¡Dios te salve María!
 

CAPÍTULO XII

LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA

 

¿Dónde la encontramos?

 

«No es producto genuino si no lleva esta marca.» Encontramos a menudo este lema en

los anuncios de los productos. Quizá no nos creamos toda la cháchara sobre «productos

de calidad» y «los entendidos lo recomiendan», pero muchos, cuando vamos de compras,

insistimos en que nos sirvan determinada marca, y casi nadie compra un artículo de plata

sin darle la vuelta para comprobar si lleva el contraste que garantiza que es plata de ley, y

muy pocos compran un anillo sin mirar antes la marca de los quilates.

Al ser la sabiduría de Cristo la misma sabiduría de Dios, es de esperar que, al establecer

su Iglesia, haya previsto unos medios para reconocerla no menos inteligentes que los de

los modernos comerciantes, unas «marcas» para que todos los hombres de buena

voluntad puedan reconocerla fácilmente. Esto era de esperar, especialmente si tenemos

en cuenta que Jesús fundó su Iglesia al costo de su propia vida. Jesús no murió en la cruz

«por el gusto de hacerlo». No dejó a los hombres la elección de pertenecer o no a la

Iglesia, según sus preferencias. Su Iglesia es la Puerta del Cielo, por la que todos (al

menos con deseo implícito) debemos entrar.

Al constituir la Iglesia prerrequisito para nuestra felicidad eterna, nuestro Señor no dejó de

estamparla claramente con su marca, con la señal de su origen divino, y tan a la vista que

no podemos dejar de reconocerla en medio de la mezcolanza de mil sectas, confesiones y

religiones del mundo actual. Podemos decir que la «marca» de la Iglesia es un cuadrado,

y que el mismo Jesucristo nos ha dejado dicho que debíamos mirar en cada lado de ese

cuadrado.

Primero, la unidad. «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo

las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (lo 10,16). Y también:

«Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como

nosotros» (Io 17,11).

Luego, la santidad. «Santifícalos en la verdad... Yo por ellos me santifico, para que ellos

sean santificados en verdad» (Io 17,17-19). Esta fue la oración del Señor por su Iglesia, y

San Pablo nos recuerda que Jesucristo «se entregó por nosotros para rescatarnos de

toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celador de buenas obras» (Tit 2,14).

El tercer lado del cuadrado es la catolicidad o universalidad. La palabra «católico» viene

del griego, como «universal» del latín, pero ambas significan lo mismo: «todo». Toda la

enseñanza de Cristo, a todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares.

Escuchemos las palabras del Señor: «Será predicado este Evangelio del reino en todo el

mundo, como testimonio para todas las naciones» (Mt 24,14). «Id por todo el mundo y

predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). «Seréis mis testigos en Jerusalén, en

toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra» (Act 1,8).

El cuadrado se completa con la nota de apostolicidad. Esta palabra parece un poco

trabalenguas, pero significa sencillamente que la Iglesia que clame ser de Cristo debe ser

capaz de remontar su linaje, en línea ininterrumpida, hasta los Apóstoles. Debe ser capaz

de mostrar su legítima descendencia de Cristo por medio de los Apóstoles. De nuevo

habla Jesús: «Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi

Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Dirigiéndose a

todos los Apóstoles: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; en-

señad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu

Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros

hasta la consumación del mundo» (Mt 28,18-20). San Pablo asegura esta nota de la


 

 

 

catolicidad cuando escribe a los efesios. «Por tanto, ya no sois extranjeros y huéspedes,

sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de

los apóstoles y de los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Eph 2,19-

20).

Cualquier Iglesia que clame ser de Cristo debe mostrar estas cuatro notas. Hay muchas

«iglesias» en el mundo de hoy que se llaman cristianas. Abreviemos nuestra labor de

escrutinio tomando nuestra propia iglesia, la Iglesia Católica, y si encontramos en ella la

marca de Cristo no necesitaremos examinar las demás.

Por muy errado que estés sobre alguna cosa, siempre resulta molesto que alguien te lo

diga sin ambages. Y mientras ese alguien te explica cuidadosamente por qué estás

equivocado, es probable que tú te muestres más y más terco. Quizá no siempre te suceda

así, quizá tú seas muy santo y no te suceda nunca. Pero, en general, los humanos somos

así. Por esa razón, raras veces es bueno discutir sobre religión. Todos debemos estar

dispuestos a exponer nuestra religión en cualquier ocasión, pero nunca a discutir sobre

ella. En el instante en que decimos a alguien «tu religión es falsa y yo te diré por qué»

hemos cerrado de un portazo la mente de esa persona, y nada de lo que consigamos

decir después conseguirá abrirla. Por otra parte, si conocemos bien nuestra religión

podemos explicarla inteligente y amablemente al vecino que no es católico o no practica:

hay bastantes esperanzas en que nos escuche. Si podemos demostrarle que la Iglesia

Católica es la verdadera Iglesia establecida por Jesucristo, no hay por qué decirle que su

«iglesia» es falsa. Puede que sea terco, pero no estúpido, y uno puede confiar en que

sacará sus propias conclusiones. Teniendo esto en la mente procedamos a examinar la

Iglesia Católica para ver si lleva la marca de Cristo, si Jesús la ha señalado como suya,

sin posibilidades de error.

Primero, veamos la unidad, que nuestro Señor afirmó debía ser característica de su reba-

ño. Miremos esta unidad en sus tres dimensiones: unidad de credo, unidad de autoridad y

unidad de culto.

Sabemos que los miembros de la Iglesia de Cristo deben mostrar unidad de credo. Las

verdades que creen son las dadas a conocer por el mismo Cristo; son verdades que

proceden directamente de Dios. No hay verdades más «verdaderas» que la mente

humana pueda conocer y aceptar que las reveladas por Dios. Dios es verdad; lo sabe

todo y no puede errar; es infinita-mente verdadero y no puede mentir. Es más fácil creer,

por ejemplo, que no hay sol a pleno día que pensar que Jesús pudo equivocarse al

decirnos que hay tres Personas en un solo Dios.

Por este motivo reputamos el principio del «juicio privado» como absolutamente ilógico.

Hay personas que mantienen el principio del juicio privado en materias religiosas. Admiten

que Dios nos ha dado a conocer ciertas verdades, pero, dicen, cada hombre tiene que

interpretar esas verdades según su criterio. Que cada uno lea su Biblia, y lo que piense

que la Biblia significa, ése es el significado para él. Nuestra respuesta es que lo que Dios

ha dicho que es, es para siempre y para todos. No está en nuestra mano escoger y

ajustar la revelación de Dios a nuestras preferencias o a nuestras conveniencias.

Esta teoría del «juicio privado» ha llevado, naturalmente, a dar un paso más: negar toda

verdad absoluta. Hoy mucha gente pretende que la verdad y la bondad son términos

relativos. Una cosa es verdadera mientras la mayoría de los hombres opine que es útil,

mientras parezca que esa cosa «funciona». Si creer en Dios te ayuda, entonces cree en

Dios, pero está dispuesto a desechar esa creencia si piensas que entorpece la marcha del

progreso. Y lo mismo ocurre con la bondad. Una cosa o una acción es buena si contribuye

al bienestar y a la dicha del hombre. Pero si la castidad, por ejemplo, parece que frena el

avance de un modo siempre en cambio, entonces, la castidad deja de ser buena. En re-

sumen, que lo que puede llamarse bueno o verdadero es lo que aquí y ahora es útil para

la comunidad, para el hombre como elemento constructivo de la sociedad, y es bueno o


 

 

 

verdadero solamente mientras continúa siendo útil. Esta filosofía se llama pragmatismo.

Es muy difícil dialogar sobre la verdad con un pragmático, porque ha socavado el terreno

bajo tus pies al negar la existencia de verdad alguna real y absoluta. Todo lo que un

creyente puede hacer por él es rezar y demostrarle con una vida cristiana auténtica que el

cristianismo «funciona».

Quizá nos hayamos desviado un poco de nuestro tema principal, es decir, que no hay

iglesia que pueda clamar ser de Cristo si todos sus miembros no creen las mismas

verdades, ya que esas verdades son de Dios, eternamente inmutables, las mismas para

todos los pueblos. Sabemos que en la Iglesia Católica todos creemos las mismas

verdades. Obispos, sacerdotes o párvulos; americanos, franceses y japoneses; blancos o

negros; cada católico, esté donde esté, quiere decir exactamente lo mismo cuando recita

el Credo de los Apóstoles.

No sólo estamos unidos por lo que creemos, también porque todos estamos bajo la

misma autoridad. Jesucristo designó a San Pedro pastor supremo de su rebaño, y tomó

las medidas para que los sucesores del Apóstol hasta el fin de los tiempos fueran cabeza

de su Iglesia y custodios de sus verdades. La lealtad al Obispo de Roma, a quien

llamamos cariñosamente el Santo Padre, será siempre el obligado centro de nuestra

unidad y prueba de nuestra asociación a la Iglesia de Cristo: «¡Donde está Pedro allí está

la Iglesia!».

Estamos unidos también en el culto como ninguna otra iglesia. Tenemos un solo altar,

sobre el que Jesucristo renueva todos los días su ofrecimiento en la cruz. Sólo un católico

puede dar la vuelta al mundo sabiendo que, dondequiera que vaya -África o India,

Alemania o Sudamérica- se encontrará en casa desde el punto de vista religioso. En

todas partes la misma Misa, en todas partes los mismos siete sacramentos.

Una fe, una cabeza, un culto. Esta es la unidad por la que Cristo oró, la unidad que señaló

como una de las notas que identificarían perpetuamente a su Iglesia. Es una unidad que

sólo puede ser encontrada en la Iglesia Católica.

 

 

Santa y Católica

 

Los argumentos más fuertes contra la Iglesia Católica son las vidas de los católicos malos

y de los católicos laxos. Si preguntáramos a un católico tibio, «¿Da lo mismo una iglesia

que otra?», seguramente nos contestaría indignado, «¡Claro que no! Sólo hay una Iglesia

verdadera, la Iglesia Católica». Y poco después quedaría como un mentiroso ante sus

amigos acatólicos al contar los mismos chistes inmorales, al emborracharse en las

mismas reuniones, al intercambiar con ellos murmuraciones maliciosas, al comprar los

mismos anticonceptivos e incluso quizá siendo un poco más desaprensivo que ellos en

sus prácticas de negocios o en su actuación política.

Sabemos que estos hombres y mujeres son minoría, aunque el hecho de que exista uno

solo ya sería excesivo. Sabemos también que no puede sorprendernos que en la Iglesia

de Cristo haya miembros indignos. El mismo Jesús comparó su Iglesia a la red que

recoge tanto malos peces como buenos (Mt 13,47-50); al campo en que la cizaña crece

entre el trigo (Mt 13,24-30); a la fiesta de bodas en que uno de los invitados no lleva

vestido nupcial (Mt 22,11-14).

Habrá siempre pecadores. Hasta el final del camino serán la cruz que Jesucristo debe

llevar en el hombro de su Cuerpo Místico. Y, sin embargo, Jesús señaló la santidad como

una de las notas distintivas de su Iglesia. «Por sus frutos los conoceréis», dijo, «¿Por

ventura se recogen racimos de los espinos o higos de los abrojos? Todo árbol bueno da

buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos» (Mt 7,16-17).


 

 

 

Al contestar la pregunta, «¿Por qué es santa la Iglesia Católica?», el Catecismo dice: «La

Iglesia Católica es santa porque fue fundada por Jesucristo, que es santo; porque enseña,

según la voluntad de Cristo, doctrina santa y provee los medios para llevar una vida santa,

produciendo así miembros de toda edad que son santos».

Todas y cada una de estas palabras son verdad, pero no es in punto fácil de convencer

para nuestro conocido no católico, especialmente si anoche estuvo con otro católico

corriéndose una juerga, y además sabe que ese amigo suyo pertenece a la Cofradía de la

Virgen de los Dolores de la Parroquia de San Panfucio. Sabemos que Jesucristo fundó la

Iglesia y que las otras comunidades que se autodenominan «iglesias» fueron fundadas

por hombres. Pero el luterano, probablemente, abucheará nuestra afirmación de que

Martín Lutero fundó una nueva iglesia y dirá que no hizo más que purificar la antigua

iglesia de sus errores y abusos. El anglicano, sin duda, dirá algo parecido: Enrique VIII y

Cranmer no comenzaron una nueva iglesia; sencillamente, se separaron de la «rama

romana» y establecieron la «rama inglesa» de la Iglesia cristiana original. Los

presbiterianos dirán lo mismo de John Knox, y los metodistas de John Wesley, y así

sucesivamente en toda la larga lista de las sectas protestantes. Todas ellas claman sin

excepción a Jesucristo como su fundador.

Ocurrirá lo mismo cuando, como prueba del origen divino de la Iglesia, afirmemos que en-

seña una doctrina santa. «Mi iglesia también enseña una doctrina santa», argüirá nuestro

amigo acatólico. «Lo acepto sin reservas», podemos replicar. «Pienso, por supuesto, que

tu iglesia está a favor del bien y la virtud. Pero también creo que no hay iglesia que

promueva la caridad cristiana y el ascetismo tan plenamente como la Iglesia Católica».

Con toda seguridad, nuestro amigo seguirá imperturbado y pondrá a un lado la cuestión

de «santidad de doctrina» como tema opinable.

Pero ¿no podríamos al menos señalar a los santos como prueba de que la santidad de

Cristo sigue operando en la Iglesia Católica? Sí, por supuesto, y ésta es una evidencia

que resulta difícil de ignorar. Los miles y miles de hombres, mujeres y niños que han

llevado vidas de santidad eminente, y cuyos nombres están inscritos en el santoral es

algo que resulta bastante difícil de no ver, y que las otras iglesias no tienen algo parecido

ni de lejos. Sin embargo, si nuestro interlocutor posee un barniz de psicología moderna,

podrá tratar de derribar los santos con palabras como «histeria», «neurosis», «sublima-

ción de instintos básicos»... Y de todas maneras, nos dirá, esos santos están sólo en los

libros. Tú no puedes mostrarme un santo aquí mismo, ahora. 

Bien, y ahora ¿qué podríamos decir? Sólo quedamos tú y yo. Nuestro preguntón amigo

(esperemos que pregunte con sincero interés) puede clamar a Cristo como su fundador,

una doctrina santa para su iglesia, puede calificar a los santos de tema discutible. Pero no

nos puede ignorar a nosotros; no puede permanecer sordo y ciego al testimonio de

nuestras vidas. Si cada católico que nuestro imaginario inquisidor encontrara fuera una

persona de eminentes virtudes cristianas: amable, paciente, abnegado y amistoso; casto,

delicado y reverente en la palabra; honrado, sincero y sencillo; generoso, sobrio, claro y

limpio en la conducta, ¿qué impresión piensas que recibiría?

Si solamente los 34.000.000 de católicos de nuestro país vivieran así sus vidas, ¡qué testi-

monio tan abrumador de la santidad de la Iglesia de Cristo! Tenemos que recordarnos una

y otra vez que somos guardianes de nuestro hermano. No podemos tolerarnos nuestras

pequeñas debilidades, nuestro egoísmo, pensando que todo se arregla sacudiéndonos el

polvo en una confesión. Tendremos que responder a Cristo no sólo ,por nuestros

pecados, sino también de los de las almas que pueden ir al infierno por culpa nuestra.

¿Dije 34 millones? Olvídate de los 33.999.999 restantes; concentrémonos ahora mismo,

tú en ti y yo en mí. Entonces la nota de santidad de la Iglesia Católica se hará evidente al

menos en la pequeña área en que tú y yo vivimos y nos movemos.


 

 

 

«Siempre, todas las verdades, en todos los sitios». Esta frase describe en forma escueta

la tercera de las cuatro notas de la Iglesia. Es el tercer lado del cuadrado que constituye la

«marca» de Cristo, y que nos prueba el origen divino de la Iglesia. Es el sello de la

autenticidad que sólo lleva la Iglesia Católica.

La palabra «católica» significa que abarca a todo, y proviene del griego, como antes

dijimos; es igual que la palabra «universal», que viene del latín.

Cuando decimos que la Iglesia Católica (con «C» mayúscula) es católica (con «c»

minúscula) o universal queremos decir, antes que nada, que ha existido todo el tiempo

desde el Domingo de Pentecostés hasta nuestros días. Las páginas de cualquier libro de

historia darán fe de ello, y no hace falta siquiera que sea un libro escrito por un católico.

La Iglesia Católica ha tenido una existencia ininterrumpida durante mil novecientos y pico

años, y es la única Iglesia que puede decir esto en verdad.

Digan lo que quieran las otras «iglesias» sobre purificación de la primitiva Iglesia o «ra-

mas» de la Iglesia, lo cierto es que los primeros siglos de historia cristiana no hubo más

Iglesia que la Católica. Las comunidades cristianas no católicas más antiguas son las

nestorianas, monofisitas y ortodoxas. La ortodoxa griega, por ejemplo, tuvo su comienzo

en el siglo noveno, cuando el arzobispo de Constantinopla rehusó la comunión al

emperador Bardas, que vivía públicamente en pecado. Llevado por su despecho, el

emperador separó a Grecia de su unión con Roma, y así nació la confesión ortodoxa.

La confesión protestante más antigua es la luterana, que comenzó a existir en el siglo xvi,

casi mil quinientos años después de Cristo. Tuvo su origen en la rebelión de Martín

Lutero, un fraile católico de magnética personalidad, y debió su rápida difusión al apoyo

de los príncipes alemanes, quienes resentían el poder del Papa de Roma. El intento de

Lutero de remediar los abusos de la Iglesia (y, ciertamente, había abusos), terminó en un

mal mucho mayor: la división de la Cristiandad. Lutero barrenó un primer agujero en el

dique, y, tras él, vino la inundación. Ya hemos mencionado a Enrique VIII, John Knox y

John Wesley. Pero las primeras confesiones protestantes se subdividieron y proliferaron

(especialmente en los países de habla alemana e inglesa), apareciendo cientos de sectas

distintas, proceso que todavía no ha terminado. Pero ninguna de ellas existía antes del

año 1517, en que Lutero clavó sus famosas «95 Tesis» en la puerta de la iglesia de

Wittenberg, en Alemania.

No solamente es la Iglesia Católica la única cuya historia no se interrumpe desde los tiem-

pos de Cristo; también es la única en enseñar todas las verdades que Jesús enseñó y

como El las enseñó. Los sacramentos de la Penitencia y Extremaunción, la Misa y la

Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía, la supremacía espiritual de Pedro y sus

sucesores, los papas, la eficacia de la gracia y la posibilidad del hombre de merecer la

gracia y el cielo, algunos de estos puntos son rechazados por las variadas iglesias no

católicas. De hecho, hay hoy comunidades que pretenden ser «iglesias cristianas» y

llegan a dudar incluso de la divinidad de Jesucristo. Sin embargo, no hay una sola verdad

revelada por Jesucristo (personalmente o por sus Apóstoles) que la Iglesia Católica no

proclame y enseñe.

Además de ser universal en el tiempo (todos los días desde el de Pentecostés) y universal

en doctrina (todas las verdades enseñadas por Jesucristo), la Iglesia Católica es también

universal en extensión. La Iglesia Católica, consciente del mandato de su Fundador de

hacer discípulos de todas las naciones, ha llevado el mensaje de salvación por todas las

latitudes y longitudes de la faz de la tierra, allí donde hubiera almas que salvar. La Iglesia

Católica no es una iglesia «alemana» (los luteranos) o «inglesa» (los anglicanos), o

«escocesa» (los presbiterianos) u «holandesa» (la Iglesia Reformada), o «americana»

(centenares de sectas distintas). La Iglesia Católica está en todos esos países, y además

en todos aquellos que han permitido la entrada a sus misioneros. Pero la Iglesia Católica

no es propiedad de nación o raza alguna. En cualquier tierra se halla en su casa, sin ser


 

 

 

propiedad de nadie. Así es como Cristo la quiso. Su Iglesia es para todos los hombres;

debe abarcar el mundo entero. La Iglesia Católica es la única en cumplir esta condición, la

única que está en todas partes, por todo el mundo.

Católica, universal en el tiempo, verdades y territorio; ésta es la tercera nota de la auténti-

ca Iglesia de Cristo. Y la cuarta nota, la que completa el cuadrado, es la «apostolicidad»,

que significa, simplemente, que la iglesia que pretenda ser de Cristo deberá probar su

legítima descendencia de los Apóstoles, cimientos sobre los que Jesús edificó su Iglesia.

Que la Iglesia Católica pasa la prueba de la «apostolicidad» es cosa muy fácil de

demostrar. Tenemos la lista de los obispos de Roma, que se remonta del Papa actual en

una línea continua hasta San Pedro. Y los otros obispos de la Iglesia Católica, verdaderos

sucesores de los Apóstoles, son los eslabones actuales en la ininterrumpida cadena que

se alarga por más de veinte siglos. Desde el día en que los Apóstoles impusieron las

manos sobre Timoteo y Tito, Marcos y Policarpo, el poder episcopal se ha transmitido por

el sacramento del Orden Sagrado de generación en generación, de obispo a obispo.

Y con esto cerramos el cuadrado. La «marca» de Cristo es discernible en la Iglesia

Católica con toda claridad: una, santa, católica y apostólica. No somos tan ingenuos como

para pretender que los conversos vendrán ahora corriendo en cuadrillas puesto que les

hemos mostrado esta marca. Los prejuicios humanos no ceden

a la razón tan fácilmente. Pero, al menos, tengamos la prudencia de verla nosotros con

lúcida seguridad.

 

 

La razón, la fe. .. y yo

 

Dios ha dado al hombre la facultad de razonar, y El pretende que la utilicemos. Hay dos

modos de abusar de esta facultad. Uno es no utilizándola. Una persona que no ha

aprendido a usar su razón es aquella que toma todo lo que lee en periódicos y revistas

como verdad del Evangelio, por absurdo que sea. Es la que acepta sin rechistar las más

extravagantes afirmaciones de vendedores y anunciantes, un arma siempre dispuesta

para que la empuñen publicitarios avispados. Le deslumbra el prestigio; si un famoso

científico o industrial dice que Dios no existe, para él está claro que no hay Dios. En otras

palabras, este no-pensante no detenta más que opiniones prefabricadas. No siempre es

la pereza intelectual la que produce un no-pensante. A veces, desgraciadamente, son los

padres y maestros quienes causan esta apatía mental al coaccionar la natural curiosidad

de los jóvenes y ahogar los normales «por qué» con sus «porque lo digo yo y basta».

En el otro extremo está el hombre que hace de la razón un auténtico dios. Es aquel que

no cree en nada que no vea y comprenda por sí mismo. Para él, los únicos datos ciertos

son los que vienen de los laboratorios científicos. Nada es cierto a no ser que a él así se

lo parezca, a no ser que, aquí y ahora, produzca resultados prácticos. Lo que da

resultado, es cierto; lo que es útil, es bueno. Este tipo de pensador es lo que llamamos un

pragmático. Rechaza cualquier verdad que se base en la autoridad. Creerá en la

autoridad de un Einstein y aceptará la teoría de la relatividad, aunque no la entienda.

Creerá en la autoridad de los físicos nucleares, aunque siga sin entender nada. Pero la

palabra «autoridad» le produce una repulsa automática cuando se refiere a la autoridad

de la Iglesia.

El pragmático respeta las declaraciones de las autoridades humanas porque, dice, ellos

deben saber lo que se hablan, confía en su competencia. Pero este mismo pragmático

mirará con un desdén impaciente al católico que, por la misma razón, respeta las

declaraciones de la Iglesia, confiado en que la Iglesia sabe lo que está diciendo en la

persona del Papa y los obispos.


 

 

 

Es cierto que no todos los católicos tienen una inteligente comprensión de su fe. Para mu-

chos, la fe es una aceptación ciega de las verdades religiosas basada en la autoridad de

la Iglesia. Esta aceptación sin razonar puede ser debida a falta de ocasión o estudio, a

falta de instrucción o, incluso y desgraciadamente, a pereza mental. Para los niños y los

no instruidos, las creencias religiosas deben ser así, sin pruebas, igual que su creencia en

la necesidad de ciertos alimentos y la nocividad de ciertas sustancias es una creencia sin

pruebas. El pragmático que dice «yo me creo lo que dice Einstein porque es seguro que

sabe de qué está hablando» debe encontrar también lógico al niño que diga «yo me lo

creo porque mi papá lo dice», y, al ser un poco mayorcito, «yo me lo creo porque lo dice el

cura (o la monja)», y no puede extrañarse de que el adulto sin educar afirme «lo dice el

Papa, y para mí basta».

Sin embargo, para el católico que razona, la aceptación de las verdades de la fe debe ser

una aceptación razonada, una aceptación inteligente.

Es cierto que la virtud de la fe en sí misma -la facultad de creer- es una gracia, un don de

Dios. Pero la fe adulta se edifica sobre la razón, no es una frustración de la razón. El

católico instruido ve suficiente la clara evidencia histórica de que Dios ha hablado, y que

lo ha hecho por medio de su Hijo, Jesucristo; que Jesús constituyó a la Iglesia como su

portavoz, como la visible manifestación de Sí a la humanidad; que la Iglesia Católica es la

misma que Jesucristo estableció; que a los obispos de esa Iglesia, como sucesores de los

Apóstoles (y especialmente al Papa, sucesor de San Pedro), Jesucristo dio la potestad de

enseñar, santificar y gobernar espiritualmente en su nombre. La competencia de la Iglesia

para hablar en nombre de Cristo sobre materias de fe doctrinal o acción moral para

administrar los sacramentos y ejercer el gobierno espiritual es lo que llamamos la

autoridad de la Iglesia. El hombre que por el uso de su razón ve con claridad satisfactoria

que la Iglesia Católica posee ese atributo de autoridad no va contra la razón, sino que, al

contrario, la sigue cuando afirma «yo creo todo lo que la Iglesia Católica enseña».

De igual modo, el católico sigue la razón tanto como la fe cuando acepta la doctrina de la

infalibilidad. Este atributo significa simplemente que la Iglesia (sea en persona del Papa o

de todos los obispos juntos bajo el Papa) no puede errar cuando proclama solemnemente

que cierta materia de creencia o de conducta ha sido revelada por Dios, y debe ser

aceptada y seguida por todos. La promesa de Cristo «Yo estaré con vosotros siempre

hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20) no tendría sentido si su Iglesia no fuera

infalible. Ciertamente, Jesús no estaría con su Iglesia si le permitiera caer en el error en

materias esenciales a la salvación. El católico sabe que el Papa puede pecar, como

cualquier hombre. Sabe que las opiniones personales del Papa tienen la fuerza que su

sabiduría humana les pueda dar. Pero también sabe que cuando el Papa, pública y

solemnemente, declara que ciertas verdades han sido reveladas por Cristo, ya

personalmente o por medio de sus Apóstoles, el sucesor de Pedro no puede errar. Jesús

no hubiera establecido una Iglesia que pudiera descaminar a los hombres.

El derecho a hablar en nombre de Cristo y a ser escuchada es el atributo (o cualidad) de

la Iglesia Católica que denominamos «autoridad». La seguridad de estar libre de error

cuando proclama solemnemente las verdades de Dios a la Iglesia universal es el atributo

que llamamos «infalibilidad». Hay otra tercera cualidad característica de la Iglesia

Católica. Jesús no dijo sólo «el que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros

desecha, a mí me desecha» (Lc 10,16) -autoridad-. No dijo sólo «yo estaré con vosotros

siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20) -infalibilidad-. También dijo «sobre

esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»

(Mt 16,18), y con estas palabras indicó la tercera cualidad inherente a la Iglesia Católica:

la indefectibilidad.

El atributo de indefectibilidad significa sencillamente que la Iglesia permanecerá hasta el

fin de los tiempos como Jesús la fundó, que no es perecedera, que continuará su


 

 

 

existencia mientras haya almas que salvar. «Permanencia» sería un buen sinónimo de

indefectibilidad, pero parece que los teólogos se inclinan siempre por las palabras más

largas.

Sería una gran equivocación que el atributo de indefectibilidad nos indujera a un falso

sentido de seguridad. Jesús dijo que su Iglesia permanecería hasta el fin de los tiempos.

Con la amenaza del comunismo ateo en el Este y el Oeste sería trágico que nos

quedáramos impasibles ante el peligro, pensando que nada realmente malo puede

ocurrirnos porque Cristo está en su Iglesia. Si descuidamos nuestra exigente vocación de

cristianos -y por ello de apóstoles-, la Iglesia de Cristo puede hacerse otra vez una Iglesia

clandestina, como ya lo fue en el Imperio Romano, hecha de almas destinadas al martirio.

No es a las bombas y cañones del comunismo a lo que hay que temer, sino a su fervor,

su dinamismo, su afán proselitista, un peligro a la larga mucho más temible. Bien poco

tienen que ofrecer, pero ¡con qué celo lo proclaman! Nosotros tenemos tanto que

compartir y, sin embargo, ¡qué apáticos, casi indiferentes, somos en llevar la verdad a los

demás!

«¿Cuántos conversos he hecho?». O, al menos, «¿cuánto me he preocupado, cuánta

dedicación he puesto en la conversión de otros?». Esta es una pregunta que cada uno de

nosotros debiera formularse de vez en cuando. Pensar que tendremos que presentarnos

ante Dios el Día del Juicio con las manos vacías debería hacernos estremecer. «¿Dónde

están tus frutos, dónde están tus almas?», nos preguntará Dios y con razón. Y lo

preguntará tanto a los fieles corrientes como a sacerdotes y religiosos. No podemos

desentendernos de esta obligación con dar limosna para las misiones. Esto está bien, es

necesario, pero es sólo el comienzo. Tenemos también que rezar. Nuestras oraciones

cotidianas quedarían lamentablemente incompletas si no pidiéramos por los misioneros,

connacionales y extranjeros, y por las almas con que trabajan. Pero ¿rezamos cada día

pidiendo el don de la fe para los vecinos de la puerta de al lado si no son católicos o no

practican? ¿Rezamos por el compañero de trabajo que está en el despacho contiguo, en

la máquina de al lado? ¿Con qué frecuencia invitamos a un amigo no católico para que

asista a Misa con nosotros, dándole de antemano un librillo que explique las ceremonias?

¿Tenemos en casa unos cuantos buenos libros que expliquen la fe católica, una buena

colección de folletos, que damos o prestamos a la menor oportunidad a cualquiera que

muestre un poco de interés? Si hacemos todo esto, incluso concertando una entrevista

con un sacerdote para esos amigos (cuando sus preguntas parezcan desbordarnos) con

quien puedan charlar, entonces estamos cumpliendo una parte por lo menos de nuestra

responsabilidad hacia Cristo por el tesoro que nos ha confiado.

Naturalmente, no creemos que todos los no católicos vayan al infierno, de igual manera

que no creemos que llamarse católico sea suficiente para meternos en el cielo. El dicho

«fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que no hay salvación para los que se

hallan fuera de la Iglesia por su culpa. Uno que, siendo católico, abandona la Iglesia

deliberadamente no podrá salvarse si no retorna; la gracia de la fe no se pierde, a no ser

por culpa propia. Un no católico que, sabiendo que la Iglesia Católica es la verdadera, se

quedara fuera por su culpa, no podrá salvarse. Un no católico, cuya ignorancia de la fe

católica es voluntaria, con ceguera deliberada, no podrá salvarse. No obstante, aquellos

que se encuentran fuera de la Iglesia sin culpa suya y que hacen todo lo que pueden

según su entender, haciendo buen uso de las gracias que Dios les dará ciertamente en

vista de su buena voluntad, ésos pueden salvarse. Dios no pide a nadie lo imposible,

recompensará a cada uno según lo que haya hecho con lo que se le haya dado. Pero esto

no quiere decir que nosotros podamos eludir nuestra responsabilidad diciendo: «Como mi

vecino puede ir al cielo sin hacerse católico, ¿para qué preocuparse?». Tampoco quiere

decir que «lo mismo da una iglesia que otra».


 

 

 

Dios quiere que todos pertenezcan a la Iglesia que ha fundado. Jesucristo quiere una sola

grey y un Pastor. Y nosotros debemos desear que nuestros parientes, amigos y conocidos

tengan esa seguridad mayor en su salvación que disfrutamos en la Iglesia de Cristo:

mayor plenitud de certeza; más seguridad en conocer lo que está bien y lo que está mal;

las inigualables ayudas que ofrecen la Misa y los sacramentos. Tomamos poco en serio

nuestra fe si podemos convivir con otros, día tras día, y no preguntarnos jamás: «¿Qué

puedo hacer para ayudar a que esta persona reconozca la verdad de la Iglesia Católica, a

que sea uno conmigo en el Cuerpo Místico de Cristo?» El Espíritu Santo vive en la Iglesia

permanentemente, pero a menudo tiene que aguardar a que yo le facilite la entrada en el

alma del que está a mi lado.


 

 

 

 

 

CAPÍTULO XIII

LA COMUNION DE LOS SANTOS Y EL PERDON DE LOS PECADOS

 

El fin del camino

 

Si alguien nos llamara santos, lo más probable es que nos diera un respingo. Somos

demasiado conscientes de nuestras imperfecciones para aceptar ese título. Y, no

obstante, todos los fieles del Cuerpo místico de Cristo en la Iglesia primitiva se llamaban

santos. Es el término favorito de San Pablo para dirigirse a los componentes de las

comunidades cristianas. Escribe a «los santos que están en Efeso» (Eph 1,1) y a «los

santos que se encuentran en toda la Acaya» (2 Cor 1,1). Los Hechos de los Apóstoles,

que contienen la historia de la Iglesia naciente, llaman también santos a los seguidores de

Cristo.

La palabra «santo», derivada del latín, describe a toda alma cristiana que, incorporada a

Cristo por el Bautismo, es morada del Espíritu Santo (mientras permanezca en estado de

gracia santificante). Tal alma es un santo en el sentido original de la palabra. Hoy en día

se ha limitado su significación a aquellos que están en el cielo. Pero la utilizamos en su

acepción primera cuando, al recitar el Credo de los Apóstoles, decimos: «creo... en la

comunión de los santos». La palabra «comunión» significa, claro está, «unión con», y

con ella queremos indicar que existe una unión, una comunicación, entre las almas en

que el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, tiene su morada. Esta comunicación incluye,

en primer lugar, a nosotros mismos, miembros de la Iglesia en la tierra. Nuestra «rama»

de la comunión de los santos se llama Iglesia militante, es decir, la Iglesia aún en lucha

contra el pecado y el error. Si cayéramos en pecado mortal no dejaríamos de pertenecer a

la comunión de los santos, pero sí cortaríamos la comunicación con los otros miembros

en tanto siguiéramos excluyendo al Espíritu Santo de nuestra alma.

Las almas del purgatorio son también miembros de la comunión de los santos. Están

confirmadas en gracia para siempre, aunque todavía tengan que purgar sus pecados

veniales y sus deudas de penitencia. No pueden ver a Dios aún, pero el Espíritu Santo

está con ellas y en ellas, y no lo podrán perder jamás. Frecuentemente denominamos a

esta rama de la Iglesia como la Iglesia purgante.

Finalmente está la Iglesia triunfante, que está compuesta por las almas de los

bienaventurados que se hallan en el cielo. Esta es la Iglesia eterna, la que absorberá

tanto a la Iglesia militante como a la purgante después del Juicio Final.

Y en la práctica, ¿qué significa para mí la comunión de los santos? Quiere decir que todos

los que estamos unidos en Cristo -los santos del cielo, las almas del purgatorio y los que

aún vivimos en la tierra- debemos tener conciencia de las necesidades de los demás.

Los santos del cielo no están tan arrobados en su propia felicidad que olviden las almas

que han dejado atrás. Aunque quisieran, no podrían hacerlo. Su perfecto amor a Dios

debe incluir un amor a todas las almas que Dios ha creado y adornado con sus gracias,

todas esas almas en que El mora y por las que Jesús murió. En resumen, los santos

deben amar las almas que Jesús ama, y el amor que los santos del cielo tienen por las

almas del purgatorio y las de la tierra, no es un amor pasivo. Los santos anhelan ayudar a

esas almas en su caminar hacia la gloria, cuyo valor infinito son capaces de apreciar

ahora como no podían antes. Y si la oración de un hombre bueno de la tierra puede

mover a Dios, ¡cómo será la fuerza de las oraciones que los santos ofrecen por nosotros!

Son los héroes de Dios, sus amigos íntimos, sus familiares.

Los santos del cielo oran por las ánimas del purgatorio y por nosotros. Nosotros, por

nuestra parte, debemos venerar y honrar a los santos. No sólo porque pueden y quieren


 

 

 

interceder por nosotros, sino porque nuestro amor a Dios así lo exige. Un artista es

honrado cuando se alaba su obra. Los santos son las obras maestras de la gracia de

Dios; cuando los honramos, honramos a Quien los hizo, a su Redentor y Santificador. El

honor que se da a los santos no se detrae de Dios. Al contrario, es un honor que se le

tributa de una manera que El mismo ha pedido y desea. Vale la pena recordar que, al

honrar a los santos, honramos también a muchos seres queridos que se hallan ya con

Dios en la gloria. Cada alma que está en el cielo es un santo, no sólo los canonizados.

Por esta razón, además de las fiestas especiales dedicadas a algunos de los santos cano-

nizados, la Iglesia dedica un día al año para honrar a toda la Iglesia triunfante, es la Fiesta

de Todos los Santos, el primero de noviembre.

Como miembros de la comunión de los santos, los que aún estamos en la tierra debemos

orar además por las benditas ánimas del purgatorio. Ahora, ellas no pueden ayudarse: su

tiempo de merecer ha pasado. Pero nosotros sí podemos hacerlo, pidiendo para ellas el

favor de Dios. Podemos aliviar sus sufrimientos y acortar su tiempo de espera del cielo

con nuestras oraciones, con las Misas que ofrezcamos o hagamos ofrecer por ellas, con

las indulgencias que para ellas ganemos (casi todas las indulgencias concedidas por la

Iglesia pueden ser aplicadas a las ánimas del purgatorio, si las ofrecemos por esa

intención). No sabemos si las almas del purgatorio pueden interceder por nosotros o no,

pero sí sabemos que, una vez se cuenten entre los santos del cielo, se acordarán

ciertamente de aquellos que se acordaron de ellas en sus necesidades, y serán sus

especiales intercesoras ante Dios.

Es evidente que los que estamos todavía en la tierra debemos rezar también los unos por

los otros, si queremos ser fieles a nuestra obligación de miembros de la comunión de los

santos. Debemos tenernos un sincero amor sobrenatural, practicar la virtud de la caridad

fraterna de pensamiento, palabra y obra, especialmente con el ejercicio de las obras de

misericordia corporales y espirituales. Si queremos asegurar la permanente participación

en la comunión de los santos, no podemos tomar a la ligera nuestra responsabilidad hacia

ella.


 

 

 

 

CAPÍTULO XIV

LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA PERDURABLE

 

El fin del mundo

 

Vivimos y nos esforzamos durante pocos o muchos años, y luego morimos. Esta vida,

bien lo sabemos, es un tiempo de prueba y de lucha; es el terreno de pruebas de la

eternidad. La felicidad del cielo consiste esencialmente en la plenitud del amor. Si no

entramos en la eternidad con amor a Dios en nuestro corazón, seremos absolutamente

incapaces de gozar de la felicidad de la gloria. Nuestra vida aquí abajo es el tiempo que

Dios nos da para adquirir y probar el amor a Dios que guardamos en nuestro corazón, que

debemos probar que es más grande que el amor hacia cualquiera de sus bienes creados,

como el placer, la riqueza, fama o amigos. Debemos probar que nuestro amor resiste la

embestida de los males hechos por el hombre, como la pobreza, el dolor, la humillación o

la injusticia. Estemos al tos o bajos, en cualquier momento debemos decir «Dios mío, te

amo», y probarlo con nuestras obras. Para algunos el camino será corto; para otros, largo.

Para algunos, suave; para otros, abrupto. Pero acabará para todos. Todos moriremos.

La muerte es la separación del alma del cuerpo. Por la erosión de la vejez, la enfermedad

o por accidente, el cuerpo decae, y llega un momento en que el alma ya no puede operar

por él. Entonces lo abandona, y decimos que tal persona ha muerto. El instante exacto en

que esto ocurre raras veces puede determinarse. El corazón puede cesar de latir; la

respiración, pararse, pero el alma puede aún estar presente. Esto se prueba por el hecho

que algunas veces personas muertas aparentemente reviven por la respiración artificial u

otros medios. Si el alma no estuviera presente sería imposible revivir. Esto permite que la

Iglesia autorice a sus sacerdotes dar la absolución y extremaunción condicionales hasta

dos horas después de la muerte aparente, por si el alma estuviera aún presente. Sin

embargo, una vez que la sangre ha empezado a coagularse y aparece el rigor motriz,

sabemos con certeza que él alma ha dejado el cuerpo.

¿Y qué pasa entonces? En el momento mismo en que el alma abandona el cuerpo es

juzgada por Dios. Cuando los que están junto al lecho del difunto se ocupan aún de cerrar

sus ojos y cruzarle las manos, el alma ha sido ya juzgada; sabe ya cuál va a ser su

destino eterno. El juicio individual del alma inmediatamente después de la muerte se llama

Juicio Particular. Es un momento terrible para todos, el momento para el que hemos vivido

todos estos años en la tierra, el momento al que toda la vida ha estado orientada. Es el

día de la retribución para todos.

¿Dónde tiene lugar ese Juicio Particular? Probablemente en el sitio mismo en que

morimos, humanamente hablando. Tras esta vida no hay «espacio» o «lugar» en el

sentido ordinario de estas palabras. El alma no tiene que «ir» a ningún lugar para ser

juzgada. En cuanto a la forma que este Juicio Particular adopta, sólo podemos hacer

conjeturas: lo único que Dios nos ha revelado es que habrá Juicio Particular. Su des-

cripción como un juicio terreno, en que el alma se halla de pie ante el trono de Dios, con el

diablo a un lado como fiscal y el ángel de la guarda al otro como defensor, no es más que

una imagen poética, claro está. Los teólogos especulan que lo que probablemente ocurre

es que el alma se ve como Dios la ve, en estado de gracia o en pecado, con amor a Dios

o rechazándole, y, consecuentemente, sabe cuál será su destino según la infinita justicia

divina. Este destino es irrevocable. El tiempo de prueba y preparación ha terminado. La

misericordia divina ha hecho cuanto ha podido; ahora prevalece la justicia de Dios.

¿Y qué ocurre luego? Bien, acabemos primero con lo más desagradable. Consideremos

la suerte del alma que se ha escogido a sí misma en vez de a Dios, y ha muerto sin

reconciliarse con El; en otras palabras, del alma que muere en pecado mortal. Al alejarse


 

 

 

deliberadamente de Dios en esta vida, al morir sin el vínculo de unión con El que

llamamos gracia santificante, se queda sin posibilidad de restablecer la comunicación con

Dios. Lo ha perdido para siempre. Está en el infierno. Para esta alma, muerte, juicio y con-

denación son simultáneos.

¿Cómo es el infierno? Nadie lo sabe con seguridad, porque nadie ha vuelto de allí para

contárnoslo. Sabemos que en él hay fuego inextinguible porque Jesús nos lo ha dicho.

Sabemos también que no es el fuego que vemos en nuestros hornos y calderas: ese

fuego no podría afectar a un alma, que es espíritu. Todo lo que sabemos es que en el

infierno hay una «pena de sentido», según la expresión de los teólogos, que tiene tal

naturaleza que no hay forma mejor de describirla en lenguaje humano que con la palabra

«fuego».

Pero lo más importante no es la «pena de sentido», sino la «pena de daño». Es esta pena

-separación eterna de Dios- la que constituye el peor sufrimiento del infierno. Imagino que,

dentro del marco de las verdades reveladas, todo el mundo se imagina el infierno a su

modo. Para mí, lo que más me estremece cuando pienso en él es su tremenda soledad.

Me veo de pie, desnudo y solo, en una soledad inmensa, llena exclusivamente de odio,

odio a Dios y a mí mismo, deseando morir y sabiendo que es imposible, sabiendo también

que éste es el destino que yo he escogido libremente a cambio de un plato de lentejas,

resonando continuamente, llena de escarnio, la voz de mi propia conciencia: «Es para

siempre... sin descanso... sin alivio... para siempre... para siempre... ». Pero no existen

palabras o pincel que puedan describir el horror del infierno en su realidad. ¡Líbrenos Dios

a todos de él!

Seguramente, muy pocos hay tan optimistas que esperen que el Juicio Particular los coja

libres de toda traza de pecado, lo que representaría estar limpios no sólo de pecados

mortales, sino también de todo castigo temporal aún por satisfacer, de toda deuda de

reparación aún no pagada a Dios por los pecados perdonados. Nos cuesta pensar que

podamos morir con el alma inmaculadamente pura, y, sin embargo, no hay razón que nos

impida confiar en ello, pues con este fin se instituyó el sacramento de la extremaunción:

limpiar el alma de las reliquias del pecado; con este fin se conceden las indulgencias,

especialmente la plenaria para el momento de la muerte, que la Iglesia concede a los

moribundos con la Ultima Bendición.

Supongamos que morimos así: confortados por los últimos sacramentos, y con una

indulgencia  plenaria bien ganada en el momento de morir. Supongamos que morimos sin

la menor mancha ni traza de pecado en nuestra alma. ¿Qué nos esperará? Si fuera así, la

muerte, que el instinto de conservación hace que nos parezca tan temible, será el

momento de nuestra más brillante victoria. Mientras el cuerpo se resistirá a desatar el

vínculo que lo une al espíritu que le ha dado su vida y su dignidad, el juicio del alma será

la inmediata visión de Dios.

«Visión beatífica» es el frío término teológico que designa la esplendorosa realidad que

significa, una realidad que sobrepasa cualquier imaginación o descripción humana. No es

sólo una «visión» en el sentido de «ver» a Dios, designa también nuestra unión con El:

Dios que toma posesión del alma, y el alma que posee a Dios, en una unidad tan

completamente arrebatadora que supera sin medida la del amor humano más perfecto.

Mientras el alma «entra» en el cielo, el impacto del Amor Infinito que es Dios es una sacu-

dida tan fuerte que aniquilaría al alma si el mismo Dios no le diera la fuerza necesaria

para sostener el peso de la felicidad que es Dios. Si fuéramos capaces por un instante de

apartar nuestro pensamiento de Dios, los sufrimientos y pruebas de la tierra nos

parecerían insignificantes; el precio que hayamos pagado por esa felicidad arrebatadora,

deslumbrante, inagotable, infinita, ¡qué ridículo nos aparecerá! Es una felicidad, además,

que nada podrá arrebatarnos. Es un instante de dicha absoluta que jamás terminará. Es la

felicidad para siempre: así es la esencia de la gloria.


 

 

 

Habrá también otras dichas, otros gozos accidentales que se verterán sobre nosotros.

Tendremos la dicha de gozar de la presencia de nuestro glorificado Redentor Jesucristo y

de nuestra Madre María, cuyo dulce amor tanto admiramos

a distancia. Tendremos la dicha de vernos en compañía de los ángeles y los santos, entre

quienes veremos a miembros de nuestra familia y amigos que nos precedieron en la

gloria. Pero estos gozos serán como tintinear de campanillas ante la sinfonía abrumadora

que será el amor de Dios vertiéndose en nosotros.

Pero ¿qué ocurrirá si, al morir, el Juicio Particular nos encuentra ni separados de Dios por

el pecado mortal ni con la perfecta pureza de alma que la unión con el Santo de los

santos requiere? Lo más probable es que sea éste nuestro caso, si nos hemos

conformado con un mediocre nivel espiritual: cicateros en la oración, poco generosos en

la mortificación, en apaños con el mundo. Nuestros pecados mortales, si los hubiera,

estarían perdonados por el sacramento de la Penitencia (¿no decimos en el Símbolo de

los Apóstoles «creo en el perdón de los pecados»?); pero si la nuestra ha sido una

religión cómoda, ¿no parece lo más razonable que, en el último momento, no seamos

capaces de hacer ese perfecto y desinteresado, acto de amor de Dios que la indulgencia

plenaria exige? Y henos ya en el Juicio: no merecemos el cielo ni el infierno, ¿qué será de

nosotros?

Aquí se pone de manifiesto lo razonable que resulta la doctrina sobre el purgatorio.

Aunque esta doctrina no se nos hubiera transmitido por la Tradición desde Cristo y los

Apóstoles, la sola razón nos dice que debe haber un proceso de purificación final que lave

hasta la imperfección más pequeña que se interponga entre el alma y Dios. Esa es la

función del estado de sufrimiento temporal que llamamos purgatorio. En el purgatorio,

igual que en el infierno, hay una «pena de sentido», pero, del mismo modo que el sufri-

miento esencial del infierno es la perpetua separación de Dios, el sufrimiento esencial del

purgatorio será la penosísima agonía que el alma tiene que sufrir al demorar, incluso por

un instante, su unión con Dios. El alma, recordemos, ha sido hecha para Dios. Como el

cuerpo actúa en esta vida (podríamos decir) como aislante del alma, ésta no siente la

tremenda atracción hacia Dios. Algunos santos la experimentan ligeramente, pero la

mayoría de nosotros casi nada o nada. Sin embargo, en el momento en que el alma aban-

dona el cuerpo, se halla expuesta a la fuerza plena de este impulso, que le produce un

hambre tan intensa de Dios que se lanza contra la barrera de las imperfecciones aún

presentes, hasta que, con la agonía de esta separación, purga las imperfecciones, cae la

barrera y se encuentra con Dios.

Es consolador recordar que el sufrimiento de las almas del purgatorio es un sufrimiento

gozoso, aunque sea tan intenso que no podamos imaginarlo a este lado del Juicio. La

gran diferencia que hay entre el sufrimiento del infierno y el del purgatorio reside en la

certeza de la separación eterna contra la seguridad de la liberación. El alma del purgatorio

no quiere aparecer ante Dios en su estado de imperfección, pero tiene el gozo en su

agonía de saber que al fin se reunirá con El.

Es evidente que nadie sabe «cuánto tiempo» dura el purgatorio para un alma. He puesto

tiempo entre comillas porque, aunque hay duración más allá de la muerte, no hay

«tiempo» según lo conocemos; no hay días o noches, horas o minutos. Sin embargo,

tanto si medimos el purgatorio por duración o intensidad (un instante de tortura intensa

puede ser peor que un año de ligera incomodidad), lo cierto es que el alma del purgatorio

no puede disminuir o acortar sus sufrimientos. Los que aún vivimos en la tierra sí

podemos ayudarle con la misericordia divina; la frecuencia e intensidad de nuestra

petición, sea para un alma determinada o para todos los fieles difuntos, dará la medida de

nuestro amor.

Si de una cosa estamos seguros es de desconocer cuándo acabará el mundo. Puede que

sea mañana o dentro de un millón de años. Jesús mismo, según leemos en el capítulo


 

 

 

XXIV del Evangelio de San Juan, ha señalado algunos de los portentos que precederán al

fin del mundo. Habrá guerras, hambres y pestes; vendrá el reino del Anticristo; el sol y la

luna se oscurecerán y las estrellas caerán del cielo; la cruz aparecerá en el firmamento.

Sólo después de estos acontecimientos «veremos al Hijo del Hombre venir sobre las

nubes del cielo con gran poder y majestad» (Mt 24,30). Pero todo esto nos dice bien poco:

ya ha habido guerras y pestes. La dominación comunista fácilmente podría ser el reino del

Anticristo, y los espectáculos celestiales pudieran suceder en cualquier momento. Por otro

lado, las guerras, hambres y pestes que el mundo ha conocido pudieran ser nada en

comparación con las que precederán al final del mundo. No lo sabemos. Solamente

podemos estar preparados.

Durante siglos, el capítulo XX del Apocalipsis de San Juan (Libro de la Revelación para

los protestantes) ha sido para los estudiosos de la Biblia una fuente de fascinante

material. En él, San Juan, describiendo una visión profética, nos dice que el diablo estará

encadenado y prisionero durante mil años, y que en ese tiempo los muertos resucitarán y

reinarán con Cristo; al cabo de estos mil años el diablo será desligado y definitivamente

vencido, y entonces vendrá la segunda resurrección. Algunos, como los Testigos de

Jehová, interpretan este pasaje literalmente, un modo siempre peligroso de interpretar las

imágenes que tanto abundan en el estilo profético. Los que toman este pasaje literalmente

y creen que Jesús vendrá a reinar en la tierra durante mil años antes del fin del mundo se

llaman «milenaristas», del latín «millenium», que significa «mil años». Esta interpretación,

sin embargo, no concuerda con las profecías de Cristo, y el milenarismo es rechazado por

la Iglesia Católica como herético.

Algunos exegetas católicos creen que «mil años» es una figura de dicción que indica un

largo período antes del fin del mundo, en que la Iglesia gozará de gran paz y Cristo

reinará en las almas de los hombres. Pero la interpretación más común de los expertos

bíblicos católicos es que este milenio representa todo el tiempo que sigue al nacimiento

de Cristo, cuando Satanás, ciertamente, fue encadenado. Los justos que viven en ese

tiempo tienen una primera resurrección y reinan con Cristo mientras permanecen en esta-

do de gracia, y tendrán una segunda resurrección al final del mundo. Paralelamente, la

primera muerte es el pecado, y la segunda, el infierno.

Nos hemos ocupado ahora en este breve comentario del milenio porque es un punto que

puede surgir en nuestras conversaciones con amigos no católicos. Pero tienen mayor

interés práctico las cosas que conocemos con certeza sobre el fin del mundo. Una de

ellas es que, cuando la historia de los hombres acabe, los cuerpos de todos los que

vivieron se alzarán de los muertos para unirse nuevamente a sus almas. Puesto que el

hombre completo, cuerpo y alma, ha amado a Dios y le ha servido, aun a costa de dolor y

sacrificio, es justo que el hombre completo, alma y cuerpo, goce de la unión eterna con

Dios, que es la recompensa del Amor. Y puesto que el hombre completo rechaza a Dios

al morir en pecado, impenitente, es justo que el cuerpo comparta con el alma la

separación eterna de Dios, que todo el hombre ha escogido. Nuestro cuerpo resucitado

será constituido de una manera que estará libre de las limitaciones físicas que le ca-

racterizan en este mundo. No necesitará ya más alimento o bebida, y, en cierto modo,

será «espiritualizado». Además, el cuerpo de los bienaventurados será «glorificado»;

poseerá una belleza y perfección que será participación de la belleza y perfección del

alma unida a Dios.

Como el cuerpo de la persona en que ha morado la gracia ha sido ciertamente templo de

Dios, la Iglesia ha mostrado siempre gran reverencia hacia los cuerpos de los fieles

difuntos. Así, los sepulta con oraciones llenas de afecto y reverencia en tumbas

bendecidas especialmente para este fin. La única persona dispensada de la corrupción de

la tumba ha sido la Madre de Dios. Por el especial privilegio de su Asunción, el cuerpo de

la Bienaventurada Virgen María, unido a su alma inmaculada, fue glorificado y asunto al


 

 

 

cielo. Su divino Hijo, que tomó su carne de ella, se la llevó consigo al cielo. Este

acontecimiento lo conmemoramos el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de María.

El mundo acaba, los muertos resucitan, luego vendrá el Juicio General. Este Juicio verá a

Jesús en el trono de la justicia divina, que reemplaza a la cruz, trono de su infinita

misericordia. El Juicio Final no ofrecerá sorpresas en relación con nuestro eterno destino.

Ya habremos pasado el Juicio Particular; nuestra alma estará ya en el cielo o en el

infierno. El objeto del Juicio Final es, en primer lugar, dar gloria a Dios, manifestando su

justicia, sabiduría y misericordia a la humanidad entera. El conjunto de la vida -que tan a

menudo nos parece un enrevesado esquema de sucesos sin relación entre sí, a veces

duros y crueles, a veces incluso estúpidos e injustos- se desenrollará ante nuestros ojos.

Veremos que el titubeante trozo de vida que hemos conocido casa con el magno conjunto

del plan magnífico de Dios para los hombres. Veremos que el poder y la sabiduría de

Dios, su amor y su misericordia, han sido siempre el motor del conjunto. «¿Por qué

permite Dios que suceda esto?», nos quejamos frecuentemente. «¿Por qué hace Dios

esto o aquello?», nos preguntamos. Ahora conoceremos las respuestas. La sentencia que

recibimos en el Juicio Particular será ahora confirmada públicamente. Todos nuestros

pecados -y todas nuestras virtudes- se expondrán ante las gentes. El sentimental

superficial, que afirma «yo no creo en el infierno; Dios es demasiado bueno para permitir

que un alma sufra eternamente», verá ahora que, después de todo, Dios no es un abuelito

complaciente. La justicia de Dios es tan infinita como su misericordia. Las almas de los

condenados, a pesar de ellos mismos, glorificarán eternamente la justicia de Dios, como

las almas de los justos glorificarán para siempre su misericordia. Para lo demás, abramos

el Evangelio de San Mateo en su capítulo XXV (versículos 34,36), y dejemos que el

mismo Jesús nos diga cómo prepararnos para aquel día terrible.

Y así termina la historia de la salvación del hombre, esa historia que la tercera Persona de

la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ha escrito. Con el fin del mundo, la resurrección

de los muertos y el juicio final acaba la obra del Espíritu Santo. Su labor santificadora

comenzó con la creación del alma de Adán. Para la Iglesia, el principio fue el día de

Pentecostés. Para ti y para mí, el día de nuestro bautizo. Al acabarse el tiempo y

permanecer sólo la eternidad, la obra del Espíritu Santo encontrará su fruición en la co-

munión de los santos, ahora un conjunto reunido en la gloria sin fin.


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