¡Dios te salve María!
 

San Buenaventura de Bagnoreggio

 

 

 

Leyenda Mayor de San Francisco

(Compuesta entre 1260 y 1263)

 

 

 

 

 

Por gentileza de www.fratefrancesco.org


Índice

Prólogo. 3

Capítulo I - Vida de Francisco en el siglo. 6

Capítulo II  -  Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias. 9

Capítulo III - Fundación de la Religión y aprobación de la Regla. 13

Capítulo IV -  Progreso de la Orden durante el gobierno del Santo y confirmación de la Regla ya aprobada  17

Capítulo V - Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas. 23

Capitulo VI - Humildad y obediencia del Santo y condescendencia de Dios a sus deseos. 29

Capítulo VII - Amor a la pobreza y admirable solución en casos de penuria. 35

Capítulo VIII - Sentimiento de piedad del Santo y afición que sentían hacia él los seres irracionales  41

Capítulo IX - Fervor de su caridad y ansias de martirio. 47

Capítulo X - Vida de oración y poder de sus plegarias. 52

Capítulo XI - 56

Capítulo XII - Eficacia de su predicación y don de curaciones. 62

Capítulo XIII - Las sagradas llagas. 68

Capítulo XIV - Paciencia del Santo y su muerte. 73

Capítulo XV - Canonización. Traslado de su cuerpo. 76

RELACIÓN DE ALGUNOS MILAGROS DE SAN FRANCISCO DESPUÉS DE SU MUERTE   79

1. Milagros de las sagradas llagas. 79

2. Muertos resucitados. 83

3. Salvados de peligros de muerte. 85

4. Náufragos salvados. 89

5. Presos y encarcelados puestos en libertad. 91

6. Mujeres salvadas en su alumbramiento. 93

7. Ciegos que recuperan la vista. 95

8. Enfermos curados de varias enfermedades. 97

9. Profanadores de la fiesta del santo y enemigos de su gloria. 99

10. Otros milagros de diversa índole. 101


 

 

Prólogo

            1. Ha aparecido la gracia de Dios, salvador nuestro, en estos últimos tiempos, en su siervo Francisco, y a través de él se ha manifestado a todos los hombres verdaderamente humildes y amigos de la santa pobreza, los cuales, al venerar en su persona la sobreabundante misericordia de Dios, son amaestrados con su ejemplo a renunciar por completo a la impiedad y a los deseos mundanos, a llevar una vida en todo conforme a la de Cristo y a anhelar con sed insaciable la gran dicha que se espera. El Altísimo, en efecto, fijó su mirada en Francisco como en el verdadero pobrecillo y abatido (Is 66,2) con tal efusión de benignidad y condescendencia, que no sólo lo levantó, como al desvalido, del polvo de la vida contaminada del mundo, sino que, convirtiéndole en seguidor, adalid y heraldo de la perfección evangélica, lo puso como luz de los creyentes, a fin de que, dando testimonio de la luz, preparase al Señor un camino de luz y de paz en los corazones de los fieles.

En verdad, Francisco, cual lucero del alba en medio de la niebla matinal, irradiando claros fulgores con el brillo rutilante de su vida y doctrina, orientó hacia la luz a los que estaban sentados en tinieblas y en sombras de muerte; y como arco iris que reluce entre nubes de gloria, mostrando en sí la señal de la alianza del Señor (2), anunció a los hombres la buena noticia de la paz y de la salvación, siendo él mismo ángel de verdadera paz, destinado por Dios -a imitación y semejanza del Precursor- a predicar la penitencia con el ejemplo y la palabra, preparando en el desierto el camino de la altísima pobreza.

Francisco -según aparece claramente en el decurso de toda su vida- fue prevenido desde el principio con los dones de la gracia divina, enriquecido después con los méritos de una virtud nunca desmentida, colmado también del espíritu de profecía y destinado además a una misión angélica, todo él abrasado en ardores seráficos y elevado a lo alto en carroza de fuego como un hombre jerárquico (3). Por todo lo cual, bien puede concluirse que estuvo investido con el espíritu y poder de Elías (Lc 1,17). Asimismo, se puede creer con fundamento que Francisco fue prefigurado en aquel ángel que subía del oriente llevando impreso el sello de Dios vivo, según se describe en la verídica profecía del otro amigo del Esposo: Juan, apóstol y evangelista. En efecto, al abrirse el sexto sello -dice Juan en el Apocalipsis-, vi otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo (Ap 7,2; 6,12).

            2. Que este embajador de Dios tan amable a Cristo, tan digno de imitación para nosotros y digno objeto de admiración para el mundo entero fuese el mismo Francisco, lo deducimos con fe segura si observamos el alto grado de su eximia santidad, pues, viviendo entre los hombres, fue un trasunto de la pureza angélica y ha llegado a ser propuesto como dechado de los perfectos seguidores de Cristo.

A interpretarlo así fiel y piadosamente nos induce no sólo la misión que tuvo de llamar a los hombres al llanto y luto, a raparse y ceñirse de saco y a grabar en la frente de los que gimen y se duelen el signo tau (4), como expresión de la cruz de la penitencia y del hábito conformado a la misma cruz, sino que aún más lo confirma como testimonio verdadero e irrefragable el sello de su semejanza con el Dios viviente, esto es, con Cristo crucificado, sello que fue impreso en su cuerpo no por fuerza de la naturaleza ni por artificio del humano ingenio, sino por el admirable poder del Espíritu de Dios vivo.

            3. Mas, sintiéndome indigno e incapaz de escribir la vida de este hombre tan venerable, dignísima, por otra parte, de ser imitada por todos, confieso sinceramente que de ningún modo hubiera emprendido tamaña empresa si no me hubiese impulsado el ardiente afecto de mis hermanos, el apremiante y unánime ruego del capítulo general y la especial devoción que estoy obligado a profesar al santo Padre. En efecto, gracias a su invocación y sus méritos, siendo yo niño -lo recuerdo perfectamente- fui librado de las fauces de la muerte; por tanto, si yo me resistiera a publicar sus glorias, temo ser acusado de crimen de ingratitud. Este ha sido, pues, el motivo principal que me ha inducido a asumir el presente trabajo: el reconocimiento de que Dios me ha conservado la salud del cuerpo y del alma por intercesión de Francisco, cuyo poder he llegado a experimentar en mi propia persona. Por todo lo cual me he afanado en recoger por doquiera -no plenamente, que es imposible (5), sino como en fragmentos- los datos referentes a las virtudes, hechos y dichos de su vida que se habían olvidado o se hallaban diseminados por diversos lugares, con objeto de que no se perdieran para siempre una vez desaparecidos de este mundo los que habían convivido con el siervo de Dios.

            4. Para adquirir un conocimiento más claro y seguro de la verdad acerca de su vida y poder transmitirlo a la posteridad, he acudido a los lugares donde nació, vivió y murió el Santo; y he tratado de informarme diligentemente sobre el particular conversando con sus compañeros que aún sobreviven (6), especialmente con aquellos que fueron testigos cualificados de su santidad y sus seguidores más fieles, a quienes debe darse pleno crédito, no sólo por haber conocido ellos de cerca la verdad de los hechos, sino también por tratarse de personas de virtud bien probada.

En la descripción de todo aquello que el Señor se dignó realizar mediante su siervo, he optado por prescindir de las formas galanas de un estilo florido (7), ya que un lenguaje sencillo ayuda más a la devoción del lector que el ataviado con muchos adornos. Además, al narrar la historia, con el fin de evitar confusiones, no he seguido siempre un orden estrictamente cronológico, sino que he procurado guardar un orden que mejor se adaptara a relacionar unos hechos con otros, en cuanto que sucesos acaecidos en un mismo tiempo parecía más conveniente insertarlos en materias distintas, al par que acontecimientos sucedidos en diversos tiempos correspondía mejor agruparlos en una misma materia.

            5. El principio, desarrollo y término de la vida de Francisco están descritos en los quince distintos capítulos que se señalan a continuación:

Capítulo 1. Vida de Francisco en el siglo.

Capítulo 2. Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias.

Capítulo 3. Fundación de la Religión y aprobación de la Regla.

Capítulo 4. Progreso de la Orden durante el gobierno del Santo y confirmación de la Regla ya aprobada.

Capítulo 5. Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas.

Capítulo 6. Humildad y obediencia del Santo y condescendencia divina a sus deseos.

Capítulo 7. Amor a la pobreza y admirable solución en casos de penuria.

Capítulo 8. Sentimiento de piedad del Santo y afición que sentían hacia él los seres irracionales.

Capítulo 9. Fervor de su caridad y ansias de martirio.

Capítulo 10. Vida de oración y poder de sus plegarias.

Capítulo 11. Inteligencia de las Escrituras y espíritu de profecía.

Capítulo 12. Eficacia de su predicación y don de curaciones.

Capítulo 13. Las sagradas llagas.

Capítulo 14. Paciencia del Santo y su muerte.

Capítulo 15. Canonización. Traslado de su cuerpo (8).

Por último, se insertan algunos milagros realizados después de su dichosa muerte.

 


 

Capítulo I - Vida de Francisco en el siglo

            1. Hubo en la ciudad de Asís un hombre llamado Francisco, cuya memoria es bendita, pues, habiéndose Dios complacido en prevenirlo con bendiciones de dulzura, no sólo le libró, en su misericordia, de los peligros de la vida presente, sino que le colmó de copiosos dones de gracia celestial. En efecto, aunque en su juventud se crió en un ambiente de mundanidad entre los vanos hijos de los hombres y se dedicó -después de adquirir un cierto conocimiento de las letras- a los negocios lucrativos del comercio, con todo, asistido por el auxilio de lo alto, no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio de jóvenes lascivos, si bien era él aficionado a las fiestas; ni por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en los tesoros.

Había Dios infundido en lo más íntimo del joven Francisco una cierta compasión generosa hacia los pobres, la cual, creciendo con él desde la infancia, llenó su corazón de tanta benignidad (9), que convertido ya en un oyente no sordo del Evangelio, se propuso dar limosna a todo el que se la pidiere, máxime si alegaba para ello el motivo del amor de Dios.

Mas sucedió un día que, absorbido por el barullo del comercio, despachó con las manos vacías, contra lo que era su costumbre, a un pobre que se había acercado a pedirle una limosna por amor de Dios. Pero, vuelto en sí al instante, corrió tras el pobre y, dándole con clemencia la limosna, prometió al Señor Dios que, a partir de entonces, nunca jamás negaría el socorro -mientras le fuera posible- a cuantos se lo pidieran por amor suyo. Dicha promesa la guardó con incansable piedad hasta su muerte, mereciendo con ello un aumento copioso de gracia y amor de Dios. Solía decir, cuando ya se había revestido perfectamente de Cristo, que, aun cuando estaba en el siglo, apenas podía oír la expresión «amor de Dios» sin sentir un profundo estremecimiento.

Además, la suavidad de su mansedumbre, unida a la elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad, fuera de serie; la largueza de su munificencia, superior a sus haberes -virtudes estas que mostraban claramente la buena índole de que estaba adornado el adolescente-, parecían ser como un preludio de bendiciones divinas que más adelante sobre él se derramarían a raudales. De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado gloriosamente por todos los fieles.

            2. Ignoraba todavía Francisco los designios de Dios sobre su persona, ya que, volcada su atención -por mandato del padre- a las cosas exteriores y arrastrado además por el peso de la naturaleza caída hacia los goces de aquí abajo, no había aprendido aún a contemplar las realidades del cielo ni se había acostumbrado a gustar las cosas divinas. Y como quiera que el azote de la tribulación abre el entendimiento al oído espiritual, de pronto se hizo sentir sobre él la mano del Señor y la diestra del Altísimo operó en su espíritu un profundo cambio, afligiendo su cuerpo con prolijas enfermedades (10) para disponer así su alma a la unción del Espíritu Santo.

Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando -según su costumbre- iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre.

            3. A la noche siguiente, cuando estaba sumergido en profundo sueño, la clemencia divina le mostró un precioso y grande palacio, en que se podían apreciar toda clase de armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo, dándosele a entender con ello que la misericordia ejercitada, por amor al gran Rey, con aquel pobre caballero sería galardonada con una recompensa incomparable. Y como Francisco preguntara para quién sería el palacio con aquellas armas, una voz de lo alto le aseguró que estaba reservado para él y sus caballeros.

Al despertar por la mañana -como todavía no estaba familiarizado su espíritu en descubrir el secreto de los misterios divinos e ignoraba el modo de remontarse de las apariencias visibles a la contemplación de las realidades invisibles- pensó que aquella insólita visión sería pronóstico de gran prosperidad en su vida. Animado con ello y desconociendo aún los designios divinos, se propuso dirigirse a la Pulla con intención de ponerse al servicio de un gentil conde (11), y conseguir así la gloria militar que le presagiaba la visión contemplada. Emprendió poco después el viaje, dirigiéndose a la próxima ciudad, y he aquí que de noche oyó al Señor que le hablaba familiarmente: «Francisco, ¿quién piensas podrá beneficiarte más: el señor o el siervo, el rico o el pobre?» A lo que contestó Francisco que, sin duda, el señor y el rico. Prosiguió la voz del Señor: «¿Por qué entonces abandonas al Señor por el siervo y por un pobre hombre dejas a un Dios rico?» Contestó Francisco: «¿Qué quieres, Señor, que haga?» Y el Señor le dijo: «Vuelvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana, sino por divina disposición».

Al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís, y, convertido ya en modelo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad.

            4. Desentendiéndose desde entonces de la vida agitada del comercio, suplicaba devotamente a la divina clemencia se dignara manifestarle lo que debía hacer. Y, en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales por el frecuente ejercicio de la oración y reputaba por nada -llevado de su amor a la patria del cielo- las cosas todas de la tierra, creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita(Mt 13,44s). Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba su espíritu era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo.

            5. Cierto día, mientras cabalgaba por la llanura que se extiende junto a la ciudad de Asís, inopinadamente se encontró con un leproso, cuya vista le provocó un intenso estremecimiento de horror. Pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se apeó del caballo y corrió a besar al leproso. Extendió éste la mano como quien espera recibir algo, y recibió de Francisco no sólo una limosna de dinero, sino también un beso. Montó de nuevo, y, dirigiendo en seguida su mirada por la planicie, amplia y despejada por todas partes, no vio más al leproso. Lleno de admiración y gozo, se puso a cantar devotamente las alabanzas del Señor, proponiéndose ya escalar siempre cumbres más altas de santidad.

Desde entonces buscaba la soledad, amiga de las lágrimas; allí, dedicado por completo a la oración acompañada de gemidos inefables y tras prolongadas e insistentes súplicas, mereció ser escuchado por el Señor. Sucedió, pues, un día en que oraba de este modo, retirado en la soledad, todo absorto en el Señor por su ardiente fervor, que se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado. A su vista quedó su alma como derretida; y de tal modo se le grabó en lo más íntimo de su corazón la memoria de la pasión de Cristo, que desde aquella hora -siempre que le venía a la mente el recuerdo de Cristo crucificado- a duras penas podía contener exteriormente las lágrimas y los gemidos, según él mismo lo declaró en confianza poco antes de morir. Comprendió con esto el varón de Dios que se le dirigían a él particularmente aquellas palabras del Evangelio: Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme (Mt 16,24).

            6. Revistióse, a partir de este momento, del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión. Si antes, no ya el trato de los leprosos, sino el sólo mirarlos, aunque fuera de lejos, le estremecía de horror, ahora, por amor a Cristo crucificado, que, según la expresión del profeta, apareció despreciable como un leproso (Is 53,3), con el fin de despreciarse completamente a sí mismo, les prestaba con benéfica piedad a los leprosos sus humildes y humanitarios servicios. Visitaba frecuentemente sus casas, les proporcionaba generosas limosnas y con gran afecto y compasión les besaba la mano y hasta la misma boca.

En cuanto se refiere a los pobres mendigos, no sólo deseaba entregarles sus bienes, sino incluso su propia persona, llegando, a veces, a despojarse de sus vestidos, y otras, a descoserlos o rasgarlos cuando no tenía otra cosa a mano.

A los sacerdotes pobres los socorría con reverencia y piedad, sobre todo proveyéndoles de ornamentos de altar, para participar así de alguna manera en el culto divino y remediar la pobreza de los ministros del culto.

Por este tiempo visitó con religiosa devoción el sepulcro del apóstol Pedro (12), y, viendo a la puerta de la iglesia una multitud de pobres, movido por una afectuosa compasión hacia ellos y atraído por su amor a la pobreza, entregó sus propios vestidos a uno que parecía ser más necesitado, y, cubierto con sus harapos, pasó todo aquel día en medio de los pobres con extraordinario gozo de espíritu. Buscaba con ello despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica.

Ponía gran cuidado en mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que llevaba impresa dentro de su corazón rodease también al exterior todo su cuerpo. Todo esto lo practicaba ya el varón de Dios Francisco cuando todavía no se había apartado del mundo ni en su vestido ni en su modo de vivir.

 


 

Capítulo II  -  Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias

            1. Como quiera que el siervo del Altísimo no tenía en su vida más maestro que Cristo (13), plugo a la divina clemencia colmarlo de nuevos favores visitándole con la dulzura de su gracia. Prueba de ello es el siguiente hecho. Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella -movido por el Espíritu- a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis (14). Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre, según el Espíritu Santo se lo dio a entender y el mismo Francisco lo reveló más tarde a sus hermanos.

Así, pues, se levantó, armándose con la señal de la cruz, tomó consigo diversos paños dispuestos para la venta y se dirigió apresuradamente a la ciudad de Foligno, y allí lo vendió todo, incluso el caballo que montaba. Tomando su precio, vuelve el afortunado mercader a la ciudad de Asís y se dirige a la iglesia, cuya reparación se le había ordenado. Entró devotamente en su recinto, y, encontrando allí a un pobrecillo sacerdote, tras rendirle cortés reverencia, le ofreció el dinero obtenido a fin de que lo destinara para la reparación de la iglesia y el alivio de los pobres. Luego le pidió humildemente que le permitiera convivir por algún tiempo en su compañía. Accedió el sacerdote al deseo de Francisco de morar en su casa, pero rechazó el dinero por temor a los padres. Entonces, el verdadero despreciador de las riquezas, sin dar más valor al dinero que al vil polvo, lo arrojó a una ventana.

            2. Moraba el siervo de Dios en casa de dicho sacerdote, y, habiéndose informado de ello su padre, corrió, todo enfurecido, al lugar. Francisco, empero, todavía novel atleta de Cristo, al oír los gritos y amenazas de los perseguidores y presentir su llegada, con intención de dar tiempo para que se calmara su ira, se escondió en una oculta cueva. Refugiado allí unos cuantos días, pedía incesantemente al Señor con los ojos bañados en lágrimas que librase su vida de las manos de sus perseguidores y se dignase benignamente llevar a feliz término los piadosos deseos que le había inspirado. Como fruto de esta oración se apoderó de todo su ser una extraordinaria alegría y comenzó a reprenderse a sí mismo por su cobarde pusilanimidad. En consecuencia, abandonó la cueva, y, desechando de sí todo temor, dirigió sus pasos hacia la ciudad de Asís. Al verle sus conciudadanos en aquel extraño talante: con el rostro escuálido y cambiado en sus ideas, pensaban que había perdido el juicio, arremetían contra él, arrojándole piedras y lodo de la calle, y, como a loco y demente, le insultaban con gritos desaforados. Mas el siervo de Dios, sin descorazonarse ni inmutarse por ninguna injuria, lo soportaba todo haciéndose el sordo.

Tan pronto oyó su padre este clamoreo, acudió presuroso; pero no para librarlo, sino, más bien, para perderlo. Sin conmiseración alguna lo arrastró a su casa, atormentándole primero con palabras, y luego con azotes y cadenas. Francisco, empero, se sentía desde ahora más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido, recordando aquellas palabras del Evangelio: Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10).

            3. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre, que no aprobaba la conducta del marido y veía imposible doblegar la constancia inflexible del hijo, lo libró de la prisión, dejándole partir. Y Francisco, dando gracias al Señor todopoderoso, retornó al lugar en que había morado antes.

Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, después de desatarse en insultos y denuestos contra su esposa, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Pero Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre, clamando con toda libertad que nada le importaban sus cadenas y azotes y que estaba además dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo, pues, el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor. Dicho hallazgo fue como un trago que en cierto sentido atemperó su sed de avaricia.

            4. Intentaba después el padre según la carne llevar al hijo de la gracia -desposeído ya del dinero- ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello el verdadero enamorado de la pobreza, y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Se descubrió entonces cómo el varón de Dios, debajo de los delicados vestidos, llevaba un cilicio ceñido a la carne. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu (15), se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza».

Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y -piadoso y bueno como era- llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía (16). Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido, y con una tiza que encontró allí lo marcó con su propia mano en forma de cruz, haciendo del mismo el abrigo de un hombre crucificado y de un pobre semidesnudo. Así, quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba. Del mismo modo se armó con la cruz, para confiar su alma al leño de la salvación y lograr salvarse del naufragio del mundo.

            5. Desembarazado ya el despreciador del siglo de la atracción de los deseos mundanos, deja la ciudad y -libre y seguro- se retira a lo escondido de la soledad para escuchar solo y en silencio la voz misteriosa del cielo. Y mientras el varón de Dios Francisco atravesaba el bosque bendiciendo al Señor en francés con cánticos de júbilo, unos ladrones irrumpieron desde la espesura, arrojándose sobre él. Preguntáronle con ánimo feroz quién era, y Francisco, lleno de confianza, les respondió con palabras proféticas: «Yo soy el pregonero del gran Rey». Pero ellos, golpeándole, lo arrojaron a una fosa llena de nieve mientras le decían: «¡Quédate ahí, rústico pregonero de Dios!» Al desaparecer los ladrones, salió de la hoya, y, lleno de un intenso gozo, se puso a cantar con voz más vibrante todavía, a través del bosque, las alabanzas al Creador de todos los seres.

            6. Llegó después a un monasterio próximo, y pidió allí limosna como un mendigo, y la recibió como un desconocido y despreciado (17). De aquí marchó a Gubbio, donde un antiguo amigo suyo le reconoció y recibió en su casa, y además le cubrió, como a pobrecillo de Cristo, con una corta y pobre túnica.

El amante de toda humildad se trasladó de Gubbio a los leprosos, y convivió con ellos, prestándoles con suma diligencia sus servicios por Dios (Test 2). Les lavaba los pies, vendaba sus heridas, extraía el pus de las úlceras y limpiaba la materia hedionda, y hasta besaba con admirable devoción las llagas ulcerosas el que había de ser después el médico evangélico. Por lo cual consiguió del Señor el extraordinario poder curar prodigiosamente las enfermedades espirituales y corporales.

Referiré tan sólo uno de los muchos hechos prodigiosos acaecidos cuando la fama del Santo se había ya divulgado.

Una horrible enfermedad iba de tal modo devorando y corroyendo la boca y la mejilla de un hombre del condado de Espoleto, que no había medicina alguna para curarla. Ante esta situación apurada, se fue a visitar el sepulcro de los santos apóstoles para impetrar por sus méritos la gracia de la curación; y cuando regresaba de su peregrinación, he aquí que se encuentra con el siervo de Dios. El enfermo, movido por su devoción, quiso besarle los pies, pero el humilde varón no se lo consintió; más aún, él mismo le dio un ósculo en la boca al que quería besar las plantas de sus pies. Y al tiempo que Francisco, el siervo de los leprosos, en un rasgo maravilloso de piedad, tocaba con sus labios aquella horrible llaga, desapareció al punto la enfermedad y aquel hombre recobró la salud deseada. No sé qué se ha de admirar más en esto: si la profunda humildad en un beso tan cariñoso o la portentosa virtud en milagro tan estupendo.

            7. Asentado ya Francisco en la humildad de Cristo, trae a la memoria la orden que se le dio desde la cruz de reparar la iglesia de San Damián; y, como verdadero obediente, vuelve a Asís, dispuesto a someterse a la voz divina, al menos mendigando lo necesario para dicha restauración. Así, depuesta toda vergüenza por amor al pobre crucificado, pedía limosna a aquellos entre los que antes vivía en la abundancia y arrimaba al peso de las piedras los hombros de su débil cuerpo, extenuado por los ayunos.

Una vez restaurada esta iglesia con la ayuda de Dios y la piadosa colaboración de los ciudadanos, con objeto de que no se entorpeciera el cuerpo por la pereza después de aquel trabajo, comenzó a reparar otra iglesia, dedicada a San Pedro, que se hallaba algo distante de la ciudad. La devoción especial que con fe pura y sincera profesaba al príncipe de los apóstoles le movió a emprender dicha obra (18).

            8. Cuando hubo concluido esta reconstrucción, llegó a un lugar llamado Porciúncula, donde había una antigua iglesia construida en honor de la beatísima Virgen María, que entonces se hallaba abandonada, sin que nadie se hiciera cargo de la misma. Al verla el varón de Dios en semejante situación, movido por la ferviente devoción que sentía hacia la Señora del mundo, comenzó a morar de continuo en aquel lugar con intención de emprender su reparación. Al darse cuenta de que precisamente, de acuerdo con el nombre de la iglesia, que se llamaba Santa María de los Angeles, eran frecuentes allí las visitas angélicas, fijó su morada en este lugar tanto por su devoción a los ángeles como, sobre todo, por su especial amor a la madre de Cristo (19). Amó el varón santo dicho lugar con preferencia a todos los demás del mundo, pues aquí comenzó humildemente, aquí progresó en la virtud, aquí terminó felizmente el curso de su vida (20); en fin, este lugar lo encomendó encarecidamente a sus hermanos a la hora de su muerte, como una mansión muy querida de la Virgen.

A propósito de lo dicho es digna de notarse una visión que tuvo un devoto hermano antes de su conversión. Veía una ingente multitud de hombres heridos por la ceguera que, con el rostro vuelto al cielo y las rodillas hincadas en el suelo, se hallaban en torno a esta iglesia. Todos ellos, con las manos en alto, clamaban entre lágrimas a Dios pidiendo misericordia y luz. De pronto descendió del cielo un extraordinario resplandor, que, envolviendo a todos en su claridad, otorgó a cada uno la vista y la salud deseada.

Este es el lugar en que San Francisco -siguiendo la inspiración divina (21)- dio comienzo a la Orden de Hermanos Menores. Por designio de la divina Providencia, que guiaba en todo al siervo de Cristo, antes de fundar la Orden y entregarse a la predicación del Evangelio, reconstruyó materialmente tres iglesias, procediendo de este modo no sólo para ascender, en orden progresivo, de las cosas sensibles a las inteligibles, y de las menores a las mayores, sino también para manifestar misteriosamente al exterior, mediante obras perceptibles, lo que había de realizar en el futuro. Pues al modo de las tres iglesias restauradas bajo la guía del santo varón, así sería renovada la Iglesia de triple manera, según la forma, regla y doctrina de Cristo dadas por el mismo Santo, y triunfarían las tres milicias (22) de los llamados a la salvación tal como hoy día vemos que se ha cumplido.

 


 

Capítulo III - Fundación de la Religión y aprobación de la Regla

 

            1. Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, madre de Dios, su siervo Francisco e insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica.

En efecto, cuando en cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnicas ni calzado, ni se provean tampoco de bastón (23).

Tan pronto como oyó estas palabras (24) y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: «Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío». Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero y, contento con una sola y corta túnica, se desprende la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda, poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica.

            2. Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados.

Al comienzo de todas sus predicaciones saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: «¡El Señor os dé la paz!» Tal saludo lo aprendió por revelación divina, como él mismo lo confesó más tarde. De ahí que, según la palabra profética (Is 52,7) y movido en su persona del espíritu de los profetas, anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación.

            3. Así, pues, tan pronto como llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, abandonadas todas las cosas, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.

El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina, mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: «Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo».

Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los Evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo.

En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21). En la segunda: No toméis nada para el camino (Lc 9,3). Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24). «Tal es -dijo el Santo- nuestra vida y regla (25), y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído».

            4. No mucho después, se sintieron llamados por el mismo Espíritu otros cinco hombres, con los que llegó a seis el número de los hijos de Francisco; entre éstos ocupó el tercer lugar el santo padre Gil (26), varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria. De hecho destacó en el ejercicio de sublimes virtudes, tal como había predicho de él el siervo del Señor, y, aunque sencillo y sin letras, fue elevado a la cumbre de una alta contemplación. Entregado por largos y continuados espacios de tiempo a la sobreelevación (27), de tal modo era arrebatado hasta Dios con frecuentes éxtasis -como yo mismo lo presencié y puedo dar fe de ello-, que su vida entre los hombres parecía más angélica que humana.

            5. Por este mismo tiempo, el Señor le mostró a un sacerdote de Asís llamado Silvestre, hombre de vida honesta, una visión que no debe silenciarse. Dicho sacerdote -llevado de criterios meramente humanos- sentía aversión por la forma de vida de Francisco y de sus hermanos, y para que no se dejara arrastrar por la temeridad en sus juicios fue benignamente visitado por la gracia de lo alto. Veía, en efecto, en sueños cómo rondaba por toda la ciudad un dragón descomunal, ante cuya extraordinaria magnitud parecía estar abocada al exterminio toda aquella región. A continuación vio salir de la boca de Francisco una cruz de oro: su extremidad tocaba los cielos, y sus brazos, extendidos a los lados, parecían llegar hasta los confines del mundo. A vista de esta cruz resplandeciente huía velozmente aquel espantoso y terrible dragón. Al mostrársele por tres veces esta visión, pensó que se trataba de un oráculo divino, y por ello lo refirió detalladamente al varón de Dios y a sus hermanos. Poco después abandonó el mundo, y tal fue su constancia en seguir de cerca las huellas de Cristo, que su vida en la Orden demostró ser auténtica la visión que había tenido en el siglo (28).

            6. No se dejó llevar de vanagloria el varón de Dios al oír el relato de dicha visión, antes por el contrario, reconociendo la bondad de Dios en sus beneficios, se sintió más animado a rechazar la astucia del antiguo enemigo y a predicar la gloria de la cruz de Cristo.

Cierto día en que reflexionaba en un lugar solitario sobre los años de su vida pasada, deplorándolos con amargura, de pronto se sintió lleno de gozo del Espíritu Santo, y fue cerciorado entonces de que se le habían perdonado completamente todos sus pecados. Luego fue arrebatado en éxtasis, todo sumergido en una luz maravillosa, y, dilatada la pupila de su mente, vio con claridad el porvenir suyo y el de sus hijos. Vuelto seguidamente a sus hermanos, les dijo: «Confortaos, carísimos, y alegraos en el Señor, no estéis tristes porque sois pocos, ni os amedrente mi simplicidad ni la vuestra, ya que -según me ha sido mostrado realmente por el Señor- Él nos hará crecer en una gran muchedumbre y con la gracia de su bendición nos expandirá de mil formas por el mundo entero».

            7. En aquellos mismos días, con la entrada en la Religión de otro buen hombre, ascendió a siete miembros la bendita familia del varón de Dios. Entonces llamó junto a sí el piadoso Padre a todos sus hijos y, después de hablarles largo y tendido acerca del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la abnegación de la propia voluntad y de la mortificación del cuerpo, les manifestó su proyecto de enviarlos a las cuatro partes del mundo. Ya la estéril y pobrecita simplicidad del santo Padre había engendrado siete hijos (1 Sam 2,5), y ansiaba dar a luz para Cristo el Señor al conjunto de todos los fieles, llamándolos a los gemidos de la penitencia. «Id -les dijo el dulce Padre a sus hijos-, anunciad la paz a los hombres y predicadles la penitencia para la remisión de los pecados. Sed sufridos en la tribulación, vigilantes en la oración, fuertes en los trabajos, modestos en las palabras, graves en vuestro comportamiento y agradecidos en los beneficios; y sabed que por todo esto os está reservado el reino eterno».

Ellos entonces, humildemente postrados en tierra ante el siervo de Dios, recibieron, con gozo del espíritu, el mandato de la santa obediencia. Entre tanto decía a cada uno en particular: Descarga en el Señor todos tus afanes, que Él te sustentará (Sal 54,23). Francisco solía repetir estas palabras siempre que sometía a algún hermano a la obediencia. Pero, consciente de que había sido puesto para ejemplo de los demás, de suerte que enseñara antes con las obras que con las palabras, se encaminó con uno de sus compañeros hacia una parte del mundo, asignando en forma de cruz las otras tres partes a los seis restantes hermanos.

Bien pronto sintió el bondadoso Padre deseos vehementes de encontrarse con su querida prole, y, al no poder reunirla por sí mismo, pedía le concediera esta gracia Aquel que congrega a los dispersos de Israel. Y así sucedió al poco tiempo que -sin haber mediado ninguna llamada humana-, inesperadamente y con gran sorpresa se encontraran todos juntos, conforme al deseo de Francisco, haciéndose patente en ello la intervención de la divina clemencia.

En aquellos días se les agregaron otros cuatro hombres virtuosos, con los que se completó el número de doce.

            8. Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos, escribió con palabras sencillas, para sí y para todos los suyos, una pequeña forma de vida, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo Evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida. Deseando, empero, que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando únicamente en la protección divina. Y el Señor, que miraba desde lo alto el deseo de Francisco, confortó los ánimos de sus compañeros, atemorizados a vista de su simplicidad, mostrando al varón de Dios la siguiente visión.

Parecíale que andaba por cierto camino a cuya vera se erguía un árbol gigantesco que se acercaba a él; estaba cobijado bajo el mismo árbol, admirando sus dimensiones, cuando de repente se sintió elevado por divina virtud a tanta altura, que tocaba la cima del árbol y muy fácilmente lograba doblegar su punta hasta el suelo. Al comprender el varón lleno de Dios que el presagio de aquella visión se refería a la condescendencia de la dignidad apostólica, quedó inundado de alegría espiritual, y, confortando en el Señor a sus hermanos, emprendió con ellos el viaje.

            9. Una vez que hubo llegado a la curia romana (29) y fue introducido a la presencia del sumo pontífice, le expuso su objetivo, pidiéndole humilde y encarecidamente le aprobara la sobredicha forma de vida. Al observar el vicario de Cristo, el señor Inocencio III -hombre distinguido por su sabiduría-, la admirable pureza y simplicidad de alma del varón de Dios (30), el decidido propósito y encendido fervor de su santa voluntad, se sintió inclinado a acceder piadosamente a las súplicas de Francisco. Con todo, difirió dar cumplimiento a la petición del pobrecillo de Cristo, dado que a algunos de los cardenales les parecía una cosa nueva y tan ardua, que sobrepujaba las fuerzas humanas.

Pero había entre los cardenales un hombre venerable, el señor Juan de San Pablo, obispo de Sabina, amante de toda santidad y protector de los pobres de Cristo, el cual -inflamado en el fuego del Espíritu divino- dijo al sumo pontífice y a sus hermanos los cardenales: «Si rechazamos la demanda de este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que dentro de la observancia de la perfección evangélica (31) o en el deseo de la misma se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de blasfemo contra Cristo, autor del Evangelio». Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: «Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos».

            10. Entregóse de lleno a la oración el siervo de Dios omnipotente, y con sus devotas plegarias obtuvo para sí el conocimiento de las palabras que debía proferir, y para el papa, los sentimientos que debía abrigar en su interior.

En efecto, le narró -tal como se lo había inspirado el Señor- la parábola de un rey rico que se complació en casarse con una mujer hermosa pero pobre, y de los hijos tenidos, que se parecían al rey su padre, y a quienes, por tanto, debía alimentarles de su propia mesa. Interpretando esta parábola, añadió: «No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno, los cuales -nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey- han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de la pobreza. Pues si el Rey de los cielos promete a sus seguidores el reino eterno, ¿con cuánta más razón les suministrará todo aquello que comúnmente concede a buenos y malos?»

Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre. Además les manifestó una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando -iluminado por el Espíritu Santo- habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra (32). Y exclamó: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo». Por eso, lleno de singular devoción, accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios (33).

 


 

Capítulo IV -  Progreso de la Orden durante el gobierno del Santo
y confirmación de la Regla ya aprobada

            1. Así, pues, apoyado Francisco en la gracia divina y en la autoridad pontificia, emprendió con gran confianza el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a practicar y enseñar el Evangelio de Cristo. Durante el camino iba conversando con sus compañeros sobre el modo de observar fielmente la Regla recibida, sobre la manera de proceder ante Dios en toda santidad y justicia y cómo podrían ser de provecho para sí mismos y servir de ejemplo a los demás. Y, habiéndose prolongado mucho en estos coloquios, se les hizo una hora tardía. Fatigados y hambrientos después de la larga caminata, se detuvieron en un lugar solitario (34). No había allí modo de proveerse del alimento necesario. Pero bien pronto vino en su socorro la divina Providencia, pues de improviso apareció un hombre con un pan en la mano y se lo entregó a los pobrecillos de Cristo, desapareciendo súbitamente sin que se supiera de dónde había venido ni a dónde se dirigía. Comprendieron con esto los pobres hermanos que se les hacía presente la ayuda del cielo en la compañía del varón de Dios, y se sintieron más reconfortados con el don de la liberalidad divina que con los manjares que se habían servido. Además, repletos de consolación divina, decidieron firmemente -confirmando su determinación con un propósito irrevocable- no apartarse nunca, por más que les apremiara la escasez o la tribulación, de la santa pobreza que habían prometido.

            2. Deseosos de cumplir tan santo propósito, volvieron de allí al valle de Espoleto, donde se pusieron a deliberar sobre la cuestión de si debían vivir en medio de la gente o más bien retirarse a lugares solitarios. Mas el siervo de Cristo Francisco, que no se fiaba de su propio criterio ni del de sus hermanos, acudió a la oración, pidiendo insistentemente al Señor se dignara manifestarle su beneplácito sobre el particular. Iluminado por el oráculo de la divina revelación, llegó a comprender que él había sido enviado por el Señor a fin de que ganase para Cristo las almas que el diablo se esforzaba en arrebatarle. Por eso prefirió vivir para bien de todos los demás antes que para sí solo, estimulado por el ejemplo de Aquel que se dignó morir él solo por todos.

            3. En consecuencia, se recogió el varón de Dios con otros compañeros suyos en un tugurio abandonado (35) cerca de la ciudad de Asís, donde, con harta fatiga y escasez, se mantenían al dictado de la santa pobreza, procurando alimentarse más con el pan de las lágrimas que con el de las delicias.

Se entregaban allí de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo.

Suplicáronle los hermanos les enseñase a orar, y él les dijo: «Cuando oréis decid: Padre nuestro (Mt 6,9); y también: Te adoramos, Cristo, en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5).

Les enseñaba, además, a alabar a Dios en y por todas las criaturas, a honrar con especial reverencia a los sacerdotes, a creer firmemente y confesar con sencillez las verdades de la fe tal y como sostiene y enseña la santa Iglesia romana. Ellos guardaban en todo las instrucciones del santo Padre, y así, se postraban humildemente ante todas las iglesias y cruces que podían divisar de lejos, orando según la forma que se les había indicado.

            4. Mientras moraban los hermanos en el referido lugar, un día de sábado se fue el santo varón a Asís para predicar -según su costumbre- el domingo por la mañana en la iglesia catedral. Pernoctaba, como otras veces -entregado a la oración-, en un tugurio sito en el huerto de los canónigos. De pronto, a eso de media noche sucedió que, estando corporalmente ausente de sus hijos -algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración-, penetró por la puerta de la casa un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche.

Quedaron atónitos los que estaban en vela, se despertaron llenos de terror los dormidos; y todos ellos percibieron la claridad, que no sólo alumbraba el cuerpo, sino también el corazón, pues, en virtud de aquella luz maravillosa, a cada cual se le hacía transparente la conciencia de los demás. Comprendieron todos a una -leyéndose mutuamente los corazones- que había sido el mismo santo Padre -ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen- el que les había sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego, irradiando fulgores celestiales e inflamado por virtud divina en un fuego ardiente, para que, como verdaderos israelitas, caminasen tras las huellas de aquel que, cual otro Elías, había sido constituido por Dios en carro y auriga de varones espirituales (2 Re 2,12).

Se puede creer que el Señor, por las plegarias de Francisco, abrió los ojos de estos hombres sencillos para que pudieran contemplar las maravillas de Dios, del mismo modo que en otro tiempo abrió los ojos del criado de Eliseo para que viese el monte lleno de caballos y carros de fuego que estaban alrededor del profeta (2 Re 6,17).

Vuelto el santo varón a sus hermanos, comenzó a escudriñar los secretos de sus conciencias, procuró confortarlos con aquella visión maravillosa y les anunció muchas cosas sobre el porvenir y progresos de la Orden. Y al descubrirles estos secretos que transcendían todo humano conocimiento, reconocieron los hermanos que realmente descansaba el Espíritu del Señor en su siervo Francisco con tal plenitud, que podían sentirse del todo seguros siguiendo su doctrina y ejemplos de vida.

            5. Después de esto, Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento.

Convertido en este lugar en pregonero evangélico, recorría las ciudades y las aldeas anunciando el reino de Dios, no con palabras doctas de humana sabiduría, sino con la fuerza del Espíritu. A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que -con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo- se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba. Así, la viña de Cristo comenzó a germinar brotes de fragancia divina y a dar frutos ubérrimos tras haber producido flores de suavidad, de honor y de vida honesta.

            6. En efecto, numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia, según la forma recibida del varón de Dios. Dicho modo de vida determinó el siervo de Cristo se llamara Orden de Hermanos de Penitencia. Pues así como consta que para los que tienden al cielo no hay otro camino ordinario que el de la penitencia, se comprende cuán meritorio sea ante Dios este estado que admite en su seno a clérigos y seglares, a vírgenes y casados de ambos sexos (36), como claramente puede deducirse de los muchos milagros obrados por algunos de sus miembros.

Convertíanse también doncellas a perpetuo celibato, entre las cuales destaca la virgen muy amada de Dios, Clara (37), la primera plantita de éstas, que -cual flor blanca y primaveral- exhaló singular fragancia, y, como rutilante estrella, irradió claros fulgores. Clara, glorificada ya en los cielos, es dignamente venerada en la tierra por la Iglesia. Ella que fue hija en Cristo del pobrecillo padre San Francisco, es, a su vez, madre de las Señoras pobres.

            7. Asimismo, otras muchas personas, no sólo compungidas por devoción, sino también inflamadas en el deseo de avanzar en la perfección de Cristo, renunciaban a todas las vanidades del mundo y se alistaban para seguir las huellas de Francisco; y en tal grado iban aumentando los hermanos con los nuevos candidatos que diariamente se presentaban, que bien pronto llegaron hasta los confines del orbe.

En efecto, la santa pobreza, que llevaban como su única provisión, los convertía en hombres dispuestos a toda obediencia, fuertes para el trabajo y expeditos para los viajes. Y como nada poseían sobre la tierra, nada amaban y nada temían perder en el mundo, se sentían seguros en todas partes, sin que les agobiase ninguna inquietud ni les distrajese preocupación alguna. Vivían como quienes no sufren en su espíritu turbación de ningún género, miraban sin angustias el día de mañana y esperaban tranquilos el albergue de la noche.

Es cierto que en diversas partes del mundo se les inferían atroces afrentas como a personas despreciables y desconocidas; pero el amor que profesaban al Evangelio de Cristo los hacía tan sufridos, que buscaban preferentemente los lugares donde pudiesen padecer persecución en su cuerpo más que aquellos otros donde -reconocida su santidad- recibieran gloria y honor de parte del mundo. Su misma extremada penuria de las cosas les parecía sobrada abundancia, pues -según el consejo del sabio- en lo poco se conformaban de igual modo que en lo mucho (Eclo 29,30).

Como prueba de ello sirva el siguiente hecho. Habiendo llegado algunos hermanos a tierra de infieles, sucedió que un sarraceno -movido a compasión- les ofreció dinero para que pudieran proveerse del alimento necesario. Pero al ver que se negaban a recibirlo -pese a su gran pobreza- quedó altamente admirado. Averiguando después que se habían hecho pobres voluntarios por amor a Cristo y que no querían poseer dinero, sintió por ellos un afecto tan entrañable, que se ofreció a suministrarles -en la medida de sus posibilidades- todo lo que les fuera necesario.

¡Oh inestimable preciosidad de la pobreza, por cuya maravillosa virtud la bárbara fiereza de un alma sarracena se convirtió en tamaña dulzura de conmiseración! Sería, por tanto, un horrendo y detestable crimen que un cristiano llegase a pisotear esta noble margarita, cuando hasta un sarraceno la exaltó con tan gran veneración.

            8. En aquel tiempo se hallaba en un hospital próximo a Asís cierto religioso de la Orden de los crucíferos llamado Morico (38). Sufría una enfermedad tan grave y prolija, que los médicos pronosticaban muy inminente su desenlace final. Ante esta situación apurada, el enfermo acudió suplicante al varón de Dios: envió un emisario a Francisco para que le suplicara encarecidamente se dignase interceder por él ante el Señor. Accedió benignamente el santo Padre a tal petición y, después de haberse recogido en oración, tomó unas migas de pan, las mezcló con aceite extraído de la lámpara que ardía junto al altar de la Virgen y envió este mejunje al enfermo en propias manos de los hermanos, diciéndoles: «Llevad a nuestro hermano Morico esta medicina, por cuyo medio la fuerza de Cristo no sólo le devolverá por completo la salud, sino que, convirtiéndolo en robusto guerrero, le hará incorporarse para siempre en las filas de nuestra milicia».

Tan pronto como el enfermo gustó aquel antídoto, confeccionado por inspiración del Espíritu Santo, se levantó del todo sano y con tal vigor de alma y cuerpo, que, ingresando poco después en la Religión del santo varón, tuvo fuerzas para llevar en ella una vida muy austera. En efecto, cubría su cuerpo con una sola y corta túnica, debajo de la cual llevó por largo tiempo un cilicio adosado a la carne; en la comida se contentaba exclusivamente con alimentos crudos, es decir, con hierbas, legumbres y frutas; no probó durante muchos lustros ni pan ni vino; y, no obstante, se conservó siempre sano y robusto.

            9. Crecían también en méritos de una vida santa los pequeñuelos de Cristo, y el olor de su buena fama -difundida por el mundo entero- atraía a multitud de personas que venían de diversas partes con ilusión de ver personalmente al santo Padre.

Entre éstos cabe destacar a un célebre compositor de canciones profanas que en atención a sus méritos había sido coronado por el emperador, y era llamado desde entonces «el rey de los versos». Se decidió, pues, a presentarse al siervo de Dios, al despreciador de los devaneos mundanales; y lo encontró mientras se hallaba predicando en un monasterio situado junto al castro de San Severino. De pronto se hizo sentir sobre él la mano de Dios. En efecto, vio a Francisco, predicador de la cruz de Cristo, marcado, a modo de cruz, por dos espadas transversales muy resplandecientes; una de ellas se extendía desde la cabeza hasta los pies, la otra se alargaba desde una mano a otra, atravesando el pecho. No conocía personalmente al siervo de Cristo, pero, cuando se le mostró de aquel modo maravilloso, lo reconoció al instante. Estupefacto ante tal visión, se propuso emprender una vida mejor. Finalmente, compungido por la fuerza de la palabra de Francisco -como si le hubiera atravesado la espada del espíritu que procedía de su boca-, renunció por completo a las pompas del siglo y se unió al bienaventurado Padre, profesando en su Orden. Y viéndolo el Santo perfectamente convertido de la vida agitada del mundo a la paz de Cristo, lo llamó hermano Pacífico (cf. 2 Cel 106 nota 17). Avanzando después en toda santidad y antes de ser nombrado ministro en Francia -él fue el primero que ejerció allí este cargo-, mereció ver de nuevo en la frente de Francisco una gran tau, que, adornada con variedad de colores, embellecía su rostro con admirable encanto.

Se ha de notar que el Santo veneraba con gran afecto dicho signo: lo encomiaba frecuentemente en sus palabras y lo trazaba con su propia mano al pie de las breves cartas que escribía (39), como si todo su cuidado se cifrara en grabar el signo tau -según el dicho profético- sobre las frentes de los hombres que gimen y se duelen (Ez 9,4), convertidos de veras a Cristo Jesús.

            10. Con el correr del tiempo fue aumentando el número de los hermanos, y el solícito pastor comenzó a convocarlos a capítulo general en Santa María de los Angeles con el fin de asignar a cada uno -según la medida de la distribución divina- la porción que la obediencia le señalara en el campo de la pobreza. Y si bien había allí escasez de todo lo necesario y a pesar de que alguna vez se juntaron más de cinco mil hermanos (40), con el auxilio de la divina gracia no les faltó el suficiente alimento (41), les acompañó la salud corporal y rebosaban de alegría espiritual.

En lo que se refiere a los capítulos provinciales, como quiera que Francisco no podía asistir personalmente a ellos, procuraba estar presente en espíritu mediante el solícito cuidado y atención que prestaba al régimen de la Orden, con la insistencia de sus oraciones y la eficacia de su bendición, aunque alguna vez -por maravillosa intervención del poder de Dios- apareció en forma visible.

Así sucedió, en efecto, cuando en cierta ocasión el insigne predicador y hoy preclaro confesor de Cristo Antonio predicaba a los hermanos en el capítulo de Arlés acerca del título de la cruz: Jesús Nazareno, Rey de los judíos: un hermano de probada virtud llamado Monaldo miró -por inspiración divina- hacia la puerta de la sala del capítulo, y vio con sus ojos corporales al bienaventurado Francisco, que, elevado en el aire y con las manos extendidas en forma de cruz, bendecía a sus hermanos. Al mismo tiempo se sintieron todos inundados de un consuelo espiritual tan intenso e insólito, que por iluminación del Espíritu Santo tuvieron en su interior la certeza de que se trataba de una verdadera presencia del santo Padre. Más tarde se comprobó la verdad del hecho no sólo por los signos evidentes, sino también por el testimonio explícito del mismo Santo.

Se puede creer, sin duda, que la omnipotencia divina -que concedió en otro tiempo al santo obispo Ambrosio la gracia de asistir al entierro del glorioso Martín para que con su piadoso servicio venerase al santo pontífice- concediera también a su siervo Francisco poder estar presente a la predicación de su veraz pregonero Antonio para aprobar la verdad de sus palabras, sobre todo en lo referente a la cruz de Cristo, cuyo portavoz y servidor era.

            11. Estando ya muy extendida la Orden, quiso Francisco que el papa Honorio le confirmara para siempre la forma de vida que había sido ya aprobada por su antecesor el señor Inocencio. Se animó a llevar adelante dicho proyecto, gracias a la siguiente inspiración que recibiera del Señor.

Parecíale que recogía del suelo unas finísimas migajas de pan que debía repartir entre una multitud de hermanos suyos famélicos que le rodeaban. Temeroso de que al distribuir tan tenues migajas se le deslizaran por las manos, oyó una voz del cielo que le dijo: «Francisco, con todas las migajas haz una hostia y da de comer a los que quieran». Hízolo así, y sucedió que cuantos no recibían devotamente aquel don o que lo menospreciaban después de haberlo tomado, aparecían todos al instante visiblemente cubiertos de lepra.

A la mañana siguiente, el Santo dio cuenta de todo ello a sus compañeros, doliéndose de no poder comprender el misterio encerrado en aquella visión. Pero, perseverando en vigilante y devota oración, sintió al otro día esta voz venida del cielo: «Francisco, las migajas de la pasada noche son las palabras del Evangelio; la hostia representa a la Regla; la lepra, a la iniquidad».

Ahora bien, queriendo Francisco -según se le había mostrado en la visión- redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió -guiado por el Espíritu Santo- a un monte con dos de sus compañeros (42) y allí, entregado al ayuno, contentándose tan sólo con pan y agua, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración.

Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario (43) para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después -de acuerdo con sus deseos- obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado.

Cuando exhortaba fervorosamente a sus hermanos a la fiel observancia de la Regla, les decía que en su contenido nada había puesto de su propia cosecha, antes, por el contrario, la había hecho escribir toda ella según se lo había revelado el mismo Señor. Y para que quedara una constancia más patente de ello con el mismo testimonio divino, he aquí que, pasados unos pocos días, le fueron impresas, por el dedo de Dios vivo, las llagas del Señor Jesús, como si fueran una bula del sumo pontífice Cristo para plena confirmación de la Regla y recomendación de su autor, según se dirá en su debido lugar después de narrar las virtudes del Santo (cf. LM 13,3-8).


 

Capítulo V - Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas

            1. Viendo el varón de Dios Francisco que eran muchos los que, a la luz de su ejemplo, se animaban a llevar con ardiente entusiasmo la cruz de Cristo, enardecíase también él mismo -como buen caudillo del ejército de Cristo- por alcanzar la palma de la victoria mediante el ejercicio de las más excelsas y heroicas virtudes.

Por eso tenía ante sus ojos las palabras del Apóstol: Los que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias (Gál 5,24). Y con objeto de llevar en su cuerpo la armadura de la cruz, era tan rigurosa la disciplina con que reprimía los apetitos sensuales, que apenas tomaba lo estrictamente necesario para el sustento de la naturaleza, pues decía que es difícil satisfacer las necesidades corporales sin condescender con las inclinaciones de los sentidos (cf. 1 Cel 51). De ahí que, cuando estaba bien de salud, rara vez tomaba alimentos cocidos (44), y, si los admitía, los mezclaba con ceniza o -como sucedía muchas veces- los hacía insípidos añadiéndoles agua.

Y ¿qué decir del uso del vino, si apenas bebía agua en suficiente cantidad cuando estaba abrasado de sed? Inventaba nuevos modos de abstinencia más rigurosa y cada día adelantaba en su ejercicio. Y, aunque hubiese alcanzado ya el ápice de la perfección, descubría siempre -como un perpetuo principiante- nuevas formas para castigar y mortificar la liviandad de la carne.

Mas cuando salía afuera, por conformarse a la palabra del Evangelio, se acomodaba en la calidad de los manjares a la gente que le hospedaba; pero tan pronto como volvía a su retiro, reanudaba estrictamente su sobria abstinencia. De este modo, siendo austero consigo mismo, humano para con los demás y fiel en todo al Evangelio de Cristo, no sólo con la abstinencia, sino también con el comer, daba a todos ejemplos de edificación.

La desnuda tierra servía ordinariamente de lecho a su cuerpecillo fatigado (45); la mayoría de las veces dormía sentado, apoyando la cabeza en un madero o en una piedra, cubierto con una corta y pobre túnica; y así servía al Señor en desnudez y en frío.

            2. Preguntáronle en cierta ocasión cómo podía defenderse con vestido tan ligero (46) de la aspereza del frío invernal, y respondió lleno de fervor de espíritu: «Nos sería fácil soportar exteriormente este frío si en el interior estuviéramos inflamados por el deseo de la patria celestial».

Aborrecía la molicie en el vestido, amaba su aspereza, asegurando que precisamente por esto fue alabado Juan Bautista de labios del mismo Señor (Mt 11,8). Si alguna vez notaba cierta suavidad en la túnica que se le había dado, le cosía por dentro pequeñas cuerdas, pues decía que -según la palabra del que es la verdad (Mt 11,8)- no se ha de buscar la suavidad de los vestidos en las chozas de los pobres, sino en los palacios de los príncipes. Ciertamente, había aprendido por experiencia que los demonios sienten terror a la aspereza, y que, en cambio, se animan a tentar con mayor ímpetu a cuantos viven en la molicie y entre delicias.

Así sucedió, en efecto, cierta noche en que, a causa de un fuerte dolor de cabeza y de ojos, le pusieron de cabecera -fuera de costumbre- una almohada de plumas. De pronto se introdujo en ella el demonio, quien de mil maneras le inquietó hasta el amanecer, estorbándole en el ejercicio de la santa oración, hasta que, llamando a su compañero, mandó que se llevara muy lejos de la celda aquella almohada juntamente con el demonio. Pero, al salir de la celda el hermano con dicha almohada, perdió las fuerzas y se vio privado del movimiento de todos sus miembros, hasta tanto que a la voz del santo Padre, que conoció en espíritu cuanto le sucedía, recobró por completo el primitivo vigor de alma y cuerpo (cf. LP 119).

            3. Riguroso en la disciplina, estaba en continua vigilancia sobre sí mismo, prestando gran atención a conservar incólume la pureza del hombre interior y exterior. De ahí que en los comienzos de su conversión se sumergía con frecuencia durante el tiempo de invierno en una fosa llena de hielo (cf. 1 Cel 42), con el fin de someter perfectamente a su imperio al enemigo que llevaba dentro (47) y preservar intacta del incendio de la voluptuosidad la cándida vestidura de la pureza. Aseguraba que al hombre espiritual debe hacérsele incomparablemente más llevadero sufrir un intenso frío en el cuerpo que sentir en el alma el más leve ardor de la sensualidad de la carne.

            4. Cuando una noche estaba entregado el Santo a la oración en una celdita del eremitorio de Sarteano, le llamó su antiguo enemigo por tres veces, diciendo: «¡Francisco, Francisco, Francisco!» Preguntóle el Santo qué quería, y prosiguió el demonio muy astutamente: «No hay pecador en el mundo que, si se arrepiente, no reciba de Dios el perdón. Pero todo el que se mata a sí mismo con una cruel penitencia, jamás hallará misericordia».

Al punto, el varón de Dios, iluminado de lo alto, conoció el engaño del demonio, que pretendía sumirle en la flojedad y tibieza. Así lo puso de manifiesto el siguiente suceso. En efecto, poco después de esto, por instigación de aquel cuyo aliento hace arder a los carbones (Job 41,12), fue acometido por una violenta tentación carnal. Pero apenas sintió sus primeros atisbos este amante de la castidad, se despojó del hábito y comenzó a flagelarse muy fuertemente con la cuerda, diciendo: «¡Ea, hermano asno, así te conviene permanecer, así debes aguantar los azotes! El hábito está destinado al servicio de la Religión y es divisa de la santidad. No le es lícito a un hombre lujurioso apropiarse de él. Pues, si quieres ir por otro camino, ¡vete!»

Además, movido por un admirable fervor de espíritu, abrió la puerta de la celda, salió afuera al huerto y, desnudo como estaba, se sumergió en un montón de nieve (48). A manos llenas comenzó a forjar la nieve haciendo con ella siete figuras. Y, presentándoselas a sí mismo, hablaba de este modo a sus sentimientos naturales: «Mira, esta figura mayor es tu mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las dos restantes, el criado y la criada que conviene tengas para tu servicio. Ahora, pues, date prisa en vestirlos, que se están muriendo de frío. Pero, si te resulta gravosa la múltiple preocupación por los mismos, entrégate con toda solicitud a servir sólo a Dios». Al instante desapareció vencido el tentador y el santo varón regresó victorioso a la celda; pues si externamente padeció un frío tan atroz, en su interior se apagó de tal suerte el ardor libidinoso, que en adelante no llegó a sentir nada semejante.

Un hermano, que entonces estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al resplandor de la luna, en fase creciente. Enterado de ello el varón de Dios, le reveló todo el proceso de la tentación, ordenándole al mismo tiempo que mientras él viviera no revelase a nadie lo que había visto aquella noche.

            5. Enseñaba que no sólo se deben mortificar los vicios de la carne y frenar sus incentivos, sino que también deben guardarse con suma vigilancia los sentidos exteriores, por los que entra la muerte en el alma. Recomendaba evitar con gran cautela las familiaridades, conversaciones y miradas de las mujeres, que para muchos son ocasión de ruina, asegurando que a consecuencia de ello suelen claudicar los espíritus débiles y quedan con frecuencia debilitados los fuertes. Y añadía que el que trata con ellas -a excepción de algún hombre de muy probada virtud-, difícilmente evitará su seducción, pues -según la Escritura- es como caminar sobre brasas y no quemarse la planta de los pies (Prov 6,27s).

Por eso, él mismo de tal suerte apartaba sus ojos para no ver la vanidad, que manifestó en cierta ocasión a un compañero suyo que no reconocería casi a ninguna mujer por las facciones de su rostro (cf. 2 Cel 112). Creía, en efecto, peligroso grabar en la mente la imagen de sus formas, que fácilmente pueden reavivar la llama libidinosa de la carne ya domada o también mancillar el brillo de un corazón puro.

Afirmaba, de igual modo, ser una frivolidad conversar con las mujeres, excepto el caso de la confesión o de una brevísima instrucción referente a la salvación y a una vida honesta. «¿Qué asuntos -decía- tendrá que tratar un religioso con una mujer, si no es el caso de que ésta le pida la santa penitencia o un consejo de vida más perfecta? A causa de una excesiva confianza, uno se precave menos del enemigo; y, si éste consigue apoderarse de un solo cabello del hombre, pronto lo convierte en una viga».

            6. Enseñaba, asimismo, la necesidad de evitar a toda costa la ociosidad, sentina de todos los malos pensamientos; y demostraba con su ejemplo cómo debe domarse la carne rebelde y perezosa mediante una continua disciplina y una actividad provechosa (49). De ahí que llamaba a su cuerpo con el nombre de hermano asno, al que es preciso someterle a cargas pesadas, castigarlo con frecuentes azotes y alimentarlo con vil pienso.

Si veía a alguno entregado a la ociosidad y vagabundeo, pretendiendo comer a costa del trabajo de los demás, pensaba que se le debía llamar hermano mosca, pues ese tal, que no hace nada bueno y estropea las obras buenas de los demás, se convierte para todos en una persona vil y detestable. Por eso dijo en alguna ocasión: «Quiero que mis hermanos trabajen y se ejerciten en alguna ocupación, no sea que, entregados a la ociosidad, sean arrastrados a deseos o conversaciones malas».

Quería que sus hermanos observaran el silencio evangélico, es decir, que se abstuvieran siempre solícitamente de toda palabra ociosa, teniendo conciencia de que de ello se ha de rendir cuenta en el día del juicio (Mt 12,36). Y si encontraba a algún hermano habituado a palabras inútiles, lo reprendía con acritud. Afirmaba que la modesta taciturnidad guarda puro el corazón y es una virtud de no pequeña valía, puesto que -como está escrito- la vida y la muerte están en poder de la lengua (50), no tanto por razón del gusto como por ser el órgano de la palabra.

            7. Y aunque el Santo animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo, no era partidario de una severidad intransigente, que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción. Prueba de ello es el siguiente hecho.

Cierta noche, un hermano -entregado en demasía al ayuno- se sintió atormentado con un hambre tan terrible, que no podía hallar reposo alguno. Dándose cuenta el piadoso pastor del peligro que acechaba a su ovejuela, llamó al hermano, le puso delante unos manjares y -para evitarle toda posible vergüenza- comenzó él mismo a comer primero, invitándole dulcemente a hacer otro tanto. Depuso el hermano la vergüenza y tomó el alimento

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