¡Dios te salve María!
 

sencillamente, «parientes consanguíneos», más o menos lo mismo que nuestra palabra

«primos».

La aparición del ángel sucedió mientras permanecía con sus padres, antes de irse a vivir

con José. El pecado vino al mundo por libre decisión de Adán; Dios quiso que la libre

decisión de María trajera al mundo la salvación. Y el. Dios de cielos y tierra aguardaba el

consentimiento de una muchacha.

Cuando, recibido el mensaje angélico, María inclinó la cabeza y dijo «Hágase en mí según

tu palabra», Dios Espíritu Santo (a quien se atribuyen las obras de amor) engendró en el

seno de María el cuerpo y alma de un niño al que Dios Hijo se unió en el mismo instante.

Por aceptar voluntariamente ser Madre del Redentor, y por participar libremente (¡y de un

modo tan íntimo!) en su Pasión, María es aclamada por la Iglesia como Corredentora del

género humano.

Es este momento trascendental de la aceptación de María y del comienzo de nuestra

salvación el que conmemoramos cada vez que recitamos el Angelus.

Y no sorprende que Dios preservara el cuerpo del que tomó el suyo propio de la

corrupción de la tumba. En el cuarto misterio glorioso del Rosario, y anualmente en la

fiesta de la Asunción, celebramos el hecho que el cuerpo de María, después de la muerte,

se reunió con su alma en el cielo.

Quizá algunos hayamos exclamado en momentos de trabajo excesivo: «Quisiera ser dos

para poder atenderlo todo», y es una idea interesante que puede llevarnos a fantasear un

poco, pero con provecho.

Imaginemos que yo pudiera ser dos, que tuviera dos cuerpos y dos almas y una sola

personalidad, que sería yo. Ambos cuerpos trabajarían juntos armónicamente en

cualquier tarea que me ocupara. Resultaría especialmente útil para transportar una

escalera de mano o una mesa. Y las dos mentes se aplicarían juntas a solucionar

cualquier problema que yo tuviera que afrontar, lo que `sería especialmente grato para

resolver preocupaciones y tomar decisiones.

Es una idea total y claramente descabellada. Sabemos que en el plan de Dios sólo hay

una naturaleza humana (cuerpo y alma) para cada persona humana (mi identidad

consciente que me separa de cualquier otra persona). Pero esta fantasía quizá nos ayude

a entender un poquito mejor la personalidad de Jesús. La unión hipostática, la unión de

una naturaleza humana y una naturaleza divina en una Persona, Jesucristo, es un

misterio de fe, lo que significa que no podemos comprenderlo del todo, pero eso no quiere

decir que seamos incapaces de comprender nada.

Como segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, Jesús existió por toda la

eternidad. Y por toda la eternidad es engendrado en la mente del Padre. Luego, en un

punto determinado del tiempo, Dios Hijo se unió en el seno de la Virgen María, no sólo a

un cuerpo como el nuestro, sino a un cuerpo y a un alma, a una naturaleza humana

completa. El resultado es una sola Persona, que actúa siempre en armonía, siempre

unida, siempre como una sola identidad.

El Hijo de Dios no llevaba simplemente una naturaleza humana como un obrero lleva su

carretilla. El Hijo de Dios, en y con su naturaleza humana, tenía (y tiene) una personalidad

tan individida y singular como la tendríamos nosotros en y con las dos naturalezas

humanas que, en nuestra fantasía, habíamos imaginado.

Jesús mostró claramente su dualidad de naturalezas al hacer, por una parte, lo que sólo

Dios podría hacer, como, por su propio poder, resucitar muertos. Por otra parte, Jesús

hizo las cosas más corrientes de los hombres, como comer, beber y dormir. Y téngase en

cuenta que Jesús no hacía simplemente una apariencia de comer, beber, dormir y sufrir.

Cuando come es porque realmente

tiene hambre; cuando duerme es porque realmente está fatigado; cuando sufre siente

realmente el dolor.


 

 

 

Con igual claridad Jesús mostró la unidad de su personalidad. En todas sus acciones

había una completa unidad de Persona. Por ejemplo, no dice al hijo de la viuda: «La parte

de Mí que es divina te dice: ¡Levántate!». Jesús manda simplemente: «A ti lo digo:

¡Levántate!». En la Cruz, Jesús no dijo: «Mi naturaleza humana tiene sed», sino que

clamó: «Tengo sed».

Puede que nada de lo que venimos diciendo nos ayude mucho a comprender las dos

naturalezas de Cristo. En el mejor de los casos, será siempre un misterio. Pero, por lo

menos, nos recordará al dirigirnos a María con su glorioso título de «Madre de Dios» que

no estamos utilizando una imagen poética.

A veces, nuestros amigos acatólicos se escandalizan de lo que llaman «excesiva»

glorificación de María. No tienen inconveniente en llamarla María la Madre de Cristo, pero

antes morirían que llamarla Madre de Dios. Y, sin embargo, a no ser que nos

dispongamos a negar la divinidad de Cristo (en cuyo caso dejaríamos de ser cristianos),

no hay razones para distinguir entre «Madre de Cristo» y «Madre de Dios».

Una madre no es sólo madre del cuerpo físico de su hijo; es madre de la persona entera

que lleva en su seno. La completa Persona. concebida por María es Jesucristo, verdadero

Dios y verdadero hombre. El Niño que hace casi veinte siglos parió en el establo de Belén

tenía, en cierto modo, a Dios como Padre dos veces: la segunda Persona de la Santísima

Trinidad tiene a Dios como Padre por toda la eternidad. Jesucristo tuvo a Dios como

Padre también cuando, en la Anunciación, el Espíritu Santo engendró un Niño en el seno

de María.

Cualquiera que tenga un amigo amante de los perros sabe la verdad que hay en el dicho

inglés «si me amas, ama a mi perro», lo que puede parecer tonto a nuestra mentalidad.

Pero estoy seguro que cualquier hombre o mujer suscribiría la afirmación, «si me amas,

ama a mi madre».

¿Cómo puede, entonces, afirmar alguien que ama a Jesucristo verdaderamente si no ama

también a su Madre? Los que objetan que el honor dado a María se detrae del debido a

Dios; los que critican que los católicos «añaden» una segunda mediación «al único

Mediador entre Dios y hombre, Jesucristo Dios encarnado», muestran lo poco que han

comprendido la verdadera humanidad de Jesucristo. Porque Jesús ama a María no con el

mero amor imparcial que tiene Dios por todas las almas, no con el amor especial que

tiene por las almas santas; Jesús ama a María con el amor humano perfecto que sólo el

Hombre Perfecto puede tener por una Madre perfecta. Quien empequeñece a María no

presta un servicio a Jesús. Al contrario, quien rebaja el honor de María reduciéndola al

nivel de «una buena mujer», rebaja el honor de Dios en una de sus más nobles obras de

amor y misericordia.

 

¿Quién es Jesucristo?

 

El mayor don de nuestra vida es la fe cristiana. Nuestra vida entera, la cultura incluso de

todo el mundo occidental, están basadas en el firme convencimiento de que Jesucristo

vivió y murió. Lo normal sería que procuráramos poner los medios para conocer lo más

posible sobre la vida de Aquel que ha influido tanto en nuestras personas como en el

mundo.

Y, sin embargo, hay católicos que han leído extensas biografías de' cualquier personaje

más o menos famoso y todavía no han abierto un libro sobre la vida de Jesucristo.

Sabiendo la importancia que El tiene para nosotros, da pena que nuestro conocimiento de

Jesús se limite, en muchos casos, a los fragmentos de Evangelio que se leen los

domingos en la Misa.

Por lo menos tendríamos que haber leído la historia completa de Jesús tal como la

cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo Testamento. Y cuando lo hayamos


 

 

 

hecho, la narración de los Evangelios adquirirá más relieve si la completamos con un

buen libro sobre la biografía de Jesús.

Hay muchos en las librerías y bibliotecas públicas. En estos libros los autores se apoyan

en su docto conocimiento de la época y costumbres en que vivió Jesús, para dar cuerpo a

la escueta narración evangélica (* ).

Para nuestro propósito, bastará aquí una muy breve exposición de algunos puntos más

destacados de la vida terrena de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Tras el

nacimiento de Jesús en la cueva de Belén la primera Navidad, el siguiente acontecimiento

es la venida de los Magos de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Rey recién

nacido.

 

Fue un acontecimiento de gran significación para nosotros que no somos judíos. Fue el

medio que Dios utilizó para mostrar, pública y claramente, que el Mesías, el Prometido, no

venía a salvar a los judíos solamente. Según su general creencia, el Mesías que habría

de venir sería exclusiva pertenencia de los hijos de Israel, y llevaría a su nación a la

grandeza y la gloria. Pero con su llamada a los Magos para que acudieran a Belén, Dios

manifestó que Jesús venía a salvar tanto a los gentiles o no judíos como a su pueblo

elegido. Por eso, la venida de los Magos se conoce con el nombre griego de «Epifanía»,

que significa «manifestación». Por eso también, este acontecimiento tiene tanta

importancia para ti y para mí. Aunque la fiesta de Epifanía no es de precepto en algunos

países por dispensa de la ley general, la Iglesia le concede igual e incluso mayor dignidad

que a la fiesta de Navidad.

Después de la visita de los Magos y consiguiente huida de la Sagrada Familia a Egipto

para escapar del plan de muerte de Herodes, y su retorno a Nazaret, la siguiente ocasión

en que vemos a Jesús es acompañando a María y José a Jerusalén para celebrar la gran

fiesta judía de la Pascua. La historia de la pérdida de Jesús y su encuentro en el Templo,

tres días más tarde, nos es bien conocida. Luego, el evangelista San Lucas deja caer un

velo de silencio sobre la adolescencia y juventud de Jesús, que resume en una corta

frase: «Jesús crecía en sabiduría y edad ante Dios y ante los hombres» (2,52).

Esta frase, «Jesús crecía en sabiduría», plantea una cuestión que vale la pena que

consideremos un momento: la cuestión de si Jesús, al crecer, tenía que aprender las

cosas como los demás niños. Para responder, recordemos que Jesús tenía dos

naturalezas, la humana y la divina. Por ello, tenía dos clases de conocimiento: el infinito

que Dios tiene, el conocimiento de todo que Jesús, está claro, poseía desde el principio

de su existencia en el seno de María; y, como hombre, Jesús tenía también otro tipo de

conocimiento, el humano. A su vez, este conocimiento humano de Jesús era de tres

clases.

 

Jesús, en primer lugar, tenía el conocimiento beatífico desde el momento de su

concepción, consecuencia de la unión de su naturaleza humana a una naturaleza divina.

Este conocimiento es similar al que tú y yo tendremos cuando veamos a Dios en el cielo.

Luego, Jesús poseía también la ciencia infusa, un conocimiento como el que Dios dio a

los ángeles y a Adán de todo lo creado, conferido directamente por Dios, y que no hay

 

 

 

 

(*) Entre muchas y muy buenas biografías de Jesús, en castellano pueden leerse desde la clásica Vida de

Jesucristo, de Fray Luis de Granada a las actuales Vida de Cristo, de Fray Justo Pérez de Urbe], El Cristo de

nuestra fe y Jesucristo de Karl Adam, La historia de Jesucristo, de R. L. Bruckberger o Vida de Nuestro

Señor Jesucristo, de Fillion.


 

 

 

que adquirir por razonamientos laboriosos partiendo de los datos que proporcionan los

sentidos. Además, Jesús poseía el conocimiento experimental -el conocimiento por la

experiencia-, que iba adquiriendo conforme crecía y se desarrollaba.

Un navegante sabe que hallará determinada isla en un punto determinado del océano

gracias a sus mapas e instrumentos. Pero, al encontrarla, ha añadido el conocimiento

experimental a su previo conocimiento teórico. De modo parecido, Jesús sabía desde el

principio cómo sería el andar, por ejemplo. Pero adquirió el conocimiento experimental

solamente cuando sus piernas fueron lo suficientemente fuertes para sostenerle... Y así,

cuando el Niño tenía doce años, San Lucas nos lo deja oculto en Nazaret dieciocho años

más.

Se nos puede ocurrir preguntarnos por qué Jesucristo «desperdició» tantos años de su

vida en la humilde oscuridad de Nazaret. De los doce a los treinta años, el Evangelio no

nos dice absolutamente nada de Jesús, excepto que «crecía en sabiduría, edad y gracia

ante Dios y ante los hombres».

Luego, al considerarlo más despacio, vemos que Jesús, con sus años ocultos de Nazaret,

está enseñando una de las lecciones más importantes que el hombre pueda necesitar.

Dejando transcurrir tranquilamente año tras año, nos explicita la enseñanza de que ante

Dios no hay persona sin importancia ni trabajo que sea trivial.

Dios no nos mide por la importancia de nuestro trabajo, sino por la fidelidad con que

procuramos cumplir lo que ha puesto en nuestras manos, por la sinceridad con que nos

dedicamos a hacer nuestra su voluntad.

Efectivamente, los callados años que pasó en Nazaret son tan redentores como los tres

de vida activa con que acabó su ministerio. Cuando clavaba clavos en el taller de José,

Jesús nos redimía tan realmente como en el Calvario, cuando otros le atravesaban las

manos con ellos.

«Redimir» significa recuperar algo perdido, vendido o regalado. Por el pecado el hombre

había perdido -arrojado- su derecho de herencia a la unión eterna con Dios, a la felicidad

perenne en el cielo. El Hijo de Dios hecho hombre asumió la tarea de recuperar ese

derecho para nosotros. Por eso se le llama Redentor, y a la tarea que realizó, redención.

Y del mismo modo que la traición del hombre a sí mismo se realiza por la negativa a dar

su amor a Dios (negativa expresada en el acto de desobediencia que es el pecado), así la

tarea redentora de Cristo asumió la forma de un acto de amor infinitamente perfecto,

expresado en el acto de obediencia infinitamente perfecta que abarcó toda su vida en la

tierra. La muerte de Cristo en la Cruz fue la culminación de su acto de obediencia; pero lo

que precedió al Calvario y lo que le siguió es parte también de su Sacrificio.

Todo lo que Dios hace tiene valor infinito. Por ser Dios, el más pequeño de los

sufrimientos de Cristo era suficiente para pagar el rechazo de Dios por los hombres. El

más ligero escalofrío que el Niño Jesús sufriera en la cueva de Belén bastaba para

satisfacer por todos los pecados que los hombres pudieran apilar en el otro platillo de la

balanza.

Pero, en el plan de Dios, esto no era bastante. El Hijo de Dios realizaría su acto de

obediencia infinitamente perfecta hasta el punto de «anonadarse» totalmente, hasta el

punto de morir en el Calvario o Gólgota, que significa «Lugar de la Calavera». El Calvario

fue la cima, la culminación del acto redentor. Nazaret, como Belén, son parte del camino

que conduce a él. Por el hecho de que la pasión y muerte de Cristo superaran tanto el

precio realmente preciso para satisfacer por el pecado, Dios nos hace patente de un

modo inolvidable las dos lecciones paralelas de la infinita maldad del pecado y del infinito

amor que El nos tiene.

Cuando Jesús tenía treinta años de edad, emprendió la fase de su tarea que llamamos

comúnmente su vida pública. Tuvo comienzo con su primer milagro público en las bodas

de Caná, y se desarrolló en los tres años siguientes. Durante estos años Jesús viajó a lo


 

 

 

largo y ancho del territorio palestino, predicando al pueblo, enseñándoles las verdades

que debían conocer y las virtudes que debían practicar si querían beneficiarse de su re-

dención.

Aunque los sufrimientos de Cristo bastan para pagar por todos los pecados de todos los

hombres, esto no quiere decir que cada uno, automáticamente, quede liberado del

pecado. Aún es necesario que cada uno, individualmente, se aplique los méritos del

sacrificio redentor de Cristo, o, en el caso de los niños, que otro se los aplique por el

Bautismo.

Mientras viajaba y predicaba, Jesús obró milagros innumerables. No sólo movido por su

infinita compasión, sino también (y principalmente) para probar su derecho a hablar como

lo hacía. Pedir a sus oyentes que le creyeran Hijo de Dios era pedir mucho. Por ello, al

verle limpiar leprosos, devolver la vista a ciegos y resucitar a muertos, no les dejaba lugar

para dudas sinceras.

Además, durante estos tres años, Jesús les recordaba continuamente que el reino de

Dios estaba próximo. Este reino de Dios en la tierra -que nosotros llamamos Iglesia- sería

la preparación del hombre para el reino eterno del cielo. La vieja religión judaica,

establecida por Dios para preparar la venida de Cristo, iba a terminar. La vieja ley del

temor iba a ser reemplazada por la nueva ley del amor.

Muy al principio de su vida pública, Jesús escogió los doce hombres que iban a ser los

primeros en regir su reino, los primeros obispos y sacerdotes de su Iglesia. Durante tres

años instruyó y preparó a sus doce Apóstoles para la tarea que les iba a encomendar:

establecer sólidamente el reino que El estaba fundando.


 

 

 

 

 

CAPÍTULO VIII

LA REDENCION

 

¿Cómo termina?

 

La ambición de los dictadores rusos de ahora es conquistar el mundo, lo que han

empezado con buen pie, según puede atestiguar una docena de pueblos esclavizados.

Hace dos mil años los emperadores romanos consiguieron lo que los rusos de ahora

querrían conseguir. De hecho, los ejércitos de Roma habían conquistado el mundo entero,

un mundo mucho más reducido del que conocemos en nuestro tiempo. Comprendía los

países conocidos del sur de Europa, norte de Africa y occidente de Asia. El resto del

globo estaba aún por explorar.

Roma tenía la mano menos pesada con sus países satélites que la Rusia de hoy con los

suyos. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se les molestaba más

bien poco. Una guarnición de soldados romanos se destacaba a cada país, en el que

había un procónsul o gobernador para mantener un ojo en las cosas. Pero, fuera de esto,

se permitía a las naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y

costumbres.

Esta era la situación de Palestina en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Roma era el

jefe supremo, pero los judíos tenían su propio rey, Herodes, y eran gobernados por su

propio parlamento o consejo, llamado Sanedrín. No había partidos políticos como los

conocemos hoy, pero sí algo muy parecido a nuestra «máquina política» moderna. Esta

máquina política se componía de los sacerdotes judíos, para quienes política y religión

eran lo mismo; los fariseos, que eran los «de sangre azul» de su tiempo, y los escribas,

que eran los leguleyos. Con ciertas excepciones, la mayoría de estos hombres

pertenecían al tipo de los que hoy llamamos «políticos aprovechados». Tenían unos

empleos cómodos y agradables, llenándose los bolsillos a cuenta del pueblo, al que

oprimían de mil maneras.

Así estaban las cosas en Judea y Galilea cuando Jesús recorría sus caminos y senderos

predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y de la esperanza del hombre en Dios.

Mientras obraba sus milagros y hablaba del reino de Dios que había venido a establecer,

muchos de sus oyentes, tomando sus palabras literalmente, pensaban en términos de un

reino político en vez de espiritual. Aquí y allí hablaban de hacer a Jesús su rey, un rey que

sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados romanos.

Todo esto llegó al conocimiento de los sacerdotes, escribas y fariseos, y estos hombres

corrompidos empezaron a temer que el pueblo pudiera arrebatarles sus cómodos y

provechosos puestos. Este temor se volvió odio exacerbado cuando Jesús condenó

públicamente su avaricia, su hipocresía y la dureza de su corazón. Concertaron el modo

de hacer callar a ese Jesús de Nazaret que les quitaba la tranquilidad. Varias veces

enviaron sicarios para matar a Jesús apedreándole o arrojándole a un precipicio. Pero en

cada ocasión Jesús (al que no había llegado aún su hora) se zafó fácilmente

del cerco de los que pretendían asesinarle. Finalmente, empezaron a buscar un traidor,

alguien lo bastante íntimo de Jesús para que se lo entregara sin que hubiera fallos, un

hombre cuya lealtad pudieran comprar.

Judas Iscariote era este hombre y, desgraciadamente para Judas, esta vez había llegado

la hora de Jesús, estaba a punto de morir. Su tarea de revelar las verdades divinas a los

hombres estaba terminada y había acabado la preparación de sus Apóstoles. Ahora

aguardaba la llegada de Judas postrado en su propio sudor de sangre. Un sudor que el


 

 

 

conocimiento divino de la agonía que le esperaba arrancaba a su organismo físico angus-

tiado.

Pero más que la presciencia de su Pasión, la angustia que le hacía sudar sangre era

producida por el conocimiento de que, para muchos, esa sangre sería derramada en

vano. En Getsemaní se concedió a su naturaleza humana probar y conocer, como sólo

Dios puede, la infinita maldad del pecado y todo su tremendo horror.

Judas vino, y los enemigos de Jesús lo llevaron a un juicio que iba a ser una burla de la

justicia. La sentencia de muerte había sido ya acordada por el Sanedrín, antes incluso de

declarar unos testigos sobornados y contradictorios. La acusación era bien simple: Jesús

se proclamaba Dios, y esto era una blasfemia. Y como la blasfemia se castigaba con la

muerte, a la muerte debía ir. De aquí se le conduciría a Poncio Pilatos, el gobernador

romano, quien debía confirmar la sentencia, ya que no se permitía a las naciones

subyugadas dictar una sentencia capital. Sólo Roma podía quitar la vida a un hombre.

Cuando Pilatos se opuso a condenar a muerte a Jesús, los jefes judíos amenazaron al

gobernador con crearle dificultades, denunciándole a Roma

por incompetente. El débil Pilatos sucumbió al chantaje, tras unos vanos esfuerzos por

aplacar la sed de sangre del populacho, permitiendo que azotaran a Jesús brutalmente y

le coronaran de espinas. Meditamos estos acontecimientos al recitar los Misterios

Dolorosos del Rosario, o al hacer el Vía Crucis. También meditamos lo ocurrido al

mediodía siguiente, cuando resonó en el Calvario el golpear de martillos, y el torturado

Jesús pendió durante tres horas de la Cruz, muriendo finalmente para que nosotros

pudiéramos vivir, ese Viernes que llamamos Santo.

Hasta que Jesús murió en la Cruz, pagando por los pecados de los hombres, ningún alma

podía entrar en el cielo, nadie podía ver a Dios cara a cara. Y, sin embargo, habían

existido con seguridad muchos hombres y mujeres que habían creído en Dios y en su

misericordia y guardado sus leyes. Como estas almas no habían merecido el infierno,

existían (hasta la Crucifixión) en un estado de felicidad puramente natural, sin visión

directa de Dios. Eran muy felices, pero con la felicidad que nosotros podríamos alcanzar

en la tierra si todo nos fuera perfectamente.

El estado de felicidad natural en que esas almas aguardaban la completa revelación de la

gloria divina se llama limbo. A estas almas se apareció Jesús mientras su cuerpo yacía en

la tumba, para anunciarles la buena nueva de su redención, para, podríamos decir,

acompañarles y presentarles personalmente a Dios Padre como sus primicias.

A esto nos referimos cuando en el Credo recitamos que Jesús «descendió a los

infiernos». Hoy día la palabra «infierno» se usa exclusivamente para designar el lugar de

los condenados, de aquellos que han perdido a Dios por toda la eternidad. Pero,

antiguamente, la palabra «infierno» traducía el vocablo latino inferus, que significa

«regiones inferiores» o, simplemente, «el lugar de los muertos».

Como la muerte de Jesús fue real, fue su alma la que apareció en el limbo; su cuerpo

inerte, del que el alma se había separado, yacía en el sepulcro. Durante todo este tiempo,

sin embargo, su Persona divina permanecía unida tanto al alma como al cuerpo,

dispuesta a reunirlos de nuevo al tercer día.

Según había prometido, Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día. Había

prometido también que volvería a la vida por su propio poder, y no por el de otro. Con este

milagro daría la prueba indiscutible y concluyente de que, según afirmaba, era Dios.

El relato de la Resurrección, acontecimiento que celebramos el Domingo de Resurrección,

nos es demasiado conocido para tener que-repetirlo aquí. La ciega obstinación de los

jefes judíos pensaba derrotar los planes de Dios colocando una guardia junto al sepulcro,

manteniendo así el cuerpo de Jesús encerrado y seguro. Pero conocemos el estupor de

los guardas esa madrugada y el rodar de la piedra que guardaba la entrada del sepulcro

cuando Jesús salió.


 

 

 

Jesús resucitó de entre los muertos con un cuerpo glorificado, igual que será el nuestro

después de nuestra resurrección. Era un cuerpo «espiritualizado», libre de las limitaciones

que impone el mundo físico. Era (y es) un cuerpo que no puede sufrir o morir; un cuerpo

que irradiaba la claridad y belleza de un alma unida a Dios; un cuerpo al que la materia no

podía interceptar, pudiendo pasar a través de un sólido muro como si no existiese; un

cuerpo que no necesita trasladarse por pasos laboriosos, sino que puede cambiar de

lugar a lugar con la velocidad del pensamiento; un cuerpo libre de necesidades orgánicas

como comer, beber o dormir.

Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió inmediatamente al cielo, como

habríamos supuesto. Si lo hubiera hecho así, los escépticos que no creían en su

Resurrección (y que aún están entre nosotros) habrían resultado más difíciles de

convencer. Fue en parte por este motivo que Jesús decidió permanecer cuarenta días en

la tierra. Durante este tiempo se apareció a María Magdalena, a los discípulos camino de

Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. Pero podemos asegurar que habría más

apariciones de Nuestro Señor que las mencionadas en los Evangelios: a individuos (a su

Santísima Madre, ciertamente) y a multitudes (San Pablo menciona una de éstas, en la

que había más de quinientas personas presentes). Nadie podrá preguntar nunca con

sinceridad: «¿Cómo sabemos que resucitó? ¿Quién le vio?».

Además de probar su resurrección, Jesús tenía otro fin que cumplir en esos cuarenta

días: completar la preparación y misión de sus doce Apóstoles. En la Ultima Cena, la

noche del Jueves Santo, los había ordenado sacerdotes. Ahora, la noche del Domingo de

Pascua, complementa su sacerdocio dándoles el poder de perdonar los pecados. Cuando

se les aparece en otra ocasión, cumple la promesa hecha a Pedro, y le hace cabeza de

su Iglesia. Les explica el Espíritu Santo, que será el Espíritu dador de vida de su Iglesia.

Les instruye dándoles las líneas generales de su ministerio. Y, finalmente, en el monte

Olivete, el día que conmemoramos el Jueves de la Ascensión, da a sus Apóstoles el

mandato final de ir a predicar al mundo entero; les da su última bendición y asciende al

cielo.

Allí «está sentado a la diestra de Dios Padre». Siendo El mismo Dios, es igual al Padre en

todo; como hombre está más cerca de Dios que todos los santos por su unión con Dios

Padre, con autoridad suprema como Rey de todas las criaturas. Como los rayos de luz

convergen en una lente, así toda la creación converge en El, es suya, desde que asumió

como propia nuestra naturaleza humana. Por medio de su Iglesia rige todos los asuntos

espirituales; e incluso en materias puramente civiles o temporales, su voluntad y su ley

son lo primero. Y su título de regidor supremo de los hombres está doblemente ganado al

haberlos redimido y rescatado con su preciosa Sangre.

Desde su ascensión al Padre, la siguiente vez en que aparecerá a la humanidad su Rey

Resucitado será el día del fin del mundo. Vino una vez en el desamparo de Belén; al final

de los tiempos vendrá en gloriosa majestad para juzgar al mundo que su Padre le dio y

que El mismo compró a tan magno precio. «¡Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos!»


 

 

 

 

 

CAPÍTULO IX

EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA

 

 La Persona Desconocida

 

En Los Hechos de los Apóstoles (19,2) leemos que San Pablo fue a la ciudad de Efeso,

en Asia. Encontró allí un pequeño grupo que ya creía en las enseñanzas de Jesús. Pablo

les preguntó: «¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?». A lo que respondieron:

«Ni siquiera sabíamos que había Espíritu Santo».

Hoy día ninguno de nosotros ignora al Espíritu Santo. Sabemos bien que es una de las

tres Personas divinas que, con el Padre y el Hijo, constituyen la Santísima Trinidad.

Sabemos también que se le llama el Paráclito (palabra griega que significa

«Consolador»), el Abogado (que defiende la causa de los hombres ante Dios), el Espíritu

de Verdad, el Espíritu de Dios y el Espíritu de Amor. Sabemos también que viene a

nosotros al bautizarnos, y que continúa morando en nuestra alma mientras no lo echemos

por el pecado mortal.

Y éste es el total de los conocimientos sobre el Espíritu Santo para muchos católicos, y,

sin embargo, no podremos tener más que una comprensión somera del proceso interior

de nuestra santificación si desconocemos la función del Espíritu Santo en el plan divino.

La existencia del Espíritu Santo -y, por supuesto, la doctrina de la Santísima Trinidad- era

desconocida hasta que Cristo reveló esta verdad. En tiempos del Viejo Testamento los

judíos estaban rodeados de naciones idólatras. Más de una vez cambiaron el culto al Dios

único que les había constituido en pueblo elegido, por el culto a los muchos dioses de sus

vecinos. En consecuencia, Dios, por medio de sus profetas, les inculcaba insistentemente

la idea de la unidad de Dios. No complicó las cosas revelando al hombre precristiano que

hay tres Personas en Dios. Había de ser Jesucristo quien nos comunicara este vislumbre

maravilloso de la naturaleza íntima de la Divinidad.

Sería oportuno recordar aquí brevemente la esencia de la naturaleza divina en la medida

en que estamos capacitados para entenderla. Sabemos que el conocimiento que Dios

tiene de Sí mismo es un conocimiento infinitamente perfecto. Es decir, la «imagen» que

Dios tiene de Sí en su mente divina es una representación perfecta de Sí mismo. Pero

esa representación no sería perfecta si no fuera una representación viva. Vivir, existir, es

propio de la naturaleza divina. Una imagen mental de Dios que no viviera, no sería una

representación perfecta.

La imagen viviente de Sí mismo que Dios tiene en su mente, la idea de Sí que Dios está

engendrando desde toda la eternidad en su mente divina, se llama Dios Hijo. Podríamos

decir que Dios Padre es Dios en el acto eterno de «pensarse a Sí mismo»; Dios Hijo es el

«pensamiento» vivo (y eterno) que se genera en ese pensamiento. Y ambos, el Pensador

y el Pensado, son en una y la misma naturaleza divina. Hay un solo Dios, pero en dos

Personas.

Pero no acaba así. Dios Padre y Dios Hijo con templan cada uno la amabilidad infinita del

otro. Y fluye así entre estas dos Personas un Amor divino. Es un amor tan perfecto, de tan

infinito ardor, que es un amor viviente, al que llamamos Espíritu Santo, la tercera Persona

de la Santísima Trinidad. Como dos volcanes que intercambian una misma corriente de

fuego, el Padre y el Hijo se corresponden eternamente con esta Llama Viviente de Amor.

Por eso decimos, en el Credo Niceno, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Esta es la vida interior de la Santísima Trinidad: Dios que conoce, Dios conocido y Dios

amante y amado. Tres divinas Personas, cada una distinta de las otras dos en su relación

con ellas y, a la vez, poseedoras de la misma y única naturaleza divina en absoluta


 

 

 

unidad. Al poseer por igual la naturaleza divina, no hay subordinación de una Persona a

otra. Dios Padre no es más sapiente que Dios Hijo. Dios Hijo no es más poderoso que

Dios Espíritu Santo.

Debemos precavernos también para no imaginar a la Santísima Trinidad en términos

temporales. Dios Padre no «vino» el primero, y luego, un poco más tarde, Dios Hijo, y

Dios Espíritu Santo el último en llegar. Este proceso de conocimiento y amor que

constituye la vida íntima de la Trinidad existe desde toda la eternidad; no tuvo principio.

Antes de comenzar el estudio particular del Espíritu Santo, hay otro punto que convendría

tener presente, y es que las tres Personas divinas no solamente están unidas en una

naturaleza divina, sino que están también unidas una a otra. Cada una de ellas está en

cada una de las otras en una unidad inseparable, en cierto modo igual que los tres colores

primarios del espectro están (por naturaleza) unidos inseparablemente en la radiación una

e incolora que llamamos luz. Es posible, por supuesto, romper un rayo de luz por medios

artificiales, como un prisma, y hacer un arco iris. Pero, si se deja el rayo como es, el rojo

está en el azul, el azul en el amarillo y el rojo en los dos: es un solo rayo de luz.

Ningún ejemplo resulta adecuado si lo aplicamos a Dios. Pero, por analogía, podríamos

decir que igual que los tres colores del espectro están inseparablemente presentes, cada

uno en el otro, en la Santísima Trinidad el Padre está en el Hijo, el Hijo en el Padre y el

Espíritu Santo en ambos. Donde uno está, están los tres. Por si alguno tuviera interés en

conocer los términos teológicos, a la inseparable unidad de las tres Personas divinas se le

llama «circumincesión».

Muchos de nosotros estudiamos fisiología y biología en la escuela. Como resultado

tenemos una idea bastante buena de lo que pasa en nuestro cuerpo. Pero no es tan clara

sobre lo que pasa en nuestra alma. Nos referimos con facilidad a la gracia -actual y

santificante-, a la vida sobrenatural, al crecimiento en santidad. Pero ¿cómo responde-

ríamos si nos preguntaran el significado de estos términos?

Para contestar adecuadamente tendríamos que comprender antes la función que el

Espíritu Santo desempeña en la santificación de un alma. Sabemos que el Espíritu Santo

es el Amor infinito que fluye eternamente entre el Padre y el Hijo. Es el Amor en persona,

un amor viviente. Al ser el amor de Dios por los hombres lo que le indujo a hacernos

partícipes de su vida divina, es natural que atribuyamos al Espíritu de Amor -al Espíritu

Santo- las operaciones de la gracia en el alma.

Sin embargo, debemos tener presente que las tres Personas divinas son inseparables. En

términos humanos (pero teológicamente no exactos) diríamos que, fuera de la naturaleza

divina, ninguna de las tres Personas actúa separadamente o sola. Dentro de ella, dentro

de Dios, cada Persona tiene su actividad propia, su propia relación particular a las demás.

Dios Padre es Dios conociéndose a Sí mismo, Dios «viéndose» a Sí mismo; y Dios

Espíritu Santo es Dios amor a Sí mismo.

Pero «fuera de Sí mismo» (si se nos permite expresarnos tan latamente), Dios actúa

solamente en su perfecta unidad; ninguna Persona divina hace nada sola. Lo que una

Persona divina hace, lo hacen las tres. Fuera de la naturaleza divina siempre actúa la

Santísima Trinidad.

Utilizando un ejemplo muy casero e inadecuado, diríamos que el único sitio en que mi

cerebro, corazón y pulmones actúan por sí mismos es dentro de mí; cada uno desarrolla

allí su función en beneficio de los demás. Pero fuera de mí, cerebro, corazón y pulmones

actúan inseparablemente juntos. Donde quiera que vaya y haga lo que haga, los tres

funcionan en unidad. Ninguno se ocupa en actividad aparte.

Pero muchas veces hablamos como si lo hicieran. Decimos de un hombre que tiene

«buenos pulmones» como si su voz dependiera sólo de ellos; que está «descorazonado»,

como si el valor fuera cosa exclusiva del corazón; que tiene «buena cabeza», como si el


 

 

 

cerebro que contiene pudiera funcionar sin sangre y oxígeno. Atribuimos una función a un

órgano determinado cuando la realizan todos juntos.

Ahora demos el tremendo salto que nos remonta desde nuestra baja naturaleza humana a

las tres Personas vivas que constituyen la Santísima Trinidad. Quizás comprendamos un

poquito mejor por qué la tarea de santificar las almas se asigna al Espíritu Santo.

Ya que Dios Padre es el origen del principio de la actividad divina que actúa en la

Santísima Trinidad (la actividad de conocer y amar); se le considera el comienzo de todo.

Por esta razón atribuimos al Padre la creación, aunque, de hecho, claro está, sea la

Santísima Trinidad la que crea, tanto el universo como las almas individuales. Lo que

hace una Persona divina, lo hacen las tres. Pero apropiamos al Padre el acto de la

creación porque, por su relación con las otras dos Personas, la función de crear le

conviene mejor.

Luego, como Dios unió a Sí una naturaleza humana por medio de la segunda Persona en

la Persona de Jesucristo, atribuimos la tarea de la redención a Dios Hijo, Sabiduría

viviente de Dios Padre. El Poder infinito (el Padre) decreta la redención; la Sabiduría

infinita (el Hijo) la realiza. Sin embargo, cuando nos referimos a Dios Hijo como Redentor,

no perdemos de vista que Dios Padre y Dios Espíritu Santo estaban también inseparable-

mente presentes en Jesucristo. Hablando absolutamente, fue la Santísima Trinidad quien

nos redimió. Pero apropiamos al Hijo el acto de la redención.

En los párrafos anteriores he escrito la palabra «apropiar» en cursiva porque ésta es la

palabra exacta que utiliza la ciencia teológica al describir esta forma de «dividir» las

actividades de la Santísima Trinidad entre las tres Personas divinas. Lo que hace una

Persona, lo hacen las tres. Y, sin embargo, ciertas actividades parecen más apropiadas a

una Persona que a las otras. En consecuencia, los teólogos dicen que Dios Padre es el

Creador, por apropiación; Dios Hijo, por apropiación, el Redentor; y Dios Espíritu Santo,

por apropiación, el Santificador.

Todo esto podrá parecer innecesariamente técnico al lector medio, pero puede ayudarnos

a entender lo que quiere decir el Catecismo cuando dice, por ejemplo: «El Espíritu Santo

habita en la Iglesia como la fuente de su vida y santifica a las almas por medio del don de

la gracia». El Amor de Dios hace esta actividad, pero su sabiduría y su poder también

están allí.

 

¿Qué es la gracia?

 

La palabra «gracia» tiene muchas significaciones. Puede significar «encanto» cuando

decimos: «ella se movía por la sala con gracia». Puede significar «benevolencia» si

decimos: «es una gracia

que espero alcanzar de su bondad». Puede significar «agradecimiento», como en la

acción de gracias de las comidas. Y cualquiera de nosotros podría pensar media docena

más de ejemplos en los que la palabra «gracia» se use comúnmente.

En la ciencia teológica, sin embargo, gracia tiene un significado muy estricto y definido.

Antes que nada, designa un don de Dios. No cualquier tipo de don, sino uno muy-

especial. La vida misma es un don divino. Para empezar, Dios no estaba obligado a crear

la humanidad, y mucho menos a crearnos a ti y a mí como individuos. Y todo lo que

acompaña a la vida es también don de Dios. El poder de ver y hablar, la salud, los

talentos que podamos tener -cantar, dibujar o cocinar un pastel-, absolutamente todo, es

don de Dios. Pero éstos son dones que llamamos naturales. Forman parte de nuestra

naturaleza humana. Hay ciertas cualidades que tienen que acompañar necesariamente a

una criatura humana tal como la designó Dios. Y propiamente no pueden llamarse

gracias.


 

 

 

En teología la palabra «gracia» se reserva para describir los dones a los que el hombre no

tiene derecho ni siquiera remotamente, a los que su naturaleza humana no le da acceso.

La palabra «gracia« se usa para nombrar los dones que están sobre la naturaleza

humana. Por eso decimos que la gracia es un don sobrenatural de Dios.

Pero la definición está aún incompleta. Hay dones de Dios que son sobrenaturales, pero

no pueden llamarse en sentido estricto gracias. Por ejemplo, una persona con cáncer

incurable puede sanar milagrosamente en Lourdes. En este caso, la salud de esta

persona sería un don sobrenatural, pues se le había restituido por medios que

sobrepasan la naturaleza. Pero si queremos hablar con precisión, esta cura no sería una

gracia. Hay también otros dones que, siendo sobrenaturales en su origen, no pueden

calificarse de gracias. La Sagrada Escritura, por ejemplo, la Iglesia o los sacramentos son

dones sobrenaturales de Dios. Pero este tipo de dones, por sobrenaturales que sean,

actúan fuera de nosotros. No sería incorrecto llamarlos «gracias externas». La palabra

«gracia», sin embargo, cuando se utiliza en sentido simple y por sí, se refiere a aquellos

dones invisibles que residen y operan en el alma. Así, precisando un poco más en nuestra

definición de gracia, diremos que es un don sobrenatural e interior de Dios.

Pero esto nos plantea en seguida otra cuestión. A veces Dios da a algunos elegidos el

poder predecir el futuro. Este es un don sobrenatural e interior. ¿Llamaremos gracia al

don de profecía? Más aún, un sacerdote tiene poder de cambiar el pan y vino en el cuerpo

y sangre de Cristo y de perdonar los pecados. Estos son, ciertamente, dones

sobrenaturales e interiores. ¿Son gracias? La respuesta a ambas preguntas es no. Estos

poderes, aunque sean sobrenaturales e interiores, son dados para el beneficio de otros,

no del que los posee. El poder de ofrecer Misa que tiene un sacerdote no se le ha dado

para él, sino para el Cuerpo Místico de Cristo. Un sacerdote podría estar en pecado

mortal, pero su Misa sería válida y recaba ría gracias para otros. Podría estar en pecado

mortal, pero sus palabras de absolución perdonarían a otros sus pecados. Esto nos lleva

a añadir otro elemento a nuestra definición de gracia: es el don sobrenatural e interior de

Dios que se nos concede para nuestra propia salvación.

Finalmente, planteamos esta cuestión: si la gracia es un don de Dios al que no tenemos

absolutamente ningún derecho, ¿por qué se nos concede? Las primeras criaturas

(conocidas) a las que se concedió gracia fueron los ángeles y Adán y Eva. No nos

sorprende que, siendo Dios bondad infinita, haya dado su gracia a los ángeles y a nues-

tros primeros padres. No la merecieron, es cierto, pero aunque no tenían derecho a ella,

tampoco eran positivamente indignos de ese don.

Sin embargo, una vez que Adán y Eva pecaron, ellos (y nosotros, sus descendientes) no

merecían la gracia, sino que eran indignos (y con ellos nosotros) de cualquier don más

allá de los naturales ordinarios propios de la naturaleza humana. ¿Cómo se pudo

satisfacer a la justicia infinita de Dios, ultrajada por el pecado original, para que su bondad

infinita pudiera actuar de nuevo en beneficio de los hombres?

La respuesta redondeará la definición de gracia. Sabemos que fue Jesucristo quien por su

vida y muerte dio la satisfacción debida a la justicia divina por los pecados de la

humanidad. Fue Jesucristo quien nos ganó y mereció la gracia que Adán con tanta

ligereza había perdido. Y así completamos nuestra definición diciendo: La gracia es un

don de Dios sobrenatural e interior que se nos concede por los méritos de Jesucristo para

nuestra salvación.

Un alma, al nacer, está oscura y vacía, muerta sobrenaturalmente. No hay lazo de unión

entre el alma y Dios. No tienen comunicación. Si hubiéramos alcanzado el uso de razón

sin el Bautismo y muerto sin cometer un solo pecado personal (una hipótesis puramente

imaginaria, virtualmente imposible), no habríamos podido ir al cielo. Habríamos entrado en

un estado de felicidad natural que, por falta de mejor nombre, llamamos limbo. Pero

nunca hubiéramos visto a Dios cara a cara, como El es realmente.


 

 

 

Y este punto merece ser repetido: por naturaleza nosotros, seres humanos, no tenemos

derecho a la visión directa de Dios que constituye la felicidad esencial del cielo. Ni

siquiera Adán y Eva, antes de su caída, tenían derecho alguno a la gloria. De hecho, el

alma humana, en lo que podríamos llamar estado puramente natural, carece del poder de

ver a Dios; sencillamente no tiene capacidad para una unión íntima y personal con Dios.

Pero Dios no dejó al hombre en su estado puramente natural. Cuando creó a Adán le dotó

de todo lo que es propio de un ser humano. Pero fue más allá, y Dios dio también al alma

de Adán cierta cualidad o poder que le permitía vivir en íntima (aunque invisible) unión

con El en esta vida. Esta especial cualidad del alma -este poder de unión e

intercomunicación con Dios- está por encima de los poderes naturales del alma, y por

esta razón llamamos a la gracia una cualidad sobrenatural del alma, un don sobrenatural.

El modo que tuvo Dios de impartir esta cualidad o poder especial al alma de Adán fue por

su propia inhabitación. De una manera maravillosa, que será para nosotros un misterio

hasta el Día del Juicio, Dios «tomó residencia» en el alma de Adán. E, igual que el sol

imparte luz y calor a la atmósfera que le rodea, Dios impartía al alma de Adán esta

cualidad sobrenatural que es nada menos que la participación, hasta cierto punto, de la

propia vida divina. La luz solar no es el sol, pero es resultado de su presencia. La cualidad

sobrenatural de que hablamos es distinta de Dios, pero fluye de El y es resultado de su

presencia en el alma.

Esta cualidad sobrenatural del alma produce otro efecto. No sólo nos capacita para tener

una unión y comunicación íntima con Dios en esta vida, sino que también prepara al alma

para otro don que Dios le añadirá tras la muerte: el don de la visión sobrenatural, el poder

de ver a Dios cara a cara, tal como es realmente.

El lector habrá ya reconocido en esta «cualidad sobrenatural del alma», de la que vengo

hablando, al don de Dios que los teólogos llaman «gracia santificante». La he descrito

antes de nombrarla con la esperanza de que el nombre tuviera más plena significación

cuando llegáramos a él. Y el don añadido de la visión sobrenatural después de la muerte

es el que los teólogos llaman en latín lumen gloriae, o sea «luz de gloria». La gracia

santificante es la preparación necesaria, un prerrequisito de esta luz de gloria. Igual que

una lámpara eléctrica resulta inútil sin un punto al que enchufarla, la luz de gloria no

podría aplicarse al alma que no poseyera la gracia santificante.

Mencioné antes la gracia santificante en relación con Adán. Dios, en el acto mismo de

crearle, lo puso por encima del simple nivel natural, lo elevó a un destino sobrenatural al

conferirle la gracia santificante. Adán, por el pecado original, perdió esta gracia para sí y

para nosotros. Jesucristo, por su muerte en la cruz, salvó el abismo que separaba al

hombre de Dios. El destino sobrenatural del hombre se ha restaurado. La gracia

santificante se imparte a cada hombre individualmente en el sacramento del Bautismo.

Al bautizarnos recibimos la gracia santificante por vez primera. Dios (el Espíritu Santo por

«apropiación») toma morada en nosotros. Con su presencia imparte al alma esa cualidad

sobrenatural que hace que Dios -de una manera grande y misteriosa- se vea en nosotros

y, en consecuencia, nos ame. Y puesto que esta gracia santificante nos ha sido ganada

por Jesucristo, por ella estamos unidos a El, la compartimos con Cristo -y Dios, en

consecuencia, nos ve como a su Hijo- y cada uno de nosotros se hace hijo de Dios.

A veces, la gracia santificante es llamada gracia habitual porque su finalidad es ser la

condición habitual, permanente, del alma. Una vez unidos a Dios por el Bautismo, se

debería conservar siempre esa unión, invisible aquí, visible en la gloria.


 

 

 

La gracia que viene y va

 

Dios nos ha hecho para la visión beatífica, para esa unión personal que es la esencia de

la felicidad del cielo. Para hacernos capaces de la visión directa de Dios, nos dará un

poder sobrenatural que llamamos lumen gloriae. Esta luz de gloria, sin embargo, no

puede concederse más que al alma ya unida a Dios por el don previo que llamamos

gracia santificante. Si entráramos en la eternidad sin esa gracia santificante, habríamos

perdido a Dios para siempre.

Una vez recibida la gracia santificante en el Bautismo, es asunto de vida o muerte que

conservemos este don hasta el fin. Y si nos hiriera esa catástrofe voluntaria que es el

pecado mortal, nos sería de una tremenda urgencia recuperar el precioso don que el

pecado nos ha arrebatado, el don de la vida espiritual que es la gracia santificante y que

habíamos matado en nuestra alma.

Es también importante. que incrementemos la gracia santificante de nuestra alma, que

puede crecer. Cuanto más se purifica un alma de sí, mejor responde a la acción de Dios.

Cuanto mengua el yo, aumenta la gracia santificante. Y el grado de nuestra gracia

santificante determinará el grado de nuestra felicidad en el cielo. Dos personas pueden

contemplar el techo de la Capilla Sixtina y tener un goce completo a la vista de la obra

maestra de Miguel Angel. Pero el que tenga mejor formación artística obtendrá un placer

mayor que el otro, de gusto menos cultivado. El de menor apreciación artística quedará

totalmente satisfecho; ni siquiera se dará cuenta de que pierde algo, aunque esté

perdiendo mucho. De un modo parecido, todos seremos perfectamente felices en el cielo.

Pero el grado de nuestra felicidad dependerá de la agudeza espiritual de nuestra visión. Y

ésta, a su vez, depende del grado en que la gracia santificante impregne nuestra alma.

Estas son, pues, las tres condiciones en relación con la gracia santificante: primera, que la

conservemos permanentemente hasta el fin; segunda, que la recuperemos

inmediatamente si la perdiéramos por el pecado mortal; tercera, que busquemos crecer

en gracia con el afán del que ve el cielo como meta.

Pero ninguna de estas condiciones resulta fácil de cumplir, ni siquiera posible. Como la

víctima de un bombardeo vaga débil y obnubilada entre las ruinas, así la naturaleza

humana se ha arrastrado a través de los siglos desde la explosión que la rebelión del

pecado original produjo: su juicio permanentemente torcido, su voluntad permanen-

temente debilitada. ¡Cuesta tanto reconocer el peligro a tiempo; es tan difícil admitir con

sinceridad el bien mayor que debemos hacer; tan duro apartar nuestra mirada de la

hipnótica sugestión del pecado!

Por estas razones la gracia santificante, como un rey rodeado de servidores, va precedida

y acompañada de un conjunto de especiales ayudas de Dios. Estas ayudas son las

gracias actuales. Una gracia actual es el impulso transitorio y momentáneo, la descarga

de energía espiritual con que Dios toca al alma, algo así como el golpe que un mecánico

da con la mano a la rueda para mantenerla en movimiento.

Una gracia actual puede actuar sobre la mente o la voluntad, corrientemente sobre las

dos. Y Dios la concede siempre para uno de los tres fines que mencionamos antes:

preparar el camino para infundir la gracia santificante (o restaurarla si la hubiéramos

perdido), conservarla en el alma o incrementarla. El modo de operar la gracia actual nos

podría quedar más claro si describiéramos su actuación en una persona imaginaria que

hubiera perdido la gracia santificante por el pecado mortal.

Primeramente, Dios ilumina la mente del pecador para que vea el mal que ha cometido. Si

acepta esta gracia, admitirá para sí: «He ofendido a Dios en materia grave; he cometido

un pecado mortal.» El pecador puede, por supuesto, rechazar esta primera gracia y decir:

«Eso que hice no fue tan malo; mucha gente hace cosas peores.» Si rechaza la primera

gracia, probablemente no habrá una segunda. En el curso normal de la providencia divina,


 

 

 

una gracia genera la siguiente. Este es el significado de las palabras de Jesús: «Al que

tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt

25,29).

Pero supongamos que el pecador acepta la primera gracia. Entonces vendrá la segunda.

Esta vez será un fortalecimiento de la voluntad que permitirá al pecador hacer un acto de

contrición: «Dios mío -gemirá por dentro-, si muriera así perdería el cielo e iría al infierno.

¡Con qué ingratitud he pagado tu amor! ¡Dios mío, no lo haré nunca más!» Si la contrición

del pecador es perfecta (si su motivo principal es el amor a Dios), la gracia santificante

vuelve inmediatamente a su alma; Dios reanuda en seguida su unión con esta alma. Si la

contrición es imperfecta, basada principalmente en el temor a la justicia divina, habrá un

nuevo impulso de la gracia. Con su mente iluminada, el pecador dirá: «Debo ir a

confesarme.» Su voluntad fortalecida decidirá: «Iré a confesarme». Y en el sacramento de

la Penitencia, su alma recobrará la gracia santificante. He aquí un ejemplo concreto de

cómo la gracia actual opera.

Sin la ayuda de Dios no podríamos alcanzar el cielo. Así de sencilla es la función de la

gracia. Sin la gracia santificante no somos capaces de la visión beatífica. Sin la gracia

actual no somos capaces, en primer lugar, de recibir la gracia santificante (una vez se ha

alcanzado el uso de razón). Sin la gracia actual no somos capaces de mantenernos en

gracia santificante por un período largo de tiempo. Sin la gracia actual no podríamos re-

cuperar la gracia santificante si la hubiéramos perdido.

En vista de la absoluta necesidad de la gracia, es confortador recordar otra verdad que

también es materia de fe: que Dios da a cada alma la gracia suficiente para alcanzar el

cielo. Nadie se condena si no es por su culpa, por no utilizar las gracias que Dios le da.

Porque podemos, ciertamente, rechazar la gracia. La gracia de Dios actúa en y por medio

de la voluntad humana. No destruye nuestra libertad de elección. Es cierto que la gracia

hace casi todo el trabajo, pero Dios requiere nuestra cooperación. Por nuestra parte, lo

menos que podemos hacer es no poner obstáculos a la operación de la gracia en nuestra

alma.

Nos referimos principalmente a las gracias actuales, a esos impulsos divinos que nos

mueven a conocer el bien y a hacerlo. Quizá un ejemplo ilustrará la operación de la gracia

con respecto al libre albedrío.

Supongamos que una enfermedad me ha retenido en cama largo tiempo. Ya estoy

convaleciente, pero tengo que aprender a andar de nuevo. Si trato de hacerlo yo solo,

caeré de bruces. Por ello, un buen amigo trata de ayudarme. Pasa su brazo por mi cintura

y yo me apoyo firmemente en su hombro. Suavemente me mueve por la habitación. ¡Ya

ando otra vez! Es cierto que casi todo el trabajo lo realiza mi amigo, pero hay algo que él

no puede hacer por mí: hacer que mis pies se levanten del suelo. Si yo no intentara poner

un pie delante del otro, si no hiciera más que colgar de su hombro como un peso muerto,

su esfuerzo sería inútil. A pesar suyo, yo no andaría.

Del mismo modo podemos causar que muchas gracias de Dios se desperdicien. Nuestra

indiferencia o pereza o, peor aún, nuestra resistencia voluntaria, pueden frustrar la

operación de la gracia divina en nuestra alma. Por supuesto, si Dios quisiera podría

darnos tanta gracia que nuestra voluntad humana sería arrebatada por ella, sin casi

esfuerzo por nuestra parte. Esta gracia es la que los teólogos llaman eficaz para

distinguirla de la meramente suficiente. La gracia eficaz siempre alcanza su objetivo. No

sólo es suficiente para nuestras necesidades espirituales, sino que, además, es lo

bastante potente para superar la debilidad o el endurecimiento que pudieran hacer que

descuidáramos o resistiéramos la gracia.

Todos, estoy seguro, hemos tenido alguna vez experiencias como ésta: nos hallamos en

una violenta tentación; quizá sabemos por experiencia que tentaciones de este tipo nos

vencen ordinariamente. Musitamos una oración, pero con poco convencimiento; ni


 

 

 

siquiera estamos seguros de querer ser ayudados. Pero al instante la tentación des-

aparece. Después, al reflexionar sobre esto, no podemos decir honradamente que

vencimos la, tentación, pareció como si se evaporara.

A veces también hemos experimentado realizar una acción, que para nuestro modo de

ser, sorprende por su abnegación, generosidad o desprendimiento. Experimentamos una

sensación agradable. Pero no tenemos más remedio que admitir: «Realmente, así no soy

yo.»

En ambos ejemplos las gracias recibidas no eran sólo suficientes, sino eficaces también.

Las gracias de estos ejemplos son de un tipo más bien relevante, pero ordinariamente

cada vez que hacemos bien o nos abstenemos de un mal, nuestra gracia ha sido eficaz,

ha cumplido su fin. Y esto es cierto incluso cuando sabemos que nos hemos esforzado,

incluso cuando sentimos haber librado una batalla.

Pienso que, en verdad, una de nuestras mayores sorpresas el Día del Juicio será

descubrir lo poco que hemos hecho por nuestra salvación. Quedaremos atónitos al

conocer cuán continua y completamente la gracia de Dios nos ha rodeado y acompañado

a lo largo de nuestra vida. Aquí muy pocas veces reconocemos la mano de Dios. En algu-

na ocasión no podemos menos que reconocer: «La gracia de Dios ha estado conmigo»,

pero el Día del Juicio veremos que por cada gracia que hayamos notado hay otras cien o

diez mil que nos han pasado totalmente inadvertidas.

Y nuestra sorpresa se mezclará con una actitud de vergüenza. Nos pasamos la vida

felicitándonos por nuestras pequeñas victorias: la copa de más a la que dijimos no; los

planes para salir con aquella persona que nos era ocasión de pecado a los que supimos

renunciar; la réplica mordaz o airada que no dejamos escapar de nuestra boca; el saber

vencernos para saltar de la cama e ir a Misa cuando nuestro cuerpo cansado nos gritaba

sus protestas.

El Día del Juicio tendremos la primera visión objetiva de nosotros mismos. Poseeremos

un cuadro completo de la acción de la gracia en nuestra vida y veremos lo poco que

hemos contribuido a nuestras decisiones heroicas y a nuestras acciones supuestamente

nobles. Casi podemos imaginar a nuestro Padre Dios sonriendo, amoroso y divertido, al

ver nuestra confusión, mientras nos oye exclamar avergonzados: «¡Si en todo y siempre

eras Tú!»

 

 

Fuentes de vida

 

Sabemos bien que hay dos fuentes de gracia divina: la oración y los sacramentos. Una

vez recibida la gracia santificante por el Bautismo, crece en el alma con la oración y los

otros seis sacramentos. Si la perdiéramos por el pecado mortal, la recuperaríamos por

medio de la oración (que nos dispone al perdón) y el sacramento de la Penitencia.

La oración se define como «una elevación de la mente y el corazón a Dios para adorarle,

darle gracias y pedirle lo que necesitamos». Podemos elevar nuestra mente y corazón

mediante el uso de palabras y decir: «Dios mío, me arrepiento de mis pecados», o «Dios

mío, te amo», hablando con Dios con toda naturalidad, en nuestras propias palabras. O

podemos elevarlos utilizando palabras escritas por otro, poniendo nuestra intención en lo

que decimos.

Estas «fórmulas establecidas» pueden ser oraciones compuestas privadamente (aunque

con aprobación oficial), como las que encontramos en un devocionario o estampa; o

pueden ser litúrgicas, es decir, oraciones oficiales de la Iglesia, del Cuerpo Místico de

Cristo. De éstas son las oraciones de la Misa, del Breviario o de varias funciones sagra-

das. La mayoría de estas oraciones, como los Salmos y los Cánticos, se han tomado de la

Biblia, y por ello son palabras inspiradas por Dios mismo.


 

 

 

Podemos rezar, pues, con nuestras propias palabras o las de otro. Podemos usar

oraciones privadas o litúrgicas. Sea cual sea el origen de las palabras que utilizamos,

mientras éstas sean predominantes en nuestra oración, será oración vocal. Y será oración

vocal aunque no las pronunciemos en voz alta, aunque las digamos silenciosamente para

nosotros mismos. No es el tono de la voz, sino el uso de palabras lo que define la oración

vocal. Este es un tipo de oración utilizada universalmente tanto por los muy santos como

por los que no lo son tanto.

Pero hay otro tipo de oración que se llama mental. En esta oración, la mente y el corazón

hacen todo el trabajo sin el recurso de las palabras. Casi todo el mundo, en una ocasión u

otra, hace oración de este tipo, a menudo sin darse cuenta. Si ves un crucifijo y te viene al

pensamiento lo mucho que Jesús sufrió por ti, o lo pequeñas que son tus contrariedades

en comparación, y resuelves tener más paciencia en adelante, estás haciendo oración

mental.

Esta oración mental, en que la mente considera alguna verdad divina -quizá algunas

palabras o acciones de Cristo- y, como consecuencia, el corazón (en realidad, la voluntad)

es movido a un mayor amor y fidelidad a Dios, también se llama ordinariamente

meditación. Aunque es verdad que casi todos los católicos practicantes hacen alguna

oración mental, al menos intermitentemente, conviene resaltar que normalmente no podrá

haber un crecimiento espiritual apreciable si no se dedica parte del tiempo de oración a

hacer una oración mental regular. Tanto es así que el Derecho Canónico de la Iglesia

requiere de todo sacerdote que dedique todos los días cierto tiempo a la oración mental.

La mayoría de las órdenes religiosas prescriben para sus miembros por lo menos una

hora diaria de oración mental. . Para un fiel corriente una manera muy sencilla y fructífera

de hacer oración mental será leer un capítulo de los Evangelios todos los días. Tendría

que encontrar la hora y el lugar libres de ruidos y distracciones y dedicarse a leerlo con

pausada meditación. Luego dedicaría unos minutos a ponderar en su mente lo que ha

leído, haciendo que cale y aplicándolo a su vida personal, lo que le llevará ordinariamente

a formular algún propósito.

Además de la meditación que hemos considerado hay otra forma de oración mental -una

forma más elevada de oración- que se llama contemplación. Estamos acostumbrados a

oír que los santos fueron «contemplativos», y lo más seguro es que pensemos que la

contemplación es algo reservado a conventos ' y monasterios. Sin embargo, la

contemplación es algo a lo que todo cristiano debería tender. Es una forma de oración a la

que nuestra meditación nos conducirá gradualmente si nos aplicamos a ella regularmente.

Es difícil describir la oración contemplativa porque hay muy poco que describir. Podríamos

decir que es el tipo de oración en que la mente y el corazón son elevados a Dios, punto

final. La mente y el corazón son elevados a Dios y descansan en El. La mente al menos

está inactiva. Las mociones que pueda haber son sólo del corazón (o voluntad) hacia

Dios. Si hay «trabajo», es hecho por Dios mismo, quien puede operar ahora con toda

libertad en el corazón que tan firmemente se le ha adherido.

Antes que nadie exclame «¡Yo nunca podré contemplar!», dejad que os pregunte: «¿Os

habéis arrodillado (o sentado) alguna vez en una iglesia recogida, quizá después de Misa

o al salir de vuestro trabajo, y permanecido allí unos pocos minutos, sin pensamientos

conscientes, quizá nada más mirando al sagrario, sin meditar, tan sólo con una especie

de anhelo; y salido de la iglesia con una sensación desacostumbrada de fortaleza,

decisión y paz?» Si es así, habéis practicado oración de contemplación, tanto si lo sabíais

como si no. Así, pues, no digamos que la oración de contemplación está fuera de

nuestras posibilidades. Es el tipo de oración que Dios quiere que todos alcancemos; es el

tipo de oración al que las demás -vocal (tanto privada como litúrgica) y mental- tienden a

conducirnos. Es el tipo de oración que más contribuye a nuestro crecimiento en gracia.


 

 

 

Esta maravillosa vida interior nuestra -esta participación de la propia vida de Dios que es

la gracia santificante- crece con la oración. Crece también con los sacramentos que

siguen al Bautismo. La vida de un bebé se acrecienta con cada inspiración que hace, con

cada gramo de alimento que toma, con cada movimiento de sus informes músculos. Así

también los otros seis sacramentos edifican sobre la primera gracia que el Bautismo

infundió en el alma.

Y esto también es verdad del sacramento de la Penitencia. Ordinariamente pensamos que

es el sacramento del perdón el que devuelve la vida cuando se ha perdido la gracia

santificante por el pecado mortal. Y éste es, ciertamente, el fin primario del sacramento de

la Penitencia. Pero, además de ser medicina que devuelve la vida, es medicina que la

vigoriza. Suponer que este sacramento está exclusivamente reservado para el perdón de

los pecados mortales sería un error sumamente desgraciado. Tiene un fin secundario:

para el alma que ya está en estado de gracia, la Penitencia es un sacramento tan dador

de vida como es la Sagrada Eucaristía. Por este motivo, los que no quieren conformarse

con una vida espiritual mediocre, reciben frecuentemente este sacramento.

Sin embargo, el sacramento dador de vida por excelencia es la Sagrada Eucaristía. Más

que ningún otro, enriquece e intensifica la vida de la gracia en nosotros. La misma forma

del sacramento nos lo dice. En la Sagrada Eucaristía, Dios viene a nosotros no por la

limpieza de un lavado con agua, no por una confortadora unción con aceite, no por una

imposición de manos transmisora de poder, sino como alimento y bebida bajo las apa-

riencias de pan y de vino.

Esta vida dinámica que nos arrebata hacia arriba y que llamamos gracia santificante es el

resultado de la unión del alma con Dios, de la personal inhabitación de Dios en nuestra

alma. No hay sacramento que nos una tan directa e íntimamente con Dios como la

Sagrada Eucaristía. Y esto es cierto tanto si pensamos en ella en términos de la Santa

Misa como de la Comunión. En la Misa, nuestra alma se yergue, como el niño que busca

el pecho de su madre, hasta el seno mismo de la Santísima Trinidad. Al unirnos con

Cristo en la Misa, El junta nuestro amor a Dios con el suyo infinito. Nos hacemos parte del

don de Sí mismo que Cristo ofrenda al Dios Uno y Trino en este Calvario perenne. El,

podríamos decir, nos toma consigo y nos introduce en esa profundidad misteriosa que es

la vida eterna de Dios. La Misa nos lleva tan cerca de Dios que no sorprende sea para

nosotros fuente y multiplicador eficacísimos de gracia santificante.

Pero el flujo de vida no para ahí, pues en la Consagración tocamos la divinidad. El

proceso se hace reversible, y nosotros, que con Cristo y en Cristo habíamos alcanzado a

Dios, le recibimos cuando, a su vez, en Cristo y por Cristo baja a nosotros. En una unión

misteriosa que hasta a los ángeles debe dejar atónitos, Dios viene a nosotros. Ahora no

usa agua u óleo, gestos o palabras como vehículo de su gracia. Ahora es Jesucristo

mismo, el Hijo de Dios real y personalmente presente bajo las apariencias de pan, quien

hace subir vertiginosamente el nivel de la gracia santificante en nosotros.

Sólo la Misa, incluso sin Comunión, es una fuente de gracia sin límite para el miembro del

Cuerpo Místico de Cristo vivo espiritualmente. En cada uno de nosotros las gracias de la

Misa crecen en la medida en que consciente y activamente nos unamos al ofrecimiento

que Cristo hace de Sí mismo. Cuando las circunstancias hagan imposible ir a comulgar,

una comunión espiritual sincera y ferviente hará crecer más aún la gracia que la Misa nos

obtiene. Cristo puede salvar perfectamente los obstáculos que no hayamos puesto

voluntariamente.

Pero es de todo punto evidente que el católico sinceramente interesado en el crecimiento

de su vida interior deberá completar el ciclo de la gracia recibiendo la Sagrada Eucaristía.

«Cada Misa, una Misa de comunión», debería ser el lema de todos. Hay un triste

desperdiciar la gracia en las Misas de aquel que por indiferencia o apatía no abre su

corazón al don de Sí mismo que Dios le ofrece. Y es una equivocación, que raya en la


 

 

 

estupidez, considerar la Sagrada Comunión como un «deber» periódico que hay que

cumplir una vez al mes o cada año.

En el poder de dar vida que poseen la oración y los sacramentos hay un punto que

merece ser destacado. Se ha hecho hincapié en la afirmación de que la gracia, en todas

sus formas, es un don gratuito de Dios. Tanto si es el comienzo de la santidad en el

Bautismo como su crecimiento por la oración y los demás sacramentos, hasta la partecilla

más pequeña de gracia es obra de Dios. Por muy heroicas que sean las acciones que

realice, sin la gracia nunca podría salvarme.

Y, sin embargo, esto no debe llevarme a pensar que la oración y los sacramentos son

fórmulas mágicas que pueden salvarme y santificarme a pesar mío. Si lo pensara, sería

culpable de ese «formalismo» religioso del que tantas veces se acusa a los católicos. El

formalismo religioso aparece cuando una persona piensa que se hace «santa» simple-

mente por hacer ciertos gestos, recitar ciertas oraciones o asistir a ciertas ceremonias.

Esta acusación, cuando se hace contra los católicos en general, es sumamente injusta,

pero, a veces, sí está justificada aplicada a determinados católicos cuya vida espiritual se

limita a una recitación maquinal y rutinaria de oraciones fijas, sin cuidarse de elevar la

mente y el corazón a Dios; a una recepción de los sacramentos por costumbre o falso

sentido del deber, sin lucha consciente por unirse más a Dios. En resumen: Dios

solamente puede penetrar en nuestra alma hasta donde nuestro yo le deje.

 

 

¿Qué es el mérito?

 

Una vez leí en la sección de sucesos de un periódico que un hombre había construido

una casa para su familia. Casi todas las obras las había hecho él mismo, invirtiendo todos

sus ahorros en los materiales. Cuando la remató, se dio cuenta con horror que se había

equivocado de solar y la había construido en el terreno de un vecino. Este,

tranquilamente, se posesionó de la casa, mientras el constructor no podía hacer otra cosa

que llorar por el dinero y el tiempo perdidos.

Por lamentable que nos parezca la pérdida de ese hombre, carece de importancia si la

comparamos con la de la persona que vive sin gracia santificante. Por nobles o heroicas

que sean sus acciones, no tienen valor ante los ojos de Dios, Si está sin bautizar o en

pecado mortal, esa alma separada de Dios vive sus días en vano. Sus dolores y tristezas,

sus sacrificios, sus bondades, todo, carece de valor eterno, se desperdicia ante Dios. No

hay mérito en lo que hace. Luego, ¿qué es el mérito?

El mérito se ha definido como aquella propiedad de una obra buena que capacita al que la

realiza para recibir una recompensa. Todos, estoy seguro, coincidimos en afirmar que, en

general, obrar bien exige un esfuerzo. Es fácil ver que alimentar al hambriento, cuidar un

enfermo o hacer un favor al prójimo requiere cierto sacrificio personal. Se ve fácilmente

que estas acciones tienen un valor, y que, por ello, merecen, al menos potencialmente, un

reconocimiento, una recompensa. Pero esta recompensa no se puede pedir a Dios si El

no ha tenido parte en esas acciones, si no hay comunicación entre Dios y el que las hace.

Si un obrero no quiere que le incluyan en la nómina, por duro que trabaje no podrá

reclamar su salario.

Por ello, sólo el alma que está en gracia santificante puede adquirir mérito por sus

acciones. Es ese estado el que da valor de eternidad a una acción. Las acciones

humanas, si son puramente humanas, no tienen en absoluto significación sobrenatural.

Sólo cuando se hacen obras del mismo Dios adquieren valor divino. Y nuestras acciones

son en cierto sentido obra de Dios cuando El está

presente en un alma, cuando ésta vive la vida sobrenatural que llamamos gracia

santificante.


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