¡Dios te salve María!
 

CAPÍTULO XVIII

Cómo  San   Francisco   reunió   un  capítulo   de   cinco   mil   hermanos   en   Santa   María  de   los

Ángeles

El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los

Ángeles, al que asistieron cinco mil hermanos. En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y

fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgona a Roma, y, habiendo

sabido de aquel a asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de

los Ángeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden.


 

 

Se halló también presente a este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual

él le había profetizado que sería papa, y así fue 3. Este cardenal había llegado expresamente de

Perusa, donde se hallaba la corte pontificia, a Asís; y todos los días iba a ver a San Francisco y a

sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba a los hermanos en el capítulo.

Experimentaba grande gozo y devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa

asamblea,   viendo   en   la   explanada,   en   torno   a   Santa   María   de   los   Angeles,   sentados   a   los

hermanos por grupos; sesenta aquí, cien al á, doscientos o trescientos más allá, todos a una

ocupados en razonar de Dios; unos l orando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de

caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía el menor ruido. Lleno de

admiración al ver una multitud tan bien ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:

¡Verdaderamente éste es el campamento y el ejército de los caballeros de Dios! En toda

aquel a   muchedumbre,   a   ninguno   se   le   oía   hablar   de   cosas   vanas   o   frívolas,   sino   que,

dondequiera se hal aba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando

el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del

alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las

provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue l amado el capítulo de los

cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja;

por almohada tenían una piedra o un madero.

Todo esto hacía que todos los que los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y

era tanta la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de

otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos condes, barones y caballeros, y otros

gentileshombres, y mucha gente del pueblo, así como también cardenales, obispos y abades,

además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa, tan grande, tan humilde, como

nunca la había conocido el mundo con tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para

ver al que era cabeza y padre santísimo de toda aquel a santa gente, aquel que había arrebatado

al   mundo   semejante   presa   y   había   reunido   una   grey   tan   bel a   y   devota   tras   las   huel as   del

verdadero pastor Jesucristo.

Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general,

San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta

voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras:

Hijos  míos,   grandes  cosas  hemos  prometido,   pero  mucho  mayores  son  las  que  Dios  nos  ha

prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza

lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es

perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita .

Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la

obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo

de   Dios,  a   tener  paciencia  en   las  contrariedades  y  templanza   en  la  prosperidad,  a   mantener

pureza y castidad angélica, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con

la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al l egar aquí dijo:

Os   mando,   por   el   mérito   de   la   santa   obediencia,   a   todos   vosotros   aquí   reunidos   que

ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa

alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a El cuidado

de vuestro cuerpo, ya que El cuida de vosotros de manera especial .

Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San

Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración. Estaba presente a todo esto Santo

Domingo, y hal ó muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le

cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales.

Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea

de   amor   singular   a   sus   pobres,   movió   al   punto   a   los  habitantes  de   Perusa,   de   Espoleto,   de

Foligno, de Spel o, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa

asamblea.

Y se vio de pronto venir de aquel as poblaciones gente con jumentos, cabal os y carros

cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los


 

 

pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios

para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía l evar más cosas o servirles con mayor

diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían

venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.

Al   ver   todo   esto   Santo   Domingo   y   al   comprobar   en   qué   manera   era   verdad   que   la

Providencia divina se ocupaba de el os, confesó con humildad haber censurado falsamente de

indiscreto el mandato de San Francisco, se arrodil ó ante él diciendo humildemente su culpa y

añadió: No hay duda de que Dios tiene cuidado especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo

sabía. De ahora en adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de parte

de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden la presunción de

tener nada en propiedad .

Quedó muy edificado Santo Domingo de la fe del santísimo Francisco, no menos que de la

obediencia, de la pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande, así

como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo bien.

En   aquel   mismo   capítulo   tuvo   conocimiento   San   Francisco   de   que   muchos   hermanos

llevaban   cilicios   y   argol as   de   hierro   a   raíz   de   la   carne,   lo   cual   era   causa   de   que   muchos

enfermaran,  l egando  algunos  a  morir,  y  de  que  otros  se  hal aran   impedidos  para  la  oración.

Llevado, por lo tanto, de su gran discreción paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos

aquel os que tuviesen cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de él. Así lo

hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de hierro, y mayor número de anillas, que l evaban

en los brazos, en la cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran montón; y todo

lo hizo dejar allí San Francisco.

Terminado el capítulo, San Francisco animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre

el modo de vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de consoladora alegría

espiritual, a sus provincias con la bendición de Dios y la suya propia. En alabanza de Cristo.

Amén.

 

 

CAPÍTULO XIX

Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad era un don de Dios para merecer el

gran tesoro

Se hallaba San Francisco gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal

protector de la Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a encontrarse con

él en Rieti, donde había muy buenos médicos de los ojos . San Francisco, recibida la carta del

cardenal, fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa devotísima de Cristo, con

el fin de darle alguna consolación y luego proseguir a donde el cardenal lo l amaba. Pero, estando

aquí, a la noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba la luz. Como

por   esta  razón   no   podía   partir,   le   hizo   Santa   Clara   una   celdita   de   cañizos   para  que  pudiera

reposar. Pero San Francisco, entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le

daban grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de noche.

Y   como   se   prolongase   por   muchos   días   aquel   dolor   y   aquella   tribulación,   comenzó   a

pensar y a reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios

con todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz: Señor mío, yo me merezco todo esto y

mucho   más.   Señor   mío   Jesucristo,   pastor   bueno,   que   te   sirves   de   las   penas   y   aflicciones

corporales para comunicar tu  misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí,  tu ovejita,

gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor me aparte de ti.

Hecha esta oración, oyó una voz del cielo que le decía: Francisco, respóndeme: si toda la

tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen bálsamo, y todos los montes, colinas y

rocas fuesen piedras preciosas, y tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas, cuanto

aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras preciosas a los montes y las rocas, y te

fuese dado, por esta enfermedad, ese tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y

alegre?


 

 

Respondió San Francisco: ¡Señor, yo no merezco un tesoro tan precioso! Y la voz de Dios

prosiguió:  ¡Regocíjate,  Francisco,   porque  ése  es  el   tesoro   de  la   vida  eterna  que  yo  te  tengo

preparado, y cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y aflicción es prenda

de   ese   tesoro  bienaventurado!   Entonces,   San   Francisco  llamó   al   compañero,   con  grandísima

alegría por una promesa tan gloriosa, y le dijo: ¡Vamos donde el cardenal!

Y, consolando antes a Santa Clara con santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el

camino de Rieti. Le salió al encuentro tal muchedumbre. de gente cuando se acercaba, que no

quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante de ella unas dos mil as.

Al enterarse los habitantes de que se hal aba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de

forma que la viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva desapareció. El capellán tuvo con

ello un gran disgusto y estaba pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San

Francisco, por revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo l amar y le dijo:

Padre amadísimo, ¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los años mejores?

Doce cargas - respondió él. Te ruego, padre - le dijo San Francisco - que l eves con paciencia mi

permanencia aquí por algunos días, ya que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de

este pobrecil o, que cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de nuestro

Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte cargas.

Esto lo hacía San Francisco para seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía

palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del amor divino y decididos

a abandonar el mundo. El sacerdote se fió de la promesa de San Francisco, y dejó libremente la

viña a merced de cuantos iban a verlo. ¡Cosa admirable!  La viña quedó arrasada del todo y

despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo. Llegó el tiempo de la vendimia; el

sacerdote recogió aquel os  racimos,  los echó  en el lagar  y  los  pisó,  obtuvo veinte  cargas de

excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco .

Este milagro dio claramente a entender que así como, por los méritos de San Francisco,

produjo tal abundancia de vino aquel a viña despojada de uva, así el pueblo cristiano, estéril de

virtudes por el pecado, produciría muchas veces abundantes frutos de penitencia por los méritos,

la virtud y la doctrina de San Francisco. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XX

Visión admirable de un joven novicio que estaba en trance de salir de la Orden

Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días,

por instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al hábito que vestía, que le parecía

llevar un saco vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo, todo se le hacía

una carga insoportable. A esto se añadía el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión

de dejar el hábito y volver al mundo.

Había tomado la costumbre, como le había enseñado su maestro, cada vez que pasaba

delante del altar del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodil arse con gran

reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el pecho. Y sucedió que

la misma noche en que iba a marcharse y salir de la Orden, tuvo que pasar por delante del altar

del convento; conforme a la costumbre, al pasar se arrodil ó e hizo la reverencia.

En aquel momento fue arrebatado en espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio

delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en forma de procesión, de

dos   en   dos,   todos   vestidos   de   brocados   bellísimos   y   preciosos;   sus   rostros   y   sus   manos

resplandecían como el sol y se movían al compás de cantos y música de ángeles. Entre aquel os

santos había dos, vestidos con mayor elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos

en tanta claridad, que l enaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la procesión

vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel cabal ero con sus galas.

El joven no cabía de admiración ante tal visión, sin entender qué podía significar aquella

procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya

había pasado toda la procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los últimos y les preguntó lleno de


 

 

temor: ¡Oh carísimos!, os ruego tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes

que forman esta procesión venerable.

Has de saber, hijo - le respondieron - , que todos nosotros somos hermanos menores, que

en este momento venimos de la gloria del paraíso. Y ¿quiénes son - preguntó - aquellos dos que

resplandecen mas  que  los  otros? Aquellos  dos  -  le  respondieron  -  son  San  Francisco y  San

Antonio; y ese último que has visto tan honrado es un santo hermano que ha muerto hace poco

tiempo; a ése, por haber combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado

hasta el fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso.

Estos vestidos de brocado, tan hermosos, que l evamos, nos han sido dados a cambio de

la   aspereza   de   las   túnicas   que   l evábamos   pacientemente   en   la   vida   religiosa;   y   la   gloriosa

claridad en que nos ves envueltos nos ha sido dada por Dios como premio a la penitencia humilde

y a la santa pobreza, obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te

debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por amor de Cristo,

desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas valerosamente contra el demonio, tú también

tendrás un día un vestido igual e igual claridad de gloria.

Dichas estas palabras, el joven volvió en sí mismo, y, animado con esta visión, echó de sí

toda tentación, reconoció su culpa ante el guardián y los hermanos, y de al í en adelante deseó la

aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la Orden en grandísima santidad.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXI

Cómo San Francisco amansó, por virtud divina, un lobo ferocísimo

En   el   tiempo   en   que   San   Francisco   moraba   en   la   ciudad   de   Gubbio,   apareció   en   la

comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a

los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas

veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a

la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que

nadie se aventuraba a salir de la ciudad.

San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el

lobo,   desatendiendo   los   consejos   de   los   habitantes,   que   querían   a   todo   trance   disuadirle.   Y,

haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su

confianza.   Como   los   compañeros   vacilaran   en   seguir   adelante,   San   Francisco   se   encaminó

resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de

los  habitantes, que  habían seguido  en  gran número para  ver  este  milagro,  el  lobo  avanzó al

encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal

de la cruz, lo l amó a sí y le dijo:

¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a

nadie. ¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de

correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de

San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:

Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males

maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y

devorar   las   bestias,   sino   que   has   tenido   el   atrevimiento   de   dar   muerte   y   causar   daño   a   los

hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida

malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero,

hermano lobo, hacer las paces entre ti y el os, de manera que tú no les ofendas en adelante, y

ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.

Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y

bajando   la   cabeza,   manifestaba   aceptar   y   querer   cumplir   lo   que   decía   San   Francisco.   Díjole

entonces San Francisco:


 

 

Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sel ar y mantener esta paz, yo te prometo

hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de

modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has

hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me

prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?

El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:

Hermano   lobo,   quiero   que   me   des   fe   de   esta   promesa,   para   que   yo   pueda   fiarme   de   ti

plenamente. Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera

y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía.

Luego le dijo San Francisco: Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas

ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.

El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los

habitantes.   Corrió   rápidamente   la   noticia   por   toda   la   ciudad;   y   todos,   grandes   y   pequeños,

hombres   y   mujeres,   jóvenes   y  viejos,   fueron   acudiendo   a   la  plaza  para   ver   el   lobo  con   San

Francisco.   Cuando   todo   el   pueblo   se   hubo   reunido,   San   Francisco   se   levantó   y   les   predicó,

diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y

que   es   mucho   más   de   temer   el   fuego   del   infierno,   que   ha   de   durar   eternamente   para   los

condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un

pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca

del infierno. "Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os

librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro."

Terminado el sermón, dijo San Francisco: Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que

está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no

dañaros   en   adelante   en   cosa   alguna   si   vosotros   os   comprometéis   a   darle   cada   día   lo   que

necesita.   Yo   salgo   fiador   por   él   de   que   cumplirá   fielmente   por   su   parte   el   acuerdo   de   paz.

Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al

lobo delante de todos:

Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con el os el acuerdo de paz, es decir, que

no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna? El lobo se arrodil ó y bajó

la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que

podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:

Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas

de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado

en la palabra que he dado en nombre tuyo. Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en

la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y

alegría en todo el pueblo, así por la devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la

paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por

haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la

bestia feroz.

El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta

en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente,

y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de

dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar

tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco. En

alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXII

Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres

Cierto   muchacho   había   apresado   un   día   muchas   tórtolas   y   las   l evaba   a   vender.

Encontróse   con   él   San   Francisco,   que   sentía   especial   ternura   por   los   animales   mansos,   y,

mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al muchacho: ¡Oye, buen muchacho; dame, por


 

 

favor, esas aves tan inocentes, que en la  Sagrada Escritura  representan a las almas castas,

humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles que les den muerte!

El muchacho, impulsado por Dios, le dio al punto todas a San Francisco, y él las recibió en

el   seno   y   comenzó   a   hablar   con   ellas   dulcemente:   ¡Oh   hermanas   mías   tórtolas,   sencil as,

inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os

haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador.

Y  San Francisco les  hizo  nido  a  todas.  Ellas se domesticaron, y  comenzaron  a poner

huevos y a empol ar a la vista de los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San

Francisco y los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por el os. Y no se

marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con su bendición. Al muchacho que

se las había dado dijo San Francisco: Hijo mío, tú llegarás a ser hermano menor en esta Orden y

servirás en gracia a Jesucristo. Y así sucedió: aquel joven se hizo religioso y vivió en la Orden con

grande santidad. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXIII

Cómo San Francisco, estando en oración, vio al demonio entrar en un hermano

Estaba una vez San Francisco en oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por

divina revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como por un grande

ejército; pero ninguno de el os lograba entrar en el convento, porque todos aquel os hermanos

eran   de   tanta   santidad,   que   los   demonios   no   hallaban   por   dónde   penetrar.   Pero   el os

perseveraban en su empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un enfado con otro, y

andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él. Y este mal pensamiento fue la brecha

que vio abierta el demonio; así pudo penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuel o de aquel

hermano.

El pastor amante y solícito, que velaba de continuo sobre su grey, viendo que el lobo había

entrado   para   devorar   su   ovejita,   hizo   llamar   en   seguida   a   aquel   hermano   y   le   ordenó   que

descubriera al í mismo el veneno del odio que había concebido contra el prójimo, y que le había

hecho caer en las manos del enemigo.

Quedó él espantado al verse conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su

rencor, reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y misericordia. Hecho esto, una vez

que él fue absuelto del pecado y recibió la penitencia, inmediatamente huyó el demonio ante San

Francisco. El hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por la bondad del buen pastor,

dio   gracias   a   Dios   y,   volviendo   corregido   y   amaestrado   a   la   grey   del   santo   pastor,   vivió   en

adelante en grande santidad. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXIV

Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia

San Francisco, impulsado por el celo de la fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó

una   vez   al   otro   lado   del   mar   con   doce   compañeros   suyos   muy   santos   con   intención   de   ir

derechamente   al   sultán   de   Babilonia   .   Llegaron   a   un   país   de   sarracenos,   donde   los   pasos

fronterizos estaban guardados por hombres tan crueles, que ningún cristiano que se aventurase a

atravesarlos podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que fueran presos,

apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del sultán. Delante de él, San Francisco,

bajo la guía del Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que para demostrarla

se ofreció a entrar en el fuego.

El sultán le cobró gran devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del

mundo que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería aceptar regalo ninguno, como

también por el anhelo del martirio que mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con

agrado, le rogó que volviese a verle con frecuencia le concedió a él y a sus compañeros que

pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen

molestados de nadie.


 

 

Obtenido este salvoconducto, envió San Francisco de dos en dos a sus compañeros a

diversas regiones de los sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de el os, se encaminó

al país que había elegido. Llegado al á, entró en un albergue para reposar. Había al í una mujer

muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó a San Francisco al

pecado.

Acepto - le dijo San Francisco -; vamos a la cama. Y el a lo condujo a su cuarto. Entonces

le dijo San Francisco: Ven conmigo, que te quiero llevar a un lecho mucho más bonito. La l evó a

una grande fogata que tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se desnudó por

completo, se echó junto al fuego sobre el suelo ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse

también en una cama tan munida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo espacio con el

rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y

compungida en su corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala intención, sino que se

convirtió totalmente a la fe de Cristo, y alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas

por su medio en aquel país .

Finalmente, viendo San Francisco que no era posible lograr mayor fruto en aquel as tierras,

determinó,   por  divina  inspiración,  volver  con  todos  sus compañeros a  tierra de  cristianos;  los

reunió a todos y fue a despedirse del sultán. Entonces le dijo el sultán:

Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo

ahora, porque, si éstos l egaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus

compañeros.    puedes hacer  todavía mucho  bien  y yo  tengo  que  resolver   asuntos de gran

importancia; no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero enséñame cómo puedo

salvarme; yo estoy dispuesto a hacer lo que tú me digas.

Díjole entonces San Francisco: Señor, yo tengo que dejarte ahora; pero, una vez que esté

de vuelta en mi país y haya ido al cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere

voluntad de Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú recibirás el

bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto,

vete liberándote de todo impedimento, para que, cuando l egue a ti la gracia de Dios, te encuentre

dispuesto a la fe y a la devoción. El sultán prometió hacerlo así y lo cumplió.

Después de esto, emprendió el viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos

compañeros. A los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte corporal. El

sultán, que había caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, e

hizo colocar guardias en ciertos puntos con el encargo de que si aparecían dos hermanos con el

hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por el mismo tiempo se

apareció San Francisco a dos hermanos y les ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán

y procurasen su salvación, como él se lo había prometido. Aquel os hermanos pasaron en seguida

el mar y fueron conducidos por los guardias a la presencia del sultán. Al verlos éste, se l enó de

alegría y les dijo:

Ahora      verdaderamente   que   Dios   me   ha   enviado   a   sus   siervos   para   mi   salvación,

conforme   a   la   promesa   que   me   hizo   San   Francisco   por   revelación   divina.   Recibió,   pues,   de

aquel os hermanos la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado así en

Cristo, murió de aquel a enfermedad y su alma fue salva por las oraciones y los méritos de San

Francisco. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXV

Cómo San Francisco curó milagrosamente de alma y cuerpo a un leproso

El verdadero  discípulo de Cristo San Francisco, mientras  vivió en esta  vida miserable,

ponía todo su esfuerzo en seguir a Cristo, el perfecto Maestro. Así sucedía muchas veces, por

obra divina, que cuando él curaba a alguien el cuerpo, Dios le sanaba al mismo tiempo el alma, tal

como se lee de Cristo . Por ello, no sólo servía él gustosamente a los leprosos, sino que había

ordenado a los hermanos de su Orden que, cuando iban por el mundo o se detenían, sirvieran a

los leprosos por amor de Cristo, que por nosotros quiso ser tenido por un leproso .


 

 

Sucedió una vez, en un lugar no lejos de aquel en que entonces se hal aba San Francisco,

que los hermanos servían a los leprosos y enfermos de un hospital; y había allí un leproso tan

impaciente, insoportable y altanero, que todos estaban persuadidos, como era en verdad, que

estaba poseído del demonio, porque profería palabras groseras y maltrataba a quienes le servían,

y, lo que era peor, blasfemaba tan brutalmente de Cristo bendito y de su madre santísima la

Virgen María, que no se hallaba ninguno que quisiera y pudiera servirle.

Y por más que los hermanos se esforzaban por sobrel evar con paciencia, por acrecentar

el mérito de esta virtud, sus villanías e insultos, optaron por dejar abandonado al leproso, porque

su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su madre. Pero no quisieron

hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó

diciendo:

Dios   te      la   paz,   hermano   mío   carísimo.   Y   ¿qué   paz   puedo   yo   esperar   de   Dios   -

respondió el leproso enfurecido -, si El me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y

hediondo? Ten paciencia, hijo - le dijo San Francisco - ; las enfermedades del cuerpo nos las da

Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrel evan con paciencia.

Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia - respondió el leproso - este mal que me atormenta

noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me

hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como

deben. Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del

espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió

y le dijo:

Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros. Está bien -

dijo el enfermo -; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros? Haré todo lo que tú quieras -

respondió San Francisco. Quiero - dijo el leproso - que me laves todo de arriba abajo, porque

despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó

al  leproso  y  comenzó a  lavarlo  con  sus propias manos,  echándole  agua un  hermano.  Y,  por

milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne

quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por

lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus

pecados y a l orar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose

de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y

las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y

decía l orando en alta voz: ¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo

he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios! Estuvo así quince días,

llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el

sacerdote. San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio

gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en

efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor

y la gloria de Dios y no la propia.

Y quiso Dios que aquel leproso, curado en el cuerpo y en el alma, enfermase de otra

enfermedad   quince   días   después   de   su   arrepentimiento,   y,   fortalecido   con   los   sacramentos

eclesiásticos, murió santamente. Al ir al paraíso por los aires su alma se apareció a San Francisco

cuando éste se hallaba orando en un bosque y le dijo: ¿Me conoces? ¿Quién eres? - dijo San

Francisco.

Soy el leproso que Cristo bendito curó por tus méritos - dijo él - y ahora voy a la vida

eterna; de lo cual doy gracias a Dios y a ti. Bendita sea tu alma y bendito tu cuerpo, benditas sean

tus palabras y tus acciones, porque por tu mano se salvarán en el mundo muchas almas. Y sabe

que en el mundo no hay un sólo día en que los santos ángeles y otros santos no estén dando

gracias a Dios por los santos frutos que tú y tu Orden realizáis en diversas partes del mundo.


 

 

¡Cobrad ánimo, dad gracias a Dios y seguid así con su bendición! Dichas estas palabras, se fue al

cielo; y San Francisco quedó muy consolado. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXVI

Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas

Yendo una vez San Francisco por el territorio de Borgo San Sepolcro, al pasar por una

aldea llamada Monte Casale, se le presentó un joven muy noble y delicado, que le dijo: Padre, me

gustaría mucho ser de vuestra fraternidad. Hijo - le respondió San Francisco - , tú eres joven,

delicado y noble; se te va a hacer duro sobrel evar la pobreza y austeridad de nuestra vida.

Padre,   ¿no   sois   vosotros   hombres   como   yo?   -   repuso   él.   Lo   mismo   que   vosotros   la

sobrelleváis,   la   podré   sobrellevar   también   yo   con   la   gracia   de   Cristo.   Agradó   mucho   a   San

Francisco esta respuesta; por lo que, bendiciéndolo, lo recibió, sin más, en la Orden y le puso por

nombre hermano Ángel. Este joven se portó tan a satisfacción, que, al poco tiempo, San Francisco

lo   hizo   guardián   del   convento   del   mismo   Monte   Casale   .   Por   aquel   tiempo   merodeaban   por

aquel os parajes tres famosos ladrones, que perpetraban muchos males en toda la comarca.

Un día fueron al eremitorio de los hermanos y pidieron al guardián, el hermano Ángel, que

les diera de comer. El guardián les reprochó ásperamente: ¿No tenéis vergüenza, ladrones y

asesinos sin entrañas, que, no contentos con robarles a los demás el fruto de sus fatigas, tenéis

cara, además, insolentes, para venir a devorar las limosnas que son enviadas a los servidores de

Dios?   No   merecéis   que   os   sostenga   la   tierra,   puesto   que   no   tenéis   respeto   alguno   ni   a   los

hombres ni a Dios que os creó. ¡Fuera de aquí, id a lo vuestro y que no vuelva a veros aquí!

El os lo llevaron muy a mal y se marcharon enojados. En esto regresó San Francisco de

fuera con la alforja del pan y con un recipiente de vino que había mendigado él y su compañero.

El guardián le refirió cómo había despedido a aquella gente. Al oírle, San Francisco le reprendió

fuertemente,   diciéndole   que   se   había   portado   cruelmente,   porque   mejor   se   conduce   a   los

pecadores   a   Dios   con   dulzura   que   con   duros   reproches;   que   Cristo,   nuestro   Maestro,   cuyo

Evangelio hemos prometido observar, dice que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los

enfermos, y que El no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia ; y por

esto El comía muchas veces con el os.

Por lo tanto - terminó - , ya que has obrado contra la caridad y contra el santo Evangelio, te

mando, por santa obediencia, que, sin tardar, tomes esta alforja de pan que yo he mendigado y

esta orza de vino y vayas buscándolos por montes y val es hasta dar con el os; y les ofrecerás de

mi   parte   todo   este   pan   y   este   vino.   Después   te   pondrás   de   rodil as   ante   ellos   y   confesarás

humildemente tu culpa y tu dureza. Finalmente, les rogarás de mi parte que no hagan ningún daño

en adelante, que teman a Dios y no ofendan al prójimo; y les dirás que, si lo hacen así, yo me

comprometo a proveerles de lo que necesiten y a darles siempre de comer y de beber. Una vez

que les hayas dicho esto con toda humildad, vuelve aquí .

Mientras el guardián iba a cumplir el mandato, San Francisco se puso en oración, pidiendo

a   Dios  que   ablandase  los   corazones   de   los   ladrones   y   los  convirtiese  a  penitencia.   Llegó   el

obediente guardián a donde estaban el os, les ofreció el pan y el vino e hizo y dijo lo que San

Francisco le había ordenado. Y plugo a Dios que, mientras comían la limosna de San Francisco,

comenzaran a decir entre sí: ¡Ay de nosotros, miserables desventurados! ¡Qué duras penas nos

esperan en el  infierno  a  nosotros,   que  no  sólo  andamos  robando,  maltratando,  hiriendo,  sino

también dando muerte a nuestro prójimo; y, en medio de tantas maldades y crímenes, no tenemos

remordimiento alguno de conciencia ni temor de Dios!

En cambio, este santo hermano ha venido a buscarnos por unas palabras que nos dijo

justamente reprochando nuestra maldad, se ha acusado de el o con humildad, y, encima de esto,

nos ha traído el pan y el vino, junto con una promesa tan generosa del Padre santo. Estos sí que

son siervos de Dios merecedores del paraíso, pero nosotros somos hijos de la eterna perdición,

merecedores de las penas del infierno; cada día agravamos nuestra perdición, y no sabemos si

podremos hallar misericordia ante Dios por los pecados que hasta ahora hemos cometido.


 

 

Estas y parecidas palabras decía uno de el os; a lo que añadieron los otros dos: Es mucha

verdad lo que dices; pero ¿qué es lo que tenemos que hacer? Vamos a estar con San Francisco -

dijo el primero - y, si él nos da esperanza de que podemos hallar misericordia ante Dios por

nuestros pecados, haremos lo que nos mande; así podremos librar nuestras almas de las penas

del infierno.

Pareció   bien   a   los   otros   este   consejo,   y   todos   tres,   de   común   acuerdo,   marcharon

apresuradamente a San Francisco y le hablaron así: Padre, nosotros hemos cometido muchos y

abominables pecados; no creemos poder hal ar misericordia ante Dios; pero, si tú tienes alguna

esperanza de que Dios nos admita a misericordia, aquí nos tienes, prontos a hacer lo que tú nos

digas y a vivir contigo en penitencia.

San  Francisco   los   recibió   con  caridad   y  bondad,   los   animó   con   muchos   ejemplos,   les

aseguró  de  la  misericordia   de   Dios  y   les  prometió   con   certeza   que   se   la   obtendría  de  Dios,

haciéndoles   ver   cómo   la   misericordia   de   Dios   es   infinita.   Y   concluyó:   Aunque   hubiéramos

cometido infinitos pecados, todavía es más grande la misericordia de Dios; según el Evangelio y el

apóstol San Pablo, Cristo bendito ha venido a la tierra para rescatar a los pecadores .

Movidos   de   estas   palabras   y   parecidas   enseñanzas,   los   tres   ladrones   renunciaron   al

demonio   y   a   sus   obras;   San   Francisco   los   recibió   en   la   Orden   y   comenzaron   a   hacer   gran

penitencia. Dos de ellos vivieron poco tiempo después de su conversión y se fueron al paraíso.

Pero el tercero sobrevivió, y, recordando sin cesar sus pecados, se dio a tal vida de penitencia,

que por quince años seguidos, fuera de las cuaresmas comunes, en que se acomodaba a los

demás hermanos, en los demás tiempos estuvo ayunando tres días a la semana a pan y agua;

andaba siempre descalzo, vestido de una sola túnica; nunca se acostaba después de los maitines.

 

 

CAPÍTULO XXVII

Cómo San Francisco convirtió en Bolonia a dos estudiantes

Al llegar una vez San Francisco a Bolonia , todo el pueblo de la ciudad corrió para verlo; y

era tan grande el tropel de gente, que a duras penas pudo l egar hasta la plaza. En medio de una

gran multitud de hombres, de mujeres y de estudiantes, que l enaban la plaza, San Francisco se

subió   a   un   lugar   elevado   y   comenzó   a   predicar   lo   que   el   Espíritu   Santo   le   iba   dictando.   Y

predicaba tan maravil osamente, que parecía, más bien, un ángel que un hombre quien predicaba;

sus palabras celestiales eran como saetas agudas que traspasaban el corazón de cada oyente, y,

por efecto de la predicación, se convirtieron a penitencia una gran muchedumbre de hombres y de

mujeres.

Entre ellos hubo dos nobles estudiantes de la Marca de Ancona, uno por nombre Peregrino

y   el   otro   Ricerio;   ambos,   tocados   en   su  corazón  por   una   inspiración  divina,   como  efecto   del

sermón, se acercaron a San Francisco para decirle que querían abandonar totalmente el mundo y

ser de sus hermanos. Y San Francisco, conociendo por revelación que eran enviados por Dios y

que habían de llevar una vida santa en la Orden, los recibió con alegría, diciéndoles:

Tú, Peregrino, seguirás en la Orden el camino de la humildad, y tú, hermano Ricerio, te

pondrás   al   servicio   de   tus   hermanos.   Y   fue   así,   porque   el   hermano   Peregrino   rehusó   ser

sacerdote y se quedó como lego, aunque era muy docto y grande canonista. Debido a esta su

profunda humildad, l egó a gran perfección en la virtud, hasta el punto que el hermano Bernardo,

el primogénito de San Francisco, dijo de él que era uno de los hermanos más perfectos de este

mundo.   Finalmente,   este   hermano   Peregrino   pasó,   lleno   de   virtudes,   de   esta   vida   a   la   vida

bienaventurada, realizando muchos milagros antes y después de la muerte .

Y el hermano Ricerio sirvió a los hermanos con devoción y fidelidad, viviendo en gran

santidad   y   humildad;   gozó   de   gran   familiaridad   con   San   Francisco,   quien   le   confió   muchos

secretos. Habiendo sido nombrado ministro de la provincia de la Marca de Ancona, la gobernó

durante mucho tiempo con grandísima paz y discreción. Al cabo de algún tiempo permitió Dios

que fuese objeto de una fuerte tentación interna; se hallaba atribulado y angustiado, se maceraba

con ayunos, disciplinas, lágrimas y oraciones día y noche, sin lograr ahuyentar aquella tentación;


 

 

con   frecuencia   se   veía   en   grande   desesperación,   ya   que   por   esta   causa   se   consideraba

abandonado de Dios.

Al   borde   de  la   desesperación,   como  último   remedio,   se   decidió   a   ir   a  San   Francisco,

discurriendo  de  esta manera:   "Si  San Francisco  me  muestra  buen semblante y  me trata  con

familiaridad, creeré que aún tendrá Dios piedad de mí; de lo contrario, daré por cierto que estoy

abandonado de Dios". Se puso, pues, en camino para ir a encontrar a San Francisco. El Santo se

hal aba a la sazón gravemente enfermo en el palacio del obispo de Asís, y supo, por inspiración

divina, toda la tentación y desesperación del hermano, así como su determinación y su venida. Al

punto, San Francisco llamó a los hermanos León y Maseo y les dijo:

Id en seguida al encuentro de mi hijo carísimo hermano Ricerio, abrazadlo de mi parte y

saludadlo, y decidle que, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo lo amo a él con

afecto singular. Fueron ellos y lo hal aron en el camino. Lo abrazaron y le dijeron lo que San

Francisco les había ordenado. Con esto él experimentó un consuelo tan grande, que casi quedó

fuera de sí; y, dando gracias a Dios de todo corazón, se dirigió al lugar en que San Francisco

yacía enfermo. Y, aunque San Francisco se hallaba gravemente enfermo, al oír que venía el

hermano Ricerio, se levantó y le salió al encuentro, lo abrazó con gran ternura y le dijo:

Hijo mío carísimo, hermano Ricerio, entre todos los hermanos que hay en el mundo, yo te

amo particularmente. Dicho esto, le hizo en la frente la señal de la santa cruz, le besó y añadió:

Hijo carísimo, Dios ha permitido te sobreviniera esta tentación para que fuese para ti fuente de

grandes   merecimientos;   pero,   si      quieres   renunciar   a   esta   ganancia,   no   la   tengas.   ¡Cosa

admirable! No bien hubo dicho San Francisco estas palabras, le dejó por completo la tentación,

como si nunca en toda la vida la hubiera tenido, y quedó completamente consolado. En alabanza

de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXVIII

Cómo   el   hermano   Bernardo   tuvo   un   arrobamiento,   en   el   que   permaneció   desde   la

madrugada hasta la hora de nona

Cuánta gracia concede Dios muchas veces a los pobres evangélicos que abandonan el

mundo por amor de Cristo, lo demuestra el caso del hermano Bernardo de Quintavalle, el cual,

desde que tomó el hábito de San Francisco, era con mucha frecuencia arrebatado en Dios al

contemplar las cosas celestiales. Sucedió una vez, entre otras, que, estando en la iglesia oyendo

la misa totalmente absorto en Dios, quedó tan arrobado por la fuerza de la contemplación, que en

el momento de la elevación del cuerpo de Cristo no se dio cuenta de nada y no se arrodilló ni se

quitó   la   capucha,   como   lo   hacían   los   demás   que   estaban   presentes,   sino   que   permaneció

insensible, mirando fijamente sin pestañear, desde la madrugada hasta la hora de nona.

Y   después   de   nona,   vuelto   en   sí,   iba   por   el   convento   gritando   en   tono   admirativo:

¡Hermanos, hermanos, hermanos! No hay nadie en esta tierra tan grande ni tan noble que, si le

prometieran   un   palacio   hermosísimo   lleno   de   oro,   no   aceptase   con   gusto   llevar   un   saco   de

estiércol para ganar un tesoro tan valioso.

En este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue introducido el hermano

Bernardo en tal grado con su espíritu, que durante quince años anduvo siempre con la mente y el

rostro vueltos hacia el cielo. Durante ese  tiempo, jamás sació el hambre en la  mesa, si bien

tomaba un poco de lo que le era puesto delante, porque decía que no es perfecta la abstinencia

que consiste en privarse de las cosas que no se prueban, sino que la verdadera abstinencia

consiste en moderarse en las cosas que saben buenas al gusto.

Así es como l egó a una tal clarividencia y luz de la mente, que aun los hombres más

doctos acudían a él en busca de solución de cuestiones difíciles y de pasajes intrincados de la

Sagrada Escritura; y él aclaraba toda dificultad. Puesto que su mente se hallaba del todo liberada

y abstraída de las cosas terrenas, se remontaba a la altura como las golondrinas, a impulsos dé la

contemplación; y le acaeció estar hasta veinte días, y a veces treinta, solo en las cimas de las más

altas montañas contemplando las cosas celestiales.


 

 

Por esta  razón solía decir de él el hermano Gil que no a todos se concede este don

otorgado al hermano Bernardo de poder alimentarse volando, como lo hacen las golondrinas. Y

por esta gracia extraordinaria que había recibido de Dios, San Francisco gustaba muchas veces

de hablar con él día y noche; así que algunas veces fueron hal ados juntos, arrebatados en Dios

durante toda la noche en el bosque, donde se habían recogido para hablar de Dios. El cual sea

bendecido por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXIX

Cómo el demonio se apareció al hermano Rufino en figura de Cristo crucificado y le dijo

que estaba condenado

El   hermano   Rufino,   uno   de   los   más   nobles   caballeros   de   Asís,   compañero   de   San

Francisco y hombre de gran santidad, fue un tiempo fortísimamente atormentado y tentado en su

interior   por   el  demonio  acerca   de  la   predestinación.   Esto  le   hacía  andar   triste   y  melancólico,

porque   el   demonio   le   hacía   creer   que   estaba   condenado   y   que   no   era   del   número   de   los

predestinados   a   ir   a   la   vida   eterna,   siendo   inútil   todo   lo   que   hacía   en   la   Orden.   Como   esta

tentación perdurara varios días y él no se atreviera a manifestarla a San Francisco por vergüenza,

no omitiendo por el o las oraciones y las abstinencias que acostumbraba, el demonio comenzó a

añadirle tristeza sobre tristeza, combatiéndolo, además de con la batal a interior, también con

falsas apariciones exteriores. Una vez se le apareció en la forma del Crucificado y le dijo:

¡Oh  hermano  Rufino!   ¿A  qué  viene  macerarte  con  penitencias  y  rezos,   si    no  estás

predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y

no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto,

porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que

tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su

padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados.

Al   oír   estas   palabras,   el   hermano   Rufino   comenzó   a   verse   tan   entenebrecido   por   el

príncipe de las tinieblas, que estaba para perder por completo la fe y el amor que había profesado

a San Francisco, y ya no se cuidaba de decirle nada. Pero lo que el hermano Rufino no dijo al

santo Padre, se lo reveló a éste el Espíritu Santo. Viendo, pues, en espíritu San Francisco el gran

peligro en que se hallaba el pobre hermano, mandó al hermano Maseo a buscarlo. El hermano

Rufino le respondió con brusquedad: ¡Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco! Entonces,

el hermano Maseo, todo lleno de sabiduría divina, entreviendo la perfidia del demonio, le dijo:

Hermano Rufino, ¿no sabes tú que el hermano Francisco es como un ángel de Dios, que

ha iluminado a tantas almas en el mundo y por medio del cual hemos recibido nosotros la gracia

de Dios? Quiero absolutamente que vengas a él, porque veo claramente que el demonio te está

engañando. A estas palabras, el hermano Rufino se puso en camino para ir a San Francisco.

Viéndole venir de lejos, San Francisco comenzó a gritarle: ¡Oh hermano Rufino, tontuelo!, ¿a

quién has dado crédito?

Llevado   el   hermano   Rufino,   le  manifestó  punto   por   punto   toda   la   tentación  que   había

sufrido del demonio interior y exteriormente, haciéndole ver que aquel que se le había aparecido

era el demonio y no Cristo, y que en manera alguna debía hacer caso de sus insinuaciones.

Si vuelve otra vez el demonio a decirte: "Estás condenado" - añadió San Francisco - , no

tienes más que decirle: "¡Abre la boca, y me cago en ella!" y verás cómo huye en cuanto tú le

digas esto; señal de que es el diablo y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo

endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio. En cambio, Cristo bendito jamás

endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del

profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne .

Entonces, el hermano Rufino, al ver que San Francisco le decía punto por punto cómo

había sido su tentación, se compungió con sus palabras, rompió a l orar a lágrima viva y cayó a

los pies de San Francisco, reconociendo humildemente la culpa que había cometido ocultando su

tentación. Quedó así muy consolado y confortado con las recomendaciones del Padre santo y

totalmente cambiado para mejor. Por fin, le dijo San Francisco:


 

 

Anda, hijo, confiésate y no abandones el ejercicio acostumbrado de la oración; no dudes

que esta tentación te servirá de gran utilidad y consuelo, como lo comprobarás muy pronto. Volvió

el hermano Rufino a su celda en el bosque, y, hallándose en oración con muchas lágrimas, he

aquí que vuelve a venir el enemigo bajo la figura de Cristo, según la apariencia exterior, y le dice:

¡Oh hermano Rufino!, ¿no te dije que no debías creer al hijo de Pedro Bernardone y que es

inútil que te fatigues en lágrimas y oraciones, puesto que estás condenado sin remedio? ¿De qué

te sirve atormentarte cuando estás en vida, si al morir te has de ver condenado? Al punto, le

respondió el hermano Rufino: ¡Abre la boca, y me cago en el a!

El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de

piedras   que   caían   del   monte   Subasio   a   una   y   otra   parte,   que   por   largo   espacio   de   tiempo

siguieron cayendo piedras hasta abajo, y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas

con las otras al rodar, que se l enaba el val e del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso

que producían, salieron del eremitorio, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo

que ocurría, y pudieron ver aquel torbel ino de piedras.

Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien

le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado.

San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda. Estando

en el a devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor

divino y le dijo:

Has hecho bien, hijo, en creer a Francisco, porque el que te había l enado de tristeza era el

diablo; pero yo soy Cristo, tu Maestro, y, para que no te quepa duda alguna, te doy esta señal:

mientras   vivas   no   volverás   a   sentir   tristeza   ni   melancolía.   Dicho   esto,   desapareció   Cristo,

dejándolo l eno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba

absorto y arrobado en Dios.

Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación,

que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las

cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano

Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él,

en llamarlo "San Rufino" aun estando vivo en la tierra. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXX

La hermosa predicación que hicieron en Asís San Francisco y el hermano Rufino cuando

predicaron sin hábito

Este hermano Rufino estaba de tal manera absorto en Dios por la continua contemplación,

que se había hecho como insensible y mudo; hablaba muy poco; por otra parte, no poseía ni

gracia, ni valor, ni facilidad para hablar en público. No obstante, San Francisco le ordenó un vez ir

a Asís y predicar al pueblo lo que Dios le inspirase. El hermano Rufino replicó:

Padre reverendo, perdóname si te suplico que no me mandes tal cosa; sabes muy bien

que yo no tengo gracia para predicar y soy simple e ignorante. Entonces le dijo San Francisco: Ya

que no has obedecido en seguida, te mando, en virtud de santa obediencia, que vayas desnudo a

Asís, con sólo los calzones; entres en una iglesia y, así desnudo, prediques al pueblo. A esta

orden, el hermano Rufino se quitó el hábito y fue desnudo a Asís, entró en una iglesia y, hecha la

reverencia   al   altar,   subió   al   púlpito   y   comenzó   a   predicar.   Al   verlo,   comenzaron   a   reírse   los

muchachos y los hombres, y se decían:

Estos hombres, a fuerza de penitencia, acaban por perder la razón y se vuelven fatuos.

Mientras   tanto,   San   Francisco   se   puso  a   reflexionar   sobre   la  pronta  obediencia  del   hermano

Rufino,   que   era   de  los  primeros  caballeros  de   Asís,   y   sobre   la  orden   tan   dura   que   le  había

impuesto, y comenzó a reprocharse a sí mismo: "¿De dónde te viene semejante presunción, hijo

de Pedro Bernardone, hombrecillo vil, que te atreves a mandar al hermano Rufino, de los primeros

cabal eros de Asís, que vaya desnudo, como un loco, a predicar al pueblo? Por Dios, que vas a

experimentar en ti lo que mandas a otros".


 

 

Al punto, con fervor de espíritu, se despojó del hábito y fue desnudo a Asís, l evando

consigo al hermano León, que l evaba el hábito de él y el del hermano Rufino. Al verlo en tal

guisa, los de Asís hicieron burla de San Francisco, juzgando que él y el hermano Rufino habían

perdido   el   seso   por   la   mucha   penitencia   Entró   San   Francisco   en   la   iglesia,   donde   estaba

predicando el hermano Rufino en estos términos:

Amadísimos míos, huid del mundo, dejad el pecado, devolved lo ajeno, si queréis evitar el

infierno. Guardad los mandamientos de Dios, amando a Dios y al prójimo, si queréis ir al cielo.

Haced penitencia, si queréis poseer el reino del cielo.

Entonces, San Francisco subió al púlpito y comenzó a predicar tan maravil osamente sobre

el desprecio del mundo, la santa penitencia, la pobreza voluntaria, el deseo del reino celestial y

sobre la desnudez y el oprobio de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, que todos cuantos

estaban presentes al sermón, hombres y mujeres en gran muchedumbre, comenzaron a l orar

fuertemente con increíble devoción. Y no sólo allí, sino en todo Asís, hubo aquel día tanto llanto

por la pasión de Cristo, como jamás lo había habido.

Habiendo quedado el pueblo tan edificado y consolado con ese modo de portarse de San

Francisco y del hermano Rufino, San Francisco vistió al hermano Rufino y se vistió él mismo, y así

vestidos del hábito, regresaron al lugar de la Porciúncula, alabando y glorificando a Dios, que les

había dado la gracia de vencerse mediante el desprecio de sí mismos, para edificar con el buen

ejemplo a las ovejas de Cristo y poner de manifiesto cómo se debe despreciar el mundo. Desde

aquel día creció tanto la devoción del pueblo hacia el os, que se consideraba feliz quien podía

tocar el borde de su hábito. En alabanza de Cristo. Amén.

CAPÍTULO XXXI

Cómo San Francisco conocía puntualmente los secretos de las conciencias de todos sus

hermanos

Nuestro   Señor   Jesucristo   dice   en   el   Evangelio:   Yo   conozco   a   mis   ovejas,   y   el as   me

conocen, etc. I De la misma manera, el bienaventurado padre San Francisco, como buen pastor,

estaba al corriente de todos los méritos y virtudes de sus compañeros, por divina revelación, y

conocía todos sus defectos. Por eso sabía proveer del mejor remedio, humil ando a los orgul osos,

ensalzando  a los  humildes,  vituperando  los vicios,  alabando  las virtudes,  como se lee en  las

admirables revelaciones que él tuvo acerca de aquel a su primera familia .

Entre ellas se refiere que, estando una vez San Francisco con el grupo platicando de Dios,

el hermano Rufino no se hallaba con ellos en la conversación, porque estaba en contemplación en

el bosque. Mientras el os continuaban hablando de Dios, vieron al hermano Rufino que salía del

bosque y pasaba a cierta distancia de el os. En aquel momento, San Francisco, viéndole, se volvió

a sus compañeros y les preguntó:

Decidme, ¿cuál creéis vosotros que es el alma más santa que tiene Dios en el mundo?

El os   le   respondieron   que   creían   fuese   la   de   él;   pero   San   Francisco   les   dijo:   Yo,   hermanos

amadísimos, soy el hombre más indigno y más vil que tiene Dios en este mundo. Pero ¿veis a ese

hermano Rufino que sale ahora del bosque? Dios me ha revelado que su alma es una de las

almas más santas que Dios tiene en este mundo; y yo os aseguro que no dudaría en llamarlo

"San Rufino" ya en vida, porque su alma está confirmada en gracia, santificada y canonizada en el

cielo por nuestro Señor Jesucristo.

Estas palabras, sin embargo, nunca las decía San Francisco en presencia del hermano

Rufino. Que San Francisco conocía de la misma manera los defectos de sus hermanos, se ve

claramente en el caso del hermano Elías, a quien muchas veces reprendió por su soberbia, y en el

del hermano Juan de Cappella, a quien predijo que llegaría a ahorcarse él mismo, y en el de aquél

hermano   a   quien   el   demonio   tenía   cogido   por   la   garganta   cuando   era   corregido   por

desobediencia, en el de muchos otros hermanos, cuyos defectos secretos y cuyas virtudes él

conocía claramente por revelación de Cristo bendito. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXII


 

 

Cómo el hermano Maseo obtuvo de Cristo la gracia de la humildad

Los primeros compañeros de San Francisco se ingeniaban con todas sus fuerzas para ser

pobres   de   cosas   terrenas   y   ricos   de   virtudes,   por   las   cuales   se   entra   en   posesión   de   las

verdaderas riquezas celestiales y eternas. Sucedió un día que, estando reunidos para hablar de

Dios, uno de el os propuso este ejemplo:

Había un hombre, gran amigo de Dios, que poseía en alto grado la gracia de la vida activa

y contemplativa, y juntaba a esto una humildad tan extrema y tan profunda, que creía ser un

grandísimo   pecador;   esta   humildad   lo   santificaba   y   confirmaba   en   gracia   y   le   hacía   crecer

continuamente en la virtud y en los dones de Dios, sin dejarle nunca caer en pecado.

Al oír el hermano Maseo cosas tan maravil osas de la humildad y sabiendo que es un

tesoro de vida eterna, comenzó a sentirse tan inflamado del amor y del deseo de esta virtud de la

humildad, que, dirigiendo el rostro al cielo con gran fervor, hizo voto y propósito firmísimo de

rehusar toda alegría en este mundo mientras no hubiera experimentado esta virtud perfectamente

en su alma. Desde entonces se estaba encerrado en su celda todo cuanto podía, macerándose

con ayunos, vigilias, oraciones, y lágrimas copiosas delante de Dios para impetrar de El esta

virtud, sin la cual él se consideraba digno del infierno, y de la cual estaba tan adornado aquel

amigo de Dios de quien le habían hablado.

Estuvo muchos días el hermano Maseo con este deseo; un día fue al bosque, y andaba,

con gran fervor de espíritu, derramando lágrimas, exhalando suspiros y lamentos, pidiendo a Dios

con deseo ardiente esta virtud divina. Y, puesto que Dios escucha complacido las súplicas de los

humildes y contritos, hal ándose así el hermano Maseo, se oyó una voz del cielo que le l amó por

dos veces, diciendo:

¡Hermano Maseo, hermano Maseo! El, conociendo en su espíritu que aquélla era la voz de

Cristo, respondió: ¡Señor mío, Señor mío! ¿Qué darías tú a cambio de esta gracia que pides? - le

dijo Cristo. Señor, ¡los ojos de mi cara daría yo! - respondió el hermano Maseo. Pues yo quiero -

dijo Cristo - que tengas la gracia y también los ojos. Dicho esto, calló la voz. El hermano Maseo

quedó lleno de tanta gracia de la tan deseada virtud de la humildad y de tanta luz de Dios, que

desde entonces aparecía siempre l eno de júbilo; y muchas veces, cuando estaba en oración,

dejaba escapar un arrul o gozoso semejante al de la paloma: "uh, uh, uh", y con el rostro alegre y

el corazón rebosante de gozo permanecía así en contemplación.

Así y todo, habiendo l egado a ser humildísimo, se reputaba el último de todos los hombres

del mundo. Preguntado por el hermano Jacobo de Falerone por qué no cambiaba de tema en

aquel a manifestación de júbilo, respondió con gran alegría que, cuando en una cosa se hal a todo

el bien, no hay por qué cambiar de tema. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXIII

Cómo Santa Clara bendijo, por orden del Papa, los panes, y en cada uno apareció la señal

de la santa cruz

Santa  Clara,   discípula   devotísima   de  la   cruz   de  Cristo   y   noble   planta   de   messer   San

Francisco, era de tanta santidad, que no sólo obispos y cardenales, sino aun el papa, deseaba,

con grande afecto, verla y oírla, y la visitaba con frecuencia personalmente.

Una vez entre otras, fue el santo padre al monasterio donde ella estaba para oírle hablar

de   las   cosas   celestiales   y   divinas;   y,   mientras   se   hal aban   así   entretenidos   en   divinos

razonamientos, Santa Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en el as, para que el santo

padre lo bendijera. Concluido el coloquio espiritual, Santa Clara, arrodil ada con gran reverencia,

le rogaba tuviera a bien bendecir el pan que estaba sobre la mesa. Respondió el santo padre:

Hermana Clara fidelísima, quiero que seas tú quien bendiga este pan y que hagas sobre él

esa   señal   de   la   cruz   de   Cristo,   a   quien      te   has   entregado   enteramente.   Santísimo   padre,

perdonadme - repuso Santa Clara - ; sería merecedora de gran reproche si, delante del vicario de

Cristo, yo, pobre mujercil a, me atreviera a trazar esta bendición. Para que no pueda atribuirse a


 

 

presunción - insistió el papa - , sino a mérito de obediencia, te mando, por santa obediencia, que

hagas la señal de la cruz sobre estos panes y los bendigas en el nombre de Dios.

Entonces,   Santa   Clara,   como   verdadera   hija   de   obediencia,   bendijo   muy   devotamente

aquel os panes con la señal de la cruz. Y, ¡cosa admirable!, al instante apareció en todos los

panes la señal de la cruz, bel ísimamente trazada. Entonces comieron una parte de los panes, y la

otra parte fue guardada en recuerdo del milagro. El santo padre, al ver el milagro, tomó de aquel

pan y se marchó dando gracias a Dios, dejando a Santa Clara con su bendición.

Por entonces estaba en el monasterio sor Ortolana, madre de Santa Clara, y sor Inés, su

hermana; ambas, como Santa Clara, ricas de virtudes y l enas del Espíritu Santo, y, asimismo,

otras muchas monjas. San Francisco les enviaba muchos enfermos, y el as con sus oraciones y

con la señal de la cruz les devolvían a todos la salud . En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXIV

Cómo San Luis, rey de Francia, fue a visitar al hermano Gil en hábito de peregrino

Yendo San Luis, rey de Francia, visitando en peregrinación los santuarios del mundo y

habiendo l egado a sus oídos la fama de santidad del hermano Gil, que había sido uno de los

primeros compañeros de San Francisco, se propuso y tomó la firme determinación de visitarlo

personalmente. A este fin vino a Perusa, donde se hal aba a la sazón el hermano Gil.

Llegando a la puerta del lugar de los hermanos como un pobre peregrino desconocido, con

muy   reducido   acompañamiento,   preguntó   con   gran   insistencia   por   el   hermano   Gil,   sin   dar   a

entender al portero quién era el que preguntaba por él. Fue el portero y dijo al hermano Gil que en

la puerta había un peregrino que preguntaba por él; y le fue revelado en espíritu que se trataba del

rey de Francia. Al punto, con gran fervor, salió de la celda, corrió a la puerta y, sin preguntar más,

siendo   así   que   nunca   se   habían   visto,   se   arrodil ó   ante   él   con   gran   devoción,   y   los   dos   se

abrazaron y se besaron con suma alegría, como si desde muy atrás hubiera habido entre ellos

estrecha amistad.

Y a todo esto estaban sin decirse palabra el uno al otro, siguiendo abrazados en silencio

entre señales de amor y de caridad. Habiendo estado así por un espacio de tiempo, sin decirse

una palabra, se separaron el uno del otro, y San Luis prosiguió su viaje, mientras el hermano Gil

se volvía a su celda.

Cuando hubo partido el rey, los hermanos preguntaron a uno de los acompañantes quién

era aquel hombre que había estado tanto tiempo abrazado con el hermano Gil; él respondió que

era Luis, el rey de Francia, que había venido para ver al hermano Gil. Al enterarse los hermanos,

llevaron muy a mal que el hermano Gil no le hubiera dirigido la palabra, y le dijeron en tono de

queja: Hermano Gil, ¿cómo has podido ser tan descortés que a rey tan grande, venido desde

Francia para verte y escuchar de ti alguna buena palabra, tú no le has dicho nada?

Hermanos carísimos - respondió el hermano Gil - , no os debe causar ello extrañeza, ya

que ni yo a él ni él a mí hemos podido decirnos una palabra; en cuanto nos hemos abrazado, la

luz de la divina sabiduría me ha manifestado a mí su corazón, y a él el mío; y así, por la acción

divina, mirándonos mutuamente en los corazones, hemos conocido lo que yo quería decirle a él y

lo que el quería decirme a mí mucho mejor y con mayor consolación que si nos hubiéramos

hablado con la boca. Y, si hubiéramos querido explicar con la voz lo que sentíamos en el corazón,

hubiera servido, más bien, de desconsuelo que de consolación, por la limitación de la lengua

humana, que no es capaz de expresar los secretos misterios de Dios. Así, pues, no dudéis que el

rey se ha marchado admirablemente consolado. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXV

Cómo, estando gravemente enferma Santa Clara, fue transportada milagrosamente, en la

noche de Navidad, a la iglesia de San Francisco


 

 

Hal ándose una vez Santa Clara gravemente enferma, hasta el punto de no poder ir a la

iglesia para rezar el oficio con las demás monjas, llegó la solemnidad de la natividad de Cristo.

Todas las demás fueron a los maitines, quedando el a sola en la cama, pesarosa de no poder ir

con el as y tener aquel consuelo espiritual. Pero Jesucristo, su esposo, no quiso dejarla sin aquel

consuelo la hizo transportar milagrosamente a la iglesia de San Francisco y asistir a todo el oficio

de   los   maitines   y   de   la   misa   de   media   noche,   y   además   pudo   recibir   la   sagrada   comunión;

después fue llevada de nuevo a su cama.

Las monjas, terminado el oficio en San Damián, fueron a ver a Santa Clara y le dijeron: ¡Ay

madre   nuestra,   sor   Clara!   cuánto   consuelo   hemos   tenido   en   esta   santa   noche   de   Navidad!

Pluguiera a Dios que hubieras estado con nosotras. Y Santa Clara respondió:

Yo   doy   gracias   y   alabanzas   a   mi   Señor   Jesucristo   bendito,   hermanas   e   hijas   mías

amadísimas, porque he tenido la dicha de asistir, con gran consuelo de mi alma, a toda la función

de esta noche santa y ha sido mayor que la que habéis tenido vosotras; por intercesión de mi

padre San Francisco y por la gracia de mi Señor Jesucristo, me he hallado presente en la iglesia

de mi padre San Francisco, y he oído con mis oídos espirituales y corporales todo el canto y la

música del órgano, y hasta he recibido la sagrada comunión. Alegraos, pues, y dad gracias a Dios

por esta gracia tan grande que me ha hecho. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXVI

Una   visión  hermosa   y  admirable   que   tuvo   el   hermano  León   y  cómo   se   la   declaró  San

Francisco

Una vez que San Francisco se hallaba gravemente enfermo y el hermano León le servía,

éste estaba haciendo oración al lado de San Francisco, y quedó arrobado y fue conducido en

espíritu a un río grandísimo, ancho e impetuoso. Se puso a mirar a todos los que pasaban, y vio

entrar en el río a algunos hermanos que iban muy cargados; apenas l egados a la corriente, eran

arrastrados y se ahogaban; algunos lograban l egar hasta la tercera parte del río; otros, hasta la

mitad, otros, hasta cerca de la otra orilla; pero todos terminaban siendo derribados y se ahogaban

debido al ímpetu de la corriente y al peso que l evaban encima.

Al ver esto, el hermano León estaba muy apenado por el os. Y en esto vio venir una gran

muchedumbre de hermanos sin ninguna carga ni impedimento; en ellos resplandecía la santa

pobreza. Y vio cómo entraban en el río y pasaban al otro lado sin peligro alguno. Terminada esta

visión, el hermano León volvió en sí. Entonces, San Francisco, conociendo en espíritu que el

hermano León había tenido alguna visión, lo l amó a sí y le preguntó qué es lo que había visto.

Cuando el hermano León le hubo referido toda la visión puntualmente, le dijo San Francisco:

Lo que tú has visto es verdadero. El río grande es este mundo; los hermanos que se

ahogaban en el río son los que no siguen la profesión evangélica, sobre todo en lo que se refiere

a la altísima pobreza; y los que pasaban sin peligro son aquel os hermanos que no buscan ni

poseen   en   este   mundo   ninguna   cosa   terrestre   ni   carnal,   sino   que,   teniendo   solamente   lo

imprescindible para comer y vestir, siguen contentos a Cristo desnudo en la cruz, llevando con

alegría y de buen grado la carga y el yugo suave de Cristo y de la santa obediencia; por eso

pasan con facilidad de la vida temporal a la vida eterna. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPITULO XXXVII

Cómo San Francisco recibió en la Orden a un caballero cortés

San   Francisco,   siervo   de   Cristo,   llegó   una   tarde,   al   anochecer,   a   casa   de   un   gran

gentilhombre muy poderoso. Fue recibido por él y hospedado con el compañero con grandísima

cortesía y devoción, como si fuesen ángeles del cielo. Por el o, San Francisco le cobró gran amor,

considerando que, al entrar en casa, le había abrazado y besado con muestras de amistad, luego

le había lavado los pies y se los había secado y besado con humildad, había encendido un gran

fuego y había hecho preparar la mesa con abundantes y buenos manjares, sirviéndole con el



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