¡Dios te salve María!
 


LA FE EXPLICADA

 

 

 

 

 

 

Leo J. Trese 

 

 

 

Parte II: LOS MANDAMIENTOS


 

 

 

 

CAPÍTULO XV

LOS DOS GRANDES MANDAMIENTOS 

 

 

La fe se prueba con obras 

 

 

«Sí, creo en la democracia, creo que un gobierno constitucional de ciudadanos libres es el mejor

posible.» Uno que dijera esto y, al mismo tiempo, no votara, ni pagara sus impuestos, ni respetara las

leyes de su país, sería puesto en evidencia por sus propias acciones, que le condenarían

por mentiroso e hipócrita.

También resulta evidente que cualquiera que manifieste creer las verdades reveladas por Dios sería

absolutamente insincero si no pusiera empeño en observar las leyes de Dios. Es muy fácil decir

«Creo»; pero nuestras obras deben ser la  prueba irrebatible de la fortaleza de nuestra fe. «No

todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de

mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). No puede decirse más claramente: si creemos en Dios

tenemos que hacer lo que Dios nos pide, debemos guardar sus mandamientos.

Convenzámonos de una vez que la ley de Dios no se compone de arbitrarios «haz esto» y «no

hagas aquello», con el objeto de fastidiarnos. Es cierto que la ley de Dios prueba la fortaleza de

nuestra fibra moral, pero no es éste su primor dial objetivo. Dios no es un ser caprichoso. No ha

establecido sus mandamientos como el que pone obstáculos en una carrera. Dios no está apostado,

esperando al primero de los mortales que caiga de bruces con el fin de hacerle sentir el peso de su

ira.

Muy al contrario, la ley de Dios es expresión de su amor y sabiduría infinitos. Cuando adquirimos un

aparato doméstico del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos según las instrucciones

de su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que funcione

bien y dure. También, si tenemos sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor qué es lo

más apropiado para nuestra felicidad personal y la de la humanidad. Podríamos decir que la ley de

Dios es sencillamente un folleto de instrucciones que acompaña al noble producto de Dios, que

es el hombre. Más estrictamente, diríamos que la ley de Dios es la expresión de la divina sabiduría

dirigida al hombre para que éste alcance su fin y su perfección. La ley de Dios regula al hombre «el

uso» de sí mismo, tanto en sus relaciones con Dios como con el prójimo.

Si consideramos cómo sería el mundo si todos obedeciéramos la ley de Dios, resulta patente que se

dirige a procurar la felicidad y el bienestar del hombre. No habría delitos y, en consecuencia,

no habría necesidad de jueces, policías y cárceles. No habría codicia o ambición, y, en consecuencia,

no habría necesidad de guerras, ejércitos o armadas. No habría hogares rotos, ni delincuencia juvenil,

ni hospitales para alcohólicos.  Sabemos que  -consecuencia del pecado original- este mundo

hermoso y feliz jamás existirá.  Pero individualmente  puede         existir para cada uno  de nosotros.

Nosotros, igual que la humanidad en su conjunto, hallaríamos la verdadera felicidad, incluso en este


 

 

 

mundo, si identificáramos nuestra voluntad con la de Dios. Estamos hechos para amar a Dios, aquí y

en la eternidad. Este es el fin de nuestro existir, en esto encontramos nuestra felicidad. Y Jesús nos da

las instrucciones para conseguir esa felicidad con sencillez absoluta: «Si me amáis, guardad mis

mandamientos» (lo 14,15).

La ley de Dios que rige la conducta humana se llama ley        moral, del latín «mores», que significa

«modo de actuar». La ley moral es distinta de las leyes físicas por las que Dios gobierna al resto del

universo. Las leyes de astronomía, física, reproducción y crecimiento obligan necesariamente a la

natura creada. No hay modo de eludirlas, no hay libertad de elección. Si das un paso sobre el

precipicio, la ley de la gravedad actúa fatalmente y te desplomas, a no ser que la neutralices por otra

ley física -la de la presión del aire- y utilices un paracaídas. La ley moral, sin embargo, nos

obliga de modo distinto. Actúa dentro del marco del libre albedrío. No      debemos desobedecer la ley

moral, pero  podemos      hacerlo. Por  ello decimos que la ley moral obliga moralmente, pero no

físicamente. Si no fuéramos físicamente libres, no podríamos merecer. Si no tuviéramos libertad,

no podría ser un acto de amor nuestra obediencia.

Al considerar la ley divina, los moralistas distinguen entre ley natural y     ley positiva. La reverencia de

los hijos a los padres, la fidelidad matrimonial, el respeto a la persona y propiedad ajenas, pertenecen

a la misma  naturaleza del hombre. Esta conducta, que la conciencia del hombre (su juicio guiado por

la justa razón) aplaude, se llama ley natural. Comportarse así sería bueno, y lo opuesto, malo, aunque

Dios no nos lo hubiera expresamente declarado. Aunque no existiera  sexto mandamiento, el

adulterio sería malo. Una violación de la ley natural es mala          intrínsecamente,      es decir, mala

por su misma naturaleza. Ya era mala antes de que Dios diera a Moisés los Diez

Mandamientos en el monte Sinaí.

Además de la ley natural, existe la ley divina positiva, que agrupa todas aquellas acciones

que son buenas porque Dios las ha mandado, y malas porque El las ha prohibido. Son aquellas

cuya bondad no está en la raíz misma de la naturaleza humana, sino que ha sido impuesta

por Dios para  perfeccionar al hombre según sus designios. Un  ejemplo sencillo de ley

divina positiva es la obligación que tenemos de recibir la Sagrada Eucaristía por el

mandato explícito de Cristo. 

Tanto si consideramos una u otra ley, nuestra felicidad depende de la obediencia a Dios.

«Si quieres entrar en la vida», dice Jesús, «guarda los mandamientos» (Mt 19,17).

Amar significa no tener en cuenta el costo. Una madre jamás piensa en medir los esfuerzos y

desvelos que invierte en sus hijos. Un esposo no cuenta la fatiga que le causa velar a la

esposa enferma. Amor y sacrificio son términos casi sinónimos. Por esta razón, obedecer a

la ley de Dios no es un sacrificio para el que le ama. Por esta razón, Jesús resumió toda

la ley de Dios en dos grandes mandamientos de amor.

«Y le preguntó  uno de ellos, doctor, tentándole:  Maestro, ¿cuál es el mandamiento más

grande de la ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu

alma y con toda  tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo,


 

 

 

semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden

toda la Ley y los Profetas» (Mt. 22, 35-40).

En realidad, el segundo mandamiento se contiene en el primero, porque si amamos a Dios

con todo nuestro corazón y con toda nuestra  alma, amaremos a los que, actual o

potencialmente, poseen una participación de la bondad divina, y querremos para ellos lo

que Dios quiere. También nos amaremos rectamente, queriendo para nos otros lo que Dios

quiere. Es decir, por encima de todo, querremos crecer en amor a Dios, que es lo mismo

que crecer en santidad; y, más que nada, querremos ser felices con Dios en el cielo. Nada que

se interponga entre Dios y nosotros tendrá valor. Y como el amor por nosotros es la

medida de nuestro amor al prójimo (que abarca a todos, excepto los demonios y los

condenados del infierno), desearemos para nuestro prójimo lo que para  nosotros desean}os.

Querremos que crezca en  amor a Dios, que crezca en santidad. Querremos también que

alcance la felicidad eterna para la que Dios lo ha creado. 

Esto significa, a su vez, que tendremos que odiar cualquier cosa que aparte al prójimo

de Dios. Odiaremos las injusticias y los males hechos  por el hombre, que pueden ser

obstáculos para su  crecimiento en santidad. Odiaremos la injusticia social, las viviendas

inadecuadas, los salarios insuficientes, la explotación de los débiles e ignorantes.

Amaremos y procuraremos todo lo que contribuya a la bondad, felicidad y perfección de

nuestro prójimo.

Dios nos ha facilitado la labor al señalarnos en  los Diez Mandamientos nuestros principales

deberes hacia El, hacia nuestro prójimo, y hacia nosotros mismos. Los primeros tres

mandamientos declaran nuestros deberes con Dios; los otros siete indican los principales

deberes      con      nuestro  prójimo,         e,     indirectamente,       con      nosotros      mismos..  Los         Diez

Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, grabados en dos

tablas de piedra, y fueron ratificados por Jesucristo, Nuestro Señor: «No penséis que he venido

a abrogar la Ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt. 5,17). Jesús

consuma la Ley de dos maneras.

En primer lugar, nos señala algunos deberes concretos hacia Dios y el prójimo. Estos deberes,

dispersos en los Evangelios y las Epístolas, son los que se relacionan en las obras de misericordia

corporales y espirituales. Luego, Jesús nos aclara estos deberes al dar a su Iglesia el derecho y el

deber de interpretar y aplicar en la práctica la ley divina, lo que se concreta en los que denomi-

namos mandamientos de la Iglesia.

Debemos tener en cuenta que los mandamientos de la Iglesia no son nuevas cargas adicionales que

nos prescriben, por encima y más allá de los mandamientos divinos. Estas leyes de la Iglesia

no son más que interpretaciones y aplicaciones concretas de la ley de Dios. Por ejemplo,

Dios ordena que dediquemos algún tiempo a su culto. Nosotros podríamos decir, «Sí, quiero

hacerlo, ¿pero cómo?». Y la Iglesia contesta: «Yendo a Misa los domingos y fiestas de

guardar». Este hecho, el hecho de que las leyes de la Iglesia no son más que aplicaciones prácticas


 

 

 

de las leyes divi nas, es un punto que merece destacarse. Algunas personas, incluso católicos,

razonan distinguiendo las leyes de Dios de las leyes de la Iglesia, como si Dios pudiera estar en

oposición consigo mismo.

Aquí tenemos, pues, las directrices divinas que nos dicen cómo perfeccionar nuestra naturaleza, cómo

cumplir nuestra vocación de almas redimidas: los Diez Mandamientos de Dios, las siete obras

de misericordia corporales y las siete espirituales, y los mandamientos de la Iglesia de  Dios.

Todos ellos, claro está, prescriben solamente un mínimo de santidad: hacer la voluntad de Dios en

materias obligatorias. Pero no debiéramos poner límites,      no hay   límites a nuestro crecimiento en

santidad. El auténtico amor de Dios supera  la letra de la ley, yendo a su espíritu. Debemos

esforzarnos para hacer no sólo lo que es bueno, sino lo que es perfecto. Para aquellos que no tienen

miedo de volar alto, nuestro Señor propone la observancia de los llamados Consejos Evangélicos:

pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia perfecta.

Hablaremos de cada uno de ellos -de los Mandamientos de Dios y su Iglesia, de las obras de

misericordia y de los Consejos Evangélicos - a su debido tiempo. Y, dado que el lado positivo

es menos conocido que los «no harás», empecemos con las obras de misericordia.

 

 

Subrayar lo positivo

 

 

Es una pena que para mucha gente, llevar una vida cristiana no signifique más que «guardarse del

pecado». De hecho, «guardarse del pecado» es sólo un lado de la moneda de la virtud. Es algo

necesario, pero no suficiente. Quizá esta visión negativa de la religión, a la que se contempla como

una serie de prohibiciones, explique la falta de  alegría de muchas almas bien intencionadas.

Guardarse del pecado es el comienzo básico, pero el amor a Dios y al prójimo van mucho más

lejos.

Para empezar, tenemos las obras de misericordia corporales. Se llaman así porque atañen al bienestar

físico y temporal del prójimo. Al espigarlas de las Sagradas Escrituras, aparecen siete: (1) Visitar y

cuidar a los enfermos; (2) Dar de comer al hambriento; (3) Dar de beber al sediento; (4) Dar

posada al peregrino; (5) Vestir al desnudo; (6) Redimir al cautivo, y (7) Enterrar a los

muertos. En su descripción del Juicio Final (Mateo 25,34-40), nuestro Señor constituye su

cumplimiento como prueba de nuestro amor a El.

Cuando nos paramos a examinar la manera de cumplir las obras de misericordia corporales,

vemos que son tres las vías por las que podemos dirigir nuestros esfuerzos. Primero,

tenemos lo  que se podría llamar «caridad organizada». En nuestras ciudades modernas

es muy fácil olvi dar al pobre y desgraciado, perdido entre la multitud. Más aún, algunas

necesidades son demasiado grandes para  que las pueda remediar una persona sola. Y así

contamos con muchos tipos de organizaciones para las más diversas atenciones sociales, a

las que pueden acudir los necesitados. Tenemos hospitales, orfanatos, asilos, instituciones para

niños descarriados y subnormales, por nombrar algunas. Cuando las ayudamos, bien directa-


 

 

 

mente, bien por medio de colectas o campañas, cumplimos una parte de nuestras obligaciones

hacia el prójimo, pero no todas.

Otro modo de practicar las obras de misericordia corporales es colaborar en movimientos

para mejoras cívicas o sociales. Si nos preocupamos de mejorar la vivienda de las familias

pobres; si trabajamos para paliar las injusticias que pesan sobre los emigrantes del agro; si

apoyamos los justos esfuerzos de los obreros para obtener un salario adecuado y

seguridad económica; si damos nuestra activa cooperación a organizaciones cuyo objetivo

es hacer la vida del prójimo un  poco menos onerosa, estamos practicando las obras de

misericordia corporales.

Pero, evidentemente, todo esto no nos libra de la obligación de prestar ayuda directa y

personal a nuestros hermanos cuando la oportunidad  -mejor dicho,        el privilegio-  se presente.

No puedo  decir al necesitado que conozco, «ya di a tal asociación de caridad; vete a

verles». Tengamos presente que Cristo se presenta bajo muchos disfraces. Si somos

demasiado «prudentes» en nuestra  generosidad, sopesando científicamente el «mérito» de

una necesidad, vendrá necesariamente la ocasión en que Cristo nos encuentre adormilados.

Jesús habló frecuentemente de los pobres, pero ni una vez mencionó «los pobres meritorios».

Damos por amor a Cristo, y el mérito o demérito del pobre no debe preocuparnos

excesivamente. No  podemos fomentar la holgazanería dando con imprudencia;                                    pero

debemos tener en cuenta que negar nuestra ayuda a una familia necesitada porque son una

colección de inútiles, porque el padre bebe o la madre no sabe administrar (lo que

equivale a castigar a los niños por los defectos de los padres), es poner en peligro la

salvación de nuestra alma. La verdad es así de exigente.

Además de proporcionar alimentos, ropas o medios económicos urgentes a los necesitados,

existen, evidentemente, otras maneras de practicar las obras de misericordia. En el mundo de

hoy no resulta tan fácil «visitar a los presos» como lo era en tiempos del Señor. Muchos

prisioneros tienen limitadas sus visitas a los parientes cercanos.

Pero sí podemos conectar con los capellanes de cárceles o penales y preguntarles cómo

podríamos ser de utilidad a los presos. ¿Cigarrillos, material de lectura o de recreo?

¿Rosarios, devocionarios, escapularios? (¡qué fácilmente podríamos ser tú y yo los que

estuvieran tras los barrotes!). Aún mejor que visitar a los presos es prevenir su en-

carcelamiento. Todo lo que podamos hacer para mejorar nuestra vecindad -proporcionando

ins talaciones para dar a la juventud un recreo sano  y actividades formativas; extendiendo la

mano al joven que vacila al borde de la delincuencia, etcétera- nos asemeja a Cristo.

«Visitar al enfermo.» ¡Qué afortunados son los médicos y enfermeras que dedican su vida entera a la

sexta obra de misericordia corporal! (siempre que lo hagan movidos por el amor a Dios, y no por

motivos «humanitarios» o económicos). Pero la enfermedad del hermano es un reto cristiano para

todos sin excepción. Cristo nos acompaña  cada vez que visitamos a uno de sus miembros

dolientes, visitas que no curan, pero confortan y animan. El tiempo que empleemos en leer a un


 

 

 

convaleciente, a un ciego, en aligerar el trabajo de una esposa unas horas, relevándola en el cuidado

del marido o del hijo enfermo, tiene un mérito grande. Incluso una tarjeta expresando nuestro

deseo de que el enfermo mejore, enviada por amor de Dios, nos ganará su sonrisa.

«Enterrar a los muertos». Ya nadie en nuestro país tiene que construir un ataúd o cavar una fosa en

servicio del prójimo. Pero cuando vamos a una casa mortuoria, honramos a Cristo, cuya gracia

santificó el cuerpo al que ofrecemos nuestros últimos respetos. El que acompaña un entierro puede

decir con razón que está acompañando a Cristo a la tumba en la persona del prójimo.

Cuando, por amor de Cristo, nos ocupamos de aliviar los sinsabores de nuestro hermano, estamos

agradando a Dios. Cuando nos empeñamos, por medio de las obras de misericordia corporales,

de aligerar las necesidades del prójimo  -enfermedad, pobreza, tribulación-, el cielo nos sonríe.

Pero su felicidad eterna tiene una importancia inmensamente mayor que el bienestar físico y temporal.

En consecuencia, las obras de misericordia espirituales son más acuciantes para el cristiano que las

corporales.

Las obras de misericordia espirituales son siete tradicionalmente: (1) Enseñar al que no sabe; (2)

Dar buen consejo al que lo necesita; (3) Corregir al que yerra; (4) Perdonar las injurias; (5) Consolar

al triste; (6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo, y (7) Rogar a Dios por los vivos y los

muertos.

«Enseñar al que no sabe.» El intelecto humano es un don de Dios, y El quiere que lo utilicemos. Toda

verdad, tanto humana como sobrenatural, refleja la infinita perfección de Dios. En consecuencia,

cualquiera que contribuya al desarrollo de la mente, formándola en la verdad, está haciendo una

obra auténticamente cristiana, si se mueve por amor a Dios y al prójimo. Aquí los padres tienen el

papel más importante, seguidos  inmediatamente de los maestros, también los que  enseñan

asignaturas profanas, porque    toda  verdad es de Dios. No es difícil ver la razón que  hace de la

enseñanza tan noble vocación, una vocación que puede ser camino real a la santidad.

Naturalmente el conocimiento religioso es el de mayor dignidad. Los que dan clases de catecismo

practican esta obra de misericordia en su forma más plena. Incluso quienes ayudan a construir y

sostener escuelas católicas y centros catequísticos, tanto en nuestra patria como en centros de

misión, comparten el mérito que proviene de «enseñar al que no sabe».

«Dar buen consejo al que lo necesita» apenas necesita comentario. A la mayoría de las personas les

gusta dar su opinión. Estemos seguros, cuando tengamos que aconsejar, de que nuestro consejo es

cien por cien sincero, desinteresado y basado en los principios de la fe. Estemos seguros de no

escoger el camino fácil dando a quien nos escucha el consejo que quiere oír, sin tener en cuenta su

valor; tampoco nos vayamos al extremo contrario, dando un consejo que esté basado en nuestros

intereses egoístas.

«Corregir al que yerra» es un deber que recae principalmente en los padres, y sólo un poco menos

en los maestros y demás educadores de la  juventud. Este deber está muy claro; lo que no

siempre tenemos tan claro es que el ejemplo es siempre más convincente que las amonestaciones.

Si en el hogar hay intemperancia, o una preocupación excesiva por el dinero o los éxitos mundanos; si


 

 

 

hay murmuración maliciosa o los padres  disputan delante de los hijos; si papá fanfarronea y

mamá miente sin escrúpulo ante el teléfono, entonces, que Dios compadezca a estos hijos a

quienes sus padres educan en el pecado.

«Corregir al que yerra» no es una obligación exclusiva de padres y maestros. La responsabilidad de

conducir a los demás a la virtud es algo que nos atañe a todos, de acuerdo con nuestro mayor o

menor ascendiente. Es un deber que tenemos que ejercitar con prudencia e inteligencia. A veces,

al ser corregido, un pecador se obstina más en su pecado, especialmente si la corrección se hace en

tono santurrón o paternalista. («No estoy borracho; déjame en paz; mozo, póngame otra copa»). Es

esencial que hagamos nuestra corrección con delicadeza y con cariño, teniendo bien presentes

nuestras propias faltas y debilidades.

Sin embargo, prudencia no quiere decir cobardía. Si sé que un amigo mío usa anticonceptivos, o se

permite infidelidades matrimoniales, o planea casarse fuera de la Iglesia, o de otro modo pone en

peligro su salvación eterna, el amor de Dios me     exige que haga todo lo que esté en mi mano para

disuadirle de su suicidio espiritual. Es una cobardía de la peor especie tratar de excusarse diciendo:

«Bien, sabe tan bien como yo lo que está bien y lo que está mal; ya tiene edad para saber lo que se

hace. No es asunto mío decirle lo que tiene que hacer». Si lo viera apuntándose a la sien con una

pistola o poniéndose un cuchillo al cuello, ciertamente consideraría asunto mío el detenerle, por

mucho que protestara por mi intromisión. Y está claro que su vida espiritual debe importarme más

que su vida física. Oigamos cuál será nuestra recompensa: «Hermanos míos, si alguno de vosotros

se extravía de la  verdad y otro logra reducirle, sepa que quien  convierte a un pecador de su

errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados» (Sant. 5,19-

20).

«Perdonar las injurias» y «Sufrir con paciencia  los defectos del prójimo». ¡Ah!, he aquí lo que

escuece. Todo lo que tenemos de humano, todo lo que nos es natural, se subleva contra el conductor

imprudente que nos cierra el paso, el amigo que traiciona, el vecino que difunde mentiras sobre

nosotros, el comerciante que nos engaña. Es aquí donde tocamos el más sensible nervio del amor

propio. ¡Cuesta tanto decir con Cristo en su  cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que

hacen»! Pero, tenemos que hacerlo si de verdad somos de Cristo. Es aquí cuando nuestro amor a

Dios pasa la prueba máxima, es aquí cuando se ve si nuestro amor al prójimo es auténticamente

sobrenatural.

«Consolar al triste» es algo que, para muchos, surge espontáneamente. Si somos seres humanos

normales, sentimos condolencia natural por los atribulados. Pero es esencial que el consuelo que

ofrecemos sea más que meras palabras y gestos sentimentales. Si podemos hacer algo para confortar

al que sufre, no podemos omitir el hacerlo  porque nos cause molestias o sacrificios. Nuestras

palabras de consuelo serán mil veces más eficaces si van acompañadas de obras.

Finalmente, «Rogar a Dios por los vivos y los difuntos», algo que, por supuesto, todos hacemos,

conscientes de lo que significa ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo y de la Comunión de los

Santos. Pero aquí también puede meterse el egoísmo si nuestras oraciones se limitan a las necesi-


 

 

 

dades de nuestra familia y de los amigos más íntimos. Nuestra oración, como el amor de Dios,

debe abarcar al mundo.

 

 

El mayor bien

 

 

«Si me amas», dice Dios mandamientos -. «Si me amas mucho»,                        añade, «esto es lo , «esto

es lo que   debes   hacer» -y nos da sus que podrías hacer», y nos da los Consejos Evangélicos,

una invitación a la práctica de la pobreza voluntaria,  castidad perpetua y obediencia perfecta.

Se llaman «evangélicos» porque es en los Evangelios  donde encontramos la invitación que

Jesús nos hace para vivirlos.

Vale la pena reseñar en su totalidad el patético incidente que San Mateo nos cuenta en el capítulo XIX

de su Evangelio (versículos 16-20): «Acercósele uno y le dijo: Maestro, ¿qué obra buena he de

realizar para alcanzar la vida eterna? El le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno sólo es

bueno: si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió:

No matarás, no adulterarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama al

prójimo como a ti mismo. Díjole el joven: Todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Díjole

Jesús: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los

cielos, y ven y sígueme. Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes».

Sentimos una gran compasión hacia ese joven que tan cerca estuvo de ser uno de los primeros

discípulos del Señor, pero perdió su gloriosa oportunidad porque no tuvo generosidad. No hay duda

que hoy también Jesús está llamando a multitud de almas. ¡Queda tanto de su obra por realizar, hacen

falta tantos obreros! Si el número de sus obreros es insuficiente (y siempre lo es) no es porque

Jesús no llame. Puede ocurrir que no se quiera oír su voz, o que, como al joven del Evangelio,

falte generosidad para seguirle. Por esta razón, es esencial que todos, padres e hijos, com-

prendamos la naturaleza de los Consejos Evangélicos y la naturaleza de la vocación de la vida

religiosa.

De todos los consejos y directrices que se dan en el Evangelio, los Consejos son los más perfectos.

Su observancia nos libera, en la medida  en que la naturaleza humana puede ser libre, de  los

obstáculos que se oponen a su crecimiento en santidad, en amor de Dios. El que abraza estos

Consejos renuncia a unos bienes preciosos, pero menores, que en nuestra naturaleza caída compiten a

menudo con el amor a Dios. Al esposarnos voluntariamente con la pobreza, maniatamos la codicia

y la ambición, instigadores de tantos pecados contra Dios y contra el prójimo. Al darnos a Dios por la

castidad perfecta, sojuzgamos la carne para que el espíritu pueda elevarse sin ataduras ni divisiones

hasta Dios. Al adherirnos a la obediencia perfecta hacemos la más costosa de las renuncias,

entregamos lo que es más caro al hombre, más que la ambición de poseer o al poder de procrear:

renunciamos al dominio de nuestra propia voluntad. Vaciados de nosotros mismos tan completamente

como puede serlo un hombre -sin propiedad, sin familia, sin voluntad propia- quedamos libres al


 

 

 

máximo de nuestras posibilidades para la operación de la gracia; estamos en el  camino de

perfección.

Si queremos progresar en santidad, el   espíritu de los Consejos Evangélicos nos es imprescindible a

todos. Para todos, casados o solteros, religiosos o fieles corrientes, es necesario el desasimiento de

los bienes de este mundo, el mantener la sobriedad en nuestros gustos y necesidades, compartiendo

generosamente nuestros bienes con otros menos afortunados, agradeciendo a Dios lo que nos da, a

la vez que estamos desprendidos de ello por si El nos pidiera su devolución.

Para cada uno según su estado, la castidad es imprescindible. Para el soltero la castidad debe ser

absoluta, con voto o sin él. Ciertamente es una de las glorias de nuestra religión que tantos vivan la

castidad perfecta, fuera y dentro del mundo, cuyas seducciones son tan abundantes y las ocasiones tan

frecuentes. Hay heroísmo auténtico en la pureza de nuestros jóvenes, quienes dominan el imperioso

instinto sexual hasta que la edad y las circunstancias les permiten contraer matrimonio. Hay un

heroísmo más inadvertido, pero no menos real en los solteros de mayor edad, cuya situación es tal

que no les permite casarse, quizá  para siempre. Hay un noble heroísmo en la continencia de

aquellos que han escogido permanecer solteros en el mundo para poder darse más plenamente al

servicio de los demás. Hay en estos seglares célibes una profunda reverencia hacia la facultad

sexual, que ven como un maravi lloso don de Dios, reservado para los fines que El ha designado, que

debe mantenerse impoluto mientras esos fines no sean posibles. Y también dentro del matrimonio

debe vivirse la castidad; la hermosísima castidad de los esposos cristianos, para quienes  la unión

física no es una diversión o un medio para la satisfacción egoísta, sino la gozosa expresión de la

interior y espiritual unión del uno con el otro y con Dios, para cumplir su Voluntad, sin poner límite

a los hijos que El quiera enviar, absteniéndose de usar el matrimonio siempre que ello sirva mejor a

los fines de Dios.

Igualmente hay obediencia en el mundo, la sujeción de la voluntad que el verdadero amor a Dios

y al prójimo tan frecuentemente hace obligatoria. Esta obediencia implica no sólo la sujeción

de todos a la voz de Dios en su Iglesia y a la voluntad de Dios en las circunstancias de la

vida, muchas veces causa de contrariedades. Implica la sujeción diaria de la voluntad y la disciplina

de los deseos para todos los que quieren vivir en paz y caridad con los demás, esposo con

esposa, vecino con vecino.

Sí, ciertamente, el espíritu de los Consejos -pobreza, castidad y obediencia- no se encierra entre

los muros de los conventos y monasterios.

Este espíritu es esencial a toda vida auténticamente cristiana. Todos los cristianos están llamados a

vivir este espíritu de los Consejos Evangélicos, cuya observancia pública u oficial sólo se pide a unos

pocos. El Cuerpo Místico de Cristo    es un cuerpo, y no sólo alma. Por ello tiene, que haber padres

cristianos que perpetúan los miembros de ese Cuerpo. Más aún, si el espíritu de Cristo debe empapar

el mundo, debe haber ejemplos de Cristo en todas las circunstancias de la  vida, debe haber

hombres y mujeres cristianos  en todos los oficios, profesiones y estados. Para  ellos, el

cumplimiento de los Consejos debe ser relativo a los particulares deberes de cada uno.


 

 

 

Pero no habría un grado «relativo», particular, si no hubiera otro «absoluto», público. Yo

puedo afirmar que  mi reloj es exacto porque hay un  observatorio astronómico que es

público y absolutamente exacto en la medición del tiempo. Esta  es una razón por la que

Dios en su Providencia ha inspirado en la Iglesia el público estado de vida conocido

como estado religioso. En él los Consejos Evangélicos se muestran plena y públicamente

por medio de los votos de pobreza absoluta, castidad perpetua y obediencia perfecta. La

vida religiosa se llama vida de perfección no porque una persona se haga automáticamente

perfecta al pronunciar los tres votos religiosos, sino porque ha puesto pie en la senda de

la perfección al renunciar pública y socialmente a todo lo que podría embarazar su progreso

hacia ella. La perfección que, tras el valiente comienzo, sea capaz de alcanzar dependerá del

uso que haga de las abundantes gracias y oportunidades *.

Es evidente que hay mucha gente que vive «en el mundo» y es mucho más santa que

otros que viven «en religión». Es igualmente evidente que nadie debe pensar que está

condenado a una vida «imperfecta» porque no se ha hecho fraile o monja. Para cada

individuo la vida más perfecta es aquella a la que Dios le llame. Hay santas en la cocina

como las hay en el claustro; en el  mercado tanto como en el convento. Pero, inde-

pendientemente de la vocación particular de un determinado individuo, la vida religiosa es la

vida de perfección. Sus comienzos son tan antiguos  como la misma Iglesia. La vida

religiosa que hoy  conocemos -un bello mosaico compuesto de muchas órdenes y

congregaciones - tiene su origen en las «Vírgenes» y «Confesores» de la primitiva 

cristiandad.

Además de la necesidad que tiene el mundo de testimonios vivos que muestren que el

amor de Dios puede colmar el hueco de otros amores más pequeños, es decir, además de la

necesidad de un  ejemplo «absoluto» del que puedan derivarse ejemplos «relativos», hay

otra razón para la provi dencial promoción de la vida religiosa. La Preciosísima Sangre de

Cristo llama a las almas por las que murió con una urgencia que no puede ignorarse; su

número es tan grande y la labor tan vasta que hay necesidad de una hueste de almas

generosas y entregadas que se den, sin nada que pueda distraerlas, a las obras de mise-

ricordia corporales y espirituales. Hay necesidad de centrales de luz y energía espiritual, de

oración, que consigan las gracias necesarias para los insensatos que no quieren rezar, y así

tenemos las órdenes de monjes y monjas de clausura, cuyas vidas están totalmente

dedicadas a la oración y penitencia en favor del Cuerpo Místico de Cristo. 

Se necesitan brazos y corazones sin cuento para el cuidado de los enfermos, de los atribulados,

de los sin hogar; para buscar en su domicilio y traer al redil las ovejas perdidas; para 

 

(*) Al traducir este párrafo, hemos tratado de aclarar o matizar lo que parecía sugerirse con las palabras«relativo»y«absoluto»

(«particular» y «público» son añadidos del T.).


 

 

 

 

enseñar en las escuelas y colegios, donde se hable de Dios y no sólo de Julio César y de

Shakespeare; para enseñar el catecismo y predicar las misiones. Y así  tenemos las

congregaciones de hombres y mujeres que se dedican a estas obras de caridad, no  por la

paga, el prestigio o la satisfacción, sino por amor a Dios y a las almas. Sólo Dios sabe

cuánta labor hubiera quedado por hacer si no  hubieran existido. La Providencia divina, al

compás de las necesidades modernas, ha promovido  el reciente desarrollo de los «institutos

seculares». En ellos, hombres y mujeres se obligan a observar los Consejos Evangélicos,

pero viven y visten como fieles corrientes. Así pueden llegar a sitios  y desarrollar su labor

en lugares a los que no podrían acceder los religiosos*.

Los que entran en religión se obligan a la observancia de la pobreza, castidad y obediencia.

Los votos pueden hacerse por vida o por un número determinado de años. Pero antes  de

hacer voto  alguno       hay un tiempo de formación y prueba espirituales, que se llama

«noviciado», y que puede durar uno o dos años, al que siguen los votos temporales, que

proporcionan un nuevo tiempo de prueba, hasta que se pronuncian los votos finales.

La vida de religión está abierta a cualquier persona soltera y mayor de quince años, que no

esté impedida por obligaciones o responsabilidades que la hagan incompatible con la vida 

 

 

(*) Con la Const. Ap. Provida Mater Ecclesia (2 de febrero de 1947), Pío XII aprobó las Asociaciones de fieles que serían

llamadas Institutos Seculares. De hecho, las diversas clases de Asociaciones que contribuyeron a su origen y desarrollo

posterior han puesto de manifiesto que esa figura jurídica, como la       Provida           misma, era una fórmula de compromiso,

necesaria en aquellos momentos, para dar reconocimiento e impulso oficial a cosas que eran y son heterogéneas

entre sí. No existía la posibilidad de Asociaciones de fieles con naturaleza y régimen universal (las que había eran

sólo a nivel local o diocesano, o vinculadas a órdenes religiosas), ni documentos oficiales como los del Vaticano II

que admitiesen esa posibilidad y que recordasen solemnemente la llamada de todos los fieles a la santidad y al

apostolado cada uno  en su estado. Muchos Institutos Seculares de hecho eran y se han  desarrollado como

formas del estado religioso adaptadas a ciertas necesidades del mundo moderno (lo primordial es la profesión de

los Consejos Evangélicos típicos del estado religioso o «estado de  perfección»); y en este sentido parece

expresarse el autor, como la mayor parte de la literatura teológica, ascética y jurídica al respecto. En cambio, otras

eran y son las Asociaciones de fieles, sacerdotes o seglares sin más, extendidas y reconocidas en el ámbito de la Iglesia

universal (lo primordial en este caso es la secularidad, el vivir en el mundo, con los derechos y deberes inherentes al

oficio, trabajo, familia, etc., de cada uno); en esta línea, alguna de hecho no es un Instituto Secular. Por ejemplo,

«el Opus Dei -con palabras de su mismo fundador- no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso

evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni

la concepción teológica del status perfectionis...            ni las diversas concreciones jurídicas, que se han dado o pueden

darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios ha querido para

nuestra Asociación. Basta considerar -porque una completa exposición doctrinal sería larga- que al Opus Dei no le

interesan ni votos ni promesas, ni forma alguna de consagración diversa de la consagración que ya todos recibieron

por el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que s us socios cambien de estado, que dejen

de ser simples fieles, iguales a los otros, para adquirir el peculiar  status perfectionis» (J.                  ESCRIVÁ DE

BALAGUER, Conversaciones, 11 ed., Madrid 1976, núm. 20). (N. del T.)


 

 

 

religiosa; como, por ejemplo, la obligación de cuidar a un pariente enfermo o impedido. Si

uno tiene normal salud física y mental, no precisa más que rectitud de intención: el deseo

de agradar a Dios, de  salvar el alma, de ayudar al prójimo. Teniendo en  cuenta las

apremiantes necesidades actuales, podemos tener la certeza de que Dios llama a muchas

almas, que no aceptan su invitación. Quizá no sigan su voz -El habla siempre con suavi -

dad-; quizá la oyen, pero les asusta el costo, sin darse cuenta que quien llama es Dios, y

El dará  la fortaleza necesaria; quizá oyen y tienen la suficiente generosidad, pero son

disuadidos por sus padres, quienes, con buena intención, aconsejan  cautela y demoran la

decisión, hasta que consiguen acallar la voz de Dios y malograr la vocación. ¡Cómo si se

pudiera tener «cautela» con Dios! Es mejor probar y dejarlo que no querer ni probar

siquiera. Debería ser una intención constante de nuestras oraciones pedir para que todos

aquellos a quienes llama Dios, escuchen su voz y respondan; y para que aquellos que

han respondido tengan la gracia de la perseverancia.


 

 

 

CAPÍTULO XVI

EL PRIMER MANDAMIENTO DE DIOS

 

 

Nuestro primer deber

 

 

El supremo destino del hombre es dar honor y gloria a Dios. Para esto fuimos hechos. Cualquier otro

motivo para crearnos hubiera sido indigno de Dios. Es, pues, correcto decir que Dios nos ha hecho

para ser eternamente felices con El. Pero nuestra felicidad es una razón secundaria de nuestro

existir; es la consecuencia de cumplir el fin primario al que hemos sido destinados: glorificar a Dios.

No es sorprendente, por lo tanto, que el primero de los Diez Mandamientos nos recuerde esta

obligación. «Yo soy el Señor tu Dios», escribió Dios en las tablas de piedra de Moisés, «no tendrás

dioses extraños ante Mí». Esta es una forma resumida del primer mandamiento. Según aparece en

el libro del Éxodo, en el Viejo Testamento (capítulo XX, versículo 2 a 6), el primer mandamien-

to es mucho más largo: «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la

casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí. No te harás esculturas ni imagen alguna

de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en

las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas y no las servirás, porque Yo soy Yahvé, tu

Dios, un Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta

generación de los que me odian, y hago misericordia hasta mil generaciones de los que me aman

y guardan mis mandamientos.»

Este es el primer mandamiento en su forma completa. Puede ser de interés señalar aquí que los

mandamientos, según los dio Dios, no están claramente numerados del uno al diez. Su disposición

en diez divisiones, para ayudar a memorizarlos, es cosa de los hombres. Antes que la invención

de la imprenta tendiera a normalizar las cosas, los mandamientos se numeraban unas veces de

una manera, y otras veces de otra. A menudo el primer largo mandamiento se dividía en dos:

«Yo soy el Señor, tu Dios..., no tendrás otros dioses ante mí», era el primer mandamiento. El

segundo era: «No te harás esculturas ni imagen alguna... no te postrarás ante ellas y no las servirás.»

Después, para mantener justo el número de diez, los dos últimos mandamientos, «No desearás la

mujer de tu prójimo... ni nada de cuanto le pertenece», se combinaron en uno solo. Cuando Martín

Lutero originó la primera confesión protestante, escogió este sistema de numeración. El otro sistema,

tan familiar para nosotros, se hizo común en la Iglesia Católica. Esta circunstancia hizo que, para

muchos protestantes, nuestro segundo mandamiento sea su tercero, nuestro tercero su cuarto y así

sucesivamente. En un catecismo protestante es el séptimo mandamiento y no el sexto el que prohíbe

el adulterio. En ambos casos, los mandamientos son los mismos, no hay más que distintos sistemas

de numeración.

Ya hemos mencionado que el número de diez no es más que una ayuda mnemotécnica. Vale la

pena recordar que los mandamientos en sí son también ayudas que Dios proporciona a la me-

moria, al margen de su sistema de numeración. En el monte Sinaí, Dios -a excepción de


 

 

 

destinar un día específico para El- no impuso                   nuevas   obligaciones a la humanidad.

Desde Adán la ley natural exigía al hombre la práctica del culto a Dios, de la justicia,

veracidad, castidad y demás  virtudes morales. Dios no hizo más que grabar en tablas de

piedra lo que la ley natural ya exigía del hombre. Pero, en el monte Sinaí, Dios tampoco dio un

tratado exhaustivo de ley moral. Se limitó a proporcionar una lista de los pecados más

graves contra las virtudes más importantes: idolatría contra religión, profanación contra

reverencia, homicidio y robo contra justicia, perjurio contra veracidad y caridad, y dejó al

hombre estas virtudes como guías en que encuadrar los deberes de naturaleza similar.

Podríamos decir, que  los Diez Mandamientos son como diez perchas  en que podemos

colgar ordenadamente nuestras obligaciones morales.

Pero volvamos ahora a la consideración particular del primer mandamiento. Podemos decir

que pocos de nosotros se hallan en situación de cometer un pecado de idolatría en

sentido literal. Sí se podría hablar figurativamente de aquellos que rinden culto al falso

dios de sí mismo. Del mismo modo podríamos aplicarlo a los que colocan las riquezas,

los negocios, el éxito social, el placer mundano o el bienestar físico delante de sus deberes

con Dios. Sin embargo, estos pecados  de autoidolatría se encuadran en general en man-

damientos distintos del primero.

Asumiendo que el pecado de idolatría no es problema para nosotros, podemos dirigir

ahora nuestra atención al significado    positivo     del primer mandamiento. De él -como de casi

todos los restantes - se puede afirmar que la forma negativa en que se expresan no es

más que una fórmula literaria para resaltar en forma compendiada nuestros deberes

positivos. Así, el primer mandamiento nos ordena ofrecer sólo a Dios el culto supremo,

culto que le es debido como Creador y fin nuestro, y esta obligación positiva abarca mucho

más que la mera abstención de la idolatría.

Nunca se insistirá en demasía en la idea que llevar una vida virtuosa es mucho más que

la simple abstención del pecado. La virtud, como las  monedas, tiene anverso y reverso.

Guardarse del mal es sólo una cara de la moneda. La otra es la necesidad de hacer buenas

obras, que son lo contrario de las malas a que renunciamos. Así, pues, no basta pasar ante

un ídolo pagano y no quitarnos el sombrero ante él. Debemos dar activamente al verdadero

Dios el culto que le es debido. Nuestro Catecismo resume los deberes a este respecto al

decir: «damos culto a Dios por medio de actos de fe, esperanza y caridad, adorándole y

dirigiendo a El nuestras oraciones».

En religión todo se basa en la fe. Sin ella, no hay nada. Por esta razón tenemos que

empezar centrando nuestra atención en la virtud de la fe.

Sabemos que la virtud de la fe se infunde en  nuestra alma, junto con la gracia

santificante, al ser bautizados. Pero la virtud de la fe quedaría anquilosada en nuestra alma

si no la vitalizáramos haciendo     actos   de fe. Hacemos un acto de fe cada vez que asentimos

conscientemente a las verdades reveladas por Dios; no precisamente porque  las


 

 

 

comprendamos plenamente; no precisamente porque nos hayan sido demostradas y

convencido científicamente; sino, primordialmente, porque Dios las ha revelado. Dios, al ser

infinitamente sabio, no puede equivocarse. Dios, al ser infinitamente veraz, no puede mentir.

En consecuencia,  cuando Dios dice que algo es de una manera, no  se puede pedir

certidumbre mayor. La palabra divina contiene más certeza que todos los tubos de  ensayo y

razonamientos lógicos del mundo.

Es fácil ver la razón de que un acto de fe sea un acto de culto a Dios. Cuando digo «Dios mío, creo

en estas verdades porque las has revelado  Tú, que no puedes engañarte ni engañarme», estoy

honrando la sabiduría y veracidad infinitas de Dios del modo más práctico posible: aceptándolas

bajo su palabra.

Este deber de dar culto a Dios por la fe nos impone unas obligaciones concretas. Dios no hace las

cosas sin motivos. Es evidente que si Dios ha dado a conocer ciertas verdades, es porque, de

algún modo, nos serán útiles para alcanzar nuestro fin, que es dar gloria a Dios por el conocimiento, el

amor y el servicio. Así, saber qué verdades son éstas se convierte en una responsabilidad para

nosotros, según nuestra capacidad y oportunidades.

Para un no católico esto significa que en cuanto comience a sospechar que no posee la religión

verdadera revelada por Dios, está obligado inmediatamente a buscarla. Cuando la encuentre, está

obligado a abrazarla, hacer su acto de fe. Quizá no podamos juzgar, pues sólo Dios lee los corazones,

pero todo sacerdote, en el curso de su ministerio, encuentra personas que parecen estar convencidas

de que la fe católica es la verdadera, y, sin embargo, no entran en la Iglesia. Parece como si el

precio les pareciera demasiado elevado: pérdida de amigos, negocios o prestigio. A veces, su

impedimento es el temor a disgustar a los padres según la carne, como si la lealtad hacia ellos

precediera a la superior lealtad que debemos a nuestro Padre Dios.

Nosotros, que ya poseemos la fe, tenemos que mirar de no dormirnos en los laureles. No podemos

estar tranquilos pensando que, porque fuimos a un colegio donde se nos enseñó el Catecismo en

nuestra juventud, ya sabemos todo lo que nos hace falta sobre religión. Una mente adulta necesita

una comprensión de adulto de las verdades divinas. Oír con atención sermones y pláticas, leer

libros y revistas doctrinales, participar en círculos de estudio, no son simples cuestiones de gustos,

cosas en que ocuparnos si nos diera por ahí. Estas no son prácticas «pías» para «almas devotas».

Es un deber esencial procurarnos un  adecuado        grado de conocimiento de nuestra fe, deber que

establece el primero de los mandamientos. No podemos hacer actos de fe sobre una verdad o

verdades que ni siquiera conocemos. Muchas tentaciones sobre la fe, si las tenemos,

desaparecerían si nos tomáramos la molestia de estudiar un poco más las verdades de nuestra fe.

El primer mandamiento no sólo nos obliga a buscar y conocer las verdades divinas y aceptarlas.

También nos pide que hagamos actos de fe, que demos culto a Dios por el asentimiento explícito de

nuestra mente a sus verdades, una vez alcanzado el uso de razón. ¿Con qué frecuencia hay que hacer

actos de fe? No hace falta decir que a menudo, pero especialmente       debo hacerlos cuando llega a

mi conocimiento una verdad de fe que desconocía previamente. Debo hacer un acto de fe cada vez


 

 

 

que se presente una tentación contra esta virtud u otra cualquiera en que la fe esté implicada. Debo

hacer un acto de fe frecuentemente en la vida, para que no quede inactiva por falta de ejercicio.

La práctica corriente de los buenos cristianos es hacer actos de fe todos los días, como parte de

las oraciones de la mañana y de la noche.

No sólo tenemos que procurar conocer la verdad. No sólo debemos darle nuestro asentimiento

interior. El primer mandamiento requiere además  que hagamos         profesión       externa de nuestra

fe. Esta obligación se hace imperativa cada vez que el honor de Dios o el bien del prójimo lo

requieran. El honor de Dios lo requiere cuando omitir esta profesión de fe equivaldría a su

negación. Esta obligación no se aplica solamente a los casos extremos, en que se nos exija

la negación expresa de nuestra fe, como en la antigua Roma o en los modernos países

comunistas. Se aplica también a la vida ordinaria de cada uno de nosotros. Podemos tener

reparo a expresar nuestra fe por miedo a que perjudique a nuestros negocios , por miedo a

llamar la atención, a las alusiones o al ridículo. El católico que asiste a un congreso, el

católico que estudia en la universidad, la católica que tiene reuniones sociales, y miles de

ocasiones parecidas, pueden dar lugar a que ocultar nuestra fe equivalga a su negación, con

detrimento del honor debido a Dios.

Y, muchas veces, cuando omitimos profesar  nuestra fe por cobardía, el prójimo sufre

también. Muchas veces el hermano o hermana en la fe más  débiles, observan nuestra

conducta antes de decidir su forma de actuar. En verdad se nos presentarán muchas

ocasiones en que la necesidad concreta de dar testimonio de nuestra fe surgirá  de la

obligación de sostener con nuestro ejemplo el valor de otros.

 

 

Pecados contra la fe

 

 

El primer mandamiento nos obliga a conocer  lo que Dios ha revelado, y a crearlo

firmemente. Este es el significado de practicar la virtud de  la fe. Cada vez que

incumplimos estas obligaciones, pecamos contra la fe.

Pero hay ciertos pecados graves y concretos contra esta vi rtud que merecen una especial

mención, y el primero de todos es el pecado de apos tasía. La palabra «apóstata» se parece

a «apóstol», pero significa casi lo contrario. Un apóstol es el que extiende la fe. El apóstata

es el que la abandona completamente.  Se encuentran apóstatas en  casi todas las

parroquias: gente que dirá que fueron católicos, pero que ya no creen en nada. A menudo

la apostasía es consecuencia de un mal matrimonio. Comienza con uno de los cónyuges

que se excomulga al casarse fuera de la Iglesia o con una persona que no practica. Al

excluirse del flujo de la gracia divina, la fe del católico se agosta y muere, viéndose al

final del proceso sin fe alguna.

No es lo mismo apostasía que laxitud. Puede haber un católico laxo que no vaya a Misa ni

haya comulgado en diez años. Ordinariamente la raíz de su negligencia es pura pereza.


 

 

 

«Trabajo mucho  toda la semana, y tengo derecho a descansar los  domingos», dirá

seguramente. Si le preguntáramos cuál es su religión, contestaría: «Católica, por supuesto».

Generalmente se defenderá diciendo que es mejor católico que «muchos que van a misa

todos los domingos». Es ya una excusa tópico que todo sacerdote ha de oír una y otra

vez.

La cuestión es, sin embargo, que un católico laxo no es aún apóstata. De forma vaga

pretende en un futuro impreciso volver a la práctica de su religión. Si muriera antes de

ponerlo en práctica, no necesariamente se le negaría el entierro cristiano, si el párroco puede

encontrar cualquier señal de que aún conservaba la fe y de que se arrepintió a la hora de

la muerte. Es una idea errónea suponer que la Iglesia niega el entierro cristiano a los que

no cumplen el llamado deber pascual.

Es cierto que la Iglesia toma este hecho como  evidencia de que una persona posee la

verdadera fe: si consta que comulga por Pascua, no hará falta nada más. Pero la Iglesia

sigue siendo Madre amorosa para sus hijos extraviados, y basta la más pequeña prueba

para que conceda el entierro cristiano al difunto, suponiendo que éste conservaba la fe y se

arrepintió de sus pecados, es decir, siempre que no muera excomulgado o públicamente

impenitente. Un entierro cristiano no garantiza-en modo alguno que esa alma vaya al cielo,

pero la Iglesia no quiere incrementar el dolor de, los parientes negando el entierro cristiano

con tal que pueda encontrar una excusa válida. 

Un católico laxo no es necesariamente un católico apóstata, aunque muy frecuentemente la

laxitud conduzca a la herejía. Uno no puede ir vi viendo de espaldas a Dios, mes tras mes,

año tras  año; uno no puede vivir indefinidamente en pecado mortal, rechazando

constantemente la gracia de Dios, sin que al final se encuentre sin fe. La fe es un don de

Dios, y tiene que llegar el tiempo en que Dios, que es tan infinitamente justo  como

infinitamente misericordioso, no pueda permitir que su don siga despreciándose, su amor

abusándose. Cuando la mano de Dios se retira, la fe muere.

Otra causa de apostasía, además de la laxitud, es la soberbia intelectual. Es un peligro al

que se expone quien se aventura imprudentemente  más allá de sus límites intelectuales y

espirituales. Es, por ejemplo, el joven o la muchacha que van a la universidad y comienzan

a descuidar la oración, la misa y los sacramentos. A la vez que abandonan su vida espiritual,

se ven deslumbrados por la actitud de desdeñosa superioridad de tal o cual catedrático

hacia «las supersticiones superadas», entre las que incluye la religión. En vez de aceptar el

reto de la superficial irreligión con que se tropiezan en clase, y estudiar las respuestas, el

joven estudiante trueca la autoridad de Dios y su Iglesia por la autoridad del profesor.

Esto no quiere sugerir que la mayoría de los profesores universitarios sean ateos, ni

mucho menos. Pero sí que es posible encontrar algunos con facilidad, los que, llevados de

su propia inseguridad, buscan afirmar su yo empequeñeciendo las  mentes superiores a la


 

 

 

suya. Un hombre así puede causar daños irreparables a estudiantes impresionables y contagiar a

otros su soberbia intelectual.

Las lecturas imprudentes son otro frecuente peligro para la fe. Aquel afectado de pobreza

intelectual puede ser fácil presa de las arenas movedizas de autores refinados e ingeniosos,

cuya actitud hacia la religión es de suave ironía o altivo desprecio. Al leer tales autores es

probable que la  mente superficial comience a poner en duda sus  creencias religiosas. Al no

saber sopesar las pruebas y a pensar por su cuenta, al no tener presente el dicho inglés que

afirma que «un tonto puede hacer más preguntas en una hora que un sabio responder en

un año», el lector incauto cambia su fe por los sofismas brillantes y los absurdos densos

que va leyendo.

Finalmente, la apostasía puede ser el resultado del pecado habitual. Un hombre no puede

vivir en continuo conflicto consigo mismo. Si sus ac ciones chocan con su fe, una de las

dos partes tiene que ceder. Si descuida la gracia, es fácil que sea la fe y no el pecado lo

que arroje por la ventana. Muchos que justifican la pérdida de su fe por dificultades

intelectuales, en realidad tratan de cubrir el conflicto más íntimo y menos noble que tienen

con sus pasiones.

Además del rechazo total de la fe en que consiste el pecado de apostasía, existe el rechazo

parcial, que es el pecado de herejía, y quien lo comete se llama hereje. Un hereje es el bautizado que

rehúsa creer una o más verdades reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia Católica. Una verdad

revelada por Dios y proclamada solemnemente por la Iglesia se denomina               dogma  de fe.  La

virginal concepción de Jesús -el hecho de que no tuvo padre humano- es un ejemplo de

dogma de fe. La infalibilidad del sucesor de Pedro, del Papa, cuando enseña doctrina de fe y

moral a toda la Cristiandad, es también dogma de fe. Otro ejemplo es la creación por Dios del alma

de María libre de pecado original, el dogma de la Inmaculada Concepción.

Son unos pocos ejemplos de los dogmas que, entretejidos, forman el tapiz de la fe católica. Re-

chazar uno de ellos es rechazarlos todos. Si Dios, que habla por su Iglesia, puede errar en un

punto de doctrina, no hay razón alguna para creerle en los demás. No puede haber quien sea

«ligeramente herético», como tampoco puede darse uno «ligeramente muerto». A veces,

podríamos pensar que los anglicanos de la «High Church» están muy cerca de la Iglesia

porque creen casi todo lo  que nosotros creemos, tienen ceremonias parecidas a nuestra Misa,

confesonarios en sus templos, ornamentos litúrgicos y queman incienso. Pero no es así: la frase

«es casi católico» es tan absurda como la de «está casi vivo».

Debe tenerse en cuenta que en el pecado de herejía, como en todo pecado, se distingue entre pecado

material y       pecado  formal. Si        una persona hace algo que objetivamente está mal, pero lo ignora

sin culpa propia, decimos que ha pecado materialmente, pero no formalmente. En su mala acción

no hay culpa personal. El católico que rechaza una verdad de fe, que decide, por ejemplo, no creer

en el infierno, es culpable de herejía formal y material. Sin embargo, el protestante que cree

sinceramente las enseñanzas de la religión en que fue educado y ha carecido de oportunidades para


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