¡Dios te salve María!
|
![]() |
|||||
que trabajar, recrearnos y dormir. La Iglesia es muy generosa incluso con el día que reserva para Dios. De lo que es pertenencia absoluta de Dios nos pide solamente una hora (y ni siquiera completa): la que se requiere para asistir al santo Sacrificio de la Misa. Las otras 23 Dios nos las retorna para nuestro uso y recreación. Dios agradece que destinemos más tiempo exclusivamente a El o a su servicio, pero la sola estricta obligación en materia de culto es asistir a la santa Misa los domingos y fiestas de guardar. En la práctica, tenemos, pues, obligación de reservar a Dios como algo suyo una hora de las 168 que nos da cada semana. Si tenemos esto en cuenta, comprenderemos la razón de que omitir la Misa dominical delibera- damente sea pecado mortal. Veremos la radical ingratitud que existe en la actitud de aquella per- sona «tan ocupada» o «tan cansada» para ir a Misa, para dedicar a Dios esa única hora que El nos pide; esa persona que, no satisfecha con las ciento sesenta y siete horas que ya tiene, roba a Dios los sesenta minutos que El se ha reservado para Sí. Se ve claramente la falta total de amor, más aún, de un mínimo de decencia, que muestra aquel que ni siquiera tiene la generosidad de dar una hora de su semana para unirse a Cristo y adorar adecuadamente a la Santísima Trinidad de Dios, agradecerle sus beneficios en la semana transcurrida y pedir su ayuda para la semana que comienza. No sólo tenemos obligación de asistir a Misa, sino que debemos asistir a una Misa entera. Si omitiéramos una parte esencial de la Misa -la Consagración o la Comunión del celebrante sería casi equivalente a omitir la Misa del todo, y el pecado sería mortal si nuestro fallo hubiera sido deliberado. Omitir una parte menor de la Misa -llegar, por ejemplo, a la Epístola o salir antes de la última bendición- sería pecado venial. Es algo que debemos recordar si tenemos tendencia a remolonear en vestirnos para la Misa o a salir antes de tiempo para evitar «embotellamientos». La Misa es nuestra ofrenda semanal a Dios, y a Dios no puede ofrecerse algo incompleto o defectuoso. Jamás se nos ocurrirá dar como regalo de boda unos cubiertos manchados o una mantelería ajada. Y con Dios debemos tener, por lo menos, un respeto igual. Para cumplir esta obligación tenemos que estar físicamente presentes en Misa para formar parte de la congregación. No se puede satisfacer este deber siguiendo la Misa por televisión o desde la acera opuesta a la iglesia cuando ésta está tan llena que haya que abrir las puertas. A veces, en algunos lugares, puede ocurrir que la iglesia esté tan repleta que los fieles la rebosen y se congreguen en la acera, ante la puerta. En este caso, asistimos a Misa porque formamos parte de la asamblea, estamos físicamente presentes y tan cerca como nos es posible. No sólo debemos estar presentes físicamente, también debemos estar presentes mentalmente. Es decir, debemos tener intención -al menos implícita- de asistir a Misa, y cierta idea de lo que se está celebrando. Uno que, deliberadamente, se disponga a sestear en la Misa o que ni siquiera esté atento a las _partes principales cometería un pecado mortal. Las distracciones menores o las faltas de atención, si fueran deliberadas, cons tituyen un pecado venial. Las distracciones involuntarias no son pecado. Sin embargo, nuestro amor a Dios alzará el nivel de aprecio de la Misa por encima de lo que es pecado. Nos llevará a estar en nuestro sitio antes de que comience y a permanecer en él hasta que el sacerdote se haya retirado. Hará que nos unamos con Cristo víctima y que sigamos atentamente las oraciones de la Misa. Nuestras omisiones se deberán solamente a una razón grave: la enfermedad, tanto propia como de alguien a quien debamos cuidar; a excesiva distancia o falta de medios de locomoción, a una situación im- prevista y urgente que tengamos que afrontar. El tercer mandamiento, además de la obligación de asistir a Misa, nos exige que nos abstengamos de trabajos serviles innecesarios en domingo. Un trabajo servil es aquel que requiere el ejercicio del cuerpo más que el de la mente. La Iglesia ha hecho del domingo un día de descanso en primer lugar, para preservar la santidad del domingo y dar a los hombres tiempo para dar culto a Dios y la oración. Pero también porque nadie conoce mejor que ella las limitaciones de sus hijos, criaturas de Dios; su necesidad de recreo que les alivie de la monotonía cotidiana, de un tiempo para poder gozar de ese mundo que Dios nos ha dado, lleno de belleza, conocimiento, compañerismo y actividad creadora. Ocuparse en trabajos serviles los domingos puede ser pecado mortal o venial, según que el tiempo que dediquemos sea corto o considerable. Trabajar innecesariamente tres o cuatro horas sería pecado mortal. Para determinar si un trabajo concreto es permisible en domingo, debemos preguntarnos dos cosas: ¿es este trabajo más mental que físico, como escribir a máquina, dibujar, bordar? Luego, si fuera más físico que mental, ¿es este trabajo realment e necesario, algo que no pudo hacerse el sábado y que no puede posponerse al lunes, como alimentar al ganado, hacer las camas o lavar los platos? Para contestar a estas preguntas no hace falta ser un perito en leyes, basta con ser sincero; y, si la respuesta es afirmativa a las dos preguntas, entonces ese trabajo es permisible en domingo. CAPÍTULO XVIII LOS MANDAMIENTOS CUARTO Y QUINTO DE DIOS Padres, hijos y ciudadanos Tanto los padres como los hijos tienen necesidad de examinar regularmente su fidelidad al cuarto mandamiento de Dios. En él, Dios se dirige explícitamente a los hijos: Honrarás a tu padre y a tu madre, mandándoles amar y respetar a sus padres, obedecerles en todo lo que no sea una ofensa a Dios y atenderlos en sus necesidades. Pero, mientras se dirige a ellos, mira a los padres por encima del hombro de los hijos, mandándoles implícitamente que sean dignos del amor y respeto que pide de los hijos. Las obligaciones que establece el cuarto mandamiento, tanto las de los padres como de los hijos, derivan del hecho de que toda autoridad viene de Dios. Sea ésta la del padre, una potestad civil o un superior religioso, en último extremo, su autoridad es la autoridad de Dios, que El se digna compartir con ellos. La obediencia que dentro de los límites de su recta capacidad se les debe, es obediencia a Dios, y así debe ser considerada. De ahí se sigue que los constituidos en autoridad tienen, como agentes y delegados de Dios, obligación grave de ser leales a la confianza que en ellos ha depositado. Especialmente para los padres debe ser un acicate considerar que un día tendrán que rendir cuentas a Dios del alma de sus hijos. Este es un punto que hay que recordar a la madre falta de dinero que decide trabajar fuera del hogar; al padre ambicioso que descarga en su familia la tensión nerviosa acumulada durante la jornada. Es un punto que hay que recordar a los padres que abandonan a sus hijos al cuidado del servicio por sus ocupaciones o distracciones; a los padres que reúnen en casa a amigos bebedores y de lengua suelta; a los padres que disputan a menudo delante de sus hijos. De hecho, es un punto a recordar a todo padre que olvida que el negocio más importante de su vida es criar a sus hijos en un hogar lleno de cariño, alegría y paz, centrado en Cristo. ¿Cuáles son en detalle los principales deberes de los padres hacia sus hijos? En primer lugar, claro está, los cuidados materiales: alimento, vestido, cobijo y atención médica si se necesitara. Luego, el deber de educarlos para hacer de ellos buenos ciudadanos: útiles, suficientes económicamente, bien educados y patriotas inteligentes. Después, tienen el deber de procurar los medios para el desarrollo de su intelecto en la medida que los talentos de los hijos y la situación económica de los padres lo permita. Y como no puede haber desarrollo intelectual completo sin un conocimiento adecuado (y creciente, según la edad) de las verdades de la fe, tienen el deber de enviarlos a centros de enseñanza donde se imparta buena educación religios a. Es éste un deber -no se olvide- que obliga en conciencia. Y con esto pasamos de las necesidades naturales de los hijos -materiales, cívicas e intelec- tuales- a sus necesidades espirituales y sobrenaturales. Es evidente que, como el fin de los hijos es alcanzar la vida eterna, éste es el más importante de los deberes paternos. Y así, en primer lugar, tienen obligación de bautizarlos lo antes posible después de su nacimiento, normalmente en las dos semanas siguientes o un mes a lo sumo. Luego, cuando la mente infantil comienza a abrirse, surge el deber de hablarle de Dios, especialmente de su bondad y providencia amorosa y de la obediencia que le debemos. Y, en cuanto comienza a hablar, hay que enseñarles a rezar, mucho antes de que tengan edad de ir a la escuela. Si por desgracia no hubiera posibilidad de enviarlos a una escuela en que se dé buena formación religiosa, debe procurarse que vayan regularmente a clases de catecismo, y lo que el niño aprenda en esas instrucciones se multiplicará por el ejemplo que vea en casa. Especialmente en este punto los padres pueden hacer su más fruc tífera labor, porque un niño asimila mucho más lo que ve que lo que se le dice. Es ésta la razón que hace que la mejor escuela católica no pueda suplir el daño que causa un hogar laxo. Conforme el niño crezca, los padres mantendrán una actitud alerta hacia los compañeros de sus hijos, sus lecturas y diversiones, pero sin interferir inoportunamente, aconsejándole o adoptando una firme actitud negativa si aquellos fueran objecionables. El niño aprenderá a amar la Misa dominical y a frecuentar la confesión y comunión no porque se le «mande», sino porque acompañará a sus padres espontánea y orgullosamente en el cumplimiento de estas normas de piedad. Todo esto suma una larga lista de deberes, pero, afortunadamente, Dios da a los buenos esposos la sabiduría que necesitan para cumplirlos. Y, aunque parezca un contrasentido, ser buenos padres no comienza con los hijos, sino con el amor mutuo y verdadero que se tienen entre sí. Los psicólogos afirman que los esposos que dependen de los hijos para satisfacer su necesidad de cariño, rara vez consiguen una adecuada relación de afecto con ellos. Cuando los esposos no se quieren lo suficiente es muy posible que su amor de padres sea ese amor posesivo y celoso que busca la propia satisfacción más que el ver- dadero bien del hijo. Y amores así hacen a los hijos egoístas y mimados. Pero los padres que se aman el uno al otro en Dios, y a los hijos como dones de Dios, pueden quedarse tranquilos: tienen todo lo que necesitan, aunque jamás hayan leído un solo libro de psicología infantil (y aunque leer tales libros, si son buenos, sea seguramente algo aconsejable). Podrán cometer muchos errores, pero no causarán a los hijos daño permanente, porque, en un hogar así, el hijo se siente amado, querido, seguro; crecerá ecuánime de carácter y recio de espíritu. Todos sin excepción tenemos obligaciones con nuestros padres. Si han fallecido, nuestros deberes son sencillos: recordarlos en nuestras oraciones y en la Misa, y, periódicamente, ofrecer alguna Misa por el descanso de su alma. Si aún viven, estos deberes dependerán de nuestra edad y situación y -de la suya. Quizás sería más apropiado decir que la manera de cumplir estas obligaciones varía con la edad y situación, pero lo que es cierto es que el deber esencial de amar y respetar a los padres obliga a todos, aun a los hijos casados y con una familia propia que atender. Esta deuda de amor -siendo una madre y un padre como son- no es de ordinario una obligación dura de cumplir. Pero, incluso en aquellos casos en que no sea fácil quererles a nivel humano, es un deber que obliga, aunque el padre sea brutal o la madre haya abandonado el hogar, por ejemplo. Los hijos deben amarlos con es e amor sobrenatural que Cristo nos manda tener también a los que sea difícil amar naturalmente, incluso a los enemigos. Debemos desear su bienestar y su salvación eterna, y rezar por ellos. Sea cual sea el daño que nos hayan causado, debemos estar prontos a extender nuestra mano en su ayuda, siempre y cuando podamos. Con el progresivo aumento de la esperanza de vida, los hijos casados se encuentran cada vez más frente al problema de los padres ancianos y dependientes. ¿Qué pide el amor filial en estas circunstancias? ¿Es un deber estricto tenerlos en casa, aunque esté llena de niños y la esposa tenga ya más trabajo del que puede realizar? No es ésta una cuestión que pueda resolverse con un simple sí o no. Nunca hay dos casos iguales, y el hijo o la hija a quienes se presente tal dilema deberían aconsejarse con su director espiritual o con un católico de recto criterio. Pero debemos hacer notar que a lo largo de toda la historia del hombre se observa que Dios bendice, con una bendición especial, a los hijos e hijas que prueban su amor filial y desinteresado con la abnegación. La obligación de los hijos de mantener a sus padres indigentes o imposibilitados está muy clara: obliga en conciencia. Pero que ese deber deba cumplirse en el hogar de los hijos o en una casa de ancianos u otra institución, dependerá de las circunstancias personales. Ahora bien, lo que realmente cuenta es la sinceridad del amor con que se tome la decisión. El respeto que debemos a nuestros padres se hace espontáneamente amor en un verdadero hogar cristiano: los tratamos con reverencia, procuramos satisfacer sus deseos, aceptar sus correcciones sin insolencia, y buscamos su consejo en decisiones importantes, como elección de estado de vida o la idoneidad de un posible matrimonio. En asuntos que conciernen a los derechos naturales de los hijos, los padres pueden aconsejar, pero no mandar. Por ejemplo, los padres no pueden obligar a un hijo que se case si prefiere quedar soltero; tampoco pueden obligarle a casarse con determinada persona, ni prohibir que se haga sacerdote o abrace la vida religiosa. En cuanto al deber de respetar a los padres, el período más difícil en la vida de un hijo es la adolescencia. Son los años del «estirón», cuando un muchacho se encuentra dividido entre su necesidad de depender de los padres y el naciente impulso hacia la independencia. Los padres prudentes deben temperar su firmeza con la comprensión y la paciencia. No hay que mencionar siquiera que odiar a los padres, golpearlos, amenazarlos, insultarlos o ridiculizarlos seriamente, maldecirlos o rehusar nuestra ayuda si estuvieran en grave necesidad, o hacer cualquiera otra cosa que les cause gran dolor o ira, es pecado mortal. Estas cosas lo son ya si se hacen a un extraño; así que hechas a los padres es un pecado de doble malicia. Pero, en general, la desobediencia de un hijo es pecado venial (o, quizá, ni siquiera pecado), a no ser que su materia sea grave, como evitar malas compañías, o que la desobediencia se deba a desprecio por la autoridad paterna. La mayor parte de las desobediencias filiales se deben a olvido, descuido o indelicadeza, y, por tanto, carecen de la advertencia y deliberación necesarias en un pecado, o, por lo menos, en un pecado grave. No se puede terminar un estudio del cuarto mandamiento sin mencionar la obligación que impone de amar a nuestra patria (nuestra familia a mayor escala); de interesarnos sinceramente en su prosperidad, de respetar y obedecer a sus autoridades legítimas. Quizá haya que subrayar aquí la palabra «legítimas», porque los ciudadanos tienen, claro está, el derecho de defenderse de la tiranía (como en los países comunistas) cuando ésta amenaza los fundamentales derechos humanos. Ningún Gobierno puede interferirse con sus leyes en el derecho del individuo (o de la familia) de amar y dar culto a Dios, de recibir la instrucción y los servicios de la Iglesia. Un Gobierno -lo mismo que un padre- no tiene derecho a mandar lo que Dios prohibe o a prohibir lo que Dios ordena. Pero, exceptuando estos casos, un buen católico será necesariamente un buen ciudadano. Sabedorque la recta razón exige que trabaje por el bien de su nación, ejercitará ejemplarmente todos sus deberes cívicos; obedecerá las leyes de su país y pagará sus impuestos como justa contribución a los gastos de un buen Gobierno; defenderá a su patria en caso de guerra justa (igual que defendería a su propia familia si fuera atacada injustamente), con el servicio de las armas si a ello fuera llamado, estimando justa la causa de su nación a no ser que hubiera evidencia adecuada e indiscutible de lo contrario. Y hará todo esto no solamente por motivos de patriotismo natural, sino porque su conciencia de católico le dice que el respeto y obediencia a la legítima autoridad de su Gobierno es servicio prestado a Dios, de quien toda autoridad procede. La vida es de Dios Sólo Dios da la vida; sólo Dios puede tomarla. Cada alma es individual y personalmente creada por Dios y sólo Dios tiene derecho a decidir cuándo su tiempo de estancia en la tierra ha terminado. El quinto mandamiento, «no matarás», se refiere exclusivamente al alma humana. Los animales han sido dados por Dios al hombre para su uso y convivencia. No es pecado matar animales por causa justificada, como eliminar plagas, proveer alimentos o la experimentación científica. Sería injusto herir o matar a animales sin razón, pero si hubiera pecado, éste se debería al abuso de los dones de Dios. No iría contra el quinto mandamiento. El hecho de que la vida humana pertenece a Dios es tan evidente que la gravedad del homicidio -de tomar injustamente la vida a otro está reconocido universalmente por la sola ley de la razón entre los hombres de buena voluntad. La gravedad del pecado de suicidio -de quitarse la vida deliberadamente- es igualmente evidente. Y como el suicida muere en el acto mismo de cometer un pecado mortal, no puede recibir cristiana sepultura. En la práctica resulta muy raro que un católico se quite la vida en pleno uso de sus facultades mentales; y, cuando hay indicios de que el suicidio pudiera ser debido a enajenación mental, incluso temporal, jamás se rehúsa la sepultura cristiana al suicida. ¿Es alguna vez lícito matar a otro? Sí, en defensa propia. Si un agresor injusto amenaza mi vida o la de un tercero, y matarle es el único modo de detenerle, puedo hacerlo. De hecho, es permisible matar también cuando el criminal amenaza tomar o destruir bienes en gran valor y no hay otra forma de pararle. De ahí se sigue que los guardianes de la ley no violan el quinto mandamiento cuando, no pudiendo disuadir al delincuente de otra manera, le quitan la vida. Un duelo, sin embargo, no puede calificarse como defensa propia. El duelo es un combate preestablecido entre dos personas con armas letales, normalmente en defensa -real o imaginaria- del «honor». El duelo fue un pecado muy común en Europa y más raro en América. En su esfuerzo por erradicar este mal, la Iglesia excomulga a todos los que participan en un duelo,. no sólo a los contendientes, también a los padrinos, testigos y espectadores voluntarios que no hagan todo lo que puedan para evitarlo. Debe tenerse en cuenta que el principio de defensa propia sólo se aplica cuando se es víctima de una agresión injusta. Nunca es lícito tomar la vida de un inocente para salvar la propia. Si naufrago con otro y sólo hay alimentos para una persona, no puedo matarlo para salvar mi vida. Tampoco puede matarse directamente al niño gestante para salvar la vida de la madre. El niño aún no nacido no es agresor injusto de la madre, y tiene derecho a vivir todo el tiempo que Dios le conceda. Destruir directa y deliberadamente su vida es un pecado de suma gravedad; es un asesinato y tiene, además, la malicia añadida del envío a la eternidad de un alma sin oportunidad de bautismo. Este es otro de los pecados que la Iglesia trata de contener imponiendo la excomunión a todos los que toman parte en él voluntariamente: no sólo a la madre, también al padre que consienta y a los médicos o enfermeras que lo realicen. El principio de defensa propia se extiende a las naciones tanto como a los individuos. En conse- cuencia, el soldado que combate por su país en una guerra justa no peca si mata. Una guerra es justa: a) si se hace necesaria para que una nación defienda sus derechos en materia grave; b) si se recurre a ella en último extremo, una vez agotados todos los demás medios de dirimir la disputa; c) si se lleva a cabo según los dictados de las leyes natural e internacional, y d) si se suspende tan pronto como la nación agresora ofrece la satisfacción debida. En la práctica resulta a veces muy difícil para el ciudadano medio decidir si la guerra en que su nación se embarca es justa o no. Raras veces conoce el hombre de la calle todos los intríngulis de una situación internacional. Pero igual que los hijos deben dar a sus padres el beneficio de la duda en asuntos dudosos, cuando no sea evidente la justicia de una guerra, el ciudadano debe conceder a su Gobierno el beneficio de la duda. Pero incluso en una guerra justa se puede pecar por el uso injusto de los medios bélicos, como en casos de bombardeo directo o indiscriminado de civiles en objetivos que carecen de valor militar. Nuestra vida no es nuestra. Es un don de Dios del que somos sus administradores. Este motivo nos obliga a poner todos los medios razonables para preservar tanto nuestra vida como la del prójimo. Es a todas luces evidente que pecamos si causamos deliberado daño físico a otros; y el pecado se hace mortal si el daño fuera grave. Por ello, pelear es un pecado contra el quinto man- damiento, además de ser un pecado contra la virtud de la caridad, y dado que la ira, el odio o la venganza llevan a causar daño físico al prójimo, son también pecados contra el quinto mandamiento además de ser pecados contra la caridad. Cuando hay que defender un castillo (la vida en este caso), hay que defender también sus accesos. En consecuencia, el quinto mandamiento proscribe todo lo que induzca a tomar injustamente la vida o a causar injustamente daño físico. De aquí se deducen algunas consecuencias prácticas. Es evidente que el que deliberadamente con- duce su coche de forma imprudente es reo de pecado grave, pues expone su vida y la de otros a un peligro innecesario. Esto también se aplica al conductor cuyas facultades están mermadas por el alcohol. El conductor bebido es criminal además de pecador. Más todavía, la misma embriaguez es un pecado contra el quinto mandamiento, aunque no esté agravada por la conducción de un coche en ese estado. Beber en exceso, igual que comer excesivamente, es un pecado porque perjudica a la salud, y porque la intemperancia causa fácilmente otros efectos nocivos. El pecado de embriaguez se hace mortal cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no sabe lo que se hace. Pero beber en grado menor también puede ser un pecado mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la salud, causar escándalo o descuidar los deberes con Dios o el prójimo. Quien habi- tualmente bebe en exceso y se juzga libre de pecado porque aún conserva noción del tiempo del día, se engaña a sí mismo normalmente; raras veces la bebida habitual no produce daño grave a uno mismo o a los demás. Somos responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, y por ello tenemos obligación de cuidar nuestra salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros deliberados o innecesarios, descuidar la atención médica cuando sabemos o sospechamos tener una enfermedad curable es faltar a nuestros deberes como administradores de Dios. Evidentemente, hay personas que se preo- cupan demasiado por su salud, que no están contentas si no toman alguna medicina. Son los hipocondríacos. Su mal está en la mente más que en el cuerpo, y hay que compadecerlos, pues, sus males son muy reales para ellos. La vida de todo el cuerpo es más importante que la de cualquiera de sus partes; en consecuencia, es lícito extirpar un órgano para conservar la vida. Está claro, pues, que la amputación de una pierna gangrenada o de un ovario canceroso es moralmente recto. Es pecado, sin embargo, mutilar el cuerpo innecesariamente; y pecado mortal si la mutilación es seria en sí o en sus efectos. El hombre o la mujer que voluntariamente se someta a una operación dirigida directamente a cau- sar la esterilidad, comete un pecado mortal, igual que el cirujano que la realiza. Algunos estados tie- nen leyes para la esterilización de los locos o débiles mentales. Tales leyes son opuestas a la ley de Dios, puesto que ningún Gobierno tiene derecho a mutilar a un inocente. La llamada «eutanasia» - matar a un enfermo incurable para acabar con sus sufrimientos- es,pecado grave, aunque el mismo enfermo lo pida. La vida es de Dios. Si una enfermedad incurable es parte de la provi - dencia de Dios para mí, ni yo ni nadie tiene derecho a torcerla. Si pasamos del mundo de la acción al del pensamiento, veremos que el odio (el resentimiento amargo que desea el mal del prójimo y se goza en su infortunio) y la venganza (buscar el desquite por una injuria sufrida) son casi siempre pecados mortales. Teóricamente se puede odiar «un poquito» o vengarse «un poquito». Pero en la práctica no resulta tan fácil controlar ese «poquito». La gravedad del pecado de ira es fácil de ver. La ira causada por una mala acción y no dirigida a la persona que la cometió (siempre que la ira no sea excesiva) no es pecado. Es lo que podríamos llamar recta ira. Un buen ejemplo es el del padre airado (recuerda, ¡no en exceso!) por una trastada de su hijo. El padre aún ama a su hijo, pero está enfadado por su mala conducta. Pero la ira dirigida a personas -normalmente hacia el que ha herido nuestro amor propio o contrariado nuestros intereses-, y no contra malas acciones, es una ira pecaminosa. En general, podríamos decir que cuando nos airamos por lo que nos han hechos a nosotros y no por lo que han hecho a Dios, nuestra ira no es rec ta. La mayoría de los enfados carecen de deliberación -nos hirvió la sangre- y no son pecado grave. Sin embargo, si nos damos cuenta de que nuestra ira es pecaminosa y la alentamos y atizamos deliberadamente, nuestro pecado se hace grave. O, si tenemos un carácter irascible, lo sabemos, y no hacemos ningún esfuerzo para controlarlo, es muy fácil que cometamos pecado mortal. Hay un último punto en los atentados al quinto mandamiento: el mal ejemplo. Si es pecado matar o herir el cuerpo del prójimo, matar o herir su alma es un pecado mayor. Cada vez que mis malas palabras o acciones incitan a otro al pecado, me hago reo de un pecado de escándalo, y el pecado de dar mal ejemplo se hace mortal si el daño que de él se sigue es grave. Lo mismo espiritual que físicamente soy el guardián de mi hermano. CAPÍTULO XIX LOS MANDAMIENTOS SEXTO Y NOVENO DE DIOS El sexto y noveno mandamientos Hay dos actitudes erróneas hacia el sexo, las dos bastante comunes. Una es la del moderno hedonista, de aquel cuya máxima aspiración en la vida es el placer. El hedonista ve la capacidad sexual como una posesión personal, de la que no hay que rendir cuentas a nadie. Para él (o ella), el propósito de los órganos genitales es su personal satisfacción y su gratificación física, y nada más. Esta actitud es la del soltero calavera o de la soltera de fácil «ligue», que tienen amoríos, pero jamás amor. Es también una actitud que se encuentra con facilidad entre las parejas separadas o divorciadas, siempre en busca de nuevos mundos de placer que conquistar. La otra actitud errónea es la del pacato, que piensa que todo lo sexual es bajo y feo, un mal necesario con que la raza humana está manchada. Sabe que la facultad de procrear debe usarse para perpetuar la humanidad, claro está, pero para él, la unión física entre marido y mujer continúa siendo algo sucio, algo cuyo pensamiento apenas se puede soportar. Esta desgraciada actitud mental se adquiere de ordinario en la niñez, por la educación equivocada de padres y maestros. En su afán de formarles en la pureza, los adultos imbuyen a los niños la idea de que las partes íntimas del cuerpo son en esencia malas y vergonzosas, en vez de enseñarles que son dones de Dios, dones que hay que apreciar y reverenciar. El niño adquiere así la noción turbia de que lo sexual es algo que las personas bien educadas jamás mencionan, ni siquiera en el hogar y a sus propios padres. La característica peor de este estado mental es que tiende a perpetuarse: el niño así deformado lo transmitirá a su vez a sus hijos . Esta idea equivocada del sexo tara a más de un matrimonio, feliz por los demás conceptos. Lo cierto es que el poder de procrear es un don maravilloso con el que Dios ha dotado a la humanidad. No estaba obligado a dividirla en va rones y hembras. Podía haberla creado formada por seres asexuales, dando ser a cada cuerpo (igual que hace con el alma) por un acto directo de su voluntad. En vez de esto, Dios en su bondad se dignó hacer partícipe a la humanidad de su poder creador para que las hermosas instituciones del matrimonio y la paternidad pudieran existir; para que a través de la paternidad humana pudiéramos comprender mejor la paternidad divina, su justicia y su providencia, y a través de la maternidad humana comprendiéramos mejor la ternura maternal de Dios, su misericor- dia y compasión; también preparaba así el camino para la santa maternidad de María y para que en el futuro entendiéramos mejor la unión entre Cristo y ,su Esposa, la Iglesia. Todas estas razones y otras muchas ocultas en la profundidad de la sabiduría de Dios, motivaron que El creara a los hombres varón y hembra. Poniéndose como vértice, Dios estableció una trinidad creadora compuesta de esposo, es posa y El mismo; los esposos actúan como ins trumentos de Dios en la formación de un nuevo cuerpo humano, poniéndose El mismo en cierta manera a su disposición para crear el alma inmortal de ese minúsculo cuerpo que, bajo Dios, su amor conforma. Así es el sexo, así es el matrimonio. Al ser obra de Dios, el sexo es, por naturaleza, bueno, santo, sagrado. No es algo malo, no es una cosa torpe y sórdida. Lo sexual se hace malo y turbio solamente cuando se arranca del marco divino de la paternidad potencial y del matrimonio. El poder de procrear y los órganos genitales no llevan el estigma del mal: ése lo marca la voluntad pervertida cuando los desvía de su fin, cuando los usa como mero instrumento de placer y gratificación, como un borracho que se atiborrara de cerveza, bebiéndosela en un cáliz consagrado para el altar. El ejercicio de la facultad de procrear por los esposos (únicos a quienes pertenece este ejercicio) no es pecado; tampoco lo es buscar y gozar el placer del abrazo marital. Por el contrario, Dios ha dado un gran placer físico a este acto para asegurar la perpetuación del género humano. Si no surgiera ese impulso del deseo físico ni hubiera la gratificación del placer inmediato, los esposos podrían mostrarse reacios a usar de esa facultad dada por Dios al tener que afrontar las cargas de una posible paternidad. El mandamiento divino «creced y multiplicaos» pudiera frustrarse. Al ser un placer dado por Dios, gozar de él no es pecado para el esposo y la esposa, siempre que no se excluya de él voluntariamente el fin divino. Pero, para mucha gente -y en alguna ocasión para la mayoría- ese placer dado por Dios puede hacerse piedra de tropiezo. A causa del pecado original, el control perfecto del cuerpo y sus deseos que debía ejercer la razón está gravemente debilitado. Bajo el impulso acuciante de la carne rebelde, surge un ansia de placer sexual que prescinde de los fines de Dios y de sus estrictas limitaciones (dentro del matrimonio cristiano) para el acto sexual. En otras palabras, somos tentados contra la virtud de la castidad. Esta virtud es la que Dios nos pide en el sexto y noveno mandamientos: «No cometerás adulterio» y «No desearás la mujer de tu prójimo». Recordemos que se nos ha dado una lista de mandamientos como ayuda a la memoria: unos casilleros en que clasificar los distintos deberes hacia Dios. Cada mandamiento menciona específicamente sólo uno de los pecados más graves contra la virtud a practicar («No matarás», «No hurtarás»), y que bajo ese encabezamiento se agrupan todos los pecados y todos los deberes de similar naturaleza. Así, no sólo es pecado matar, también lo es pelear y odiar; no sólo es pecado hurtar, también lo es dañar la propiedad ajena o defraudar. De igual modo, no sólo es pecado cometer adulterio -el trato carnal cuando uno (o los dos) participantes están casados con terceras personas-, es también pecado cometer fornicación -el trato carnal entre dos personas solteras-; es pecado permitirse cualquier acción deliberada, como tocarse uno mismo o tocar a otro con el propósito de despertar el apetito sexual fuera del matrimonio. No sólo es pecado desear la mujer del prójimo, también lo es mantener pensamientos o deseos deshonestos hacia cualquier persona. La castidad -o pureza- se define como la virtud moral que regula rectamente toda voluntaria expresión de placer sexual dentro del matrimonio, y la excluye totalmente fuera del estado matrimonial. Los pecados contra esta virtud difieren de los que van contra la mayoría de las demás virtudes en un punto importante: los pensamientos, palabras y acciones contra la virtud de la castidad, si son plenamente deliberados, son siempre pecado mortal. Uno puede violar otras virtudes, incluso deliberadamente, y, sin embargo, pecar venialmente por parvedad de materia. Una persona puede ser ligeramente intemperante, insincera o fraudulenta. Pero nadie puede cometer un pecado ligero contra la castidad si su violación de la pureza es plenamente voluntaria. Tanto en pensamientos como en palabras o acciones, no hay «materia parva», no hay materia pequeña respecto a esta virtud. La razón está muy clara. El poder de procrear es el más sagrado de los dones físicos del hombre, aquél más directamente ligado con Dios. Ese carácter sagrado hace que su transgresión tenga mayor malicia. Si a ello añadimos que el acto sexual es la fuente de la vida humana, comprenderemos que si se emponzoña la fuente, se en- venena la humanidad. Este motivo ha hecho que Dios rodeara el acto sexual de una muralla alta y sólida con carteles bien visibles para todos: ¡PROHIBIDO EL PASO! Dios se empeña en que su plan para la creación de nuevas vidas humanas no se le quite de las manos y se degrade a instru- mento de placer y excitación perversos. La única ocasión en que un pecado contra la castidad puede ser pecado venial es cuando falte plena deliberación o pleno consentimiento. Su materia difiere de la que posee la virtud de la modestia. La modestia no es la castidad, pero sí su guardiana, el centinela que protege los accesos a la fortaleza. La modestia es una virtud que mueve a abstenernos de acciones, palabras o miradas que puedan despertar el apetito sexual ilícito en uno mismo o en otros. Estas acciones pueden ser besos, abrazos o caricias imprudentes; pueden ser formas de vestir atrevidas, como llevar bañadores «bikini», leer escabrosas novelas «modernas». Estas palabras pueden ser relatos sugestivos de color subido, cantar o gozarse en canciones obscenas o de doble sentido. Estas miradas pueden ser aquellas pendientes de los bañistas de una playa o las atentas a una ventana indiscreta, la contemplación morbosa de fotografías o dibujos atrevidos en revistas o calendarios. Es cierto que «todo es limpio para los limpios», pero también lo es que el limpio debe evitar todo aquello que amenace su pureza. A diferencia de los pecados contra la castidad, los pecados contra la modestia pueden ser veniales. Los atentados a esa virtud que van directamente a despertar un apetito sexual ilícito, son siempre pecado mortal. Excluyendo éstos, la gravedad de los pecados contra la modestia dependerá de la intención del pecador, del grado en que su inmodestia excite movimientos sexuales, de la gravedad del escándalo causado. Un aspecto de la cuestión que debe tenerse en cuenta por las demás es que Dios, al proveer los medios para perpetuar la especie humana, ha hecho al varón el principio activo del acto de procrear. Por esta razón los deseos masculinos se despiertan, normalmente, con mucha más facilidad que en la mujer. Puede ocurrir que una muchacha, con toda inocencia, se permita unos escarceos cariñosos, que, para ella, no serán más que un rato romántico a la luz de la. luna, . mientras para su joven compañero serán ocasión de pecado mortal. En la misma línea de ignorante inocencia, una mujer puede atentar contra la modestia en el vestir sin intención, simplemente por juzgar la fuerza de los instintos sexuales masculinos por los propios. En nuestra cultura contemporánea hay dos puntos débiles que reclaman nuestra atención al hablar de la virtud de la castidad. Uno es la práctica -cada vez más extendida- de salir habitualmente «pandillas» de chicos y chicas. Incluso en los primeros años de la enseñanza media se forman parejas que acostumbran a salir juntos regularmente, a cambiarse regalitos, a estudiar y divertirse juntos. Estos emparejamientos prolongados (salir frecuentemente con la misma persona del sexo contrario por períodos de tiempo considerables) son siempre un peligro para la pureza. Para aquellos en edad suficiente para contraer matrimonio, ese peligro está justificado; un razonable noviazgo es necesario para encontrar el compañero idóneo en el matrimonio. Pero para los adolescentes que aún no están en disposición de casarse, esa constante compañía es pecado, porque proporciona ocasiones de pecado injustificadas, unas ocasiones que algunos padres «bobos» incluso fomentan, pensando que esa relación es algo que tiene «gracia». Otra forma de compañía constante que, por su propia naturaleza, es pecaminosa es la de entrevistarse con personas separadas o divorciadas. Una cita con un divorciado (o una divorciada) puede bastar para que el corazón se apegue, y fácilmente acabar en un pecado de adulterio o, peor aún, en una vida de permanente adulterio o en un matrimonio fuera de la Iglesia. A veces, en momentos de grave tentación, podemos pensar que este don maravilloso de procrear que Dios nos ha dado es una bendición con objeciones. En momentos así tenemos que recordar dos cosas: Antes que nada, que no hay virtud auténtica ni bondad verdadera sin esfuerzo. Una persona que jamás sufriera tentaciones no podría llamarse virtuosa en el sentido ordinario (no en el teológico) de la palabra. Dios puede, por supuesto, conceder a alguien un grado excelso de virtud sin la prueba de la tentación, como en el caso de Nuestra Madre Santa María. Pero lo normal es que precisamente por sus victorias sobre fuertes tentaciones una persona se haga virtuosa y adquiera méritos para el cielo. También debemos recordar que cuanto mayor sea la tentación, mayor será la gracia que Dios nos dé, si se la pedimos, la aceptamos y ponemos lo que está en nuestra mano. Dios jamás permite que seamos tentados por encima de nuestra fuerza de resistencia (con su gracia). Nadie puede decir «Pequé porque no pude resistir». Lo que está en nuestra mano es, claro está, evitar los peligros innecesarios; ser constantes en la oración, especialmente en nuestros momentos de debilidad; frecuentar la Misa y la Sagrada Comunión; tener una profunda y sincera devoción a María, Madre Purísima. CAPÍTULO XX LOS MANDAMIENTOS SEPTIMO Y DECIMO DE DIOS Lo mío y lo tuyo ¿Es pecado que un hambriento hurte un pan, aunque tenga que romper un escaparate para hacerlo? ¿Es pecado que un obrero hurte herramientas del taller en que trabaja si todo el mundo lo hace? Si una mujer encuentra una sortija de diamantes y nadie la reclama, ¿puede quedársela? ¿Es inmoral comprar neumáticos a un precio de ganga si se sospecha que son robados? El séptimo mandamiento de la ley de Dios dice: «No robarás», y parece un mandamiento muy claro a primera vista. Pero luego comienzan a llegar los «peros» y los «aunques», y ya no se ve tan claro. Antes de empezar a examinar este mandamiento, podemos despachar el décimo, «No codiciarás los bienes ajenos», muy rápidamente. El décimo mandamiento es compañero del séptimo, como el noveno lo es del sexto. En ambos casos se nos prohíbe hacer de pensamiento lo que se nos prohíbe en la acción. Así, no sólo es pecado robar, también es pecado querer robar: desear tomar y conservar lo que pertenece al prójimo. Todo lo que digamos de la naturaleza y gravedad de las acciones contra este mandamiento, se aplica también a su deseo, excepto que en este caso no se nos exige restitución. Este punto debe tenerse en cuenta en todos los mandamientos: que el pecado se comete en el momento en que deliberadamente se desea o decide cometerlo. Realizar la acción agrava la culpa, pero el pecado se cometió ya en el instante en que se tomó la decisión o se consintió en el deseo. Por ejemplo, si decido robar una cosa si se presenta la ocasión, y ésta jamás viene, impidiendo llevar adelante mi propósito, ese pecado de intento de robo estará en mi conciencia. Luego, ¿a qué obliga el séptimo mandamiento? Nos exige que practiquemos la virtud de la justicia, que se define como la virtud moral que obliga a dar a cada uno lo que le es debido, lo suyo. Puede violarse esta virtud de muchas maneras. En primer lugar, por el pecado de robo, que es hurto cuando se toman los bienes ajenos ocultamente, o rapiña si se toman con violencia y manifiestamente. Robar es tomar o retener voluntariamente contra el derecho y la razonable voluntad del prójimo lo que le pertenece. «Contra él derecho y la razonable voluntad del prójimo» es una cláusula importante. La vida es más importante que la propiedad. Es irrazonable rehusar dar a alguien algo que necesita para salvar su vida. Así, el hambriento que toma un pan, no roba. El refugiado que toma un coche o un bote para escapar de sus perseguidores, que amenazan su vida o su libertad, no roba. Esta cláusula distingue también robar de tomar prestado. Si mi vecino no está en su casa y le cojo del garaje unas herramientas para reparar mi coche, sabiendo que él no pondría objeciones, está claro que no robo. Pero está igual de claro que es inmoral tomar prestado algo cuando sé que su propietario pondría dificultades. El empleado que toma prestado de la caja aunque piense devolver algún día ese «préstamo», es reo de pecado. Siguiendo el principio de que todo lo que sea privar a otro contra su voluntad de lo que es suyo, si se hace deliberadamente, es pecado, ya vemos que, además de robar, hay muchas maneras de violar el séptimo mandamiento. Incumplir un contrato o un acuerdo de negocios, si causa perjuicios a la otra parte contratante, es pecado. También lo es incurrir en deudas sabiendo que no se podrán satisfacer, un pecado muy común en estos tiempos en que tanta gente vive por encima de sus posibilidades. Igualmente es pecado dañar o destruir deliberadamente la propiedad ajena. Luego, están los pecados de defraudación: privar a otro con engaño de lo suyo. A este grupo pertenecen las prácticas de sisar en el peso, medidas o cambios, dar productos de inferior calidad sin abaratar el precio, ocultar defectos de la mercancía (los vendedores de coches de segunda mano, bueno, todos los vendedores, deben precaverse contra esto), vender con márgenes exorbitantes, pasar moneda falsa, vender productos adulterados, y todos los demás sistemas de hacerse rico en seguida, que tanto abundan en la sociedad moderna. Una forma de fraude es también no pagar el justo salario, rehusando a obreros y empleados el salario suficientes para vivir porque el exceso de mano de obra en el mercado permite al patrono decir: «Si no te gusta trabajar aquí, lárgate». Y también pecan los obreros que defraudan un salario justo si de- liberadamente desperdician los materiales o el tiempo de la empresa, o no rinden un justo día de trabajo por el justo jornal que reciben. Los empleados públicos son otra categoría de personas que necesitan especial precaución en este mandamiento. Estos empleados son elegidos y pagados para ejecutar las leyes y administrar los asuntos públicos, con imparcialidad y prudencia, para el bien común de todos los ciudadanos. Un empleado público que acepte sobornos -por muy hábilmente que se disfracen- a cambio de favores políticos, traiciona la confianza de sus conciudadanos que le eligieron o designaron, y peca contra el séptimo mandamiento. También peca quien exige regalos de empleados inferiores. Dos nuevas ofensas contra la justicia completan el cuadro de los pecados más comunes contra el séptimo mandamiento. Una es la recepción de bienes que se conocen son robados, tanto si nos los dan gratis o pagando. Una sospecha fundada equivale al conocimiento en este respecto. A los ojos de Dios, quien recibe bienes robados es tan culpable como el ladrón. También es pecado quedarse con objetos hallados sin hacer un esfuerzo razonable para encontrar a su propietario. La medida de este esfuerzo (inquirir y anunciar) dependerá, claro está, de su valor; y el propietario, si aparece, está obligado a reembolsar al que lo encontró de todos los gastos que sus pesquisas le hayan ocasionado. No se puede medir el daño moral con una cinta métrica, ni hallar su total en una sumadora. Así, cuando alguien pregunta: «¿Qué suma hace que un pecado sea mortal?», no hay una respuesta preparada e instantánea. No podemos decir: «Si el robo no llega a 2.999 pesetas, es pecado venial; de 3.000 pesetas para arriba es ya pecado mortal». Sólo se puede hablar en general y decir que el robo de algo de poco valor será pecado venial y que robar algo valioso será pecado mortal (tanto si su gran valor es relativo como abso- luto). Esto, como es natural, se aplica tanto al hurto propiamente dicho como a los demás pecados contra la propiedad: rapiña, fraude, recibir bienes robados, etcétera. Cuando hablamos del valor relativo de algo, nos referimos a su valor considerando las circunstancias. Para un obrero con familia que mantener la pérdida de un jornal será normalmente una pérdida considerable. Robarle o estafarle su equivalente podría ser fácilmente pecado mortal. La gravedad de un pecado contra la propiedad se mide, pues, tanto por el daño que causa al des pojado como por el valor real del objeto implicado. Pero, al juzgar el valor de un objeto (o de una suma de dinero) llegaremos a un punto en que toda persona razonable asentirá en que es un valor considerable, tanto si el que sufre la pérdida es pobre como si es rico. Este valor es el que denominaremos absoluto, un valor que no depende de las circunstancias. Y en este punto, la frontera entre pecado mortal y pecado venial es conocida sólo de Dios. Nosotros podemos decir con certeza que robar una peseta es pecado ve nial, y que robar diez mil, aunque su propietario sea la General Motors, es pecado mortal. Pero nadie puede decir exactamente dónde trazar la línea divisoria. Hace unos diez años los teólogos estaban de acuerdo en afirmar que el robo de tres o cuatro mil pesetas era materia grave absoluta, y una injusticia por ese importe era generalmente pecado mortal. Sin embargo, una pe seta de hoy no vale lo mismo que la peseta de hace diez años, y los libros de teología no pueden revisarse cada seis meses según el índice del «costo de vida». La conclusión evidente es que, si somos escrupulosamente honrados en nuestros tratos con el prójimo, nunca tendremos que preguntarnos: «¿Es esto pecado mortal o venial?» Para el que haya pecado contra la justicia, otra conclusión también evidente es que debe arrepentirse de su pecado, confesarlo, reparar la injusticia y no volver a cometerlo. Y esto trae a cuento la cuestión de la restitución, es decir, resarcir los perjuicios causados por lo que hemos adquirido o dañado injustamente. El verdadero dolor de los pecados contra el séptimo mandamiento debe incluir siempre la intención de reparar tan pronto sea posible (aquí y ahora si se puede) todas las consecuencias de nuestra injusticia. Sin esta sincera intención de parte del penitente, el sacramento de la Penitencia es impotente para perdonar un pecado de injusticia. Si el pecado ha sido mortal y el ladrón o estafador muere sin haber hecho ningún intento para restituir aun pudiendo hacerlo, muere en estado de pecado mortal. Ha malbaratado su felicidad eterna cambiándola por sus ganancias injustas. Incluso los pecados veniales de injusticia no pueden perdonarse si no se restituye o no se hace el propósito sincero de restituir. Quien muere con pequeños hurtos o fraudes sin reparar, comprobará que el precio que sus bribonerías le costarán en el Purgatorio excede con mucho al de los beneficios ilícitos que realizó en su vida. Y referente a los pecados veniales contra el séptimo mandamiento será bueno mencionar de pasada que incluso los pequeños hurtos pueden constituir un pecado mortal si se da una serie continuada de ellos en un período corto de tiempo, de modo que su total sea considerable. Una persona que se apodere injustamente por valor de cien o doscientas pesetas cada semana, será reo de pecado mortal cuando el importe total alcance a ser materia grave pecaminosa. Hay ciertos principios fundamentales que rigen las cuestiones de restitución. El primero de ellos es que la restitución debe hacerse a la persona que sufrió la pérdida, o a sus herederos si falleció. Y, suponiendo que no pudiera ser hallada y que sus herederos sean desconocidos, se aplica otro principio: nadie puede beneficiarse de su injusticia. Si el propietario es desconocido o no se puede hallar, la restitución deberá hacerse entonces dando los beneficios ilícitos a beneficencia, a instituciones apostólicas, etc. No se exige que el que restituye exponga su injusticia y arruine con ello su reputación; puede restituir anónimamente, por correo, por medio de un tercero o por cualquier otro sistema que proteja su buen nombre. Tampoco se exige que una persona se prive a sí misma o a su familia de los medios para atender las necesidades ordinarias de la vida para efectuar esa restitución. Sería un proceder pésimo gastar en lujos o caprichos sin hacer la restitución, comprando, por ejemplo, un coche o un abrigo de piel. Pero esto tampoco quiere decir que estemos obligados a vivir de garbanzos y dormir bajo un puente hasta que hayamos restituido. Otro principio es que es el mismo objeto que se robó (si se robó un objeto) el que debe devolverse al propietario, junto con cualquiera otra ganancia natural que de él hubiera resultado; las terneras, por ejemplo, si lo que sé robó fue una vaca. Solamente cuando ese objeto ya no exista o esté estropeado sin posible reparación, puede hacerse la restitución entregando su valor en efectivo. Quizá se haya dicho ya lo suficiente para hacernos una idea de lo complicadas que, a veces, pueden hacerse estas cuestiones de la justicia y los derechos. Por eso, no debe sorprendernos que incluso el sacerdote tenga que consultar sus libros de teología en estas materias. |
![]() |