¡Dios te salve María!
 

conscientes de que, a pesar de aquella sobriedad, recibíamos mucho, que nuestros

padres hacían mucho por nosotros.

Pero esa historia del jabón es un tema diferente que nada tiene que ver con que

fuéramos una familia modesta, sino con la época del país que nos tocó vivir.

Estábamos viviendo los difíciles tiempos de la guerra, y debido a la escasez de muchos

productos de primera necesidad -como el jabón-, era frecuente que todo se solucionara

con elaboración casera. Mi madre había sido cocinera de profesión y era una auténtica

"sabelotodo". Tenía recetas para todo -que se sabía de memoria- y, gracias a su fantasía

y a su buena mano para guisar, con los medios más sencillos y económicos disponibles

en aquella época de guerra preparaba unos guisos deliciosos.

Mi madre era muy bondadosa, pero con mucha fortaIeza interior. Mi padre era más

cerebral y más voluntarioso Era un hombre de convicciones religiosas inquebrantables

y advertía y emitía juicios muy acertados sobre aquella situación que estábamos

viviendo. Cuando Hitler llegó al poder, mi padre sentenció: "¡es la guerra,

necesitaremos un refugio!".

Hay un tal Georg Ratzinger que jugó un papel importante en la historia de Baviera.

¿Quién era exactamente?

Mi tío-abuelo, un tío de mi padre. Era sacerdote, doctor en teología, y también

diputado del Parlamento del Reich y del Land, y, además, un auténtico precursor de la

defensa de los derechos de los labradores. Yo he leído un acta, un discurso suyo en el

Parlamento, donde se declara contrario al trabajo de los niños en el campo, algo que

por aquel entonces resultaba inaudito, una gran osadía. Por lo visto era un hombre

rudo, pero con mucho prestigio en cuanto a sus ideas políticas, así que todo el mundo

le admiraba y estaba orgulloso de él.

Y, ¿cómo era su hogar? ¿Cómo vivían, qué hacían?

Al principio tuvimos que mudarnos de casa varias veces, debido a la profesión de mi

padre. No recuerdo nada de Marktl, el lugar donde nací; nos fuimos de allí cuando yo

sólo tenía dos años. Entonces nos trasladamos a Tittmoning. La Gendarmería se

encontraba en la plaza del pueblo, en un caserón que antes había sido un Priorato.

Era una casa muy bonita, pero algo destartalada e incómoda, todo hay que decirlo.

Nuestro dormitorio había sido la sala capitular, pero, en cambio, el resto de las

habitaciones eran muy pequeñas. Teníamos mucho espacio, pero se notaba que era una

casa antigua, medio en ruinas. Para mi madre aquello tuvo que ser tremendo porque le

daba demasiado trabajo. Yo la recuerdo subiendo muchas escaleras, con el carbón y la

madera para hacer fuego. Después de eso fuimos a vivir a una preciosa casa, en

Aschau. Era una casa de campo que había construido un campesino y que más tarde

alquiló a la Gendarmería. Pero comparada con las comodidades que disfrutamos

ahora, desde luego, seguía siendo una casa muy sencilla. Por ejemplo, no disponía de

cuarto de baño. Pero sí tenía agua corriente.

Después, mi padre, pensando en su futura jubilación se compró una antigua casita de

campo en Hufschlag, en Traustein. En aquella casa no salía agua del grifo, había que ir

a sacarla del pozo, algo que yo siempre he encontrado deliciosamente romántico. A un

lado de la casa había un encinar mezclado con muchas hayas, y al otro lado estaban las

montañas. Eso era lo primero que veíamos todas las mañanas, nada más abrir los ojos.

Además teníamos manzanos, ciruelos y flores, muchas flores que mi madre cultivaba


 

 

 

en un pequeño jardín. Pero el terreno era bastante grande y estaba en un lugar

paradisíaco, todo era propicio para los juegos y los sueños de los niños.

Aquel era un mundo inexplorado, y difícil de explorar por su gran riqueza de

posibilidades. Por lo visto, los antiguos dueños de la casa eran tejedores, y en ella

había un antiguo telar. Las habitaciones eran muy sencillas, y la casa -creo que su

construcción databa del año 1726- estaba muy necesitada de restauración; cuando

llovía, había goteras por todas partes. Pero era una casa muy bonita y, como dije antes,

también muy propicia para los sueños infantiles. Y viviendo así, sin apenas

comodidades, éramos enteramente felices. Seguramente, aquello no sería tan divertido

para mis padres; Mi padre tenía que pagar las constantes reparaciones de la casa, y Mi

madre tenía que sacar el agua del pozo, pero mis hermanos y yo nos encontrábamos

allí como en la gloria. Tardábamos cerca de media hora en llegar al pueblo más

próximo, pero eso también nos parecía muy bonito y, por una cosa o por otra, siempre

estábamos caminando. Nunca llegamos a sentir la falta de comodidades, no

echábamos de menos la vida moderna, más bien, al contrario, vivíamos una continua

aventura gozando de plena libertad, disfrutando de la belleza natural y de un hogar,

que era una casa muy antigua, pero llena de calor humano en su interior.

¿Sus padres fueron muy exigentes?

En cierto sentido, sí. Mi padre era un hombre muy recto y, quizá, por eso mismo,

también muy estricto. Pero nosotros sabíamos que se debía a que era un hombre muy

justo Y soportábamos sus exigencias con la mayor naturalidad. Y nuestra madre, por

su parte, suplía lo que a mi padre le pudiera faltar de suavidad a la hora de exigir. Mis

padres tenían dos temperamentos muy distintos, pero precisamente gracias a sus

diferencias, se complementa han perfectamente. En mi casa había mucha exigencia, sí,

debo confesarlo, Pero también había mucha alegría, mucho cariño. Los hermanos

jugábamos mucho juntos y nuestros padres, siempre que podían, sacaban tiempo

también para compartirlo con nosotros. Y, como a todos nos gustaba la música,

también Procurábamos disfrutarla juntos; aquello nos servía para reponer fuerzas.

Sí, creo que es un gran apasionado de Mozart.

¡Sí! A pesar de que tuvimos que mudarnos tantas veces de casa durante mi niñez,

siempre fue en una zona situada entre Inn y Salzach. La mayor parte de mi vida -la

más importante y la más bonita- transcurrió en Trautstein, notablemente marcada por

Salzburgo. Allí fue donde Mozart penetró hasta el hondón de mi alma. Su música, tan

brillante y, al mismo tiempo, tan Intensa, todavía me sigue haciendo vibrar de

emoción. No es un simple divertimento, la música de Mozart encierra toda la tragedia

de ser hombre.

El arte es elemental para el hombre. La respuesta del hombre a la realidad no puede

ser sólo la razón -como asegura la ciencia-, ni tampoco puede expresar todo lo que el

hombre quiere y debe expresar. Yo creo que el arte es algo que Dios ha puesto en el

hombre. El arte, con la ciencia, es el mayor don que Dios le ha podido dar.

Sus padres enviaron a sus tres hijos a un internado. ¿Por qué lo hicieron exactamente?

En aquellos tiempos era la única forma de recibir una "buena educación". En el Land

había pocos Institutos y sólo algunas escuelas; lo mejor para estudiar bien era un

internado. Mi hermana, por ejemplo, sólo fue a una escuela secundaria de las

franciscanos. Iba a diario en bicicleta -haciendo un recorrido de cinco kilómetros-, y no

estuvo interna, vivía en casa. A ella le hubiera gustado más ir a un internado, pero no


 

 

 

pudo ser. Mi hermano también fue a la escuela y después pasó al internado. Y yo

empecé yendo a la escuela, pero dos años después mis padres pensaron que como era

el más pequeño de sus hijos y el último en edad de estudiar, tal vez valiera la pena

hacer algún sacrificio más, y darme la oportunidad de que también pudiera ir a un

internado. Y así fue. Bueno, supongo que también iría por razones educativas -cosa

que entiendo muy bien- porque, lo cierto es que tenía que corregirme de un montón de

cosas. En un internado se aprenden muchas cosas mejor que en casa, como, por

ejemplo, a ser sociable o a integrarse con los demás. Pero aquello sólo duró dos años,

porque entonces todos los internados de Traunstein pasaron a ser lazaretos, y tuve que

volver a casa.

Hablando de su familia, ¿se podría decir que su familia era exageradamente religiosa?

Puede ser. Mi padre era muy buen creyente. Todos los domingos iba a Misa a las seis

de la mañana, y luego volvía a las nueve al Oficio divino (son Horas canónicas), y por

la tarde iba otra vez. Y, en cambio, la religiosidad de mi madre era, sobre todo, más

sentida, acogedora, Aunque cada uno a su estilo, en ese punto mis padres también

coincidían en lo principal: en casa, la religión era lo más importante de todo.

Pero, en su casa, ¿cómo recibían la educación religiosa? Porque ahora este tema resulta

muy problemático para muchos padres.

En mi casa la religión era parte integrante de nuestra vida. Rezábamos en familia. Se

bendecía la mesa en todas las comidas. íbamos a Misa diaria cuando el horario de la

escuela lo permitía, y los domingos asistíamos todos, en familia. Después de jubilarse

mi padre también rezábamos el rosario en familia con bastante frecuencia, y asistíamos

al Catecismo de la escuela, aparte de lo que hiciéramos en casa. A nuestro padre le

gustaba comprarnos las lecturas que le parecían adecuadas a nuestra edad, por

ejemplo recuerdo algunas revistas infantiles de cuando hicimos la Primera Comunión.

Pero esto que le estoy contando era todo, quiero decir, que no tuvimos una educación

exageradamente religiosa: íbamos a la Iglesia juntos y rezábamos en familia, eso era

todo.

Y de joven, ¿qué fue lo que le atrajo de la fe?

Siempre sentí un interés especial por las cosas de la Liturgia, y creo que a mis

hermanos también les interesaba. Cuando estaba en la segunda clase, mis padres me

regalaron mi primer misal. Eso fue para mí como una gran aventura: adentrarme en

aquel misterioso mundo del latín y averiguar qué estaba pasando, qué estaban

diciendo, qué significado tenía todo aquello. Y así fue cómo, a partir de un misalito

infantil, llegué al misal más completo. Pero fue paso a paso, como un emocionante

viaje de exploración.

Un misal. ¿Qué es eso exactamente?

Es el libro que el sacerdote coloca sobre el altar para celebrar la Misa. Ese mismo libro

existe también en ediciones más manejables, asequibles a todos los cristianos y que -

por cierto- también está traducido al alemán.

Por otra parte, como es natural también nos entusiasmaban todas las fiestas litúrgicas

que entonces había: su música, sus ornamentos, las imágenes, etc. Eso por una parte.

Pero además, desde un principio, todo lo relacionado con la religión me interesaba

también racionalmente. Creo poder decir que yo iba profundizando, paso a paso, por

mi cuenta. En aquel tiempo del nacionalsocialismo había muchas polémicas, y era


 

 

 

particularmente necesario tener bien preparadas las respuestas que había que dar,

porque por entonces, te señalaban públicamente: "ese es católico, va mucho a la

iglesia", o incluso, "ese quiere hacerse cura". Las broncas callejeras eran muy

frecuentes; había que estar bien pertrechado contra los posibles ataques.

Buscando argumentos y estudiando a fondo para poder defenderlos, descubrí que

todo aquello era una apasionante aventura de la razón, que, progresivamente, me iba

abriendo horizontes nuevos. Las alegrías litúrgicas unidas a las de la razón me

parecieron una posibilidad enormemente atractiva para alguien que quisiera dedicar

su vida a conocer bien el mundo, y ése era mi caso.

Su origen bávaro y el marcado catolicismo de su país parecen haber marcado también

su propia vida. Usted siempre ha dicho que preferiría salir en defensa de la fe sencilla

de la gentes modestas que de la fe arrogante de los teólogos, o de la fe débil de los

creyentes aburguesados o de vida desahogada.

En Baviera nos gustaría ser creyentes y buenos católicos, y pasar inadvertidos. Pero la

fe adquiere un particular colorido en nuestro país, sobre todo en esa pequeña ciudad

de Traunstein, donde, en el transcurso de la historia, el catolicismo ha estado siempre

implicado en la vida cultural del Land- Yo diría que nos han contagiado esas

costumbres religiosas para que no olvidáramos nuestra propia historia.

Desde tiempos remotos, en mi familia todos han sido bávaros, buenos patriotas. Mi

padre era originario de la Baja Baviera y como se sabe, en la política bávara del siglo

XIX había dos corrientes muy diferentes. Una estaba orientada hacia un imperio

alemán, es decir, a una única nación alemana, mientras que la otra era la corriente

bávaro-austriaca, de orientación franco-católica. Mi familia pertenecía claramente a

esta segunda y ahí todos tenían fama de ser muy buenos patriotas bávaros; todos

estaban muy orgullosos de su historia. Mi madre era del Tirol, en el sur de Alemania,

donde también predomina un catolicismo muy arraigado y con mucha vida, aunque

su forma de practicarlo sea muy diferente. De modo que nosotros, aunque conscientes

de que no debíamos manifestarlo, nos identificábamos plenamente con nuestra propia

historia. Pero esta historia no tiene nada que ver con la otra, con la del

nacionalsocialismo que, de 1933 a 1945, nos condujo a la catástrofe. Al contrario, aquel

nacionalismo que acabó en guerra y catástrofe, nos reforzó aún más en nuestra

concepto de la historia.

¿En su familia ha habido conflictos en la relación padre-hijo?

Alguno tuvo que haber, casi seguro; no obstante siempre tuve mucho trato con mi

padre. Tal vez se deba a que, en su último año de servicio, estuvo de baja por

enfermedad durante mucho tiempo. Hizo todo lo que pudo por retirarse del servicio a

tiempo, porque era totalmente contrario al Tercer Reich. Durante esos meses

caminábamos mucho juntos, y eso nos aproximó mucho uno al otro.

Hubo un tiempo -estando los tres hijos estudiando y mi padre ya jubilado- en el que,

como la cuestión económica era algo problemática, mi madre tuvo que volver a ejercer

su profesión temporalmente en Reit im Winkl. Yo, entonces, pasaba mucho tiempo en

casa, con mi padre. Me contaba muchas cosas, era muy buen comunicador. Es decir,

que caminando y charlando nos unimos mucho. Y algo que también contribuyó mucho

a nuestro buen entendimiento fue el tema de la religión y su decidida aversión al

régimen nazi. Para mí, su mayor fuerza de convicción era simplemente su honradez.

Su conducta fue siempre un ejemplo para nosotros.


 

 

 

¿Cómo se expresaba concretamente su padre en contra del régimen de aquella época?

Estuvo de servicio hasta el año 1937. Durante el tiempo llamado "de acción", a finales

de la República de Weimar, vivíamos en Tittmoning. Yo era muy pequeño todavía,

pero recuerdo muy bien cuánto sufría mi padre entonces. Tenía alguna relación con el

periódico "Dergerade Weg", contrario al nazismo; por ejemplo, todavía me acuerdo de

las caricaturas de Hitler en ese periódico. Mi padre también era muy tajante en sus

afirmaciones. El inminente poder nazi que él veía fue el principal motivo para que

saliéramos de allí y nos fuéramos a vivir a un pueblecito. En el pueblo los ánimos

estaban más calmados y la situación era más distendida, claro, a pesar de que entre

aquellos campesinos ya hubiera -por desgracia- un gran número de nazis. Mi padre no

ejerció ninguna clase de oposición en público, cosa que -por otra parte- allí hubiera

sido imposible. Pero en casa, cuando leía el periódico, sufría un ataque de ira. Ante los

demás sabía contener su indignación, no así cuando estaba con personas de su entera

confianza, a las que les manifestaba su opinión con toda claridad. Pero, a pesar de ser

funcionario, mi padre nunca estuvo afiliado a ninguna organización.

Dígame, Cardenal, ¿usted ha sido miembro de las Juventudes hitlerianas?

Nosotros no pertenecimos a las Juventudes hitlerianas, pero en el año 1941, mi

hermano sí tuvo que formar parte. Yo era demasiado pequeño todavía, pero después -

estando ya en el Seminario- también tuve que participar en las J.H. Luego lo dejé

cuando nos ocuparon el Seminario, y eso me creó bastantes dificultades, porque yo

sólo podía obtener el dinero para matricularme mostrando el carnet de las J.H. Menos

mal que había un profesor de matemáticas que era nazi, pero, gracias a Dios, muy

comprensivo -era un hombre honrado- que me advirtió: "ve al menos una vez, para

que te den el carnet", y al ver que yo me negaba, me dijo: "no te preocupes, te

comprendo", "yo lo haré por ti". Y me libró de aquella obligación.

De pequeño, qué le hubiera gustado ser. ¿Tenía a alguien a quien quisiera imitar?

No sabría decir si hubo alguien a quien a mí me hubiera gustado imitar. Supongo que

es muy propio de los niños cambiar de parecer de un extremo a otro. Recuerdo que, en

cierta ocasión, vi a un hombre pintando una pared y pensé, "cuando yo sea mayor,

quiero ser como él". Pero tiempo después vi al Cardenal Faulhaber -en visita pastoral a

nuestra diócesis- vestido de color púrpura, y me pareció tan fascinante que, enseguida,

cambié de opinión y decidí que prefería ser algo así.

Pero, un pintor de brocha gorda y un cardenal ... no se parecen en nada.

Claro que no. Ahí podemos comprobar que un niño todavía no sabe distinguir, su

decisión está motivada por un simple efecto óptico de su agrado. Pero, estando todavía

en la escuela pública ya empecé a sentir vocación de enseñar, y en eso sí tuve a quién

imitar. Ese deseo siempre ha sido, a Dios gracias, compatible con mi vocación

sacerdotal. Pero, de todos modos, me atrevería a asegurar que el deseo de enseñar a

otros -transmitir lo conocido a otros- me interesó desde una edad muy temprana, y

también la afición a escribir. Empecé a escribir mis primeras poesías, y otras cosas, en

la escuela.

Pero, ¿qué clase de poesía?

Hacía poesía de todo lo que veía, de todo lo cotidiano , poesías dedicadas a la

Navidad, a la Naturaleza. Simplemente era una señal de que me gustaba exteriorizar


 

 

 

mis sentimientos, sobre todo de que me gustaba dar algo de mí mismo a los demás. En

cuanto aprendía algo nuevo me sentía en la obligación de enseñárselo a los demás.

¿Y nunca pensó en formar una familia? ¿Nunca tuvo relaciones con alguna chica? Del

Papa Juan Pablo II sabemos que de joven estuvo enamorado.

Yo lo explicaría así: nunca he sentido la necesidad de crear una familia, eso no entraba

en mis planes. Pero, como es natural, he tenido muchas amistades. Eso sí.

'Y cómo conoció su vocación? ¿Cómo supo que estaba destinado para esto? En una

ocasión dijo: "Yo estaba convencido, aunque no sabría decir por qué, de que Dios

quería de mí algo que sólo podría llevarlo a cabo ordenándome sacerdote".

No lo vi gracias a un rayo de luz que, de pronto, me iluminara y me hiciera entender

que debía ordenarme sacerdote, no. Fue más bien un lento proceso que iba tomando

forma paulatinamente; tenía una vaga idea, siempre la misma, hasta que, por fin, tomó

forma concreta. No sabría decir la fecha exacta de mí decisión. Lo que si puedo

asegurar es que, esa idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros -de mí

también-, empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que

quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo,

comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote.

Y después, pasado el tiempo, ¿recibió alguna nueva luz se sintió de alguna manera

iluminado por Dios?

Iluminado en el sentido clásico de la palabra que nosotros conocemos por los místicos,

eso no, nunca; soy un cristiano normal y corriente. Pero en un sentido un poco más

amplio, la fe aporta una nueva luz, qué duda cabe. Con la fe unida a la razón -como

decía Heidegger- se puede entrever un espacio de claridad entre distintos caminos

equivocados.

En cierta ocasión ha escrito: "Todo lo que es, es un pensamiento ya cuajado. El espíritu

creador es origen y causa principal de todas las cosas. Todo lo que es, es razonable por

su origen, porque procede de la razón creadora".

Con esas palabras yo sólo intentaba expresar filosóficamente lo que contiene y ha

elaborado la doctrina cristiana sobre la Creación. Y exactamente dice que nada es

porque sí, sino que es a causa de una energía creadora que -a su vez- tampoco es una

energía unánime, sino que es razón y amor, y, por eso, todo es razonable en cuanto que

creado. Esa es la filosofía cristiana sobre la Creación. Y así creída y razonada nos

infunde una nueva luz, pero no tendría sentido hablar aquí de "iluminación" en la

acepción popular de la palabra.

Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?

Si. Claro que tuve. Concretamente en el sexto año de estudios de teología uno se

encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para

mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta

fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron

las pequeñas crisis.

Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?

Durante mis años de estudiante de teología en Munich yo me planteaba dos

posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de


 

 

 

profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho;

aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a

conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez

veía más claro que el trabajo en una parroquia -donde atendería todo tipo de

necesidades- era mucho más propio de la vocación sacerdotal, que el placer de estudiar

teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología

que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una

entrega plena a mis obligaciones, incluso en los trabajos muy sencillos y poco

gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico -estaba más bien dotado para

el deporte que para la organización o el trabajo administrativo-, y también tenía la

preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me

preocupaba la idea de llegar a ser un buen capellán y dirigir a la juventud católica, o

dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y

ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida

así, si aquella era realmente mi vocación.

A todo ello iba siempre unida la otra cuestión de si yo podría hacer frente al celibato, a

la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y

no teníamos local para la Facultad de teología. Estuvimos dos años en los edificios del

Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la

convivencia -no sólo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y

alumnas-, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados

del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos

espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas

horas de oración en la Capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado

diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo.

Y, antes de que acabara la guerra. ¿tuvo que ir también al Ejército?

Sí. En 1943, todos los seminaristas de Traunstein, formando un grupo, fuimos

destinados a Munich, a la arti llería antiaérea. Yo sólo tenía 16 años, y de agosto del

1943 a septiembre del 1944, estuve de servicio militar como todos los demás. Nos

incorporamos al Max-Gymnasium y muy cerca de allí se seguían impartiendo clases.

Tuvieron que reducirnos algunas asignaturas, pero pudimos recibir las clases sobre las

materias más fundamentales. Aquello no resultaba demasiado agradable para nadie -

como es lógico-, pero el compañerismo entre nosotros era tan fuerte que logramos

tener un ambiente muy estimulante.

¿Qué hacía en la artillería antiaérea, en aquel tiempo?

La batería estaba dividida en dos elementos principales, por una parte el cañón y por

otra el departamento de mediciones. Yo estaba destinado en este último Por entonces

ya disponíamos de los primeros aparatos electrónicos y ópticos para detectar la

aproximación de aviones y trasmitir los datos necesarios a los artilleros. Aparte de los

servicios regulares, siempre que había un toque de alarma, teníamos que estar todos en

nuestros puestos. Esto no hubiera sido tan tremendo si no fuera porque el toque de

alarma casi siempre sonaba de noche, y nos echaba a perder muchas horas de sueño,

casi todas las noches.

¿Participó en el bombardeo de Munich?

Sí. Entonces estaba de servicio en un tercer departamento, el de comunicaciones, que

dirigía todas las operaciones de telecomunicación. Nos encontrábamos en Gilching,


 

 

 

cerca del lago Ammer, una posición muy destacada porque los americanos que

regresaban del Mediterráneo tenían irremisiblemente que sobrevolar Munich. Muy

cerca

de allí estaba la fábrica de aviones de Oberpfaffenhofen, donde se fabricaron los

primeros caza-reactores. Nosotros fuimos los primeros en ver despegar y volar

aquellos nuevos reactores alemanes. Hubo muchos bombardeos, algunos eran

continuos; vivimos la guerra muy de cerca.

En el otoño de 1944 nos enviaron a todos al servicio en cuartel. Estuve estacionado dos

meses en la frontera austro-húngara, justamente cuando Hungría capituló ante los

rusos. Todo aquello estaba en ruinas, había barricadas antitanques, refugios. Después

me trasladaron a Infantería y tuve la suerte de ser destinado a Traunstein. El reparto

de destinos estaba a cargo de un oficial muy amable, manifiestamente anti-nazi, que

siempre que podía procuraba ayudar a todo el mundo. Y él me envió a casa, a

Traunstein, para que mi servicio en la Infantería fuera lo menos enojoso posible. Pero

allí caí prisionero y me trasladaron a un campo de prisioneros americano en Ulm, con

otros 40.000 o 50.000 soldados. Por fin, el 19 de junio de 1945, fui puesto en libertad.

¿Conserva algún recuerdo del final de la guerra?

Nos hallábamos en el campo de aviación de Aibling, Durante las seis semanas que

permanecí en aquel campo de prisioneros dormíamos todos al aire libre y en el suelo,

cosa nada divertida. Los americanos no pudieron instalar suficientes barracones ni

ningún tipo de alojamiento para tantos prisioneros. Como no teníamos calendario ni

nada semejante se nos ocurrían muchas cosas para contabilizar los días y tener noción

del tiempo que iba pasando. Tampoco recibíamos noticias. De pronto, un día -era el 8

de mayo- nos dimos cuenta de que los americanos, que solían utilizar artillería ligera,

habían cambiado a la munición pesada, y estaban disparando frenéticamente. Nos

llegaron rumores de que la guerra estaba llegando a su fin. Alemania se había rendido.

Todos suspiramos aliviados con la esperanza de que pronto nos pondrían en libertad y

ya no nos podría pasar nada más. Pero, enseguida supimos -por nuevos rumores- que

no debíamos alegrarnos tan rápidamente, porque los americanos pensaban seguir

haciendo la guerra a Rusia y, muy probablemente, nos enviarían a combatir contra los

rusos; iban a armarnos de nuevo para salir hacia el frente. Yo no me podía creer que

aquel respiro acabara tan pronto, no podía ni pensar en ello. Me alegraba tanto de que

la guerra hubiera terminado que sólo pensaba "ojalá que ahora esto no dure tanto".

 

 

 

3. El joven profesor

"Al iniciar mis estudios de teología", comentaba en alguna ocasión, "empecé a

interesarme también por otros temas de índole intelectual que me explicaran la

situación de mi propia vida, pero, sobre todo, que me desvelaran el misterio de la

Verdad." ¿Qué quería decir exactamente con estas palabras?

Yo creo que esas palabras mías son un poco "afectadas". Sólo quería explicar que

cuando uno se decide a estudiar teología no es porque quiera aprender un oficio, sino

para poder llegar a entender la fe, y eso -en palabras de San Agustín- presupone que la

fe es verdad. La fe también abre el acceso a un recto conocimiento de la propia vida,

del mundo y de los hombres. Con el estudio de la teología, uno se introduce

automáticamente en la gran polémica espiritual de la historia de Occidente. La fe


 

 

 

cristiana estuvo desde un principio anatematizado por la tradición judía, por el mundo

grecolatino y también -naturalmente- por la propia historia en la Edad Moderna.

Porque el estudio de la teología siempre ha ido unido a cuestiones como "¿qué es

exactamente teología?", "¿qué podemos saber estudiando teología."

El ambiente en el Seminario de Freising, por aquella época, era magnífico.

Acabábamos de salir de una terrible guerra. Después de haber vivido seis años de

contienda, la gente sentía hambre -tanto física como espiritual- por saber de muchas

cuestiones que se habían planteado, justamente, en la época que acabábamos de vivir.

Nosotros entonces ya habíamos leído a Gertrud von Le Fort, a Ernst Wiechert y a

Dostojewski, a Elisabeth Langgäser, y toda la literatura que en aquel tiempo se podía

encontrar. Todos los estudiantes de Munich conocíamos al profesor Steinbüchel -

teólogo moralista- que era el más conocido entonces, y a Heidegger y Jaspers. Había

un dinamismo espiritual realmente entusiasta.

¿Qué corriente espiritual le interesó más en particular?

Me interesaron mucho Heidegger y Jaspers, y el personalismo en su conjunto.

Steinbüchel ha escrito un libro, "Die Wende des Denkens", (El cambio del

pensamiento), donde expone, de forma impresionante, el cambio radical del

predominio del neokantismo a la fase personalista. Esta fue una lectura clave para mí.

Y como. contrapeso a todo esto, me interesaron mucho, también desde el principio,

Tomás de Aquino y San Agustín.

Estas palabras son de Steinbüchel: "Corregir al agitador, animar al pusilánime, refutar

al antagonista". Era como explicaba su función.

Fue un gran obispo. También escribió libros colosales que hacen pensar en cómo pudo

lograrlo con tantas otras ocupaciones como tenía. Pero su principal dedicación, por

encima de todo, fue la de obispo continuamente ocupado con toda clase de pleitos y

necesidades de la gente humilde de su ciudad; fue preocupación suya mantener

siempre esa imagen. Eran tiempos difíciles, la emigración estaba comenzando. Desde

luego, no se puede decir de él que fuera un hombre que estaba en las nubes.

En esa época, por un decreto del Reich, el obispo era al mismo tiempo una especie de

juez de paz y, por tanto, gozaba en su jurisdicción de cierto rango que exigía su

intervención y sus sentencias en muchos litigios civiles. Estando ocupado casi a diario

en esos menesteres hacía todo cuanto podía por llevar la paz de Cristo a todos los

corazones, sobre todo predicando el Evangelio. También en eso fue un modelo para

mí. A pesar de sus vehementes deseos de llevar una vida de meditación, y a pesar de

sus enormes ganas de trabajar intelectualmente, supo estar -ante todo- disponible para

los demás y entregarse a ellos hasta en las cosas más pequeñas de cada día.

Lo que más me impresionó entonces no fue exactamente su labor pastoral, que yo

apenas conocía, sino la frescura y la vitalidad de su pensamiento. La escolástica tiene

su importancia, pero todo es muy impersonal; requiere algún tiempo para llegar a

profundizar en sus tensiones. En San Agustín pasa todo lo contrario: las pasiones, el

sufrimiento, el dolor, todas las cuestiones del hombre están presentes de una forma tan

directa que uno se siente enseguida identificado con él.

Después se interesó por la teología de la historia en San Buenaventura. ¿Eso, por qué

fue?


 

 

 

Fue una simple casualidad. El Profesor Söhngen, director de mi tesis doctoral, al leer

mi disertación sobre la Iglesia primitiva determinó que tratara de la Edad Media o

Moderna en mi habilitación para la cátedra. Sea como fuera, yo debía dedicarme a

investigar el concepto de Revelación en San Buenaventura. El profesor sabía que me

inclinaba más por la corriente agustiniana que por la tomista, y me aconsejó San

Buenaventura, que él también veneraba y conocía muy bien.

La teología fundamental tiene mucho que ver con la "Revelación" y se pregunta ¿qué

es ésta exactamente?, ¿realmente ha existido? y otras cuestiones semejantes. Al

embarcarme en ese tema y estudiarlo a fondo quedó en evidencia que, para San

Buenaventura, la Revelación estaba muy relacionada con la aventura franciscana y que

esa aventura, a su vez, también estaba relacionada con Joaquín de Fiore, que había

vaticinado una tercera edad, la tercera edad del Espíritu Santo, como nueva fase de la

Revelación. Joaquín de Fiore había calculado en qué tiempo, cuándo iba a comenzar

esa edad. Y, por una extraña casualidad, ese tiempo coincide en su cálculo con las

mismas fechas de la vida de San Francisco, quien, efectivamente, dio inicio a una

nueva fase en la historia de la Iglesia. Hasta el punto de que los franciscanos tuvieron

la sensación -que pronto se convertiría en una nueva y relevante corriente- de que ellos

constituían lo que Joaquín de Fiore había vaticinado: "ésta es la nueva tercera edad del

Espíritu Santo", "es este pueblo de Dios, pobre y humilde que no necesita una

estructura temporal".

Con esto, el concepto de Revelación ya no quedaba sencillamente fijado en un

principio muy lejano, sino que estaba unido a la historia, como un proceso precedente

que ahora entraba en una nueva fase histórica. La Revelación había dejado de ser un

tema abstracto para San Buenaventura, ahora estaba unido a la exégesis de su propia

historia franciscano.

¿Qué se desveló con esto?

Son dos grandes interrogantes muy diferentes. Uno de ellos se podría expresar de la

forma siguiente: Si la fe cristiana está sujeta a una Revelación hace tiempo ya acabada

¿no está entonces condenada a someter al hombre y hacerle retroceder al pasado? Y

con tantos avances en la historia ¿podrá la fe ir al mismo paso que la historia o tendrá

todavía algo que añadir? ¿No se irá quedando progresivamente anticuada hasta acabar

siendo irreal? San Buenaventura respondía a esto destacando la relación de Cristo y el

Espíritu Santo según el Evangelio de San Juan: La palabra de la Revelación histórica es

definitiva, pero también inagotable, y permite seguir profundizando en ella. El

Espíritu Santo habla en todo tiempo como intérprete de Cristo, manifestando así que

su palabra siempre tiene algo nuevo que decir. El Espíritu Santo no puede extrapolarse

a un período futuro como dice el joaquinismo, sino que siempre es edad del Espíritu.

La edad de Cristo es la edad del Espíritu Santo.

El segundo interrogante es el de la escatología y la utopía. Al hombre le resulta difícil

esperar sólo en el más allá o en un nuevo mundo después de que acabe éste. Prefiere

una promesa en la historia. Joaquín de Fiore, que formuló una promesa tangible,

realizó así el cambio de agujas que aprovecharía Hegel -tal como explicara el Padre H.

De Lubac-; y, a su vez, Hegel preparó el esquema mental de Marx. San Buenaventura

se mostró contrario a esa utopía que engaña al hombre. Hizo también prevalecer un

concepto más sereno y realista del movimiento franciscano frente a otro exaltado y

anárquico-religioso, que causó y causa mucho mal. Pero, precisamente en aquella

realidad no utópica vivida por los franciscanos en la apasionada fe vivida por las

comunidades, encontró la respuesta a la cuestión sobre la utopía: los franciscanos no


 

 

 

trabajan para un mundo de pasado mañana, trabajan para dar al mundo actual un

poco de la luz del Paraíso. Aquí viven "utópicamente" como pueden, renunciando a

poseer, a disponer de sí mismos, a satisfacer su eros. Y así entra un poco de aire fresco

en este mundo, rompiendo sus presiones, y Dios se acercará de nuevo a nosotros en

medio de este mundo.

Al terminar sus estudios estuvo algo más de un año dedicado a la cura de almas. Me

han contado que, sobre todo, tuvo que celebrar muchos entierros.

No. Eso no es cierto. Fui coadjutor en una parroquia y daba dieciséis horas semanales

de Religión, a seis clases diferentes, de la 2ª a la 8ª clase. Eso suponía un montón de

trabajo, más aún si se tiene en cuenta que yo me estrenaba en aquel encargo. Era lo que

más tiempo me llevaba de todas mis obligaciones pastorales; disfrutaba mucho con

aquellas clases porque enseguida comprobé que tenía facilidad para relacionarme con

los niños. Fue una experiencia muy interesante para mí, dejar el ámbito intelectual

para, de pronto, dirigirme a los niños. Me pareció muy bonito transformar el abstracto

universo de los conceptos de modo que un niño también pudiera entenderlo. Además,

los domingos tenía que pronunciar tres sermones; uno iba dirigido a los niños y los

otros dos a personas mayores. Para mi sorpresa, la Misa para los niños era siempre la

más frecuentada por las personas mayores, que también empezaron a asistir. Yo era el

único coadjutor y por tanto también tenía que trabajar con la juventud -yo, solo- por

las noches. Aparte de esto, todas las semanas había muchos bautizos y entierros, es

verdad, y me veía obligado a atravesar todo Munich, de punta a punta, pedaleando en

mi bicicleta.

¿Estaba solo para todo eso?

Sí. Solo, pero tenía un párroco muy bueno, el prelado Blumschein. Era el mejor modelo

de buen pastor de almas; no era muy intelectual, pero era muy buena persona y un

hombre totalmente dedicado a sus obligaciones.

Creo que también ha sido uno de los profesores más jóvenes de Alemania y muy

admirado por los estudiantes. Uno de sus alumnos me ha contado que explicaba las

lecciones de forma que todo les parecía distinto, les sonaba diferente.

Yo supongo que eso tendría bastante que ver con el hecho de mi propia juventud.

Porque yo -a diferencia de algunos de mis colegas que exigían a sus alumnos la lectura

de los libros- prefería hacer como San Agustín y procuraba facilitarles material

suficiente sobre los problemas del momento de nuestro propio ámbito. Supongo que

ese estudiante se referiría a algo de esto.

En un panegírico del teólogo Joseph Ratzinger, el profesor Wolfgang Beiner decía que

su teología era "soberana y magistral" e inseparable de su persona. "Posee un vigilante

intelecto analítico a la par que una gran capacidad de síntesis". Y también añadía que

podía desvelar y abrirse paso con facilidad en los puntos flacos de la teología, gracias a

la "clásica brillantez que irradia". ¿Se reconoce en esta descripción de su persona?

Me parece algo exagerada, pero eso suele ser normal en todos los panegíricos. Yo,

naturalmente, siempre me he esforzado por hacer un análisis valiente y, precisamente

por ese mismo motivo, también he procurado -en mi círculo de doctorandos- ayudar a

que los demás detectaran los puntos débiles de una argumentación. Ha sido una

magnífica experiencia a nivel humano. En vez de trabajar en solitario con cada

doctorando, nos reuníamos todos un par de horas a la semana para que cada uno


 

 

 

pudiera presentar a debate las dificultades que encontraba en su trabajo. Era un

sistema de trabajo que les gustaba mucho.

Luego se fue ampliando aquel círculo y visitamos a otros profesores, gente importante.

Fuimos a Estrasburgo a ver a Congar, y a Basilea a hablar con Karl Barth; en cambio

invitamos a Karl Rahner, a que viniera él. Todos los alumnos tenían muchas

inquietudes. Y no nos ahorrábamos nada. Quiero decir que sabíamos que en las críticas

no nos movía una intención adversa, estábamos intentando ayudarnos, debatiendo los

temas analíticamente. Y procurábamos también no quedarnos atrapados en aquellos

análisis, había que llegar a la síntesis.

Si tuviera que destacar algo de su teología, o de su forma de hacer teología, ¿qué

elegiría como lo más específico?

Tal vez, que desde un principio me fijé en el tema de la iglesia, que he seguido a lo

largo de toda mi vida. Para mí siempre ha sido importante -y ahora más aún- que la

Iglesia no fuera un fin en sí misma, sino que la razón de su existir es que nosotros

podamos conocer y llegar a Dios. Así que, yo diría, que me gusta tratar el tema de la

Iglesia desde la perspectiva de Dios, y -en ese sentido- es el tema central de todos mis

esfuerzos.

Por un lado, yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías.

Quizá lo específico de mi trabajo, si queremos decirlo así, podría consistir en que me

gusta pensar con la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes

filósofos de la fe. Significa que yo no hago una teología aislada; intento hacer una

teología lo más amplia posible y siempre abierta a otras formas de pensamiento dentro

de una misma fe. Por eso para mí ha tenido siempre especial interés la exégesis. Yo no

podría hacer teología puramente filosófica. Para mí, lo primero de todo, el punto de

partida, es el Verbo. Creer en la Palabra de Dios y poner empeño en conocerla a fondo,

ahondar en ella y entenderla, para después reflexionar junto a los grandes maestros de

la fe. Por eso mi teología tiene cierto carácter bíblico e incluso patrístico, sobre todo,

agustiniano. Pero procuro, como es natural, no quedarme en la Iglesia primitiva; lo que

intento es subrayar los aspectos más relevantes de su pensamiento y entablar al mismo

tiempo un diálogo con el pensamiento contemporáneo.

El concepto de "verdad" es el más utilizado en todos sus trabajos. S lema episcopal

también reza: "Cooperador de la verdad". Pero, ¿por qué no "cooperador de la realidad

o de la sabiduría"?

Las dos cosas van unidas, verdad y realidad son una misma cosa. Una verdad sin

realidad sólo sería algo abstracto. Y una verdad que no hubiera sido asimilada por la

"sabiduría humana", tampoco sería una verdad humanamente interpretada, sería una

caricatura de verdad.

Este tema, al principio, no me parecía de particular interés. Pero a lo largo de mi

trayectoria intelectual me fui dando cuenta de lo siguiente: viendo todas nuestras

limitaciones, ¿no será una arrogancia por nuestra parte decir que conocemos la

verdad? Y, lógicamente, después me planteaba si no sería conveniente suprimir esa

categoría. Y tratando de resolver esta cuestión, llegué a comprender y a percibir con

claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se

corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad. Porque lo que queda

después de suprimir la verdad sólo es simple decisión nuestra y, por tanto, arbitrario.


 

 

 

Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada; si las cosas sólo son resultado de una

decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece.

De este modo comprendí la importancia que tenía que el concepto de verdad -con las

obligaciones y exigencias que, indudablemente, conlleva- no desapareciera y fuera

para nosotros una de las categorías más importantes. La verdad tiene que ser como un

requisito que no nos otorga derechos, sino que -por el contrario- requiere humildad y

obediencia, y, además, nos conduce a un camino colectivo. Poco a poco, la importancia

de la verdad ampliaba su círculo imponiéndose como de interés primordial en la

situación actual, pero, como dije antes, la verdad no se puede concebir en abstracto, ha

de estar enmarcada por la sabiduría.

Su hermano le describió en cierta ocasión con las siguientes palabras: "Se violenta

mucho cuando debe luchar para que las cosas se hagan según su conciencia". ¿Usted es

un hombre de conciencia?

Intento serlo, aunque no me atrevo a afirmar que lo sea. Pero, desde luego, me parece

fundamental no permitir que se acepte, o sea bien visto, lo que es contrario a la verdad.

Y esa tentación se presenta con frecuencia. Como es natural, puede darse un espíritu

de contradicción, que presente todo como opinable y justificable. Sin embargo cuando

el hombre escucha la voz de su conciencia, distingue el bien por encima de cualquier

actitud permisivo o tolerante. Por eso es para mí un ideal y una gran tarea ayudar al

hombre a reconocerla. Las grandes figuras, como Tomás Moro, el Cardenal Newman y

otros, que supieron dar testimonio de la verdad -como muchos de los perseguidos por

el régimen nazi, como Dietrich Bonhoeffer-, son mis mejores modelos.

De todas formas, alguna vez ha dicho que el hombre debe destacar "la primacía de la

verdad sobre la bondad",. Sin términos medios, me ha parecido entender. ¿No le

parece dar con eso la imagen del Gran Inquisidor que describía Dostoiewski?

Eso habría que leerlo en su contexto, naturalmente, porque ahí la bondad está mal

entendida, en el sentido de falsa bondad, cuando a lo que realmente se aspira es a "no

quiero causar un disgusto a nadie". Actualmente, esa actitud se da con mucha

frecuencia incluso en ámbitos políticos, "no me voy a meter en eso, porque sería mi

perdición". Y antes que disgustar a alguien o disgustarse uno mismo, se pacta con el

error, con la impureza, con la falta de verdad, con el mal. El bienestar o éxito personal

y la propia imagen se pagan muy caros -con el visto bueno del grupo de opinión más

en boga-, a costa de la Verdad. Yo no estoy en desacuerdo con la bondad en general;

porque la verdad triunfa y sale adelante sólo con la bondad. Yo me refería

concretamente a esa caricatura de bondad que, lamentablemente, tanto se ha

extendido. So capa de bondad, la conciencia se desvirtúa y se antepone la tolerancia, se

rehuye todo lo que pueda causar enojo y se elige el camino más cómodo; es decir, se

elige ser bondadoso para dar buena imagen.

Le han calificado de "perseverante, como buen bávaro", y también dicen que es de

piedad "sencilla y sincera". Ambas cosas apuntan a una dimensión profunda, que

podríamos llamar algo barroca. Pero estudiando los abismos de la existencia humana

también se interesó mucho por "el sentido de la apacible belleza de una Creación

redimida". ¿Eso no es una contradicción?

Digámoslo de otra manera; en la vida no hay contradicciones, hay paradojas. Una

serenidad que sólo se basara en no querer enterarse de los grandes males de la historia,

no sería tal serenidad, sería engaño o ficción, sería un replegarse en sí mismo. Y, por


 

 

 

otra parte, no querer ver al Creador manifestándose, incluso en un mundo de maldad,

sería también cinismo. Ambas cosas están muy relacionadas; por un lado, no hay que

apartar la mirada de los grandes males de la historia y de la existencia humana y, por

otro, hay que dirigir la mirada -con esa luz que nos da la fe- y ver que el Bien también

está ahí, aunque a nosotros no resulte difícil compaginar ambas cosas. Precisamente

cuando se quiere resistir al Mal, conviene no caer en moralismos sombríos y taciturnos

que nos ímpidan alegrarnos; por el contrario, es muy importante ver la belleza que hay

ahí contenida, porque así Podremos ofrecer una fuerte resistencia a lo que destruye la

alegría.

¿Se puede ejercer también la teología como un juego, según ha escrito Hermann Hesse

en su "Juego de abalorios"?

Esto sería muy poco. Juzgo que se da asimismo un elemento lúdico, pero, al fin, como

se piensa en "Juego de abalorios", no se trata de un mundo construido, de una especie

matemática del pensamiento sino de una confrontación con la realidad. Y, esto, en

efecto, en todas sus dimensiones y en todas sus pretensiones. En eso radica el elemento

del juego, pues es también algo genuino de nuestra existencia, parte integrante suya;

sin embargo, esto, no bastaría para caracterizar una teología correcta.

Otra obra de Herman Hesse, "El lobo estepario", se cuenta entre sus lecturas preferidas.

Este libro es considerado como uno de los documentos más significativos de una

cultura pesimista y del inicio del existencialismo. Si se lee detenidamente, nos

encontramos con la descripción de un hombre neurótico, hipersensible, que también

pretende hacer un diagnóstico de la enfermedad de nuestro tiempo con su

atormentado autoanálisis. Cardenal, ¿tienen algo que ver estas características con su

personalidad?

No. En absoluto. Ese libro fue un descubrimiento para mí por la fuerza de su

diagnóstico y de su pronóstico. En esa obra se anunciaban casi todos los problemas

que hemos vivido después, en los años sesenta y setenta. En la novela se trata en

realidad del análisis de una única persona, pero analizada de tal forma que, a la postre,

nos lleva hasta el autoanálisis. En ese libro, descubrir el "Yo" significa, al mismo

tiempo, su destrucción. No es sólo que haya dos almas en un solo cuerpo, es, sobre

todo, que el hombre se desintegra. No hice su lectura identificándome con el personaje,

sino para saber cómo un visionario entiende, en los tiempos modernos, la problemática

de la soledad y la del hombre solitario.

La idea de una personalidad multiopcional, la concepción de que el hombre moderno

no tiene ninguna identidad definida sino que él es hoy una cosa y mañana otra: esta

visión ha llegado justamente en nuestro tiempo a su florecimiento. Todo es posible. El

individuo ya no está sujeto a un esquema determinado, la vida es, conforme a esto, un

juego sin fin con todas las variaciones inimaginables.

Y que carece totalmente de voluntad. Pero la vida es algo demasiado serio para

considerarla un simple juego; la vida nos enfrenta al dolor y a la muerte. Y el hombre

puede perder su identidad, pero nunca podrá sacudiese de encima la responsabilidad

que tiene de explicar su pasado.

Siendo profesor en Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona, sus posiciones eran más bien

reformistas. El Cardenal Frings, de Colonia, le nombró asesor suyo cuando tuvo que

asistir al Concilio Vaticano II. Y entonces aconteció algo sorprendente. El Concilio ya

estaba preparado desde hacía bastante tiempo y se había pensado hasta en sus últimos


 

 

 

detalles hasta que usted redactó un sensacional discurso para Fríngs. Y, de pronto,

todos los planes se echaron abajo y cambiaron todos los documentos previamente

seleccionados. ¿Qué pasó exactamente?

Como bien dice Karl Rahner nunca se debe sobreestimar el papel de un solo individuo.

El Concilio era un gran cuerpo que debía su existencia -sin duda alguna- al impulso y

esfuerzo de muchos; si podía celebrarse era por el hecho de que era, precisamente, el

vivo deseo de muchos individuos. Tal vez todos no pudieran formularlo

expresamente, pero aquella disposición existía en el ambiente, todos buscaban y

estaban a la espera de algo.

Los padres conciliares asistieron al Concilio no sólo con los textos listos para su

aprobación y abiertos -por decirlo de alguna manera- a retocarlos en caso de

necesidad, sino que iban dispuestos a luchar y a quitarse la palabra para decir lo que

querían decir en poco tiempo. Primero hubo una presentación y luego cada uno

recogió su respectivo trabajo, no pensando en cambiarlo todo de arriba a abajo, sino

con intención de trabajar con la máxima rectitud en servicio de la fe. La introducción

de Frings (flanqueado por los Cardenales Liénart y Lille) iba orientada precisamente

en ese sentido, es decir, sólo hubo que poner por escrito algo que los padres conciliares

ya sabían y eran plenamente conscientes de ello.

¿Qué decía exactamente en aquel discurso?

Lo primero de todo es que no fue escrito por mí, porque no era un discurso, en

realidad. Lo ocurrido fue que en Roma, la Curia ya había elaborado varias propuestas

para la composición de las diferentes Comisiones conciliares, y era de esperar que

después de presentadas las listas, se pudiera proceder a la inmediata votación. Pero no

todos pensaban lo mismo. Entonces, los Cardenales Liénart y Frings se pusieron en pie

y dijeron, "así no podemos votar, es más prudente que nos conozcamos un poco unos a

otros para saber quién es el más indicado para cada Comisión", y hubo que retrasar un

poco la votación. Aquella fue la primera campanada, nada más comenzar el Concilio.

Pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Querer saber personalmente quiénes eran los

mejores candidatos, es absolutamente normal. Fue un impulso muy espontáneo de

ambos cardenales que, por otra parte, también respondía al deseo de casi toda la

Asamblea.

La segunda campanada -son pequeños sucesos que se suman a la historia que le estoy

contando- fue, en concreto, que cuando se iba a someter a debate el texto sobre la

Revelación, el Cardenal Frings aclaró que tal como estaba redactado -yo había

colaborado en él- no tenía un punto de partida apropiado. Hubo que redactarlo de

nuevo, a mitad de Concilio. Eso sí que fue una campanada. Y eso dio pié a que se

dijera que, en términos generales, nosotros rehacíamos los textos por nuestra cuenta.

Y el tercer discurso, que se hizo famoso, versaba sobre la necesaria reforma de los

métodos empleados por el Santo Oficio, y se pedía que se diera forma a un nuevo

procedimiento de mayor transparencia. Estos fueron los discursos que tanta impresión

causaron a la opinión pública cuando se conocieron.

Y esa campanada, ¿fue recibida con normalidad? ¿No fue una sorpresa para usted?

Sorprendió a muchos, pero también respondía a algunas esperanzas. El Cardenal

Frings había tenido contactos previos y sacó la conclusión de que habla que esperar un

poco más. Anunciarlo, respondía al sentido común de toda la Asamblea.


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