¡Dios te salve María!
 

rostro alegre mientras comía. Cuando hubieron comido San Francisco y su compañero, dijo el

gentilhombre:

Padre, aquí me tenéis a vuestra disposición con todas mis cosas. Y si tenéis necesidad de

una túnica, un manto o de cualquier otra cosa, compradla, que yo la pagaré. Y sabed que estoy

dispuesto a proveer a todas vuestras necesidades, pues, por gracia de Dios, puedo hacerlo, ya

que tengo en abundancia toda clase de bienes temporales; y por amor de Dios, que me los ha

dado, yo hago uso de ellos con gusto en favor de sus pobres. Viendo San Francisco en él tal

cortesía, afabilidad y liberalidad en el ofrecimiento, sintió hacia él tanto amor, que luego, después

de la partida, iba diciendo a su compañero:

En verdad que este caballero sería bueno para nuestra compañía, ya que se muestra tan

agradecido y reconocido para con Dios y tan afable y cortés para con el prójimo y para con los

pobres. Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que

por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos. La cortesía es hermana de la caridad, que

extingue el odio y fomenta el amor. Puesto que yo he encontrado en este hombre de bien en tal

grado esta virtud divina, me gustaría tenerlo por compañero. Hemos de volver, pues, algún día a

su casa, para ver si Dios le toca el corazón, moviéndole a venirse con nosotros para servir a Dios.

Entre tanto, nosotros rogaremos a Dios que le ponga en el corazón ese deseo y le dé la gracia de

llevarlo a efecto.

¡Cosa admirable! Al cabo de unos días, como efecto de la oración de San Francisco, puso

Dios  ese  deseo  en  el   corazón  del   gentilhombre;  y  dijo  San  Francisco  al  compañero:   Vamos,

hermano, a casa del hombre cortés, porque yo tengo esperanza cierta en Dios de que él, siendo

tan cortés en las cosas temporales, se dará a sí mismo para hacerse compañero nuestro .

Fueron,   y,   cuando   estaban   ya   cerca   de   la   casa,   dijo   San   Francisco   al   compañero:

Espérame un poco, que quiero antes suplicar a Dios que haga fructuoso nuestro viaje y que esta

noble   presa   que   tratamos   de   arrebatar   al   mundo   nos   la   quiera   conceder   Cristo   a   nosotros,

pobrecil os y débiles, por la virtud de su santísima pasión.

Dicho esto, se puso en oración en un lugar donde podía ser visto de aquel hombre cortés.

Y plugo a Dios que, mirando éste a una y otra parte, viera a San Francisco, que estaba en oración

devotísima delante de Cristo, que se le había aparecido en medio de una grande claridad mientras

oraba, y estaba allí delante. Y vio cómo San Francisco permanecía elevado corporalmente de la

tierra  por largo espacio de tiempo. Como consecuencia fue de tal  manera tocado por  Dios y

movido a dejar el mundo, que al punto salió de su palacio, corrió con fervor de espíritu a donde

San Francisco estaba en oración y, arrodillándose a sus pies con gran devoción, le rogó que

tuviera a bien recibirlo para hacer penitencia juntamente con él.

Entonces,   San  Francisco,   en   vista   de   que   su   oración   había   sido   escuchada   por   Dios,

puesto que el gentilhombre solicitaba con gran insistencia lo que él deseaba, levantóse con fervor

y   alegría   de   espíritu,   lo   abrazó   y   le   besó   devotamente,   dando   gracias   a   Dios,   que   había

aumentado su compañía con la agregación de un tal cabal ero. Y decía aquel gentilhombre a San

Francisco:

¿Qué me mandas hacer, Padre mío? Aquí me tienes, dispuesto a dar a los pobres, si tú

me lo mandas, todo lo que poseo y a seguir a Cristo contigo, libre así de la carga de todo lo

temporal. Así lo hizo, distribuyendo, según el consejo de San Francisco todo su haber a los pobres

y   entrando   en   la   Orden,   en   la   cual   vivió   en   gran   penitencia,   santidad   de   vida   y   pureza   de

costumbres. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXVIII

Cómo San Francisco conoció en espíritu que el hermano Elías estaba condenado y que

moriría fuera de la Orden

En cierta ocasión en que estaban de familia juntos en un lugar San Francisco y el hermano

Elías,   fue   revelado   por   Dios   a   San   Francisco   que   el   hermano   Elías   estaba   condenado,   que

apostataría de la Orden y que, finalmente, moriría fuera de la Orden. Por esta razón concibió San

Francisco  hacia  él  tal  repulsión,   que  ni  le  hablaba  ni  conversaba con él;  y,  si  ocurría  que el


 

 

hermano   Elías   venía   a   su   encuentro,   desviaba   el   camino   y   tiraba   por   otro   lado   para   no

encontrarse con él.

Así  que  el  hermano  Elías  fue cayendo  en  la  cuenta  y comprendió  que  San  Francisco

estaba disgustado con él. Queriendo saber el motivo, un día se acercó a San Francisco para

hablarle, y, cuando San Francisco trató de evitarlo, el hermano Elías lo detuvo cortésmente por la

fuerza y comenzó a rogarle discretamente que, por favor, le dijera por qué motivo él esquivaba de

aquel modo su compañía y su conversación. San Francisco le respondió:

El   motivo   es   éste:   me   ha   sido   revelado   por   Dios   que   tú,   por   causa   de   tus   pecados,

apostatarás  de   la  Orden  y  morirás  fuera  de  ella;   además  Dios  me  ha  revelado  que    estás

condenado. Al oír esto, dijo el hermano Elías:

Padre mío reverendo, te pido por amor de Cristo que tú, por esta causa, no me esquives ni

eches de tu presencia, sino que, como buen pastor, a ejemplo de Cristo, encuentres y acojas a la

pobre oveja que se pierde si tú no la ayudas. Pide a Dios por mí, para que, si es posible, revoque

El la sentencia de mi condenación, ya que se hal a escrito que Dios perdona y cambia la sentencia

si el pecador se enmienda de su pecado; y yo tengo tanta fe en tu oración, que, aunque estuviera

en lo profundo del infierno, si tú hicieras oración por mí a Dios, yo me sentiría aliviado. Así que yo

te suplico que encomiendes a Dios a este pecador, puesto que El ha venido para salvar a los

pecadores, para que me reciba en su misericordia.

Decía   esto   el   hermano   Elías   con   gran   devoción   y   muchas   lágrimas,   por   lo   que   San

Francisco, como padre l eno de piedad, le prometió pedir por él a Dios; y así lo hizo. Y, orando a

Dios con mucha devoción por él, conoció, por revelación, que su oración era escuchada por Dios

en   lo   referente   a   la   revocación   de   la   sentencia   de   condenación   del   hermano   Elías   y   que,

finalmente, su alma no sería condenada, pero que ciertamente saldría de la Orden y moriría fuera

de la Orden.

Y así sucedió, ya que, habiéndose rebelado contra la Iglesia el rey de Sicilia, Federico, y

siendo por el o excomulgado por el papa él y todos los que le prestaran ayuda y consejo, el

hermano Elías, que era reputado como uno de los hombres más doctos del mundo, requerido por

el rey Federico, se puso de su parte y se hizo rebelde a la Iglesia; por esta razón fue excomulgado

por el papa y privado del hábito de San Francisco.

Hal ándose así excomulgado, enfermó gravemente. Enterado de ello un hermano suyo,

hermano laico que había seguido en la Orden y que era hombre de vida ejemplar, fue a visitarle, y

le dijo entre otras cosas: Hermano mío carísimo, yo siento gran pesar de verte excomulgado y

fuera de la Orden y que vas a morir en esta situación. Pero, si tú ves el camino y el modo como yo

pueda ayudarte y sacarte de este peligro, gustosamente me tomaré cualquier trabajo por ti.

Hermano mío - respondió el hermano Elías -, la única salida es que tú vayas al papa y le

supliques, por amor de Cristo y de su siervo San Francisco, por cuyas enseñanzas yo abandoné

el mundo, que me absuelva de la excomunión y me devuelva el hábito de la Orden. Su hermano le

aseguró que de buen grado haría todo lo que estuviera de su parte por la salvación de su alma.

Se despidió de él y fue a postrarse a los pies del Santo Padre, suplicándole con mucha humildad

que concediera esa gracia a su hermano por amor de Cristo y de San Francisco.

Y plugo a Dios que el papa le concediera que volviese en seguida y, si encontraba al

hermano Elías aún con vida, lo absolviera, de parte suya, de la excomunión y le devolviera el

hábito. Con esto partió muy contento y volvió apresuradamente al hermano Elías; lo halló aún con

vida, pero en trance de morir; lo absolvió de la excomunión y le devolvió el hábito. El hermano

Elías pasó de esta vida; y su alma fue salvada por los méritos y las oraciones de San Francisco,

en las que el hermano Elías había tenido gran esperanza. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XXXIX

Cómo San Antonio, predicando ante el papa y los cardenales, fue entendido por gentes de

diversas lenguas


 

 

El   admirable   vaso   del   Espíritu   Santo,   San   Antonio  de  Padua,   uno  de  los   discípulos  y

compañeros   predilectos   de   San   Francisco,   que   le   l amaba   su   obispo   ,   predicó   una   vez   en

consistorio delante del papa y de los cardenales; en este consistorio había muchos hombres de

diversas naciones: griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos, ingleses y de otras diversas

lenguas del mundo. Inflamado por el Espíritu Santo, expuso y desarrolló la palabra de Dios con

tanta eficacia, profundidad y claridad, que todos los que se hallaban en el consistorio, aunque

eran de lenguas tan diversas, entendieron claramente todas sus palabras sin perder una, como si

hubiera   hablado   en   el   idioma   de   cada   uno   de   ellos;   hasta   tal   punto,   que   todos   quedaron

estupefactos, y les pareció que se había renovado el antiguo milagro de los apóstoles en tiempo

de Pentecostés, cuando hablaron en todas las lenguas por la virtud del Espíritu Santo .

Y se decían unos a otros con admiración: ¿No es de España este que predica? Pues

¿cómo es que todos nosotros le oímos hablar en la lengua de nuestro país? Y el mismo papa,

lleno   de   admiración   por   la   profundidad   de   sus   palabras,   dijo:   A   la   verdad,   éste   es   arca   del

Testamento y armario de la divina Escritura . En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XL

Cómo San Antonio predicó a los peces, y por este milagro convirtió a los herejes

Queriendo Cristo poner de manifiesto la gran santidad de su siervo San Antonio y acreditar

su predicación y su doctrina santa para que fuese escuchada con devoción, se sirvió en cierta

ocasión de animales irracionales, como son los peces, para reprender la necedad de los infieles

herejes,   del   mismo   modo  como  en   el   Antiguo  Testamento  había   reprendido   la  ignorancia   de

Balaam.

Fue   en   ocasión   que   San   Antonio   se   hal aba   en   Rímini,   donde   había   una   gran

muchedumbre   de   herejes.   Durante   muchos   días   había   tratado   de   conducirlos   a   la   luz   de   la

verdadera   fe   y   al   camino   de   la   verdad,   predicándoles   y   disputando   con   el os   sobre   la   fe   de

Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero el os no sólo no aceptaron sus santos razonamientos,

sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San

Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose

en la oril a entre el mar y el río comenzó a decir a los peces como predicándoles:

Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehusan

escucharla.   No   bien   hubo   dicho   esto,   acudió   inmediatamente   hacia   él,   en   la   orilla,   tanta

muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como Jamás se habían visto, en tan gran

número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos

mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca

de la oril a, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad

era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en

esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles:

Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a

vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a

vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las

tempestades.   Os   ha   dado,   además,   el   elemento   claro   y   transparente,   y   alimento   con   que

sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de

crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los

demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño.

Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue

encomendado,   por   disposición   de   Dios,   poner   a   salvo   al   profeta   Jonás,   echándolo   a   tierra

después   de   tres   días  sano   y   salvo.   Vosotros  ofrecisteis  el   censo  a   nuestro   Señor   Jesucristo

cuando, pobre como era, no tenía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno

Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo el o estáis muy

obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las

demás creaturas.


 

 

A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a

abrir   la   boca   e   inclinar   la   cabeza,   alabando   a   Dios   con   esos   y   otros   gestos   de   reverencia.

Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de

alegría de espíritu, dijo en alta voz: Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le

honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que

los hombres infieles. Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces,

sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado.

Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los

dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravil oso y manifiesto, cayeron de rodil as a los pies

de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San

Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos

aquel os herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron

confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció los peces con la bendición de

Dios   y   todos   partieron   con   admirables   demostraciones   de   alegría;   lo   mismo   hizo   el   pueblo.

Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en

las almas. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLI

Cómo el hermano Simón, hombre de gran contemplación, libró de una gran tentación a un

hermano que estaba para dejar la Orden

En los primeros tiempos de la Orden, viviendo todavía San Francisco, entró en la Orden un

joven  de   Asís  de  nombre  hermano  Simón.   Dios  le   adornó  y  dotó  de  tanta   gracia  y  de  tanta

contemplación y elevación de espíritu, que toda su vida era un espejo de santidad, como lo oí de

quienes por largo tiempo estuvieron con él. Muy raras veces era visto fuera de la celda; y las

pocas veces que estaba con los hermanos, hablaba siempre de Dios.

No había estudiado nunca el latín, y, con todo, hablaba tan profundamente y con tanta

sublimidad de Dios y del amor de Cristo, que sus palabras parecían palabras sobrenaturales. Una

noche sucedió que, habiendo ido al bosque con el hermano Jacobo de Massa para hablar de

Dios, se entretuvieron hablando dulcísimamente del amor divino durante toda la noche, y por la

mañana   les   parecía   haber   estado   poquísimo   tiempo,   como   me   lo                          refirió   el   mismo   hermano

Jacobo.

El hermano Simón recibía las divinas iluminaciones y las visitas amorosas de Dios con

tanta suavidad y dulzura de espíritu, que muchas veces, al sentirlas venir, se echaba en la cama,

porque  la  tranquila  suavidad  del  Espíritu  Santo le  pedía no  sólo el reposo  de  la  mente,  sino

también el del cuerpo. Y en aquel as visitas divinas era con frecuencia arrebatado en Dios, y se

volvía totalmente insensible a las cosas corporales. Una vez sucedió que, estando él así suspenso

en Dios e insensible al mundo, abrasado por dentro de amor divino y sin sentir nada exteriormente

con los sentidos corporales, un hermano quiso hacer la experiencia de comprobar si era como

parecía; fue, cogió una brasa y se la aplicó al pie desnudo; el hermano Simón no sintió nada, ni la

brasa le dejó señal alguna en el pie, no obstante haber seguido así tanto tiempo, que se apagó

por sí sola.

Este hermano Simón, cuando se sentaba a la mesa, antes de tomar el alimento corporal,

tomaba para sí y daba a los demás el alimento espiritual hablando siempre de Dios. Con estos

discursos devotos convirtió en cierta ocasión a un joven de San Severino, que había sido en el

siglo  un  galán  vanidoso y  mundano y  era noble  de  sangre  y  muy  delicado  en  su  cuerpo.  El

hermano Simón, cuando lo recibió en la Orden, guardó consigo sus vestidos seglares; era, en

efecto,   el   hermano   Simón   el   encargado   de   iniciarlo   en   las   observancias   regulares.   Pero   el

demonio, que anda buscando cómo poner tropiezos a todo bien, puso en él tan fuerte estímulo y

tan ardiente propensión de la carne, que le era del todo imposible resistir. Por ello fue al hermano

Simón y le dijo:

Devuélveme mis vestidos de seglar, porque no puedo ya resistir las tentaciones carnales.

Y el hermano Simón, l eno de compasión hacia él, le decía: Siéntate un poco conmigo, hijo mío. Y

comenzaba a hablarle de Dios, con lo que la tentación se marchaba. Volvía de nuevo la tentación,


 

 

él volvía a pedir los vestidos al hermano Simón por causa de la tentación, y, hablándole él de Dios

otras tantas veces, cesaba la tentación.

Así varias veces, hasta que, por fin, una noche le asaltó la tentación con mayor fuerza de

lo acostumbrado, y, no pudiendo resistir de ninguna manera, fue al hermano Simón y le pidió de

nuevo todos sus vestidos de seglar, ya que le era absolutamente imposible seguir. Entonces, el

hermano Simón, como lo había hecho otras veces, lo hizo sentar junto a él; y, mientras le hablaba

de Dios, el joven reclinó la cabeza en el regazo del hermano Simón presa de gran melancolía y

tristeza. El hermano Simón, movido fuertemente a compasión, alzó los ojos al cielo, y, poniéndose

a orar muy devotamente por él, quedó arrobado y fue escuchado por Dios. Al volver en sí, el joven

se sintió libre del todo de aquella tentación, como si jamás la hubiera tenido.

Más aún, el ardor de la tentación se cambió en ardor del Espíritu Santo, porque se había

acercado a aquel carbón encendido que era el hermano Simón, y quedó todo inflamado en el

amor de Dios y del prójimo, en tal grado, que, habiendo sido una vez apresado un malhechor, al

que habían de ser arrancados los dos ojos, movido a compasión, fue él animosamente al rector,

cuando estaba reunido el consejo en pleno y con muchas lágrimas y súplicas pidió que le fuera

arrancado a él un ojo y otro al malhechor para que éste no quedara privado de los dos ojos. Al ver

el rector y su consejo el gran fervor de la caridad de este hermano, perdonaron al uno y al otro.

Se   hallaba   un   día   el   hermano   Simón   en   el   bosque   en   oración   experimentando   gran

consolación   en   su   alma,   cuando   una   bandada   de   cornejas   comenzó   a   molestarle   con   sus

graznidos; él entonces les mandó, en nombre de Jesús, que se marcharan y no volvieran. Al

punto partieron aquel os pájaros, y ya no fueron vistos ni al í ni en todo el contorno. Este milagro

fue conocido en toda la custodia de Fermo, a la que pertenecía aquel convento. En alabanza de

Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLII

Algunos santos hermanos: Bentivoglia, Pedro de Monticello y Conrado de Offida. Y cómo el

hermano Bentivoglia llevó a cuestas a un leproso quince millas en poquísimo tiempo

La  provincia  de la  Marca  de Ancona estuvo antiguamente adornada,  como  el cielo  de

estrel as,   de   hermanos   santos   y   ejemplares,   que,   como   lumbreras   del   cielo,   han   ilustrado   y

honrado a la Orden de San Francisco y al mundo con sus ejemplos y su doctrina.

Entre otros hay que enumerar, en primer lugar, al hermano Lúcido el antiguo, que fue

verdaderamente   luciente   por   la   santidad   y   ardiente   por   la   caridad   divina;   su   lengua   gloriosa,

informada por el Espíritu Santo, obtenía frutos maravil osos en la predicación. Otro fue el hermano

Bentivoglia de San Severino , a quien vio una vez el hermano Maseo de San Severino elevado en

el aire por mucho tiempo mientras oraba en el bosque. Debido a este milagro, dicho hermano

Maseo, que era párroco entonces, dejó el beneficio y se hizo hermano menor; y fue de tanta

santidad, que hizo muchos milagros en vida y en muerte; su cuerpo está sepultado en Marro.

Ese hermano Bentivoglia, una vez que se hallaba en Trave Bonanti cuidando y sirviendo a

un leproso, recibió orden de su superior de trasladarse a un convento distante quince millas. No

queriendo él abandonar al leproso, con gran fervor de caridad se lo cargó a cuestas y lo l evó,

desde la aurora hasta la salida del sol recorriendo todo aquel camino de quince mil as, hasta el

convento al que era destinado, que se llamaba Monte Sanvicino. Aunque hubiera sido un águila,

no hubiera podido hacer volando todo aquel recorrido. Este divino milagro despertó en toda la

región gran estupor y admiración.

Otro hermano, el  hermano Pedro  de Monticello fue visto  por  el hermano  Servadeo  de

Urbino, guardián suyo a la sazón en el convento viejo de Ancona, levantado corporalmente, a

cinco o seis brazas del suelo, hasta los pies del crucifijo de la iglesia ante el cual estaba en

oración. Este hermano Pedro había ayunado una vez con gran devoción durante la cuaresma de

San Miguel Arcángel y el último día de esta cuaresma, estando orando en la iglesia, un hermano

joven que se había ocultado expresamente bajo el altar mayor atisbando algún hecho de santidad,

le oyó conversar con San Miguel Arcángel en estos términos. San Miguel decía:


 

 

Hermano   Pedro,      te   has   fatigado   fielmente   por      y   has   mortificado   tu   cuerpo   de

diferentes maneras. Pues bien, yo he venido para consolarte; puedes pedir la gracia que quieras,

y yo te la obtendré de Dios. Santísimo príncipe de la milicia celestial, fidelísimo celador del honor

de Dios, protector misericordioso de las almas - respondió el hermano Pedro - , yo te pido esta

sola gracia: que me obtengas de Dios el perdón de mis pecados. Pide otra gracia - dijo San Miguel

-, porque ésa te la alcanzaré muy fácilmente.

Y como el hermano Pedro no pedía nada más, el arcángel terminó: Por la fe y la devoción

que   me   profesas,   yo   te   conseguiré   esa   gracia   que   pides   y   muchas   otras.   Acabada   esta

conversación, que se prolongó por mucho tiempo, desapareció el arcángel San Miguel, dejándolo

sumamente   consolado.   Contemporáneamente   a   este   santo   hermano   Pedro   vivía   el   hermano

Conrado de Offida . Ambos formaban parte de la familia del convento de Forano, de la custodia de

Ancona.

El hermano Conrado fue un día al bosque para contemplar a Dios y el hermano Pedro le

fue siguiendo a escondidas para ver qué le sucedía. El hermano Conrado se puso en oración y

comenzó a suplicar a la Virgen María con gran devoción y muchas lágrimas que le obtuviera de su

Hijo bendito la gracia de experimentar un poco de aquel a dulzura que sintió San Simeón el día de

la Purificación, cuanto tuvo en sus brazos a Jesús, el Salvador bendito. Hecha esta oración, fue

escuchado por la misericordiosa Virgen María. En aquel momento apareció la Reina del cielo con

su Hijo bendito en los brazos en medio de una luz esplendorosa; se acercó al hermano Conrado y

le puso en los brazos a su bendito Hijo; él lo recibió Con gran devoción, lo abrazó y lo besó

apretándolo contra el pecho, consumiéndose y derritiéndose en amor divino y en un consuelo

inexplicable. Y también el hermano Pedro, que estaba viendo todo desde su escondrijo, sintió en

su alma una grandísima dulcedumbre y consolación.

Cuando   la   Virgen   María   dejó   al   hermano   Conrado,   el   hermano   Pedro   se   volvió

rápidamente al convento para no ser visto de él; pero luego, al ver al hermano Conrado que volvía

muy   alegre   y   jubiloso,   le   dijo   el   hermano   Pedro:   Hombre   celestial,   hoy   has   tenido   una   gran

consolación. ¿Qué dices, hermano Pedro? ¿Qué sabes tú lo que he tenido? - dijo el hermano

Conrado. Y el hermano Pedro: Sí que lo sé, sí que lo sé. Te ha visitado la Virgen María con su

Hijo bendito.

Entonces,   el   hermano   Conrado,   que,   como   hombre   verdaderamente   humilde,   deseaba

mantener secretas las gracias de Dios, le rogó que no dijera nada a nadie. Y desde entonces fue

tan grande el amor que se tuvieron el uno al otro, que no parecía sino que en todo tuvieran un

solo corazón y una sola alma. Este hermano Conrado liberó en una ocasión, en el convento de

Sirolo, a una mujer poseída del demonio, orando por el a toda la noche y apareciéndose a su

madre; y a la mañana siguiente huyó para no ser hallado y honrado del pueblo. En alabanza de

Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLIII

Cómo el hermano Conrado amonestó a un hermano joven que servía de escándalo a sus

hermanos y le hizo cambiar de conducta

Este mismo hermano Conrado de Offida, admirable celador de la pobreza evangélica y de

la Regla de San Francisco, fue de vida tan religiosa y tan l ena de méritos ante Dios, que Cristo

bendito le honró con muchos milagros en vida y en muerte. Entre el os, uno fue éste: habiendo

llegado una vez, de paso, al convento de Offida, los hermanos le rogaron, por amor de Dios y de

la caridad, que amonestara a un hermano joven que había en aquel convento, y que perturbaba a

toda la comunidad, tanto a viejos como a jóvenes, por su manera de portarse pueril, indisciplinada

y libre; descuidaba habitualmente el oficio divino y las demás observancias regulares.

El hermano Conrado, por compasión para con aquel joven y accediendo a los ruegos de

los hermanos, le llamó aparte y con fervor de calidad le dirigió palabras de amonestación tan

eficaces y l enas de unción, que, bajo la acción de la gracia divina, de niño que era, se volvió

súbitamente maduro por su manera de comportarse; y tan obediente, bueno, diligente, piadoso y

pacífico, tan servicial, tan aplicado a toda obra de virtud, que así como antes toda la casa andaba


 

 

perturbada   por   causa   de   él,   después   todos   estaban   contentos   y   consoIados   y   lo   amaban

profundamente.

Y plugo a Dios que poco después de su conversión muriera dicho hermano joven, con gran

sentimiento de los hermanos. Pocos días después de su muerte se apareció su alma al hermano

Conrado, que estaba en piadosa oración ante el altar de aquel convento, y le saludó devotamente

como a padre suyo. El hermano Conrado le preguntó: ¿Quién eres?. Yo soy el alma de aquel

hermano joven que murió hace unos días - respondió. Y ¿qué es ahora de ti, hijo carísimo? -

volvió a preguntarle el hermano Conrado.

Padre amadísimo - respondió - , por la gracia de Dios y por vuestra enseñanza, me ha ido

bien, porque no estoy condenado; pero, debido a algunos pecados que cometí y que no tuve

tiempo para expiar suficientemente, estoy padeciendo penas muy grandes en el purgatorio. Te

ruego, padre, que de la misma manera que me has ayudado cuando estaba vivo, así ahora tengas

a bien socorrerme en mis penas rezando por mí algún padrenuestro, ya que tu oración es tan

poderosa ante Dios.

Entonces, el hermano Conrado, accediendo de buen grado a su ruego, dijo por él una sola

vez el padrenuestro Con el Requiem eternam, y aquella alma dijo: ¡Oh padre carísimo, cuánto

bien y cuánto refrigerio siento ahora! Por favor, dilo otra vez. Así lo hizo el hermano Conrado.

Cuando   lo   hubo   rezado,   dijo   aquella   alma:   Padre   santo,   cuando      oras   por   mí,   me   siento

totalmente aliviado. Te pido, pues, que no dejes de rogar por mí a Dios.

Entonces el hermano Conrado, viendo que aquel a alma era ayudada tan eficazmente por

sus oraciones, rezó por ella cien padrenuestros; y, en cuanto los hubo terminado, dijo el alma: Te

doy gracias, padre mío, de parte de Dios, por la caridad que has tenido para conmigo, porque por

tu   oración   estoy   ya   libre   de   todas   las   penas,   y   así   me   voy   al   reino   celestial.   Dicho   esto,

desapareció. Y el hermano Conrado, para dar a los hermanos alegría y consuelo, les refirió punto

por punto toda esta visión. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLIV

Dos hermanos que se amaban tanto que, por caridad, se manifestaban el uno al otro las

revelaciones que tenían

Al tiempo que moraban juntos en la custodia de Ancona, en el convento de Forano, los

hermanos Conrado y Pedro (de Monticello), que eran dos estrel as bril antes en la provincia de las

Marcas, dos hombres del cielo, estaban unidos entre sí con un amor y una caridad tan grande,

que parecían no tener sino un solo corazón y una sola alma, y se habían ligado mutuamente con

este pacto: que cualquier consolación que la misericordia de Dios otorgase a cualquiera de los

dos, se la tenían que manifestar, por caridad, el uno al otro.

Sel ado entre ambos este pacto, ocurrió un día que el hermano Pedro estaba en oración

meditando muy piadosamente en la pasión de Cristo; y como la Madre santísima de Cristo y Juan,

el amadísimo discípulo, y San Francisco estaban pintados al pie de la cruz, crucificados con Cristo

por el dolor del alma, le vino el deseo de saber quién de los tres había experimentado mayor dolor

por la pasión de Cristo; si la Madre, que lo había llevado en su seno, o el discípulo, que había

reposado sobre su pecho, o San Francisco, que había sido crucificado con Cristo. Estando en este

devoto pensamiento, se le apareció la Virgen María con San Juan Evangelista y San Francisco,

vestidos de nobilísimas vestiduras de gloria bienaventurada; pero San Francisco aparecía vestido

de una veste más hermosa que San Juan.

Y   como   el   hermano   Pedro   quedó   desconcertado   por   esta   visión,   San   Juan   le   animó

diciéndole: No temas, hermano carísimo, porque nosotros hemos venido aquí para consolarte y

aclararte el objeto de tu duda. Has de saber que la Madre de Cristo y yo hemos sufrido, por causa

de la pasión de Cristo, más que ninguna otra creatura; pero, después  de nosotros,  nadie ha

experimentado mayor dolor que San Francisco; por eso le ves con tanta gloria.

Santísimo apóstol de Cristo - preguntó el hermano Pedro - , ¿por qué la vestidura de San

Francisco es más hermosa que la tuya? La razón es ésta - respondió San Juan - : porque, cuando

él estaba en el mundo, l evó un vestido más vil que el mío. Dichas estas palabras, San Juan


 

 

entregó al hermano Pedro un vestido de gloria que l evaba en la mano y le dijo: Toma este vestido

que he traído para dártelo a ti.

Y como San Juan quería vestirlo con él, el hermano Pedro, estupefacto, cayó a tierra y

comenzó a gritar: ¡Hermano Conrado, hermano Conrado querido, ven en seguida, ven y verás

cosas maravil osas! A estas palabras desapareció la visión. Cuando llegó el hermano Conrado, le

refirió al detalle todo lo sucedido, y dieron gracias a Dios. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLV

Cómo un hermano, por nombre Juan de la Penna, fue llamado por Dios a la Orden cuando

aún era niño

A Juan de la Penna, cuando aún era niño en la provincia de las Marcas, antes de hacerse

hermano, se le apareció una noche un niño bellísimo, que le l amó diciéndole: Juan, vete a San

Esteban, donde está predicando uno de mis hermanos; cree en lo que enseña y pon atención a

sus palabras, porque soy yo quien lo ha enviado. Hecho esto, tendrás que hacer un largo viaje, y

después vendrás a estar conmigo.

Al punto, se levantó y sintió un cambio grande en su alma. Fue a San Esteban, y encontró

allí una gran muchedumbre de hombres y de mujeres que habían acudido a oír el sermón. El que

tenía que predicar era un hermano de nombre Felipe, uno de los primeros l egados a la Marca de

Ancona; todavía eran pocos los conventos fundados en las Marcas.

Subió al púlpito el hermano Felipe para predicar, y lo hizo con gran unción; no con palabras

de sabiduría humana, sino con la fuerza del Espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida

eterna. Terminado el sermón, el niño se acercó al hermano Felipe y le dijo: Padre, si tuvierais a

bien   recibirme   en   la   Orden,   yo   haría   de   buen   grado   penitencia   y   serviría   a   nuestro   Señor

Jesucristo.

El   hermano   Felipe,   viendo   y   reconociendo   en   él   una   admirable   inocencia   y   la   pronta

voluntad de servir a Dios, le dijo: Ven a estar conmigo tal día a Recanati, y yo haré que seas

recibido.   En   aquel   convento   había   de   celebrarse  el   capítulo  provincial.   El   niño,   que  era   muy

candoroso, pensó que era aquél el largo viaje que tenía que hacer, conforme a la revelación que

había recibido, y que después iría al paraíso. Creía que así había de suceder en cuanto fuese

recibido en la Orden. Marchó, pues, y fue recibido.

Viendo que su esperanza no era realizada y oyendo decir al ministro en el capítulo que a

todos los que quisieran ir a la provincia de Provenza, con el mérito de la santa obediencia, él les

daría de buen grado el permiso, le vino el deseo de ir, pensando en su corazón que aquél sería el

largo viaje que había de hacer antes de ir al paraíso; pero tenía vergüenza de decirlo. Finalmente,

se confió al hermano Felipe, que lo había hecho recibir en la Orden, y le rogó encarecidamente

que le procurase aquella gracia de ir destinado a la provincia de Provenza. El hermano Felipe,

viendo su candor y su santa intención, le consiguió aquel permiso. Así, pues, el hermano Juan se

dispuso con grande gozo para ir, dando por seguro que al final de aquel viaje iría al paraíso.

Pero plugo a Dios que permaneciera en dicha provincia veinticinco años, siempre en esa

espera y en ese deseo, viviendo con gran honestidad, santidad y ejemplaridad, creciendo sin

cesar en virtud y en gracia ante Dios y ante el pueblo; y era sumamente amado de los hermanos y

de los seglares. Hal ándose un día el hermano Juan en devota oración, llorando y lamentándose

de que no se cumplía su deseo y de que se prolongaba demasiado su peregrinación en esta vida,

se le apareció Cristo bendito. A su vista quedó como derretida su alma, y Cristo le dijo:

Hijo mío hermano Juan, pídeme lo que quieras. Señor - respondió él - , yo no sé pedir otra

cosa sino a ti, porque no deseo ninguna otra cosa. Pero lo que pido es que me perdones todos

mis pecados y me concedas la gracia de verte otra vez cuando me halle en mayor necesidad. Ha

sido escuchada tu petición - le dijo Cristo. Dicho esto, desapareció, y el hermano Juan quedó muy

consolado y confortado.

Por fin, habiendo oído los hermanos de las Marcas la fama de su santidad, insistieron tanto

ante   el   general,   que   éste   le   mandó   la   obediencia   para   volver   a   las   Marcas.   Recibida   esta


 

 

obediencia, se puso gozosamente en camino, pensando que al término de este viaje había de ir al

cielo, según la promesa de Cristo. Pero. vuelto a la provincia de las Marcas, vivió en el a otros

treinta   años,   sin   ser   reconocido   por   ninguno   de   sus   parientes;   y   cada   día   esperaba   que   la

misericordia de Dios le cumpliese la promesa. En ese tiempo desempeñó varias veces el oficio de

guardián con gran discreción, y Dios realizó, por medio de él, muchos milagros.

Entre   los   demás   dones   recibidos   de   Dios,   tuvo  el   don  de  profecía.   En   cierta   ocasión,

estando él fuera del convento, un novicio suyo fue combatido por el demonio y tentado con tal

fuerza, que cedió a la tentación y tomó la determinación de dejar la Orden no bien estuviera de

vuelta el hermano Juan. Conoció el hermano Juan, por espíritu de profecía, esa decisión; volvió

en seguida a casa, llamó al novicio y le dijo que quería se confesara. Pero antes de la confesión le

refirió puntualmente la tentación, tal como Dios se la había revelado, y terminó diciéndole:

Hijo, por haberme esperado y no haber querido marcharte sin m bendición, Dios te ha

concedido la gracia de que nunca saldrás de esta Orden, sino que morirás en ella con la ayuda de

la divina gracia. Entonces aquel novicio fue confirmado en su buena voluntad, permaneció en la

Orden y llegó a ser un santo religioso. Todas estas cosas me las refirió a mí, hermano Hugolino, el

mismo hermano Juan.

Este hermano Juan era hombre de espíritu alegre y sereno, hablaba raramente y poseía el

don de la oración y devoción; después de los maitines no volvía nunca  a la celda,  sino que

continuaba en la iglesia haciendo oración hasta el amanecer. Estando una noche así en oración

después de los maitines, se le apareció el ángel de Dios y le dijo:

Hermano Juan, ha llegado el término del viaje, que por tanto tiempo has esperado. Así,

pues, te comunico, de parte de Dios, que puedes pedir la gracia que desees. Y te comunico,

además, que tienes en tu mano elegir: o un día de purgatorio o siete días de padecimiento en este

mundo.

Eligió el hermano Juan siete días de penas en este mundo, y en seguida cayó enfermo de

diversas dolencias: le sobrevino una violenta fiebre, el mal de gota en  las manos y los pies,

dolores de costado y muchos otros males. Pero lo que más le atormentaba era el ver siempre a un

demonio delante de él, con una hoja grande de papel en la mano, donde estaban escritos todos

los pecados que había cometido o pensado, y le decía:

Por   causa   de   estos   pecados   cometidos   por   ti   de   pensamiento,   palabra   y   obra,   estás

condenado a lo profundo del infierno. Y él no se acordaba de haber hecho jamás ningún bien, ni

de estar en la Orden, ni de que hubiera estado nunca en ella, sino que le dominaba la idea de

estar condenado como el demonio se lo decía. Por eso, cuando alguien le preguntaba cómo

estaba, respondía: Mal, porque estoy condenado.

Viendo esto, los hermanos hicieron l amar a un hermano muy viejo, llamado Mateo de

Monte Rubbiano, que era un santo hombre y muy amigo del hermano Juan. Llegó el hermano

Mateo el día séptimo de la tribulación del hermano Juan, le saludó y le preguntó cómo estaba. El

le respondió que mal, porque estaba condenado. Entonces le dijo el hermano Mateo:

¿No   te   acuerdas   que   te   has   confesado   conmigo   muchas   veces,   y   yo   te   he   absuelto

íntegramente de tus pecados? ¿No tienes presente que has servido a Dios tantos años en esta

Orden? Por otra parte, ¿has olvidado, acaso, que la misericordia de Dios sobrepuja todos los

pecados del  mundo y  que Cristo bendito,  nuestro  Salvador,  ha pagado,  para  rescatarnos, un

precio infinito? Ten confianza, porque no hay duda de que estás salvado. A estas palabras, puesto

que   se   había   cumplido   el   tiempo   de   su   purificación,   desapareció   la   tentación   y   sobrevino   la

consolación. Y lleno de gozo, dijo el hermano Juan al hermano Mateo: Estás fatigado y es ya

tarde; te ruego que vayas a reposar.

El hermano Mateo no quería dejarlo; pero al fin ante su insistencia, se despidió de él y se

fue a descansar, quedando solo el hermano Juan con el hermano que le cuidaba. En esto vio

llegar a Cristo bendito en medio de grandísimo resplandor y de suavísima fragancia, cumpliendo la

promesa que le había hecho de aparecérsele otra vez cuando él se hallara en mayor necesidad; y

lo curó totalmente de toda enfermedad. Entonces, el hermano Juan, juntando las manos, le dio

gracias por haber dado fin tan felizmente al largo viaje de la presente vida miserable, encomendó

y entregó su alma en las manos de Cristo y pasó de esta vida mortal a la vida eterna con Cristo


 

 

bendito, a quien por tanto tiempo había deseado y esperado. El hermano Juan está sepultado en

el convento de Penna San Giovanni. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLVI

Cómo el hermano Pacífico, estando en oración, vio subir al cielo el alma de su hermano

Humilde

En la misma provincia de las Marcas hubo, después de la muerte de San Francisco, dos

hermanos carnales en la Orden, el uno se llamaba hermano Humilde, y el otro, hermano Pacífico,

ambos de gran santidad y perfección. El uno moraba en el eremitorio de Soffiano, y murió allí; el

otro, en un convento muy distante. Plugo a Dios que el hermano Pacífico, estando un día en

oración en un lugar solitario, fuera arrebatado en éxtasis y viera subir derechamente al cielo en un

instante el alma de su hermano Humilde, sin ningún retraso ni impedimento, y ello en el mismo

momento de separarse del cuerpo.

Muchos   años   después   sucedió   que   dicho   hermano   Pacífico   fue   enviado   al   mismo

eremitorio   de   Soffiano,   donde   había   muerto   su   hermano.   Por   aquel   tiempo   los   hermanos,   a

petición   de   los   señores   de   Brunforte,   abandonaron  el   lugar   para  ir   a   otro   convento,   l evando

consigo, entre otras cosas, los restos de los santos hermanos que habían muerto allí. Al l egar a la

sepultura del hermano Humilde, su hermano Pacífico tomó los huesos, los lavó con buen vino,

después   los   envolvió   en   un   lienzo   blanco   y   los   besó,   entre   lágrimas,   con   gran   reverencia   y

devoción.

Los demás hermanos se admiraron mucho de esto, y no les pareció ejemplar aquel modo

de obrar de un hombre de tanta santidad como él, pues parecía que lloraba a su hermano más

bien por amor sensible y mundano y que mostraba mayor devoción a las reliquias de su hermano

que a las de los otros hermanos de hábito, que no habían sido de menor santidad que el hermano

Humilde, y sus restos no eran menos dignos de respeto que los de éste. Conociendo el hermano

Pacífico el mal pensamiento de los hermanos, les dio satisfacción con humildad, diciéndoles:

Hermanos  carísimos,   no   debéis  extrañaros   de  que   haya   hecho  con   los  huesos  de   mi

hermano lo que no he hecho con los otros. No me he dejado l evar, gracias a Dios, como vosotros

pensáis, de amor carnal, sino que he obrado así porque, cuando mi hermano pasó de esta vida,

hal ándome en oración en lugar desierto y lejano de él, vi cómo su alma subía derechamente al

cielo; por esto tengo la certeza de que sus huesos son santos y d~ que un día estarán en el

paraíso.   Si   Dios   me   hubiera   concedido   la   misma   certeza   sobre   los   otros   hermanos,   hubiera

mostrado   la   misma   reverencia   a   sus   huesos.   A   la   vista   de   su   devota   y   santa   intención,   los

hermanos   quedaron   muy   edificados   de   él   y   alabaron   a   Dios,   que   l eva   a   cabo   cosas   tan

maravillosas en sus santos. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLVII

Un santo hermano a quien, cuando estaba para morir, se apareció la Virgen María con tres

redomas de electuario y lo sanó

En el mismo eremitorio de Soffiano hubo antiguamente un hermano menor de tan gran

santidad y gracia, que parecía totalmente endiosado y frecuentemente estaba arrobado en Dios .

Y sucedía que, mientras se hallaba todo elevado en Dios, porque poseía en grado notable la

gracia de la contemplación, venían a él los pájaros de toda especie y se posaban confiadamente

en sus hombros, cabeza, brazos y manos, poniéndose a cantar maravillosamente. El era muy

amante de la soledad y raras veces hablaba; pero, cuando le preguntaban alguna cosa, respondía

con tal gracia y sabiduría, que más parecía ángel que hombre; y vivía muy entregado a la oración

y a la contemplación. Los hermanos le profesaban gran reverencia.

Terminado el curso de su vida virtuosa, este hermano cayó enfermo de muerte por divina

disposición, hasta el punto de no poder tomar nada; por otro lado, él rehusaba recibir ninguna

medicina terrestre, sino que ponía toda su confianza en el Médico celestial Jesucristo bendito, y

en su bendita Madre, de la cual mereció, por la divina clemencia, ser milagrosamente visitado y


 

 

consolado. Porque, hal ándose en cama, preparándose para la muerte con todo el corazón y con

la mayor devoción, se le apare. ció la gloriosa Virgen María, rodeada de gran muchedumbre de

Ángeles y de santas vírgenes, en medio de maravil oso resplandor, y se acercó a su cama. Al

verla,   él   experimentó   gran   consuelo   y   alegría   de   alma   y   de   cuerpo,   y   comenzó   a   suplicarle

humildemente que rogara a su amado Hijo que, por sus méritos, lo sacara de la prisión de esta

carne miserable.

Y como prosiguiera en esta súplica con muchas lágrimas, le respondió la Virgen María

llamándolo con su nombre: No temas, hijo, que tu oración ha sido escuchada, y yo he venido para

confortarte antes de tu partida de esta vida. Había Junto a la Virgen María tres santas vírgenes,

que   traían   en   la   mano   tres,   redomas   de   electuario   ,   de   un   perfume   y   de   una   suavidad

inexplicables. La Virgen gloriosa tomó una de las redomas y la abrió, y toda la casa se llenó de

fragancia; con una cuchara tomó del electuario y se lo dio al enfermo; éste, no bien lo hubo

gustado, sintió tal confortación y tal dulzura, que no parecía que su alma estuviera en el cuerpo.

Por ello comenzó a decir:

¡Basta, basta, Madre dulcísima y Virgen bendita, salvadora del género humano; basta,

curadora bendita, que no puedo soportar tanta dulcedumbre! Pero la piadosa y benigna Madre

siguió ofreciéndole y haciéndole tomar el electuario. Vaciada la primera redoma, la bienaventurada

Virgen tomó la segunda y metió la cuchara para darle; él, gimiendo dulcemente, le decía: ¡Oh

beatísima Madre de Dios!, si mi alma está ya casi del todo derretida por la fragancia y la suavidad

del primer electuario, ¿cómo voy a poder soportar el segundo? Por favor, ¡oh bendita entre todos

los santos y ángeles!, no me des más.

Prueba, hijo mío, un poco todavía de esta segunda redoma - insistió nuestra Señora. Y,

dándole un poco más, le dijo: Ahora ya te basta con lo que has tomado, hijo. ¡Animo, hijo mío!,

que pronto vendré por ti y te l evaré al reino de mi Hijo, que siempre has buscado y deseado.

Dicho esto, se despidió de él y se fue. Y él quedó tan confortado y consolado por la dulzura de

aquel   medicamento,   que   se   mantuvo   en   vida   saciado   y   fuerte   por   algunos   días,   sin   ningún

alimento   corporal.   Al   cabo   de   uno   días,   mientras   se   hal aba   hablando   alegremente   con   los

hermanos, con gran alegría y júbilo, pasó de esta vida miserable a la vida bienaventurada. Amén.

 

 

CAPÍTULO XLVIII

Cómo el hermano Jacobo de Massa vio, bajo la forma de un árbol, a todos los hermanos

menores del mundo

El   hermano   Jacobo   de   Massa,   a   quien   Dios   abrió   la   puerta   de   sus   secretos   y   dio   a

perfección la ciencia y la inteligencia de la divina Escritura y de las cosas que están por venir, fue

de tanta santidad, que los hermanos Gil fue Asís, Marcos de Montino, Junípero y Lúcido dijeron de

él que no conocían en el mundo a nadie más grande ante Dios.

Yo tuve gran deseo de ver a este hermano Jacobo, porque, habiendo rogado al hermano

Juan, compañero del hermano Gil, que me explicase ciertas cosas del espíritu, él me dijo: Si

quieres ser informado en la vida espiritual, procura hablar con el hermano Jacobo de Massa,

porque el hermano Gil deseaba recibir luz de él, y no se puede ni añadir ni quitar nada a sus

palabras, ya que su mente ha penetrado los secretos celestiales y sus palabras son palabras del

Espíritu Santo; no hay hombre sobre la tierra que yo desee tanto ver.

Este hermano Jacobo, en los comienzos del gobierno del ministro general Juan de Parma,

estando una vez en oración, fue arrebatado en Dios, y permaneció tres días en arrobamiento,

abstraído totalmente de los sentidos corporales; tan insensible, que los hermanos dudaban si

estaría  muerto.  En  aquel  rapto  le  fue  revelado  por   Dios lo que había de  suceder  respecto  a

nuestra Orden; por eso, cuando yo tuve noticia, aumentó mi deseo de verle y de hablar con él. Y

cuando quiso Dios que se me ofreciera oportunidad de hablarle, yo le rogué en estos términos:

Si lo que yo he oído de ti es verdad, te ruego que no me lo ocultes. He oído que, cuando

estuviste tres días casi muerto, Dios te reveló, entre otras cosas, lo que había de suceder en esta

nuestra   Orden.   Esto   lo   ha   dicho   el   hermano   Mateo,   ministro   de   las   Marcas,   a   quien      lo

descubriste por obediencia. Entonces, el hermano Jacobo, con mucha humildad, confirmó que


 

 

cuanto decía el hermano Mateo  era verdad. Y lo que dijo  el hermano Mateo, ministro de las

Marcas, es lo siguiente:

Sé de un hermano a quien Dios ha revelado todo lo que ha de suceder en nuestra Orden;

porque   el   hermano   Jacobo   de   Massa   me   ha   manifestado   y   dicho   que,   después   de   haberle

revelado Dios muchas cosas sobre el estado de la Iglesia militante, tuvo la visión de un árbol

hermoso y grande y muy fuerte, cuyas raíces eran de oro, y  sus frutos eran hombres, todos

hermanos menores. Sus ramas principales estaban distribuidas según el número de las provincias

de   la   Orden;   en   cada   rama   había   tantos   hermanos   cuantos   había   en   la   provincia   por   el a

representada.

Entonces supo el número de todos los hermanos de la Orden y de cada provincia, con sus

nombres, edad, condiciones y oficios, grados y dignidades, así como las gracias y las culpas de

todos. Y vio al hermano Juan de Parma en la copa del tronco del árbol, y en las copas de las

ramas que rodeaban el tronco estaban los ministros de todas las provincias. Después vio cómo

Cristo se sentaba en un trono grandioso y de una blancura deslumbrante y cómo l amaba a San

Francisco y le daba un cáliz lleno de espíritu de vida y lo enviaba, diciéndole:

Vete a visitar a tus hermanos y dales de beber de este cáliz del espíritu de vida, porque el

espíritu de Satanás se va a levantar contra ellos y los va a sacudir y muchos de ellos caerán y no

volverán a levantarse. Y Cristo dio a San Francisco dos ángeles para acompañarle. Vino, pues,

San Francisco y comenzó a dar de beber del cáliz de la vida a sus hermanos. Lo ofreció primero al

hermano Juan, quien lo tomó en sus manos y lo bebió todo de un sorbo muy devotamente; al

punto, se volvió todo luminoso como el sol. Después siguió San Francisco dándolo a beber a

todos los demás.

Y eran pocos los que lo recibían y lo bebían con el debido respeto y la debida devoción.

Los que lo recibían con devoción y lo bebían todo, al punto se volvían resplandecientes como el

sol;  los que lo derramaban todo y no lo recibían con devoción, se volvían negros y oscuros,

deformes y horribles a la vista; los que en parte lo bebían y en parte lo derramaban, se volvían en

parte luminosos y en parte tenebrosos, más o menos según la cantidad que habían bebido o

derramado. Pero quien más resplandeciente aparecía era el hermano Juan, que había apurado

más que ninguno el cáliz de la vida, que le había hecho contemplar más profundamente el abismo

de la infinita luz divina, en la cual había conocido las adversidades y la tempestad que había de

levantarse contra aquel árbol, hasta sacurdirlo y derribarlo con todas sus ramas.

Por esto, el hermano Juan dejó la copa del tronco en que se hal aba y, descendiendo a

debajo de todas las ramas, fue a esconderse al pie del tronco del árbol, y allí se estaba a la

espera de lo que iba a suceder. Y el hermano Buenaventura, que había bebido una parte del cáliz

y había derramado la otra parte, subió al mismo lugar de la rama de donde se había bajado el

hermano  Juan.  Estando al í,  las uñas  de las  manos se le volvieron uñas  de hierro  agudas  y

tajantes como navajas de afeitar; luego dejó el lugar a donde había subido y trataba de lanzarse

lleno de ímpetu y furor contra el hermano Juan con intención de hacerle daño. Al verse en peligro

el hermano Juan gritó con fuerza y se encomendó a Cristo, que estaba sentado en el trono. Cristo,

al oír el grito, l amó a San Francisco, le dio un pedernal cortante y le dijo:

Ve y con esta piedra córtale al hermano Buenaventura las uñas con las que quiere arañar

al hermano Juan, para que no pueda hacerle daño. San Francisco fue e hizo como Cristo le había

ordenado Después de esto sobrevino una tempestad de viento, que sacudió el árbol con tanta

violencia,   que  los  hermanos  caían  a  tierra,   siendo  los  primeros  en  caer  aquellos  que  habían

derramado   todo   el   cáliz   del   espíritu   de   vida,   y   eran   llevados   por   los   demonios   a   lugares   de

tinieblas y tormentos. Pero el hermano Juan, junto con los que habían bebido todo el cáliz, fueron

transportados   por   los   ángeles   a   un   lugar   de   vida,   de   luz   eterna   y   de   esplendorosa

bienaventuranza.

El   dicho   hermano   Jacobo,   que   presenciaba   la   visión,   entendía   y  discernía  particular   y

distintamente todo cuanto estaba viendo, con los nombres, condiciones y estado de cada uno con

toda claridad. Aquella tempestad duró tanto, que derribó el árbol y se lo llevó el viento. Pasada la

tempestad, de la raíz de este árbol, que era de oro, brotó otro árbol, todo de oro, el cual produjo

hojas,   flores   y   frutos   de   oro.   De   este   árbol   y   de   su   expansión,   de   su   profundidad,   belleza,

fragancia y virtud, es mejor ahora cal ar que hablar. En alabanza de Cristo. Amén.


 

 

 

 

CAPÍTULO XLIX

Cómo Cristo se apareció al hermano Juan de Alverna

Entre los muchos santos y sabios hijos de San Francisco que, como dice Salomón, son la

gloria del padre , floreció en nuestros tiempos en la provincia de las Marcas el venerable y santo

hermano Juan de Fermo, el cual, debido al mucho tiempo que moró en el lugar santo de Alverna,

donde pasó de esta vida, era l amado también hermano Juan de Alverna; fue hombre de vida

extraordinaria y de gran santidad.

Este  hermano  Juan,  siendo  aún  niño  seglar,  anhelaba  con todo  el  corazón  la vida  de

penitencia, que ayuda a mantener la pureza de alma y de cuerpo. Desde muy pequeño comenzó

a l evar un cilicio muy áspero y una argol a de hierro a raíz de la carne y a practicar una gran

abstinencia. En particular, cuando estaba con los canónigos regulares de San Pedro de Fermo,

que   vivían   espléndidamente,   huía   de   las   delicias   corporales   y   maceraba   su   cuerpo   con   una

abstinencia rigurosa. Pero tenía compañeros que le zaherían de continuo, le quitaban el cilicio y le

impedían de muchas maneras su abstinencia; por lo cual, inspirado por Dios, pensó en dejar el

mundo con sus amadores y ofrecerse por entero en los brazos del Crucificado vistiendo el hábito

del crucificado San Francisco. Y así lo hizo.

Recibido todavía niño en la Orden y confiado al cuidado del maestro de novicios, l egó a

ser tan espiritual y devoto, que algunas veces oyendo al maestro hablar de Dios, su corazón se

derretía como la cera junto al fuego; y se enardecía en el amor divino con tal suavidad de gracia,

que,  no  pudiendo  estar  quieto ni  soportar  tanta  dulcedumbre,  se  levantaba y,   como  ebrio de

espíritu, corría por el huerto, por el bosque o por la iglesia, según le empujase el ardor y el ímpetu

del espíritu.

Después, andando el tiempo, la gracia divina hizo crecer a este hombre angélico de virtud

en virtud, en dones celestiales y en divinas revelaciones y visiones; en tal grado, que en ocasiones

su alma era elevada unas veces a los esplendores de los querubines; otras, a los ardores de los

serafines; otras, a los goces bienaventurados; otras, a los abrazos amorosos y extremos de Cristo;

y esto no sólo por fruición espiritual interior, sino también por manifestaciones exteriores y goces

corporales. Una vez sobre todo, la llama del amor divino encendió su corazón de manera extrema,

y duró esta l ama en él por tres años; en este tiempo recibió admirables consolaciones y visitas

divinas, y con frecuencia quedaba arrobado en Dios; en una palabra, parecía todo inflamado y

abrasado en el amor de Cristo. Esto sucedió en el monte santo de Alverna.

Pero, como Dios tiene cuidado especial de sus hijos, dándoles, según la diversidad de los

tiempos, unas veces consolación, otras tribulación; ora prosperidad, ora adversidad, tal como El

ve les conviene para mantenerlos en humildad, o también para avivar en el os el deseo de las

cosas celestiales, plugo a la divina bondad a los tres años, retirar al hermano Juan ese rayo y esa

llama dei divino amor, y le privó de toda consolación espiritual; con lo cual el hermano Juan quedó

sin luz y sin amor de Dios, todo desconsolado, afligido y apenado.

Por esta razón iba l eno de angustia por el bosque, yendo de acá para al á, l amando con la

voz, con lamentos y suspiros al amado Esposo de su alma, que se le había ocultado alejándose

de él, y sin cuya presencia no podía hallar su alma quietud ni reposo. Pero en ningún lugar y de

ninguna manera podía hal ar al dulce Jesús, ni volver a engolfarse en aquellos suavísimos solaces

espirituales del amor de Cristo a los que estaba habituado. Esta tribulación le duró muchos días,

durante los cuales él continuó llorando y suspirando y suplicando a Dios que le devolviese, por su

misericordia, al amado Esposo de su alma.

Por fin, cuando plugo a Dios dar por suficientemente probada su paciencia y encendido su

deseo, un día en que el hermano Juan iba por el bosque de esa forma afligido y atribulado,

cansado, se sentó apoyado a un haya , y permaneció con el rostro bañado en lágrimas mirando

hacia el cielo, cuando he aquí que de pronto se le apareció Jesucristo al í cerca, en la misma

senda por donde había venido el hermano Juan; pero no decía nada. Al verlo el hermano Juan y

reconociendo   bien   que   era   Cristo,   se   lanzó   en   seguida   a   sus   pies   y   comenzó   a   suplicarle

deshecho en l anto y con gran humildad:


 

 

¡Ven   en   mi   ayuda,   Señor   mío,   porque   sin   ti,   salvador   mío   dulcísimo,   yo   me   hallo   en

tinieblas y en llanto; sin ti, cordero mansísimo, me hallo en angustias y temores; sin ti, Hijo de Dios

altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin ti, yo me siento privado de todo bien y ciego,

porque tú eres, Jesús, verdadera luz del alma; sin ti, yo me veo perdido y condenado, porque tú

eres vida de las almas y vida de las vidas; sin ti, soy estéril y árido, porque tú eres la fuente de

todo bien y de toda gracia; sin ti, yo me siento desolado, porque tú eres, Jesús, nuestra redención,

nuestro amor y nuestro deseo, pan que da fuerzas y vino que alegra los corazones de los ángeles

y   los   corazones   de   todos   los   santos!   Lléname   de   tu   luz,   Maestro   graciosísimo   y   Pastor

misericordioso, porque yo soy tu ovejita, aunque indigna.

Mas como el deseo de los hombres santos, cuando Dios tarda en darles oído, se enciende

en mayor amor y mérito, Cristo bendito se fue por aquel a senda sin escucharle y sin decirle una

palabra. El hermano Juan entonces se levantó, corrió detrás y se le echó de nuevo a sus pies,

deteniéndole   con   santa   importunidad   y   suplicándole   entre   lágrimas   devotísimas:   ¡Oh   Jesús

dulcísimo!,   ten   misericordia   de   este   pobre   atribulado;   escúchame   por   la   abundancia   de   tu

misericordia y por la verdad de tu salvación y devuélveme el gozo de tu rostro y de tu mirada de

piedad, ya que de tu misericordia está l ena la tierra entera.

Y Cristo se marchó todavía sin decirle palabra y sin darle consuelo alguno; se portaba con

él como la madre con el niño cuando le hace desear el pecho y le hace ir detrás l orando para que

luego lo tome con mayor gana. Entonces, el hermano Juan, con mayor ardor y deseo, fue en

seguimiento de Cristo; cuando le alcanzó, Cristo bendito se volvió a él y lo envolvió en una mirada

llena de gozo y de gracia, y, abriendo sus brazos santísimos y misericordiosísimos, lo abrazó con

gran ternura. En el momento que abrió los brazos, el hermano Juan vio salir del santísimo pecho

del Señor rayos maravillosos, que inundaron de luz todo el bosque y a él mismo en el alma y en el

cuerpo.

El hermano Juan se arrodilló a los pies de Cristo; y Jesús bendito le tendió benignamente

el   pie   para   que   lo   besase,   como   la   Magdalena;   el   hermano   Juan,   tomándoselo   con   suma

reverencia, lo bañó con tantas lágrimas, que parecía verdaderamente otra Magdalena, y le decía

devotamente:   Te  ruego,  Señor   mío,   que   no  tengas  en  cuenta  mis  pecados,   sino   que,   por   tu

santísima pasión y por la efusión de tu preciosa sangre, resucites mi alma a la gracia de tu amor,

porque   es   tu   mandamiento   que   te   amemos   con   todo   el   corazón   y   con   todo   el   afecto;   un

mandamiento que nadie puede cumplir sin tu ayuda. Ayúdame, pues, amadísimo Hijo de Dios, y

haz que yo pueda amarte con todo mi corazón y con todas mis fuerzas.

Y como el hermano Juan permaneciera así, repitiendo estas palabras, a los pies de Jesús,

fue escuchado por El y recibió de El la primera gracia, o sea, la gracia de la llama del divino amor,

y se sintió totalmente renovado y consolado; al experimentar que había vuelto a él el don de la

divina gracia, comenzó a dar gracias a Cristo bendito y a besarle devotamente los pies. Levantóse

luego para mirar al Salvador cara a cara, y Cristo le dio a besar sus santísimas manos; cuando se

las hubo besado, el hermano

Juan se acercó y se estrechó contra el pecho de Jesús, y abrazó y besó el sacratísmo

pecho, y también Cristo le abrazó y le besó a él. Mientras duraban estos abrazos y besos, el

hermano Juan percibió tal fragancia divina que todas las esencias aromáticas del mundo reunidas

juntas hubieran parecido malolientes en comparación de aquel perfume; y el hermano Juan quedó

con él totalmente arrobado, consolado e iluminado, y ese perfume permaneció en su alma durante

muchos meses.

A partir de entonces, de su boca, abrevada en el manantial de la divina sabiduría junto al

sagrado pecho del Salvador, salían palabras maravil osas y celestiales, que transformaban los

corazones de quienes las oían y hacían mucho fruto en las almas. Y en la senda del bosque, en

que se posaron los benditos pies de Cristo, lo mismo que en un amplio radio alrededor, sentía el

hermano  Juan aquel a fragancia y  veía  aquel resplandor  cada vez que iba al í mucho tiempo

después.

Vuelto en sí el hermano Juan después de la visión y desaparecida la presencia corporal de

Cristo, quedó tan lleno de luz en el alma, tan abismado en su divinidad, que, aun no siendo

hombre de letras por el estudio humano, con todo, sabía resolver y declarar las cuestiones más

sutiles y elevadas sobre la Trinidad divina y los profundos misterios de la Sagrada Escritura. Y


 

 

muchas  veces  después, hablando ante el  papa  y  los cardenales, ante reyes y  barones,  ante

maestros y doctores, dejaba a todos estupefactos con sus altas palabras y con las profundas

sentencias que salían de su boca. En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO L

Cómo, diciendo misa el hermano Juan de Alverna el día de Difuntos, vio que muchas almas

eran liberadas del purgatorio

Celebraba una vez la misa el hermano Juan el día siguiente a la fiesta de Todos los Santos

por todas las almas de los difuntos, como lo tiene dispuesto la Iglesia, y ofreció con tanto afecto

de caridad y con tal piedad de compasión este altísimo sacramento, el mayor bien que se puede

hacer a las almas de los difuntos por razón de su eficacia, que le parecía derretirse del todo con la

dulzura de la piedad y de la caridad fraterna.

Al alzar devotamente el cuerpo de Cristo y ofrecerlo a Dios Padre, rogándole que, por amor

de su bendito Hijo Jesucristo, puesto en cruz por el rescate de las almas, tuviese a bien liberar de

las   penas   del   purgatorio   a   las   almas   de   los   difuntos   creadas   y   rescatadas   por   El,   en   aquel

momento vio salir del purgatorio un número casi infinito de almas, como chispas innumerables que

salieran de un horno encendido, y las vio subir al cielo por los méritos de la pasión de Cristo, el

cual es ofrecido cada día por los vivos y por los difuntos en esa sacratísima hostia, digna de ser

adorada por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

CAPÍTULO LI

El santo hermano Jacobo de Falerone y cómo se apareció al hermano Juan de Alverna

después de muerto

Con   ocasión   de   hal arse   el   hermano   Jacobo   de   Falerone   ,   hombre   de   gran   santidad,

gravemente enfermo en el convento de Mogliano, de la custodia de Fermo, el hermano Juan de

Alverna, que a la sazón moraba en el convento de Massa, al enterarse de su enfermedad, se puso

a orar por él, ya que lo amaba como a su padre querido, pidiendo a Dios devotamente, en su

oración mental, que le devolviera al hermano Jacobo la salud del cuerpo, si así convenía a su

alma.

Mientras estaba orando así fue arrebatado en éxtasis y vio en el aire, sobre su celda, que

estaba en el bosque, un gran ejército de muchos ángeles y santos, en medio de un resplandor tan

grande, que todo el contorno estaba iluminado. Y entre aquel os ángeles vio al dicho hermano

Jacobo enfermo, por quien él oraba, con vestiduras blancas y muy resplandeciente. Vio también

entre ellos al padre San Francisco adornado con las sagradas l agas de Cristo y l eno de gloria.

Vio, asimismo, y reconoció al santo hermano Lúcido y al hermano Mateo el antiguo, de Monte

Rubbiano, y a muchos otros hermanos que nunca había visto ni conocido en vida.

Estando mirando el hermano Juan con grande gozo aquel bienaventurado escuadrón de

santos, le fue revelada con certeza la salvación del alma de aquel hermano enfermo y que moriría

de aquella enfermedad, pero que no iría al paraíso en seguida después de la muerte, porque tenía

necesidad de ser purificado un poco en el purgatorio. Con aquel a revelación recibió el hermano

Juan tal alegría por la salvación de aquella alma, que no sentía pena alguna por la muerte del

cuerpo, sino que llamaba al enfermo con gran dulzura, diciendo dentro de sí:

¡Hermano   Jacobo,   mi   dulce   padre!   ¡   Hermano   Jacobo,   dulce   hermano   mío!   ¡hermano

Jacobo, fiel servidor y amigo de Dios! ¡Hermano Jacobo, compañero de los ángeles y asociado a

los bienaventurados ! Volvió en sí con esta certeza y este gozo, y en seguida salió del convento y

fue   a   Mogliano   a   visitar   al   hermano   Jacobo.   Lo   hal ó   tan   grave,   que   apenas   podía   hablar;

entonces le anunció la muerte de su cuerpo y la salud y gloria de su alma, conforme a la certeza

que había tenido por revelación divina. El hermano Jacobo, muy regocijado en el espíritu y en el

semblante, lo recibió con muestras de gran alegría y júbilo, dándole gracias por las gratas nuevas

que le l evaba y encomendándose devotamente a él.


 

 

Entonces, el hermano Juan le rogó encarecidamente que después de la muerte volviese a

él y le hablase de su estado; el hermano Jacobo le prometió hacerlo, si era del agrado de Dios.

Dicho esto, acercándose la hora de su muerte, el hermano Jacobo comenzó a decir devotamente

aquel versículo del salmo: Dormiré y reposaré en paz en la vida eterna. y dicho este versículo, con

el semblante gozoso y alegre, pasó de esta vida.

Después que recibió sepultura, el hermano Juan regresó al convento de Massa y estuvo a

la espera de la promesa del hermano Jacobo de volver a él el día que había dicho. Estando en

oración en dicho día, se le apareció Cristo con un gran séquito de ángeles y santos, entre los

cuales no se veía al hermano Jacobo; el hermano Juan se sorprendió mucho y lo encomendó

piadosamente a Cristo. Al día siguiente, estando el hermano Juan orando en el bosque, se le

apareció el hermano Jacobo acompañado de ángeles, todo glorioso y alegre; y el hermano Juan

le dijo:

¡Oh padre santo!, ¿por qué no has venido a mí el día que me prometiste? Porque tenía

necesidad de alguna purificación - respondió el hermano Jacobo -. Pero en aquel mismo momento

en que se te apareció Cristo y tú me encomendaste a él, Cristo te escuchó y me libró de todas las

penas. Entonces me aparecí al hermano Jacobo de Massa , santo hermano laico, que servía la

misa, y en el momento de la elevación vio la hostia consagrada transformada en la figura de un

hermoso niño vivo, y yo le dije: "Hoy, con este niñito, me voy al reino de la vida eterna, al que

nadie puede ir sin él".

Dicho   esto,   el   hermano   Jacobo   desapareció,   yéndose   al   cielo   con   toda   aquella

bienaventurada compañía de ángeles; y el hermano Juan quedó muy consolado. Murió dicho

hermano Jacobo de Falerone la víspera de Santiago Apóstol, en el mes de julio, en el convento de

Mogliano, donde, por sus méritos, la bondad divina obró muchos milagros después de su muerte.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

CAPÍTULO LII

La   visión   del   hermano   Juan   de   Alverna,   en   que   él   conoció   todo   el   orden   de   la   santa

Trinidad

Como   el   hermano   Juan   de   Alverna   había   hecho   perfecta   renuncia   de   todo   deleite   y

consuelo mundano y temporal y había puesto en Dios todo su deleite y toda su esperanza, la

divina bondad le favorecía con admirables consolaciones y revelaciones, especialmente en las

solemnidades de Cristo. Una vez, al aproximarse la solemnidad del nacimiento del Señor, con

ocasión   de   la   cual   él   esperaba   con   certeza   consolaciones   de   Dios   por   medio   de   la   dulce

humanidad de Cristo, le comunicó el Espíritu Santo en el alma un ardor tan grande y extremo de la

caridad   de   Cristo,   que   le   l evo   a   humil arse   hasta   tomar   nuestra   humanidad,   que   le   parecía

verdaderamente que le hubieran arrancado el alma del cuerpo y que la tenía encendida como un

horno.

Y, no pudiendo soportar aquel ardor, se angustiaba y se deshacía todo, y gritaba en alta

voz, sin poder contenerse a causa del ímpetu del Espíritu Santo y del excesivo fervor del amor.

Cuando le sobrevenía aquel desmedido ardor, le venía, juntamente, una esperanza tan fuerte y

cierta de su salvación, que no creía tener que pasar por el purgatorio si entonces muriese. Este

amor le duró fácilmente medio año, si bien aquel extremo fervor no era continuo, sino limitado a

ciertas horas cada día.

En   ese   tiempo   y   después   recibió   numerosas   visitas   y   consolaciones   de   Dios;   y   con

frecuencia era arrebatado en éxtasis, como le vio el hermano que primero escribió estas cosas.

Entre otras, una noche fue elevado y arrebatado en Dios hasta el punto de ver en el mismo

Creador todas las cosas creadas, las del cielo y las de la tierra, con todas sus perfecciones,

grados y órdenes distintos.

Entonces conoció claramente cómo cada cosa creada representa a su Creador y cómo

está Dios encima, dentro, fuera y al lado de todas las cosas creadas. Además, conoció cómo es

un solo Dios en tres personas, y tres personas en un solo Dios, y la infinita caridad que llevó al

Hijo de Dios a tomar nuestra carne para obedecer al Padre. Finalmente, conoció en aquel a visión


 

 

cómo no hay otro camino por el que se pueda ir a Dios y conseguir la vida eterna sino Cristo

bendito, que es camino, verdad y vida del alma. Amén.

 

 

CAPÍTULO LIII

Cómo, celebrando la misa, el hermano Juan de Alverna cayó como si estuviera muerto

Sucedió una vez al hermano Juan, en el dicho convento de Mogliano, como refieren los

hermanos que estaban presentes, este caso admirable. La primera noche después de la octava

de San Lorenzo y dentro de la octava de la Asunción de nuestra Señora, había dicho los maitines

en la iglesia con los demás hermanos; al notar que le sobrevenía la unción de la divina gracia, se

fue al huerto a contemplar la pasión de Cristo y a prepararse con toda devoción para celebrar la

misa, que aquella mañana le tocaba cantar.

Y, estando contemplando las palabras de la consagración del cuerpo de Cristo, a saber:

Hoc est corpus meum, al considerar la infinita caridad de Cristo, que le l evó no sólo a rescatarnos

con su sangre preciosa, sino también a dejarnos, para alimento de nuestras almas, su cuerpo y

sangre sacratísimos, comenzó a crecer en él el amor del dulce Jesús con tal fervor y suavidad,

que   su   alma   no   podía   soportar   ya   tanta   dulcedumbre,   y   gritaba   fuertemente   como   ebrio   de

espíritu, sin cesar de repetir: Hoc est corpus meum; porque, al decir estas palabras, le parecía ver

a Cristo bendito con la Virgen María y multitud de ángeles. En esas palabras, el Espíritu Santo le

daba luz sobre todos los altos y profundos misterios de este altísimo sacramento.

Llegada la aurora, entró en la iglesia con aquel fervor de espíritu y con aquella ansiedad,

repitiendo esas palabras, pensando que nadie le veía ni oía; pero había en el coro un hermano

que veía y oía todo. No pudiendo contenerse por la fuerza del fervor y por la abundancia de la

divina gracia, gritaba en alta voz, y continuó así hasta que l egó la hora de celebrar la misa;

entonces fue a revestirse y salió al altar.

Comenzada la misa, cuanto más adelante iba en el a, tanto más le aumentaba el amor de

Cristo y aquel ardor de la devoción, con el cual le era dado un sentimiento inefable de Dios, que él

mismo no acertaba a expresar  con la lengua. Llegó un momento en que se hal ó en  grande

perplejidad, temiendo que aquel ardor y sentimiento de Dios creciese tanto, que le conviniese

dejar la misa, y no sabía qué partido tomar, si seguir adelante en la misa o esperar. Pero, como ya

le había ocurrido algo semejante otras veces y el Señor había templado aquel ardor de manera

que no había tenido necesidad de dejar la misa, confió poder hacerlo también esta vez, y así, con

gran temor, optó por seguir adelante en la celebración.

Al llegar al prefacio de la Virgen, comenzaron a crecer tanto la luz divina y la suavidad y

gracia del amor de Dios, que, en el momento de decir Qui pridie, apenas podía soportar tanta

suavidad y dulcedumbre. Finalmente, l egado el acto de la consagración, al decir sobre la hostia

las palabras de la consagración, cuando l egó a la mitad, o sea: Hoc est, no pudo proseguir en

manera alguna, sino que se quedó repitiendo solamente esas palabras: Hoc est; y la razón por la

cual no podía seguir adelante era que sentía y veía la presencia de Cristo con una muchedumbre

de ángeles, sin poder soportar la majestad de su gloria. Veía que Cristo no entraba en la hostia, o

que la hostia no se transustanciaba en el cuerpo de Cristo, si él no profería la segunda mitad de

las palabras, es decir: corpus meum.

En vista de que continuaba en esta ansiedad y que no seguía adelante, el guardián y los

demás   hermanos,   como   también   muchos   de  los   seglares   que   estaban   oyendo  la   misa  en  la

iglesia, se acercaron al altar, y quedaron espantados viendo lo que le sucedía al hermano Juan;

muchos de ellos l oraban de devoción.

Por  fin, después de un buen espacio de tiempo, cuando Dios quiso, el  hermano Juan

pronunció: corpus meum en voz alta; y en aquel momento desapareció la apariencia de pan y en

la hostia apareció Jesucristo bendito encarnado y glorificado, dándole a conocer así la humildad y

la caridad que le hicieron encarnarse en la Virgen María y que le hacen venir cada día a las

manos del sacerdote cuando él consagra la hostia . Esto le produjo una dulzura de contemplación

más fuerte todavía. Por lo cual, cuando elevó la hostia y el cáliz consagrado, quedó arrobado

fuera de sí, y, estando el alma privada de los sentidos corporales, su cuerpo cayó hacia atrás, y,


 

 

de no haber sido sostenido por el guardián, que estaba detrás de él, se hubiera desplomado en

tierra de espaldas.

Entonces acudieron los hermanos y los seglares que estaban en la iglesia, hombres y

mujeres, y lo llevaron como muerto; y los dedos de las manos estaban contraídos tan fuertemente,

que a duras penas podían ser extendidos o movidos. Y de esa manera permaneció yacente, o

desvanecido o arrobado hasta tercia. Esto sucedió en el verano.

Como yo me hal aba presente a este hecho, tenía vivo deseo de saber lo que Dios había

obrado en él; por eso, cuando volvió en sí, fui a encontrarlo y le rogué que, por amor de Dios, me

contara todo. Entonces, como tenía mucha confianza en mí, me contó todo punto por punto; y,

entre otras cosas, me dijo que, cuando él consagraba el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y aun

antes, su corazón estaba derretido como una cera muy calentada, y que le parecía que su carne

no tenía huesos, de suerte que le era imposible levantar los brazos y las manos para hacer la

señal de la cruz sobre la hostia y sobre el cáliz.

Me dijo además que, ya antes de ser ordenado sacerdote, Dios le había revelado que

había de desvanecerse en la misa; pero, como había celebrado muchas misas y nunca le había

sucedido eso, pensó que aquel a revelación no era cosa de Dios. Y, con todo, unos cincuenta días

antes de la Asunción de nuestra Señora, en la que se produjo dicho caso, le había sido todavía

revelado por Dios que aquel o le sucedería en torno a la dicha fiesta de la Asunción; pero había

olvidado luego esa revelación. En alabanza de Cristo. Amén.


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