¡Dios te salve María!
 

Todo es posible. En este siglo hemos tenido descubrimientos teológicos de hombres

como Lubac, Congar, Danielou, Rahner, Balthasar y otros. Y a partir de ahí se han

abierto nuevas perspectivas a la teología, sin las cuales el Concilio Vaticano II no

hubiera sido factible. La fe es de dimensiones tan profundas que siempre puede

esconder algún aspecto nuevo. Y como ya hemos visto en este mismo siglo, esos

descubrimientos también pueden acarrear otros problemas, por ejemplo, con el avance

del método crítico-histórico, con la irrupción de las ciencias humanas en la teología,

etcétera. Tenemos que contar con ese tipo de acontecimientos. La fe, desde luego,

puede hacerse más difícil aún, pero también puede hacerse más fácil, más accesible.

Uno de los nuevos problemas podría ser la constante pregunta por parte de la teología

de cómo se fundamenta que Dios sólo se haya encarnado en la persona de Jesucristo y

no en otras figuras divinas, como las asiáticas, por ejemplo. ¿Cómo puede ser que una

sola persona represente la verdad absoluta en el proceso histórico?

Primero habría que decir que no existen paralelos en la historia de las religiones con la

fe cristiana en la divinidad de Jesús de Nazaret hecho hombre. La figura que más

puede aproximarse, la divinidad hindú Krishna -venerada como "Avatara" (descenso

de dios) de Vishnu aparece en la historia de las religiones indias con distintas

variantes; pero siempre concebida de una manera muy diferente a nuestra fe cristiana

en la unidad de Dios con un determinado hombre histórico, a través del cual atrae a sí

a t oda la humanidad. La fe cristiana está incluida en la fe judía en un Dios creador del

universo que hace historia con los hombres, que se une a su historia, y en ella obra

irrevocablemente para el bien de todos. Por eso, no puede haber una elección entre

Cristo y Krishna, o cualquier otra figura religiosa. Sólo existe la elección entre un Dios

que se presenta a sí mismo como el Dios único e inconfundible de todo el universo y

que se compromete con los hombres hasta tomar forma corporal, o elegir otras

religiones donde la divinidad aparece representada por diversas imágenes o figuras,

ninguna de ellas definitiva sino que, simplemente, el hombre se relaciona a través de

esas imágenes con lo inefable. Es una forma muy diferente de entender la verdad,

Dios, el universo, el hombre. El cristiano puede encontrar en esas imágenes de

religiones universales una aproximación hacia el cristianismo. Y en otras religiones

puede incluso ver la acción de Dios sobre los hombres, para enderezarles al buen

camino. Pero ese Dios es siempre el mismo Dios, es el Dios de Jesucristo.

Ya se están vislumbrando buena parte de las nuevas cuestiones y peligros para la

Iglesia. Antes hablábamos, por ejemplo, de las acusaciones de fundamentalismo por

parte de los que afirman que la Iglesia se opone a una sociedad democrática, impide la

libertad de opinión y de religión, y trabaja en la construcción de un Estado teocrático.

El contenido esencial de la fe bíblica va menguando, poco a poco. Se duda de la

Crucifixión, de la Ascensión o de la Redención que son sólo los puntos de vista de los

discípulos, porque, en realidad, no hubo un Sermón de la Montaña. Y se solicita, por

tanto, la disolución de la Iglesia en favor de una religiosidad postcristiana.

Pero a todo eso se opone la fuerza de la fe de millones de creyentes que, hoy en día,

encuentran en la iglesia su camino para ser hombres de bien. En las grandes dictaduras

de nuestro siglo se ha dicho insistentemente, y con grandes gestos, que la fe cristiana

había muerto y que sólo perseveraban en ella los ignorantes y obcecados. Después de

la caída de esos poderes, observamos que los creyentes proscritos han sido un

auténtico testimonio para la humanidad y los que prepararon el camino para un nuevo

resurgimiento. La fe cristiana tiene mucho más futuro que esas ideologías que la

invitan a autoanularse.


 

 

 

 

 

 

10. La visión de una nueva Iglesia

Al Papa se le reprocha con frecuencia querer volver al pasado, pasando por alto las

conclusiones del último Concilio. Sin embargo, Juan Pablo II nos anima ahora a "la

mejor preparación para el año 2000", que sería "una aplicación más fiel del Magisterio

del Vaticano II en la vida de cada uno y en la vida de la Iglesia".

Siempre se ha dicho que el Vaticano II es un acontecimiento clave para el Papa.

Participó en él siendo un joven obispo y creo recordar que fue nombrado arzobispo

durante el Concilio. Su participación en la elaboración de la constitución Gaudium et

spes, sobre la Iglesia y el mundo, fue muy constructiva. Su gran experiencia conciliar

se centra en la elaboración de ese texto, para el que estaba muy bien preparado por su

propio pensamiento filosófico. Ese documento, que es el texto más dinámico y

avanzado del Concilio, se ha convertido en una especie de máxima de su propia vida.

El Papa está profundamente convencido del providencial significado del Concilio

Vaticano II, cree que el Espíritu Santo ha dado nuevos cometidos a la Iglesia, desde el

cambio litúrgico en el mundo, a la libertad de religión, al diálogo entre las religiones o

con los judíos, y los contactos con el mundo moderno. Me resulta difícil imaginar a

nadie que haya intervenido e influido tanto como él en el Concilio Vaticano II, y

aplicado a todas las indicaciones del Concilio a su propia vida personal. Así que, esa

afirmación de que pretenda hacer algo en una dirección que no haya sido dada por el

Concilio, me parece totalmente absurda. El Papa está absolutamente convencido de

que el católico tiene necesidad de vivir la trascendencia y el singular significado de

estos tres años que él mismo ha configurado y quiere vivir. Y, como es natural,

también observa que hay algunas interpretaciones del Concilio que no son correctas,

que son diferentes. Y por eso aconseja seguir su Magisterio "lo más fielmente posible",

pero, naturalmente, con una fidelidad, al mismo tiempo, dinámica. Nuestra forma de

hacer no puede estar determinada por lo que nosotros quisiéramos que el Concilio

hubiera dicho, sino exactamente por lo que el Concilio ha dicho.

¿No necesitará la Tradición de la fe otro tono distinto, que suene de distinta forma?

Viendo el cansancio que predomina entre los cristianos, al menos aquí en Europa, sí,

me parece que efectivamente debería sonar de otro modo. Le contaré una breve

anécdota de un sacerdote ortodoxo que, en una ocasión, me decía: "yo me esfuerzo

mucho, pero la gente no me escucha", "o no vienen o se duermen", "seguramente es

porque yo no sé decir las cosas". Me pareció una reacción ejemplar para otros muchos

que también tienen esa experiencia. Lo que verdaderamente importa es que el

predicador tenga relación directa con la Sagrada Escritura, conn Cristo vivo a través de

la Palabra, y que al mismo tiempo sea un hombre que esté y viva en nuestro tiempo,

que no huya de él, que asimile la fe en su propia vida. De ese modo, lo que salga de su

interior cuando hable, tendrá un sonido nuevo, sonará de distinta forma.

¿Se ha previsto ya algo para contrarrestar en el Tercer mundo el "provincialismo

europeo", como usted mismo dijo en cierta ocasión? ¿El futuro de la Iglesia podría ser

africano o asiático o norteamericano, menos europeo en todo caso)

Seguramente. Porque los resultados, puestos en cifras, se van trasladando de Europa a

otros continentes. La conciencia cultural de los otros continentes se va afianzando cada

vez más. Hay un moderado paralelismo con lo que hablábamos sobre el Islam. Así

como en el Islam surgió un nuevo orgullo debido a la crisis cultural europea y


 

 

 

norteamericana, esa misma crisis también provocó que otros universos culturales

tomaran conciencia de sí y se sintieran orgullosos de sus respectivos pasados

culturales: "nosotros también tenemos algo nuevo y enriquecedor que aportar". Entre

los africanos se ha despertado una nueva conciencia de que ellos aún están en camino,

están aprendiendo, pero que eso no es óbice para tener también algo que ofrecer, sobre

todo, por la frescura de su fe, realmente admirable, y por la pasión que les sale de su

interior. Son conscientes de que en su legado cultural hay tesoros aún desconocidos. Y

esa misma conciencia se observa también en Sudamérica y en Asia. Podría decirse, por

tanto, con certeza, que en la iglesia se observan muchas culturas diversas que

configurarán su futuro, fundamentalmente, con las aportaciones de otros continentes.

La idea de que un obispo africano o sudamericano pudiera llegar a la Santa Sede a

dejado de parecernos extraña.

Efectivamente. En el colegio cardenalicio es fácil imaginar que se elija a un africano o,

al menos, a alguno de un país no europeo. Otra cosa es cómo aceptaría la cristiandad

europea esa elección. Porque lo cierto es que, a pesar de todas las manifestaciones en

favor de la igualdad de razas y de condena a la descriminación racial, sin embargo,

hay cierta conciencia crítica que suele aparecer en algún momento crucial. Pero los

cardenales -y esto lo sé con seguridad- sólo se plantearían quién es la persona más

idónea, sin importarles ni el color de la piel ni su país de origen.

¿Es posible que haya algún tipo de reforma en los dogmas o en los sacramentos, que

cambien o se formulen de otra manera, porque la lógica de la Iglesia también haya

cambiado?

Un "dogma" definido en una manifestación de la fe, no puede ser después falso ni

equivocado, al contrario de lo que sucede en la ciencia, que considera evidente un

descubrimiento, pero, más adelante, en relación con nuevos hallazgos, puede

modificarlo y rectificar su significado La verdad sigue siendo verdad siempre. Pero sí

pueden surgir nuevas perspectivas que le den una nueva luz. Los sacramentos también

seguirán siendo los mismos, pues los siete responden a la lógica de la vida humana; sin

embargo, con el paso del tiempo, tal vez se puedan cumplir de otra manera. Hace sólo

cien años, los hombres piadosos sólo iban a confesar y a comulgar tres o cuatro veces

al año. Actualmente, la comunión diaria es frecuente. El sacramento de la penitencia es

el que más cambios ha sufrido en el transcurso de la historia. Ni la teología

sacramentaria del Concilio de Trento (1545-1563), ni la doctrina sobre la gracia (¡el

debate sobre la justificación en la Reforma!) son falsas, no pueden serlo, pero sí han

sufrido una evolución. Así que, la invariabilidad y la flexibilidad, como puede

comprobarse a lo largo de la historia, van perfectamente unidas.

Al empezar el tercer milenio se presagia una nueva religiosidad. Está inspirada en

contenidos y facetas muy diversas de las grandes culturas, con elementos budistas,

ateos, o con el culto a la naturaleza. ¿Esto podría tener éxito también en la Iglesia, bien

sea por las nuevas corrientes del mundo, o bien a partir de nuevas religiones?

En la Iglesia católica ya se está dando el diálogo con otras religiones. Todos estamos

convencidos, me parece a mí, de que siempre se puede aprender algo de la mística

asiática, por ejemplo, y que en las grandes tradiciones místicas se presentan

posibilidades de encuentros que en la teología positiva no son tan evidentes. El legado

del Maestro Eckart, la mística femenina del medievo o, sobre todo, la gran mística

española, tiene un significado esencial en el actual diálogo entre religiones. Se trata de

entender lo común de lo místico (teología negativa) con un nuevo significado, pero sin


 

 

 

olvidar la distinción existente entre la mística budista y la mística cristiano. Ya está

demostrado que en los contenidos del mito y de la filosofía religiosa asiática hay

elementos totalmente nuevos que pueden afluir al pensamiento teológico, aunque sus

resultados no sean muy convincentes. Pero, desde luego, ahí existen otras

posibilidades y oportunidades para el pensamiento teológico y para la actual forma de

vida religiosa.

Durante casi mil quinientos años, en el entorno cristiano había una especie de respaldo

a la transmisión de la fe y a la educación cristiana. Pero, actualmente, ya no existe tal

respaldo ni en las escuelas, ni en los medios de comunicación, ni en la sociedad. Los

valores de la Iglesia y los del mundo moderno cada vez se distancian más. En el

futuro, ¿qué éxito pueden tener esos proyectos de vida y de salvación que ofrece la

Iglesia?

Tiene razón en decir que es muy necesario tener un entorno cristiano. Yo lo expresaría

de la siguiente forma. No se puede ser sólo cristiano; ser cristiano significa tener un

camino común. Incluso un ermitaño está en ese camino que comparte con muchos

otros. Por eso debe ser preocupación de la Iglesia crear esas comunidades. Las culturas

sociales europeas y norteamericanas han dejado de crearlas. Y eso nos remite a su

pregunta: "¿cómo podrá sobrevivir la Iglesia en una sociedad tan descristianizada?". La

Iglesia tiene que crear otras comunidades nuevas para hacer el camino, y luego las

comunidades, por su parte, tendrán que apoyarse y ayudarse mutuamente a vivir

mejor la fe en esas nuevas formas de vida.

El ambiente cristiano no llega al amplio campo de la sociedad en general, ya no existe

ese ambiente en ella. Por eso, los cristianos tienen que apoyarse mutuamente. Y esto

explica también la existencia de tantas formas nuevas, la aparición de tantos

"movimientos" de distinta especie, que ofrecen precisamente eso que se está buscando:

un camino común. Ahora hay una inagotable renovación de catecumenados que, sobre

todo, ofrecen la posibilidad de que los cristianos puedan encontrarse y conocerse.

Dicho en otras palabras, si en la totalidad de la sociedad no se encuentra un entorno

cristiano -como tampoco lo hubo en los cuatro o cinco primeros siglos de la historia- la

Iglesia entonces deberá crear sus propias células donde los cristianos puedan

ampararse, ayudarse y acompañarse, es decir, el gran espacio de la Iglesia en la vida se

tendrá que convertir en espacios más pequeños.

¿Cómo le parece que debería ser el modelo alternativo a esa Iglesia popular que,

evidentemente, ya no está tan presente en Europa? ¿Cómo deberían ser esas

comunidades? ¿Podrían existir en Alemania como una especie de "kibuzz" cristianos?

¿Por qué no? Pero eso ya se verá. Yo creo que sería un error proponer ahora un modelo

de la Iglesia del mañana, más o menos acabado, que, al parecer, será más minoritaria

que en la actualidad. Sin embargo, sí pienso que el día de mañana habrá muchos

hombres que se apoyen en ella, que, por decirlo de alguna manera, vivirán más con la

Iglesia, tal vez sin que se vea exteriormente, pero que en su interior sí vivirán con la

Iglesia. A pesar de los grandes cambios esperados, en mi opinión, la célula principal

para la vida comunitaria seguirá siendo la Parroquia. Aunque, probablemente, no se

pueda mantener el actual sistema parroquias, que es todavía joven, pues data de hace

poco tiempo. Habrá que aprender a caminar uno junto a otro, y eso, sin duda alguna,

supone un enriquecimiento. ¿Con qué rapidez sucederá esto en la historia?.

Dependerá, seguramente, de que haya grupos con un carisma determinado debido a la

personalidad de su fundador, y de que se mantengan unidos recorriendo juntos un

camino espiritual específico. El intercambio de experiencias entre la parroquia y cada


 

 

 

uno de esos "movimientos" será muy necesario, porque cada movimiento tendrá que

estar unido a la parroquia para no verse convertido en secta, y la parroquia necesitará

de esos "movimientos" para no quedarse entumecida. Actualmente, en las órdenes

religiosas se han creado otras formas de vida en medio del mundo. Cualquiera que lo

desee puede comprobar, y se asombrará de ello, la diversidad de formas de vida

cristiana totalmente nuevas ya existentes, y seguramente en medio de todas ellas

podría entreverse la Iglesia de mañana.

 

 

 

11. "Puro, puro, puro": la revolución espiritual

La Iglesia de nuestros días, parece demasiado burocrática, cautelosa, con muchos

proyectos humanos. ¿No cree que necesita más intuición frente a los excesos de la

razón? ¿No debería recuperar la contemplación y largos tiempos dedicados a la

búsqueda de valores espirituales? El anterior cardenal de París, Cardenal Veuillot,

decía en una ocasión: "Todo tiene que ser puro, puro, puro. Lo que realmente

necesitamos es una revolución espiritual". ¿Y no es también cierto que la Iglesia tendrá

descendencia sólo si es pura, virginal?

En su pregunta ya se encierra, de alguna manera, la respuesta. Yo he repetido

frecuentemente que creo que tenemos demasiada burocracia. cualquier caso,

necesitamos simplificar en todos los campos. Los asuntos no deberían recorrer tantos

despachos, porque más importante que eso sería tener un contacto personal. Algunas

veces, los temas no llegan a conocerse a fondo, sólo se conocen racionalmente. Y, por

mucho que el cristianismo hable de la razón y la utilice para todo, en la percepción de

la realidad hay otras dimensiones que también son muy necesarias. Antes hemos

hablado del diálogo con otras religiones, y también de la mística, en la que la

dimensión del silencio, del recogimiento interior, es especialmente necesaria en este

mundo tan trepidante como el nuestro. Hay una frase muy conocida de Karl Rahner:

"El cristiano del futuro, será místico o no será". Yo no diría tanto, porque el hombre

seguirá siendo siempre igual, seguiremos teniendo los mismos defectos. No creo que

sea tan fácil ser un místico. Pero lo que sí hay de cierto en ese pensamiento es que el

cristianismo estaría condenado a la asfixia si no nos ejercitamos un poco más en la vida

interior, buscando la fe en lo más hondo de nuestra propia vida, que es donde se halla,

para que nos ilumine y nos reconforte. El activismo y la formación intelectual no son

suficientes. Es muy importante la reflexión en la sencillez y la profundidad de los

sentimientos, y, también, en las formas de percepción de la realidad extra o supra-

racionales.

Ese recuerdo de lo espiritual, ¿no significa también que habría que pensar más en la

sencillez de la fe, que responde mejor a los principios fundamentales del cristianismo?

Es cierto. A veces la fe parece tan complicada que se piensa que sólo la pueden

dominar los eruditos. La exégesis nos ha dejado mucho de positivo, pero también ha

dado pie a que se formara la idea de que el hombre no puede leer la Biblia porque es

demasiado complicada. Hay que saber que la lectura de la Biblia deja siempre algo a

cada uno de sus lectores y que está escrita para los más sencillos. En el seno de la

teología de la liberación se ha originado un movimiento que habla de su interpretación

popular, y yo estoy de acuerdo con eso. Según ellos, la Biblia pertenece al pueblo y, por

tanto, ellos son sus mejores intérpretes. En el fondo tienen razón, la Biblia es para los

más sencillos. Ellos no necesitan saber los matices críticos; entienden lo fundamental,

de qué trata. Los profundos conocimientos de la teología, por supuesto, no son


 

 

 

superfluos, es más, en los diálogos entre las culturas universales son incluso muy

necesarios. Pero no deben ensombrecer la sencillez de la fe que es la que nos sitúa ante

Dios, ante un Dios que se me aproxima porque se ha hecho hombre.

¿Puede concebirse que después de una pérdida cuantitativa de creyentes, que ya no

sienten interés por el cristianismo, pueda haber una cristiandad cualitativa que

conserve y concentre el contenido de la fe? El Cardenal Lustiger dice que la cultura

contemporánea no será el final de la religión ni, por tanto, del cristianismo. Sugiere

otros planes y proyectos que llevan a pensar en nuevos comienzos. "La humanidad

vivirá sólo si quiere" -según Lustiger- "pues se halla en todo momento ante el tribunal

de los más jóvenes. Pero, la misma libertad que se tiene ahora y que permite incluso

destruir el propio planeta, se tiene también para ser cristiano, si se quiere. Ahora, -dice

el Cardenal-, nos encontramos ante los comienzos de la era de los

cristianos".¿Comparte esta opinión?

Yo no me atrevería a decir que nos encontramos ante la era de los cristianos. Porque,

¿qué es, exactamente, la era de los cristianos? En lo que sí puedo estar conforme es en

que el cristianismo siempre tiene la posibilidad de recomenzar. En alguna ocasión he

escrito que el cristianismo es al mismo tiempo, como un grano de mostaza y árbol, es

Viernes Santo y Domingo de Pascua al mismo tiempo. Nosotros nunca consideramos

el Viernes Santo en pasado, porque lo tenemos siempre presente, y la Iglesia tampoco

llega a ser un árbol completo, terminado, porque de ser así, en algún momento se

secaría y habría que talarlo; pero no es así, siempre está en la situación del grano de

mostaza. En ese sentido, estoy de acuerdo con él; siempre nos hallamos ante un nuevo

comienzo, y eso mismo conlleva las esperanzas de todo comienzo. El cometido de

creer desde y en la libertad y como manifestación de libertad, frente a un mundo

deteriorado, también comporta una esperanza, la esperanza de poder seguir

proclamando una expresión cristiana. Efectivamente, una era de cristianismo

cuantitativamente reducido puede aportar mucha vitalidad a ese cristianismo más

consciente. En ese sentido, podríamos estar ante una especie de era cristiana. Pero yo

no me atrevería a hacer pronósticos sobre el tiempo que pueda tardar en llegar, ni si

será un proceso lento o rápido. En cualquier caso, lo que sí quisiera destacar de todo

esto es que: "en el cristianismo siempre hay un nuevo comienzo". Ahora, en nuestro

tiempo, ya se están dando y los seguirá habiendo siempre. Y, además, generarán

nuevas y sólidas estructuras para el cristianismo.

Hace años expresó su esperanza de que en la Iglesia se produjera una especie de "lunes

de Pentecostés". Hay grupos de jóvenes con una decisión firme en favor de la fe de su

Iglesia, con una "catolicidad indivisible". ¿Se necesitan más cristianos valientes

orgullosos de serio? También dijo en otra ocasión que la Iglesia no necesita más

reformadores, sino más santos que, desde la vitalidad de su fe, descubran un nuevo e

irrenunciable compromiso cristiano.

Vamos primero a ver la relación de esos dos términos: reformadores y santos. Un santo

ya es un reformador, en el sentido de que vivifica y purifica la Iglesia. Pero,

generalmente, por reformador se entiende gente que realiza cambios estructurales y

que se mueve, por así decir, en el ámbito de las estructuras. Y yo a esto diría que, de

momento, no necesitamos reformadores como esos para nada. Lo que necesitamos en

realidad, son hombres cautivados por el cristianismo en lo más íntimo de su interior y

que lo vivan como una gran dicha y con esperanza, y, por eso, también lo amen. Y

nosotros, a estos, los llamamos santos.


 

 

 

Los santos han sido los auténticos reformadores de la Iglesia. Ellos, en su momento, la

hicieron más sencilla y abrieron el acceso a la fe a muchos otros. Sólo tenemos que

recordar a Benito, que a finales de la Edad Antigua creó un estilo de vida que hizo que

el cristianismo superara la época de la invasión bárbara. 0 pensemos en Francisco en

Domingo, que, en la edad en que la Iglesia era feudal y estaba entumecida,

desencadenaron una auténtica movilización de masas con los nuevos bríos de un

movimiento evangélico que vivía la pobreza del Evangelio, su sencillez y su alegría. 0

recordemos el siglo XVI. El Concilio de Trento fue muy importante, pero su eficacia en

la reforma católica se debe a grandes santos como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz,

Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo y otros muchos que, habiendo sido tocados en su

interior por la fe, la vivieron con originalidad, cada uno a su modo, y le dieron forma.

Y, por ahí, se introdujeron unas reformas muy necesarias y saludables. Por eso diría

también que las reformas tampoco ahora llegarán por medio de los foros y los sínodos

-que son justos y mucha veces muy necesarios-, las reformas vendrán por esas

personalidades sólidamente convencidas, que nosotros llamamos santos.

 

 

 

12. Nuevas oportunidades para el mundo mediante la Iglesia

El Papa, en su Carta apostólica con motivo del cambio de milenio, destaca que "la

Iglesia ... con su silencio, querría ser un techo para toda la humanidad". A mi me

parece muy importante lo siguiente: en el estado actual, de falta de conocimiento y de

indecisión, se requieren consejeros dignos de crédito, pero, más que a ciertas

personalidades, se necesitarían instituciones que fueran como instancias superiores

que no se tambalearan en tiempos estremecedores. Esta sociedad abierta, que nosotros

en el fondo quisiéramos conservar, cada vez nos exige más. Nos deja desamparados

frente a un exceso de ofertas y de posibilidades cada vez más impositivas, frente a

libertades que con frecuencia son poco útiles o perjudiciales, y sin que nosotros

podamos dominarlas. Para no perder esas oportunidades que nos ofrece una sociedad

abierta, y al mismo tiempo para protegernos de ser conducidos hasta una dictadura,

habría que asegurar la democracia con algunos subsistemas cerrados, es decir, con

otros modelos de mayor solidez y discernimiento que no se basaran en la opinión de

cada día ni en arbitrarias votaciones.

En esa pregunta ha abordado cuál es la situación de la Iglesia en el orden de libertades

de la sociedad, qué valor tiene en esa situación, dónde está establecida, qué puede

significar eso para ella. Pienso que en su pregunta ha expuesto algo muy importante.

La Iglesia no es una organización más entre otras muchas, ni tampoco una especie de

Estado entre Estados, configurada con las mismas reglas de juego democrático que

todos lo demás. La Iglesia es otra cosa, es una fuerza espiritual. Tiene su forma social y

de organización, pero en lo esencial es una fuente que produce y suministra una fuerza

que el Estado no puede obtener por sí mismo. Hay una frase de Böckenförde que se ha

hecho famosa: "la sociedad democrática vive de unas fuerzas que ella misma no puede

generar", que es lo mismo que antes daba a entender, aludiendo a algún sistema para

su protección.

Eso, en mi opinión, también sería entrar en una cuestión que ahora no vamos a tratar,

la democracia en la Iglesia. Además, si se piensa que la Iglesia debe ser una imitación

del Estado, es porque se desconoce su naturaleza. Pues, como sabemos, la propia

democracia, digamos, es un osado intento de regular rectamente lo definitivo según el

principio de mayoría, solamente en un margen concreto de cosas humanas. Sería


 

 

 

absurdo querer extender eso a cuestiones sobre la verdad y el bien, y también sería

absurdo que, por eso, tal vez tuviera que someterse una gran minoría y se originara

una especie de oligarquía, de dominio de un sólo grupo. La propia democracia reclama

realidades complementarias que den sentido a sus mecanismos y que estén formadas

de modo que correspondan a su propio cometido interior.

Para la Iglesia es muy importante que no se la considere primariamente como un

organismo autónomo que ofrece una amplia prestación de servicios, sino que vive

lealmente, dinámicamente, de algo que no hace ella misma, y así podrá dar a la

humanidad lo que ésta nunca podría obtener por propia deliberación. La Iglesia no

puede dar órdenes al mundo, pero tiene respuestas a la confusión y a la desorientación

en el mundo. Con esas imágenes bíblicas de la "sal de la tierra", de la luz del mundo, se

da a entender que la iglesia tiene función de representación. La "sal de la tierra"

presupone que no toda la tierra es sal. La Iglesia tiene, como Iglesia, una función para

un todo, dentro de un todo, y no es la simple copia de otra cosa, ni siquiera de un

Estado. Todo esto tiene que estar presente en su vida. Tiene que ser consciente de lo

específico de su mensaje, y estar, como la luz de Dios, en el devenir del mundo,

manteniéndose libre y abierta para que al mundo lo llegue el aire que necesita para

respirar.

¿No debería la Iglesia, como fuerza integradora, reforzar su oposición al poder, a la

dictadura de las modas y a ese sistema capitalista de la sociedad que desde hace

tiempo muestra incalculables deficiencias? ¿No debería la Iglesia ser casi vanguardista

y dedicar más esfuerzos a proteger la Creación? Ésa sería la orientación propia de una

institución que se alimenta de una Tradición y de una sabiduría, por detrás y por

encima de las cuales está el mismo Dios.

Con eso volvemos a la cuestión de, en qué medida debería la Iglesia estar abierta a las

novedades y prevenir la esclerosis que le produciría cerrarse como un erizo sobre sí

misma. En qué medida debe caminar junto a la modernidad donde se encuentra el

punto exacto a partir del cual deba tener el coraje de hacer objeciones, o una oposición

profética, creo que fueron sus palabras. Y, a partir de aquí se origina la segunda

cuestión: "¿quién o qué es exactamente Iglesia?".

Indudablemente, todos aquellos que hablan en nombre de la Iglesia, incluido el

Magisterio en sus diferentes grados, también deben tener el valor de protestar cuando

lo consideren necesario. Pero tampoco debemos perder de vista la afirmación:

"Nosotros somos Iglesia" en su sentido auténtico. Ser Iglesia no es sólo tener cargos, ni

es sólo ser el Magisterio. Esta afirmación solamente puede ser eficiente y digna de

crédito para el mundo, cuando realmente es así, de deseo y de hecho, y no se reduce a

una aclaración doctrinal que quede recogida en un simple documento de Roma o en

unas Cartas pastorales, sino que, efectivamente, es la palabra de una multitud que se

expresa con una misma voz, la de una Iglesia viva. Por eso, me parece especialmente

importante que, más que protestar como quien da órdenes o consignas desde arriba,

sean los propios cristianos los que hagan, entre todos, esa tarea de resistencia.

El Magisterio de la Iglesia es eficiente y es fidedigno en sus manifestaciones sólo si se

hace presente y se vive en el conjunto de la Iglesia. Y también, en sentido contrario, las

comunidades vivas de la Iglesia necesitan el aliento que les asegura su identidad y

mediante el cual reciben el estímulo para vivir lo que realmente son. Cuando decimos:

"la Iglesia tiene que ser la fuerza para resistir", hemos de pensar que esa fuerza debería

ser un esfuerzo conjunto de todos los cristianos, no sólo del Magisterio, porque hacer

ese discernimiento: "no todo lo moderno es malo, ni todo lo moderno es bueno", es una


 

 

 

facultad muy importante, me parece a mí, sin la cual la Iglesia no podría manifestar

con justicia ni su palabra ni su ministerio.

Me gustaría tocar también el tema del momento actual en el sistema económico de

Occidente. ¿Le parece que ese sistema, preocupado sólo por la importancia del

mercado, sobrevivirá los próximos diez años tal como ahora es?

Yo entiendo muy poco de la situación económica en el mundo. Pero me parece

evidente para todos que no podrá durar tanto tiempo. Para empezar, existe la

contradicción de la deuda de los Estados que viven en situaciones paradójicas,

gastando dinero y siendo garantes del dinero por una parte, y, por otra, están en

bancarrota debido a las cifras de la deuda. También está la deuda Norte - Sur. Todo

esto manifiesta que estamos viviendo en un proceso que es una auténtica red de

ficciones y de contradicciones que, evidentemente, no puede continuar igual por

mucho tiempo, pero es imposible para mí prever cuánto será.

En la primavera de 1996, en Norteamérica se ha vivido una extraña situación cuando el

Estado, de pronto, dejó de ser solvente, tuvieron que cerrar las oficinas públicas y se

vieron obligados a enviar a los funcionarios de vacaciones, lo cual constituyó un

conflicto bastante notable, porque el Estado es el responsable de que las cosas marchen

bien. Ese incidente ha demostrado de una forma bastante drástica que nuestro sistema

tiene fallos importantes y requiere esfuerzo para hallar los elementos que haya que

corregir. Pero me gustaría añadir a esto, que no encontrarán tales elementos si no

anteponen una actitud de renuncia común por parte de todos. Porque esas

correcciones tan necesarias no se consiguen dictando disposiciones ni dando órdenes

de gobierno. Esa es la prueba más dura para las sociedades. Todos hemos de aprender

que, en la vida, no se puede tener todo cuanto se desea, y deberíamos estar dispuestos

a bajar un escalón, al menos, del nivel que hayamos adquirido. Tenemos que

abandonar esa actitud de defensa de nuestros derechos y nuestras reivindicaciones. Y,

para ese cambio, es necesario que también cambiemos en nuestro interior, que

sepamos renunciar a ciertas cosas pensando en los demás, en el futuro, y eso es una

verdadera prueba para nuestro actual sistema.

Cardenal Ratzinger, ¿se conoce ya la valoración histórica de este pontificado? ¿Qué

puede significar el fin de este período tanto para la Iglesia como para el mundo?

¿Acabará con este Papa algo más que una era? ¿Acabará con Juan Pablo II el Viejo

mundo de Occidente que ha personificado de modo tan magistral?

Vuelve a preguntarme sobre la perspectiva del futuro y yo, en esa cuestión, soy

particularmente prudente. Juan Pablo II, al ser un Papa venido de Polonia, inició un

gran cambio en el panorama que había. En Polonia, la frontera de Occidente se

encuentra muy adentrada en la zona oriental. El horizonte, por tanto, se abrió con

dimensiones orientales. Por otra parte, Juan Pablo II ha pisado en sus largos viajes

tierras y espacios de Oriente, que han sido de gran importancia para la vida eclesial.

Pero también creo que, además, esas tierras orientales harán valer mucho más su

enorme peso histórico. Lo digo, no sólo porque crea que el maravilloso arte -junto al

románico, gótico, renacentista, barroco, etcétera- de la antigua Iglesia seguirá siendo

admirado por toda la humanidad, lo digo pensando también en las formas de

pensamiento y de vida que ofrecen, con los grandes santos que se abrieron al

cristianismo y le dieron fuerza y vigor, haciendo que el hombre fuera más hombre. La

humanidad no dejará que esos elementos esenciales se pierdan, y los integrará en los

nuevos horizontes.


 

 

 

 

 

 

13. La verdadera historia del mundo. La plenitud de los tiempos

En la Carta apostólica "Tertio millennio adveniente" dirigida a los obispos, sacerdotes

y creyentes, como preparación al año jubilar del 2000, el Papa habla de la plenitud de

los tiempos. En ella dice que el concepto de tiempo en el cristianismo tiene "un

significado especial". Con la venida de Cristo empezó el "fin de los tiempos", las

últimas horas. Y empieza, entonces, "el tiempo de la Iglesia, que durará hasta su

segunda venida". ¿Cómo se interpreta esto? ¿Se ha escrito ya el final del drama,

estamos ya agotados?

Lo que el Papa utiliza al comenzar esa Carta es un pasaje bíblico. El concepto "plenitud

de los tiempos" es de San Pablo. Y la idea de que este es ,el fin de los tiempos", que es

la última fase de la historia, está muy clara en la Biblia. El evangelio de San Lucas

también se extiende ampliamente sobre esa fase final, cuando dice: "Jerusalén será

destruida por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de las naciones". (Lc 21,24)

Los Padres de la Iglesia hicieron suyas esas palabras, equiparando la historia a una

vida humana que pasa por seis fases diferentes. La historia de la humanidad también

Parece haber entrado en la sexta y última fase de su edad. Esta idea no cambió hasta la

Edad Moderna. Pero en el Renacimiento se abrió paso una nueva idea: "esto empieza a

ir bien, lo que ha habido hasta ahora no era la sexta edad, era una Edad Media, ahora

es cuando nos adentramos en la historia y cuando los grandes avances tendrán lugar".

A ello se unió al descubrimiento de que los espacios de tiempo en el universo eran

mucho más grandes de lo que se había creído. Es decir, descubrieron que el universo y

la historia de la humanidad no han durado 6000 años, sino un tiempo incalculable. Así

que, el concepto "fin de los tiempos" desapareció, y el tiempo empezó a pasar siendo,

digamos, incalculable.

Pero esa visión bíblica y de los Padres, de que en el fondo de todo subyace un esquema

temporal que corresponde a seis edades, y cada una de ellas correspondería

aproximadamente a mil años, habría que considerarla nuevamente bajo el punto de

vista de nuestra cultura actual. Deberíamos estudiar e interpretar nuevamente, en este

contexto, la idea fundamental de la Biblia, de que la historia entra en su fase última y

definitiva con la venida de Cristo. Yo diría que el rápido progreso en el mundo, sobre

todo, durante las últimas décadas, con tanta agitación en su historia, ha permitido que

se vuelva a forjar esa idea de que se vislumbre un próximo desenlace del tiempo. Y,

por otra parte, como el cristianismo desde el principio quería unificar el mundo, y

tenía como meta la separación de Iglesia y Estado, e introdujo cierta autonomía con la

anulación de un mundo deificado, ahora se puede entender mejor que el hombre

empezara a creer que, efectivamente, había dado comienzo una nueva y definitiva fase

de la historia. Esta fase, ciertamente, existe, pero nos acerca al fin de la historia no por

la suma de sus milenios, sino porque es una historia que está en camino, y Cristo, por

explicarlo de alguna forma, inició su etapa final, atrayendo hacia sí un mundo que se

había alejado de Dios.

El Papa con sus palabras se refería a eso; Cristo es la señal definitiva en la historia del

mundo, es principio y fin en la incertidumbre de los caminos -siempre dramáticos- de

la historia. Dirigiéndonos a Cristo, nos dirigimos a un fin. Un fin que no es de

destrucción, es una plenitud donde la historia alcanza su totalidad interior.


 

 

 

En esa misma Carta apostólica antes citada, el Papa también concreta que el año 2000

no es para la Iglesia una simple fecha, sin más significado que el hecho de cambiar no

sólo de siglo, sino de milenio, sino que es un "año de gracia del Señor". ¿Tendremos

alguna aparición especial? ¿Nos llegará esa gracia de una forma patente? El año jubilar

también ha de ser un año de justicia social, un año de remisión de los pecados y de

indulgencia por todos los pecados, un año de reconciliación entre enemigos, un año de

múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. ¿Ha previsto

la Iglesia algo más? La Iglesia "no puede cruzar el umbral del nuevo milenio sin

exhortar a sus hijos al arrepentimiento y a la purificación de sus errores, infidelidades,

incoherencias y retrasos".

Me parece importante aclarar enseguida cuál es el significado de esta fecha y cuál no.

Porque, de entrada, hay que rechazar cualquier expectativa de cosas de magia o de

misterio. Porque no significa que vayamos a vivir un gran acontecimiento cósmico,

cultural, o religioso. Hay que ser razonablemente sensato para entender que la fecha

en sí, es casi una casualidad. Dionisio el Exiguo, al contar los años del nacimiento de

Cristo, se basó en nuestros modos de contar el tiempo, equivocándose en un par de

años; de forma que, en realidad, Jesucristo nació siete años antes de Cristo. Es decir,

que los 2000 años hubieran tenido que haberse celebrado ya. Por eso no debemos dar

ningún significado singular a ese año concreto.

Pero la historia ha reconocido ese hecho...

Esa datación empezó a funcionar así y nosotros ahora vivimos con ella. Pero no está así

establecida ni por una necesidad metafísica, ni siquiera histórica. Ese sería el primer

punto: hay que hacer desaparecer cualquier idea mágica de esa fecha. Y la cuestión

siguiente sería: entonces, ¿qué es exactamente? Y el Papa responde con mucha razón:

"es una fecha conmemorativa". Es una fecha que nos trae a la memoria, nos recuerda,

el nacimiento de Cristo, que fue un momento tan decisivo y significativo para la

historia, al menos para la mayoría, que ha quedado constituida en fecha de referencia

para toda la humanidad. 0 sea, que es un recuerdo de algo que ya pasó, pero nos lo

recuerda no sólo en pasado, sino como recordatorio íntimo del mismo Jesucristo en

presente; es un recuerdo que nos concierne a todos. Y como fecha conmemorativa y

como recordatorio del presente -no sólo del pasado- y también del futuro, es al mismo

tiempo una oportunidad y un reto para dirigirnos y comprometernos con él.

El Papa invita a la humanidad, o al menos a toda la cristiandad, a que esa

conmemoración nos ayude a una renovación interior personal mediante la celebración

de esos tres años, que ya hemos explicados antes, poniendo especial empeño en

profundizar en lo más íntimo de nuestra memoria, y buscar en ella ese conocimiento

de la verdad que se esconde en nuestro interior. Es decir, el Papa nos señala un camino

para que esa conmemoración nos alcance las fuerzas necesarias para el presente y para

el futuro.

El segundo punto consiste en que ahí se recoge una figura del Antiguo Testamento que

es el jubileo, que se celebraba cada cuarenta y nueve años, es decir, cada siete veces

siete años, para dar comienzo a una nueva historia. En esos años se anulaba todo

régimen de propiedad para poder empezar de nuevo y, con eso, también se lograba

una nueva distribución universal y un retorno a los orígenes. El Papa ha pensado que

si nosotros hemos de celebrar un jubileo en ese sentido, si debemos intentar volver a

los orígenes, el año 2000 podría ser una buena fecha para celebrarlo, volviendo a

nuestro primitivo origen, que es Jesucristo. Con esta imagen del Antiguo Testamento


 

 

 

se plantea también un reto: saldar las viejas deudas y liberarnos del peso de nuestro

frío sistema económico y de otras muchas cosas, e intentar recomenzar de nuevo.

Por lo tanto, no se trata de un poder cósmico que vaya a desplomarse sobre nosotros,

sino que más bien se trata de una oportunidad para una tarea que ha de hacer nuestra

memoria o desde nuestra memoria. Yo diría que deberíamos ser más objetivos en la

reflexión de esta conmemoración. Pero al intentar ser realistas, no restarle significado,

sino trata de entender cuáles son sus exigencias, y cumplirlas lo mejor que podamos,

para que así sea para nosotros un auténtico recomienzo.

Pero el Papa va muy lejos en su visión de este cambio de milenio. Dice, por ejemplo,

"purificaos, haced penitencia", y en su último viaje a Australia también dijo que habría

que ir al desierto para esperar allí la nueva venida del Señor.

No conozco ese texto, pero estoy seguro de que no ha querido decir que se espere la

venida del Señor en el año 2000. Entre otras cosas sería contradecir las palabras del

Señor que dijo que no conocíamos ni el día ni la hora. El Señor viene con toda certeza

cuando le abrimos nuestro corazón y nuestra memoria y, en ese sentido, siempre

tenemos una nueva venida de Cristo para hacerse presente en la historia. Pero, para

esa cuestión de cuándo acontecerá su segunda y definitiva venida en la historia,

cuándo entrará de nuevo en ella para tomarla en sus manos, no tenemos respuesta, ni

tampoco podemos calcular el tiempo. Lo único que podemos y queremos hacer es

prepararle el camino para que venga a nuestro tiempo, abriéndole nuestro interior. Y

en ese sentido se podrían interpretar las palabras del Papa: "ir al desierto". Algunos,

podrán vivirlas al pie de la letra, claro está. Pero, en general significan que, en nuestro

tiempo, en este mundo nuestro tan sobrecargado, hemos de esforzarnos por

desprendernos, liberarnos de todo en nuestro interior, y estar vigilantes y contritos,

porque sin eso, no podrá haber un nuevo comienzo.

Los sociólogos, los futurólogos, los críticos culturales se afanan febrilmente buscando

una nueva interpretación y una nueva concepción de este tiempo que se nos presenta.

Ya hemos pasado por el modernismo, el postmodernismo, incluso por el

postpostmodernismo, de modo que es difícil poder colocar otro nuevo "post". Tal vez

esa fiebre se deba al desconocimiento de lo que va a venir después, o tal vez se deba al

deseo de encontrar un nuevo concepto para el tiempo que está por llegar. ¿Cómo lo

definiríamos? ¿Podría hacernos alguna sugerencia?

No puedo hacer ninguna sugerencia sobre este asunto. Siempre he sido contrario a

hablar de la Edad Moderna o del postmodernismo. Son clasificaciones hechas con

demasiada rapidez. Porque eso sólo se puede ver, y se puede hacer, cuando hay cierta

distancia en el tiempo. En el Renacimiento se formuló el nuevo concepto de "Edad

Media", con el que se quería decir que aquello debía acabarse a partir de entonces, y así

le dieron forma de período de tiempo, mientras se calificaban a sí mismos de algo

nuevo que había que mantener. Con el aceleramiento de la historia, ahora también se

está consumando un cambio radical que nada tiene que ver con lo conocido en los

últimos cuatrocientos o quinientos años de la Edad Moderna, eso se ve claramente.

Pero estas divisiones de tiempo esencialmente características de occidente, tal vez

tengan que concebirse de otra forma. Porque, aunque se establezcan paralelos, las

historias de la India y China no pueden incorporarse a nuestros períodos de tiempo.

Jaspers ya advirtió que en todas las culturas del mundo se conoce el llamado "umbral

del tiempo". De todos modos, yo no veo la necesidad de inventar nombres para algo

que aún desconocemos. Al contrario, me parece que deberíamos estar vigilantes ante

los cambios radicales, y preparar los elementos necesarios para manejarlos cuando


 

 

 

llegue el momento. Deberíamos asegurarnos de que el tiempo venidero, que hace que

el que era nuevo hasta ahora pase a ser viejo, sea y perdure no sólo como tiempo del

hombre, sino como tiempo de Dios.

Me queda una última pregunta para terminar. Cardenal Ratzginer, ¿cuál es la

verdadera historia del mundo? Y también, ¿qué es lo que realmente quiere Dios de

nosotros? En cierta ocasión usted escribió: "La historia está marcada por una polémica

entre el amor y la incapacidad de amar, esa desolación de las almas, propia de los

hombres que sólo reconocen valores y realidades cuantificables ... Esta destrucción de

la capacidad de amar produce un aburrimiento mortal. Es un veneno para el hombre.

Cuando se impone, destruye al hombre y al mundo con él"

Me remitía a San Agustín, una vez más, que recurre a la tradición catequística cristiana

anterior presentando la historia como un conflicto entre dos ciudades, dos tipos de

ciudades. Goethe también hizo suya esa idea y decía que la totalidad de la historia era

una lucha entre la fe y la falta de fe. Agustín lo había visto de otro modo y dijo que era:

"la lucha entre dos amores, entre el amor a Dios hasta la renuncia a sí mismo y el amor

propio hasta la negación de Dios". También explicaba la historia como un drama, como

la lucha de un amor de dos especies. Yo he intentado precisar un poco más esas ideas,

diciendo que e movimiento contrario al amor no es precisamente otro amor, no merece

el nombre de amor, sino el de negación del amor. La historia en conjunto es la lucha

entre el amor y la incapacidad de amar, entre el amor y la negación del amor. No

sabemos lo que podría acontecer si la inclinación del hombre a la independencia se

decidiera a pronunciar: "yo no quiero amar, porque me haría dependiente y eso se

opone a mi libertad".

Amar significa, de hecho, depender de algo que tal vez me puedan quitar y, por tanto,

es añadir el riesgo de un sufrimiento a mi vida. Ahí radica, manifestada o no, la no

aceptación del amor: "no quiero amar, porque no quiero sufrir ese riesgo, ni ver

limitada mi independencia, ni verme privado de mi disponibilidad y acabar siendo

nada, prefiero no amar". Mientras que el pronunciamiento de Cristo es muy diferente.

Es un, "sí al amor, porque ese riesgo de sufrir y de perder la independencia sólo por

amor, hace volver al hombre a sí mismo y que sea como debe ser".

Yo creo que el auténtico drama de la historia es que, siempre, en todos los frentes, al

final se contrapone el mismo planteamiento: un sí o un no al amor.

¿Y Dios qué quiere exactamente de nosotros?

Dios quiere que le amemos, que seamos imagen y semejanza suya. Porque, como dice

San Juan, Él es Amor, y quiere que sus criaturas se asemejen a Él, y que desde su

libertad le amen y sean como Él, y le pertenezcan, para que así resplandezca su Amor.


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