¡Dios te salve María!
 

Autor anónimo

 

 

 

 

 

Las Florecillas de San Francisco

Traducción en lengua vulgar de

Actus Beati Francisci et Sociorum eius (s. XIV)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por gentileza de www.fratefrancesco.org


 

 

 

 

Las Florecillas de San Francisco

Autor anónimo de la primera mitad del siglo XIV

 

 

 

             En el nombre de nuestro Señor Jesucristo crucificado y de su madre la Virgen María. Este

libro   contiene   ciertas   florecil as,   milagros  y   ejemplos   devotos  del   glorioso  pobrecil o   de  Cristo

messer San Francisco y de algunos de sus santos compañeros. En alabanza de Cristo. Amén

 

 

CAPÍTULO I

Los doce primeros compañeros de San Francisco

Primeramente se ha de considerar que el glorioso messer San Francisco, en todos los

hechos de su vida, fue conforme a Cristo bendito; porque lo mismo que Cristo en el comienzo de

su predicación escogió doce apóstoles, llamándolos a despreciar todo lo que es del mundo y a

seguirle en la pobreza y en las demás virtudes, así San Francisco, en el comienzo de la fundación

de su Orden, escogió doce compañeros que abrazaron la altísima pobreza.

Y   lo   mismo   que   uno   de   los   doce   apóstoles   de   Cristo,   reprobado   por   Dios   acabó   por

ahorcarse   ,   así   uno   de   los   doce   compañeros   de   San   Francisco,   llamado   hermano   Juan   de

Cappella, apostató y, por fin, se ahorcó . Lo cual sirve de grande ejemplo y es motivo de humildad

y   de   temor   para   los   elegidos,   ya   que   pone   de   manifiesto   que   nadie   puede   estar   seguro   de

perseverar hasta el fin en la gracia de Dios. Y de la misma manera que aquellos santos apóstoles

admiraron   al   mundo   por   su   santidad   y   estuvieron   l enos   del   Espíritu   Santo,   así   también   los

santísimos compañeros de San Francisco fueron hombres de tan gran santidad, que desde el

tiempo de los apóstoles no ha conocido el mundo otros tan admirables y tan santos.

En efecto, alguno de ellos fue arrebatado hasta el tercer cielo, como San Pablo, y éste fue

el hermano Gil; a otro, el hermano Felipe Longo, le fueron tocados los labios con una brasa, como

al profeta Isaías; otro, el hermano Silvestre, hablaba con Dios como lo hace un amigo con su

amigo, como lo hacía Moisés; otro volaba con la sutileza de su entendimiento hasta la luz de la

sabiduría  divina  como  el  águila,  o  sea,  Juan  Evangelista,  y  éste  fue  el  humildísimo  hermano

Bernardo, que explicaba con gran profundidad la Sagrada Escritura; otro fue santificado por Dios y

canonizado en el cielo cuando aún vivía en la tierra, y éste fue el cabal ero de Asís hermano

Rufino.   Y  así,   todos  se  distinguieron  por   singulares  señales  de  santidad,  como  se  irá  viendo

seguidamente.

 

 

CAPÍTULO II

Cómo messer Bernardo, primer compañero de San Francisco, se convirtió a penitencia

El primer compañero de San Francisco fue el hermano Bernardo de Asís, cuya conversión

fue de la siguiente manera: San Francisco vestía todavía de seglar, si bien había ya roto con el

mundo, y se presentaba con un aspecto despreciable y macilento por la penitencia; tanto que

muchos lo tenían por fatuo y lo escarnecían como loco; sus propios parientes y los extraños lo

ahuyentaban tirándole piedras y barro; pero él soportaba pacientemente toda clase de injurias y

burlas, como si fuera sordo y mudo. Messer Bernardo de Asís, que era de los más nobles, ricos y

sabios de la ciudad, fue poniendo atención en aquel extremo desprecio del mundo y en la gran

paciencia de San Francisco ante las injurias, y, viendo que, al cabo de dos años de soportar

escarnios y desprecios de toda clase de personas, aparecía cada día más constante y paciente,

comenzó a pensar y decirse a sí mismo:

Imposible que este Francisco no tenga grande gracia de Dios. Y así, una noche lo convidó

a cenar y a dormir en su casa. Y San Francisco aceptó; cenó y durmió aquella noche en casa de

él. Entonces, messer Bernardo quiso aprovechar la ocasión para comprobar su santidad. Le hizo

preparar una cama en su propio cuarto, alumbrado toda la noche por una lámpara. San Francisco,


 

 

con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como

que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente

como si estuviera profundamente dormido. Entonces, San Francisco, convencido de que dormía

messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las

manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: "¡Dios mío, Dios mío!"

Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: "¡Dios mío!",

sin añadir más . y esto lo decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la

majestad divina, que se dignaba inclinarse sobre el mundo en perdición, y se proponía proveer de

remedio,   por   medio   de   su   pobrecil o   Francisco,   a   la   salud   suya   y   de   tantos   otros.   Por   esto,

iluminado   de   espíritu   de   profecía,   previendo   las   grandes   cosas   que   Dios   había   de   realizar

mediante él y su Orden y considerando su propia insuficiencia y poca virtud, clamaba y rogaba a

Dios que con su piedad y omnipotencia, sin la cual nada puede la humana fragilidad, viniera a

suplir, ayudar y completar lo que él por sí mismo no podía.

Messer Bernardo veía, a la luz de la lámpara, los actos de devoción de San Francisco, y,

considerando con atención las palabras que decía, se sintió tocado e impulsado por el Espíritu

Santo a mudar de vida. Así fue que, l egado el día, llamó a San Francisco y le dijo: Hermano

Francisco: he decidido en mi corazón dejar el mundo y seguirte en la forma que tú me mandes.

San Francisco, al oírle, se alegró en el espíritu y le habló así: Messer Bernardo, lo que me acabáis

de decir es algo tan grande y tan serio, que es necesario pedir para ello el consejo de nuestro

Señor Jesucristo, rogándole tenga a bien mostrarnos su voluntad y enseñarnos cómo lo podemos

llevar a efecto. Vamos, pues, los dos al obispado; al í hay un buen sacerdote, a quien pediremos

diga la misa, y después permaneceremos en oración hasta la hora de tercia, rogando a Dios que,

al abrir tres veces el misal, nos haga ver el camino que a El le agrada que sigamos.

Respondió messer Bernardo que lo haría de buen grado. Así, pues, se pusieron en camino y

fueron   al   obispado   .   Oída   la   misa   y   habiendo   estado   en   oración   hasta   la   hora   de   tercia,   el

sacerdote, a ruegos de San Francisco, tomó el misal y, haciendo la señal de la cruz, lo abrió por

tres   veces   en   el   nombre   de   nuestro   Señor   Jesucristo.   Al   abrirlo   la   primera   vez   salieron   las

palabras que dijo Jesucristo en el Evangelio al joven que le preguntaba sobre el camino de la

perfección: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven

y sígueme . La segunda vez salió lo que Cristo dijo a los apóstoles cuando los mandó a predicar:

No l evéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni calzado, ni dinero , queriendo con esto

hacerles comprender que debían poner y abandonar en Dios todo cuidado de la vida y no tener

otra  mira  que  predicar   el   santo  Evangelio.  Al  abrir  por   tercera  vez  el  misal   dieron   con  estas

palabras de Cristo: El que quiera venir en pos de mí, renuncie a si mismo, tome su cruz y sígame .

Entonces dijo San Francisco a messer Bernardo:

Ahí tienes el consejo que nos da Cristo. Anda, pues, y haz al pie de la letra lo que has

escuchado; y bendito sea nuestro Señor Jesucristo, que se ha dignado  indicarnos su camino

evangélico. En oyendo esto, fuese messer Bernardo, vendió todos sus bienes, que eran muchos,

y con grande alegría distribuyó todo a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a

los monasterios y a los hospitales. Y en todo le ayudaba, fiel y próvidamente, San Francisco .

Viendo uno, por nombre Silvestre, que San Francisco daba y hacía dar tanto dinero a los

pobres, acuciado de la codicia, dijo a San Francisco: No me has terminado de pagar aquellas

piedras que me compraste para reparar las iglesias; ahora que tienes dinero, págamelas. San

Francisco se sorprendió de semejante avaricia, y, no queriendo altercar con él, como verdadero

cumplidor del Evangelio, metió las manos en la faltriquera de messer Bernardo y, l enándolas de

monedas, las hundió en la de messer Silvestre, diciéndole que, si más quisiera, más le daría.

Messer Silvestre quedó satisfecho y se fue con el dinero a casa. Pero por la noche, al

recordar lo que había hecho durante el día, se arrepintió de su avaricia y se puso a pensar en el

fervor de messer Bernardo y en la santidad de San Francisco; a la noche siguiente y por otras dos

noches recibió de Dios esta visión: de la boca de San Francisco salía una cruz de oro, cuya parte

superior llegaba hasta el cielo, mientras que los brazos se extendían del oriente al occidente.

Movido por esta visión, dio, por amor de Dios, todo lo que tenía y se hizo hermano menor; y l egó

en la Orden a tanta santidad y gracia, que hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo,

como lo comprobó repetidas veces San Francisco y se dirá más adelante.


 

 

Asimismo,   messer   Bernardo   recibió   de   Dios   tanta   gracia,   que   con   frecuencia   era

arrebatado en Dios durante la contemplación; y San Francisco decía de él que era digno de toda

consideración y que era él quien había fundado esta Orden, porque fue el primero en abandonar

el mundo sin reservarse cosa alguna, sino dándolo todo a los pobres de Cristo; él fue el iniciador

de   la   pobreza   evangélica   al   ofrecerse   a      mismo,   despojado   totalmente,   en   los   brazos   del

Crucificado. El cual sea bendecido de nosotros por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

CAPÍTULO III

Cómo San Francisco, queriendo hablar al hermano Bernardo, lo halló todo arrebatado en

Dios

El   devotísimo   siervo   del   Crucificado,   San   Francisco,   con   el   rigor   de   la   penitencia   y  el

continuo llorar, había quedado casi cielo y no veía apenas. Una vez, entre otras, partió del lugar

en que estaba y fue a otro lugar , donde se hal aba el hermano Bernardo, para hablar con él de las

cosas divinas; l egado al lugar, supo que estaba en el bosque en oración, todo elevado y absorto

en Dios. San Francisco fue al bosque y le l amó: ¡Ven y habla a este ciego!

Y el hermano Bernardo no le respondió. Es que estaba con la mente absorta y elevada en

Dios, por ser hombre de grande contemplación. Y por lo mismo que tenía gracia particular para

hablar de Dios, como lo había comprobado muchas veces San Francisco, deseaba hablar con él.

Al cabo de un rato le l amó segunda y tercera vez de la misma manera, pero tampoco ahora le oyó

el hermano Bernardo, por lo cual no respondió ni vino a su encuentro. En vista de esto, San

Francisco se volvió un tanto desconsolado, muy extrañado y quejoso en su interior de que el

hermano Bernardo, habiéndole llamado tres veces, no hubiera venido a su encuentro.

Retiróse con este pensamiento San Francisco, y cuando se hubo alejado un poco, dijo a su

compañero: Espérame aquí. Y se fue a un lugar solitario próximo; se postró en oración, pidiendo

al Señor que le revelase por qué el hermano Bernardo no le había respondido. Estando así, le

vino una voz de Dios que le dijo: ¡Oh pobre hombrecil o! ¿Por qué te has turbado? ¿Acaso debe

dejar el hombre a Dios por la creatura? El hermano Bernardo, cuando tú lo llamabas, estaba

conmigo, y por eso no podía ir a tu encuentro ni responderte. No te extrañes, pues, de que no

pudiera hablarte, ya que estaba tan fuera de sí, que no oía ninguna de tus palabras.

Recibida esta respuesta de Dios,  San Francisco volvió en seguida apresuradamente a

donde   estaba   el   hermano   Bernardo  para   acusarse   humildemente   del   pensamiento   que  había

tenido acerca de él. Al verlo venir hacia sí, el hermano Bernardo le salió al encuentro y se echó a

sus pies. San Francisco le obligó a levantarse y le contó con gran humildad el pensamiento y la

gran turbación que había tenido contra él y cómo el Señor le había reprendido por ello. Y terminó:

Te ordeno, por santa obediencia, que hagas lo que voy a mandarte.

El hermano Bernardo, temiendo que San Francisco le impusiera alguna                  cosa demasiado

fuerte, como solía hacerlo, quiso buenamente evitar aquella obediencia, y le respondió: Estoy

pronto a obedecerte, si tú me prometes también hacer lo que yo te mande. San Francisco se lo

prometió. Y dijo el hermano Bernardo. Di entonces, Padre, lo que quieres que yo haga.

Te mando por santa obediencia - dijo San Francisco - que, para castigar mi presunción y el

atrevimiento de mi corazón, al echarme yo ahora boca arriba, me pongas un pie sobre el cuello y

el otro sobre la boca, y así pasarás tres veces de un lado al otro insultándome y despreciándome;

sobre todo, me dirás: "¡Aguanta ahí, bel aco, hijo de Pedro Bernardone! ¿De dónde te viene a ti

semejante soberbia, siendo una vilísima creatura?"

Oyendo   esto   el   hermano   Bernardo,   aunque   le   resultaba   muy   duro   ejecutarlo,   para   no

sustraerse a la santa obediencia, cumplió con la mayor delicadeza que pudo lo que San Francisco

le había mandado. Cuando terminó, le dijo San Francisco: Ahora mándame lo que quieres que yo

haga,   ya   que   he   prometido   obedecerte.   Te   mando,   por   santa   obediencia   -   dijo   el   hermano

Bernardo   -   ,   que   siempre   que   estemos   juntos   me   corrijas   y   reprendas   ásperamente   de   mis

defectos.

San Francisco se asombró de esto, ya que el hermano Bernardo era de tanta santidad, que

le inspiraba grande respeto y no lo encontraba digno de reprensión en ninguna cosa. Por esta


 

 

razón, en adelante San Francisco procuraba no estar mucho con él, a causa de dicha obediencia,

a fin de no verse obligado a decir palabra alguna de corrección a quien reconocía adornado de

tanta santidad; cuando le venía el deseo de verlo o de oírle hablar de Dios, se apartaba de él lo

antes   que   podía   y   se   iba.   Causaba   grandísima   devoción   ver   con   qué   caridad,   miramiento   y

humildad el padre San Francisco trataba y hablaba al hermano Bernardo, su hijo primogénito. En

alabanza y gloria de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO IV  

Cómo un ángel propuso una cuestión al hermano Elías, y, respondiéndole éste con orgullo,

fue a referírselo al hermano Bernardo

En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no

habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia,

llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo. Yendo así juntos por el

camino,   encontraron   en   un   país   a   un   pobre   enfermo;   San   Francisco,   compadecido,   dijo   al

hermano Bernardo: Hijo mío, quiero que ¿e quedes aquí a servir a este enfermo.

El   hermano   Bernardo,   arrodil ándose   humildemente   e   inclinando   la   cabeza,   recibió   la

obediencia del Padre santo y se quedó en aquel lugar, mientras San Francisco siguió con los

demás compañeros para Santiago. Llegados allí, se hal aban durante la noche en oración en la

iglesia   de   Santiago,   cuando   le   fue   revelado   por   Dios   a   San   Francisco   que   tenía   que   fundar

muchos conventos por el mundo, ya que su Orden se había de extender y crecer con una gran

muchedumbre   de   hermanos.   Esta   revelación   movió   a   San   Francisco   a   fundar   conventos   en

aquel as tierras. Y, volviendo San Francisco por el mismo camino, encontró al hermano Bernardo,

y con él al enfermo, con el que lo había dejado, perfectamente curado. Por lo cual, San Francisco,

al año siguiente, dio permiso al hermano Bernardo para ir a Santiago.

San Francisco se retiró al val e de Espoleto, y estaba en un eremitorio juntamente con el

hermano Maseo, el hermano Elías y algunos otros, todos los cuales tenían buen cuidado de no

molestarle ni distraerle mientras oraba; y esto por la gran reverencia que le profesaban y porque

sabían que Dios le revelaba cosas grandes en la oración.

Sucedió un día que, estando San Francisco orando en el bosque, llegó a la puerta del

eremitorio un joven apuesto y hermoso con atuendo de viaje, que l amó con tanta prisa, tan fuerte

y tan largo, que los hermanos se alarmaron ante tan extraño modo de                                        llamar. Fue el hermano

Maseo a abrir la puerta y dijo al joven: ¿De dónde vienes, hijo, que l amas de esa forma? Parece

que no has estado nunca aquí. Pues ¿cómo hay que l amar? - respondió el mancebo. Da tres

golpes pausadamente, uno después de otro - le dijo el hermano Maseo - ; después espera hasta

que el hermano haya tenido tiempo para rezar el padrenuestro y l egue; si en este intervalo no

viene, llama otra vez.

Es que tengo mucha prisa - repuso el mancebo - , y he l amado tan fuerte porque tengo

que hacer un viaje largo. He venido aquí para hablar con el hermano Francisco, pero él está ahora

en contemplación en el bosque y no quiero molestarlo; pero anda y haz venir al hermano Elías,

que quiero hacerle una pregunta, pues he oído decir que es muy sabio. Fue el hermano Maseo y

dijo al hermano Elías que aquel joven quería estar con él. Pero el hermano Elías se incomodó y no

quiso ir.

El hermano Maseo quedó sin saber qué hacer ni qué respuesta dar al joven: si decía que el

hermano no podía ir, mentía; y si decía cómo se había incomodado y no quería ir, temía darle mal

ejemplo. Viendo que el hermano Maseo tardaba en volver, el joven l amó otra vez lo mismo que

antes. A poco l egó el hermano Maseo a la puerta y dijo al mancebo: No has l amado como yo te

enseñé. El hermano Elías - replicó él - no quiere venir; vete, pues, y dile al hermano Francisco que

yo he venido para hablar con él; pero, como no quiero interrumpir su oración, dile que me mande

al hermano Elías.

Entonces, el hermano Maseo fue a encontrar al hermano Francisco, que estaba orando en

el bosque con el rostro elevado hacia el cielo, y le comunicó toda la embajada del joven y la

respuesta del hermano Elías. Aquel mancebo era un ángel de Dios en forma humana. Entonces,


 

 

San Francisco, sin cambiar de postura ni bajar la cabeza, dijo al hermano Maseo: Anda y dile al

hermano Elías que, por obediencia, vaya en seguida a ver a ese joven. Al oír el hermano Elías el

mandato de San Francisco, fue a la puerta muy molesto, la abrió estrepitosamente y dijo al joven:

¿Qué es lo que quieres?

Apacíguate primero - le dijo el joven - , porque veo que estás alterado. La ira oscurece la

mente y no le permite discernir la verdad. Dime de una vez lo que quieres! - insistió el hermano

Elías. Te pregunto - continuó el joven- si es lícito a los seguidores del santo Evangelio comer de lo

que les ponen delante, como lo dijo Cristo a sus discípulos. Y te pregunto, además, si le está

permitido a nadie disponer algo en contra de la libertad evangélica. ¡Eso bien me lo sé yo! -

respondió el hermano Elías altivamente - ; pero no quiero responderte. Métete en tus cosas.

No sabría responder a esa pregunta mejor que tú - dijo el Joven. A este punto, el hermano

Elías,   encolerizado,   cerró   la   puerta   con   rabia   y   se   fue.   Pero   luego   comenzó   a   pensar   en   la

pregunta y dudaba dentro de sí, sin saber qué respuesta dar, ya que, siendo como era vicario de

la Orden, había prescrito por medio de una constitución, en desacuerdo con el Evangelio y con la

Regla de San Francisco, que ningún hermano de la Orden comiese carne. La cuestión que le

había sido planteada iba, pues, expresamente contra él . No acertando a ver claro por sí mismo y

reflexionando sobre la modestia del joven al decirle que él sabría responder a la cuestión mejor

que él, volvió a la puerta y abrió para pedir al joven la respuesta a dicha pregunta; pero ya se

había marchado. La soberbia había hecho al hermano Elías indigno de hablar con el ángel.

En esto volvió del bosque San Francisco, a quien todo esto había sido revelado por Dios, y

reprendió   fuertemente   en   alta   voz   al   hermano   Elías,   diciéndole:   Haces   mal,   hermano   Elías

orgulloso, echando de nosotros a los santos ángeles que vienen a enseñarnos. A fe que temo

mucho que esa soberbia te haga acabar fuera de esta Orden. Y así sucedió, como San Francisco

se lo había predicho, ya que murió fuera de la Orden.

Aquel mismo día y en la hora en que el ángel se marchó, este mismo ángel se apareció en

aquel a forma al hermano Bernardo, que volvía de Santiago y estaba a la orilla de un grande río, y

le saludó en su lengua: ¡Dios te dé la paz, buen hermano! No salía de su extrañeza el hermano

Bernardo al ver la apostura del joven y al escuchar el habla de su patria, con el saludo de paz y el

semblante festivo. ¿De dónde vienes, buen joven? - le preguntó.

Vengo - le respondió el ángel - de tal lugar, donde se hal a San Francisco. He ido para

hablar con él; pero no he podido, porque estaba en el bosque absorto en la contemplación de las

cosas divinas, y no he querido molestarle. En el mismo lugar están los hermanos Maseo, Gil y

Elías; y el hermano Maseo me ha enseñado a l amar a la puerta según el estilo de los hermanos.

Pero el hermano Elías no ha querido responderme a la pregunta que yo le he hecho; después se

ha arrepentido, ha querido escucharme, y no ha podido.

Luego dijo el ángel al hermano Bernardo: ¿Por qué no pasas a la otra parte? Tengo miedo,

porque  veo  que  hay  mucha   profundidad   -   respondió  el   hermano  Bernardo.   Pasemos  los  dos

juntos; no tengas miedo - dijo el ángel. Y, tomándolo de la mano, en un abrir y cerrar de ojos lo

puso al otro lado del río. Entonces, el hermano Bernardo cayó en la cuenta de que era un ángel

de Dios, y exclamó con gran reverencia y gozo: ¡Oh ángel bendito de Dios!, dime cuál es tu

nombre. ¿Por qué me preguntas por mi nombre, que es maravil oso? - respondió el ángel.

Dicho esto, desapareció, dejando al hermano Bernardo muy consolado, hasta el punto que

hizo todo aquel viaje l eno de alegría. Se fijó en el día y en la hora en que se le había aparecido el

ángel, y, l egando al lugar donde estaba San Francisco con los compañeros mencionados, les

refirió todo punto por punto. Y conocieron con certeza que era el mismo ángel el que aquel mismo

día y en aquel a hora se había aparecido a ellos y a él. Y dieron gracias a Dios. Amén.

 

 

CAPÍTULO V

Cómo el hermano Bernardo fue a Bolonia y fundó allí un lugar

Puesto que San Francisco y sus compañeros habían sido l amados y elegidos por Dios

para l evar la cruz de Cristo en el corazón y en las obras y para predicarla con la lengua, parecían

y eran, hombres crucificados en la manera de vestir, en la austeridad de vida y en sus acciones y


 

 

obras; de ahí que deseaban más soportar humillaciones y oprobios por el amor de Cristo que

recibir honores del mundo, muestras de respeto y alabanzas vanas; por el contrario, se alegraban

de las injurias y se entristecían con los honores. Y así iban por el mundo como peregrinos y

forasteros,   no   l evando   consigo   sino   a   Cristo   crucificado.   Y,   puesto   que   eran   verdaderos

sarmientos de la verdadera vid, Jesucristo, producían copiosos y excelentes frutos en las almas

que ganaban para Dios.

Sucedió en los comienzos de la Orden que San Francisco envió al hermano Bernardo a

Bolonia con el fin de que, según la gracia que Dios le había dado, lograse allí frutos para Dios. El

hermano Bernardo, haciendo la señal de la cruz, se puso en camino con el mérito de la santa

obediencia y llegó a Bolonia. Al verle los muchachos con el hábito raído y basto, se burlaban de él

y le injuriaban, como se hace con un loco; y el hermano Bernardo todo lo soportaba con paciencia

y alegría por amor de Cristo. Más aún, para recibir más escarnios, fue a colocarse de intento en la

plaza de la ciudad. Cuando se hubo sentado, se agolparon en derredor suyo muchos chicuelos y

mayores; unos le tiraban del capucho hacia atrás, otros hacia adelante; quién le echaba polvo,

quién le arrojaba piedras; éste lo empujaba de un lado, éste del otro. Y el hermano Bernardo,

inalterable en el ánimo y en la paciencia, con rostro alegre, ni se quejaba ni se inmutaba. Y

durante varios días volvió al mismo lugar para soportar semejantes cosas.

Y como la paciencia es obra de perfección y prueba de la virtud, no pasó inadvertida a un

sabio doctor en leyes toda esa constancia y virtud del hermano Bernardo, cuya serenidad no pudo

alterar ninguna molestia ni injuria; y dijo entre sí: Imposible que este hombre no sea un santo. Y,

acercándose a él, le preguntó: ¿Quién eres tú y por qué has venido aquí?

El hermano Bernardo, por toda respuesta, metió la mano en el seno, sacó la Regla de San

Francisco y se la dio para que la leyese. Cuando la hubo leído, considerando aquel grandísimo

ideal   de   perfección,   se   volvió   a   susacompañanteslleno   de   estupor   y   admiración   y   dijo:

Verdaderamente éste es el más alto estado de religión que he oído jamás. Este hombre y sus

compañeros son las personas más santas de este mundo, y obra muy mal quien le injuria, siendo

así que merece ser sumamente honrado, porque es un verdadero amigo de Dios.

Y dijo al hermano Bernardo: Si tenéis intención de asentaros en un lugar donde poder

servir a Dios a vuestro gusto, yo os lo daría de buen grado por la salud de mi alma. Señor -

respondió el hermano Bernardo - , yo creo que esto os lo ha inspirado nuestro Señor Jesucristo;

por lo tanto, acepto gustosamente vuestro ofrecimiento a honor de Cristo. Entonces, dicho juez,

con gran alegría y caridad, l evó al hermano Bernardo a su casa y después le donó el lugar que le

había prometido; todo lo acomodó y completó a su costa; y en adelante se hizo padre y defensor

especial del hermano Bernardo y de sus compañeros.

El hermano Bernardo comenzó a ser muy honrado de la gente por su vida santa; en tal

grado, que se tenía por feliz quien podía tocarle o verle. Pero él, verdadero y humilde discípulo de

Cristo y del humilde Francisco, temió que la honra del mundo viniera a turbar la paz y la salud de

su alma, y un buen día se marchó, y, volviendo donde San Francisco, le dijo: Padre, ya está hecha

la fundación en Bolonia. Manda al á otros hermanos que lo mantengan y habiten, porque yo no

tenía ya allí ganancia; al contrario, por causa de la demasiada honra que me daban, temía perder

más de lo que ganaba.

Entonces, San Francisco, al oír al por menor todo cuanto Dios había obrado por medio del

hermano   Bernardo,   dio   gracias   a   Dios,   que   de   ese   modo   comenzaba   a   acrecentar   a   los

pobrecil os discípulos de la cruz. Y luego envió a algunos de sus compañeros a Bolonia y a

Lombardía, los cuales fundaron muchos lugares en diversas partes. En alabanza y reverencia del

buen Jesús. Amén.

 

 

CAPÍTULO VI

Cómo San Francisco bendijo al hermano Bernardo antes de morir

Era tal la santidad del hermano Bernardo, que San Francisco le profesaba gran respeto y

muchas veces lo alababa. Estando un día San Francisco en devota oración, le fue revelado por

Dios que el hermano Bernardo, por permisión divina, habría de sostener muchas y duras batallas


 

 

de parte de los demonios; por lo que San Francisco tuvo grande compasión de él, pues lo amaba

como a un hijo; y por muchos días oró con lágrimas, rogando a Dios por él y recomendándolo a

Jesucristo para que obtuviera victoria contra el demonio. Un día que oraba con esa devoción, le

respondió el Señor:

No   temas,   Francisco,   porque   todas   las   tentaciones   con   que   ha   de   ser   combatido   el

hermano  Bernardo  son  permitidas  por   Dios  para  ejercicio  de  su   virtud   y  para  corona  de  sus

méritos. Y acabará obteniendo victoria de todos los enemigos, ya que él es uno de los comensales

del reino de Dios. Esta respuesta le dio a San Francisco grandísima alegría, y dio gracias a Dios.

Y desde entonces sintió hacia él cada vez mayor amor y respeto.

Y bien se lo demostró, no sólo durante la vida, sino también en el trance de la muerte.

Estando, en efecto, San Francisco para morir y viéndose, como el santo patriarca Jacob, rodeado

de sus hijos, acongojados y llorosos por la partida de un padre tan amable, preguntó: ¿Dónde está

mi primogénito? Acércate, hijo mío, para que te bendiga mi alma antes de que yo muera.

Entonces, el hermano Bernardo dijo al oído al hermano Elías, que era vicario de la Orden:

Padre, ponte a la mano derecha del Santo para que te bendiga. Y, colocándose el hermano Elías

a la mano derecha, San Francisco, que había perdido la vista por el demasiado l orar, posó la

mano derecha sobre la cabeza del hermano Elías y dijo: No es ésta la cabeza de mi primogénito

el hermano Bernardo. Entonces, el hermano Bernardo se le acercó por la mano izquierda, y San

Francisco cruzó las manos, poniendo la derecha sobre la  cabeza del hermano Bernardo y la

izquierda sobre la cabeza del hermano Elías, y dijo al hermano Bernardo:

Bendígate el Padre de nuestro Señor Jesucristo con toda bendición espiritual y celestial,

porque tú eres el primogénito elegido en esta santa Orden para dar ejemplo evangélico en el

seguimiento   de   Cristo   mediante   la   pobreza   evangélica,   pues   no   sólo   diste   todo   lo   tuyo   y   lo

distribuiste total y libremente a los pobres por amor de Cristo, sino que te ofreciste a ti mismo en

esta Orden en sacrificio de suavidad. Seas, pues, bendito de nuestro Señor Jesucristo y de mí,

siervo suyo pobrecil o, con bendición eterna, en tu caminar y en tu reposar, despierto y dormido,

en vida y en muerte. Quien te bendiga sea lleno de bendición y quien te maldiga no quede sin

castigo. Sé el jefe de tus hermanos y a tu mandato obedezcan todos el os; ten facultad para recibir

candidatos a la Orden y para expulsar a los que tú quieras; y ningún hermano tenga potestad

sobre ti y tengas libertad para ir y estar donde te agrade.

Después de la muerte de San Francisco, los hermanos amaron y respetaron al hermano

Bernardo como a venerable padre. Cuando estaba para morir, acudieron muchos hermanos de

diversas partes del mundo; entre el os, aquel angélico y divino hermano Gil, el cual, al ver al

hermano Bernardo, le dijo con alegría: ¡Sursum corda, hermano Bernardo, sursum corda! Y el

santo hermano Bernardo encargó secretamente a un hermano que preparase al hermano Gil un

lugar apto para la contemplación; y así se hizo.

Y cuando el hermano Bernardo se hal ó en la hora de la muerte, hizo que lo incorporasen y

habló   en   estos   términos   a   los   hermanos   que   tenía   delante:   Hermanos   carísimos:   no   os   diré

muchas palabras; pero quiero recordaros que vosotros vivís la misma vida religiosa que yo he

vivido; y un día os hallaréis en el mismo estado en que yo ahora me hal o. Y os digo, como lo

siento en mi alma, que no querría, ni por mil mundos como éste, haber dejado de servir a nuestro

Señor Jesucristo y a vosotros. Os suplico, hermanos míos carísimos, que os améis los unos a los

otros.

Después de estas palabras y otras buenas enseñanzas, se extendió en la cama, y su

rostro   apareció   resplandeciente   y   alegre   en   extremo,   de   lo   que   todos   los   hermanos   se

maravillaron. En medio de aquel gozo, pasó su alma santísima, coronada de gloria de la vida

presente a la vida bienaventurada de los ángeles . En alabanza y gloria de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO VII

Cómo San Francisco pasó una cuaresma en una isla del lago de Perusa con sólo medio

panecillo


 

 

Verdadero siervo de Dios San Francisco, ya que en ciertas cosas fue como un segundo

Cristo dado al mundo para la salvación de los pueblos, quiso Dios Padre hacerlo, en muchos

aspectos de su vida, conforme y semejante a su Hijo Jesucristo, como aparece en el venerable

colegio de los doce compañeros, y en el admirable misterio de las sagradas llagas, y en el ayuno

continuo de la santa cuaresma, que realizó de la manera siguiente:

Hal ándose en cierta ocasión San Francisco, el último día de carnaval, junto al lago de

Perusa en casa de un devoto suyo, donde había pasado la noche, sintió la inspiración de Dios de

ir a pasar la cuaresma en una isla de dicho lago. Rogó, pues, San Francisco a este devoto suyo,

por amor de Cristo, que le l evase en su barca a una isla del lago totalmente deshabitada y que lo

hiciese   en   la   noche   del   miércoles   de   ceniza,   sin   que   nadie   se   diese   cuenta.   Así   lo   hizo

puntualmente el hombre por la gran devoción que profesaba a San Francisco, y le llevó á dicha

isla. San Francisco no l evó consigo más que dos panecillos. Llegados a la isla, al dejarlo el amigo

para volverse a casa, San Francisco le pidió encarecidamente que no descubriese a nadie su

paradero y que no volviese a recogerlo hasta el día del jueves santo. Y con esto partió, quedando

solo San Francisco.

Como no había al í habitación alguna donde guarecerse, se adentró en una espesura muy

tupida, donde las zarzas y los arbustos formaban una especie de cabaña, a modo de camada; y

en este sitio se puso a orar y a contemplar las cosas celestiales. Allí se estuvo toda la cuaresma

sin comer otra cosa que la mitad de uno de aquellos panecillos, como pudo comprobar el día de

jueves santo aquel mismo amigo al ir a recogerlo; de los dos panes halló uno entero y la mitad del

otro. Se cree que San Francisco lo comió por respeto al ayuno de Cristo bendito, que ayunó

cuarenta días y cuarenta noches, sin tomar alimento alguno material. Así, comiendo aquel medio

pan, alejó de sí el veneno de la vanagloria, y ayunó, a ejemplo de Cristo, cuarenta días y cuarenta

noches.

Más tarde, en aquel lugar donde San Francisco había hecho tan admirable abstinencia,

Dios realizó, por sus méritos, muchos milagros, por lo cual la gente comenzó a construir casas y a

vivir   al í.   En   poco   tiempo   se   formó   una   aldea   buena   y   grande.   Allí   hay   un   convento   de   los

hermanos que se l ama el convento de la Isla. Todavía hoy los hombres y las mujeres de esa

aldea veneran con gran devoción aquel lugar en que San Francisco pasó dicha cuaresma. En

alabanza de Cristo bendito. Amén.

 

 

CAPÍTULO VIII

Cómo San Francisco enseñó al hermano León en qué consiste la alegría perfecta

Iba una vez San Francisco con el hermano León de Perusa a Santa María de los Ángeles

en tiempo de invierno. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío, l amó al hermano León,

que caminaba un poco delante , y le habló así: ¡Oh hermano León!: aun cuando los hermanos

menores dieran en todo el mundo grande ejemplo de santidad y de buena edificación, escribe y

toma nota diligentemente que no está en eso la alegría perfecta.

Siguiendo más adelante, le l amó San Francisco segunda vez: ¡Oh hermano León!: aunque

el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios,

haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que aún es más, resucite a un

muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la alegría perfecta.

Caminando   luego   un   poco   más,   San   Francisco   gritó   con   fuerza:   ¡Oh   hermano   León!:

aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las

Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino aun los secretos de las

conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la alegría perfecta.

Yendo un poco más adelante, San Francisco volvió a l amarle fuerte: ¡Oh hermano León,

ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el

curso de las estrel as y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la

tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de

los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no

está en eso la alegría perfecta.


 

 

Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte: ¡Oh hermano León!: aunque el

hermano menor supiera predicar tan bien que l egase a convertir a todos los infieles a la fe de

Jesucristo, escribe que ésa no es la alegría perfecta. Así fue continuando por espacio de dos

millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó: Padre, te pido, de parte de Dios,

que me digas en que está la alegría perfecta. Y San Francisco le respondió:

Si, cuando l eguemos a Santa María de los Ángeles, mojados como estamos por la l uvia y

pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfal ecidos de hambre, l amamos a la puerta del lugar y

llega malhumorado el portero y grita: "¿Quiénes sois vosotros?" Y nosotros le decimos: "Somos

dos de vuestros hermanos". Y él dice: "¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo

y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!" Y no nos abre y nos tiene al í  fuera

aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con

paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo,

y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios

quien   le   hace   hablar   así   contra   nosotros,   escribe   ¡oh   hermano   León!   que   aquí   hay   alegría

perfecta.

Y si nosotros seguimos l amando, y él sale fuera furioso y nos echa entre insultos y golpes,

como a indeseables importunos, diciendo: "¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables; id al hospital,

porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!" Si lo sobrellevamos con paciencia y

alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta.

Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a l amar,

gritando y suplicando entre l antos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él

más enfurecido dice: "¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido". Y

sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la

nieve, y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y

con   gozo,   acordándonos   de   los   padecimientos   de   Cristo   bendito,   que   nosotros   hemos   de

sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay alegría perfecta.

Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos

los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y

de   sobrellevar   gustosamente,   por   amor   de   Cristo   Jesús,   penas,   injurias,   oprobios   e

incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son

nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si

lo has recibido de El, por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo? Pero en la cruz de la

tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice el Apóstol:

No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo. A él sea siempre loor y gloria por los siglos de los

siglos. Amén.

 

 

CAPÍTULO IX

Cómo San Francisco y el hermano León rezaron maitines sin breviario

En los comienzos de la Orden estaba una vez San Francisco con el hermano León en un

eremitorio donde no tenían los libros para rezar el oficio divino. Llegada la hora de los maitines,

dijo San Francisco al hermano León: Carísimo, no tenemos breviario para rezar los maitines; pero

vamos a emplear el tiempo en la alabanza de Dios. A lo que yo diga, tú responderás tal como yo

te enseñaré; y ten cuidado de no cambiar las palabras en forma diversa de como yo te las digo.

Yo diré así: "¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantas maldades y tantos pecados en el siglo,

que eres digno del infierno". Y tú, hermano León, responderás: "Así es verdad: mereces estar en

lo más profundo del infierno".

De muy buena gana, Padre. Comienza en nombre de Dios - respondió el hermano León

con sencil ez columbina. Entonces, San Francisco comenzó a decir: ¡Oh hermano Francisco!: tú

cometiste tantos pecados en el mundo, que eres digno del infierno. Y el hermano León respondió:

Dios hará por medio de ti tantos bienes, que irás al paraíso.

No   digas   eso,   hermano   León   -   repuso   San   Francisco   -   ,   sino   cuando   yo   diga:   "¡Oh

hermano Francisco!, tú has cometido tantas cosas inicuas contra Dios, que eres digno de ser


 

 

arrojado   por   Dios   como   maldito",      responderás   así:   "Así   es   verdad:   mereces   estar   con   los

malditos". De muy buena gana, Padre - respondió el hermano León. Entonces, San Francisco,

entre muchas lágrimas y suspiros y golpes de pecho dijo en voz alta.

¡Oh Señor mío, Dios del cielo y de la tierra!: yo he cometido contra ti tantas iniquidades y

tantos pecados, que ciertamente he merecido ser arrojado de ti como maldito. Y el hermano León

respondió:   ¡Oh   hermano   Francisco!;   Dios   te   hará   ser   tal,   que,   entre   los   benditos,   tu   serás

singularmente   bendecido.   San   Francisco,   sorprendido   al   ver   que   el   hermano   León   respondía

siempre lo contrario de lo que él le había mandado, le reprendió, diciéndole:

¿Por   qué   no   respondes   como   yo   te   indico?   Te   mando,   por   santa   obediencia,   que

respondas como yo te digo. Yo diré así "¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá

misericordia de ti? Porque tú has cometido tantos pecados contra el Padre de las misericordias y

el Dios de toda consolación, que no mereces hallar misericordia". Y tú, hermano León, ovejuela,

responderás: "De ninguna manera eres digno de hallar misericordia".

Pero luego, al decir San Francisco: "Oh hermano Francisco granuja!...", etc., el hermano

León respondió: Dios Padre, cuya misericordia es infinita más que tu pecado, usará contigo de

gran   misericordia,   y   todavía   añadirá   muchas   otras   gracias.   A   esta   respuesta,   San   Francisco,

dulcemente   enojado   y   molesto   sin   impacientarse,   dijo   al   hermano   León:   ¿Cómo   tienes   la

presunción de obrar contra la obediencia, y tantas veces has respondido lo contrario de lo que yo

te he mandado?

Dios sabe, Padre mío - respondió el hermano León con mucha humildad y reverencia - ,

que cada vez me disponía a responder como tú me lo mandabas; pero Dios me hace hablar como

a El le agrada y no como yo quiero. San Francisco se maravil ó de esto y dijo al hermano León: Te

ruego, por caridad, que esta vez me respondas como te he dicho. Habla en nombre de Dios, y te

aseguro que esta vez responderé tal como quieres - replicó el hermano León.

Y San Francisco dijo entre lágrimas: "Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios

tendrá   misericordia   de   ti?  Muy  al   contrario   -   respondió   el   hermano   León   -,   recibirás   grandes

gracias de Dios, y El te ensalzará y te glorificará eternamente, porque el que se humilla será

ensalzado. Y yo no puedo decir otra cosa, porque es Dios quien habla por mi boca. Así, en esta

humilde   porfía,   velaron   hasta   el   amanecer,   con   muchas   lágrimas   y   consuelo   espiritual.   En

alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO X

Cómo el hermano Maseo quiso poner a prueba la humildad de San Francisco

Se   hal aba   San   Francisco   en   el   lugar   de   la   Porciúncula   con   el   hermano   Maseo   de

Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por el o

lo amaba mucho San Francisco. Un día, al volver San Francisco del bosque, donde había ido a

orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde l egaba su humildad; le salió al encuentro y le

dijo en tono de reproche: ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?

¿Qué quieres decir con eso? - repuso San Francisco. Y el hermano Maseo: Me pregunto

¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y

obedecerte?      no   eres   hermoso   de   cuerpo,   no   sobresales   por   la   ciencia,   no   eres   noble,   y

entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti? Al oír esto, San Francisco sintió una grande

alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios;

después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:

¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí

viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a

buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más

inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hal ado sobre la tierra otra criatura más vil

para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la

nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la bel eza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede

patente que de El, y no de creatura alguna, proviene toda virtud  y todo bien, y nadie puede


 

 

gloriarse en presencia de El, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor , a quien

pertenece todo honor y toda gloria por siempre.

El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno

de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera

humildad. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XI

Cómo San Francisco hizo dar vueltas al hermano Maseo para conocer el camino que debía

seguir

Yendo de camino un día San Francisco con el hermano, Maseo, éste caminaba un poco

adelantado, y, al llegar a un cruce del cual se podía ir a Siena, a Florencia y a Arezzo, dijo el

hermano  Maseo: Padre,  ¿qué camino  hemos de  seguir? El que  Dios  quiera  -  respondió  San

Francisco. Y ¿cómo podremos saber cuál es la voluntad de Dios? - repuso el hermano Maseo.

Por la señal que ahora verás - dijo San Francisco - . Te mando, pues, por el mérito de la

santa obediencia, que en ese cruce, en el mismo sitio donde tienes los pies, te pongas a dar

vueltas en redondo, como hacen los niños, y no dejes de dar vueltas hasta que yo te diga.

El hermano Maseo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo; y tantas dio, que cayó varias

veces al suelo por el vértigo de la cabeza, que es común en semejante juego; pero como San

Francisco no le decía que parase y él quería obedecer puntualmente, volvía a levantarse y seguía

dando vueltas. Finalmente, cuando giraba más aprisa, dijo San Francisco. Párate y no te muevas.

El se quedó quieto.  Y  San Francisco: ¿Hacia qué parte tienes vuelta la cara? Hacia Siena -

respondió el hermano Maseo. Ese es el camino que Dios quiere que sigamos - dijo San Francisco.

Marchando por aquel camino, el hermano Maseo no salía de su asombro, porque San

Francisco le había obligado a hacer, a la vista de la gente que pasaba, lo que hacen los chiquil os;

pero, por respeto, no se atrevió a decir nada al Padre santo. Cuando se hallaban cerca de Siena,

los habitantes, al saber la l egada del Santo, le salieron al encuentro y, con muestras de devoción,

los llevaron en volandas, a él y a su compañero, hasta el palacio del obispo, sin dejarles tocar la

tierra con los pies.

En aquel mismo momento, algunos hombres de Siena estaban combatiendo entre sí, y

habían muerto ya dos de el os; llegando San Francisco, les predicó con tal devoción y fervor, que

los indujo a hacer las paces y a vivir en grande unidad y concordia. Sabedor el obispo de Siena de

la santa obra que había realizado San Francisco, le invito a su casa y le recibió con grandísimo

honor, reteniéndolo aquel día y también la noche. A la mañana siguiente, San Francisco, que,

como verdadero humilde, no se buscaba a sí mismo en sus acciones, sino la gloria de Dios, se

levantó temprano con su compañero y partió sin saberlo el obispo.

Esto le hacía ir murmurando al hermano Maseo en su interior por el camino: "¿Qué es lo

que ha hecho este buen hombre? Me ha hecho dar vueltas como a un chiquil o, y luego al obispo,

que lo ha tratado con tanta honra, no le ha dirigido ni siquiera una palabra de agradecimiento". Y

le parecía al hermano Maseo que San Francisco se había comportado con poca discreción.

Pero luego, entrando dentro de sí bajo la inspiración divina, comenzó a reprenderse en su

corazón: "Eres demasiado soberbio, hermano Maseo, al juzgar las obras divinas, y mereces el

infierno por tu indiscreta soberbia; porque ayer hizo San Francisco tan santas acciones, que no

hubieran sido más admirables si las hubiera hecho un ángel de Dios. Por lo tanto, aunque te

mandase tirar piedras, deberías obedecerle; lo que él ha hecho en este viaje ha sido efecto de la

bondad divina, como lo demuestra el buen resultado que se ha seguido, ya que, de no haber

puesto en paz a los que luchaban entre sí, no sólo habrían perecido a cuchil o muchos cuerpos,

como ya se había comenzado, sino que el diablo habría arrastrado también muchas almas al

infierno.   Así,   pues,      eres   muy   necio   y   muy   orgulloso   al   murmurar   de   lo   que   viene

manifiestamente de la voluntad de Dios".

Y todas estas cosas que iba diciendo el hermano Maseo en su interior mientras caminaba

delante, fueron reveladas por Dios a San Francisco. Por lo cual, acercándose a él, le dijo: Procura


 

 

atenerte a las cosas que estás pensando ahora, porque son buenas y provechosas e inspiradas

por Dios; pero aquella primera murmuración que traías antes era ciega, vana y orgul osa, y fue el

demonio quien te la puso en el ánimo.

Entonces, el hermano Maseo, persuadido de que San Francisco penetraba los secretos de

su corazón, comprendió que el espíritu de la divina sabiduría dirigía al Padre santo en todas sus

acciones. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XII

Cómo San Francisco quiso humillar al hermano Maseo

San Francisco gustaba de humillar al hermano Maseo, con el fin de que los muchos dones

y gracias que Dios le daba no le hiciesen envanecerse, sino, más bien, le hiciesen crecer de virtud

en virtud a base de la humildad. Una  vez que se hal aba en un eremitorio con sus primeros

compañeros,  verdaderos  santos,  entre  los  que  estaba  el  hermano  Maseo,   dijo  un  día  a  éste

delante de todos:

Hermano Maseo, todos estos compañeros tuyos tienen la gracia de la contemplación y de

la oración; tú, en cambio, tienes la gracia de la predicación y el don de agradar a la gente. Quiero,

pues, que, para que el os puedan darse a la contemplación, te encargues tú de atender a la

puerta, a la limosna y a la cocina. Cuando los demás hermanos estén comiendo, tú comerás a la

puerta del convento, de manera que los que vengan, ya antes de l amar, reciban de ti algunas

buenas palabras de Dios, y así no haya necesidad de que ningún otro vaya a recibirlos. Y esto lo

harás por el mérito de la santa obediencia.

El hermano Maseo se quitó la capucha, inclinó la cabeza y recibió con humildad esta

obediencia,  y  la  fue  cumpliendo  durante varios días,   atendiendo juntamente a  la  puerta,  a  la

limosna y a la cocina. Pero los compañeros, siendo como eran hombres iluminados por Dios,

comenzaron a sentir en sus corazones gran remordimiento al ver que el hermano Maseo, hombre

de tanta o más perfección que el os, tenía que correr con todo el peso del eremitorio, mientras

ellos estaban libres. Movidos, pues, por un mismo impulso, fueron a rogar al Padre santo que

tuviera a bien distribuir entre el os aquellos oficios, ya que en manera alguna podían soportar sus

conciencias que el hermano Maseo tuviera que sobrel evar tantas fatigas. Al oírles, San Francisco

dio crédito a sus conciencias y accedió a lo que pedían. Llamó al hermano Maseo y le dijo:

Hermano Maseo, tus compañeros quieren compartir los oficios que te he encomendado;

quiero, pues, que esos oficios se repartan entre todos. Padre -dijo el hermano Maseo con gran

humildad y paciencia-, lo que tú dispones, en todo o en parte, yo lo acepto como venido de Dios.

Entonces,   San   Francisco,   viendo   la   caridad   de   aquellos   hermanos   y   la   humildad   del

hermano Maseo, les dirigió una plática admirable sobre la santísima humildad, enseñándoles que

cuanto mayores son los dones y las gracias que Dios nos da, tanto más humildes debemos ser;

porque, sin la humildad, ninguna virtud es acepta a Dios. Y, hecha la plática, distribuyó los oficios

con grandísima caridad. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XIII

Cómo San Francisco y el hermano Maseo colocaron sobre una piedra, junto a una fuente el

pan que habían mendigado, y San Francisco rompió en loores a la pobreza

El admirable siervo y seguidor de Cristo messer San Francisco, para conformarse en todo

perfectamente a Cristo, quien, como dice el Evangelio , envió a sus discípulos de dos en dos a

todas las ciudades y lugares a donde él debía ir, una vez que, a ejemplo de Cristo, hubo reunido

doce compañeros, los mandó de dos en dos por el mundo a predicar. Y para darles ejemplo de

verdadera obediencia, se puso el primero en camino, a ejemplo de Cristo, que comenzó a obrar

antes que a enseñar . Habiendo asignado a los compañeros las otras partes del mundo, él tomó al

hermano Maseo por compañero y se dirigió a tierras de Francia .


 

 

Al l egar un día muy hambrientos a una aldea, fueron, según la Regla, a pedir limosna el

pan por amor de Dios. San Francisco fue por un barrio y el hermano Maseo por otro. Pero como

San Francisco era de aspecto despreciable y pequeño de estatura , por lo que daba la impresión,

a quien no le conocía, de ser un pordiosero vil, no recogió sino algunos mendrugos y desperdicios

de pan seco. Al hermano Maseo, en cambio, por ser tipo gal ardo y de buena presencia, le dieron

buenos y grandes trozos, y aun panes enteros.

Terminado el recorrido, se juntaron los dos en las afueras del pueblo para comer en un

lugar donde había una hermosa fuente, y cerca de la fuente, una hermosa piedra, ancha, sobre la

cual cada uno colocó la limosna que había recibido. Y, viendo San Francisco que los trozos de

pan del hermano Maseo eran más numerosos y grandes que los suyos, no cabía en sí de alegría

y exclamó: ¡Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste!

Y como repitiese varias veces estas palabras, le dijo el hermano Maseo: Padre carísimo,

¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no

hay ni mantel, ni cuchil o, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada. Esto es

precisamente lo que yo considero gran tesoro - repuso San Francisco - : el que no haya aquí cosa

alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa

providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan

hermosa de piedra y una fuente tan clara. Por eso quiero que pidamos a Dios que nos haga amar

de todo corazón el tesoro de la santa pobreza, tan noble, que tiene por servidor al mismo Dios .

Dichas   estas   palabras   y   habiendo   hecho   oración   y   tomado   la   refección   corporal   con

aquel os  trozos  de  pan  y aquel a  agua,  reanudaron  el  camino  hacia Francia.  Llegados a  una

iglesia, dijo San Francisco al compañero: Entremos en esta iglesia para orar. Y San Francisco fue

a   ponerse   detrás  del   altar;   se   puso   en   oración,   y  en   ella   recibió  un  fervor   tan   intenso   de   la

visitación de Dios, que encendió fuertemente su alma en el amor a la santa pobreza; parecía, por

el resplandor del rostro y por su boca desmesuradamente abierta, que despedía l amaradas de

amor. Y, marchando así encendido hacia el compañero, le dijo: ¡Ah, ah, ah!, hermano Maseo,

entrégate a mí.

Lo repitió por tres veces, y, a la tercera, San Francisco levantó en alto al hermano Maseo

con el aliento y lo lanzó hacia adelante a la distancia de una lanza grande. Esto produjo gran

estupor al hermano Maseo, y más tarde contó a los compañeros que, cuando San Francisco lo

levantó y lo despidió con el aliento, él sintió en el alma tal dulcedumbre y tal consuelo del Espíritu

Santo como nunca lo había sentido en su vida.

Después de esto, dijo San Francisco: Mi querido compañero, vamos a San Pedro y a San

Pablo   a  pedirles  que   nos  enseñen  y  ayuden  a  poseer   el  tesoro  inapreciable  de  la   santísima

pobreza, ya que es un tesoro tan noble y tan divino, que no somos dignos de poseerlo en nuestros

vasos vilísimos; es ésta una virtud celestial por la cual vale la pena pisotear todas las cosas

terrenas y transitorias; por el a caen al suelo todos los obstáculos que se ponen delante del alma

para impedirle que se una libremente con Dios eterno.

Esta es aquella virtud que hace que el alma, viviendo en la tierra, converse en el cielo con

los ángeles; el a acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue sepultada, con Cristo resucitó, con

Cristo subió al cielo; las almas que se enamoran de ella reciben, aun en esta vida, ligereza para

volar   al   cielo,   porque   el a   templa   las   armas   de   la   amistad,   de   la   humildad   y   de   la   caridad.

Pediremos, pues, a los santísimos apóstoles de Cristo, que fueron perfectos amadores de esta

perla evangélica, que nos alcancen esta gracia de nuestro Señor Jesucristo: que nos conceda, por

su  santa  misericordia,  hacernos  dignos  de ser  verdaderos  amadores,  cumplidores  y humildes

discípulos de la preciosísima, amadísima y angélica pobreza.

Platicando de esta suerte, l egaron a Roma y entraron en la iglesia de San Pedro; San

Francisco   se   puso   en   oración   en   un   ángulo   de   la   iglesia,   y   el   hermano   Maseo   en   el   otro.

Permanecieron   largo   rato   en   oración,   con   muchas   lágrimas   y   gran   devoción;   en   esto   se

aparecieron a San Francisco los santos apóstoles Pedro y Pablo rodeados de gran resplandor y le

dijeron:

Puesto que pides y deseas observar lo que Cristo y sus santos apóstoles observaron, nos

envía nuestro Señor Jesucristo para anunciarte que tu oración ha sido escuchada, y te ha sido


 

 

concedido por Dios, a ti y a tus seguidores, en toda perfección, el tesoro de la santísima pobreza.

Y todavía más: te comunicamos de parte suya que a todos aquellos que, a tu ejemplo, abracen

con perfección este ideal, El les asegura la bienaventuranza de la vida eterna; y tú y todos tus

seguidores seréis bendecidos por Dios.

Dichas estas palabras, desaparecieron, dejando a San Francisco lleno de consuelo. Al

levantarse de la oración, fue donde su compañero y le preguntó si Dios le había revelado alguna

cosa; él respondió que no. Entonces, San Francisco le refirió cómo se le habían aparecido los

santos apóstoles y lo que le habían revelado. Por el o, l enos de alegría, los dos determinaron

volver al val e de Espoleto, dejando el viaje a Francia. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XIV

Cómo,   mientras   San  Francisco   hablaba   de   Dios   con   sus   hermanos,   apareció   Cristo  en

medio de ellos

En los comienzos de la Orden, estaba una vez San Francisco reunido con sus compañeros

en un eremitorio hablando de Cristo; en esto, impulsado por el fervor de su espíritu, mandó a uno

de el os que, en nombre de Dios, abriese la boca y hablase de Dios como el Espíritu Santo le

inspirase.   Obediente   al   mandato   recibido,   el   hermano   habló   de   Dios   maravillosamente;   San

Francisco le impuso silencio, y mandó lo mismo a otro; éste obedeció, a su vez, y habló de Dios

con mucha penetración; San Francisco le impuso silencio de la misma manera y mandó al tercero

que hablase de Dios; también éste comenzó a hablar tan profundamente de las cosas secretas de

Dios,  que  San  Francisco  conoció  que,  al  igual  que  los  otros  dos,  hablaba bajo  la  acción  del

Espíritu Santo.

Y esto quedó demostrado, además, por una señal expresa, porque, mientras se hal aban

en esa conversación, apareció Cristo bendito en medio de ellos con el aspecto y figura de un

joven   hermosísimo,   y,   bendiciéndoles   a   todos,   los   l enó   de   tanta   dulcedumbre,   que   todos

quedaron al punto fuera de sí y cayeron a tierra como muertos, ajenos totalmente a las cosas de

este mundo. Cuando volvieron en sí, les dijo San Francisco:

Hermanos   míos   amadísimos,   dad   gracias   a   Dios,   que   ha   querido,   por   la   boca   de   los

sencil os, revelar los tesoros de la divina sabiduría, !va que Dios es quien abre la boca a los

mudos y hace hablar sabiamente a los sencil os. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XV

Cómo   Santa   Clara   comió   en   Santa   María   de   los   Ángeles   con   San   Francisco   y   sus

compañeros

Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba

santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido

muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo

de Santa Clara, dijeron a San Francisco:

Padre, nos parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a

la hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es

comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó el a las riquezas y las

pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa

tu planta espiritual.

Entonces, ¿os parece que la debo complacer? -respondió San Francisco. Sí, Padre -le

dijeron los compañeros- ; se merece recibir de ti este consuelo. Dijo entonces San Francisco:

Puesto que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella de

mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los Ángeles, ya que l eva

mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa

María, donde le fue cortado el cabel o y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos

juntos en el nombre de Dios.


 

 

El día convenido salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los

compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Ángeles. Saludó devotamente a

la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había recibido

el velo, y luego la l evaron a ver el convento hasta que l egó la hora de comer. Entre tanto, San

Francisco hizo preparar la mesa sobre el suelo, como él estaba acostumbrado. Y, llegada la hora

de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los compañeros de

San Francisco, al lado de la compañera de Santa Clara; y después se acercaron humildemente a

la mesa todos los demás compañeros.

Como primera vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal

elevación y tan maravil osamente, que, viniendo sobre el os la abundancia de la divina gracia,

todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados, elevados los ojos y las manos al

cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las de todo el contorno vieron que Santa María de los

Ángeles   y   todo   el   convento   y   el   bosque   que   había   entonces   al   lado   del   convento   ardían

violentamente, como si fueran pasto de las l amas la iglesia, el convento y el bosque al mismo

tiempo; por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos

de que todo estaba ardiendo.

Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco

con   Santa   Clara   y   con   todos   los   compañeros   arrebatados   en   Dios   por   la   fuerza   de   la

contemplación, sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se

trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y

significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquel os santos hermanos y

de   aquellas   santas   monjas.   Y   se   volvieron   con   el   corazón   lleno   de   consuelo   y   santamente

edificados. Santa Clara, junto con los demás, bien refocilados con el alimento espiritual, no se

cuidaron mucho del manjar corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara

volvió bien acompañada a San Damián.

Las hermanas, al verla, se alegraron mucho, porque temían que San Francisco la hubiera

enviado  a  gobernar  otro  monasterio,  como  ya  había enviado a  su  santa hermana  sor   Inés a

gobernar como abadesa el monasterio de Monticelli, de Florencia . San Francisco había dicho

algunas veces a Santa Clara: "Prepárate, por si l ega el caso de enviarte a algún convento"; y ella

como hija de la santa obediencia, había respondido: "Padre, estoy siempre preparada para ir a

donde me mandes". Por eso se alegraron mucho las hermanas cuando volvió. Y Santa Clara

quedó desde entonces muy consolada. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XVI

Cómo quiso San Francisco conocer la voluntad de Dios, por medio de la oración de Santa

Clara   y   del   hermano   Silvestre,   sobre   si   debía   andar   predicando   o   dedicarse   a   la

contemplación

El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había

reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía

hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba

vivamente conocer cuál era voluntad de Dios. Y como la santa humildad, que poseía en sumo

grado, no le permitía presumir de sí ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina

recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:

Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mi parte que junto con algunas de sus

compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que

será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración después a encontrar al hermano

Silvestre y le dirás lo mismo.

Era éste aquel messer Silvestre que, siendo aún seglar, había visto salir de la boca de San

Francisco una cruz de oro que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta los confines del

mundo. Era el hermano Silvestre de tal devoción y santidad, que todo lo que pedía a Dios lo

obtenía   y   muchas   veces   conversaba   con   Dios;   por   esto,   San   Francisco   le   profesaba   gran

devoción.


 

 

Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, l evó la embajada

primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Este, no bien la recibió, se puso al punto

en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló

así:

Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha

llamado  a  ese  estado  solamente  para  él,   sino  para   que  coseche  fruto  de   almas  y  se  salven

muchos por él. Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber

qué es lo que Dios le había hecho conocer Y Clara respondió que el a y sus compañeras habían

tenido de Dios aquel a misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.

Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con

gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer . Cuando hubo comido el hermano Maseo, San

Francisco lo l evó consigo al bosque, se arrodil ó ante él, se quitó la capucha y, cruzando los

brazos, le preguntó: ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?

El   hermano   Maseo   respondió:   Tanto   al   hermano   Silvestre   como   a   sor   Clara   y   sus

hermanas   ha   respondido   y   revelado   Cristo   que   su   voluntad   es   que   vayas   por   el   mundo

predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.

Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y

dijo: ¡Vamos en el nombre de Dios!

Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel, dos hombres santos, y se lanzó

con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Llegaron a una aldea l amada Cannara; San

Francisco se puso a predicar, mandando antes a las golondrinas que, cesando en sus chirridos

guardasen silencio hasta que él hubiera terminado de hablar. Las golondrinas obedecieron. Y

predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos

de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:

No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación

de vuestras almas. Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal

de todos . y, dejándolos así muy consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia, marchó

de   allí   y   prosiguió   entre   Cannara   y   Bevagna.   Iba   caminando   con   el   mismo   fervor,   cuando,

levantando la vista, vio junto al camino algunos árboles, y, en ellos, una muchedumbre casi infinita

de pájaros . San Francisco quedó maravil ado y dijo a sus compañeros:

Esperadme aquí en el camino, que yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros. Se

internó en el campo y comenzó a predicar a los pájaros que estaban por el suelo. Al punto, todos

los que había en los árboles acudieron junto a él; y todos juntos se estuvieron quietos hasta que

San Francisco terminó de predicar; y ni siquiera entonces se marcharon hasta que él les dio la

bendición. Y, según refirió más tarde el hermano Maseo al hermano Santiago de Massa, aunque

San Francisco andaba entre el os y los tocaba con el hábito, ninguno se movía.

El tenor de la plática de San Francisco fue de esta forma: Hermanas mías avecillas, os

debéis sentir muy deudoras a Dios, vuestro creador, y debéis alabarlo siempre y en todas partes,

porque os ha dado la libertad para volar donde queréis; os ha dado, además, vestido doble y aun

triple; y conservó vuestra raza en el arca de Noé, para que vuestra especie no desapareciese en

el mundo. Le estáis también obligadas por el elemento del aire, pues lo ha destinado a vosotras.

Aparte de esto, vosotras no sembráis ni segáis, y Dios os alimenta y os regala los ríos y las

fuentes, para beber; los montes y los valles, para guareceros, y los árboles altos, para hacer en

ellos vuestros nidos. Y como no sabéis hilar ni coser, Dios os viste a vosotras y a vuestros hijos.

Ya veis cómo os ama el Creador, que os hace objeto de tantos beneficios. Por lo tanto, hermanas

mías, guardaos del pecado de la ingratitud, cuidando siempre de alabar a Dios.

Mientras San Francisco les iba hablando así, todos aquellos pájaros comenzaron a abrir

sus picos, a estirar sus cuel os y a extender sus alas, inclinando respetuosamente sus cabezas

hasta el suelo, y a manifestar con sus actitudes y con sus cantos el grandísimo contento que les

proporcionaban las palabras del Padre santo. San Francisco se regocijaba y recreaba juntamente

con el os, sin dejar de maravillarse de ver semejante muchedumbre de pájaros, en tan hermosa

variedad, y la atención y familiaridad que mostraban. Por el o alababa en el os devotamente al

Creador.


 

 

Finalmente, terminada la plática, San Francisco trazó sobre ellos la señal de la cruz y les

dio licencia para irse. Entonces, todos los pájaros se elevaron en banda en el aire entre cantos

armoniosos; luego se dividieron en cuatro grupos, siguiendo la cruz que San Francisco había

trazado: un grupo voló hacia el oriente; otro, hacia el occidente; el tercero, hacia el mediodía; el

cuarto, hacia el septentrión, y cada banda se alejaba cantando maravil osamente.

En lo cual se significaba que así como San Francisco, abanderado de la cruz de Cristo, les

había   predicado   y   había   hecho   sobre   ellos   la   señal   de   la   cruz,   siguiendo   la   cual   el os   se

separaron, cantando, en dirección de las cuatro partes del mundo, de la misma manera él y sus

hermanos habían de l evar a todo el mundo la predicación de la cruz de Cristo, esa misma cruz

renovada por San Francisco. Los hermanos menores, como las avecil as, no han de poseer nada

propio en este mundo, dejando totalmente el cuidado de su vida a la providencia de Dios. En

alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XVII

Cómo un niño quiso saber lo que hacía San Francisco de noche

Un niño muy puro e inocente fue admitido en la Orden cuando aún vivía San Francisco; y

estaba en un eremitorio pequeño, en el cual los hermanos, por necesidad, dormían en el suelo.

Fue una vez San Francisco a ese eremitorio; y a la tarde, después de rezar completas, se acostó

a fin de poder levantarse a hacer oración por la noche mientras dormían los demás, según tenía

de costumbre.

Este niño se propuso espiar con atención lo que hacía San Francisco, para conocer su

santidad, y de modo especial le intrigaba lo que hacía cuando se levantaba por la noche. Y para

que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir al lado de San Francisco y ató su cordón al de

San Francisco, a fin de poder sentir cuando se levantaba; San Francisco no se dio cuenta de

nada. De noche, durante el primer sueño, cuando todos los hermanos dormían, San Francisco se

levantó, y, al notar que el cordón estaba atado, lo soltó tan suavemente, que el niño no se dio

cuenta; fue al bosque, que estaba próximo al eremitorio; entró en una celdita que había allí y se

puso en oración.

Al poco rato despertó el niño, y, al ver el cordón desatado y que San Francisco se había

marchado, se levantó también él y fue en su busca; hallando abierta la puerta que daba al bosque,

pensó que San Francisco habría ido allá, y se adentró en el bosque. Al l egar cerca del sitio donde

estaba orando San Francisco, comenzó a oír una animada conversación; se aproximó más para

entender lo que oía, y vio una luz admirable que envolvía a San Francisco; dentro de esa luz vio a

Jesús, a la Virgen María, a San Juan el Bautista y al Evangelista, y una gran multitud de ángeles,

que estaban hablando con San Francisco. Al ver y oír esto, el niño cayó en tierra desvanecido.

Cuando   terminó   el   misterio   de   aquella   santa   aparición,   volviendo   al   eremitorio,   San

Francisco tropezó con los pies  en el niño, que yacía en el camino  como muerto, y, l eno de

compasión, lo tomó en brazos y lo l evó a la cama, como hace el buen pastor con su ovejita. Pero,

al saber después, de su boca, que había visto aquel a visión, le mandó no decirla jamás mientras

él estuviera en vida. Este niño fue creciendo grandemente en la gracia de Dios y devoción de San

Francisco y llegó a ser un religioso eminente en la Orden; sólo después de la muerte de San

Francisco descubrió aquel a visión a los hermanos. En alabanza de Cristo. Amén.

 


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