¡Dios te salve María!
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rostro alegre mientras comía. Cuando hubieron comido San Francisco y su compañero, dijo el gentilhombre: Padre, aquí me tenéis a vuestra disposición con todas mis cosas. Y si tenéis necesidad de una túnica, un manto o de cualquier otra cosa, compradla, que yo la pagaré. Y sabed que estoy dispuesto a proveer a todas vuestras necesidades, pues, por gracia de Dios, puedo hacerlo, ya que tengo en abundancia toda clase de bienes temporales; y por amor de Dios, que me los ha dado, yo hago uso de ellos con gusto en favor de sus pobres. Viendo San Francisco en él tal cortesía, afabilidad y liberalidad en el ofrecimiento, sintió hacia él tanto amor, que luego, después de la partida, iba diciendo a su compañero: En verdad que este caballero sería bueno para nuestra compañía, ya que se muestra tan agradecido y reconocido para con Dios y tan afable y cortés para con el prójimo y para con los pobres. Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos. La cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor. Puesto que yo he encontrado en este hombre de bien en tal grado esta virtud divina, me gustaría tenerlo por compañero. Hemos de volver, pues, algún día a su casa, para ver si Dios le toca el corazón, moviéndole a venirse con nosotros para servir a Dios. Entre tanto, nosotros rogaremos a Dios que le ponga en el corazón ese deseo y le dé la gracia de llevarlo a efecto. ¡Cosa admirable! Al cabo de unos días, como efecto de la oración de San Francisco, puso Dios ese deseo en el corazón del gentilhombre; y dijo San Francisco al compañero: Vamos, hermano, a casa del hombre cortés, porque yo tengo esperanza cierta en Dios de que él, siendo tan cortés en las cosas temporales, se dará a sí mismo para hacerse compañero nuestro . Fueron, y, cuando estaban ya cerca de la casa, dijo San Francisco al compañero: Espérame un poco, que quiero antes suplicar a Dios que haga fructuoso nuestro viaje y que esta noble presa que tratamos de arrebatar al mundo nos la quiera conceder Cristo a nosotros, pobrecil os y débiles, por la virtud de su santísima pasión. Dicho esto, se puso en oración en un lugar donde podía ser visto de aquel hombre cortés. Y plugo a Dios que, mirando éste a una y otra parte, viera a San Francisco, que estaba en oración devotísima delante de Cristo, que se le había aparecido en medio de una grande claridad mientras oraba, y estaba allí delante. Y vio cómo San Francisco permanecía elevado corporalmente de la tierra por largo espacio de tiempo. Como consecuencia fue de tal manera tocado por Dios y movido a dejar el mundo, que al punto salió de su palacio, corrió con fervor de espíritu a donde San Francisco estaba en oración y, arrodillándose a sus pies con gran devoción, le rogó que tuviera a bien recibirlo para hacer penitencia juntamente con él. Entonces, San Francisco, en vista de que su oración había sido escuchada por Dios, puesto que el gentilhombre solicitaba con gran insistencia lo que él deseaba, levantóse con fervor y alegría de espíritu, lo abrazó y le besó devotamente, dando gracias a Dios, que había aumentado su compañía con la agregación de un tal cabal ero. Y decía aquel gentilhombre a San Francisco: ¿Qué me mandas hacer, Padre mío? Aquí me tienes, dispuesto a dar a los pobres, si tú me lo mandas, todo lo que poseo y a seguir a Cristo contigo, libre así de la carga de todo lo temporal. Así lo hizo, distribuyendo, según el consejo de San Francisco todo su haber a los pobres y entrando en la Orden, en la cual vivió en gran penitencia, santidad de vida y pureza de costumbres. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XXXVIII Cómo San Francisco conoció en espíritu que el hermano Elías estaba condenado y que moriría fuera de la Orden En cierta ocasión en que estaban de familia juntos en un lugar San Francisco y el hermano Elías, fue revelado por Dios a San Francisco que el hermano Elías estaba condenado, que apostataría de la Orden y que, finalmente, moriría fuera de la Orden. Por esta razón concibió San Francisco hacia él tal repulsión, que ni le hablaba ni conversaba con él; y, si ocurría que el hermano Elías venía a su encuentro, desviaba el camino y tiraba por otro lado para no encontrarse con él. Así que el hermano Elías fue cayendo en la cuenta y comprendió que San Francisco estaba disgustado con él. Queriendo saber el motivo, un día se acercó a San Francisco para hablarle, y, cuando San Francisco trató de evitarlo, el hermano Elías lo detuvo cortésmente por la fuerza y comenzó a rogarle discretamente que, por favor, le dijera por qué motivo él esquivaba de aquel modo su compañía y su conversación. San Francisco le respondió: El motivo es éste: me ha sido revelado por Dios que tú, por causa de tus pecados, apostatarás de la Orden y morirás fuera de ella; además Dios me ha revelado que tú estás condenado. Al oír esto, dijo el hermano Elías: Padre mío reverendo, te pido por amor de Cristo que tú, por esta causa, no me esquives ni eches de tu presencia, sino que, como buen pastor, a ejemplo de Cristo, encuentres y acojas a la pobre oveja que se pierde si tú no la ayudas. Pide a Dios por mí, para que, si es posible, revoque El la sentencia de mi condenación, ya que se hal a escrito que Dios perdona y cambia la sentencia si el pecador se enmienda de su pecado; y yo tengo tanta fe en tu oración, que, aunque estuviera en lo profundo del infierno, si tú hicieras oración por mí a Dios, yo me sentiría aliviado. Así que yo te suplico que encomiendes a Dios a este pecador, puesto que El ha venido para salvar a los pecadores, para que me reciba en su misericordia. Decía esto el hermano Elías con gran devoción y muchas lágrimas, por lo que San Francisco, como padre l eno de piedad, le prometió pedir por él a Dios; y así lo hizo. Y, orando a Dios con mucha devoción por él, conoció, por revelación, que su oración era escuchada por Dios en lo referente a la revocación de la sentencia de condenación del hermano Elías y que, finalmente, su alma no sería condenada, pero que ciertamente saldría de la Orden y moriría fuera de la Orden. Y así sucedió, ya que, habiéndose rebelado contra la Iglesia el rey de Sicilia, Federico, y siendo por el o excomulgado por el papa él y todos los que le prestaran ayuda y consejo, el hermano Elías, que era reputado como uno de los hombres más doctos del mundo, requerido por el rey Federico, se puso de su parte y se hizo rebelde a la Iglesia; por esta razón fue excomulgado por el papa y privado del hábito de San Francisco. Hal ándose así excomulgado, enfermó gravemente. Enterado de ello un hermano suyo, hermano laico que había seguido en la Orden y que era hombre de vida ejemplar, fue a visitarle, y le dijo entre otras cosas: Hermano mío carísimo, yo siento gran pesar de verte excomulgado y fuera de la Orden y que vas a morir en esta situación. Pero, si tú ves el camino y el modo como yo pueda ayudarte y sacarte de este peligro, gustosamente me tomaré cualquier trabajo por ti. Hermano mío - respondió el hermano Elías -, la única salida es que tú vayas al papa y le supliques, por amor de Cristo y de su siervo San Francisco, por cuyas enseñanzas yo abandoné el mundo, que me absuelva de la excomunión y me devuelva el hábito de la Orden. Su hermano le aseguró que de buen grado haría todo lo que estuviera de su parte por la salvación de su alma. Se despidió de él y fue a postrarse a los pies del Santo Padre, suplicándole con mucha humildad que concediera esa gracia a su hermano por amor de Cristo y de San Francisco. Y plugo a Dios que el papa le concediera que volviese en seguida y, si encontraba al hermano Elías aún con vida, lo absolviera, de parte suya, de la excomunión y le devolviera el hábito. Con esto partió muy contento y volvió apresuradamente al hermano Elías; lo halló aún con vida, pero en trance de morir; lo absolvió de la excomunión y le devolvió el hábito. El hermano Elías pasó de esta vida; y su alma fue salvada por los méritos y las oraciones de San Francisco, en las que el hermano Elías había tenido gran esperanza. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XXXIX Cómo San Antonio, predicando ante el papa y los cardenales, fue entendido por gentes de diversas lenguas El admirable vaso del Espíritu Santo, San Antonio de Padua, uno de los discípulos y compañeros predilectos de San Francisco, que le l amaba su obispo , predicó una vez en consistorio delante del papa y de los cardenales; en este consistorio había muchos hombres de diversas naciones: griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos, ingleses y de otras diversas lenguas del mundo. Inflamado por el Espíritu Santo, expuso y desarrolló la palabra de Dios con tanta eficacia, profundidad y claridad, que todos los que se hallaban en el consistorio, aunque eran de lenguas tan diversas, entendieron claramente todas sus palabras sin perder una, como si hubiera hablado en el idioma de cada uno de ellos; hasta tal punto, que todos quedaron estupefactos, y les pareció que se había renovado el antiguo milagro de los apóstoles en tiempo de Pentecostés, cuando hablaron en todas las lenguas por la virtud del Espíritu Santo . Y se decían unos a otros con admiración: ¿No es de España este que predica? Pues ¿cómo es que todos nosotros le oímos hablar en la lengua de nuestro país? Y el mismo papa, lleno de admiración por la profundidad de sus palabras, dijo: A la verdad, éste es arca del Testamento y armario de la divina Escritura . En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XL Cómo San Antonio predicó a los peces, y por este milagro convirtió a los herejes Queriendo Cristo poner de manifiesto la gran santidad de su siervo San Antonio y acreditar su predicación y su doctrina santa para que fuese escuchada con devoción, se sirvió en cierta ocasión de animales irracionales, como son los peces, para reprender la necedad de los infieles herejes, del mismo modo como en el Antiguo Testamento había reprendido la ignorancia de Balaam. Fue en ocasión que San Antonio se hal aba en Rímini, donde había una gran muchedumbre de herejes. Durante muchos días había tratado de conducirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad, predicándoles y disputando con el os sobre la fe de Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero el os no sólo no aceptaron sus santos razonamientos, sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose en la oril a entre el mar y el río comenzó a decir a los peces como predicándoles: Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehusan escucharla. No bien hubo dicho esto, acudió inmediatamente hacia él, en la orilla, tanta muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como Jamás se habían visto, en tan gran número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca de la oril a, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles: Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las tempestades. Os ha dado, además, el elemento claro y transparente, y alimento con que sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño. Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue encomendado, por disposición de Dios, poner a salvo al profeta Jonás, echándolo a tierra después de tres días sano y salvo. Vosotros ofrecisteis el censo a nuestro Señor Jesucristo cuando, pobre como era, no tenía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo el o estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las demás creaturas. A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza, alabando a Dios con esos y otros gestos de reverencia. Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de alegría de espíritu, dijo en alta voz: Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que los hombres infieles. Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces, sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado. Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravil oso y manifiesto, cayeron de rodil as a los pies de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos aquel os herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció los peces con la bendición de Dios y todos partieron con admirables demostraciones de alegría; lo mismo hizo el pueblo. Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en las almas. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLI Cómo el hermano Simón, hombre de gran contemplación, libró de una gran tentación a un hermano que estaba para dejar la Orden En los primeros tiempos de la Orden, viviendo todavía San Francisco, entró en la Orden un joven de Asís de nombre hermano Simón. Dios le adornó y dotó de tanta gracia y de tanta contemplación y elevación de espíritu, que toda su vida era un espejo de santidad, como lo oí de quienes por largo tiempo estuvieron con él. Muy raras veces era visto fuera de la celda; y las pocas veces que estaba con los hermanos, hablaba siempre de Dios. No había estudiado nunca el latín, y, con todo, hablaba tan profundamente y con tanta sublimidad de Dios y del amor de Cristo, que sus palabras parecían palabras sobrenaturales. Una noche sucedió que, habiendo ido al bosque con el hermano Jacobo de Massa para hablar de Dios, se entretuvieron hablando dulcísimamente del amor divino durante toda la noche, y por la mañana les parecía haber estado poquísimo tiempo, como me lo refirió el mismo hermano Jacobo. El hermano Simón recibía las divinas iluminaciones y las visitas amorosas de Dios con tanta suavidad y dulzura de espíritu, que muchas veces, al sentirlas venir, se echaba en la cama, porque la tranquila suavidad del Espíritu Santo le pedía no sólo el reposo de la mente, sino también el del cuerpo. Y en aquel as visitas divinas era con frecuencia arrebatado en Dios, y se volvía totalmente insensible a las cosas corporales. Una vez sucedió que, estando él así suspenso en Dios e insensible al mundo, abrasado por dentro de amor divino y sin sentir nada exteriormente con los sentidos corporales, un hermano quiso hacer la experiencia de comprobar si era como parecía; fue, cogió una brasa y se la aplicó al pie desnudo; el hermano Simón no sintió nada, ni la brasa le dejó señal alguna en el pie, no obstante haber seguido así tanto tiempo, que se apagó por sí sola. Este hermano Simón, cuando se sentaba a la mesa, antes de tomar el alimento corporal, tomaba para sí y daba a los demás el alimento espiritual hablando siempre de Dios. Con estos discursos devotos convirtió en cierta ocasión a un joven de San Severino, que había sido en el siglo un galán vanidoso y mundano y era noble de sangre y muy delicado en su cuerpo. El hermano Simón, cuando lo recibió en la Orden, guardó consigo sus vestidos seglares; era, en efecto, el hermano Simón el encargado de iniciarlo en las observancias regulares. Pero el demonio, que anda buscando cómo poner tropiezos a todo bien, puso en él tan fuerte estímulo y tan ardiente propensión de la carne, que le era del todo imposible resistir. Por ello fue al hermano Simón y le dijo: Devuélveme mis vestidos de seglar, porque no puedo ya resistir las tentaciones carnales. Y el hermano Simón, l eno de compasión hacia él, le decía: Siéntate un poco conmigo, hijo mío. Y comenzaba a hablarle de Dios, con lo que la tentación se marchaba. Volvía de nuevo la tentación, él volvía a pedir los vestidos al hermano Simón por causa de la tentación, y, hablándole él de Dios otras tantas veces, cesaba la tentación. Así varias veces, hasta que, por fin, una noche le asaltó la tentación con mayor fuerza de lo acostumbrado, y, no pudiendo resistir de ninguna manera, fue al hermano Simón y le pidió de nuevo todos sus vestidos de seglar, ya que le era absolutamente imposible seguir. Entonces, el hermano Simón, como lo había hecho otras veces, lo hizo sentar junto a él; y, mientras le hablaba de Dios, el joven reclinó la cabeza en el regazo del hermano Simón presa de gran melancolía y tristeza. El hermano Simón, movido fuertemente a compasión, alzó los ojos al cielo, y, poniéndose a orar muy devotamente por él, quedó arrobado y fue escuchado por Dios. Al volver en sí, el joven se sintió libre del todo de aquella tentación, como si jamás la hubiera tenido. Más aún, el ardor de la tentación se cambió en ardor del Espíritu Santo, porque se había acercado a aquel carbón encendido que era el hermano Simón, y quedó todo inflamado en el amor de Dios y del prójimo, en tal grado, que, habiendo sido una vez apresado un malhechor, al que habían de ser arrancados los dos ojos, movido a compasión, fue él animosamente al rector, cuando estaba reunido el consejo en pleno y con muchas lágrimas y súplicas pidió que le fuera arrancado a él un ojo y otro al malhechor para que éste no quedara privado de los dos ojos. Al ver el rector y su consejo el gran fervor de la caridad de este hermano, perdonaron al uno y al otro. Se hallaba un día el hermano Simón en el bosque en oración experimentando gran consolación en su alma, cuando una bandada de cornejas comenzó a molestarle con sus graznidos; él entonces les mandó, en nombre de Jesús, que se marcharan y no volvieran. Al punto partieron aquel os pájaros, y ya no fueron vistos ni al í ni en todo el contorno. Este milagro fue conocido en toda la custodia de Fermo, a la que pertenecía aquel convento. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLII Algunos santos hermanos: Bentivoglia, Pedro de Monticello y Conrado de Offida. Y cómo el hermano Bentivoglia llevó a cuestas a un leproso quince millas en poquísimo tiempo La provincia de la Marca de Ancona estuvo antiguamente adornada, como el cielo de estrel as, de hermanos santos y ejemplares, que, como lumbreras del cielo, han ilustrado y honrado a la Orden de San Francisco y al mundo con sus ejemplos y su doctrina. Entre otros hay que enumerar, en primer lugar, al hermano Lúcido el antiguo, que fue verdaderamente luciente por la santidad y ardiente por la caridad divina; su lengua gloriosa, informada por el Espíritu Santo, obtenía frutos maravil osos en la predicación. Otro fue el hermano Bentivoglia de San Severino , a quien vio una vez el hermano Maseo de San Severino elevado en el aire por mucho tiempo mientras oraba en el bosque. Debido a este milagro, dicho hermano Maseo, que era párroco entonces, dejó el beneficio y se hizo hermano menor; y fue de tanta santidad, que hizo muchos milagros en vida y en muerte; su cuerpo está sepultado en Marro. Ese hermano Bentivoglia, una vez que se hallaba en Trave Bonanti cuidando y sirviendo a un leproso, recibió orden de su superior de trasladarse a un convento distante quince millas. No queriendo él abandonar al leproso, con gran fervor de caridad se lo cargó a cuestas y lo l evó, desde la aurora hasta la salida del sol recorriendo todo aquel camino de quince mil as, hasta el convento al que era destinado, que se llamaba Monte Sanvicino. Aunque hubiera sido un águila, no hubiera podido hacer volando todo aquel recorrido. Este divino milagro despertó en toda la región gran estupor y admiración. Otro hermano, el hermano Pedro de Monticello fue visto por el hermano Servadeo de Urbino, guardián suyo a la sazón en el convento viejo de Ancona, levantado corporalmente, a cinco o seis brazas del suelo, hasta los pies del crucifijo de la iglesia ante el cual estaba en oración. Este hermano Pedro había ayunado una vez con gran devoción durante la cuaresma de San Miguel Arcángel y el último día de esta cuaresma, estando orando en la iglesia, un hermano joven que se había ocultado expresamente bajo el altar mayor atisbando algún hecho de santidad, le oyó conversar con San Miguel Arcángel en estos términos. San Miguel decía: Hermano Pedro, tú te has fatigado fielmente por mí y has mortificado tu cuerpo de diferentes maneras. Pues bien, yo he venido para consolarte; puedes pedir la gracia que quieras, y yo te la obtendré de Dios. Santísimo príncipe de la milicia celestial, fidelísimo celador del honor de Dios, protector misericordioso de las almas - respondió el hermano Pedro - , yo te pido esta sola gracia: que me obtengas de Dios el perdón de mis pecados. Pide otra gracia - dijo San Miguel -, porque ésa te la alcanzaré muy fácilmente. Y como el hermano Pedro no pedía nada más, el arcángel terminó: Por la fe y la devoción que me profesas, yo te conseguiré esa gracia que pides y muchas otras. Acabada esta conversación, que se prolongó por mucho tiempo, desapareció el arcángel San Miguel, dejándolo sumamente consolado. Contemporáneamente a este santo hermano Pedro vivía el hermano Conrado de Offida . Ambos formaban parte de la familia del convento de Forano, de la custodia de Ancona. El hermano Conrado fue un día al bosque para contemplar a Dios y el hermano Pedro le fue siguiendo a escondidas para ver qué le sucedía. El hermano Conrado se puso en oración y comenzó a suplicar a la Virgen María con gran devoción y muchas lágrimas que le obtuviera de su Hijo bendito la gracia de experimentar un poco de aquel a dulzura que sintió San Simeón el día de la Purificación, cuanto tuvo en sus brazos a Jesús, el Salvador bendito. Hecha esta oración, fue escuchado por la misericordiosa Virgen María. En aquel momento apareció la Reina del cielo con su Hijo bendito en los brazos en medio de una luz esplendorosa; se acercó al hermano Conrado y le puso en los brazos a su bendito Hijo; él lo recibió Con gran devoción, lo abrazó y lo besó apretándolo contra el pecho, consumiéndose y derritiéndose en amor divino y en un consuelo inexplicable. Y también el hermano Pedro, que estaba viendo todo desde su escondrijo, sintió en su alma una grandísima dulcedumbre y consolación. Cuando la Virgen María dejó al hermano Conrado, el hermano Pedro se volvió rápidamente al convento para no ser visto de él; pero luego, al ver al hermano Conrado que volvía muy alegre y jubiloso, le dijo el hermano Pedro: Hombre celestial, hoy has tenido una gran consolación. ¿Qué dices, hermano Pedro? ¿Qué sabes tú lo que he tenido? - dijo el hermano Conrado. Y el hermano Pedro: Sí que lo sé, sí que lo sé. Te ha visitado la Virgen María con su Hijo bendito. Entonces, el hermano Conrado, que, como hombre verdaderamente humilde, deseaba mantener secretas las gracias de Dios, le rogó que no dijera nada a nadie. Y desde entonces fue tan grande el amor que se tuvieron el uno al otro, que no parecía sino que en todo tuvieran un solo corazón y una sola alma. Este hermano Conrado liberó en una ocasión, en el convento de Sirolo, a una mujer poseída del demonio, orando por el a toda la noche y apareciéndose a su madre; y a la mañana siguiente huyó para no ser hallado y honrado del pueblo. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLIII Cómo el hermano Conrado amonestó a un hermano joven que servía de escándalo a sus hermanos y le hizo cambiar de conducta Este mismo hermano Conrado de Offida, admirable celador de la pobreza evangélica y de la Regla de San Francisco, fue de vida tan religiosa y tan l ena de méritos ante Dios, que Cristo bendito le honró con muchos milagros en vida y en muerte. Entre el os, uno fue éste: habiendo llegado una vez, de paso, al convento de Offida, los hermanos le rogaron, por amor de Dios y de la caridad, que amonestara a un hermano joven que había en aquel convento, y que perturbaba a toda la comunidad, tanto a viejos como a jóvenes, por su manera de portarse pueril, indisciplinada y libre; descuidaba habitualmente el oficio divino y las demás observancias regulares. El hermano Conrado, por compasión para con aquel joven y accediendo a los ruegos de los hermanos, le llamó aparte y con fervor de calidad le dirigió palabras de amonestación tan eficaces y l enas de unción, que, bajo la acción de la gracia divina, de niño que era, se volvió súbitamente maduro por su manera de comportarse; y tan obediente, bueno, diligente, piadoso y pacífico, tan servicial, tan aplicado a toda obra de virtud, que así como antes toda la casa andaba perturbada por causa de él, después todos estaban contentos y consoIados y lo amaban profundamente. Y plugo a Dios que poco después de su conversión muriera dicho hermano joven, con gran sentimiento de los hermanos. Pocos días después de su muerte se apareció su alma al hermano Conrado, que estaba en piadosa oración ante el altar de aquel convento, y le saludó devotamente como a padre suyo. El hermano Conrado le preguntó: ¿Quién eres?. Yo soy el alma de aquel hermano joven que murió hace unos días - respondió. Y ¿qué es ahora de ti, hijo carísimo? - volvió a preguntarle el hermano Conrado. Padre amadísimo - respondió - , por la gracia de Dios y por vuestra enseñanza, me ha ido bien, porque no estoy condenado; pero, debido a algunos pecados que cometí y que no tuve tiempo para expiar suficientemente, estoy padeciendo penas muy grandes en el purgatorio. Te ruego, padre, que de la misma manera que me has ayudado cuando estaba vivo, así ahora tengas a bien socorrerme en mis penas rezando por mí algún padrenuestro, ya que tu oración es tan poderosa ante Dios. Entonces, el hermano Conrado, accediendo de buen grado a su ruego, dijo por él una sola vez el padrenuestro Con el Requiem eternam, y aquella alma dijo: ¡Oh padre carísimo, cuánto bien y cuánto refrigerio siento ahora! Por favor, dilo otra vez. Así lo hizo el hermano Conrado. Cuando lo hubo rezado, dijo aquella alma: Padre santo, cuando tú oras por mí, me siento totalmente aliviado. Te pido, pues, que no dejes de rogar por mí a Dios. Entonces el hermano Conrado, viendo que aquel a alma era ayudada tan eficazmente por sus oraciones, rezó por ella cien padrenuestros; y, en cuanto los hubo terminado, dijo el alma: Te doy gracias, padre mío, de parte de Dios, por la caridad que has tenido para conmigo, porque por tu oración estoy ya libre de todas las penas, y así me voy al reino celestial. Dicho esto, desapareció. Y el hermano Conrado, para dar a los hermanos alegría y consuelo, les refirió punto por punto toda esta visión. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLIV Dos hermanos que se amaban tanto que, por caridad, se manifestaban el uno al otro las revelaciones que tenían Al tiempo que moraban juntos en la custodia de Ancona, en el convento de Forano, los hermanos Conrado y Pedro (de Monticello), que eran dos estrel as bril antes en la provincia de las Marcas, dos hombres del cielo, estaban unidos entre sí con un amor y una caridad tan grande, que parecían no tener sino un solo corazón y una sola alma, y se habían ligado mutuamente con este pacto: que cualquier consolación que la misericordia de Dios otorgase a cualquiera de los dos, se la tenían que manifestar, por caridad, el uno al otro. Sel ado entre ambos este pacto, ocurrió un día que el hermano Pedro estaba en oración meditando muy piadosamente en la pasión de Cristo; y como la Madre santísima de Cristo y Juan, el amadísimo discípulo, y San Francisco estaban pintados al pie de la cruz, crucificados con Cristo por el dolor del alma, le vino el deseo de saber quién de los tres había experimentado mayor dolor por la pasión de Cristo; si la Madre, que lo había llevado en su seno, o el discípulo, que había reposado sobre su pecho, o San Francisco, que había sido crucificado con Cristo. Estando en este devoto pensamiento, se le apareció la Virgen María con San Juan Evangelista y San Francisco, vestidos de nobilísimas vestiduras de gloria bienaventurada; pero San Francisco aparecía vestido de una veste más hermosa que San Juan. Y como el hermano Pedro quedó desconcertado por esta visión, San Juan le animó diciéndole: No temas, hermano carísimo, porque nosotros hemos venido aquí para consolarte y aclararte el objeto de tu duda. Has de saber que la Madre de Cristo y yo hemos sufrido, por causa de la pasión de Cristo, más que ninguna otra creatura; pero, después de nosotros, nadie ha experimentado mayor dolor que San Francisco; por eso le ves con tanta gloria. Santísimo apóstol de Cristo - preguntó el hermano Pedro - , ¿por qué la vestidura de San Francisco es más hermosa que la tuya? La razón es ésta - respondió San Juan - : porque, cuando él estaba en el mundo, l evó un vestido más vil que el mío. Dichas estas palabras, San Juan entregó al hermano Pedro un vestido de gloria que l evaba en la mano y le dijo: Toma este vestido que he traído para dártelo a ti. Y como San Juan quería vestirlo con él, el hermano Pedro, estupefacto, cayó a tierra y comenzó a gritar: ¡Hermano Conrado, hermano Conrado querido, ven en seguida, ven y verás cosas maravil osas! A estas palabras desapareció la visión. Cuando llegó el hermano Conrado, le refirió al detalle todo lo sucedido, y dieron gracias a Dios. Amén. CAPÍTULO XLV Cómo un hermano, por nombre Juan de la Penna, fue llamado por Dios a la Orden cuando aún era niño A Juan de la Penna, cuando aún era niño en la provincia de las Marcas, antes de hacerse hermano, se le apareció una noche un niño bellísimo, que le l amó diciéndole: Juan, vete a San Esteban, donde está predicando uno de mis hermanos; cree en lo que enseña y pon atención a sus palabras, porque soy yo quien lo ha enviado. Hecho esto, tendrás que hacer un largo viaje, y después vendrás a estar conmigo. Al punto, se levantó y sintió un cambio grande en su alma. Fue a San Esteban, y encontró allí una gran muchedumbre de hombres y de mujeres que habían acudido a oír el sermón. El que tenía que predicar era un hermano de nombre Felipe, uno de los primeros l egados a la Marca de Ancona; todavía eran pocos los conventos fundados en las Marcas. Subió al púlpito el hermano Felipe para predicar, y lo hizo con gran unción; no con palabras de sabiduría humana, sino con la fuerza del Espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida eterna. Terminado el sermón, el niño se acercó al hermano Felipe y le dijo: Padre, si tuvierais a bien recibirme en la Orden, yo haría de buen grado penitencia y serviría a nuestro Señor Jesucristo. El hermano Felipe, viendo y reconociendo en él una admirable inocencia y la pronta voluntad de servir a Dios, le dijo: Ven a estar conmigo tal día a Recanati, y yo haré que seas recibido. En aquel convento había de celebrarse el capítulo provincial. El niño, que era muy candoroso, pensó que era aquél el largo viaje que tenía que hacer, conforme a la revelación que había recibido, y que después iría al paraíso. Creía que así había de suceder en cuanto fuese recibido en la Orden. Marchó, pues, y fue recibido. Viendo que su esperanza no era realizada y oyendo decir al ministro en el capítulo que a todos los que quisieran ir a la provincia de Provenza, con el mérito de la santa obediencia, él les daría de buen grado el permiso, le vino el deseo de ir, pensando en su corazón que aquél sería el largo viaje que había de hacer antes de ir al paraíso; pero tenía vergüenza de decirlo. Finalmente, se confió al hermano Felipe, que lo había hecho recibir en la Orden, y le rogó encarecidamente que le procurase aquella gracia de ir destinado a la provincia de Provenza. El hermano Felipe, viendo su candor y su santa intención, le consiguió aquel permiso. Así, pues, el hermano Juan se dispuso con grande gozo para ir, dando por seguro que al final de aquel viaje iría al paraíso. Pero plugo a Dios que permaneciera en dicha provincia veinticinco años, siempre en esa espera y en ese deseo, viviendo con gran honestidad, santidad y ejemplaridad, creciendo sin cesar en virtud y en gracia ante Dios y ante el pueblo; y era sumamente amado de los hermanos y de los seglares. Hal ándose un día el hermano Juan en devota oración, llorando y lamentándose de que no se cumplía su deseo y de que se prolongaba demasiado su peregrinación en esta vida, se le apareció Cristo bendito. A su vista quedó como derretida su alma, y Cristo le dijo: Hijo mío hermano Juan, pídeme lo que quieras. Señor - respondió él - , yo no sé pedir otra cosa sino a ti, porque no deseo ninguna otra cosa. Pero lo que pido es que me perdones todos mis pecados y me concedas la gracia de verte otra vez cuando me halle en mayor necesidad. Ha sido escuchada tu petición - le dijo Cristo. Dicho esto, desapareció, y el hermano Juan quedó muy consolado y confortado. Por fin, habiendo oído los hermanos de las Marcas la fama de su santidad, insistieron tanto ante el general, que éste le mandó la obediencia para volver a las Marcas. Recibida esta obediencia, se puso gozosamente en camino, pensando que al término de este viaje había de ir al cielo, según la promesa de Cristo. Pero. vuelto a la provincia de las Marcas, vivió en el a otros treinta años, sin ser reconocido por ninguno de sus parientes; y cada día esperaba que la misericordia de Dios le cumpliese la promesa. En ese tiempo desempeñó varias veces el oficio de guardián con gran discreción, y Dios realizó, por medio de él, muchos milagros. Entre los demás dones recibidos de Dios, tuvo el don de profecía. En cierta ocasión, estando él fuera del convento, un novicio suyo fue combatido por el demonio y tentado con tal fuerza, que cedió a la tentación y tomó la determinación de dejar la Orden no bien estuviera de vuelta el hermano Juan. Conoció el hermano Juan, por espíritu de profecía, esa decisión; volvió en seguida a casa, llamó al novicio y le dijo que quería se confesara. Pero antes de la confesión le refirió puntualmente la tentación, tal como Dios se la había revelado, y terminó diciéndole: Hijo, por haberme esperado y no haber querido marcharte sin m bendición, Dios te ha concedido la gracia de que nunca saldrás de esta Orden, sino que morirás en ella con la ayuda de la divina gracia. Entonces aquel novicio fue confirmado en su buena voluntad, permaneció en la Orden y llegó a ser un santo religioso. Todas estas cosas me las refirió a mí, hermano Hugolino, el mismo hermano Juan. Este hermano Juan era hombre de espíritu alegre y sereno, hablaba raramente y poseía el don de la oración y devoción; después de los maitines no volvía nunca a la celda, sino que continuaba en la iglesia haciendo oración hasta el amanecer. Estando una noche así en oración después de los maitines, se le apareció el ángel de Dios y le dijo: Hermano Juan, ha llegado el término del viaje, que por tanto tiempo has esperado. Así, pues, te comunico, de parte de Dios, que puedes pedir la gracia que desees. Y te comunico, además, que tienes en tu mano elegir: o un día de purgatorio o siete días de padecimiento en este mundo. Eligió el hermano Juan siete días de penas en este mundo, y en seguida cayó enfermo de diversas dolencias: le sobrevino una violenta fiebre, el mal de gota en las manos y los pies, dolores de costado y muchos otros males. Pero lo que más le atormentaba era el ver siempre a un demonio delante de él, con una hoja grande de papel en la mano, donde estaban escritos todos los pecados que había cometido o pensado, y le decía: Por causa de estos pecados cometidos por ti de pensamiento, palabra y obra, estás condenado a lo profundo del infierno. Y él no se acordaba de haber hecho jamás ningún bien, ni de estar en la Orden, ni de que hubiera estado nunca en ella, sino que le dominaba la idea de estar condenado como el demonio se lo decía. Por eso, cuando alguien le preguntaba cómo estaba, respondía: Mal, porque estoy condenado. Viendo esto, los hermanos hicieron l amar a un hermano muy viejo, llamado Mateo de Monte Rubbiano, que era un santo hombre y muy amigo del hermano Juan. Llegó el hermano Mateo el día séptimo de la tribulación del hermano Juan, le saludó y le preguntó cómo estaba. El le respondió que mal, porque estaba condenado. Entonces le dijo el hermano Mateo: ¿No te acuerdas que te has confesado conmigo muchas veces, y yo te he absuelto íntegramente de tus pecados? ¿No tienes presente que has servido a Dios tantos años en esta Orden? Por otra parte, ¿has olvidado, acaso, que la misericordia de Dios sobrepuja todos los pecados del mundo y que Cristo bendito, nuestro Salvador, ha pagado, para rescatarnos, un precio infinito? Ten confianza, porque no hay duda de que estás salvado. A estas palabras, puesto que se había cumplido el tiempo de su purificación, desapareció la tentación y sobrevino la consolación. Y lleno de gozo, dijo el hermano Juan al hermano Mateo: Estás fatigado y es ya tarde; te ruego que vayas a reposar. El hermano Mateo no quería dejarlo; pero al fin ante su insistencia, se despidió de él y se fue a descansar, quedando solo el hermano Juan con el hermano que le cuidaba. En esto vio llegar a Cristo bendito en medio de grandísimo resplandor y de suavísima fragancia, cumpliendo la promesa que le había hecho de aparecérsele otra vez cuando él se hallara en mayor necesidad; y lo curó totalmente de toda enfermedad. Entonces, el hermano Juan, juntando las manos, le dio gracias por haber dado fin tan felizmente al largo viaje de la presente vida miserable, encomendó y entregó su alma en las manos de Cristo y pasó de esta vida mortal a la vida eterna con Cristo bendito, a quien por tanto tiempo había deseado y esperado. El hermano Juan está sepultado en el convento de Penna San Giovanni. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLVI Cómo el hermano Pacífico, estando en oración, vio subir al cielo el alma de su hermano Humilde En la misma provincia de las Marcas hubo, después de la muerte de San Francisco, dos hermanos carnales en la Orden, el uno se llamaba hermano Humilde, y el otro, hermano Pacífico, ambos de gran santidad y perfección. El uno moraba en el eremitorio de Soffiano, y murió allí; el otro, en un convento muy distante. Plugo a Dios que el hermano Pacífico, estando un día en oración en un lugar solitario, fuera arrebatado en éxtasis y viera subir derechamente al cielo en un instante el alma de su hermano Humilde, sin ningún retraso ni impedimento, y ello en el mismo momento de separarse del cuerpo. Muchos años después sucedió que dicho hermano Pacífico fue enviado al mismo eremitorio de Soffiano, donde había muerto su hermano. Por aquel tiempo los hermanos, a petición de los señores de Brunforte, abandonaron el lugar para ir a otro convento, l evando consigo, entre otras cosas, los restos de los santos hermanos que habían muerto allí. Al l egar a la sepultura del hermano Humilde, su hermano Pacífico tomó los huesos, los lavó con buen vino, después los envolvió en un lienzo blanco y los besó, entre lágrimas, con gran reverencia y devoción. Los demás hermanos se admiraron mucho de esto, y no les pareció ejemplar aquel modo de obrar de un hombre de tanta santidad como él, pues parecía que lloraba a su hermano más bien por amor sensible y mundano y que mostraba mayor devoción a las reliquias de su hermano que a las de los otros hermanos de hábito, que no habían sido de menor santidad que el hermano Humilde, y sus restos no eran menos dignos de respeto que los de éste. Conociendo el hermano Pacífico el mal pensamiento de los hermanos, les dio satisfacción con humildad, diciéndoles: Hermanos carísimos, no debéis extrañaros de que haya hecho con los huesos de mi hermano lo que no he hecho con los otros. No me he dejado l evar, gracias a Dios, como vosotros pensáis, de amor carnal, sino que he obrado así porque, cuando mi hermano pasó de esta vida, hal ándome en oración en lugar desierto y lejano de él, vi cómo su alma subía derechamente al cielo; por esto tengo la certeza de que sus huesos son santos y d~ que un día estarán en el paraíso. Si Dios me hubiera concedido la misma certeza sobre los otros hermanos, hubiera mostrado la misma reverencia a sus huesos. A la vista de su devota y santa intención, los hermanos quedaron muy edificados de él y alabaron a Dios, que l eva a cabo cosas tan maravillosas en sus santos. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLVII Un santo hermano a quien, cuando estaba para morir, se apareció la Virgen María con tres redomas de electuario y lo sanó En el mismo eremitorio de Soffiano hubo antiguamente un hermano menor de tan gran santidad y gracia, que parecía totalmente endiosado y frecuentemente estaba arrobado en Dios . Y sucedía que, mientras se hallaba todo elevado en Dios, porque poseía en grado notable la gracia de la contemplación, venían a él los pájaros de toda especie y se posaban confiadamente en sus hombros, cabeza, brazos y manos, poniéndose a cantar maravillosamente. El era muy amante de la soledad y raras veces hablaba; pero, cuando le preguntaban alguna cosa, respondía con tal gracia y sabiduría, que más parecía ángel que hombre; y vivía muy entregado a la oración y a la contemplación. Los hermanos le profesaban gran reverencia. Terminado el curso de su vida virtuosa, este hermano cayó enfermo de muerte por divina disposición, hasta el punto de no poder tomar nada; por otro lado, él rehusaba recibir ninguna medicina terrestre, sino que ponía toda su confianza en el Médico celestial Jesucristo bendito, y en su bendita Madre, de la cual mereció, por la divina clemencia, ser milagrosamente visitado y consolado. Porque, hal ándose en cama, preparándose para la muerte con todo el corazón y con la mayor devoción, se le apare. ció la gloriosa Virgen María, rodeada de gran muchedumbre de Ángeles y de santas vírgenes, en medio de maravil oso resplandor, y se acercó a su cama. Al verla, él experimentó gran consuelo y alegría de alma y de cuerpo, y comenzó a suplicarle humildemente que rogara a su amado Hijo que, por sus méritos, lo sacara de la prisión de esta carne miserable. Y como prosiguiera en esta súplica con muchas lágrimas, le respondió la Virgen María llamándolo con su nombre: No temas, hijo, que tu oración ha sido escuchada, y yo he venido para confortarte antes de tu partida de esta vida. Había Junto a la Virgen María tres santas vírgenes, que traían en la mano tres, redomas de electuario , de un perfume y de una suavidad inexplicables. La Virgen gloriosa tomó una de las redomas y la abrió, y toda la casa se llenó de fragancia; con una cuchara tomó del electuario y se lo dio al enfermo; éste, no bien lo hubo gustado, sintió tal confortación y tal dulzura, que no parecía que su alma estuviera en el cuerpo. Por ello comenzó a decir: ¡Basta, basta, Madre dulcísima y Virgen bendita, salvadora del género humano; basta, curadora bendita, que no puedo soportar tanta dulcedumbre! Pero la piadosa y benigna Madre siguió ofreciéndole y haciéndole tomar el electuario. Vaciada la primera redoma, la bienaventurada Virgen tomó la segunda y metió la cuchara para darle; él, gimiendo dulcemente, le decía: ¡Oh beatísima Madre de Dios!, si mi alma está ya casi del todo derretida por la fragancia y la suavidad del primer electuario, ¿cómo voy a poder soportar el segundo? Por favor, ¡oh bendita entre todos los santos y ángeles!, no me des más. Prueba, hijo mío, un poco todavía de esta segunda redoma - insistió nuestra Señora. Y, dándole un poco más, le dijo: Ahora ya te basta con lo que has tomado, hijo. ¡Animo, hijo mío!, que pronto vendré por ti y te l evaré al reino de mi Hijo, que siempre has buscado y deseado. Dicho esto, se despidió de él y se fue. Y él quedó tan confortado y consolado por la dulzura de aquel medicamento, que se mantuvo en vida saciado y fuerte por algunos días, sin ningún alimento corporal. Al cabo de uno días, mientras se hal aba hablando alegremente con los hermanos, con gran alegría y júbilo, pasó de esta vida miserable a la vida bienaventurada. Amén. CAPÍTULO XLVIII Cómo el hermano Jacobo de Massa vio, bajo la forma de un árbol, a todos los hermanos menores del mundo El hermano Jacobo de Massa, a quien Dios abrió la puerta de sus secretos y dio a perfección la ciencia y la inteligencia de la divina Escritura y de las cosas que están por venir, fue de tanta santidad, que los hermanos Gil fue Asís, Marcos de Montino, Junípero y Lúcido dijeron de él que no conocían en el mundo a nadie más grande ante Dios. Yo tuve gran deseo de ver a este hermano Jacobo, porque, habiendo rogado al hermano Juan, compañero del hermano Gil, que me explicase ciertas cosas del espíritu, él me dijo: Si quieres ser informado en la vida espiritual, procura hablar con el hermano Jacobo de Massa, porque el hermano Gil deseaba recibir luz de él, y no se puede ni añadir ni quitar nada a sus palabras, ya que su mente ha penetrado los secretos celestiales y sus palabras son palabras del Espíritu Santo; no hay hombre sobre la tierra que yo desee tanto ver. Este hermano Jacobo, en los comienzos del gobierno del ministro general Juan de Parma, estando una vez en oración, fue arrebatado en Dios, y permaneció tres días en arrobamiento, abstraído totalmente de los sentidos corporales; tan insensible, que los hermanos dudaban si estaría muerto. En aquel rapto le fue revelado por Dios lo que había de suceder respecto a nuestra Orden; por eso, cuando yo tuve noticia, aumentó mi deseo de verle y de hablar con él. Y cuando quiso Dios que se me ofreciera oportunidad de hablarle, yo le rogué en estos términos: Si lo que yo he oído de ti es verdad, te ruego que no me lo ocultes. He oído que, cuando estuviste tres días casi muerto, Dios te reveló, entre otras cosas, lo que había de suceder en esta nuestra Orden. Esto lo ha dicho el hermano Mateo, ministro de las Marcas, a quien tú lo descubriste por obediencia. Entonces, el hermano Jacobo, con mucha humildad, confirmó que cuanto decía el hermano Mateo era verdad. Y lo que dijo el hermano Mateo, ministro de las Marcas, es lo siguiente: Sé de un hermano a quien Dios ha revelado todo lo que ha de suceder en nuestra Orden; porque el hermano Jacobo de Massa me ha manifestado y dicho que, después de haberle revelado Dios muchas cosas sobre el estado de la Iglesia militante, tuvo la visión de un árbol hermoso y grande y muy fuerte, cuyas raíces eran de oro, y sus frutos eran hombres, todos hermanos menores. Sus ramas principales estaban distribuidas según el número de las provincias de la Orden; en cada rama había tantos hermanos cuantos había en la provincia por el a representada. Entonces supo el número de todos los hermanos de la Orden y de cada provincia, con sus nombres, edad, condiciones y oficios, grados y dignidades, así como las gracias y las culpas de todos. Y vio al hermano Juan de Parma en la copa del tronco del árbol, y en las copas de las ramas que rodeaban el tronco estaban los ministros de todas las provincias. Después vio cómo Cristo se sentaba en un trono grandioso y de una blancura deslumbrante y cómo l amaba a San Francisco y le daba un cáliz lleno de espíritu de vida y lo enviaba, diciéndole: Vete a visitar a tus hermanos y dales de beber de este cáliz del espíritu de vida, porque el espíritu de Satanás se va a levantar contra ellos y los va a sacudir y muchos de ellos caerán y no volverán a levantarse. Y Cristo dio a San Francisco dos ángeles para acompañarle. Vino, pues, San Francisco y comenzó a dar de beber del cáliz de la vida a sus hermanos. Lo ofreció primero al hermano Juan, quien lo tomó en sus manos y lo bebió todo de un sorbo muy devotamente; al punto, se volvió todo luminoso como el sol. Después siguió San Francisco dándolo a beber a todos los demás. Y eran pocos los que lo recibían y lo bebían con el debido respeto y la debida devoción. Los que lo recibían con devoción y lo bebían todo, al punto se volvían resplandecientes como el sol; los que lo derramaban todo y no lo recibían con devoción, se volvían negros y oscuros, deformes y horribles a la vista; los que en parte lo bebían y en parte lo derramaban, se volvían en parte luminosos y en parte tenebrosos, más o menos según la cantidad que habían bebido o derramado. Pero quien más resplandeciente aparecía era el hermano Juan, que había apurado más que ninguno el cáliz de la vida, que le había hecho contemplar más profundamente el abismo de la infinita luz divina, en la cual había conocido las adversidades y la tempestad que había de levantarse contra aquel árbol, hasta sacurdirlo y derribarlo con todas sus ramas. Por esto, el hermano Juan dejó la copa del tronco en que se hal aba y, descendiendo a debajo de todas las ramas, fue a esconderse al pie del tronco del árbol, y allí se estaba a la espera de lo que iba a suceder. Y el hermano Buenaventura, que había bebido una parte del cáliz y había derramado la otra parte, subió al mismo lugar de la rama de donde se había bajado el hermano Juan. Estando al í, las uñas de las manos se le volvieron uñas de hierro agudas y tajantes como navajas de afeitar; luego dejó el lugar a donde había subido y trataba de lanzarse lleno de ímpetu y furor contra el hermano Juan con intención de hacerle daño. Al verse en peligro el hermano Juan gritó con fuerza y se encomendó a Cristo, que estaba sentado en el trono. Cristo, al oír el grito, l amó a San Francisco, le dio un pedernal cortante y le dijo: Ve y con esta piedra córtale al hermano Buenaventura las uñas con las que quiere arañar al hermano Juan, para que no pueda hacerle daño. San Francisco fue e hizo como Cristo le había ordenado Después de esto sobrevino una tempestad de viento, que sacudió el árbol con tanta violencia, que los hermanos caían a tierra, siendo los primeros en caer aquellos que habían derramado todo el cáliz del espíritu de vida, y eran llevados por los demonios a lugares de tinieblas y tormentos. Pero el hermano Juan, junto con los que habían bebido todo el cáliz, fueron transportados por los ángeles a un lugar de vida, de luz eterna y de esplendorosa bienaventuranza. El dicho hermano Jacobo, que presenciaba la visión, entendía y discernía particular y distintamente todo cuanto estaba viendo, con los nombres, condiciones y estado de cada uno con toda claridad. Aquella tempestad duró tanto, que derribó el árbol y se lo llevó el viento. Pasada la tempestad, de la raíz de este árbol, que era de oro, brotó otro árbol, todo de oro, el cual produjo hojas, flores y frutos de oro. De este árbol y de su expansión, de su profundidad, belleza, fragancia y virtud, es mejor ahora cal ar que hablar. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO XLIX Cómo Cristo se apareció al hermano Juan de Alverna Entre los muchos santos y sabios hijos de San Francisco que, como dice Salomón, son la gloria del padre , floreció en nuestros tiempos en la provincia de las Marcas el venerable y santo hermano Juan de Fermo, el cual, debido al mucho tiempo que moró en el lugar santo de Alverna, donde pasó de esta vida, era l amado también hermano Juan de Alverna; fue hombre de vida extraordinaria y de gran santidad. Este hermano Juan, siendo aún niño seglar, anhelaba con todo el corazón la vida de penitencia, que ayuda a mantener la pureza de alma y de cuerpo. Desde muy pequeño comenzó a l evar un cilicio muy áspero y una argol a de hierro a raíz de la carne y a practicar una gran abstinencia. En particular, cuando estaba con los canónigos regulares de San Pedro de Fermo, que vivían espléndidamente, huía de las delicias corporales y maceraba su cuerpo con una abstinencia rigurosa. Pero tenía compañeros que le zaherían de continuo, le quitaban el cilicio y le impedían de muchas maneras su abstinencia; por lo cual, inspirado por Dios, pensó en dejar el mundo con sus amadores y ofrecerse por entero en los brazos del Crucificado vistiendo el hábito del crucificado San Francisco. Y así lo hizo. Recibido todavía niño en la Orden y confiado al cuidado del maestro de novicios, l egó a ser tan espiritual y devoto, que algunas veces oyendo al maestro hablar de Dios, su corazón se derretía como la cera junto al fuego; y se enardecía en el amor divino con tal suavidad de gracia, que, no pudiendo estar quieto ni soportar tanta dulcedumbre, se levantaba y, como ebrio de espíritu, corría por el huerto, por el bosque o por la iglesia, según le empujase el ardor y el ímpetu del espíritu. Después, andando el tiempo, la gracia divina hizo crecer a este hombre angélico de virtud en virtud, en dones celestiales y en divinas revelaciones y visiones; en tal grado, que en ocasiones su alma era elevada unas veces a los esplendores de los querubines; otras, a los ardores de los serafines; otras, a los goces bienaventurados; otras, a los abrazos amorosos y extremos de Cristo; y esto no sólo por fruición espiritual interior, sino también por manifestaciones exteriores y goces corporales. Una vez sobre todo, la llama del amor divino encendió su corazón de manera extrema, y duró esta l ama en él por tres años; en este tiempo recibió admirables consolaciones y visitas divinas, y con frecuencia quedaba arrobado en Dios; en una palabra, parecía todo inflamado y abrasado en el amor de Cristo. Esto sucedió en el monte santo de Alverna. Pero, como Dios tiene cuidado especial de sus hijos, dándoles, según la diversidad de los tiempos, unas veces consolación, otras tribulación; ora prosperidad, ora adversidad, tal como El ve les conviene para mantenerlos en humildad, o también para avivar en el os el deseo de las cosas celestiales, plugo a la divina bondad a los tres años, retirar al hermano Juan ese rayo y esa llama dei divino amor, y le privó de toda consolación espiritual; con lo cual el hermano Juan quedó sin luz y sin amor de Dios, todo desconsolado, afligido y apenado. Por esta razón iba l eno de angustia por el bosque, yendo de acá para al á, l amando con la voz, con lamentos y suspiros al amado Esposo de su alma, que se le había ocultado alejándose de él, y sin cuya presencia no podía hallar su alma quietud ni reposo. Pero en ningún lugar y de ninguna manera podía hal ar al dulce Jesús, ni volver a engolfarse en aquellos suavísimos solaces espirituales del amor de Cristo a los que estaba habituado. Esta tribulación le duró muchos días, durante los cuales él continuó llorando y suspirando y suplicando a Dios que le devolviese, por su misericordia, al amado Esposo de su alma. Por fin, cuando plugo a Dios dar por suficientemente probada su paciencia y encendido su deseo, un día en que el hermano Juan iba por el bosque de esa forma afligido y atribulado, cansado, se sentó apoyado a un haya , y permaneció con el rostro bañado en lágrimas mirando hacia el cielo, cuando he aquí que de pronto se le apareció Jesucristo al í cerca, en la misma senda por donde había venido el hermano Juan; pero no decía nada. Al verlo el hermano Juan y reconociendo bien que era Cristo, se lanzó en seguida a sus pies y comenzó a suplicarle deshecho en l anto y con gran humildad: ¡Ven en mi ayuda, Señor mío, porque sin ti, salvador mío dulcísimo, yo me hallo en tinieblas y en llanto; sin ti, cordero mansísimo, me hallo en angustias y temores; sin ti, Hijo de Dios altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin ti, yo me siento privado de todo bien y ciego, porque tú eres, Jesús, verdadera luz del alma; sin ti, yo me veo perdido y condenado, porque tú eres vida de las almas y vida de las vidas; sin ti, soy estéril y árido, porque tú eres la fuente de todo bien y de toda gracia; sin ti, yo me siento desolado, porque tú eres, Jesús, nuestra redención, nuestro amor y nuestro deseo, pan que da fuerzas y vino que alegra los corazones de los ángeles y los corazones de todos los santos! Lléname de tu luz, Maestro graciosísimo y Pastor misericordioso, porque yo soy tu ovejita, aunque indigna. Mas como el deseo de los hombres santos, cuando Dios tarda en darles oído, se enciende en mayor amor y mérito, Cristo bendito se fue por aquel a senda sin escucharle y sin decirle una palabra. El hermano Juan entonces se levantó, corrió detrás y se le echó de nuevo a sus pies, deteniéndole con santa importunidad y suplicándole entre lágrimas devotísimas: ¡Oh Jesús dulcísimo!, ten misericordia de este pobre atribulado; escúchame por la abundancia de tu misericordia y por la verdad de tu salvación y devuélveme el gozo de tu rostro y de tu mirada de piedad, ya que de tu misericordia está l ena la tierra entera. Y Cristo se marchó todavía sin decirle palabra y sin darle consuelo alguno; se portaba con él como la madre con el niño cuando le hace desear el pecho y le hace ir detrás l orando para que luego lo tome con mayor gana. Entonces, el hermano Juan, con mayor ardor y deseo, fue en seguimiento de Cristo; cuando le alcanzó, Cristo bendito se volvió a él y lo envolvió en una mirada llena de gozo y de gracia, y, abriendo sus brazos santísimos y misericordiosísimos, lo abrazó con gran ternura. En el momento que abrió los brazos, el hermano Juan vio salir del santísimo pecho del Señor rayos maravillosos, que inundaron de luz todo el bosque y a él mismo en el alma y en el cuerpo. El hermano Juan se arrodilló a los pies de Cristo; y Jesús bendito le tendió benignamente el pie para que lo besase, como la Magdalena; el hermano Juan, tomándoselo con suma reverencia, lo bañó con tantas lágrimas, que parecía verdaderamente otra Magdalena, y le decía devotamente: Te ruego, Señor mío, que no tengas en cuenta mis pecados, sino que, por tu santísima pasión y por la efusión de tu preciosa sangre, resucites mi alma a la gracia de tu amor, porque es tu mandamiento que te amemos con todo el corazón y con todo el afecto; un mandamiento que nadie puede cumplir sin tu ayuda. Ayúdame, pues, amadísimo Hijo de Dios, y haz que yo pueda amarte con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Y como el hermano Juan permaneciera así, repitiendo estas palabras, a los pies de Jesús, fue escuchado por El y recibió de El la primera gracia, o sea, la gracia de la llama del divino amor, y se sintió totalmente renovado y consolado; al experimentar que había vuelto a él el don de la divina gracia, comenzó a dar gracias a Cristo bendito y a besarle devotamente los pies. Levantóse luego para mirar al Salvador cara a cara, y Cristo le dio a besar sus santísimas manos; cuando se las hubo besado, el hermano Juan se acercó y se estrechó contra el pecho de Jesús, y abrazó y besó el sacratísmo pecho, y también Cristo le abrazó y le besó a él. Mientras duraban estos abrazos y besos, el hermano Juan percibió tal fragancia divina que todas las esencias aromáticas del mundo reunidas juntas hubieran parecido malolientes en comparación de aquel perfume; y el hermano Juan quedó con él totalmente arrobado, consolado e iluminado, y ese perfume permaneció en su alma durante muchos meses. A partir de entonces, de su boca, abrevada en el manantial de la divina sabiduría junto al sagrado pecho del Salvador, salían palabras maravil osas y celestiales, que transformaban los corazones de quienes las oían y hacían mucho fruto en las almas. Y en la senda del bosque, en que se posaron los benditos pies de Cristo, lo mismo que en un amplio radio alrededor, sentía el hermano Juan aquel a fragancia y veía aquel resplandor cada vez que iba al í mucho tiempo después. Vuelto en sí el hermano Juan después de la visión y desaparecida la presencia corporal de Cristo, quedó tan lleno de luz en el alma, tan abismado en su divinidad, que, aun no siendo hombre de letras por el estudio humano, con todo, sabía resolver y declarar las cuestiones más sutiles y elevadas sobre la Trinidad divina y los profundos misterios de la Sagrada Escritura. Y muchas veces después, hablando ante el papa y los cardenales, ante reyes y barones, ante maestros y doctores, dejaba a todos estupefactos con sus altas palabras y con las profundas sentencias que salían de su boca. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO L Cómo, diciendo misa el hermano Juan de Alverna el día de Difuntos, vio que muchas almas eran liberadas del purgatorio Celebraba una vez la misa el hermano Juan el día siguiente a la fiesta de Todos los Santos por todas las almas de los difuntos, como lo tiene dispuesto la Iglesia, y ofreció con tanto afecto de caridad y con tal piedad de compasión este altísimo sacramento, el mayor bien que se puede hacer a las almas de los difuntos por razón de su eficacia, que le parecía derretirse del todo con la dulzura de la piedad y de la caridad fraterna. Al alzar devotamente el cuerpo de Cristo y ofrecerlo a Dios Padre, rogándole que, por amor de su bendito Hijo Jesucristo, puesto en cruz por el rescate de las almas, tuviese a bien liberar de las penas del purgatorio a las almas de los difuntos creadas y rescatadas por El, en aquel momento vio salir del purgatorio un número casi infinito de almas, como chispas innumerables que salieran de un horno encendido, y las vio subir al cielo por los méritos de la pasión de Cristo, el cual es ofrecido cada día por los vivos y por los difuntos en esa sacratísima hostia, digna de ser adorada por los siglos de los siglos. Amén. CAPÍTULO LI El santo hermano Jacobo de Falerone y cómo se apareció al hermano Juan de Alverna después de muerto Con ocasión de hal arse el hermano Jacobo de Falerone , hombre de gran santidad, gravemente enfermo en el convento de Mogliano, de la custodia de Fermo, el hermano Juan de Alverna, que a la sazón moraba en el convento de Massa, al enterarse de su enfermedad, se puso a orar por él, ya que lo amaba como a su padre querido, pidiendo a Dios devotamente, en su oración mental, que le devolviera al hermano Jacobo la salud del cuerpo, si así convenía a su alma. Mientras estaba orando así fue arrebatado en éxtasis y vio en el aire, sobre su celda, que estaba en el bosque, un gran ejército de muchos ángeles y santos, en medio de un resplandor tan grande, que todo el contorno estaba iluminado. Y entre aquel os ángeles vio al dicho hermano Jacobo enfermo, por quien él oraba, con vestiduras blancas y muy resplandeciente. Vio también entre ellos al padre San Francisco adornado con las sagradas l agas de Cristo y l eno de gloria. Vio, asimismo, y reconoció al santo hermano Lúcido y al hermano Mateo el antiguo, de Monte Rubbiano, y a muchos otros hermanos que nunca había visto ni conocido en vida. Estando mirando el hermano Juan con grande gozo aquel bienaventurado escuadrón de santos, le fue revelada con certeza la salvación del alma de aquel hermano enfermo y que moriría de aquella enfermedad, pero que no iría al paraíso en seguida después de la muerte, porque tenía necesidad de ser purificado un poco en el purgatorio. Con aquel a revelación recibió el hermano Juan tal alegría por la salvación de aquella alma, que no sentía pena alguna por la muerte del cuerpo, sino que llamaba al enfermo con gran dulzura, diciendo dentro de sí: ¡Hermano Jacobo, mi dulce padre! ¡ Hermano Jacobo, dulce hermano mío! ¡hermano Jacobo, fiel servidor y amigo de Dios! ¡Hermano Jacobo, compañero de los ángeles y asociado a los bienaventurados ! Volvió en sí con esta certeza y este gozo, y en seguida salió del convento y fue a Mogliano a visitar al hermano Jacobo. Lo hal ó tan grave, que apenas podía hablar; entonces le anunció la muerte de su cuerpo y la salud y gloria de su alma, conforme a la certeza que había tenido por revelación divina. El hermano Jacobo, muy regocijado en el espíritu y en el semblante, lo recibió con muestras de gran alegría y júbilo, dándole gracias por las gratas nuevas que le l evaba y encomendándose devotamente a él. Entonces, el hermano Juan le rogó encarecidamente que después de la muerte volviese a él y le hablase de su estado; el hermano Jacobo le prometió hacerlo, si era del agrado de Dios. Dicho esto, acercándose la hora de su muerte, el hermano Jacobo comenzó a decir devotamente aquel versículo del salmo: Dormiré y reposaré en paz en la vida eterna. y dicho este versículo, con el semblante gozoso y alegre, pasó de esta vida. Después que recibió sepultura, el hermano Juan regresó al convento de Massa y estuvo a la espera de la promesa del hermano Jacobo de volver a él el día que había dicho. Estando en oración en dicho día, se le apareció Cristo con un gran séquito de ángeles y santos, entre los cuales no se veía al hermano Jacobo; el hermano Juan se sorprendió mucho y lo encomendó piadosamente a Cristo. Al día siguiente, estando el hermano Juan orando en el bosque, se le apareció el hermano Jacobo acompañado de ángeles, todo glorioso y alegre; y el hermano Juan le dijo: ¡Oh padre santo!, ¿por qué no has venido a mí el día que me prometiste? Porque tenía necesidad de alguna purificación - respondió el hermano Jacobo -. Pero en aquel mismo momento en que se te apareció Cristo y tú me encomendaste a él, Cristo te escuchó y me libró de todas las penas. Entonces me aparecí al hermano Jacobo de Massa , santo hermano laico, que servía la misa, y en el momento de la elevación vio la hostia consagrada transformada en la figura de un hermoso niño vivo, y yo le dije: "Hoy, con este niñito, me voy al reino de la vida eterna, al que nadie puede ir sin él". Dicho esto, el hermano Jacobo desapareció, yéndose al cielo con toda aquella bienaventurada compañía de ángeles; y el hermano Juan quedó muy consolado. Murió dicho hermano Jacobo de Falerone la víspera de Santiago Apóstol, en el mes de julio, en el convento de Mogliano, donde, por sus méritos, la bondad divina obró muchos milagros después de su muerte. En alabanza de Cristo. Amén. CAPÍTULO LII La visión del hermano Juan de Alverna, en que él conoció todo el orden de la santa Trinidad Como el hermano Juan de Alverna había hecho perfecta renuncia de todo deleite y consuelo mundano y temporal y había puesto en Dios todo su deleite y toda su esperanza, la divina bondad le favorecía con admirables consolaciones y revelaciones, especialmente en las solemnidades de Cristo. Una vez, al aproximarse la solemnidad del nacimiento del Señor, con ocasión de la cual él esperaba con certeza consolaciones de Dios por medio de la dulce humanidad de Cristo, le comunicó el Espíritu Santo en el alma un ardor tan grande y extremo de la caridad de Cristo, que le l evo a humil arse hasta tomar nuestra humanidad, que le parecía verdaderamente que le hubieran arrancado el alma del cuerpo y que la tenía encendida como un horno. Y, no pudiendo soportar aquel ardor, se angustiaba y se deshacía todo, y gritaba en alta voz, sin poder contenerse a causa del ímpetu del Espíritu Santo y del excesivo fervor del amor. Cuando le sobrevenía aquel desmedido ardor, le venía, juntamente, una esperanza tan fuerte y cierta de su salvación, que no creía tener que pasar por el purgatorio si entonces muriese. Este amor le duró fácilmente medio año, si bien aquel extremo fervor no era continuo, sino limitado a ciertas horas cada día. En ese tiempo y después recibió numerosas visitas y consolaciones de Dios; y con frecuencia era arrebatado en éxtasis, como le vio el hermano que primero escribió estas cosas. Entre otras, una noche fue elevado y arrebatado en Dios hasta el punto de ver en el mismo Creador todas las cosas creadas, las del cielo y las de la tierra, con todas sus perfecciones, grados y órdenes distintos. Entonces conoció claramente cómo cada cosa creada representa a su Creador y cómo está Dios encima, dentro, fuera y al lado de todas las cosas creadas. Además, conoció cómo es un solo Dios en tres personas, y tres personas en un solo Dios, y la infinita caridad que llevó al Hijo de Dios a tomar nuestra carne para obedecer al Padre. Finalmente, conoció en aquel a visión cómo no hay otro camino por el que se pueda ir a Dios y conseguir la vida eterna sino Cristo bendito, que es camino, verdad y vida del alma. Amén. CAPÍTULO LIII Cómo, celebrando la misa, el hermano Juan de Alverna cayó como si estuviera muerto Sucedió una vez al hermano Juan, en el dicho convento de Mogliano, como refieren los hermanos que estaban presentes, este caso admirable. La primera noche después de la octava de San Lorenzo y dentro de la octava de la Asunción de nuestra Señora, había dicho los maitines en la iglesia con los demás hermanos; al notar que le sobrevenía la unción de la divina gracia, se fue al huerto a contemplar la pasión de Cristo y a prepararse con toda devoción para celebrar la misa, que aquella mañana le tocaba cantar. Y, estando contemplando las palabras de la consagración del cuerpo de Cristo, a saber: Hoc est corpus meum, al considerar la infinita caridad de Cristo, que le l evó no sólo a rescatarnos con su sangre preciosa, sino también a dejarnos, para alimento de nuestras almas, su cuerpo y sangre sacratísimos, comenzó a crecer en él el amor del dulce Jesús con tal fervor y suavidad, que su alma no podía soportar ya tanta dulcedumbre, y gritaba fuertemente como ebrio de espíritu, sin cesar de repetir: Hoc est corpus meum; porque, al decir estas palabras, le parecía ver a Cristo bendito con la Virgen María y multitud de ángeles. En esas palabras, el Espíritu Santo le daba luz sobre todos los altos y profundos misterios de este altísimo sacramento. Llegada la aurora, entró en la iglesia con aquel fervor de espíritu y con aquella ansiedad, repitiendo esas palabras, pensando que nadie le veía ni oía; pero había en el coro un hermano que veía y oía todo. No pudiendo contenerse por la fuerza del fervor y por la abundancia de la divina gracia, gritaba en alta voz, y continuó así hasta que l egó la hora de celebrar la misa; entonces fue a revestirse y salió al altar. Comenzada la misa, cuanto más adelante iba en el a, tanto más le aumentaba el amor de Cristo y aquel ardor de la devoción, con el cual le era dado un sentimiento inefable de Dios, que él mismo no acertaba a expresar con la lengua. Llegó un momento en que se hal ó en grande perplejidad, temiendo que aquel ardor y sentimiento de Dios creciese tanto, que le conviniese dejar la misa, y no sabía qué partido tomar, si seguir adelante en la misa o esperar. Pero, como ya le había ocurrido algo semejante otras veces y el Señor había templado aquel ardor de manera que no había tenido necesidad de dejar la misa, confió poder hacerlo también esta vez, y así, con gran temor, optó por seguir adelante en la celebración. Al llegar al prefacio de la Virgen, comenzaron a crecer tanto la luz divina y la suavidad y gracia del amor de Dios, que, en el momento de decir Qui pridie, apenas podía soportar tanta suavidad y dulcedumbre. Finalmente, l egado el acto de la consagración, al decir sobre la hostia las palabras de la consagración, cuando l egó a la mitad, o sea: Hoc est, no pudo proseguir en manera alguna, sino que se quedó repitiendo solamente esas palabras: Hoc est; y la razón por la cual no podía seguir adelante era que sentía y veía la presencia de Cristo con una muchedumbre de ángeles, sin poder soportar la majestad de su gloria. Veía que Cristo no entraba en la hostia, o que la hostia no se transustanciaba en el cuerpo de Cristo, si él no profería la segunda mitad de las palabras, es decir: corpus meum. En vista de que continuaba en esta ansiedad y que no seguía adelante, el guardián y los demás hermanos, como también muchos de los seglares que estaban oyendo la misa en la iglesia, se acercaron al altar, y quedaron espantados viendo lo que le sucedía al hermano Juan; muchos de ellos l oraban de devoción. Por fin, después de un buen espacio de tiempo, cuando Dios quiso, el hermano Juan pronunció: corpus meum en voz alta; y en aquel momento desapareció la apariencia de pan y en la hostia apareció Jesucristo bendito encarnado y glorificado, dándole a conocer así la humildad y la caridad que le hicieron encarnarse en la Virgen María y que le hacen venir cada día a las manos del sacerdote cuando él consagra la hostia . Esto le produjo una dulzura de contemplación más fuerte todavía. Por lo cual, cuando elevó la hostia y el cáliz consagrado, quedó arrobado fuera de sí, y, estando el alma privada de los sentidos corporales, su cuerpo cayó hacia atrás, y, de no haber sido sostenido por el guardián, que estaba detrás de él, se hubiera desplomado en tierra de espaldas. Entonces acudieron los hermanos y los seglares que estaban en la iglesia, hombres y mujeres, y lo llevaron como muerto; y los dedos de las manos estaban contraídos tan fuertemente, que a duras penas podían ser extendidos o movidos. Y de esa manera permaneció yacente, o desvanecido o arrobado hasta tercia. Esto sucedió en el verano. Como yo me hal aba presente a este hecho, tenía vivo deseo de saber lo que Dios había obrado en él; por eso, cuando volvió en sí, fui a encontrarlo y le rogué que, por amor de Dios, me contara todo. Entonces, como tenía mucha confianza en mí, me contó todo punto por punto; y, entre otras cosas, me dijo que, cuando él consagraba el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y aun antes, su corazón estaba derretido como una cera muy calentada, y que le parecía que su carne no tenía huesos, de suerte que le era imposible levantar los brazos y las manos para hacer la señal de la cruz sobre la hostia y sobre el cáliz. Me dijo además que, ya antes de ser ordenado sacerdote, Dios le había revelado que había de desvanecerse en la misa; pero, como había celebrado muchas misas y nunca le había sucedido eso, pensó que aquel a revelación no era cosa de Dios. Y, con todo, unos cincuenta días antes de la Asunción de nuestra Señora, en la que se produjo dicho caso, le había sido todavía revelado por Dios que aquel o le sucedería en torno a la dicha fiesta de la Asunción; pero había olvidado luego esa revelación. En alabanza de Cristo. Amén. |
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