¡Dios te salve María!
 

CAPÍTULO XXI

EL OCTAVO MANDAMIENTO DE DIOS

 

 

Sólo la verdad

 

 

El quinto mandamiento, además del homicidio,  prohíbe muchas cosas. El sexto se aplica a

muchos otros pecados aparte de la infidelidad marital. El séptimo abarca muchas ofensas

contra la propiedad además del simple robo. El enunciado de  los mandamientos, sabemos, es

una ayuda para la  memoria. Cada uno de ellos menciona un pecado  específico contra la

virtud a que dicho mandamiento se aplica, y se espera de nosotros que utilicemos ese

enunciado como una especie de percha en que colgar los restantes pecados contra la

misma virtud.

Así, no nos sorprende que el octavo mandamiento siga el mismo procedimiento. «No

levantarás falso testimonio» prohíbe explícitamente el pecado de calumnia: dañar la

reputación del prójimo mintiendo sobre él. Sin embargo, además de la calumnia, hay otros

modos de pecar contra la virtud de la veracidad y contra la virtud de la caridad en

palabras y obras.

La calumnia es uno de los pecados peores contra el octavo mandamiento porque combina un

pe cado contra la veracidad (mentir), con un pecado  contra la justicia (herir el buen nombre

ajeno), y la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo donde más

duele: en su reputación. Si a un hombre le robamos dinero, puede airarse o entristecerse, pero,

normalmente, se rehará y ganará más dinero. Cuando manchamos su buen nombre, le robamos algo

que todo el trabajo del mundo no le podrá devolver. Es fácil ver, pues, que el pecado de calumnia es

mortal si con él dañamos     seriamente    el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de una

sola persona. Y esto es así incluso aunque ese mismo prójimo sea ajeno al daño que le hemos

causado.

De hecho, esto es cierto también cuando dañamos seriamente la reputación del prójimo, deliberada e

injustamente, sólo en nuestra propia mente. Esto es el juicio temerario, un pecado que afecta a

mucha gente y del que quizá descuidamos examinarnos cuando nos preparamos para la con-

fesión. Si alguien inesperadamente realiza una buena acción, y yo me sorprendo pensando: «¿A

quién tratará de engatusar?», he cometido un  pecado de juicio temerario. Si alguien hace un

acto de generosidad, y yo me digo: «Ahí está ése, haciéndose el grande», peco contra el octavo

mandamiento. Quizá mi pecado no sea mortal, aunque fácilmente podría serlo si su reputación sufre

seriamente en mi estimación por mi sospecha injusta.

La detracción es otro pecado contra el octavo mandamiento. Consiste en dañar la reputación ajena

manifestando sin justo motivo pecados y defectos ajenos que son     verdad, aunque no comúnmente

conocidos. Por ejemplo, cuando comunico a amigos o vecinos las tremendas peleas que tiene el


 

 

 

matrimonio de al lado, o que el marido viene  borracho todos los sábados. Puede que haya

ocasiones en que, con fines de corrección o prevención, sea necesario revelar a un padre las malas

compañías del hijo; en que convenga informar a la policía que cierta persona salía furtivamente de

la tienda que fue robada. Puede ser necesario advertir a los padres del vecindario que ese nuevo

vecino tiene antecedentes de molestar sexualmente  a niños. Pero, más comúnmente, cuando

empezamos diciendo: «Creo que debería decirte...», lo que en realidad queremos decir es:

«Me muero de ganas de decírtelo, pero no quiero reconocer el hecho de que me encanta murmurar».

Aunque, por decirlo así, una persona hiera ella misma su propia fama por su conducta inmoral, sigue

siendo pecado para mí difundir sin necesidad la noticia de su falta. Es en cierto modo parecido a robar

a un ladrón: aunque sea un ladrón, si yo le robo, peco. No hace falta decir que mencionar lo que es

común conocimiento de todos, no es pecado, como el caso del crimen cometido por alguien a quien

condena un tribunal público. Pero, aún en estos casos, la caridad nos llevará a condenar el pecado y

no al pecador, y a rezar por él.

En el octavo mandamiento, tanto como pecados  de palabra y mente, hay pecados de oído.

Cometemos pecado si escuchamos con gusto la calumnia y difamación, aunque no digamos una

palabra nosotros. Ese mismo silencio fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Si nuestro

placer al escuchar se debe a mera curiosidad, el pecado sería venial. Pero si nuestra atención está

motivada por odio a la persona difamada, el pecado sería mortal. Cuando se ataque la fama de alguien

en nuestra presencia, nuestro deber es cortar la conversación, o, por lo menos, mostrar con nuestra

actitud que aquel tema no nos interesa.

El insulto personal (los teólogos prefieren llamarlo «contumelia») es otro pecado contra el octavo

mandamiento. Es un pecado contra el prójimo  que se comete en su presencia, y que reviste

muchas formas. De palabra u obra podemos rehusar  darle las muestras de respet o y

amistad que le son debidas, como volverle la espalda o ignorar su mano extendida, como

hablarle de modo grosero o desconsiderado o ponerle motes peyorativos. Un pecado

parecido de grado menor es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para

muchas personas parece constituir un hábito profundamente arraigado.

El chisme es también un pecado contra el oc tavo mandamiento. Este es el pecado del

correveidile encizañador, a quien le falta tiempo para  decir a Pedro lo que Juan ha dicho de

él. También  aquí ese chisme va precedido generalmente de  «Creo que te convendría

conocer...», cuando, muy al contrario, sería mejor que Pedro               ignorara esa alusión que Juan

ha hecho de él, una alusión que quizás salió por descuido o en un momento de irritación.

«Bienaventurados los pacíficos porque  ellos serán llamados hijos de Dios» es una buena

cita para recordar en estas ocasiones.

Una mentira simple, es decir, la que no causa  perjuicio ni se dice bajo juramento, es

pecado venial. De este tipo suelen ser las que suelen contar  los fanfarrones (y, muchas

veces, los aficionados  a la pesca). Están también las mentiras que se dicen para evitar una

situación embarazosa a sí o a  otros. Luego, aquellas que cuentan los bromistas  burlones.


 

 

 

Pero, sea cual sea la motivación de una mentira, no decir la verdad es siempre pecado.

Dios nos ha dado el don de poder comunicar nuestros pensamientos para que manifestemos

siempre la verdad. Cada vez que de palabra o hecho impartimos falsedad, abusamos de un

don divino y pecamos.

De ahí se sigue que no existen las «mentirijillas blancas» ni las mentiras inocuas. Un mal

moral, aun el mal moral de un pecado venial, es mayor que cualquier mal físico. No es

lícito cometer un pecado venial ni siquiera para salvar de su des trucción al mundo entero.

Sin embargo, hay también que mencionar que puedo no decir la verdad  sin pecar cuando

injustamente        traten de averiguar algo por mí. Lo que diga en ese caso podrá ser falso,

pero no es una mentira: es un medio lícito  de autodefensa cuando no queda otra

alternativa.

Tampoco hay obligación de decir siempre  toda            la verdad. Desgraciadamente hay demasiados

oliscones en este mundo que preguntan lo que no  tienen derecho a saber. Es

perfectamente legítimo  dar a tales personas una respuesta evasiva. Si alguien me preguntara

cuánto dinero llevo encima (y me sospecho que busca el «sablazo»), y yo le contestara

que llevo mil pesetas cuando, en realidad, tengo diez mil, no miento.          Tengo     mil pesetas, pero

no menciono las otras nueve mil que también  tengo. Pero, sería una mentira, claro está,

afirmar que tengo diez mil pesetas cuando sólo tengo mil.

Hay frases convencionales que, aparentemente, son mentiras, pero no lo son en realidad

porque toda persona inteligente sabe qué significan. «No sé» es un ejemplo de esas frases.

Cualquier persona medianamente inteligente sabe que decir «no sé» puede significar dos

cosas: que     realmente     desconozco aquello que me preguntan, o que no estoy  en

condiciones de revelarlo. Es la respuesta del sacerdote -del médico, abogado o pariente- cuando

alguien trata de sonsacarle información confidencial. Una frase similar es «no está en

casa». «Estar en casa» puede significar que esa persona ha salido efectivamente, o que

no recibe visitas. Si la niña al abrir la puerta dice al visitante que mamá no está en casa,

no miente; no tiene por qué manifestar que mamá está en el baño o haciendo la colada. A

quien se engañe con frases como ésta (u otras parecidas de uso corriente) no le engañan: se engaña

a sí mismo.

El mismo principio se aplica al que acepta como verídica una historia que se narra como chiste, sobre

lo que cualquiera, con un poco de talento, se percata en seguida. Por ejemplo, si afirmo que en mi

pueblo el maíz crece tanto que hay que cosecharlo en helicóptero, quien lo tome literalmente se

está engañando a sí mismo. Sin embargo, estas mentiras jocosas pueden hacerse verdaderas

mentiras si no aparece claramente ante el auditorio que lo que cuento es una broma.

Otro posible pecado contra el octavo mandamiento es revelar los secretos que nos han sido

confiados. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa hecha, de la misma

profesión (médicos, abogados, periodistas, etc.), o, simplemente, porque la caridad prohiba que

yo divulgue lo que pueda ofender o herir al prójimo. Las únicas circunstancias que permiten revelar


 

 

 

secretos sin pecar son aquellas que hacen necesario hacerlo para prevenir un daño mayor a la comu-

nidad, a un tercero inocente o a la misma persona que me comunicó el secreto. Se incluye en este tipo

de pecados leer la correspondencia ajena sin permiso o tratar de oír conversaciones privadas. En

estos casos la gravedad del pecado será en proporción al daño u ofensa causados.

Antes de cerrar el tema del octavo mandamiento debemos tener presente que este mandamiento, igual

que el séptimo,      nos obliga a restituir. Si              he perjudicado a un tercero, por calumnia, detracción,

insulto o revelación de secretos confiados, mi pecado no será perdonado si no trato de reparar el

daño causado lo mejor que pueda. Y esto es así incluso aunque hacer esa reparación exija que me

humille o que sufra un perjuicio yo  mismo. Si he calumniado, debo proclamar que  me había

equivocado radicalmente; si he murmurado, tengo que compensar mi detracción con alabanzas

justas o moviendo a caridad; si he insultado, debo pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue

público; si he violado un secreto, debo reparar el daño causado del modo que pueda y tan deprisa

como pueda.

Todo esto debe llevarnos a renovar la determinación sobre dos propósitos que, sin duda, hicimos tiempo

ha: no abrir la boca si no es para decir lo que estrictamente creemos ser cierto; nunca hablar del

prójimo -aunque digamos       verdades sobre él- si no es para alabarle; o, si tenemos que decir

de él algo peyorativo, que lo hagamos obligados por una razón grave.


 

 

 

CAPÍTULO XXII

LOS MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA 

 

 

Las leyes de la Iglesia

 

 

A veces nos tropezamos con gentes que dan la impresión de creer que las leyes de la Iglesia obli-

gan menos que las leyes de Dios. «Bueno, no es más que una ley de la Iglesia», es posible que di-

gan. «No es más que una ley de la Iglesia» es una tontería de frase. Las leyes de la Iglesia son

prácticamente lo mismo que las leyes de Dios, porque son sus aplicaciones. Una de las razones de

Jesús para establecer su Iglesia fue ésta precisamente: la promulgación de todas aquellas leyes

necesarias para corroborar sus enseñanzas, para el bien de las almas. Para comprobarlo basta con

recordar las palabras del Señor: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a

mí me desecha» (Le. 10,16). Cristo hablaba a la Iglesia en la persona de sus apóstoles. Así pues, las

leyes de la iglesia tienen toda la autoridad de Cristo. Quebrantar deliberadamente una ley de la

Iglesia es tan pecado como quebrantar uno de los Diez Mandamientos.

¿Cuántas leyes de la Iglesia hay? La mayoría responderá «cinco» o «seis», porque ése es el número

que nos da el Catecismo. Pero, lo cierto es que son más de 2.000. Son las que contiene el Código de

Derecho Canónico. Muchas de ellas han sido derogadas por los recientes papas (por ejemplo, las

relativas al ayuno eucarístico), y por decretos del Concilio Vaticano II. Ahora se está procediendo a

una revisión completa del Código de Derecho Canónico que, seguramente, tardará unos años en

terminarse. Pero, no obstante, por mucho que se varíe su aplicación, las seis leyes básicas que señala

el Catecismo, no serán abolidas. Estas son las que llamamos comúnmente los Mandamientos de la

Iglesia, y son: (1) oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar; (2) Confesar los pecados

mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar; (3) Comulgar por

Pascua Florida; (4) Ayunar y abstenerse de comer. carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia;

(5) Ayudar a la Iglesia en sus necesidades; y (6) Observar las leyes de la Iglesia sobre bodas.

La obligación de asistir a Misa los domingos y fiestas de guardar -obligación que comienza para

cada católico en cuanto cumple siete años- ha sido tratada ya al comentar el tercer mandamiento

del decálogo. No hace falta repetir aquí lo que ya se dijo, pero sí puede resultar oportuno men-

cionar algunos aspectos sobre los días de precepto.

En su función de guía espiritual, la Iglesia tiene el deber de procurar que nuestra fe sea una fe                viva,

de hacer las personas y eventos que han constituido el Cuerpo Místico de Cristo vivos y reales para

nosotros. Por esta razón la Iglesia señala unos días al año y los declara días sagrados. En ellos nos

recuerda acontecimientos importantes de la vida de Jesús, de su Madre y de los santos. La

Iglesia realza estas fiestas periódicas equiparándolas al día del Señor y obligándonos bajo pena de

pecado mortal a oír Misa y abstenernos del trabajo cotidiano en la medida en que nos sea posible.

El calendario de la Iglesia señala diez de estos días, que son reservados en la mayoría de los países

católicos. En algunos países no oficialmente  católicos -en que el calendario laboral no reconoce


 

 

 

estas fiestas-, estos días se reducen a seis. Estas diez fiestas son: Navidad (25 de diciembre), en

que celebramos el nacimiento de Nuestro Señor; el octavo día de Navidad (1 de enero), fiesta

de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, que conmemora el dogma de la Maternidad de

María, fuente de todos sus privilegios; la fiesta de la Epifanía o Manifestación (6 de enero), que

conmemora las primicias de nuestra vocación a la fe en la vocación de los Magos, los primeros

gentiles llamados al conocimiento de Jesucristo; la festividad de San José (19 de marzo), en que

honramos al glorioso patriarca, esposo de la Virgen María, padre legal de Jesús y patrono de la Iglesia

universal; el jueves de la Ascensión (40 días después de Pascua de Resurrección), que conmemora la

subida gloriosa de Jesús a los cielos; el día del Corpus Christi (jueves siguiente al domingo de la

Santísima Trinidad), en que la Iglesia celebra la institución de la Sagrada Eucaristía; la fiesta

de San Pedro y San Pablo (29 de junio), dedicada a la solemnidad de los príncipe de los

Apóstoles, y, especialmente, de San Pedro, escogido cabeza de toda la Iglesia y primero de los

Romanos Pontífices; la Asunción de María (15 de agosto), en que nos gozamos con la entrada de

nuestra Madre en la gloria en cuerpo y alma; Todos los Santos (1 de noviembre), cuando honramos

a  todos   los santos del cielo, incluidos nuestros seres queridos; y la Inmaculada Concepción de

María (8 de diciembre), que celebra la creación del alma de María libre de pecado original, el

primero de los pasos de nuestra redención.

Además de estas fiestas, hay otros días de relevancia especial para los católicos: son los días de

ayuno y los días de abstinencia. Al leer los Evangelios habremos notado la frecuencia con

que Nuestro Señor recomienda que hagamos penitencia. Y nosotros podemos preguntarnos: «Sí,

pero, ¿cómo?». La Iglesia, cumpliendo su obligación de ser guía y maestra, ha fijado un mínimo

para todos, una penitencia que todos -con  ciertos límites- debemos hacer. Este mínimo establece

unos días de abstinencia (en que no podemos comer carne), y otros de ayuno y abstinencia (en

que debemos abstenernos de carne y tomar sólo una comida completa).

Como Nuestro Salvador murió en viernes, la  Iglesia ha señalado ese día como día semanal de

penitencia. El precepto general obliga a abstenerse de carne los viernes que no coincidan en fiesta de

precepto, y obliga todos los viernes de Cuaresma. Los demás viernes del año son también días de

penitencia, pero la abstinencia de carne, impuesta por ley general, puede sustituirse, según la libre

voluntad de cada uno de los fieles, por cualquiera de las varias formas de penitencia recomendadas

por la Iglesia, como son: ejercicios de piedad y oración, mortificaciones corporales y obras de

caridad.

Tomar carne o caldo de carne deliberadamente en un día de abstinencia es pecado grave si implica

desprecio y la cantidad tomada es considerable. Incluso una cantidad pequeña tomada con

deliberación sería pecado venial.

Los días de ayuno y abstinencia son el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. En esos días sólo se

puede hacer una comida completa, pudiendo tomarse alimento dos veces más al día siempre que,

juntas, no formen una comida completa. Ninguna de estas comidas puede incluir carne.


 

 

 

Los enfermos que necesitan alimento, los ocupados en trabajos agotadores o aquellos que comen lo

que pueden o cuando pueden (los muy pobres) están dispensados de las leyes de ayuno  y

abstinencia. Aquellos para los que ayunar o abstenerse de carne pueda constituir un problema

serio, pueden obtener dispensa de su párroco. La ley de la abstinencia obliga a los que hayan

cumplido catorce años, y dura toda la vida; la obligación de ayunar comienza al cumplir los

veintiún años y termina al incoar los sesenta.

La ley relativa a la confesión anual significa que todo aquel que deba confesar explícitamente un

pecado mortal se hace reo de un nuevo pecado mortal si deja transcurrir más de un año sin

recibir otra vez el sacramento de la Penitencia. Evidentemente, la Iglesia no trata de decirnos con

eso que una confesión al año basta  para los católicos practicantes. El sacramento  de la

Penitencia refuerza nuestra resistencia a la tentación y nos hace crecer en virtud si lo recibimos a

menudo. Es un sacramento tanto para santos como para pecadores.

Sin embargo, la Iglesia quiere asegurar que nadie viva indefinidamente en estado de pecado mortal,

con peligro para su salvación eterna. De  ahí que exija de todos aquellos conscientes de haber

cometido un pecado mortal que explícitamente lo confiesen (aunque este pecado haya sido ya

remitido por un acto de contrición perfecta), recibiendo el sacramento de la Penitencia dentro del

año. De igual modo, su preocupación por las almas hace que la Iglesia establezca un mínimo absoluto

de una vez al año para recibir la Sagrada Eucaristía. Jesús mismo dijo: «Si no coméis la carne del

Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (lo. 6,54), y lo dijo sin

paliativos: o  los miembros del Cuerpo Místico de Cristo recibimos la Sagrada Comunión, o no

iremos al cielo. Naturalmente, uno se pregunta a continuación: «¿Con qué frecuencia tengo que ir a

comulgar?», y Cristo, por medio de su Iglesia nos contesta: «Con la frecuencia  que puedas;

semanal o diariamente. Pero, la obligación absoluta es recibir la Comunión una vez al año, y en

Pascua.» Si fallamos en dar a Jesús ese mínimo amor, nos hacemos culpables de pecado mortal.

Contribuir al sostenimiento de la Iglesia es otra de nuestras obligaciones que surge de la misma

naturaleza de miembros del Cuerpo Místico de Cristo. En el Bautismo, y de nuevo en la Confir-

mación, Jesús nos asocia a su tarea de salvar almas. No seríamos verdaderamente de Cristo si

no tratáramos con sinceridad de ayudarle  -con medios económicos tanto como con nuestras

obras y oraciones- a llevar a cabo su misión. Normalmente, descargamos esta obligación de

ayudar materialmente con nuestra aportación a las diversas colectas que organiza nuestra

parroquia o nuestra diócesis, con la generosidad que nuestros medios permitan. Y no sólo a nuestra

diócesis o parroquia, sino también al Papa para que atienda a las necesidades de la Iglesia universal,

en misiones y obras de beneficencia. Si nos preguntáramos: «¿Cuánto debo dar?», no hay más

respuesta que recordar que Dios jamás se deja ganar en generosidad.

Jesús, para poder permanecer siempre con nosotros con la fuerza de su gracia, nos entregó los siete

sacramentos, cuya guarda confió a la Iglesia, y a quien ha dado la autoridad y el poder de dictar las

leyes necesarias para regular la recepción y concesión de los sacramentos. El Matrimonio es uno de

ellos. Es importante que nos  demos cuenta que las leyes de la Iglesia que  gobiernan la


 

 

 

recepción del sacramento del Matrimonio no son leyes meramente humanas: son preceptos del

mismo Cristo, dados por su Iglesia.

La ley básica que gobierna el sacramento del Matrimonio es que debe recibirse en presencia de un

sacerdote autorizado y de dos testigos. Por sacerdote «autorizado» entendemos el rector de  la

parroquia en que se celebren las bodas, o el sacerdote en quien él o el obispo de la diócesis

deleguen. Un sacerdote cualquiera no puede oficiar en una boda católica. El matrimonio es un

compromiso demasiado serio para que pueda  contraerse llamando a la puerta  de cualquier

rectoría. El sacramento del Matrimonio se acompaña normalmente de la Misa y bendición nupciales,

que no están permitidas en los tiempos penitenciales de Adviento y Cuaresma. El sacramento del

Matrimonio puede recibirse en estos  tiempos litúrgicos, pero la mayoría de los católicos

tienen interés en comenzar su vida matrimonial con toda la gracia posible. De ahí que sea

raro que soliciten la recepción de este sacramento en Cuaresma o Adviento.

Para la recepción válida del sacramento del Matrimonio, el esposo debe contar al menos dieciséis

años de edad, y la esposa catorce. Sin embargo, si las leyes civiles establecen una edad

superior, la Iglesia  -aunque no esté estrictamente obligada- las respeta. La preparación de los

jóvenes que vayan a asumir la responsabilidad  de una familia importa tanto civil como espiri-

tualmente. En materia matrimonial, cuando se  trate de sus efectos civiles, la Iglesia reconoce

el derecho del Estado a establecer la necesaria legislación.

Además de contar con edad suficiente, los futuros esposos no deben estar emparentados con lazos de

sangre más acá de primos terceros. Sin embargo, por graves razones, la Iglesia concede dispensa

para que primos hermanos o primos segundos puedan contraer matrimonio. La Iglesia  también

dispensa por razón suficiente de los impedimentos que el Bautismo establece (el padrino o la

madrina con la ahijada o el ahijado) o el Matrimonio (un viudo con su cuñada o la viuda con el

cuñado).

La Iglesia legisla también que un católico espose a una católica, aunque concede dispensa para que un

católico se case con una acatólica. En estos casos, los contrayentes deben seguir las leyes de la

Iglesia relativas a los matrimonios mixtos. El contrayente católico debe comprometerse a dar,

llevando una vida ejemplarmente católica, buen ejemplo a su esposo no católico.  El

contrayente católico debe estar absolutamente dispuesto a poner todos los medios para que la prole

sea educada en la fe católica. Desgraciadamente, los matrimonios mixtos conducen con  cierta

frecuencia a un debilitamiento o a la pérdida de la fe en el esposo católico; a la pérdida de la fe en los

hijos, que ven a sus padres divi didos en materia religiosa; o a la falta de completa felicidad en el

matrimonio por carecer de un ingrediente básico: la unidad de fe. La Iglesia se muestra reacia a

la concesión de estas dispensas por la triste experiencia de una Madre que cuenta con veinte

siglos de vida.

Pero lo esencial es recordar que no hay verdadero matrimonio entre católicos si no se celebra ante

un sacerdote autorizado. El católico que se casara por lo civil o ante un ministro protestante no

está casado en modo algo ante los ojos de Dios, que es el único que realmente cuenta. Sin embargo,


 

 

 

dado que la Iglesia es la Presencia visible de Cristo en el mundo y su portavoz, puede modificar las

leyes que gobiernan el matrimonio. Aquí se han mencionado según rigen en el momento en que esto

se escribe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fin de la segunda parte


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