¡Dios te salve María!
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San Buenaventura de Bagnoreggio Leyenda Mayor de San Francisco
(Compuesta entre 1260 y 1263) Por gentileza de www.fratefrancesco.org Capítulo I - Vida de Francisco en el siglo Capítulo II - Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias Capítulo III - Fundación de la Religión y aprobación de la Regla Capítulo V - Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas Capitulo VI - Humildad y obediencia del Santo y condescendencia de Dios a sus deseos Capítulo VII - Amor a la pobreza y admirable solución en casos de penuria Capítulo IX - Fervor de su caridad y ansias de martirio Capítulo X - Vida de oración y poder de sus plegarias Capítulo XII - Eficacia de su predicación y don de curaciones Capítulo XIII - Las sagradas llagas Capítulo XIV - Paciencia del Santo y su muerte Capítulo XV - Canonización. Traslado de su cuerpo RELACIÓN DE ALGUNOS MILAGROS DE SAN FRANCISCO DESPUÉS DE SU MUERTE 1. Milagros de las sagradas llagas 3. Salvados de peligros de muerte 5. Presos y encarcelados puestos en libertad 6. Mujeres salvadas en su alumbramiento 7. Ciegos que recuperan la vista 8. Enfermos curados de varias enfermedades 9. Profanadores de la fiesta del santo y enemigos de su gloria 10. Otros milagros de diversa índole
Prólogo
1. Ha aparecido la gracia de Dios, salvador nuestro, en estos últimos tiempos, en su siervo Francisco, y a través de él se ha manifestado a todos los hombres verdaderamente humildes y amigos de la santa pobreza, los cuales, al venerar en su persona la sobreabundante misericordia de Dios, son amaestrados con su ejemplo a renunciar por completo a la impiedad y a los deseos mundanos, a llevar una vida en todo conforme a la de Cristo y a anhelar con sed insaciable la gran dicha que se espera. El Altísimo, en efecto, fijó su mirada en Francisco como en el verdadero pobrecillo y abatido (Is 66,2) con tal efusión de benignidad y condescendencia, que no sólo lo levantó, como al desvalido, del polvo de la vida contaminada del mundo, sino que, convirtiéndole en seguidor, adalid y heraldo de la perfección evangélica, lo puso como luz de los creyentes, a fin de que, dando testimonio de la luz, preparase al Señor un camino de luz y de paz en los corazones de los fieles. En verdad, Francisco, cual lucero del alba en medio de la niebla matinal, irradiando claros fulgores con el brillo rutilante de su vida y doctrina, orientó hacia la luz a los que estaban sentados en tinieblas y en sombras de muerte; y como arco iris que reluce entre nubes de gloria, mostrando en sí la señal de la alianza del Señor (2), anunció a los hombres la buena noticia de la paz y de la salvación, siendo él mismo ángel de verdadera paz, destinado por Dios -a imitación y semejanza del Precursor- a predicar la penitencia con el ejemplo y la palabra, preparando en el desierto el camino de la altísima pobreza. Francisco -según aparece claramente en el decurso de toda su vida- fue prevenido desde el principio con los dones de la gracia divina, enriquecido después con los méritos de una virtud nunca desmentida, colmado también del espíritu de profecía y destinado además a una misión angélica, todo él abrasado en ardores seráficos y elevado a lo alto en carroza de fuego como un hombre jerárquico (3). Por todo lo cual, bien puede concluirse que estuvo investido con el espíritu y poder de Elías (Lc 1,17). Asimismo, se puede creer con fundamento que Francisco fue prefigurado en aquel ángel que subía del oriente llevando impreso el sello de Dios vivo, según se describe en la verídica profecía del otro amigo del Esposo: Juan, apóstol y evangelista. En efecto, al abrirse el sexto sello -dice Juan en el Apocalipsis-, vi otro ángel que subía del oriente llevando el sello de Dios vivo (Ap 7,2; 6,12). 2. Que este embajador de Dios tan amable a Cristo, tan digno de imitación para nosotros y digno objeto de admiración para el mundo entero fuese el mismo Francisco, lo deducimos con fe segura si observamos el alto grado de su eximia santidad, pues, viviendo entre los hombres, fue un trasunto de la pureza angélica y ha llegado a ser propuesto como dechado de los perfectos seguidores de Cristo. A interpretarlo así fiel y piadosamente nos induce no sólo la misión que tuvo de llamar a los hombres al llanto y luto, a raparse y ceñirse de saco y a grabar en la frente de los que gimen y se duelen el signo tau (4), como expresión de la cruz de la penitencia y del hábito conformado a la misma cruz, sino que aún más lo confirma como testimonio verdadero e irrefragable el sello de su semejanza con el Dios viviente, esto es, con Cristo crucificado, sello que fue impreso en su cuerpo no por fuerza de la naturaleza ni por artificio del humano ingenio, sino por el admirable poder del Espíritu de Dios vivo. 3. Mas, sintiéndome indigno e incapaz de escribir la vida de este hombre tan venerable, dignísima, por otra parte, de ser imitada por todos, confieso sinceramente que de ningún modo hubiera emprendido tamaña empresa si no me hubiese impulsado el ardiente afecto de mis hermanos, el apremiante y unánime ruego del capítulo general y la especial devoción que estoy obligado a profesar al santo Padre. En efecto, gracias a su invocación y sus méritos, siendo yo niño -lo recuerdo perfectamente- fui librado de las fauces de la muerte; por tanto, si yo me resistiera a publicar sus glorias, temo ser acusado de crimen de ingratitud. Este ha sido, pues, el motivo principal que me ha inducido a asumir el presente trabajo: el reconocimiento de que Dios me ha conservado la salud del cuerpo y del alma por intercesión de Francisco, cuyo poder he llegado a experimentar en mi propia persona. Por todo lo cual me he afanado en recoger por doquiera -no plenamente, que es imposible (5), sino como en fragmentos- los datos referentes a las virtudes, hechos y dichos de su vida que se habían olvidado o se hallaban diseminados por diversos lugares, con objeto de que no se perdieran para siempre una vez desaparecidos de este mundo los que habían convivido con el siervo de Dios. 4. Para adquirir un conocimiento más claro y seguro de la verdad acerca de su vida y poder transmitirlo a la posteridad, he acudido a los lugares donde nació, vivió y murió el Santo; y he tratado de informarme diligentemente sobre el particular conversando con sus compañeros que aún sobreviven (6), especialmente con aquellos que fueron testigos cualificados de su santidad y sus seguidores más fieles, a quienes debe darse pleno crédito, no sólo por haber conocido ellos de cerca la verdad de los hechos, sino también por tratarse de personas de virtud bien probada. En la descripción de todo aquello que el Señor se dignó realizar mediante su siervo, he optado por prescindir de las formas galanas de un estilo florido (7), ya que un lenguaje sencillo ayuda más a la devoción del lector que el ataviado con muchos adornos. Además, al narrar la historia, con el fin de evitar confusiones, no he seguido siempre un orden estrictamente cronológico, sino que he procurado guardar un orden que mejor se adaptara a relacionar unos hechos con otros, en cuanto que sucesos acaecidos en un mismo tiempo parecía más conveniente insertarlos en materias distintas, al par que acontecimientos sucedidos en diversos tiempos correspondía mejor agruparlos en una misma materia. 5. El principio, desarrollo y término de la vida de Francisco están descritos en los quince distintos capítulos que se señalan a continuación: Capítulo 1. Vida de Francisco en el siglo. Capítulo 2. Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias. Capítulo 3. Fundación de la Religión y aprobación de la Regla. Capítulo 4. Progreso de la Orden durante el gobierno del Santo y confirmación de la Regla ya aprobada. Capítulo 5. Austeridad de vida y consuelo que le daban las criaturas. Capítulo 6. Humildad y obediencia del Santo y condescendencia divina a sus deseos. Capítulo 7. Amor a la pobreza y admirable solución en casos de penuria. Capítulo 8. Sentimiento de piedad del Santo y afición que sentían hacia él los seres irracionales. Capítulo 9. Fervor de su caridad y ansias de martirio. Capítulo 10. Vida de oración y poder de sus plegarias. Capítulo 11. Inteligencia de las Escrituras y espíritu de profecía. Capítulo 12. Eficacia de su predicación y don de curaciones. Capítulo 13. Las sagradas llagas. Capítulo 14. Paciencia del Santo y su muerte. Capítulo 15. Canonización. Traslado de su cuerpo (8). Por último, se insertan algunos milagros realizados después de su dichosa muerte. Capítulo I - Vida de Francisco en el siglo
1. Hubo en la ciudad de Asís un hombre llamado Francisco, cuya memoria es bendita, pues, habiéndose Dios complacido en prevenirlo con bendiciones de dulzura, no sólo le libró, en su misericordia, de los peligros de la vida presente, sino que le colmó de copiosos dones de gracia celestial. En efecto, aunque en su juventud se crió en un ambiente de mundanidad entre los vanos hijos de los hombres y se dedicó -después de adquirir un cierto conocimiento de las letras- a los negocios lucrativos del comercio, con todo, asistido por el auxilio de lo alto, no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio de jóvenes lascivos, si bien era él aficionado a las fiestas; ni por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en los tesoros. Había Dios infundido en lo más íntimo del joven Francisco una cierta compasión generosa hacia los pobres, la cual, creciendo con él desde la infancia, llenó su corazón de tanta benignidad (9), que convertido ya en un oyente no sordo del Evangelio, se propuso dar limosna a todo el que se la pidiere, máxime si alegaba para ello el motivo del amor de Dios. Mas sucedió un día que, absorbido por el barullo del comercio, despachó con las manos vacías, contra lo que era su costumbre, a un pobre que se había acercado a pedirle una limosna por amor de Dios. Pero, vuelto en sí al instante, corrió tras el pobre y, dándole con clemencia la limosna, prometió al Señor Dios que, a partir de entonces, nunca jamás negaría el socorro -mientras le fuera posible- a cuantos se lo pidieran por amor suyo. Dicha promesa la guardó con incansable piedad hasta su muerte, mereciendo con ello un aumento copioso de gracia y amor de Dios. Solía decir, cuando ya se había revestido perfectamente de Cristo, que, aun cuando estaba en el siglo, apenas podía oír la expresión «amor de Dios» sin sentir un profundo estremecimiento. Además, la suavidad de su mansedumbre, unida a la elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad, fuera de serie; la largueza de su munificencia, superior a sus haberes -virtudes estas que mostraban claramente la buena índole de que estaba adornado el adolescente-, parecían ser como un preludio de bendiciones divinas que más adelante sobre él se derramarían a raudales. De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado gloriosamente por todos los fieles. 2. Ignoraba todavía Francisco los designios de Dios sobre su persona, ya que, volcada su atención -por mandato del padre- a las cosas exteriores y arrastrado además por el peso de la naturaleza caída hacia los goces de aquí abajo, no había aprendido aún a contemplar las realidades del cielo ni se había acostumbrado a gustar las cosas divinas. Y como quiera que el azote de la tribulación abre el entendimiento al oído espiritual, de pronto se hizo sentir sobre él la mano del Señor y la diestra del Altísimo operó en su espíritu un profundo cambio, afligiendo su cuerpo con prolijas enfermedades (10) para disponer así su alma a la unción del Espíritu Santo. Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando -según su costumbre- iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre. 3. A la noche siguiente, cuando estaba sumergido en profundo sueño, la clemencia divina le mostró un precioso y grande palacio, en que se podían apreciar toda clase de armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo, dándosele a entender con ello que la misericordia ejercitada, por amor al gran Rey, con aquel pobre caballero sería galardonada con una recompensa incomparable. Y como Francisco preguntara para quién sería el palacio con aquellas armas, una voz de lo alto le aseguró que estaba reservado para él y sus caballeros. Al despertar por la mañana -como todavía no estaba familiarizado su espíritu en descubrir el secreto de los misterios divinos e ignoraba el modo de remontarse de las apariencias visibles a la contemplación de las realidades invisibles- pensó que aquella insólita visión sería pronóstico de gran prosperidad en su vida. Animado con ello y desconociendo aún los designios divinos, se propuso dirigirse a la Pulla con intención de ponerse al servicio de un gentil conde (11), y conseguir así la gloria militar que le presagiaba la visión contemplada. Emprendió poco después el viaje, dirigiéndose a la próxima ciudad, y he aquí que de noche oyó al Señor que le hablaba familiarmente: «Francisco, ¿quién piensas podrá beneficiarte más: el señor o el siervo, el rico o el pobre?» A lo que contestó Francisco que, sin duda, el señor y el rico. Prosiguió la voz del Señor: «¿Por qué entonces abandonas al Señor por el siervo y por un pobre hombre dejas a un Dios rico?» Contestó Francisco: «¿Qué quieres, Señor, que haga?» Y el Señor le dijo: «Vuelvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana, sino por divina disposición». Al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís, y, convertido ya en modelo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad. 4. Desentendiéndose desde entonces de la vida agitada del comercio, suplicaba devotamente a la divina clemencia se dignara manifestarle lo que debía hacer. Y, en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales por el frecuente ejercicio de la oración y reputaba por nada -llevado de su amor a la patria del cielo- las cosas todas de la tierra, creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita(Mt 13,44s). Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba su espíritu era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo. 5. Cierto día, mientras cabalgaba por la llanura que se extiende junto a la ciudad de Asís, inopinadamente se encontró con un leproso, cuya vista le provocó un intenso estremecimiento de horror. Pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se apeó del caballo y corrió a besar al leproso. Extendió éste la mano como quien espera recibir algo, y recibió de Francisco no sólo una limosna de dinero, sino también un beso. Montó de nuevo, y, dirigiendo en seguida su mirada por la planicie, amplia y despejada por todas partes, no vio más al leproso. Lleno de admiración y gozo, se puso a cantar devotamente las alabanzas del Señor, proponiéndose ya escalar siempre cumbres más altas de santidad. Desde entonces buscaba la soledad, amiga de las lágrimas; allí, dedicado por completo a la oración acompañada de gemidos inefables y tras prolongadas e insistentes súplicas, mereció ser escuchado por el Señor. Sucedió, pues, un día en que oraba de este modo, retirado en la soledad, todo absorto en el Señor por su ardiente fervor, que se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado. A su vista quedó su alma como derretida; y de tal modo se le grabó en lo más íntimo de su corazón la memoria de la pasión de Cristo, que desde aquella hora -siempre que le venía a la mente el recuerdo de Cristo crucificado- a duras penas podía contener exteriormente las lágrimas y los gemidos, según él mismo lo declaró en confianza poco antes de morir. Comprendió con esto el varón de Dios que se le dirigían a él particularmente aquellas palabras del Evangelio: Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme (Mt 16,24). 6. Revistióse, a partir de este momento, del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión. Si antes, no ya el trato de los leprosos, sino el sólo mirarlos, aunque fuera de lejos, le estremecía de horror, ahora, por amor a Cristo crucificado, que, según la expresión del profeta, apareció despreciable como un leproso (Is 53,3), con el fin de despreciarse completamente a sí mismo, les prestaba con benéfica piedad a los leprosos sus humildes y humanitarios servicios. Visitaba frecuentemente sus casas, les proporcionaba generosas limosnas y con gran afecto y compasión les besaba la mano y hasta la misma boca. En cuanto se refiere a los pobres mendigos, no sólo deseaba entregarles sus bienes, sino incluso su propia persona, llegando, a veces, a despojarse de sus vestidos, y otras, a descoserlos o rasgarlos cuando no tenía otra cosa a mano. A los sacerdotes pobres los socorría con reverencia y piedad, sobre todo proveyéndoles de ornamentos de altar, para participar así de alguna manera en el culto divino y remediar la pobreza de los ministros del culto. Por este tiempo visitó con religiosa devoción el sepulcro del apóstol Pedro (12), y, viendo a la puerta de la iglesia una multitud de pobres, movido por una afectuosa compasión hacia ellos y atraído por su amor a la pobreza, entregó sus propios vestidos a uno que parecía ser más necesitado, y, cubierto con sus harapos, pasó todo aquel día en medio de los pobres con extraordinario gozo de espíritu. Buscaba con ello despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica. Ponía gran cuidado en mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que llevaba impresa dentro de su corazón rodease también al exterior todo su cuerpo. Todo esto lo practicaba ya el varón de Dios Francisco cuando todavía no se había apartado del mundo ni en su vestido ni en su modo de vivir. Capítulo II - Perfecta conversión a Dios y restauración de tres iglesias
1. Como quiera que el siervo del Altísimo no tenía en su vida más maestro que Cristo (13), plugo a la divina clemencia colmarlo de nuevos favores visitándole con la dulzura de su gracia. Prueba de ello es el siguiente hecho. Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella -movido por el Espíritu- a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis (14). Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre, según el Espíritu Santo se lo dio a entender y el mismo Francisco lo reveló más tarde a sus hermanos. Así, pues, se levantó, armándose con la señal de la cruz, tomó consigo diversos paños dispuestos para la venta y se dirigió apresuradamente a la ciudad de Foligno, y allí lo vendió todo, incluso el caballo que montaba. Tomando su precio, vuelve el afortunado mercader a la ciudad de Asís y se dirige a la iglesia, cuya reparación se le había ordenado. Entró devotamente en su recinto, y, encontrando allí a un pobrecillo sacerdote, tras rendirle cortés reverencia, le ofreció el dinero obtenido a fin de que lo destinara para la reparación de la iglesia y el alivio de los pobres. Luego le pidió humildemente que le permitiera convivir por algún tiempo en su compañía. Accedió el sacerdote al deseo de Francisco de morar en su casa, pero rechazó el dinero por temor a los padres. Entonces, el verdadero despreciador de las riquezas, sin dar más valor al dinero que al vil polvo, lo arrojó a una ventana. 2. Moraba el siervo de Dios en casa de dicho sacerdote, y, habiéndose informado de ello su padre, corrió, todo enfurecido, al lugar. Francisco, empero, todavía novel atleta de Cristo, al oír los gritos y amenazas de los perseguidores y presentir su llegada, con intención de dar tiempo para que se calmara su ira, se escondió en una oculta cueva. Refugiado allí unos cuantos días, pedía incesantemente al Señor con los ojos bañados en lágrimas que librase su vida de las manos de sus perseguidores y se dignase benignamente llevar a feliz término los piadosos deseos que le había inspirado. Como fruto de esta oración se apoderó de todo su ser una extraordinaria alegría y comenzó a reprenderse a sí mismo por su cobarde pusilanimidad. En consecuencia, abandonó la cueva, y, desechando de sí todo temor, dirigió sus pasos hacia la ciudad de Asís. Al verle sus conciudadanos en aquel extraño talante: con el rostro escuálido y cambiado en sus ideas, pensaban que había perdido el juicio, arremetían contra él, arrojándole piedras y lodo de la calle, y, como a loco y demente, le insultaban con gritos desaforados. Mas el siervo de Dios, sin descorazonarse ni inmutarse por ninguna injuria, lo soportaba todo haciéndose el sordo. Tan pronto oyó su padre este clamoreo, acudió presuroso; pero no para librarlo, sino, más bien, para perderlo. Sin conmiseración alguna lo arrastró a su casa, atormentándole primero con palabras, y luego con azotes y cadenas. Francisco, empero, se sentía desde ahora más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido, recordando aquellas palabras del Evangelio: Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). 3. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre, que no aprobaba la conducta del marido y veía imposible doblegar la constancia inflexible del hijo, lo libró de la prisión, dejándole partir. Y Francisco, dando gracias al Señor todopoderoso, retornó al lugar en que había morado antes. Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, después de desatarse en insultos y denuestos contra su esposa, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Pero Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre, clamando con toda libertad que nada le importaban sus cadenas y azotes y que estaba además dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo, pues, el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor. Dicho hallazgo fue como un trago que en cierto sentido atemperó su sed de avaricia. 4. Intentaba después el padre según la carne llevar al hijo de la gracia -desposeído ya del dinero- ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello el verdadero enamorado de la pobreza, y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Se descubrió entonces cómo el varón de Dios, debajo de los delicados vestidos, llevaba un cilicio ceñido a la carne. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu (15), se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza». Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y -piadoso y bueno como era- llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía (16). Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido, y con una tiza que encontró allí lo marcó con su propia mano en forma de cruz, haciendo del mismo el abrigo de un hombre crucificado y de un pobre semidesnudo. Así, quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba. Del mismo modo se armó con la cruz, para confiar su alma al leño de la salvación y lograr salvarse del naufragio del mundo. 5. Desembarazado ya el despreciador del siglo de la atracción de los deseos mundanos, deja la ciudad y -libre y seguro- se retira a lo escondido de la soledad para escuchar solo y en silencio la voz misteriosa del cielo. Y mientras el varón de Dios Francisco atravesaba el bosque bendiciendo al Señor en francés con cánticos de júbilo, unos ladrones irrumpieron desde la espesura, arrojándose sobre él. Preguntáronle con ánimo feroz quién era, y Francisco, lleno de confianza, les respondió con palabras proféticas: «Yo soy el pregonero del gran Rey». Pero ellos, golpeándole, lo arrojaron a una fosa llena de nieve mientras le decían: «¡Quédate ahí, rústico pregonero de Dios!» Al desaparecer los ladrones, salió de la hoya, y, lleno de un intenso gozo, se puso a cantar con voz más vibrante todavía, a través del bosque, las alabanzas al Creador de todos los seres. 6. Llegó después a un monasterio próximo, y pidió allí limosna como un mendigo, y la recibió como un desconocido y despreciado (17). De aquí marchó a Gubbio, donde un antiguo amigo suyo le reconoció y recibió en su casa, y además le cubrió, como a pobrecillo de Cristo, con una corta y pobre túnica. El amante de toda humildad se trasladó de Gubbio a los leprosos, y convivió con ellos, prestándoles con suma diligencia sus servicios por Dios (Test 2). Les lavaba los pies, vendaba sus heridas, extraía el pus de las úlceras y limpiaba la materia hedionda, y hasta besaba con admirable devoción las llagas ulcerosas el que había de ser después el médico evangélico. Por lo cual consiguió del Señor el extraordinario poder curar prodigiosamente las enfermedades espirituales y corporales. Referiré tan sólo uno de los muchos hechos prodigiosos acaecidos cuando la fama del Santo se había ya divulgado. Una horrible enfermedad iba de tal modo devorando y corroyendo la boca y la mejilla de un hombre del condado de Espoleto, que no había medicina alguna para curarla. Ante esta situación apurada, se fue a visitar el sepulcro de los santos apóstoles para impetrar por sus méritos la gracia de la curación; y cuando regresaba de su peregrinación, he aquí que se encuentra con el siervo de Dios. El enfermo, movido por su devoción, quiso besarle los pies, pero el humilde varón no se lo consintió; más aún, él mismo le dio un ósculo en la boca al que quería besar las plantas de sus pies. Y al tiempo que Francisco, el siervo de los leprosos, en un rasgo maravilloso de piedad, tocaba con sus labios aquella horrible llaga, desapareció al punto la enfermedad y aquel hombre recobró la salud deseada. No sé qué se ha de admirar más en esto: si la profunda humildad en un beso tan cariñoso o la portentosa virtud en milagro tan estupendo. 7. Asentado ya Francisco en la humildad de Cristo, trae a la memoria la orden que se le dio desde la cruz de reparar la iglesia de San Damián; y, como verdadero obediente, vuelve a Asís, dispuesto a someterse a la voz divina, al menos mendigando lo necesario para dicha restauración. Así, depuesta toda vergüenza por amor al pobre crucificado, pedía limosna a aquellos entre los que antes vivía en la abundancia y arrimaba al peso de las piedras los hombros de su débil cuerpo, extenuado por los ayunos. Una vez restaurada esta iglesia con la ayuda de Dios y la piadosa colaboración de los ciudadanos, con objeto de que no se entorpeciera el cuerpo por la pereza después de aquel trabajo, comenzó a reparar otra iglesia, dedicada a San Pedro, que se hallaba algo distante de la ciudad. La devoción especial que con fe pura y sincera profesaba al príncipe de los apóstoles le movió a emprender dicha obra (18). 8. Cuando hubo concluido esta reconstrucción, llegó a un lugar llamado Porciúncula, donde había una antigua iglesia construida en honor de la beatísima Virgen María, que entonces se hallaba abandonada, sin que nadie se hiciera cargo de la misma. Al verla el varón de Dios en semejante situación, movido por la ferviente devoción que sentía hacia la Señora del mundo, comenzó a morar de continuo en aquel lugar con intención de emprender su reparación. Al darse cuenta de que precisamente, de acuerdo con el nombre de la iglesia, que se llamaba Santa María de los Angeles, eran frecuentes allí las visitas angélicas, fijó su morada en este lugar tanto por su devoción a los ángeles como, sobre todo, por su especial amor a la madre de Cristo (19). Amó el varón santo dicho lugar con preferencia a todos los demás del mundo, pues aquí comenzó humildemente, aquí progresó en la virtud, aquí terminó felizmente el curso de su vida (20); en fin, este lugar lo encomendó encarecidamente a sus hermanos a la hora de su muerte, como una mansión muy querida de la Virgen. A propósito de lo dicho es digna de notarse una visión que tuvo un devoto hermano antes de su conversión. Veía una ingente multitud de hombres heridos por la ceguera que, con el rostro vuelto al cielo y las rodillas hincadas en el suelo, se hallaban en torno a esta iglesia. Todos ellos, con las manos en alto, clamaban entre lágrimas a Dios pidiendo misericordia y luz. De pronto descendió del cielo un extraordinario resplandor, que, envolviendo a todos en su claridad, otorgó a cada uno la vista y la salud deseada. Este es el lugar en que San Francisco -siguiendo la inspiración divina (21)- dio comienzo a la Orden de Hermanos Menores. Por designio de la divina Providencia, que guiaba en todo al siervo de Cristo, antes de fundar la Orden y entregarse a la predicación del Evangelio, reconstruyó materialmente tres iglesias, procediendo de este modo no sólo para ascender, en orden progresivo, de las cosas sensibles a las inteligibles, y de las menores a las mayores, sino también para manifestar misteriosamente al exterior, mediante obras perceptibles, lo que había de realizar en el futuro. Pues al modo de las tres iglesias restauradas bajo la guía del santo varón, así sería renovada la Iglesia de triple manera, según la forma, regla y doctrina de Cristo dadas por el mismo Santo, y triunfarían las tres milicias (22) de los llamados a la salvación tal como hoy día vemos que se ha cumplido. Capítulo III - Fundación de la Religión y aprobación de la Regla
1. Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, madre de Dios, su siervo Francisco e insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada, al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica. En efecto, cuando en cierta ocasión asistía devotamente a una misa que se celebraba en memoria de los apóstoles, se leyó aquel evangelio en que Cristo, al enviar a sus discípulos a predicar, les traza la forma evangélica de vida que habían de observar, esto es, que no posean oro o plata, ni tengan dinero en los cintos, que no lleven alforja para el camino, ni usen dos túnicas ni calzado, ni se provean tampoco de bastón (23). Tan pronto como oyó estas palabras (24) y comprendió su alcance, el enamorado de la pobreza evangélica se esforzó por grabarlas en su memoria, y lleno de indecible alegría exclamó: «Esto es lo que quiero, esto lo que de todo corazón ansío». Y al momento se quita el calzado de sus pies, arroja el bastón, detesta la alforja y el dinero y, contento con una sola y corta túnica, se desprende la correa, y en su lugar se ciñe con una cuerda, poniendo toda su solicitud en llevar a cabo lo que había oído y en ajustarse completamente a la forma de vida apostólica. 2. Desde entonces, el varón de Dios, fiel a la inspiración divina, comenzó a plasmar en sí la perfección evangélica y a invitar a los demás a penitencia. Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo, calaban muy hondo en el corazón, de modo que los oyentes se sentían profundamente impresionados. Al comienzo de todas sus predicaciones saludaba al pueblo, anunciándole la paz con estas palabras: «¡El Señor os dé la paz!» Tal saludo lo aprendió por revelación divina, como él mismo lo confesó más tarde. De ahí que, según la palabra profética (Is 52,7) y movido en su persona del espíritu de los profetas, anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación. 3. Así, pues, tan pronto como llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, abandonadas todas las cosas, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida. El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina, mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: «Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo». Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los Evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo. En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21). En la segunda: No toméis nada para el camino (Lc 9,3). Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24). «Tal es -dijo el Santo- nuestra vida y regla (25), y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído». 4. No mucho después, se sintieron llamados por el mismo Espíritu otros cinco hombres, con los que llegó a seis el número de los hijos de Francisco; entre éstos ocupó el tercer lugar el santo padre Gil (26), varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria. De hecho destacó en el ejercicio de sublimes virtudes, tal como había predicho de él el siervo del Señor, y, aunque sencillo y sin letras, fue elevado a la cumbre de una alta contemplación. Entregado por largos y continuados espacios de tiempo a la sobreelevación (27), de tal modo era arrebatado hasta Dios con frecuentes éxtasis -como yo mismo lo presencié y puedo dar fe de ello-, que su vida entre los hombres parecía más angélica que humana. 5. Por este mismo tiempo, el Señor le mostró a un sacerdote de Asís llamado Silvestre, hombre de vida honesta, una visión que no debe silenciarse. Dicho sacerdote -llevado de criterios meramente humanos- sentía aversión por la forma de vida de Francisco y de sus hermanos, y para que no se dejara arrastrar por la temeridad en sus juicios fue benignamente visitado por la gracia de lo alto. Veía, en efecto, en sueños cómo rondaba por toda la ciudad un dragón descomunal, ante cuya extraordinaria magnitud parecía estar abocada al exterminio toda aquella región. A continuación vio salir de la boca de Francisco una cruz de oro: su extremidad tocaba los cielos, y sus brazos, extendidos a los lados, parecían llegar hasta los confines del mundo. A vista de esta cruz resplandeciente huía velozmente aquel espantoso y terrible dragón. Al mostrársele por tres veces esta visión, pensó que se trataba de un oráculo divino, y por ello lo refirió detalladamente al varón de Dios y a sus hermanos. Poco después abandonó el mundo, y tal fue su constancia en seguir de cerca las huellas de Cristo, que su vida en la Orden demostró ser auténtica la visión que había tenido en el siglo (28). 6. No se dejó llevar de vanagloria el varón de Dios al oír el relato de dicha visión, antes por el contrario, reconociendo la bondad de Dios en sus beneficios, se sintió más animado a rechazar la astucia del antiguo enemigo y a predicar la gloria de la cruz de Cristo. Cierto día en que reflexionaba en un lugar solitario sobre los años de su vida pasada, deplorándolos con amargura, de pronto se sintió lleno de gozo del Espíritu Santo, y fue cerciorado entonces de que se le habían perdonado completamente todos sus pecados. Luego fue arrebatado en éxtasis, todo sumergido en una luz maravillosa, y, dilatada la pupila de su mente, vio con claridad el porvenir suyo y el de sus hijos. Vuelto seguidamente a sus hermanos, les dijo: «Confortaos, carísimos, y alegraos en el Señor, no estéis tristes porque sois pocos, ni os amedrente mi simplicidad ni la vuestra, ya que -según me ha sido mostrado realmente por el Señor- Él nos hará crecer en una gran muchedumbre y con la gracia de su bendición nos expandirá de mil formas por el mundo entero». 7. En aquellos mismos días, con la entrada en la Religión de otro buen hombre, ascendió a siete miembros la bendita familia del varón de Dios. Entonces llamó junto a sí el piadoso Padre a todos sus hijos y, después de hablarles largo y tendido acerca del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la abnegación de la propia voluntad y de la mortificación del cuerpo, les manifestó su proyecto de enviarlos a las cuatro partes del mundo. Ya la estéril y pobrecita simplicidad del santo Padre había engendrado siete hijos (1 Sam 2,5), y ansiaba dar a luz para Cristo el Señor al conjunto de todos los fieles, llamándolos a los gemidos de la penitencia. «Id -les dijo el dulce Padre a sus hijos-, anunciad la paz a los hombres y predicadles la penitencia para la remisión de los pecados. Sed sufridos en la tribulación, vigilantes en la oración, fuertes en los trabajos, modestos en las palabras, graves en vuestro comportamiento y agradecidos en los beneficios; y sabed que por todo esto os está reservado el reino eterno». Ellos entonces, humildemente postrados en tierra ante el siervo de Dios, recibieron, con gozo del espíritu, el mandato de la santa obediencia. Entre tanto decía a cada uno en particular: Descarga en el Señor todos tus afanes, que Él te sustentará (Sal 54,23). Francisco solía repetir estas palabras siempre que sometía a algún hermano a la obediencia. Pero, consciente de que había sido puesto para ejemplo de los demás, de suerte que enseñara antes con las obras que con las palabras, se encaminó con uno de sus compañeros hacia una parte del mundo, asignando en forma de cruz las otras tres partes a los seis restantes hermanos. Bien pronto sintió el bondadoso Padre deseos vehementes de encontrarse con su querida prole, y, al no poder reunirla por sí mismo, pedía le concediera esta gracia Aquel que congrega a los dispersos de Israel. Y así sucedió al poco tiempo que -sin haber mediado ninguna llamada humana-, inesperadamente y con gran sorpresa se encontraran todos juntos, conforme al deseo de Francisco, haciéndose patente en ello la intervención de la divina clemencia. En aquellos días se les agregaron otros cuatro hombres virtuosos, con los que se completó el número de doce. 8. Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos, escribió con palabras sencillas, para sí y para todos los suyos, una pequeña forma de vida, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo Evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida. Deseando, empero, que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando únicamente en la protección divina. Y el Señor, que miraba desde lo alto el deseo de Francisco, confortó los ánimos de sus compañeros, atemorizados a vista de su simplicidad, mostrando al varón de Dios la siguiente visión. Parecíale que andaba por cierto camino a cuya vera se erguía un árbol gigantesco que se acercaba a él; estaba cobijado bajo el mismo árbol, admirando sus dimensiones, cuando de repente se sintió elevado por divina virtud a tanta altura, que tocaba la cima del árbol y muy fácilmente lograba doblegar su punta hasta el suelo. Al comprender el varón lleno de Dios que el presagio de aquella visión se refería a la condescendencia de la dignidad apostólica, quedó inundado de alegría espiritual, y, confortando en el Señor a sus hermanos, emprendió con ellos el viaje. 9. Una vez que hubo llegado a la curia romana (29) y fue introducido a la presencia del sumo pontífice, le expuso su objetivo, pidiéndole humilde y encarecidamente le aprobara la sobredicha forma de vida. Al observar el vicario de Cristo, el señor Inocencio III -hombre distinguido por su sabiduría-, la admirable pureza y simplicidad de alma del varón de Dios (30), el decidido propósito y encendido fervor de su santa voluntad, se sintió inclinado a acceder piadosamente a las súplicas de Francisco. Con todo, difirió dar cumplimiento a la petición del pobrecillo de Cristo, dado que a algunos de los cardenales les parecía una cosa nueva y tan ardua, que sobrepujaba las fuerzas humanas. Pero había entre los cardenales un hombre venerable, el señor Juan de San Pablo, obispo de Sabina, amante de toda santidad y protector de los pobres de Cristo, el cual -inflamado en el fuego del Espíritu divino- dijo al sumo pontífice y a sus hermanos los cardenales: «Si rechazamos la demanda de este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que dentro de la observancia de la perfección evangélica (31) o en el deseo de la misma se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de blasfemo contra Cristo, autor del Evangelio». Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: «Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos». 10. Entregóse de lleno a la oración el siervo de Dios omnipotente, y con sus devotas plegarias obtuvo para sí el conocimiento de las palabras que debía proferir, y para el papa, los sentimientos que debía abrigar en su interior. En efecto, le narró -tal como se lo había inspirado el Señor- la parábola de un rey rico que se complació en casarse con una mujer hermosa pero pobre, y de los hijos tenidos, que se parecían al rey su padre, y a quienes, por tanto, debía alimentarles de su propia mesa. Interpretando esta parábola, añadió: «No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno, los cuales -nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey- han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de la pobreza. Pues si el Rey de los cielos promete a sus seguidores el reino eterno, ¿con cuánta más razón les suministrará todo aquello que comúnmente concede a buenos y malos?» Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre. Además les manifestó una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando -iluminado por el Espíritu Santo- habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra (32). Y exclamó: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo». Por eso, lleno de singular devoción, accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios (33). Capítulo IV - Progreso de la Orden durante el gobierno del Santo
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