¡Dios te salve María!
 

Y esto es tan verdadero que la menor de nuestras acciones adquiere valor sobrenatural

cuando la lacemos en unión con Dios. Todo lo que Dios hace, aunque lo haga a través de

instrumentos libres, tiene valor divino. Esto permite que la menor de nuestras obras,

siempre que sea moralmente buena, sea meritoria mientras tengamos la intención, al

menos habitual, de hacerlo todo por Dios.

Si el mérito es «la propiedad de una obra buena que capacita al que la realiza para recibir

una recompensa», la pregunta inmediata y lógica será: ¿Qué recompensa? Nuestras

acciones sobrenaturalmente buenas merecen, pero ¿qué merecen? La recompensa es

triple: un aumento de la gracia santificante, la vida eterna y mayor gloria en el cielo. Sobre

la segunda fase de esta recompensa -la vida eterna- es interesante resaltar un aspecto:

para el niño bautizado el cielo es su herencia por la adopción como hijo de Dios al ser

incorporado en Cristo, pero para el cristiano con uso de razón el cielo es tanto herencia

como recompensa, la recompensa que Dios ha prometido a los que le sirven.

En cuanto al tercer elemento del premio -una mayor gloria en el cielo-, vemos que es

consecuencia del primero. Nuestro grado de gloria dependerá del grado de unión con

Dios, de la medida en que la gracia santificante empape nuestra alma. Tanto como la

gracia crezca lo hará nuestra gloria potencial en el cielo.

Sin embargo, para alcanzar la vida eterna y el grado de gloria que hayamos merecido,

debemos, claro está, morir en estado de gracia. El pecado mortal arrebata todos nuestros

méritos como la quiebra de un banco los ahorros de toda una vida.

Y no hay modo de adquirir méritos después de la muerte, ni en el purgatorio, ni en el

infierno, ni siquiera en el cielo. Esta vida -y sólo esta vida- es el tiempo de prueba, el

tiempo de merecer.

Pero resulta consolador saber que los méritos que podemos perder por el pecado mortal

se restauran tan pronto como el alma se reconcilia con Dios por un acto de contrición

perfecta o una confesión bien hecha. Los méritos reviven en el momento en que la gracia

santificante vuelve al alma. En otras palabras, el pecador contrito no tiene que empezar

de nuevo: su anterior tesoro de méritos no se pierde del todo.

Para ti y para mí, en la práctica, ¿qué significa vivir en estado de gracia santificante? Para

responder a la cuestión, veamos dos hombres que trabajan juntos en la misma oficina (en

la misma fábrica, tienda o granja). Para el que los observe casualmente, los dos hombres

son muy parecidos. Tienen la misma clase de trabajo, los dos están casados y tienen

familia, los dos llevan esa vida que podríamos calificar como «respetable». Uno de ellos,

sin embargo, es lo que podríamos llamar «laicista». No practica ninguna religión, y pocas

veces, si alguna lo hace, piensa en Dios. Su filosofía es que la felicidad de cada cual

depende de él mismo, y por ello hay que procurar sacar de la vida todo lo que ésta pueda

ofrecer: «Si tú no lo consigues -dice-, nadie lo hará por ti.»

No es un mal hombre. Al contrario, en muchas cosas resulta admirable. Trabaja como un

esclavo porque quiere triunfar en la vida y dar a su familia todo lo mejor. Se dedica

sinceramente a los suyos: orgulloso de su mujer, a quien considera una compañera

encantadora y generosa, volcado en sus hijos, a quienes ve como una prolongación de sí

mismo. «Ellos son la única inmortalidad que me importa», dice a sus amigos. Es un buen

amigo, apreciado por todos .los que le conocen, razonablemente generoso y consciente

de sus deberes cívicos. Su laboriosidad, sinceridad, honradez y delicadeza no se fundan

en principios religiosos: «Eso es lo decente -explica-; tengo que hacerlo por respeto a mí

mismo y a los demás.»

En resumen somero, he aquí el retrato del hombre bueno «natural». Todos nos hemos

tropezado con él en alguna ocasión y, al menos externamente, nos ha hecho

avergonzarnos pensando en más de uno que se llama cristiano. Y, no obstante, sabemos

que falla en lo más importante. No hace lo decente, no actúa con respeto a sí mismo y a

los demás mientras ignore la única cosa realmente necesaria, el fin para el que fue


 

 

 

creado: amar a Dios y probar ese amor cumpliendo su voluntad por Dios. Precisamente

porque es tan bueno en cosas menos trascendentes nuestra pena es mayor, nuestra

oración por él más compasiva.

Ahora dirijamos nuestra atención al otro hombre, el que trabaja en la mesa, la máquina o

el mostrador contiguo. A primera vista parece una copia del primero: en posición, familia,

trabajo y personalidad no hay diferencia. Pero existe una diferencia incalculable que el ojo

no puede apreciar fácilmente, porque estriba en la intención. La vida del segundo no se

basa en «lo decente» o en «el respeto a sí mismo», o, por lo menos, no principalmente.

Los afectos y anhelos naturales, que comparte con todo el género humano, en él se han

transformado en afectos y anhelos más altos: el amor a Dios y el deseo de cumplir su

voluntad.

Su esposa no es sólo la compañera en el hogar. Es también compañera en el altar. El y

ella están asociados con Dios y se ayudan mutuamente en el camino a la santidad,

cooperan con El en la creación de nuevos seres humanos destinados a la gloria. Su amor

a los hijos no es la mera extensión del ' amor a sí mismos; los ve como una solemne

prueba de confianza que Dios le da; se considera como el administrador que un día

tendrá que rendir cuentas de sus almas. Su amor por ellos, como el amor a su mujer, es

parte de su amor a Dios.

Su trabajo es más que una oportunidad de ganarse la vida y mejorar. Es parte de su

paternidad sacerdotal, es medio para atender las necesidades materiales de su familia y

parte del plan querido por Dios para él. Por ello cumple con su trabajo lo mejor que puede,

porque comprende que es un instrumento en las manos de Dios para completar su obra

de creación en el mundo. A Dios sólo se puede ofrecer lo mejor, y este pensamiento le

acompaña a lo largo del día. Su cordialidad natural está empapada por el espíritu de

caridad. Su generosidad, perfeccionada por el desprendimiento. Su delicadeza se imbuye

de la compasión de Cristo. Quizá no piense frecuentemente en estas cosas, pero

tampoco pasa el día pendiente de sí mismo y sus virtudes. Ha comenzado la jornada con

el punto de mira bien centrado: en Dios y lejos de sí. «Dios mío -ha dicho-, te ofrezco

todos mis pensamientos, palabras y acciones y las contrariedades de hoy... » Quizá ha

dado a su día el mejor de los comienzos asistiendo a la Santa Misa.

Pero hay otra cosa que resulta imprescindible para hacer de este hombre un hombre

auténticamente sobrenatural. La recta intención es necesaria, pero no basta. Su día no

sólo debe dirigirse a Dios, debe ser vivido en unión con El para que tenga valor eterno. En

otras palabras, debe vivir en estado de gracia santificante.

En Cristo, la más insignificante de las acciones tenía valor infinito, porque su naturaleza

humana estaba unida a su naturaleza divina. Todo lo que hacía Jesús, lo hacía Dios. De

modo parecido -pero sólo parecido- lo mismo ocurre con nosotros. Cuando estamos en

gracia no poseemos la naturaleza divina, pero sí participamos de la naturaleza de Dios,

compartimos la vida divina de una manera especial. En consecuencia, cualquier cosa que

hacemos -excepto el pecado- lo hace Dios y por nosotros. Dios, presente en nuestra

alma, va dando valor eterno a todo lo que hacemos. Aun la más doméstica de las

acciones -limpiar la nariz al niño o reparar un enchufe- merece un aumento de gracia

santificante y un grado más alto de gloria en el cielo si nuestra vida está centrada en Dios.

He aquí lo que significa vivir en estado de gracia santificante, esto es lo que quiere decir

ser hombre sobrenatural.


 

 

 

 

CAPÍTULO X

LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO

 

¿Qué es virtud?

 

¿Eres virtuoso? Si te hicieran esta pregunta, tu modestia te haría contestar: «No, no de un

modo especial». Y, sin embargo, si estás bautizado y vives en estado de gracia

santificante, posees las tres virtudes más altas: las virtudes divinas de fe, esperanza y

caridad. Si cometieras un pecado mortal, perderías la caridad (o el amor de Dios), pero

aún te quedarían la fe y la esperanza.

Pero antes de seguir adelante, quizás sería conveniente repasar el significado de

«virtud». En religión la virtud se define como «el hábito o cualidad permanente del alma

que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y evitar el mal». Por

ejemplo, si tienes el hábito de decir siempre la verdad, posees la virtud de la veracidad o

sinceridad. Si tienes el hábito de ser rigurosamente honrado con los derechos de los

demás, posees la virtud de la justicia.

Si adquirimos una virtud por nuestro propio esfuerzo, desarrollando conscientemente un

hábito bueno, denominamos a esa virtud natural. Supón que decidimos desarrollar la

virtud de la veracidad. Vigilaremos nuestras palabras, cuidando de no decir nada que

altere la verdad. Al principio quizás nos cueste, especialmente cuando decir la verdad nos

cause inconvenientes o nos avergüence. Un hábito (sea bueno o malo) se consolida por

la repetición de actos. Poco a poco nos resulta más fácil decir la verdad, aunque sus

consecuencias nos contraríen. Llega un momento en que decir la verdad es para nosotros

como una segunda naturaleza, y para mentir tenemos que ir a contrapelo. Cuando sea así

podremos decir en verdad que hemos adquirido la virtud de la veracidad. Y porque la

hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo, esa virtud se llama natural.

Dios, sin embargo, puede infundir en el alma una virtud directamente, sin esfuerzo por

nuestra parte. Por su poder infinito puede conferir a un alma el poder y la inclinación de

realizar ciertas acciones que son buenas sobrenaturalmente. Una virtud de este tipo -el

hábito infundido en el alma directamente por Dios- se llama sobrenatural. Entre estas

virtudes las más importantes son las tres que llamamos teologales: fe, esperanza y

caridad. Y se llaman teologales (o divinas) porque atañen a Dios directamente: creemos

en Dios, en Dios esperamos y a El amamos.

Esta tres virtudes, junto con la gracia santificante, se infunden en nuestra alma en el

sacramento del Bautismo. Incluso un niño, si está bautizado, posee las tres virtudes,

aunque no sea capaz de ejercerlas hasta que no llegue al uso de razón. Y, una vez

recibidas, no se pierden fácilmente. La virtud de la caridad, la capacidad de amar a Dios

con amor sobrenatural, se pierde sólo cuando deliberadamente nos separamos de El por

el pecado mortal. Cuando se pierde la gracia santificante también se pierde la caridad.

Pero aun habiendo perdido la caridad, la fe y la esperanza permanecen. La virtud de la

esperanza se pierde sólo por un pecado directo contra ella, por la desesperación de no

confiar más en la bondad y misericordia divinas. Y, por supuesto, si perdemos la fe, la

esperanza se pierde también, pues es evidente que no se puede confiar en Dios si no

creemos en El. Y la fe a su vez se pierde por un pecado grave contra ella, cuando

rehusamos creer lo que Dios ha revelado.

Además de las tres grandes virtudes que llamamos teologales o divinas, hay otras cuatro

virtudes sobrenaturales que, junto con la gracia santificante, se infunden en el alma por el

Bautismo. Como estas virtudes no miran directamente a Dios, sino más bien a las

personas y cosas en relación con Dios, se llaman virtudes morales. Las cuatro virtudes

morales sobrenaturales son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.


 

 

 

Poseen un nombre especial, pues se les llama virtudes cardinales. El adjetivo «cardinal»

se deriva del sustantivo latino «cardo», que significa «gozne», y se les llama así por ser

virtudes «gozne», es decir que sobre ellas dependen las demás virtudes morales. Si un

hombre es realmente prudente, justo, fuerte y templado espiritualmente, podemos afirmar

que posee también las otras virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes

contienen la semilla de las demás. Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a

dar a Dios el culto debido, emana de la virtud de la justicia. Y de paso diremos que la

virtud de la religión es la más alta de las virtudes morales.

Resulta interesante señalar dos diferencias notables entre virtud natural y sobrenatural.

Una virtud natural, porque se adquiere por la práctica frecuente y la autodisciplina

habitual, nos hace más fáciles los actos de esa determinada virtud. Llegamos a un punto

en que, por dar un ejemplo, nos resulta más placentero ser sinceros que insinceros. Por

otra parte, una virtud sobrenatural, por ser directamente infundida y no adquirirse por la

repetición de actos, no hace más fácil necesariamente la práctica de la virtud. No nos re-

sulta difícil imaginar una persona que, poseyendo la virtud de la fe en grado eminente,

tenga tentaciones de duda durante toda su vida.

Otra diferencia entre virtud natural y sobrenatural es la forma de crecer de cada una. Una

virtud natural, como la paciencia adquirida, aumenta por la práctica repetida y

perseverante. Una virtud sobrenatural, sin embargo, aumenta sólo por la acción de Dios,

aumento que Dios concede en proporción a la bondad moral de nuestras acciones. En

otras palabras, todo lo que acrecienta la gracia santificante, acrecienta también las

virtudes infusas. Crecemos en virtud cuanto crecemos en gracia.

¿Qué queremos decir exactamente cuando afirmamos «creo en Dios», «espero en Dios»,

o «amo a Dios»? En nuestras conversaciones ordinarias es fácil utilizar estas expresiones

con poca precisión; es bueno recordar de vez en cuando el sentido estricto y original de

las palabras que utilizamos.

Comencemos por la fe. De las tres virtudes teologales infusas por el Bautismo, la fe es la

fundamental. Es evidente que «podemos esperar en Dios, quien no puede engañarse ni

engañarnos». Hay aquí dos frases clave: «creer firmemente» y «la autoridad del mismo

Dios» que merecen ser examinadas.

Creer significa admitir algo como verdadero. Creemos cuando damos nuestro

asentimiento definitiva e incuestionablemente. Ya vemos la poca precisión de nuestras

expresiones cuando decimos: «Creo que va a llover», o «Creo que ha sido el día más

agradable del verano». En ambos casos expresamos simplemente una opinión:

suponemos que lloverá; tenemos la impresión de que hoy ha sido el día más agradable

del verano. Este punto conviene tenerlo presente: una opinión no es una creencia. La fe

implica certeza.

Pero no toda certeza es fe. No digo que creo algo cuando lo veo y comprendo claramente.

No creo que dos y dos son cuatro porque es algo evidente, puedo comprenderlo y

probarlo satisfactoriamente. El tipo de conocimiento que se refiere a hechos que puedo

percibir y demostrar es comprensión y no creencia.

Creencia -o fe- es la aceptación de algo como verdadero basándose en la autoridad de

otro. Yo nunca he estado en China, pero muchas personas que han estado allí me

aseguran que ese país existe. Porque confío en ellos, creo que China existe. Igualmente

sé muy poco de física y absolutamente nada de fisión nuclear. Y, a pesar de que nunca

he visto un átomo, creo en su fisión porque confío en la competencia de los que aseguran

que puede hacerse y que se ha hecho.

Este tipo de conocimiento es el de la fe: afirmaciones que se aceptan por la autoridad de

otros en quienes confiamos. Habiendo tantas cosas en la vida que no comprendemos, y

tan poco tiempo libre para comprobarlas personalmente, es fácil ver que la mayor parte de

nuestros conocimientos se basan en la fe. Si no tuviéramos confianza en nuestros


 

 

 

semejantes, la vida se pararía. Si la persona que dice: «Si no lo veo, no lo creo» o «Si no

lo entiendo, no lo creo», actuara de acuerdo con sus palabras, bien poco podría hacer en

la vida.

A este tipo de fe -a nuestra aceptación de una verdad basados en la palabra de otro- se le

denomina fe humana. El adjetivo «humana» la distingue de la fe que acepta una verdad

por la autoridad de Dios. Cuando nuestra mente se adhiere a una verdad porque Dios nos

la ha manifestado, nuestra fe se llama divina. Se ve claramente que la fe divina implica un

conocimiento mucho más seguro que la fe meramente humana. No es corriente, pero sí

posible que todas las autoridades humanas se engañen en una afirmación, como ocurrió,

por ejemplo, con la universal enseñanza de que la tierra era plana. No es corriente, pero

sí posible, que todas las autoridades humanas traten de engañar, pero esto ocurre, por

ejemplo, con los dictadores comunistas que engañan al pueblo ruso. Pero Dios no puede

engañarse ni engañar; El es la Sabiduría infinita y la Verdad infinita. Nunca puede haber

ni la sombra de una duda en las verdades que Dios nos ha revelado, y, por ello, la

verdadera fe es siempre una fe firme. Plantearse dudas sobre una verdad de fe es dudar

de la sabiduría infinita de Dios o de su infinita veracidad. Especular: «¿Habrá tres

Personas en Dios?» o «¿Estará Jesús realmente presente en la Eucaristía?», es

cuestionar la credibilidad de Dios o negar su autoridad. En realidad es rechazar la fe

divina.

Por la misma razón, la fe verdadera debe ser completa. Sería una estupidez pensar que

podemos escoger y tomar las verdades que nos gustan de entre las que Dios ha revelado.

Decir «Yo creo en el cielo, pero no en el infierno», o «Creo en el Bautismo, pero no en la

Confesión», es igual que decir «Dios puede equivocarse». La conclusión que lógicamente

seguiría es: «¿Por qué creer a Dios en absoluto?».

La fe de que hablamos es fe sobrenatural, la fe que surge de la virtud divina infusa. Es

posible tener una fe puramente natural en Dios o en muchas de sus verdades. Esta fe

puede basarse en la naturaleza, que da testimonio de un Ser Supremo, de poder y

sabiduría infinitos; puede basarse también en la aceptación del testimonio de

innumerables grandes y sabias personas, o en la actuación de la divina Providencia en

nuestra vida personal. Una fe natural de este tipo es una preparación para la auténtica fe

sobrenatural, que nos es infundida junto con la gracia santificante en la pila bautismal.

Pero es sólo esta fe sobrenatural, esta virtud de la fe divina que se nos infunde en el

Bautismo, la que nos hace posible creer firme y completamente todas las verdades, aun

las más inefables y misteriosas, que Dios nos ha revelado. Sin esta fe los que hemos

alcanzado el uso de razón no podríamos salvarnos. La virtud de la fe salva al infante

bautizado, pero, al adquirir el uso de razón, debe haber también el acto de fe.

 

 

Esperanza y Amor

 

Es doctrina de nuestra fe cristiana que Dios da a cada alma que crea la suficiente gracia

para que alcance el cielo. La virtud de la esperanza, infundida en nuestra alma por el

Bautismo, se basa .en esta enseñanza de la Iglesia de Cristo y de ella se nutre y

desarrolla con el paso del tiempo.

La esperanza se define como «la virtud sobrenatural con la que deseamos y esperamos la

vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los medios necesarios para

alcanzarla». En otras palabras, nadie pierde el cielo si no es por su culpa. Por parte de

Dios, nuestra salvación es segura. Es solamente nuestra parte -nuestra cooperación con

la gracia de Dios- lo que la hace incierta.

Esta confianza que tenemos en la bondad divina, en su poder y fidelidad, hace llevaderos

los contratiempos de la vida. Si la práctica de la virtud nos exige a veces autodisciplina y


 

 

 

abnegación, quizá incluso la autoinmolación y el martirio, hallamos nuestra fortaleza y

valor en la certeza de la victoria final.

La virtud de la esperanza sé implanta en el alma en el Bautismo, junto con la gracia

santificante. Aun el recién nacido, si está bautizado, posee la virtud de la esperanza. Pero

no debe dejarse dormir. Al llegar la razón, esta virtud debe encontrar expresión en el acto

de esperanza, que es la convicción interior y expresión consciente de nuestra confianza

en Dios y en sus promesas. El acto de esperanza debería figurar de modo prominente en

nuestras oraciones diarias. Es una forma de oración especialmente grata a Dios, ya que

expresa a la vez nuestra completa dependencia de El y nuestra absoluta confianza en su

amor por nosotros.

Es evidente que el acto de esperanza es absolutamente necesario para nuestra salvación.

Sostener dudas sobre la fidelidad de Dios en mantener sus promesas, o sobre la

efectividad de su gracia en superar nuestras humanas flaquezas, es un insulto blasfemo a

Dios. Nos haría imposible superar los rigores de la tentación, practicar la caridad

abnegada. En resumen, no podríamos vivir una vida auténticamente cristiana si no

tuviéramos confianza en el resultado final. ¡Qué pocos tendríamos la fortaleza para

perseverar en el bien si tuviéramos una posibilidad en un millón de ir al cielo!

De ahí se sigue que nuestra esperanza debe ser firme. Una esperanza débil

empequeñece a Dios, o en su poder infinito o en su bondad ilimitada. Esto no significa

que no debamos mantener un sano temor de perder el alma. Pero este temor debe proce-

der de la falta de confianza en nosotros, no de falta de confianza en Dios. Si Lucifer pudo

rechazar la gracia, nosotros estamos también expuestos a fracasar, pero este fracaso no

sería imputable a Dios.

Sólo a un estúpido se le ocurriría decir al arrepentirse de su pecado: «¡Oh Dios, me da

tanta vergüenza ser tan débil!». Quien tiene esperanza dirá: «¡Dios mío, me da tanta

vergüenza haber olvidado lo débil que soy!». Puede definirse un santo diciendo que es

aquel que desconfía absolutamente de sí mismo, y confía absolutamente en Dios.

También es bueno no perder de vista que el fundamento de la esperanza cristiana se

aplica a los demás tanto como a nosotros mismos. Dios quiere la salvación no sólo mía,

sino de todos los hombres. Esta razón nos llevará a no cansarnos nunca de pedir por los

pecadores y descreídos, especialmente por los más próximos por razón de parentesco o

amistad. Los teólogos católicos enseñan que Dios nunca retira del todo su gracia, ni

siquiera a los pecadores más empedernidos. Cuando la Biblia dice que Dios endurece su

corazón hacia el pecador (como, por ejemplo, hacia el Faraón que se opuso a Moisés), no

es más que un modo poético de describir la reacción del pecador. Es éste quien endurece

su corazón al resistir la gracia de Dios.

Y si falleciera un ser querido, aparentemente sin arrepentimiento, tampoco debemos

desesperar y «afligirnos como los que no tienen esperanza». Hasta llegar al cielo no

sabremos qué torrente de gracias ha podido Dios derramar sobre el pecador recalcitrante

en el último segundo de consciencia, gracias que habrá obtenido nuestra oración con-

fiada.

Aunque la confianza en la providencia divina no es exactamente lo mismo que la virtud

divina de la esperanza, está lo suficientemente ligada a ella para concederle ahora

nuestra atención. Confiar en la providencia divina significa que creemos que Dios nos

ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, un amor que no podría ser más directo

y personal si fuéramos la única alma sobre la tierra. A esta fe se añade el convencimiento

de que Dios sólo quiere lo que es para nuestro bien, que, en su sabiduría infinita, conoce

mejor lo que es bueno para nosotros, y que, con su infinito poder, nos lo da.

Al confiar en el sólido apoyo del amor, cuidado, sabiduría y poder de Dios, estamos

seguros. No caemos en un estado de ánimo sombrío cuando «las cosas van mal». Si

nuestros planes se tuercen, nuestras ilusiones se frustran, y el fracaso parece acosarnos


 

 

 

a cada paso, sabemos que Dios hace que todo contribuya a nuestro bien definitivo.

Incluso la amenaza de una guerra atómica o de una subversión comunista no nos altera,

porque sabemos que los mismos males que el hombre produce, Dios hará que, de algún

modo, encajen en sus planes providenciales.

Esta confianza en la divina providencia es la que viene en nuestra ayuda cuando somos

tentados (y, ¿quién no lo es alguna vez?) en pensar que somos más listos que Dios, que

sabemos mejor que El lo que nos conviene en unas circunstancias determinadas. «Puede

que sea pecado, pero no podemos permitirnos un hijo más»; «Puede que no sea muy

honrado, pero todo el mundo lo hace en los negocios»; «Ya sé que parece algo turbio,

pero así es la política». Cuando nos vengan estas coartadas a la boca, tenemos que

deshacerlas con nuestra confianza en la providencia de Dios. «Si hago lo correcto, puede

que saque muchos disgustos» tenemos que decirnos, «pero Dios conoce todas las

circunstancias. Sabe más que yo. Y se ocupa de mí. No me apartaré ni un ápice de su

voluntad».

La única virtud que permanecerá siempre con nosotros es la caridad. En el cielo, la fe

cederá su lugar al conocimiento: no habrá necesidad de «creer en» Dios cuando le

veamos. La esperanza también desaparecerá, ya que poseeremos la felicidad que

esperábamos. Pero la caridad no sólo no desaparecerá, sino que únicamente en el

momento extático en que veamos a Dios cara a cara alcanzará esta virtud, que fue

infundida en nuestra alma por el Bautismo, la plenitud de su capacidad. Entonces, nuestro

amor por Dios, tan oscuro y débil en esta vida, brillará como un sol en explosión. Cuando

nos veamos unidos a ese Dios infinitamente amable, ese Dios único capaz de colmar los

anhelos de amor del corazón humano, nuestra caridad se expresará eternamente en un

acto de amor.

La caridad divina, virtud implantada en nuestra alma en el Bautismo junto con la fe y la

esperanza, se define como «la virtud por la que amamos a Dios por Sí mismo sobre todas

las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios». Se le llama la reina

de las virtudes, porque las demás, tanto teologales como morales, nos conducen a Dios,

pero es la caridad la que nos une a El. Donde hay caridad están también las otras

virtudes. «Ama a Dios y haz lo que quieras», dijo un santo. Es evidente que, si de veras

amamos a Dios, nuestro gusto será hacer sólo lo que le guste.

Por supuesto, es la virtud de la caridad la que se infunde en nuestra alma por el Bautismo.

Y, cuando alcanzamos uso de razón, nuestra tarea es hacer actos de amor. El poder de

hacer tales actos de amor, fácil y sobrenaturalmente, se nos da en el Bautismo.

Una persona puede amar a Dios con amor natural. Al contemplar la bondad y misericordia

divinas, los beneficios sin fin que nos da, podemos sentirnos movidos a amarle como se

ama a cualquier persona amable. Ciertamente, una persona que no ha tenido ocasión de

ser bautizada (o que está en pecado mortal y no tiene posibilidad de ir a confesarlo) no

podrá salvarse a no ser que haga un acto de amor perfecto a Dios, lo que quiere decir de

amor desinteresado: amar a Dios porque es infinitamente amable, amar a Dios sólo por Sí

mismo. También para un acto de amor así necesitamos la ayuda divina en forma de

gracia actual, pero ése sería aún un amor natural.

Solamente por la inhabitación de Dios en el alma, por la gracia sobrenatural que llamamos

gracia santificante, nos hacemos capaces de un acto de amor sobrenatural a Dios. La

razón por la que nuestro amor se hace sobrenatural está en que realmente es Dios mismo

quien se ama a Sí mismo a través de nosotros. Para aclarar esto, podemos usar el

ejemplo del hijo que compra un regalo de cumpleaños a su padre utilizando (con el

permiso de su padre) la cuenta de crédito de éste para pagarlo. O, como el niño que

escribe una carta a su madre con la misma madre guiando su inexperta mano.

Parecidamente, la vida divina en nosotros nos capacita para amar a Dios adecuadamente,


 

 

 

proporcionadamente, con un amor digno de Dios. También con un amor agradable a Dios,

a pesar de ser, en cierto sentido, Dios mismo quien hace la acción de amar.

Esta misma virtud de la caridad (que acompaña siempre a la gracia santificante) hace

posible amar al prójimo con amor sobrenatural. Amamos al prójimo no con un mero amor

natural porque es una persona agradable, porque congeniamos con él, porque nos

llevamos bien, porque de alguna manera nos atrae. Este amor natural no es malo, pero no

hay en él mérito sobrenatural. Por la virtud divina de la caridad nos hacemos vehículo,

instrumento, por el que Dios, a través de nosotros, puede amar al prójimo. Nuestro papel

consiste simplemente en ofrecernos a Dios, en no poner obstáculos al flujo de amor de

Dios. Nuestro papel consiste en tener buena voluntad hacia el prójimo por amor de Dios,

porque sabemos que esto es lo que Dios quiere. Nuestro prójimo, diremos de paso,

incluye a todas las criaturas de Dios: los ángeles y santos del cielo (cosa fácil), las almas

del purgatorio (cosa fácil), y todos los seres humanos vivos, incluso nuestros enemigos

(¡uf!).

Y precisamente en este punto tocamos el corazón del cristianismo. Es precisamente aquí

donde encontramos la cruz, donde probamos la realidad o falsedad de nuestro amor a

Dios. Es fácil amar a nuestra familia y amigos. No es muy duro amar a «todo el mundo»,

de una manera vaga y general, pero querer bien (y rezar y estar dispuesto a ayudar) a la

persona del despacho contiguo que te hizo una mala pasada, a la vecina de enfrente que

murmura de ti, o a aquel pariente que consiguió con malas artes la herencia de tía

Josefina, a aquel criminal que salió en el periódico porque había violado y matado a una

niña de seis años... si perdonarles ya resulta bastante duro, ¿cómo será el amarles? De

hecho, naturalmente hablando, no somos capaces de hacerlo. Pero, con la divina virtud

de la caridad, podemos, más aún, debemos hacerlo, o nuestro amor a Dios sería una

falsedad y una ficción.

Pero, tengamos presente que el amor sobrenatural, sea a Dios o a nuestro prójimo, no

tiene que ser necesariamente emotivo. El amor sobrenatural reside principalmente en la

voluntad, no en las emociones. Podemos tener un profundo amor a Dios, según prueba

nuestra fidelidad a El, sin sentirlo de modo especial. Amar a Dios sencillamente significa

que estamos dispuestos a cualquier cosa antes que ofenderle con un pecado mortal. De

la misma manera, podemos tener un sincero amor sobrenatural al prójimo, aunque a nivel

natural sintamos por él una marcada repulsión. ¿Le perdono por Dios el mal que haya

hecho? ¿Rezo por él y confío en que alcance las gracias necesarias para salvarse?

¿Estoy dispuesto a ayudarle si estuviera en necesidad, a pesar de mi natural resistencia?

Si es así, le amo sobrenaturalmente. La virtud divina de la caridad obra en mi interior, y

puedo hacer actos de amor (que deberían ser frecuentes, cada día) sin hipocresía, ni

ficción.

 

 

Maravillas interiores

 

Un joven, al que acababa de bautizar, me decía poco después: «¿Sabe, padre, que no he

notado ninguna de las maravillas que decía me sucederían al bautizarme? Siento un alivio

especial al saber que mis pecados han sido perdonados, y me alegra saber que soy hijo

de Dios y miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pero lo de la inhabitación de Dios en el

alma, de la gracia santificante, las virtudes de fe, esperanza y caridad y los dones del

Espíritu Santo... bien, no los he sentido en absoluto».

Y así es. No sentimos ninguna de estas cosas, por lo menos, no es lo corriente sentirlas.

La sobrecogedora transformación que tiene lugar en el Bautismo no se localiza en el

cuerpo -en el cerebro, el sistema nervioso o las emociones-. Tiene lugar en lo más íntimo

de nuestro ser, en nuestra alma, fuera del alcance del análisis intelectual o la reacción


 

 

 

emocional. Pero, si por un milagro pudiéramos disponer de unas lentes que nos per-

mitieran ver el alma como es, cuando está en gracia santificante y adornada con todos los

dones sobrenaturales, tengo la seguridad que nos moveríamos como en trance,

deslumbrados y en estado perpetuo de asombro, al ver la sobreabundancia con que Dios

nos equipa para lidiar con esta vida y prepararnos para la otra.

En la riquísima dote que acompaña la gracia santificante están incluidos los siete dones

del Espíritu Santo. Estos dones- sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia,

piedad y temor de Dios- son cualidades que se imparten al alma y que la hacen sensible a

los movimientos de la gracia y le facilitan la práctica de la virtud. Nos alertan para oír la

silenciosa voz de Dios en nuestro interior, nos hacen dóciles a los delicados toques de su

mano. Podríamos decir que los dones del Espíritu Santo son el «lubricante» del alma,

mientras la gracia es la energía.

Viéndolos uno por uno, el primero es el don de sabiduría, que nos da el adecuado sentido

de proporción para que sepamos estimar las cosas de Dios; damos al bien y a la virtud su

verdadero valor, y vemos los bienes del mundo como peldaños para la santidad, no como

fines en sí. El hombre que, por ejemplo, pierde su partida semanal por asistir a un retiro

espiritual, lo sepa o no, ha sido conducido por el don de la sabiduría.

Después viene el don de entendimiento. Nos da la percepción espiritual que nos capacita

para entender las verdades de la fe en consonancia con nuestras necesidades. En

igualdad de condiciones, un sacerdote prefiere mucho más explicar un punto doctrinal al

que está en gracia santificante que a uno que no lo esté. Aquél posee el don de en-

tendimiento, y por ello comprenderá con mucha más rapidez el punto en cuestión.

El tercer don, el don de consejo, agudiza nuestro juicio. Con su ayuda percibimos -y

escogemos- la decisión que será para mayor gloria de Dios y bien espiritual nuestro.

Tomar una decisión de importancia en pecado mortal, sea ésta sobre vocación, profesión,

problemas familiares o cualquier otra de las que debemos afrontar continuamente, es un

paso peligroso. Sin el don de consejo, el juicio humano es demasiado falible.

El don de fortaleza apenas requiere comentario. Unja vida cristiana exige ser en algún

grado una vida heroica. Y siempre está el heroísmo oculto de la conquista de uno mismo.

A veces se nos pide un heroísmo mayor, cuando hacer la voluntad de Dios trae consigo el

riesgo de perder amigos, bienes o salud. También está el heroísmo más alto de los

mártires, que sacrifican la misma vida por amor de Dios. No en vano Dios enrecia nuestra

humana debilidad con su don de fortaleza.

El don de ciencia nos da «el saber hacer», la destreza espiritual. Nos dispone para

reconocer lo que nos es útil espiritualmente o dañino. Está íntimamente unido al don de

consejo. Este nos mueve a escoger lo útil y rechazar lo nocivo, pero, para elegir, debemos

antes conocer. Por ejemplo, si me doy cuenta que demasiadas lecturas frívolas estragan

mi gusto por las cosas espirituales, el don de consejo me induce a suspender la compra

de tantas publicaciones de ese tipo, y me inspira comenzar una lectura espiritual regular.

El don de piedad es mal entendido frecuentemente por los que la representan con manos

juntas, ojos bajos y oraciones interminables. La palabra «piedad» en su sentido original

describe la actitud de un niño hacia sus padres: esa combinación de amor, confianza y

reverencia. Si ésa es nuestra disposición habitual hacia nuestro Padre Dios, estamos

viviendo el don de piedad. El don de piedad nos impulsa a practicar la virtud, a mantener

la actitud de infantil intimidad con Dios.

Finalmente, el don de temor de Dios, que equilibra el don de piedad. Es muy bueno que

miremos a Dios con ojos de amor, confianza y tierna reverencia, pero es también muy

bueno no olvidar nunca que es el Juez de justicia infinita, ante el que un día tendremos

que responder de las gracias que nos ha dado. Recordarlo nos dará un sano temor de

ofenderle por el pecado.


 

 

 

Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios: he aquí los

auxiliares de las gracias, sus «lubricantes». Son predisposiciones a la santidad que, junto

con la gracia santificante, se infunden en nuestra alma en el Bautismo.

Muchos de los catecismos que conozco dan la lista de «los doce frutos del Espíritu

Santo» -caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre,

fe, modestia, continencia y castidad-. Pero hasta ahora y según mi experiencia, rara' vez

se les da más atención que una mención de pasada en las clases de instrucción religiosa.

Y todavía más raramente se explican en sermones.

Y es una pena que sea así. Si un maestro de ciencias comienza a explicar en clase el

manzano, describirá naturalmente las raíces y el tronco, y mencionará cómo el sol y la

humedad le hacen crecer. Pero no se le ocurrirá terminar su explicación con la afirmación

brusca: «y éste es el árbol que da manzanas». Considerará a la descripción del fruto una

parte importante de su explicación didáctica. De igual modo resulta ilógico hablar de la

gracia santificante, de las virtudes y dones que la acompañan, y no dar más que una

mención casual a los resultados, que son, precisamente, los frutos del Espíritu Santo:

frutos exteriores de la vida interior, producto externo de la inhabitación del Espíritu.

Utilizando otra figura, podríamos decir que los doce frutos son las pinceladas anchas que

perfilan el retrato del cristiano auténtico. Quizá lo más sencillo sea ver cómo es ese

retrato, cómo es la persona que vive habitualmente en gracia santificante y trata con

perseverancia de subordinar su ser a la acción de la gracia.

Primero que todo, esa persona es generosa. Ve a Cristo en su prójimo, e invariablemente

lo trata con consideración, está siempre dispuesto a ayudarle, aunque sea a costa de

inconveniencias y molestias. Es la caridad.

Luego, es una persona alegre y optimista. Parece como si irradiara un resplandor interior

que le hacer ser notado en cualquier reunión. Cuando él está presente, parece como si el

sol, brillara con un poco más de luz, la gente sonríe con más facilidad, habla con mayor

delicadeza. Es el gozo.

Es una persona serena y tranquila. Los psicólogos dirían de él que tiene una

«personalidad equilibrada». Su frente podrá fruncirse con preocupaciones, pero nunca por

el agobio o la angustia. Es un tipo ecuánime, la persona idónea a quien se acude en

casos de emergencia. Es la paz.

No se aíra fácilmente; no guarda rencor por las ofensas ni se perturba o descorazona

cuando las cosas le van mal o la gente se porta mezquinamente. Podrá fracasar seis

veces, y recomenzará la séptima, sin rechinar los dientes ni culpar a su mala suerte. Es la

paciencia.

Es una persona amable. La gente acude a él en sus problemas, y hallan en él el

confidente sinceramente interesado, saliendo aliviados por el simple hecho de haber

conversado con él; tiene una consideración especial por los niños y ancianos, por los

afligidos y atribulados. Es la benignidad.

Defiende con firmeza la verdad y el derecho, aunque todos le dejen solo. No está pagado

de sí mismo, ni juzga a los demás; es tardo en criticar y más aún en condenar; conlleva la

ignorancia y debilidades de los demás, pero jamás compromete sus convicciones, jamás

contemporiza con el mal. En su vida interior es invariablemente generoso con Dios, sin

buscar la postura más cómoda. Es la bondad.

No se subleva ante el infortunio y el fracaso, ante la enfermedad y el dolor. Desconoce la

autocompasión: alzará los ojos al cielo llenos de lágrimas, pero nunca de rebelión. Es la

longanimidad.

Es delicado y está lleno de recursos. Se entrega totalmente a cualquier tarea que le

venga, pero sin sombra de la agresividad del ambicioso. Nunca trata de dominar a los

demás. Sabe razonar con persuasión, pero jamás llega a la disputa. Es la mansedumbre.


 

 

 

Se siente orgulloso de ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pero no pretende

coaccionar a los demás y hacerles tragar su religión, pero tampoco siente respetos

humanos por sus convicciones. No oculta su piedad, y defiende la verdad con prontitud

cuando es atacada en su presencia; la religión es para él lo más importante de la vida. Es

la fe.

Su amor a Jesucristo le hace estremecer ante la idea de actuar de cómplice del diablo, de

ser ocasión de pecado para otro. En su comportamiento, vestido y lenguaje hay una

decencia que le hacen -a él o ella- fortalecer la virtud de los demás, jamás debilitarla. Es

la modestia.

Es una persona moderada, con las pasiones firmemente controladas por la razón y la

gracia. No está un día en la cumbre de la exaltación y, al siguiente, en abismos de

depresión. Ya coma o beba, trabaje o se divierta, en todo muestra un dominio admirable

de sí... Es la continencia.

Siente una gran reverencia por la facultad de procrear que Dios le ha dado, una santa

reverencia ante el hecho de que Dios quiera compartir su poder creador con los hombres.

Ve el sexo como algo precioso y sagrado, un vínculo de unión, sólo para ser usado dentro

del ámbito matrimonial y para los fines establecidos por Dios; nunca como diversión o

como Cuente de placer egoísta. Es la castidad.

Y ya tenemos el retrato del hombre o mujer cristianos: caridad, gozo, paz, paciencia,

benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.

Podemos contrastar nuestro perfil con el del retrato, y ver donde nos separamos de él.

 

 

Las virtudes morales

 

Un axioma de la vida espiritual dice que la gracia perfecciona la naturaleza, lo que

significa que, cuando Dios nos da su gracia, no arrasa antes nuestra naturaleza humana

para poner la gracia en su lugar. Dios añade su gracia a lo que ya somos. Los efectos de

la gracia en nosotros, el uso que de ella hagamos, está condicionado en gran parte por

nuestra personal constitución -física, mental y emocional-. La gracia no hace un genio de

un idiota, ni endereza la espalda al jorobado, ni tampoco normalmente saca una persona-

lidad equilibrada de un neurótico.

Por tanto, cada uno de nosotros somos responsables de hacer todo lo que esté en

nuestra mano para quitar obstáculos a la acción de la gracia. No hablamos aquí de

obstáculos morales, como el pecado o el egoísmo, cuya acción entorpecedora a la gracia

es evidente. Nos referimos ahora a lo que podríamos llamar obstáculos naturales, como la

ignorancia, los defectos de carácter, y los malos hábitos adquiridos. Está claro que si

nuestro panorama intelectual se reduce a periódicos o revistas populares, es un obstáculo

a la gracia; que si nuestra agresividad nos conduce fácilmente a la ira, es un obstáculo a

la gracia; que si nuestra dejadez o falta de puntualidad es una falta de caridad por causar

inconvenientes a los demás, es un obstáculo a la gracia.

Estas consideraciones son especialmente oportunas al estudiar las virtudes morales. Las

virtudes morales, distintas de las teologales, son aquellas que nos disponen a llevar una

vida moral o buena, ayudándonos a tratar a personas y cosas con rectitud, es decir, de

acuerdo con la voluntad de Dios. Poseemos estas virtudes en su forma sobrenatural

cuando estamos en gracia santificante, pues ésta nos da cierta predisposición, cierta faci-

lidad para su práctica, junto con el mérito sobrenatural correspondiente al ejercerlas. Esta

facilidad es parecida a la que un niño adquiere, al llegar a cierta edad, para leer y escribir.

Ese niño aún no posee la técnica de la lectura y escritura, pero, entretanto, el organismo

está ya dispuesto, la facultad está ya allí.


 

 

 

Quizá se vea mejor si hacemos un examen individual de alguna de las virtudes morales.

Sabemos que las cuatro virtudes morales principales son las que llamamos cardinales:

prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Prudencia es la facultad de juzgar rectamente.

Una persona temperamentalmente impulsiva, propensa a acciones precipitadas y sin

premeditación y a juicios instantáneos, tendrá por delante la tarea de quitar estas barreras

para que la virtud de la prudencia pueda actuar en él efectivamente. Resulta también

evidente que, en cualquier circunstancia, el conocimiento y la experiencia personales

facilitan el ejercicio de esta virtud. Un niño posee la virtud de la prudencia

en germen; por eso, en asuntos relativos al mundo de los adultos, no puede esperarse

que haga juicios prudentes, porque carece de conocimiento y experiencia.

La segunda virtud cardinal es la justicia, que perfecciona nuestra voluntad (como la

prudencia nuestra inteligencia), y salvaguarda los derechos de nuestros semejantes a la

vida y la libertad, a la santidad del hogar, al buen nombre y el honor, a sus posesiones

materiales. Un obstáculo a la justicia, que nos viene fácilmente a la mente, es el prejuicio,

que niega al hombre sus derechos humanos, o dificulta su ejercicio, por el color, raza,

nacionalidad o religión. Otro obstáculo puede ser la tacañería natural, un defecto producto

quizá de una niñez de privaciones. Es nuestro deber quitar estas barreras si queremos

que la virtud sobrenatural de la justicia actúe con plenitud en nuestro interior.

La fortaleza, tercera virtud cardinal, nos dispone para obrar el bien a pesar de las

dificultades. La perfección de la fortaleza se muestra en los mártires, que prefieren morir a

pecar. Pocos de nosotros tendremos que afrontar una decisión que requiera tal grado de

heroísmo. Pero la virtud de la fortaleza no podrá actuar, ni siquiera en las pequeñas

exigencias que requieran valor, si no quitamos las barreras que un conformismo

exagerado, el deseo de no señalarse, de ser «uno más», han levantado. Estas barreras

son el irracional temor a la opinión pública (lo que llamamos respetos humanos), el miedo

a ser criticados, menospreciados, o, peor aún, ridiculizados.

La cuarta virtud cardinal es la templanza, que nos dispone al dominio de nuestros deseos,

y, en especial, al uso correcto de las cosas que placen a nuestros sentidos. La templanza

es necesaria especialmente para moderar el uso de los alimentos y bebidas, regular el

placer sexual en el matrimonio. La virtud de la templanza no quita la atracción por el

alcohol; por eso, para algunos, la única templanza verdadera será la abstinencia. La

templanza no elimina los deseos, sino que los regula. En este caso, quitar obstáculos

consistirá principalmente en evitar las circunstancias que pudieran despertar deseos que,

en conciencia, no pueden ser satisfechos.

Además de las cuatro virtudes cardinales, hay otras virtudes morales. Sólo

mencionaremos algunas, y cada cual, si somos sinceros con nosotros mismos, descubrirá

su obstáculo personal. Está la piedad filial (y por extensión también el patriotismo), que

nos dispone a honrar, amar y respetar a nuestros padres y nuestra patria. Está la

obediencia, que nos dispone a cumplir la voluntad de nuestros superiores como

manifestación de la voluntad de Dios. Están la veracidad, liberalidad, paciencia, humildad,

castidad, y muchas más; pero, en principio, si somos prudentes, justos, recios y

templados aquellas virtudes nos acompañarán necesariamente, como los hijos pequeños

acompañan a papá y mamá.

¿Qué significa, pues, tener un «espíritu cristiano»? No es un término de fácil definición.

Significa, por supuesto, tener el espíritu de Cristo. Lo que, a su vez, quiere decir ver el

mundo como Cristo lo ve; reaccionar ante las circunstancias de la vida como Cristo

reaccionaría. El genuino espíritu cristiano en ningún lugar está mejor compendiado que en

las ocho bienaventuranzas con que Jesús dio comienzo al, incomparablemente bello,

Sermón de la Montaña.

De paso diremos que el Sermón de la Montaña es un pasaje del Nuevo Testamento que

todos deberíamos leer completo de vez en cuando. Se encuentra en los capítulos cinco,


 

 

 

seis y siete del Evangelio de San Mateo, y contiene una verdadera destilación de las

enseñanzas del Salvador.

Pero volvamos a las bienaventuranzas. Su nombre se deriva de la palabra latina

«beatus», que significa bienaventurado, feliz, y que es la que introduce cada

bienaventuranza. « Bienaventurados los pobres de espíritu», Cristo nos dice, «porque de

ellos es el reino de los cielos». Esta bienaventuranza, primera de las ocho, nos recuerda

que el cielo es para los humildes. Los pobres de espíritu son aquellos que nunca olvidan

que todo lo que son y poseen les viene de Dios. Ya sean talentos, salud, bienes o un hijo

de la carne, nada, absolutamente nada, lo tienen como propio. Por esa pobreza de

espíritu, por esta voluntariedad de entregar a Dios cualquiera de sus dones que El decida

llevarse, la misma adversidad si viene, claman a Dios y alcanzan su gracia y su mérito. Es

una prenda de que Dios, a quien valoran por encima de todas las cosas, será su

recompensa perenne. Dicen con Job: «El Señor dio, el Señor ha quitado, ¡bendito sea el

nombre del Señor!» (1,21).

Jesús recalca esta enseñanza repitiendo la misma consideración en las bienaventuranzas

segunda y tercera. «Bienaventurados los mansos», dice, «porque poseerán la tierra». La

tierra a que Jesús se refiere es, por supuesto, una sencilla imagen poética para designar

el cielo. Y esto es así en todas las bienaventuranzas: en cada una de ellas se promete el

cielo bajo un lenguaje figurativo. «Los mansos» de que habla Jesús en la segunda

bienaventuranza no son los caracteres pusilánimes, sin nervio ni sangre, que el mundo

designa con esa palabra. Los verdaderos mansos no son caracteres débiles de ningún

modo. Hace falta gran fortaleza interior para aceptar decepciones, reveses, incluso

desastres, y mantener en todo momento la mirada fija en Dios y la esperanza incólume.

«Bienaventurados los que lloran», continúa Jesús en la tercera bienaventuranza, «porque

ellos serán consolados». De nuevo, como en las dos bienaventuranzas anteriores, nos

impresiona la infinita compasión de Jesús hacia los pobres, infortunados, afligidos y

atribulados. Los que saben ver en el dolor la justa suerte de la humanidad pecadora, y

saben aceptarlo sin rebeliones ni quejas, unidos a la misma cruz de Cristo, encuentran

predilección en la mente y el corazón de Jesús. Son los que dicen con San Pablo, «Tengo

por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la

gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18).

Pero, por muy bueno que sea llevar nuestras cargas animosos y esperanzados, no lo es

aceptar indiferentemente las injusticias que se hacen a otros. Por muy generosamente

que sepamos entregar a Dios nuestra felicidad terrena, estamos obligados, por paradoja

divina, a procurar la felicidad de los demás. La injusticia no sólo destruye la felicidad

temporal del que la sufre; también pone en peligro su felicidad eterna. Y esto es tan

verdad si se trata de una injusticia económica que oprime al pobre (el emigrante sin

recursos, el bracero, el chabolista son ejemplos que vienen fácilmente a la mente), como

de una injusticia racial que degrada a nuestro prójimo (¿qué opinas tú de los negros y la

segregación?), o de una injusticia moral que ahoga la acción de la gracia (¿ te perturba

ver ciertas publicaciones en la librería del amigo?). Debemos tener celo por la justicia,

tanto si es la justicia en el trato con los demás, como en la más elevada del trato con Dios,

tanto nuestro como de los otros. He aquí algunas implicaciones de la cuarta

bienaventuranza: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos

serán hartos» con una satisfacción que encontrarán en el cielo, nunca aquí en la tierra.

« Bienaventurados los misericordiosos», continúa Cristo, «porque alcanzarán

misericordia». ¡Es tan difícil perdonar a quienes nos ofenden, tan duro conllevar

pacientemente al débil, ignorante y antipático! Pero aquí está la esencia misma del es-

píritu cristiano. No podrá haber perdón para el que no perdona.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». La sexta

bienaventuranza no se refiere principalmente a la castidad, como muchos piensan, sino al


 

 

 

olvido de sí, a verlo todo desde el punto de vista de Dios y no del nuestro. Quiere decir

unidad de fines: Dios primero, sin engaños ni componendas.

«Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios». Al oír estas

palabras de Cristo, tengo que preguntarme si soy foco de paz y armonía en mi hogar,

centro de buena voluntad en mi comunidad, componedor de discordias en mi trabajo. Es

senda directa al cielo.

«Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de

los cielos». Y con la octava bienaventuranza bajamos la vista avergonzados por la poca

generosidad con que llevamos las insignificantes molestias que nuestra religión nos

causa, y compararnos (y rezar) con las almas torturadas de nuestros hermanos tras el

telón de acero y el telón de bambú.


 

 

 

 

CAPÍTULO XI

LA IGLESIA CATÓLICA

 

El Espíritu Santo y la Iglesia

 

Cuando el sacerdote instruye a un posible converso, generalmente en las primeras etapas

de sus explicaciones le enseña el significado del perfecto amor a Dios. Explica qué quiere

decir hacer un acto de contrición perfecta. Aunque ese converso debe aguardar varios

meses la recepción del Bautismo, no hay razón para que viva ese tiempo en pecado. Un

acto de perfecto amor a Dios -que incluye el deseo de bautizarse- le limpia el alma antes

del Bautismo.

El posible converso, naturalmente, se alegra de saberlo, y yo estoy seguro de haber

vertido el agua bautismal en la cabeza de muchos adultos que poseían ya el estado de

gracia santificante. Por haber hecho un acto de perfecto amor de Dios, habían recibido el

bautismo de deseo. Y, sin embargo, en todos y cada uno de los casos, el converso ha

manifestado gran gozo y alivio al recibir el sacramento, porque hasta este momento no

podían tener certeza de que sus pecados habían sido perdonados. Por mucho que nos

esforcemos en hacer un acto de amor a Dios perfecto, nunca podemos estar seguros de

haberlo logrado. Pero cuando el agua salvífica se vierte en su cabeza, el neófito está

seguro de que Dios ha venido a él.

San Pablo nos dice que nadie, ni siquiera el mejor de nosotros, puede tener seguridad

absoluta de estar en estado de gracia santificante. Pero todo lo que pedimos es certeza

moral, el tipo de certeza que tenemos cuando hemos sido bautizados o (en el sacramento

de la Penitencia) absueltos. La paz de mente, la gozosa confianza que esta certeza

proporciona, nos da una de las razones por las que Jesucristo instituyó una Iglesia visible.

Las gracias que nos adquirió en el Calvario podía haberlas aplicado a cada alma

directamente e invisiblemente, sin recurrir a signos externos o ceremonias. Sin embargo,

conociendo nuestra necesidad de visible seguridad, Jesús escogió canalizar sus gracias a

través de símbolos sensibles. Instituyó los sacramentos para que pudiéramos saber

cuándo, cómo y qué clase de gracia recibimos. Y unos sacramentos visibles necesitan

una agencia visible en el mundo para que los custodie y distribuya. Esta agencia visible es

la Iglesia instituida por Jesucristo.

La necesidad de una Iglesia no se limita, evidentemente, a la guarda de los sacramentos.

Nadie puede querer los sacramentos si no los conoce antes. Y tampoco puede nadie

creer en Cristo, si antes no se le ha hablado de El. Para que la vida y muerte de Cristo no

sean en vano, ha de existir una voz viva en el mundo que transmita las enseñanzas de

Cristo a través de los siglos. Debe ser una voz audible, ha de haber un portavoz visible en

quien todos los hombres de buena voluntad puedan reconocer la autoridad.

Consecuentemente, Jesús fundó su Iglesia no sólo para santificar a la humanidad por

medio de los sacramentos, sino, y ante todo, para enseñar a los hombres las verdades

que Jesucristo enseñó, las verdades necesarias para la salvación. Basta un momento de

reflexión para darnos cuenta de que, si Jesús no hubiera fundado una Iglesia, incluso el

nombre de Jesucristo nos sería hoy desconocido.

Pero no nos basta tener la gracia disponible en los sacramentos visibles de la Iglesia

visible. No nos basta tener la verdad proclamada por la voz viva de la Iglesia docente.

Además, necesitamos saber qué debemos hacer por Dios; necesitamos un guía seguro

que nos indique el camino que debemos seguir de acuerdo con la verdad que conocemos

y las gracias que recibimos. De igual manera que sería inútil para los ciudadanos de un

país tener una Constitución si no hubiera un gobierno para interpretarla y hacerla observar

con la legislación pertinente, el conjunto de la Revelación cristiana necesita ser


 

 

 

interpretada de modo apropiado. ¿Cómo hacerse miembro de la Iglesia y cómo

permanecer en ella? ¿Quién puede recibir este o aquel sacramento, cuándo y cómo?

Cuando la Iglesia promulga sus leyes, responde a preguntas como las anteriores,

cumpliendo bajo Cristo su tercer deber, además de los de enseñar y santificar: gobernar.

Conocemos la definición de la Iglesia: «la congregación de todos los bautizados, unidos

en la misma fe verdadera, el mismo sacrificio y los mismos sacramentos, bajo la autoridad

del Sumo Pontífice y los obispos en comunión con él». Una persona se hace miembro de

la Iglesia al recibir el sacramento del Bautismo, y continúa siéndolo mientras no se

segregue por cisma (negación o contestación de la autoridad papal), por herejía (negación

de una o más verdades de fe proclamadas por la Iglesia) o por excomunión (exclusión de

la Iglesia por ciertos pecados graves no contritos). Pero estas personas, si han sido

bautizadas válidamente, permanecen básicamente súbditos de la Iglesia, y están

obligadas por sus leyes, a no ser que se les dispense de ellas específicamente.

Al decir todo esto, ya vemos que consideramos la Iglesia desde fuera exclusivamente. Del

mismo modo que un hombre es más que su cuerpo físico, visible, la Iglesia es

infinitamente más que la mera visible organización exterior. Es el alma lo que constituye al

hombre en ser humano. Y es el alma de la Iglesia lo que la hace, además de una orga-

nización, un organismo vivo. Igual que la inhabitación de las tres Personas divinas da al

alma la vida sobrenatural que llamamos gracia santificante, la inhabitación de la Santísima

Trinidad da a la Iglesia su vida inextinguible, su perenne vitalidad. Ya que la tarea de

santificarnos (que es propia del Amor divino) se adscribe al Espíritu Santo por

apropiación, es a El a quien designamos el alma de la Iglesia, de esta Iglesia cuya

Cabeza es Cristo.

Dios modeló a Adán del barro de la tierra, y luego, según la bella imagen bíblica, insufló

un alma a ese cuerpo, y Adán se convirtió en ser vivo. Dios creó la Iglesia de una manera

muy parecida. Primero diseñó el Cuerpo de la Iglesia en la Persona de Jesucristo. Esta

tarea abarcó tres años, desde el primer milagro público de Jesús en Caná hasta su

ascensión al cielo. Jesús, durante este tiempo, escogió a sus doce Apóstoles, destinados

a ser los primeros obispos de su Iglesia. Por tres años los instruyó y entrenó en sus

deberes, en la misión de establecer el reino de Dios. También durante este tiempo Jesús

diseñó los siete canales, los siete sacramentos, por los que las gracias que iba a ganar en

la cruz fluirían a la almas de los hombres.

A la vez, Jesús impartió a los Apóstoles una triple misión, que es la triple misión de la

Iglesia. Enseñar: «Id, pues, enseñad a todas las gentes...,

enseñándoles a observar cuanto Yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Santificar:

«Bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19); «Este

es mi Cuerpo..., haced esto en memoria mía» (Lc 22,19); «A quien perdonareis los

pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Io

20,23). Y gobernar en su nombre: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si la Iglesia

desoye, sea para ti como gentil o publican...; cuanto atareis en la tierra será atado en el

cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 18,17-18); «El que a

vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Lc 10,16).

Otra misión de Jesús al formar el Cuerpo de su Iglesia, fue la de proveer una autoridad

para su Reino en la tierra. Asignó este cometido al Apóstol Simón, hijo de Juan, y al

hacerlo le impuso un nombre nuevo, Pedro, que quiere decir roca. He aquí la promesa:

«Bienaventurado tú, Simón Bar Jona... Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta

piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te

daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 17,18-19). Esta fue la promesa que Jesús

cumplió después de su resurrección, según leemos en el capítulo 21 del Evangelio de San

Juan. Tras conseguir de Pedro una triple manifestación de amor («Simón, hijo de Juan,

¿me amas?»), Jesús hizo a Pedro el pastor supremo de su rebaño. «Apacienta mis


 

 

 

corderos», le dice Jesús, «apacienta mis ovejas». El. entero rebaño de Cristo -ovejas y

corderos; obispos, sacerdotes y fieles- se ha puesto bajo la jurisdicción de Pedro y sus

sucesores, porque, resulta evidente, Jesús no vino a la tierra para salvar sólo a las almas

contemporáneas de los Apóstoles. Jesús vino para salvar a todas ?as almas, mientras

haya almas que salvar.

El triple deber (y poder) de los Apóstoles -enseñar, santificar y gobernar -lo transmitieron

a otros hombres, a quienes, por el sacramento del Orden, ordenarían y consagrarían para

continuar su misión. Los obispos actuales son sucesores de los Apóstoles. Cada uno de

ellos ha recibido su poder episcopal de Cristo, por medio de los Apóstoles, en continuidad

ininterrumpida. Y el poder supremo de Pedro, a quien Cristo constituyó cabeza de todo,

reside hoy en el Obispo de Roma, a quien llamamos con amor el Santo Padre. Esto se

debe a que, por los designios de la Providencia, Pedro fue a Roma, donde murió siendo el

primer obispo de la ciudad. En consecuencia, quien sea obispo de Roma, es

automáticamente el sucesor de Pedro y, por tacto, posee el especial poder de Pedro de

enseñar y regir a la Iglesia entera.

Este es, pues, el Cuerpo de su Iglesia tal como Cristo la creó: no una mera hermandad

invisible de hombres unidos por lazos de gracia, sino una sociedad visible de hombres,

bajo una cabeza constituida en autoridad y gobierno. Es lo que llamamos una sociedad

jerárquica con las sólidas y admirables proporciones de una pirámide. En su cima el Papa,

el monarca espiritual con suprema autoridad espiritual. Inmediatamente bajo él, los otros

obispos, cuya jurisdicción, cada uno en su diócesis, dimana de su unión con el sucesor de

Pedro. Más abajo, los sacerdotes, a quienes el sacramento del Orden ha dado poder de

santificar (como así hacen en la Misa y los sacramentos), pero no el poder de jurisdicción

(el poder de enseñar y gobernar). Un sacerdote posee el poder de jurisdicción sólo en la

medida en que lo tenga delegado por el obispo, quien lo ordenó para ayudarle.

Finalmente, está la amplia base del pueblo de Dios, las almas de todos los bautizados,

para quienes los otros existen.

Este es el Cuerpo de la Iglesia tal como lo constituyó Jesús en sus tres años de vida

pública. Como el cuerpo de Adán, yacía en espera del alma. Esta alma había sido

prometida por Jesús cuando dijo a sus Apóstoles antes de la Ascensión: «Pero recibiréis

el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén,

en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra» (Act 1,8). Conocemos bien la

historia del Domingo de Pentecostés, décimo día de la Ascensión y quincuagésimo de la

Pascua (Pentecostés significa «quincuagésimo»): «Aparecieron, como divididas, lenguas

de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos (de los Apóstoles), quedando todos

llenos del Espíritu Santo» (Act 2,3-4). Y, en ese momento, el cuerpo tan maravillosamente

diseñado por Jesús durante tres pacientes años, vino súbitamente a la vida. El Cuerpo

Vivo se alza y comienza su expansión. Ha nacido la Iglesia de Cristo.

 

 

Nosotros somos la Iglesia

 

¿Qué es un ser humano? Podríamos decir que es un animal que anda erecto sobre sus

extremidades posteriores, que puede razonar y hablar. Nuestra definición sería correcta,

pero no completa. Nos diría sólo lo que es el hombre visto desde el exterior, pero omitiría

su parte más maravillosa: el hecho de que posee un alma espiritual e inmortal.

¿Qué es la Iglesia? También podríamos responder dando una visión externa de la Iglesia.

Podríamos definir la Iglesia (y de hecho lo hacemos frecuentemente) como la sociedad de

los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, bajo la autoridad del Papa, sucesor de

San Pedro.


 

 

 

Pero, al describir la Iglesia en estos términos, cuando hablamos de su organización

jerárquica compuesta de Papa, obispos, sacerdotes y laicos, debemos tener presente que

estamos describiendo lo que se llama Iglesia jurídica. Es decir, miramos a la Iglesia como

una organización, como una sociedad pública cuyos miembros y directivos están ligados

entre sí por lazos de unión visibles y legales. En cierta manera es parecido al modo en

que los ciudadanos de una nación están unidos entre sí por lazos de ciudadanía, visibles

y legales. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, es una sociedad jurídica.

Jesucristo, por supuesto, estableció su Iglesia como sociedad jurídica. Para cumplir su

misión de enseñar, santificar y regir a los hombres, debía tener una organización visible.

El Papa Pío XII, en su encíclica sobre «El Cuerpo Místico de Cristo», nos señaló este

hecho. El Santo Padre también nos hizo notar que, como organización visible, la Iglesia

es la sociedad jurídica más perfecta que existe. Y esto es así porque tiene el más noble

de los fines: la santificación de sus miembros para gloria de Dios.

El Papa continuaba su encíclica declarando que la Iglesia es mucho más que una

organización jurídica. Es el mismo Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan especial, que debe

tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo;

cada bautizado es una parte viva, un miembro de ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu

Santo.

El Papa nos advierte: «Es éste un misterio oculto, que durante este exilio terreno sólo po-

demos ver oscuramente.» Pero tratemos de verlo, aunque sea en oscuridad. Sabemos

que nuestro cuerpo físico está compuesto de millones de células individuales, todas

trabajando conjuntamente para el bien de todo el cuerpo, bajo la dirección de la cabeza.

Las distintas partes del cuerpo no se ocupan en fines propios y privados, sino que cada

una labora todo el tiempo para el bien del conjunto. Los ojos, los oídos y demás sentidos

acopian conocimiento para utilidad de todo el cuerpo. Los pies llevan al cuerpo entero a

donde quiera ir. Las manos llevan el alimento a la boca, el intestino absorbe la nutrición

necesaria para todo el cuerpo. El corazón y los pulmones envían sangre y oxígeno a

todas las partes de la anatomía. Todos viven y actúan para todos.

Y el alma da vida y unidad a todas las distintas partes, a cada una de las células

individuales. Cuando el aparato digestivo transforma el alimento en sustancia corporal, las

nuevas células no se agregan al cuerpo de forma eventual, como el esparadrapo a la piel.

Las nuevas células se hacen parte del cuerpo vivo, porque el alma se hace presente en

ellas, de modo igual que en el resto del cuerpo.

Apliquemos ahora esta analogía al Cuerpo Místico de Cristo. Al bautizarnos, el Espíritu

Santo toma posesión de nosotros de modo muy parecido al que nuestra alma toma

posesión de las células que se van formando en el cuerpo. Este mismo Espíritu Santo es,

a la vez, el Espíritu de Cristo, que, para citar a Pío XII, «se complace en morar en la

amada alma de nuestro Redentor como en su santuario más estimado; este Espíritu que

Cristo nos mereció en la cruz por el derramamiento de su sangre... Pero, tras la

glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu se vierte sobreabundantemente en la Iglesia,

de modo que ella y sus miembros individuales puedan hacerse día a día más semejantes

a su Salvador». El Espíritu de Cristo, en el Bautismo, se hace también nuestro Espíritu.

«El Alma del Alma» de Cristo se hace también Alma de nuestra alma. «Cristo está en

nosotros por su Espíritu», continúa el Papa, «a quien nos da y por quien actúa en

nosotros, de tal modo que toda la divina actividad del Espíritu Santo en nuestra alma debe

ser atribuida también a Cristo».

Así es, pues, la Iglesia vista desde «dentro». Es una sociedad jurídica, sí, con una

organización visible dada por Cristo mismo. Pero es mucho más, es un organismo vivo,

un Cuerpo viviente, cuya Cabeza es Cristo, nosotros los bautizados, sus miembros, y el

Espíritu Santo, su Alma. Es un Cuerpo vivo del que podemos separarnos por herejía,

cisma o excomunión, al modo que un dedo es extirpado por el bisturí del cirujano. Es un


 

 

 

Cuerpo en que el pecado mortal, como el torniquete aplicado a un dedo, puede

interrumpir temporalmente el flujo vital hasta que es quitado por el arrepentimiento. Es un

Cuerpo en que cada miembro se aprovecha de cada Misa que se celebra, cada oración

que se ofrece, cada buena obra que se hace por cada uno de sus miembros en cualquier

lugar del mundo. Es el Cuerpo Místico de Cristo.

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Yo soy miembro de ese Cuerpo. ¿Qué

representa eso para mí? Sé que en el cuerpo humano cada parte tiene una función que

realizar: el ojo, ver; el oído, oír; la mano, asir; el corazón, impulsar la sangre. ¿Hay en el

Cuerpo Místico de Cristo una función que me esté asignada? Todos sabemos que la

respuesta a esa pregunta es «SI». Sabemos también que hay tres sacramentos por los

que Cristo nos asigna nuestros deberes.

Primero, el sacramento del Bautismo, por el que nos hacemos miembros del Cuerpo

Místico tenemos derecho a cualquier gracia que podamos necesitar para ser fuertes en la

fe, y cualquier iluminación que necesitemos para hacer nuestra fe inteligible a los demás,

siempre dando, por supuesto, claro está, que hagamos lo que esté de nuestra parte para

aprender las verdades de la fe y nos dejemos guiar por la autoridad docente de la Iglesia,

que reside en los obispos. Una vez confirmados tenemos como una doble responsabilidad

de ser laicos apóstoles y doble fuente de gracia y fortaleza para cumplir este deber.

Finalmente, el tercero de los sacramentos «partícipes del sacerdocio» es el Orden

Sagrado. Esta vez Cristo comparte plenamente su sacerdocio -completamente en los

obispos, y sólo un poco menos en los sacerdotes-. En el sacramento del Orden no hay

sólo una llamada, no hay sólo una gracia, sino, además, un poder. El sacerdote recibe el

poder de consagrar y perdonar, de santificar y bendecir. El obispo, además, recibe el

poder de ordenar a otros obispos y sacerdotes, y la jurisdicción de regir las almas y de

definir las verdades de fe.

Pero todos somos llamados a ser apóstoles. Todos recibimos la misión de ayudar al

Cuerpo Místico de Cristo a crecer y mantenerse sano. Cristo espera que cada uno de

nosotros contribuya a la salvación del mundo, la pequeña parte de mundo en que vivimos:

nuestro hogar, nuestra comunidad, nuestra parroquia, nuestra diócesis. Espera que, por

medio de nuestras vidas, le hagamos visible a aquellos con quienes trabajamos y nos

recreamos. Espera que sintamos un sentido pleno de responsabilidad hacia las almas de

nuestros prójimos, que nos duelan sus pecados, que nos preocupe su descreimiento.

Cristo espera de cada uno de nosotros que prestemos nuestra ayuda y nuestro activo

apoyo a obispos y sacerdotes en su gigantesca tarea.

Y esto es sólo un poco de lo que significa ser apóstol laico, puesto que cabe también la

posibilidad de enrolarse en asociaciones de naturaleza apostólica con una clara finalidad

de santificación personal y ajena, sin dejar por eso de ser laicos.


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