincero acto de contrición y propósito de enmienda bastan para su perdón.

Pero esto no implica que el pecado venial sea de poca importancia. Cualquier pecado es,

al menos, un fallo parcial en el amor, un acto de ingratitud hacia Dios, que tanto nos ama.

En toda la creación no hay mal mayor que un pecado venial, a excepción del pecado

mortal. El pecado venial

no es, de ningún modo, una debilidad inocua. Cada uno de ellos trae un castigo aquí o en

el purgatorio. Cada pecado venial disminuye un poco el amor a Dios en nuestro corazón y

debilita nuestra resistencia a las tentaciones.

Por numerosos que sean los pecados veniales, la simple multiplicación de los mismos,

aun cuando sean muchos, nunca acaban sumando un pecado mortal, porque el número

no cambia la especie del pecado, aunque por acumulación de materia de muchos

pecados veniales sí podría llegar a ser mortal; en cualquier caso, su descuido habitual

abre la puerta a éste. Si vamos diciendo «sí» a pequeñas infidelidades, acabaremos

diciendo «sí» a la tentación grande cuando ésta se presente. Para' el que ame a Dios

sinceramente, su propósito habitual será evitar todo pecado deliberado, sea éste venial o

mortal.

También es conveniente señalar que igual que un pecado objetivamente mortal puede ser

venial subjetivamente, debido a especiales condiciones de ignorancia o falta de plena

advertencia, un pecado que, a primera vista, parece venial, puede hacerse mortal en

circunstancias especiales.


 

 

 

Por ejemplo, si creo que es pecado mortal robar unas pocas pesetas, y a pesar de ello las

robo, para mí será un pecado mortal. O si esta pequeña cantidad se la quito a un ciego

vendedor de periódicos, corriendo el riesgo de atraer mala fama para mí o mi familia, esta

potencialidad de mal que tiene mi acto lo hace pecado mortal. O si continúo robando

pocas cantidades hasta hacerse una suma considerable, digamos cinco mil pesetas, mi

pecado sería mortal.

Pero si nuestro deseo y nuestra intención es obedecer en todo a Dios, no tenemos por

qué preocuparnos de estas cosas.


 

 

 

 

CAPÍTULO VI

EL PECADO ACTUAL 

 

¿Puede morir mi alma?

 

Si un hombre se clava un cuchillo en el corazón, muere físicamente. Si un hombre comete

un pecado mortal, muere espiritualmente. La descripción de un pecado mortal es así de

simple y así de real.

Por el Bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en que el pecado de Adán nos

sumió. En el Bautismo Dios unió a Sí nuestra alma. El Am or de Dios -el Espíritu Santo- se

vertió en ella, llenando el vacío espiritual que el pecado original había producido. Como

consecuencia de esta íntima unión con Dios, nuestra alma se eleva a un nuevo tipo de

vida, la vida sobrenatural que se llama «gracia santificante», y que es nuestra obligación

preservar; y no sólo preservarla, sino incrementarla e intensificarla.

Dios, después de unirnos a Sí por el Bautismo, nunca nos abandona. Tras el Bautismo, el

único modo de separarnos de Dios es rechazándole deliberadamente.

Y esto ocurre cuando, plenamente conscientes de nuestra acción, deliberada y libremente

rehusamos obedecer a Dios en materia grave. Cuando así hacemos, cometemos un

pecado mortal, que, claro está, significa que causa la muerte del alma. Esta

desobediencia a Dios, consciente y voluntaria en materia grave, es a la vez el rechazo de

Dios. Secciona nuestra unión con El tan rotundamente como unas tijeras la instalación

eléctrica de nuestra casa de los generadores de la compañía eléctrica si se aplicaran al

cable que la conecta. Si lo hicieras, tu casa se sumiría instantáneamente en la oscuridad;

igual ocurriría a nuestra alma con un pecado mortal, pero con consecuencias mucho más

terribles, porque nuestra alma no se sumiría en la oscuridad, sino en la muerte.

Es una muerte más horrible porque no se muestra al exterior: no hay hedor de corrupción

ni frigidez rígida. Es una muerte en vida por la que el pecador queda desnudo y aislado en

medio del amor y abundancia divinos. La gracia de Dios fluye a su alrededor, pero no

puede entrar en él; el amor de Dios le toca, pero no le penetra. Todos los méritos

sobrenaturales que el pecador había adquirido antes de su pecado se pierden. Todas las

buenas obras hechas, todas las oraciones dichas, todas las misas ofrecidas, los

sufrimientos conllevados por Cristo, absolutamente todo, es barrido en el momento de

pecar.

Esta alma en pecado mortal ha perdido el cielo ciertamente; si muriera así, separado de

Dios, no podría ir allí, pues no hay modo de restablecer la unión con Dios después de la

muerte.

El fin esencial de nuestra vida es probar a Dios nuestro amor por la obediencia. La muerte

termina el tiempo de nuestra prueba, de nuestra oportunidad. Después no hay posibilidad

de cambiar nuestro corazón. La muerte fija al alma para siempre en el estado en que la

encuentra: amando a Dios o rechazándole.

Si el cielo se pierde, no queda otra alternativa al alma que el infierno. Al morir

desaparecen las apariencias, y el pecado mortal que al cometerlo se presentó como una

pequeña concesión al yo, a la luz fría de la justicia divina se muestra como es en realidad:

un acto de soberbia y rebeldía, como el acto de odio a Dios que está implícito en todo

pecado mortal. Y en el alma irrumpen las tremendas, ardientes, torturantes sed y hambre

de Dios, para Quien fue creada, de ese Dios que nunca encontrará. Esa alma está en el

infierno.

Y esto es lo que significa, un poco de lo que significa, desobedecer a Dios voluntaria y

conscientemente en materia grave, cometer un pecado mortal.


 

 

 

Pecar es rehusar a Dios nuestra obediencia, nuestro amor. Dado que cada partecita

nuestra pertenece a Dios, y que el fin todo de nuestra existencia es amarle, resulta

evidente que cada partecita nuestra debe obediencia a Dios. Así, esta obligación de

obedecer se aplica no sólo a las obras o palabras externas, sino también a los deseos y

pensamientos más íntimos.

Es evidente que podemos pecar no sólo haciendo lo que Dios prohíbe (pecado de

comisión), sino dejando de hacer lo que El ordena (pecado de omisión). Es pecado robar,

pero es también pecado no pagar las deudas justas. Es pecado trabajar servil e

innecesariamente en domingo, pero lo es también no dar el culto debido a Dios omitiendo

la Misa en día de precepto.

La pregunta «¿Qué es lo que hace buena o mala una acción?» casi puede parecer

insultante por lo sencilla. Y, sin embargo, la he formulado una y otra vez a niños, incluso a

bachilleres, sin recibir la respuesta correcta. Es la voluntad de Dios. Una acción es buena

si es lo que Dios quiere que hagamos; es mala si es algo que Dios no quiere que

hagamos. Algunos niños me han respondido que tal acción es mala «porque lo dice el

cura, o el Catecismo, o la Iglesia, o las Escrituras».

No está, pues, fuera de lugar señalar a los padres la necesidad de que sus hijos

adquieran este principio tan pronto alcancen la edad suficiente para distinguir el bien del

mal, y sepan que la bondad o maldad de algo dependen de que Dios lo quiera o no; y que

hacer lo que Dios quiere es nuestro modo, nuestro único modo, de probar nuestro amor a

Dios. Esta idea será tan sensata para un niño como lo es para nosotros. Y obedecerá a

Dios con mejor disposición y alegría que si tuviera que hacerlo a un simple padre, sacer-

dote o libro.

Por supuesto, conocemos la Voluntad de Dios por la Escritura (Palabra escrita de Dios) y

por la Iglesia (Palabra viva de Dios). Pero ni las Escrituras ni la Iglesia causan la Voluntad

de Dios. Incluso los llamados «mandamientos de la Iglesia» no son más que aplicaciones

particulares de la voluntad de Dios, interpretaciones detalladas de nuestros deberes, que,

de otro modo, podrían no parecernos tan claros y evidentes.

Los padres deben tener cuidado en no exagerar a sus hijos las dificultades de la virtud. Si

agrandan cada pecadillo del niño hasta hacerlo un pecado muy feo y muy grande, si al

niño que suelta el «taco» que ha oído o dice «no quiero» se le riñe diciendo que ha

cometido un pecado mortal y que Dios ya no lo quiere, es muy probable que crezca con la

idea de que Dios es un preceptor muy severo y arbitrario. Si cada faltilla se le describe

como un pecado «gordo», el niño crecerá desanimado ante la clara imposibilidad de ser

bueno, y dejará de intentarlo. Y esto ocurre.

Sabemos que para que algo sea pecado mortal necesita tres condiciones. Si faltara

cualquiera de las tres, no habría pecado mortal.

En primer lugar y antes que nada, la materia debe ser grave, sea en pensamiento, palabra

u obra. No es pecado mortal decir una mentira infantil, sí lo es dañar la reputación ajena

con una mentira. No es pecado mortal robar una manzana o un duro, sí lo es robar una

cantidad apreciable o pegar fuego a una casa.

En segundo lugar, debo saber que lo que hago está mal, muy mal. No puedo pecar por

ignorancia. Si no sé que es pecado mortal participar en el culto protestante, para mí no

sería pecado ir con un amigo a su capilla. Si he olvidado que hoy es día de abstinencia y

como carne, para mí no habría pecado. Esto presupone, claro está, que esta ignorancia

no sea por culpa mía. Si no quiero saber algo por miedo a que estropee mis planes, sería

culpable de ese pecado.

Finalmente, no puedo cometer un pecado mortal a no ser que libremente decida esa

acción u omisión contra la Voluntad de Dios. Si, por ejemplo, alguien más fuerte que yo

me fuerza a lanzar una piedra contra un escaparate, no me ha hecho cometer un pecado

mortal. Tampoco puedo pecar mortalmente por accidente, como cuando ininten-


 

 

 

cionadamente choco con alguien y se cae fracturándose el cráneo. Ni puedo pecar

durmiendo, por malvados que aparezcan mis sueños.

Es importante que tengamos ideas claras sobre esto, y es importante que nuestros hijos

las entiendan en medida adecuada a su capacidad. El pecado mortal, la completa

separación de Dios, es demasiado horrible para tomarlo a la ligera, para utilizarlo como

arma en la educación de los niños, para ponerlo a la altura de la irreflexión o travesuras

infantiles.

 

¿Cuáles son las raíces del pecado?

 

Es fácil decir que tal o cual acción es pecaminosa. No lo es tanto decir que tal o cual

persona ha pecado. Si uno olvida, por ejemplo, que hoy es fiesta de precepto y no va a

Misa, su pecado es sólo externo. Internamente no hay intención de obrar mal. En este

caso decimos que ha cometido un pecado material, pero no un pecado formal. Hay una

obra mala, pero no mala intención. Sería superfluo e inútil mencionarlo en la confesión.

Pero también es verdad lo contrario. Una persona puede cometer un pecado interior sin

realizar un acto pecaminoso. Usando el mismo ejemplo, si alguien piensa que hoy es día

de precepto y voluntariamente decide no ir a Misa sin razón suficiente, es culpable del

pecado de omisión de esa Misa, aunque esté equivocado y no sea día de obligación en

absoluto. O, para dar otro ejemplo, si un hombre roba una gran cantidad de dinero y

después se da cuenta que robó su propio dinero, interiormente ha cometido un pecado de

robo, aunque realmente no haya robado. En ambos casos decimos que no ha habido

pecado material, pero sí formal. Y, por supuesto, estos dos pecados tendrán que

confesarse.

Vemos, pues, que es la intención en la mente y voluntad de una persona lo que

determina, finalmente, la malicia de un pecado. Hay pecado cuando la intención quiere

algo contra lo que Dios quiere.

Por esta razón, soy culpable de pecado en el momento en que decido cometerlo, aunque

no tenga oportunidad de ponerlo por obra o aunque cambie después de opinión. Si decido

mentir sobre un asunto cuando me pregunten, y a nadie se le ocurre hacerlo, sigo siendo

culpable de una mentira por causa de mi mala intención. Si decido robar unas

herramientas del taller en que trabajo, pero me despiden antes de poder hacerlo, interior-

mente ya cometí el robo aunque no se presentara la oportunidad de realizarlo, y soy

culpable de él. Estos pecados serían reales y, si la materia fuera grave, tendría que

confesarlos.

Incluso un cambio de decisión no puede borrar el pecado. Si un hombre decide hoy que

mañana irá a fornicar, y mañana cambia de idea, seguirá teniendo sobre su conciencia el

pecado de ayer. La buena decisión de hoy no puede borrar el mal propósito de ayer. Es

evidente que aquí hablamos de una persona cuya voluntad hubiera tomado

definitivamente esa decisión. No nos referimos a la persona en grave tentación, luchando

consigo misma quizás horas, incluso días. Si esa persona alcanza, al fin, la victoria sobre

sí misma y da un «no» decidido a la tentación, no ha cometido pecado.

Al contrario, esa persona ha mostrado gran virtud y adquirido gran mérito ante Dios. No

hay por qué sentirse culpable aunque la tentación haya sido violenta o persistente;

cualquiera sería bueno si fuera tan fácil. Eso no tendría mérito. No. La persona de quien

hablábamos antes es la que resuelve cometer un pecado, pero la falta de ocasión o el

cambio de mente le impiden ponerlo por obra.

Esto no quiere decir que el acto externo no importe. Sería un gran error inferir que, ya que

uno ha tomado la decisión, da igual llevarla a la práctica. Muy al contrario, poner por obra

la mala intención y realizar el acto, añade gravedad al pecado, intensifica su malicia. Y


 

 

 

esto es especialmente así cuando ese pecado externo daña a un tercero, como en un

robo; o causa de que otro peque, como en las relaciones impuras.

Y ya que estamos en el tema de la «intención», vale la pena mencionar que no podemos

hacer buena o indiferente una acción mala con una buena intención. Si robo a un rico

para darle a un pobre, sigue siendo un robo, y aún es pecado. Si digo una mentira para

sacar a un amigo de apuros, sigue siendo una mentira, y yo peco. Si unos padres utilizan

anticonceptivos para que los hijos que ya tienen dispongan de más medios, la

pecaminosidad del acto se mantiene. En resumen, un buen fin nunca justifica malos

medios. No podemos forzar y retorcer la voluntad de Dios para hacerla coincidir con la

nuestra.

Lo mismo que el pecado consiste en oponer nuestra voluntad a la de Dios, la virtud no es

más que el sincero esfuerzo por identificar nuestra voluntad con la suya. Resulta arduo

solamente si confiamos en nuestras propias fuerzas en vez de en la gracia de Dios. Un

viejo axioma teológico lo expresa diciendo: «al que hace lo que puede, la gracia de Dios

no le falta».

Si hacemos «lo que podemos» -rezando cada día regularmente, confesando y

comulgando frecuentemente; considerando a menudo la grandeza del hecho que el

mismo Dios habite en nuestra alma en gracia, ¡qué gozo es saber que, sea cual sea el

momento en que nos llame, estamos preparados para contemplarle por toda la eternidad!

j (aunque venga previamente el purgatorio); ocupándonos en un trabajo útil y unas

diversiones cabales, evitando las personas y lugares que puedan poner a prueba nuestra

humana debilidad-, entonces no cabe duda de nuestra victoria.

Es también muy útil conocer nuestras debilidades. Tú, ¿te conoces bien? O, para ponerlo

de forma negativa, ¿sabes cuál es tu defecto dominante?

Puede que tengas muchos defectos; la mayoría los tenemos. Pero ten por cierto que hay

uno que es más destacado que los demás y es tu mayor obstáculo para tu crecimiento

espiritual. Los autores espirituales describen ese defecto como «la pasión dominante».

Antes que nada, conviene aclarar la diferencia entre un defecto y un pecado. Un defecto

es lo que podríamos llamar «el punto flaco» que nos hace fácil cometer ciertos pecados, y

más difícil practicar ciertas virtudes. Un defecto es (hasta que lo eliminamos) una

debilidad de nuestro carácter, más o menos permanente, mientras que el pecado es algo

eventual, un hecho aislado que deriva de nuestro defecto. Si comparamos el pecado a

una planta nociva, el defecto sería la raíz que lo sustenta.

Todos sabemos que, al cultivar un jardín, da poco resultado cortar esas plantas a ras del

suelo. Si no se quitan las raíces, crecerán una y otra vez. Igualmente ocurre en nuestra

vida con ciertos pecados: seguirán dándose continuamente si no arrancamos las raíces,

ese defecto del que brotan.

Los teólogos dan una lista de siete defectos o debilidades principales; casi todo pecado

actual se basa en uno u otro de ellos. Estas siete debilidades humanas se llaman,

ordinariamente, «las siete pecados capitales». La palabra «capital» en este contexto

significa relevante o más frecuente, no que necesariamente sean los mayores o peores.

¿Cuáles son estos siete vicios dominantes de la naturaleza humana? El primero es la

soberbia, que podría definirse como la búsqueda desordenada del propio honor y

excelencia. Sería demasiado larga la lista de todos los pecados que se originan en la

soberbia: la ambición excesiva, jactancia de nuestras fuerzas espirituales, vanidad,

orgullo, he aquí unos pocos. O, para usar expresiones contemporáneas, la soberbia es

causa de esa actitud llena de amor propio que nos lleva a «mantener el nivel, para que no

digan los vecinos», a la ostentación, a la ambición de escalar puestos y figurar

socialmente, «a estar en el candelero», y otros de parecido jaez.

El segundo pecado capital es la avaricia, o el inmoderado deseo de bienes temporales.

De aquí nacen no sólo los pecados de robo y fraude, sino los menos reconocidos de


 

 

 

injusticia entre patronos y empleados, prácticas abusivas en los negocios, tacañería e

indiferencia ante las necesidades de los pobres, y eso por mencionar sólo unos cuantos

ejemplares.

El siguiente en la lista es la lujuria. Es fácil percatarse que los pecados claros contra la

castidad tienen su origen en la lujuria; pero también produce otros: muchos actos

deshonestos, engaños e injusticias pueden achacarse a la lujuria; la pérdida de la fe y la

desesperación en la misericordia divina son frutos frecuentes de la lujuria.

Luego viene la ira, o el estado emocional desordenado que nos impulsa a desquitarnos

sobre otros, a oponernos insensatamente a personas o cosas. Los homicidios, riñas e

injurias son consecuencias evidentes de la ira. El odio, la murmuración y el daño a la

propiedad ajena son otras.

La gula es otro pecado capital. Es la atracción desordenada hacia la comida o bebida.

Parece el más innoble de los vicios: en el glotón hay algo de animal. Causa daños a la

propia salud, produce el lenguaje soez y blasfemo, injusticias a la propia familia y otras

personas y una legión más de males demasiado evidentes para necesitar enumeración.

La envidia es también un vicio dominante. Hace falta ser muy humilde y sincero consigo

mismo para admitir que lo tenemos. La envidia no consiste en desear el nivel que tiene

otro: ése es un sentimiento perfectamente natural, a no ser que nos. lleve a extremos de

codicia. No, la envidia es más bien la tristeza causada porque otros estén en una

situación mejor que la nuestra, como un sufrimiento por la mejor fortuna de otros. Desea-

mos tener lo que otro tiene y que no lo tenga él. Por lo menos, desearíamos que él no lo

tuviera si nosotros no lo podemos tener también. La envidia nos lleva al estado de mente

del clásico «perro del hortelano», que ni disfruta con lo que tiene ni deja disfrutar a los

demás, y produce el odio, la calumnia, difamación, resentimiento, detracción y otros males

parecidos.

Finalmente, está la pereza, que no es el simple desagrado ante el trabajo; hay mucha

gente que no encuentra su trabajo agradable. La pereza es, más bien, rehuir el trabajo

ante el esfuerzo que comporta. Es el disgusto y rechazo de nuestros deberes,

especialmente de nuestros deberes con Dios. Si nos contentamos con un bajo nivel en

nuestra búsqueda de la santidad, especialmente si nos conformamos con una

mediocridad espiritual, es casi seguro que su causa sea la pereza. Omitir la Misa en día

de precepto, descuidar la oración, rehuir nuestras obligaciones familiares y profesionales,

todo proviene de la pereza.

Estos son, pues, los siete pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y

pereza. Sin duda tenemos la laudable costumbre de examinar nuestra conciencia antes

de acostarnos y, por supuesto, al ir a confesarnos. De ahora en adelante, sería muy

provechoso preguntarnos no sólo «qué pecados y cuántas veces», sino también «por

qué».


 

 

 

 

CAPÍTULO VII

LA ENCARNACION

 

 ¿Quién es María?

 

El 25 de marzo celebramos el gran acontecimiento que llamamos «la Encarnación», el

anuncio del Arcángel Gabriel a María de que Dios la había escogido para ser madre del

Redentor.

El día de la Anunciación, Dios cubrió la infinita distancia que había entre El y nosotros.

Por un acto de su poder infinito, Dios hizo lo que a nuestra mente humana parece

imposible: unió su propia naturaleza divina a una verdadera naturaleza humana, a un

cuerpo y alma como el nuestro. Y, lo que nos deja aún más asombrados, de esta unión no

resultó un ser con dos personalidades, la de Dios y la de hombre. Al contrario, las dos

naturalezas se unieron en una sola Persona, la de Jesucristo, Dios y hombre.

Esta unión de lo divino y humano en una Persona es tan singular, tan especial, que no

admite comparación con otras experiencias humanas, y, por lo tanto, está fuera de

nuestra capacidad de comprensión. Como la Santísima Trinidad, es uno de los grandes

misterios de nuestra fe, al que llamamos el misterio de la Encarnación.

En el Evangelio de San Juan leemos «Verbum caro factum est», que el Verbo se hizo

carne, o sea, que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, se encarnó, se

hizo hombre. Esta unión de dos naturalezas en una sola Persona recibe un nombre

especial, y se llama unión hipostática (del griego hipóstasis, que significa «lo que está

debajo»).

Para dar al Redentor una naturaleza humana, Dios eligió a una doncella judía de quince

años, llamada María, descendiente del gran rey David, que vivía oscuramente con sus

padres en la aldea de Nazaret. María, bajo el impulso de la gracia, había ofrecido a Dios

su virginidad, lo que formaba parte del designio divino sobre ella.

Era un nuevo ornato para el alma que había recibido una gracia mayor en su mismo

comienzo. Cuando Dios creó el alma de María, en el instante mismo de su concepción en

el seno de Ana, la eximió de la ley universal del pecado original. María recibió la herencia

perdida por Adán. Desde el inicio de su ser, María estuvo unida a Dios. Ni por un

momento se encontró bajo el dominio de Satán aquella cuyo Hijo le aplastaría la cabeza.

Aunque María había hecho lo que hoy llamaríamos voto de castidad perpetua, estaba

prometida a un artesano llamado José. Hace dos mil años no había «mujeres

independientes» ni «mujeres de carrera». En un mundo estrictamente masculino,

cualquier muchacha honrada necesitaba un hombre que la tutelara y protegiera. Más aún,

no entraba en el plan de Dios que, para ser madre de su Hijo, María tuviera que sufrir el

estigma de las madres solteras. Y así, Dios, actuando discretamente por medio de su

gracia, procuró que María tuviera un esposo.

El joven escogido por Dios para esposo de María y guardián de Jesús era, de por sí, un

santo. El Evangelio nos lo describe diciendo, sencillamente, que era un «varón justo». El

vocablo «justo» significa en su connotación hebrea un hombre lleno de toda virtud. Es el

equivalente a nuestra palabra actual «santo».

No nos sorprende, pues, que José, al pedírselo los padres de María, aceptara

gozosamente ser el esposo legal y verdadero de María, aunque conociera su promesa de

virginidad y que el matrimonio nunca sería consumado. María permaneció virgen no sólo

al dar a luz a Jesús, sino durante toda su vida. Cuando el Evangelio menciona «los

hermanos y hermanas» de Jesús, tenemos que recordar que es una traducción al

castellano de la traducción griega del original hebreo, y que allí estas palabras significan,



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