¡Dios te salve María!
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conocer la verdadera fe es solamente hereje material; no es culpable formalmente del pecado de herejía. Hay otro tipo de herejía especialmente común y especialmente peligrosa: es el error del indiferentismo. El indiferentismo mantiene que todas las religiones son igualmente gratas a Dios, que tan buena es una como la otra, y que es cuestión de preferencias tanto profesar una religión de- terminada como tener religión alguna. El error básico del indiferentismo está en suponer que el error y la verdad son igualmente gratos a Dios; o en suponer que la verdad absoluta no existe, que la verdad es lo que uno cree. Si supusiéramos que una religión es tan buena como cualquier otra, el siguiente paso lógico concluiría que ninguna vale la pena, puesto que no hay ninguna establecida y aprobada por Dios. La herejía del indiferentismo está especialmente enraizada en los países que se precian de men- talidad amplia. Confunden el indiferentismo con la democracia. La democracia pide lo que la caridad cristiana también exige, el respeto a la conciencia del prójimo, a sus sinceras convicciones, aun sabiendo que son equivocadas. Pero la democracia no nos pide decir que el error no importa, no nos exige ponerlo en el mismo pedestal que la verdad. En breve, el católico que baja la cabeza cuando alguien afirma «no importa lo que uno crea, lo que importa son sus obras» es culpable de un pecado contra la fe. El indiferentismo puede predicarse tanto con acciones como con palabras. Esta es la razón que hace mala la participación de un católico en ceremonias no católicas, la asistencia, por ejemplo, a servicios luteranos o metodistas. Participar activamente en tales ceremonias es un pecado contra la virtud de la fe. Nosotros conocemos cómo Dios quiere que le demos culto, y, por ello, es gravemente pecaminoso dárselo según formas creadas por los hombres en vez de las dictadas por El mismo. Es evidente que esto no significa que los católicos no puedan orar con personas de otra fe. Sin embargo, cuando se trate de ceremonias públicas ecuménicas o sin denominación específica, los católicos deben seguir las directrices que dé su obispo a este respecto. Un católico puede, por supuesto, asistir (sin participación activa) a un servicio religioso no católico cuando haya razón suficiente. Por ejemplo, la caridad justifica nuestra asistencia al funeral o la boda de un pariente, amigo o vecino no católico. En casos así todos saben la razón de nuestra presencia allí. Para muchos resulta difícil comprender la firme actitud que los católicos adoptamos en esta cuestión de la no participación. No es raro que los ministros protestantes de distinta denominación intercambien el púlpito. La constante negativa del sacerdote católico a participar en esos in- tercambios es muy probable que se tome como una especie de intolerancia. O que el vecino no católico diga: «Te acompañé a Misa del Gallo en Navidad, ¿por qué no puedes venir ahora con- migo a mi Servicio de Pascua?». Nuestra negativa, por delicada que sea, les puede llevar a pensar que no jugamos limpio, que somos intolerantes. Y no es fácil explicar nuestra postura a críticos así y hacerles ver lo lógico de nuestra actitud. Si uno está convencido de poseer la verdad religiosa, no puede en conciencia transigir con una falacia religiosa. Cuando un protestante, un judío o un mahometano da culto a Dios en su templo, cumple lo que él entiende como voluntad de Dios, y por errado que esté hace algo grato a Dios. Pero nosotros no podemos agradar a Dios si con nuestra participación proclamamos que el error no importa. Esperanza y caridad «Mi papá lo arreglará; él puede hacerlo todo». «Se lo preguntaré a papá; él lo sabe todo». ¡Cuán- tas veces los padres se conmueven ante la confianza absoluta del hijo en el poder y saber ilimitados de sus papás! Aunque, en ocasiones, esta confianza sea causa de apuro cuando no saben como estar a la altura de lo que de ellos se espera. Pero el padre que no se siente complacido interiormente ante los manifiestos actos de confianza absoluta de sus hijos es en verdad un padre muy extraño. Así resulta muy fácil ver por qué un acto de esperanza es un acto de culto a Dios: expresa nuestra confianza total en El, como Padre amoroso, omnisciente y todopoderoso. Tanto si nuestro acto de esperanza es interior como si se exterioriza en palabras, con él alabamos el poder, la fidelidad y misericordia infinitos de Dios. Obramos un acto de verdadero culto. Cumplimos uno de los deberes del primer mandamiento. Cuando hacemos un acto de esperanza afirmamos nuestra convicción en que el amor de Dios es tan grande que se ha obligado con promesa solemne a llevarnos al cielo (...«confiando en tu poder y misericordia infinitos y en tus promesas»). Afirmamos también nuestro convencimiento en que su misericordia sin límites sobrepasa las debilidades y extravíos humanos. («Con la ayuda de tu gracia, confío obtener el perdón de mis pecados y la vida eterna»). Para ello una sola condición es necesaria, condición que se presupone aunque no llegue a expresarse en un acto de fe formal: «siempre que, por mi parte, haga razonablemente todo lo que pueda». No tengo que hacer todo lo que pueda absolutamente, lo que muy pocos, si es que hay alguno, consiguen. Pero sí es necesario que haga razonablemente todo lo que pueda. En otras palabras, al hacer un acto de esperanza reconozco y me recuerdo que no perderé el cielo a no ser por culpa mía. Si voy al infierno, no será por «mala suerte», no será por accidente, no será porque Dios me falle. Si pierdo mi alma será porque he preferido mi voluntad a la de Dios. Si me veo separado de El por toda la eternidad será porque deliberadamente, aquí y ahora, me aparto de Dios con los ojos bien abiertos. Con el conocimiento de qué es un acto de esperanza, resulta fácil deducir cuáles son los pecados contra esta virtud. Podemos pecar contra ella por omisión de la «cláusula silenciosa» del acto de esperanza, es decir, esperándolo todo de Dios, en vez de casi todo. Dios da a cada uno las gracias que necesita para ir al cielo, pero espera que cooperemos con su gracia. Como el buen padre provee a sus hijos de alimento, cobijo y atención médica, pero espera que, al menos, se metan la cuchara en la boca y traguen, que lleven la ropa que les proporciona, que vengan a casa cuando llueva y que se mantengan lejos de sitios peligrosos, como una ciénaga profunda o un incendio, Dios igualmente espera de cada uno que utilice su gracia y se mantenga apartado de innecesarios peligros. Si no hacemos lo que está en nuestra mano, si asumimos la cómoda postura de evitar esfuerzos pensando que, como Dios quiere que vayamos al cielo, es asunto suyo conducirnos allí, independientemente de cuál sea nuestra conducta, entonces somos culpables del pecado de presunción, uno de los dos pecados contra la esperanza. Veamos unos ejemplos sencillos del pecado de presunción. Un hombre sabe que, cada vez que entra en cierto bar, acaba borracho; ese lugar es para él ocasión de pecado, y es consciente de que debe apartarse de allí. Pero, al pasar delante de él, se dice: «Entraré sólo un momento justo para saludar a los muchachos, y, si acaso, tomaré una copa nada más. Esta vez no me emborracharé». Por el hecho mismo de ponerse innecesariamente en ocasión de pecado, trata de arrancar de Dios unas gracias a las que no tiene derecho: no hace lo que está de su parte. Incluso aunque en esta ocasión no acabe ebrio, es culpable de un pecado de presunción al exponerse imprudentemente al peligro. Otro ejemplo sería el de la joven que sabe que siempre que sale con cierto muchacho, peca. Pero piensa: «Bien, esta tarde saldré con él, pero haré que esta vez se porte bien». Otra vez un peligro innecesario, otra vez un pecado de presunción. Un último ejemplo podría ser el de la persona que, sometida a fuertes tentaciones, sabe que debe orar más y recibir los sacramentos con más frecuencia, puesto que éstas son las ayudas que Dios provee para vencer las tentaciones. Pero esa persona descuida culpablemente sus oraciones, y es muy irregular en la recepción de los sacramentos. De nuevo un pecado de presunción, presunción que podríamos llamar de defecto. Además de la presunción hay otro tipo de pecados contra la virtud de la esperanza: la desesperación, que es lo opuesto a la presunción. Mientras ésta espera demasiado de Dios, aquélla es pera demasiado poco. El ejemplo clásico del pecado de desesperación es el del que dice: «He pecado excesivamente toda mi visa para pretender que Dios me perdone ahora. No puede perdonar a los que son como yo. Es inútil pedírselo». La gravedad de este pecado estriba en el insulto que se hace a la infinita misericordia y al amor ilimitado de Dios. Judas Iscariote, balanceándose con una soga al cuello, es la imagen perfecta del pecador desesperado: del que tiene remordimiento pero no contrición. Para la mayoría de nosotros la desesperación constituye un peligro remoto; nos es más fácil caer en el pecado de presunción. Pero, cada vez que pecamos para evitar un mal real o imaginario -decir una mentira para salir de una situación embarazosa, usar anticonceptivos para evitar tener otro hijo-, está implicado en ello cierta dosis de falta de esperanza. No acabamos de estar convencidos que, si hacemos lo que Dios quiere, todo será para bien, que podemos confiar en que El cuidará de las consecuencias. Honramos a Dios con nuestra fe en El, le honramos con nuestra esperanza en El. Pero, por encima de todo, le honramos con nuestro amor. Hacemos un acto de amor a Dios cada vez que damos expresión -internamente con la mente y el corazón, o externamente con palabras u obras- al hecho que amamos a Dios sobre todas las cosas y por El mismo. «Por El mismo» es una frase clave. La verdadera caridad o amor de Dios no está motivada por lo que El pueda hacer por nosotros. La caridad auténtica consiste en amar a Dios solamente (o, al menos, principalmente) porque El es bueno e infinitamente amable en Sí mismo. El genuino amor de Dios, como el amor de un hijo hacia sus padres, no es mercenario y egoísta. Es cierto que un hijo debe mucho a sus padres y espera mucho de ellos. Pero el verdadero amor filial va más allá de estas razones interesadas. Un hijo normal sigue amando a sus padres aunque éstos pierdan todos sus bienes y, material- mente hablando, no puedan hacer nada por él. De igual manera nuestro amor a Dios se eleva por encima de sus dádivas y mercedes (aunque sean éstas el punto de partida), y se dirige a la amabi- lidad infinita de Dios mismo. Conviene hacer notar que el amor a Dios reside primariamente en la voluntad y no en las emociones. Es perfectamente natural que alguien se sienta frío hacia Dios en un nivel puramente emotivo, y, sin embargo, posea un amor profundo hacia El. Lo que constituye el verdadero amor a Dios es la fijeza de la voluntad. Si tenemos el deseo habitual de hacer todo lo que El nos pida (sencillamente porque El lo quiere), y la determinación de evitar todo lo que no quiere (sencilla- mente porque no lo quiere), tenemos entonces amor a Dios independientemente de cuál sea nuestro sentimiento. Si nuestro amor a Dios es sincero y verdadero, es natural entonces que amemos a todos los que El ama. Esto quiere decir que amamos a todas las almas que El ha creado y por las que Cristo ha muerto, con la sola excepción de los condenados. Si amamos a nuestro prójimo (es decir, a todos) por amor a Dios, no tiene especial importancia que este prójimo sea naturalmente amable o no. Ayuda y mucho si lo es, pero, entonces, nuestro amor tiene menos mérito. Sea éste guapo o feo, mezquino o noble, atractivo o repulsivo, nuestro amor a Dios nos lleva a desear que todos alcancen el cielo, porque es esto lo que Dios quiere. Y nosotros tenemos que hacer todo lo que podamos para ayudarles a conseguirlo. Es fácil ver que el amor sobrenatural al prójimo, igual que el amor a Dios, no reside en las emociones. A nivel natural podemos sentir una fuerte antipatía hacia una persona determinada, y, sin embargo, tener por ella un sincero amor sobrenatural. Este amor sobrenatural, o caridad, se pone de manifiesto al desearles el bien, especialmente su salvación eterna, al encomendarles en nuestras oraciones, al perdonar las injurias que puedan infligimos, al rehusar cualquier pensamiento de rencor o desquite hacia ellos. Nadie disfruta cuando abusan de él, le engañan o le mienten, y Dios no pide eso. Pero sí que, siguiendo su ejemplo, deseemos la salvación del pecador, aunque acusemos el disgusto por sus pecados. ¿Cuáles son, pues, los pecados principales contra la caridad? Uno es omitir el acto de caridad conscientemente cuando tengamos el deber de hacerlo. El deber de hacer actos de caridad nace, en primer lugar, cada vez que se nos plantea la obligación de amar a Dios por El mismo, y a nuestro prójimo por amor a Dios. Tenemos también el deber de hacer un acto de caridad en aquellas tentaciones que sólo pueden vencerse con un acto de caridad, por ejemplo, en las ten- taciones de odio. Estamos obligados a hacer actos de caridad frecuentemente en nuestra vida (lo que es parte del culto debido a Dios), y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte, cuando nos preparamos para ver a Dios cara a cara. Veamos ahora algunos pecados concretos sobre la caridad, y, en primer lugar, el pecado de odio. El odio, como hemos visto, no es lo mismo que sentir disgusto hacia una persona; que sentir pena cuando abusan de nosotros de la forma que sea. El odio es un espíritu de rencor, de venganza. Odiar es desear mal a otro, es gozarse en la desgracia ajena. La peor clase de odio es, claro está, el odio a Dios: el deseo (ciertamente absurdo) de causarle daño, la disposición para frustrar su voluntad, el gozo diabólico en el pecado por ser un insulto a Dios. Los demonios y los condenados odian a Dios, pero, afortunadamente, no es éste un pecado corriente entre los hombres, ya que es el peor de todos los pecados, aunque, a veces, uno sospeche que ciertos ateos declarados más que no creer en El lo que hacen es odiarle. El odio al prójimo es mucho más corriente. Es desear su daño y gozarse ante cualquier desgracia que caiga sobre él. Si llegáramos a desearle un mal grave, como la enfermedad o falta de trabajo, nuestro pecado sería mortal. Desearle un daño leve, como que pierda el autobús o que su mujer le grite, nuestro pecado sería venial. No es pecado, sin embargo, desear un mal al prójimo para obtener un bien mayor. Podemos rectamente desear que el vecino borracho tenga tal resaca que no vuelva más a beber, que el delincuente sea cogido para que cese de hacer el mal, que el tirano muera para que su pueblo viva en paz. Siempre, por supuesto, que nuestro deseo incluya el bien espiritual y la salvación eterna de esa persona. Otro pecado contra la caridad es la envidia. Consiste en un resentimiento contra la buena fortuna del prójimo, como si ésta fuera una forma de robarnos. Más grave aún es el pecado de escándalo, por el que, con nuestras palabras o nuestro ejemplo, inducimos a otro a pecar o le ponemos en ocasión de pecado, aunque éste no siga necesariamente. Este es un pecado del que los padres, como modelos de sus hijos, deben guardarse especialmente. Finalmente, tenemos el pecado de acidia, un pecado contra el amor sobrenatural que nos debemos a nosotros mismos. La acidia es una pereza espiritual por la que despreciamos los bienes espirituales (como la oración o los sacramentos) por el esfuerzo que comportan. Sacrilegio y superstición No es fácil perder la fe. Si apreciamos y cultivamos el don de la fe que Dios nos ha dado, no caeremos en la apostasía o la herejía. Apreciarlo y cultivarlo significa, entre otras cosas, hacer fre- cuentes actos de fe, que es el agradecido reconocimiento a Dios porque creemos en El y en todo lo que El ha revelado. Deberíamos incluir un acto de fe en nuestras oraciones diarias. Apreciar y cultivar nuestra fe significa además no cesar nunca en formarnos doctrinalmente, de modo que tengamos una mejor comprensión de lo que creemos, y, consecuentemente, prestar atención a pláticas e instrucciones, leer libros y revistas de sana doctrina para incrementar el conocimiento de nuestra fe. Cuando la oportunidad se presente, deberíamos formar parte de algún círculo de estudios sobre temas religiosos. Estimar y cultivar nuestra fe significa, sobre todo, vivirla, es decir, que nuestra vida esté de acuerdo con los principios que profesamos. Un acto de fe se hace mero ruido de palabras sin sentido en la boca del que proclama con su conducta diaria: «No hay Dios; o, si lo hay, me tiene sin cuidado». Y consecuentemente, en su aspecto negativo, apreciar y cultivar nuestra fe exige que evitemos las compañías que constituyan un peligro para ella. No es el anticatólico declarado a quien hay que temer, por agrios que sean sus ataques a la fe. El peligro mayor proviene más bien del descreído culto y refinado, de su condescendencia amable hacia nuestras «ingenuas» creencias, de sus ironías sonrientes. Nos da tanto reparo que la gente nos tome por anticuados, que sus alusiones pueden acobardarnos. El aprecio que tenemos a nuestra fe nos llevará también a alejarnos de la literatura que pueda amenazarla. Por mucho que alaben una obra los críticos, por muy culta que una revista nos parezca, si se oponen a la fe católica, no son para nosotros. Para una conciencia bien formada no es imprescindible un Índice de Libros Prohibidos como guía de sus lecturas. Nuestra con- ciencia nos advertirá y mantendrá alejados de muchas publicaciones aunque los censores ofi- ciales de la Iglesia jamás hayan puesto en ellas los ojos. Algunos que se creen intelectuales pueden resentir estas restricciones que los católicos ponemos en las lecturas. «¿Por qué tenéis miedo?», dicen. «¿Teméis acaso que os hagan ver que estabais equivocados? No tengáis una mente tan estrecha. Hay que ver siempre los dos lados de una cuestión. Si vuestra fe es firme, podéis leerlo todo sin miedo a que os perjudique». A estas objeciones hay que responder, con toda sinceridad, que sí, que tenemos miedo. No es un miedo a que nos demuestren que nuestra fe es errónea, es miedo a nuestra debilidad. El pecado original ha oscurecido nuestra razón y debilitado nuestra voluntad. Vivir nuestra fe implica sacrificio, a veces heroico. A menudo lo que Dios quiere es algo que, humanamente, nosotros no queremos, que nos cuesta. El diablillo del amor propio susurra que la vida sería más agradable si no tuviéramos fe. Sí, con toda sinceridad, tenemos miedo de tropezar con algún escritor de ingenio que hinche nuestro yo hasta el punto en que, como Adán, decidamos ser nuestros dioses. Y sabemos que, tanto si la censura viene de la Iglesia como de nuestra conciencia, no niega la libertad. Rechazar el veneno de la mente no es una limitación, exactamente igual que no lo es rechazar el veneno del estómago. Para probar que nuestro aparato digestivo es bueno no hace falta beberse un vaso de ácido sulfúrico. Si nuestra fe es profunda, viva y cultivada, no hay peligro de que caigamos en otro pecado contra el primer mandamiento que emana de la falta de fe: el pecado de sacrilegio. Es sacrilegio maltratar a personas, lugares o cosas sagradas. En su forma más leve proviene de una falta de reverencia hacia lo que es de Dios. En su máxima gravedad, viene del odio a Dios y a todo lo suyo. Nuestro tiempo ha visto desoladores ejemplos de los peores sacrilegios en la conducta de los comunistas: ganado estabulado en iglesias, religiosos y sacerdotes encarcelados y torturados, la Sagrada Eucaristía pisoteada. Estos ejemplos, de paso diremos, son los tres tipos de sacrilegio que los teólogos distinguen. El mal trato a una persona consagrada a Dios por pertenecer al estado clerical o religioso se llama sacrilegio personal Profanar o envilecer un lugar dedicado al culto divino por la Iglesia es un sacrilegio local (del latín «locus», que significa «lugar»»). El mal uso de cosas consagradas, como los sacramentos, la Biblia, los vasos y ornamentos sagrados, en fin, de todo lo consagrado o bendecido para el culto divino o la devoción religiosa, es un sacrilegio real (del latín «realis», que significa «perteneciente a las cosas»). Si el acto sacrílego fuera plenamente deliberado y en materia grave, como recibir un sacramento indignamente, es pecado mortal. Hacer, por ejemplo, una mala confesión o recibir la Eucaristía en pecado mortal es un sacrilegio de naturaleza grave. Este sacrilegio, sin embargo, es sólo venial si carece de consentimiento o deliberación plenos. Un sacrilegio puede ser también pecado venial por la irreverencia que implica, como sería el caso del laico que, llevado de la curiosidad, coge un cáliz consagrado. Sin embargo, si nuestra fe es sana, el pecado de sacrilegio no nos causará problemas. Para la mayoría de nosotros lo que más nos afecta es mostrar la reverencia debida a los objetos religiosos que usemos corrientemente: guardar el agua bendita en un recipiente limpio y lugar apro- piado; manejar los evangelios con reverencia y tenerlos en sitio de honor en la casa; quemar los escapularios y rosarios rotos, en vez de arrojarlos al cubo de la basura; pasar por alto las debilidades y defectos de los sacerdotes y religiosos que nos desagraden, y hablar de ellos con respeto por ver en ellos su pertenencia a Dios; conducirnos con respeto en la iglesia, especialmente en bodas y bautizos, cuando el aspecto social puede llevarnos a descuidarlo. Esta reverencia es el ropaje exterior de la fe. ¿Llevas un amuleto en el bolsillo? ¿Tratas de tocar madera cuando ocurre algo que «da» mala suerte? ¿Te encuentras incómodo cuando sois trece a la mesa? Si te cruzas con un gato negro en tu camino, ¿andas después con más precauciones que de ordinario? Si puedes responder «no» a estas preguntas y tampoco haces caso a parecidas supersticiones populares, entonces puedes tener la seguridad de ser una persona bien equilibrada, con la fe y la razón en firme control de tus emociones. La superstición es un pecado contra el primer mandamiento porque atribuye a personas o cosas creadas unos poderes que sólo pertenecen a Dios.El honor que debía dirigirse a El se desvía a una de sus criaturas. Por ejemplo, todo lo bueno nos viene de Dios; no de una pata de conejo o una herradura. Y nada malo sucede si Dios no lo permite, y siempre que de algún modo contribuya a nuestro último fin; ni derramar sal, ni romper un espejo, ni un número trece atraerá la mala suerte sobre nuestra cabeza. Dios no duerme ni deja el campo libre al demonio. De igual modo, solamente Dios conoce de modo absoluto el futuro contingente, sin peros ni acasos. Todos somos capaces de predecir acontecimientos por los datos que conocemos. Sabemos a qué hora nos levantaremos mañana (siempre que no olvidemos poner el despertador); sabemos qué haremos el domingo (si no ocurre nada imprevisto); los astrónomos pueden precedir la hora exacta en que saldrá y se pondrá el sol el 15 de febrero de 1987 (si el mundo no acaba antes). Pero sólo Dios puede conocer el futuro con certeza absoluta, tanto en los eventos que dependen de sus decretos eternos como los que proceden de la libre voluntad de los hombres. Por esta razón, creer en adivinos o espiritistas es un pecado contra el primer mandamiento porque es un deshonor a Dios. Los adivinos saben combinar la psicología con la ley de probabilidades y quizá con algo de «cuento», y son capaces de confundir a personas incluso inteligentes. Los mediums espiritistas combinan su anormalidad (histeria autoinducida) con la humana sugestibilidad y, a menudo, con engaño declarado, y pueden preparar escenas capaces de impresionar a muchos que se las dan de ilustrados. La cuestión de si algunos adivinos o mediums están o no en contacto con el diablo no ha sido resuelta satisfactoriamente. El gran ilusionista Houdini se jactaba de que no existe sesión de espiritismo que no fuera capaz de reproducir por medios naturales - trucos -, y así lo probó en muchas ocasiones. Por su naturaleza, la superstición es pecado mortal. Sin embargo, en la práctica, muchos de estos pecados son veniales por carecer de plena deliberación, especialmente en los casos de arraigadas supersticiones populares que tanto abundan en nuestra sociedad materialista: días nefastos y números afortunados, tocar madera y muchos así. Pero, en materia declaradamente grave, es pecado mortal creer en poderes sobrenaturales, adivinos y espiritistas. Incluso sin creer en ellos es pecado consultarles profesionalmente. Aun cuando nos mueva sólo la curiosidad es pecado, porque damos mal ejemplo y cooperamos en su pecado. Decir la buenaventura echando las cartas o leer la palma de la mano en una fiesta, cuando todo el mundo sabe que es juego para divertirse que nadie toma en serio, no es pecado. La consulta a adivinos profesionales es otra cosa bien distinta. A veces nuestros amigos no católicos sospechan que pecamos contra el primer mandamiento por el culto que rendimos a los santos. Esta acusación sería fundada si les diéramos el culto de latría que se debe a Dios, y a Dios sólo. Pero no es así, no estamos tan locos. Incluso el culto que rendimos a María, la Santísima Madre de Dios, un culto que sobrepasa al de los ángeles y santos canonizados, es de naturaleza muy distinta al culto de adoración que damos -y sólo se puede dar a Dios. Cuando rezamos a nuestra Madre y a los santos del cielo (como tenemos que hacer) y pedimos su ayuda, sabemos que lo que hagan por nosotros no lo hacen por su propio poder, como si fueran divinos. Lo que hagan por nosotros es Dios quien lo hace por su intercesión. Si valuamos las ora- ciones de nuestros amigos de la tierra por la seguridad de que nos ayudan, está claro que resulta muy lógico pensar que las oraciones de nuestros amigos del cielo serán más eficaces. Los santos son los amigos selectos de Dios, sus héroes en la lid espiritual. Agrada a Dios que fomentemos su imitación y le gusta mostrar su amor dispensando sus gracias por medio de ellos. Tampoco el honor que mostramos a los santos detrae el honor debido a Dios. Los santos son las obras maestras de la gracia. Cuando los honramos, es a Dios -quien les dio esa perfección- a quien honramos. El mayor honor que puede darse a un artista es alabar la obra de sus manos. Es verdad que honramos las estatuas y pinturas de los santos y veneramos sus reliquias. Pero no adoramos estas representaciones y reliquias, como el profesional maduro que cada mañana coloca flores frescas ante la fotografía de su buena madre no adora ese retrato. Si rezamos ante un crucifijo o la imagen de un santo, es para que nos ayuden a fijar la mente en lo que estamos haciendo. No somos tan estúpidos (así lo espero) como para suponer que una imagen de madera o escayola tenga en sí poder alguno para ayudarnos. Creer eso sería un pecado contra el primer man- damiento que prohíbe fabricar imágenes para adorarlas, cosa que, evidentemente, no hacemos. CAPÍTULO XVII EL SEGUNDO Y TERCERO DE LOS MANDA MIENTOS DE DIOS Su nombre es santo «¿Qué es un nombre? ¿Acaso la rosa, con otro nombre, no tendría la misma fragancia?» Estas co- nocidas palabras del «Romeo y Julieta» de Shakespeare son verdad sólo a medias. Un nombre, sea de persona o de cosa, adquiere en su uso constante, ciertas connotaciones emotivas. El nom- bre se hace algo más que una simple combinación de letras del alfabeto; un nombre viene a ser la representación de la persona que lo lleva. Los sentimientos que despierta la palabra «rosa» son bien distintos de los de la palabra «cebollino». Es suficiente que un enamorado oiga el nombre de su amada, incluso mencionado casualmente por un extraño, para que el pulso se le acelere. Alguien que haya sufrido una gran injuria a manos de una persona llamada Jorge conservará siempre una inconsciente aversión hacia ese nombre. Muchos han matado -y muerto- en defensa de su «buen nombre». Familias enteras se han sentido agraviadas porque alguno de sus miem- bros «manchó» el apellido familiar. En resumen, un nombre es la representación del que lo lleva, y nuestra actitud hacia él refleja la que tenemos hacia la persona. Todo esto es bien sabido, pero recordarlo nos ayudará a comprender por qué es un pecado usar en vano el nombre de Dios, la falta de reverencia o respeto. Si amamos a Dios amaremos su nombre y jamás lo mencionaremos con falta de respeto o reverencia, como interjección de ira, impaciencia o sorpresa; evitaremos todo lo que pueda infamarlo. Este amor al nombre de Dios se extenderá también al de María, su Madre, al de sus amigos, los santos, y a todas las cosas consagradas a Dios, cuyos nombres serán pronunciados con reverencia ponderada. Para que no olvidemos nunca este aspecto de nuestro amor a El, Dios nos ha dado el segundo mandamiento: «No tomarás el nombre de Dios en vano». Hay muchas formas de atentar contra la reverencia debida al nombre de Dios. La más corriente es el simple pecado de falta de respeto: usar su santo nombre para alivio de nuestros sentimientos. «¡No, por Dios!»; «Te aseguro, por Dios, que te acordarás»; «¡La Virgen, qué pelmazo!». Raramente pasa un día sin oír frases como éstas. A veces, sin tener la excusa siquiera de las emo- ciones. Todos conocemos a personas que usan el nombre de Dios con la misma actitud con que mencionarían ajos y cebollas, lo que siempre da testimonio cierto de lo somero de su amor a Dios. En general, esta clase de irreverencia es pecado venial, porque falta la intención deliberada de deshonrar a Dios o despreciar su nombre; si esta intención existiera, se convertiría en pecado mortal, pero, de ordinario, es una forma de hablar debida a ligereza y descuido más que a malicia. Este tipo de irreverencia puede hacerse mortal, sin embargo, si fuera ocasión de escándalo grave: por ejemplo, si con ella un padre quitara a Sus hijos el respeto debido al nombre de Dios. Esta falta de respeto a Dios es lo que mucha gente llama erróneamente «jurar». Jurar es algo bien distinto. Es un error acusarse en confesión de «haber jurado» c uando, en realidad, lo que quiere decirse es haber pronunciado el nombre de Dios sin respeto. Jurar es traer a Dios por testigo de la verdad de lo que se dice o promete. Si exclamo «¡Por Dios!» es una irreverencia; si digo «Te juro por Dios que es verdad» es un juramento. Ya se ve que jurar no es un pecado necesariamente. Al contrario, un reverente juramento es un acto de culto grato a Dios si reúne tres condiciones. La primera condición es que haya razón suficiente. No se puede invocar a Dios como testigo frívolamente. A veces incluso es necesario jurar; por ejemplo, cuando tenemos que declarar como testigos en un juicio o se nos nombra para un cargo público. A veces, también la Iglesia pide juramentos, como en el caso de haberse perdido los registros bautismales, a los padrinos del bautizo. Otras veces no es que haya que hacer un juramento, pero puede servir a un fin bueno - que implique el honor de Dios o el bien del prójimo garantizar la verdad de lo que decimos con un juramento. Jurar sin motivo o necesidad, salpicar nuestra conversación con frases como «Te lo juro por mi salud», «Te lo juro por Dios que es verdad» y otras parecidas, es pecado. Normalmente, si decimos la verdad, ese pecado será venial, porque, como en el caso anterior, es producto de inconsideración y no de malicia. Pero, si lo que decimos es falso y sabemos que lo es, ese pecado es mortal. Esta es la segunda condición para un legítimo juramento: que al hacerlo, digamos la verdad estricta, según la conocemos. Poner a Dios por testigo de una mentira es una deshonra grave que le hacemos. Es el pecado de perjurio, y el perjurio deliberado es siempre pecado mortal. Para que un juramento sea meritorio y un acto agradable a Dios, debe tener un tercer elemento si se trata de lo que llamamos un juramento promisorio. Si nos obligamos a hacer algo bajo juramento, debemos tener la seguridad de que lo que prometemos es bueno, útil y factible. Si alguien jurara, por ejemplo, tomar desquite de una injuria recibida es evidente que tal juramento es malo y es malo cumplirlo. Es obligatorio no cumplirlo. Pero si el juramento promisorio es bueno, entonces debo tener la sincera determinación de hacer lo que he jurado. Pueden surgir circunstancias que anulen la obligación contraída por un juramento. Por ejemplo, si el hijo mayor jura ante su padre gravemente enfermo que cuidará de su hermano pequeño, y el padre se restablece, el juramento se anula (su razón deja de existir); o si ese hermano mayor enferma y pierde todos sus recursos económicos, la obligación cesa (las condiciones en que se hizo el juramento, su posibilidad, ha cesado); o si el hermano menor llega a la mayoría de edad y se mantiene a sí mismo, la obligación cesa (el objeto de la promesa ha cambiado sustancialmente). Otros factores pueden también desligar de la obligación contraída, como la dispensa de aquel a quien se hizo la promesa; descubrir que el objeto del juramento (es decir, la cosa a hacer) es inútil o incluso pecaminosa; la anulación del juramento (o su dispensa) por una autoridad competente, como el confesor. ¿Qué diferencia hay entre juramento y voto? Al jurar ponemos a Dios por testigo de que decimos la verdad según la conocemos. Si juramos una declaración testimonial, es un juramento de aserción. Si lo que juramos es hacer algo para alguien en el futuro, es un juramento promisorio. En ambos casos pedimos a Dios, Señor de la verdad, solamente que sea testigo de nuestra veracidad y de nuestro propósito de fidelidad. No prometemos nada a Dios directamente para El. Pero si lo que hacemos es un voto, prometemos algo a Dios con intención de obligarnos. Promete- mos algo especialmente grato a Dios bajo pena de pecado. En este caso Dios no es mero testigo, es también el recipiendario de lo que prometemos hacer. Un voto puede ser privado o público. Por ejemplo, una persona puede hacer voto de ir al santuario de Fátima como agradecimiento por el restablecimiento de una enfermedad; otra, célibe en el mundo, pude hacer voto de castidad. Pero es necesario subrayar que estos votos privados jamás pueden hacerse con ligereza. Un voto obliga bajo pena de pecado o no es voto en absoluto. Que violarlo sea pecado mortal o venial dependerá de la intención del que lo hace y de la importancia de la materia (uno no puede obligarse a algo sin importancia bajo pena de pecado mortal). Pero aunque ese alguien intente sólo obligarse bajo pena de pecado venial, es una obligación demasiado seria para tomarla alegremente. Nadie debería hacer voto privado alguno sin consultar previa- mente a su confesor. Un voto público es el que se hace ante un representante oficial de la Iglesia, como un obispo o superior religioso, quien lo acepta en nombre de la Iglesia. Los votos públicos más conocidos son los que obligan a una persona a la plena observancia de los Consejos Evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, dentro de una comunidad religiosa. De quien hace estos tres votos públicamente se dice que «entra en religión», que ha abrazado el estado religioso. Y así, una mujer se hace monja o hermana, y un hombre fraile, monje o hermano. Si un religioso recibe, además, el sacramento del Orden, será un religioso sacerdote. Un punto que, a veces, ni los mismos católicos tenemos claro es la distinción entre un hermano y un sacerdote. Hay jóvenes estupendos que sienten el generoso impulso de dedicar su vida al servicio de Dios y de las almas en el estado religioso y que, no obstante, tienen la convicción de no tener vocación al sacerdocio. Estos jóvenes pueden hacer dos cosas. La primera, entrar en alguna de las órdenes o congregaciones religiosas compuestas de hermanos y sacerdotes, como los franciscanos, pasionistas, jesuitas. Harán su novi ciado religioso y los tres votos, pero no estudiarán teología ni recibirán el sacramento del Orden. Dedicarán su vida a la ayuda solícita de los sacer- dotes, quizá como secretarios, cocineros o bibliotecarios. Serán lo que se llama hermanos auxiliares. Todas las órdenes religiosas que conozco tienen apremiante necesidad de estos hermanos; cada uno de ellos libera a un sacerdote para que pueda dedicarse completamente a la labor que sólo un sacerdote puede realizar. También un joven que sienta la llamada a la vida religiosa, pero no al sacerdocio, podrá solicitar la admisión en algunas congregaciones compuestas enteramente de hermanos, como la de las Escuelas Cristianas, los javerianos, etc. Estas congregaciones de religiosos se consagran a llevar escuelas, hospitales, asilos y otras instituciones dedicadas a obras de misericordia. Sus miembros hacen el noviciado religioso, profesan los tres votos de pobreza, castidad y obediencia; pero no van a un seminario teológico ni reciben el sacramento del Orden. Son hermanos, no sacerdotes, y su número jamás será excesivo porque jamás habrá exceso de brazos en las labores a que se consagran. Otra distinción que confunde a la gente en ocasiones es la que existe entre los sacerdotes religiosos y los seculares. No hay que decir que, por supuesto, esta distinción no quiere decir que unos son religiosos y los otros irreligiosos. Significa que los sacerdotes religiosos, además de sentir una llamada a la vida religiosa, han sentido la vocación al sacerdocio. Entraron en una orden religiosa como los benedictinos, dominicos o redentoristas; hicieron el noviciado religioso y pronunciaron los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Luego de haberse hecho religiosos, estudiaron teología y recibieron el sacramento del Orden. Se les llama religiosos sacerdotes porque abrazaron el estado religioso y viven como miembros de una orden de religiosos. Hay jóvenes que se sienten llamados por Dios al sacerdocio, pero no a una vida en religión, como miembros de una orden de religiosos. Un joven así manifiesta sus deseos al obispo de la diócesis, y, si posee las condiciones necesarias, el obispo lo enví a al seminario diocesano, primero al menor, donde cursará la enseñanza media, y, luego, al mayor, en que estudiará teología. A su tiempo, si persevera y es idóneo, recibirá su ordenación, se hará sacerdote, y será un sacerdote secular (secular deriva de la palabra latina «saeculum», que significa «mundo»), porque no vivirá en una comunidad religiosa, sino en el mundo, entre la gente a la que sirve. También se le llama sacerdote diocesano porque pertenece a una diócesis, no a una orden de religiosos. Su «jefe» es el obispo de la diócesis, no el superior de una comunidad religiosa. Al ser ordenado promete obediencia al obispo, y, normalmente, mientras viva su activi dad se desarrollará dentro de los límites de su diócesis. Hace un solo voto, el de castidad perpetua, que toma al ordenarse de subdiácono, el primer paso importante hacia el altar. Bendecid y no maldigáis «Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis», dice San Pablo en su epístola a los Romanos (12,14). Maldecir significa desear mal a una persona, lugar o cosa. Una maldición frecuente en boca de los que tienen poco respeto al nombre de Dios es «Dios te maldiga», que es igual que decir «Dios te envíe al infierno». Es evidente que una maldición de este estilo sería pecado mortal si se profiriera en serio. Pedir a Dios que condene a un alma que El ha creado y por la que Cristo ha muerto es acto grave de des honra a Dios, a nuestro Padre infinitamente mise- ricordioso. Es también un pecado grave contra la caridad que nos obliga a desear y pedir la salvación de todas las almas, no su condenación eterna. Normalmente, una maldición así surge de la ira, impaciencia u odio y no a sangre fría; quien la dice no la dice en serio. Si no fuera así, sería pecado mortal, aunque también hubiera ira. Al considerar los abusos al nombre de Dios, conviene tener esto presente: que, más que las palabras dichas, el pecado real es el odio, la ira o la impaciencia. Al confesarnos es más correcto decir: «Me enfadé, y llevado del enfado, maldije a otro» o «Por enfado fui irreverente con el nombre de Dios» que, simplemente, confesarnos de haber maldecido o blasfemado. Además de los ejemplos mencionados hay, por supuesto, otras maneras de maldecir. Cada vez que deseo mal a otro, soy culpable de maldecir. «Así te mueras y me dejes en paz», «¡Ojalá se rompa la cabeza!», «Que se vayan al diablo él y todos los suyos». En estas o parecidas frases (ordinariamente proferidas sin deliberación) se falta a la caridad y al honor de Dios. El principio general es que si el daño que deseamos a otro es grave, y lo deseamos en serio, el pecado es mortal. Si desearnos un mal pequeño («Me gustaría que le abollaran el coche y le bajaran los humos», «Tanto presumir de peluquería, ¡ojalá le coja un buen chaparrón!»), el pecado sería venial. Y, como ya se ha dicho, un mal grave deseado a alguien es sólo pecado venial cuando falte la consideración debida. Si recordamos que Dios ama a todo lo que ha salido de sus manos, comprenderemos que sea una deshonra a Dios maldecir a cualquiera de sus criaturas, aunque no sean seres humanos. Sin embargo, los animales y cosas inanimadas tienen un valor incomparablemente inferior, pues carecen de alma inmortal. Y así, el aficionado a las carreras que exclama «¡Ojalá se mate ese caballo!», o el fontanero casero que maldice a la cisterna que no consigue arreglar, con un «¡el diablo te lleve! », no cometen necesariamente un pecado. Pero es útil recordar aquí a los padres la importancia de formar rectamente las conciencias de sus hijos en esta materia de la mala lengua como en otras. No todo lo que llamamos palabrotas es un pecado, y no debe decirse a los niños que es pecado lo que no lo es. Por ejemplo, las palabras como «diablos» o «maldito» no son en sí palabras pecaminosas. El hombre que exclama «Me olvidé de echar al correo la maldita carta», o la mujer que dice «¡Maldita sea!, otra taza rota» utilizan un lenguaje que algunos reputarán de poco elegante, pero, desde luego, no es lenguaje pecaminoso. Y esto se aplica también a aquellas palabras vulgarmente llamadas «tacos» de tan frecuente uso en algunos ambientes, que describen partes y procesos corporales. Estas palabras serán soeces, pero no son pecado. Cuando el niño viene de jugar con un «taco» recién aprendido en los labios, sus padres cometen un gran error si se muestran gravemente escandalizados y le dicen muy serios: «Esa palabra es un gran pecado, y Jesús no te querrá si la dices». Decirle eso a un niño es enseñarle una idea distor- sionada de Dios y enredar el criterio de su conciencia quizá permanentemente. El pecado es un mal demasiado grave y terrible como para utilizarlo como «coco» en la enseñanza de urbanidad a los niños. Es suficiente decirle sin alterarse: «Juanito, ésa es una palabra muy fea; no es pecado, pero los niños bien educados no la dicen. Mamá estará muy contenta si no te la oye más». Esto será sufi- ciente para casi todos los niños. Pero si no se enmienda y la sigue usando, convendrá explicarle entonces que hay allí un pecado de desobediencia. Pero, en la educación moral de los hijos, hay que mantenerse siempre en la verdad. En la blasfemia hay distintos grados. A veces es la reacción impremeditada de contrariedad, dolor o impaciencia ante una contradicción: «Si Dios es bueno, ¿cómo permite que esto ocurra?», «Si Dios me amara no me dejaría sufrir tanto». Otras veces se blasfema por frivolidad: «Ese es más listo que Dios», «Si Dios le lleva al cielo es que no sabe lo que se hace». Pero también puede ser claramente antirreligiosa e, incluso, proceder del odio a Dios: «Los Evangelios son un cuento de hadas», «La Misa es un camelo» y llegar a afirmar: «Dios es un mito, una fábula». En este último tipo de blas femias hay, además, un pecado de herejía o infidelidad. Cada vez que una expresión blasfema implica negación de una determinada verdad de fe como, por ejemplo, la virginidad de María o el poder de la oración, además del pecado de blasfemia hay un pecado de herejía. (Una negación de la fe, en general, es un pecado grave de infidelidad.) Por su naturaleza, la blasfemia es siempre pecado mortal, porque siempre lleva implícita una grave deshonra a Dios. Solamente cuando carece de suficiente premeditación o consentimiento es venial, como sería el caso de proferirla bajo un dolor o angustia grandes. Con el pecado de blasfemia redondeamos el catálogo de las ofensas al segundo mandamiento: pronunciar sin respeto el nombre de Dios, jurar innecesaria o falsamente, hacer votos frívolamente o quebrantarlos, maldecir y blasfemar. Al estudiar los mandamientos es preciso ver su lado negativo para adquirir una conciencia rectamente formada. Sin embargo, en este mandamiento, como en todos, abstenerse de pecado es sólo la mitad del cuadro. No podemos limitarnos a evitar lo que desagrada a Dios, también debemos hacer lo que le agrada. De otro modo, nuestra religión sería como un hombre sin pierna ni brazo derechos. Así, en el lado positivo, debemos honrar el nombre de Dios siempre que tengamos que hacer un juramento necesario. En esta condición, un juramento es un acto de culto agradable a Dios y meritorio. Y lo mismo ocurre con los votos; aquella persona que se obliga con un voto prudente bajo pena de pecado a hacer algo grato a Dios, obra un acto de culto divino que le es agradable, un acto de la virtud de la religión. Y cada acto derivado de ese voto es también un acto de religión. Las ocasiones de honrar el nombre de Dios no se limitan evidentemente a juramentos y votos. Existe, por ejemplo, la laudable costumbre de hacer una discreta reverencia cada vez que pronunciamos u oímos pronunciar el nombre de Jesús. O el excelente hábito de hacer un acto de reparación cada vez que se falte al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús en nuestra presencia, diciendo interiormente «Bendito sea Dios», o «Bendito sea el nombre de Jesús». Hay también el acto público de reparación que hacemos siempre que nos unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo o después de la Misa. Se honra públicamente el nombre de Dios en procesiones, peregrinaciones y otras reuniones de gente organizadas en ocasiones especiales. Son testimonios públicos de cuya participación no deberíamos retraernos. Cuando la divinidad de Cristo o la gloria de su Madre es la razón primordial de tales manifestaciones públicas, nuestra activa participación honra a Dios y a su santo nombre, y El la bendice. Pero, lo esencial es que, si amamos a Dios de veras, amaremos su nombre y, en consecuencia, lo pronunciaremos siempre con amor, reverencia y respeto. Si tuviéramos el desgraciado hábito de usarlo profanamente, pediremos a Dios ese amor que nos falta y que hará el uso irreverente de su nombre amargo como la quinina en nuestros labios. Nuestra reverencia al nombre de Dios nos llevará además a encontrar un gueto especial en esas oraciones esencialmente de alabanza, como el «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo» que debiéramos decir con mucha frecuencia, el «Gloria» y el «Sanctus» de la Misa. A veces tendríamos que sentirnos movidos a utilizar el Libro de los Salmos para nuestra oración, esos bellos himnos en que David canta una y otra vez sus alabanzas a Dios, como el Salmo 112, que comienza: «¡Aleluya! Alabad, siervos del Señor, alabad el nombre del Señor. Sea bendito el nombre del Señor, desde ahora y por siempre. Desde el levante del sol hasta su ocaso sea ensalzado el nombre del Señor.» ¿Por qué ir a Misa los domingos? Una canción muy popular en la I Guerra Mundial decía en su estribillo: «¡Oh, qué agradable levantarse en la mañana!, pero da aún más gusto quedarse en la cama» o algo parecido. Raro es el católico que no ha- experimentado en alguna ocasión sentimientos parecidos, mientras se arropa entre las sábanas un domingo por la mañana, y que, al dejar la cama en obediencia al tercer mandamiento de Dios: «Mantendrás santo el día del Señor», no lo haga con la sensación de realizar una proeza. Que haya un día del Señor es una consecuencia lógica de la ley natural (es decir, de la obligación de actuar de acuerdo con nuestra naturaleza de criaturas de Dios), que exige que reconozcamos nuestra absoluta dependencia de Dios y agradezcamos su bondad con nosotros. Sabemos que, en la práctica, es imposible para el hombre medio mantenerse en constante actitud de adoración, y es por ello natural que se determine el tiempo o tiempos de cumplir este deber absolutamente necesario. De acuerdo con esta necesidad se ha señalado un día de cada siete para que todos los nombres, en todos los lugares, rindan a Dios ese homenaje consciente y deliberado que le pertenece por derecho. Sabemos que en tiempos del Antiguo Testamento este día del Señor era el séptimo de la semana, el «Sábat». Dios así lo ordenó a Moisés en el Monte Sinaí: «Mantendrás santo el día del Señor» (Éxodo 20,8). Sin embargo, al establecer Cristo la Nueva Alianza, la vieja Ley Litúrgica caducó. La Iglesia primitiva determinó que el día del Señor sería el primero de la semana, nuestro domingo. Que la Iglesia tenga derecho a establecer esta ley es evidente por muchos pasajes del Evangelio en que Jesús le confiere el poder de dictar leyes en su nombre. Por ejemplo, «El que a vosotros oye, a Mí me oye» (Lc 10,16) o «Cuanto atares en la tierra, será atado en los cielos» (Mt 16,19). La razón de este cambio del día del Señor de sábado a domingo estriba en que para la Iglesia el día primero de la semana es doblemente santo. Es el día en que Jesús venció el pecado y la muerte y nos aseguró la gloria futura. Es, además, el día que Jesús eligió para enviarnos el Espíritu Santo, el nacimiento de la Iglesia. Es también muy probable que la Iglesia cambiara el día del Sábado por una razón psicológica: resaltar que el culto de los hebreos del Viejo Testamento, preparación para el advenimiento del Mesías, había caducado. La religión cristiana no iba a ser una mera «revi sión» del culto de la sinagoga; la religión cristiana era el plan definitivo de Dios para la salvación del mundo, y el telón final cayó sobre el «Sábat». Los cristianos no serían una «secta» más de los judíos: serían un pueblo nuevo con una Ley nueva y un nuevo sacrificio. En el Nuevo Testamento no se dice nada del cambio del día del Señor de sábado a domingo. Lo conocemos exclusivamente por la tradición de la Iglesia, por el hecho de habérsenos transmitido desde los tiempos primitivos por la viva voz de la Iglesia. Por esta razón encontramos muy poca ló- gica en la actitud de muchos no católicos que afirman no aceptar nada que no esté en la Biblia, y, sin embargo, siguen manteniendo el domingo como día del Señor, basados en la tradición de la Iglesia Católica. «Mantendrás santo el día del Señor.» «Sí», decimos, «pero, ¿cómo?». En su función legisladora divinamente instituida, la Iglesia responde a nuestra pregunta diciendo que, sobre todo, santificaremos el día del Señor asistiendo al santo Sacrificio de la Misa. La Misa es el acto de culto perfecto que nos dio Jesús para que, con El, pudiéramos ofrecer a Dios el adecuado honor. En sentido religioso, un sacrificio es la ofrenda a Dios que, de algún modo, se destruye, ofrecida en beneficio de un grupo por alguien que tiene derecho a representarlo. Desde el comienzo de la humanidad y entre todos los pueblos, el sacrificio ha sido la manera natural del hombre de dar culto a Dios. El grupo puede ser una familia, una tribu, una nación. El sacerdote puede ser el padre, el patriarca o el rey; o, como señaló Dios a los hebreos, los descendientes de Aarón. La víctima (el don ofrecido) puede ser pan, vino, granos, frutos o animales. Pero todos estos sacrificios tienen un gran defecto: ninguno es digno de Dios, en primer lugar, porque El mismo lo ha hecho todo. Pero, con el Sacrificio de la Misa, Jesús nos ha dado una ofrenda realmente digna de Dios, un don perfecto de valor adecuado a Dios: el don del mismo Hijo de Dios, coigual al Padre. Jesús, el Gran Sacerdote, se ofreció a Sí mismo como Víctima en el Calvario, de una vez para siempre, al ser ajusticiado por sus verdugos. Sin embargo, tú y yo no podíamos estar allí, al pie de la cruz, para unirnos con Jesús en su ofrenda a Dios. Por esta razón, Jesús nos ha proporcionado el santo Sacri- ficio de la Misa, en el que el pan y el vino se truecan en su propio cuerpo y sangre, separados al morir en el Calvario, y por el que renueva incesantemente el don de Sí mismo al Padre, proporcionándonos la manera de unirnos con El en su ofrecimiento, dándonos la oportunidad de formar parte de la Víctima que se ofrece. En verdad, no puede haber modo mejor de santificar el día del Señor y de santificar los otros seis días de la semana. Nuestro tiempo, igual que nosotros mismos, pertenece a Dios. Pero Dios y su Iglesia son muy generosos con nosotros. Nos dan seis días de cada siete para nuestro uso, un total de 144 horas en |
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