¡Dios te salve María!
 

Capítulo X - Vida de oración y poder de sus plegarias

            1. Como quiera que el siervo de Cristo Francisco se sentía en su cuerpo como un peregrino alejado del Señor -si bien, por la caridad de Cristo, se había ya totalmente insensibilizado a los deseos terrenos-, para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios.

Ciertamente, la oración era para este hombre contemplativo un verdadero solaz, mientras, convertido ya en conciudadano de los ángeles dentro de las mansiones celestiales, buscaba con ardiente anhelo a su Amado, de quien solamente le separaba el muro de la carne. Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor -por el ejercicio continuo de la oración- todos sus afanes.

Afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la oración; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo.

            2. No dejaba pasar por alto -llevado de la negligencia- ninguna visita del Espíritu. En efecto, cuando recibía una tal visita, prestábale gran atención, y en tanto que el Señor se la concedía, saboreaba la dulcedumbre ofrecida.

Por eso, cuando, estando en camino, sentía algún soplo del Espíritu divino, se detenía al punto dejando pasar adelante a sus compañeros, y así se reconcentraba para convertir en fruición la nueva inspiración; en verdad, no recibía en vano la gracia de Dios.

Sumergíase muchas veces en el éxtasis de la contemplación de tal modo, que, arrebatado fuera de sí y percibiendo algo más allá de los sentidos humanos, no se daba cuenta de lo que acontecía al exterior en torno suyo.

Así sucedió una vez en Borgo San Sepolcro, un castro muy poblado. Al atravesarlo sentado en un jumentillo, a causa de la debilidad del cuerpo, se encontró con una muchedumbre, que, llevada de la devoción, se abalanzó sobre él. Detenido por a turba, que le empujaba y asediaba de mil maneras, parecía insensible a todo, y como si su cuerpo estuviera muerto a todo lo que sucedía a su lado, no se dio cuenta absolutamente de nada. Por eso, después de haber dejado muy atrás el poblado y la gente, al llegar a una casa de leprosos, el contemplativo de las cosas celestiales -como volviendo de otro mundo- preguntó con interés cuánto faltaba para llegar a Borgo. Y es que su espíritu, anclado en los esplendores del cielo, no había reparado en la variedad de lugares y tiempos, ni en las personas que habían salido a su encuentro. Y que esto le sucedió con alguna frecuencia, lo sabemos por varios testimonios de sus compañeros.

            3. Y como había aprendido en la oración que el Espíritu Santo hace sentir tanto más íntimamente su dulce presencia a los que oran cuanto más alejados los ve del mundanal ruido, por eso buscaba lugares apartados y se dirigía a la soledad o a las iglesias abandonadas para dedicarse de noche a la oración. Allí sostenía frecuentes y horribles luchas con los demonios, que, atacándole sensiblemente (cf. 2 Cel 119), se esforzaban por perturbarlo en el ejercicio de la oración. Él empero, defendido con las armas del cielo, cuanto más duramente le asaltaban los enemigos, tanto más fuerte se hacía en la virtud y más fervoroso en la oración diciendo confiadamente a Cristo: A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me asaltan (Sal 16,8-9).

Después se dirigía a los demonios y les decía: «¡Espíritus malignos y falsos, haced en mí todo lo que podáis! Bien sé que no podéis hacer más de lo que os permita la mano del Señor. Por mi parte, estoy dispuesto a sufrir con sumo gusto todo lo que Él os asigne infligirme». No pudiendo soportar los arrogantes demonios tal constancia de ánimo, se retiraban llenos de confusión.

            4. Y, cuando el varón de Dios quedaba solo y sosegado, llenaba de gemidos los bosques, bañaba la tierra de lágrimas, se golpeaba con la mano el pecho, y, como quien ha encontrado un santuario íntimo, conversaba con su Señor. Allí respondía al Juez, allí suplicaba al Padre, allí hablaba con el Amigo (2 Cel 95), allí también fue oído algunas veces por sus hermanos -que con piadosa curiosidad lo observaban- interpelar con grandes gemidos a la divina clemencia en favor de los pecadores, y llorar en alta voz la pasión del Señor como si la estuviera presenciando con sus propios ojos.

Allí lo vieron orar de noche, con los brazos extendidos en forma de cruz, mientras todo su cuerpo se elevaba sobre la tierra y quedaba envuelto en una nubecilla luminosa, como si el admirable resplandor que rodeaba su cuerpo fuera una prueba de la maravillosa luz de que estaba iluminada su alma.

Allí también -según está comprobado por indicios ciertos- se le descubrían misteriosos secretos de la divina sabiduría, que no los hacía públicos sino en el grado que le urgía la caridad de Cristo o se lo exigía el bien del prójimo. Solía decir a este propósito: «Sucede que por una ligera satisfacción llega a perderse un don inapreciable y se provoca a Aquel que lo dio a no concederlo en adelante con tanta facilidad».

Cuando volvía de su oración privada -en la que venía a quedar como transformado en otro hombre-, tenía sumo cuidado en adaptarse a los demás, no fuese que las exteriorizaciones le granjeasen el aplauso humano, y quedara por ello desprovisto del premio en su interior.

Si en público le sorprendía de improviso la visita del Señor, siempre encontraba algún medio para evadir la atención de los presentes (96) de forma que no apareciesen al exterior sus familiares encuentros con el Esposo. Cuando oraba en compañía de sus hermanos, trataba de evitar por completo los ruidos de toses, los gemidos, los fuertes suspiros y otros gestos exteriores (97); y esto lo hacía tanto por su amor al secreto como porque, adentrado profundamente en su interior, estaba todo él transportado en Dios. Muchas veces dijo a sus compañeros más íntimos: «Cuando el siervo de Dios recibe durante la oración una visita de lo alto, debe decir: "Señor, pecador e indigno como soy, me has enviado del cielo este consuelo; yo lo encomiendo a tu custodia, porque me reconozco ladrón de tu tesoro". Y cuando vuelve de la oración debe mostrarse de tal modo pobrecillo y pecador cual si no hubiera conseguido ninguna nueva gracia» (cf. Adm 28).

            5. Sucedió una vez que, mientras oraba el varón de Dios en la Porciúncula, vino a visitarle -como de costumbre- el obispo de Asís. Apenas entró en el lugar, se acercó con más confianza que la debida a la celda en que oraba el siervo de Cristo; llamó a la puerta y fue a pasar adelante. Nada más introducir la cabeza y ver al Santo en oración, de repente quedó sobrecogido de espanto, se le paralizaron los miembros y hasta perdió el habla; y súbitamente, por designio divino, fue expulsado con violencia hacia afuera, viéndose obligado a retroceder y alejarse de allí. Estupefacto el obispo, se apresuró, tan pronto como pudo, a presentarse a los hermanos; y, al devolverle Dios el habla, sus primeras palabras fueron para confesar la culpa.

Sucedió en cierta ocasión que el abad del monasterio de San Justino, del obispado de Perusa, se encontró con el siervo de Cristo. Apenas lo vio, el devoto abad se apeó rápidamente del caballo para rendir reverencia al varón de Dios y conversar con él de cosas referentes a la salvación de su alma. Al término del dulce coloquio, a la hora de despedirse, el abad le pidió humildemente que rogara por él. El hombre amado de Dios le respondió: «Lo haré de buen grado».

Cuando se hubo alejado un poco el abad, el fiel Francisco dijo a su compañero: «Aguarda un momento, hermano, que quiero cumplir lo prometido». Y, mientras oraba el Santo, súbitamente sintió el abad en su espíritu un calor tan inusitado y una tal dulzura no experimentada hasta entonces, que, arrebatado en éxtasis, quedó totalmente absorto en Dios. Permaneció así un breve espacio de tiempo, y -vuelto en sí- reconoció la eficacia de la oración de San Francisco. Por eso en adelante profesó una simpatía mayor a la Orden y contó a muchos este hecho que consideraba milagroso.

            6. Solía el Santo rendir a Dios el tributo de las horas canónicas con no menor reverencia que devoción. Pues, aunque estaba enfermo de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, con todo, no quería -mientras salmodiaba- apoyarse en el muro o en la pared, sino que recitaba siempre las horas de pie y sin cubrir la cabeza con la capucha, con la mirada recogida y sin ninguna interrupción.

Si alguna vez iba de camino, se detenía a la hora de rezar el oficio, y no omitía esta respetuosa y santa costumbre ni siquiera cuando le alcanzaba una lluvia torrencial. Solía decir en efecto: «Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, con el que se ha de convertir algún día en pasto de gusanos, ¿con cuánta mayor paz y sosiego debe recibir el alma su alimento de vida?»

Creía faltar gravemente si, entregado a la oración, se dejaba distraer interiormente por vanas imaginaciones. Cuando algo de esto le sucedía, no quedaba tranquilo hasta confesar su culpa y expiarla con una adecuada penitencia. Y de tal modo llevó a la práctica esta costumbre, que rarísimamente fue molestado por tales moscas de vanas imaginaciones.

Durante una cuaresma, en su afán de aprovechar hasta los últimos segundos de tiempo, hizo un pequeño vaso. Y sucedió que al rezo de tercia le vino a la cabeza su recuerdo, distrayéndolo un poco. Movido por el fervor del espíritu, arrojó al fuego dicho vaso, diciendo: «Lo sacrificaré al Señor, puesto que ha sido un obstáculo para rendirle el debido sacrificio».

Recitaba los salmos con tal atención de mente y de espíritu cual si tuviese a Dios presente ante sus ojos; y cuando en ellos venía el nombre del Señor, parecía relamerse los labios por la suave dulzura que experimentaba (cf. 1 Cel 86).

Queriendo, asimismo, honrar con singular reverencia el nombre del Señor, no sólo cuando era recordado en la mente, sino también cuando era pronunciado o aparecía escrito, recomendó alguna vez a sus hermanos recoger, doquiera encontraren, todo papel escrito y colocarlo en lugar decente, no se diera el caso de conculcarse el sagrado nombre de Dios que tal vez estuviera allí escrito.

Cuando pronunciaba u oía pronunciar el nombre de Jesús, se llenaba en su interior de un gozo inefable, y en su exterior aparecía todo conmocionado, cual si su paladar saborease manjares exquisitos o su oído percibiera sonidos armoniosos.

            7. Tres años antes de su muerte se dispuso a celebrar en el castro de Greccio, con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles.

Mas para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice (98); y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre con el heno correspondiente y mandó traer al lugar un buey y un asno.

Son convocados los hermanos, llega la gente, el bosque resuena de voces, y aquella noche bendita, esmaltada profusamente de claras luces y con sonoros conciertos de voces de alabanza, se convierte en esplendorosa y solemne.

El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo. Se celebra sobre el mismo pesebre la misa solemne, en la que Francisco, levita de Cristo, canta el santo evangelio. Predica después al pueblo allí presente sobre el nacimiento del Rey pobre, y cuando quiere nombrarlo -transido de ternura y amor-, lo llama «Niño de Bethlehem».

Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad: el señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado padre Francisco, parecía querer despertarlo del sueño.

Dicha visión del devoto caballero es digna de crédito no sólo por la santidad del testigo, sino también porque ha sido comprobada y confirmada su veracidad por los milagros que siguieron. Porque el ejemplo de Francisco, contemplado por las gentes del mundo, es como un despertador de los corazones dormidos en la fe de Cristo, y el heno del pesebre, guardado por el pueblo, se convirtió en milagrosa medicina para los animales enfermos y en revulsivo eficaz para alejar otras clases de pestes. Así, el Señor glorificaba en todo a su siervo y con evidentes y admirables prodigios demostraba la eficacia de su santa oración (99).

 


 

Capítulo XI - Inteligencia de las Escrituras y espíritu de profecía

            1. El incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que -a pesar de no haber adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las sagradas letras-, iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más ocultos misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se adentraba el afecto del amante.

Leía algunas veces los libros sagrados, y lo que una vez se había depositado en su alma, se gravaba tenazmente en su memoria; no en vano percibía con atento oído de su mente lo que después rumiaba sin cesar con devoción y afecto.

Preguntáronle en cierta ocasión los hermanos si sería de su agrado que los letrados admitidos ya en la Orden se aplicasen al estudio de la Sagrada Escritura, y Francisco respondió: «Sí, me place, pero a condición de que, a ejemplo de Cristo, de quien se dice que se dedicó más a la oración que a la lectura, no descuiden el ejercicio de la oración, ni se entreguen al estudio sólo para saber como han de hablar, sino, más bien, para practicar lo que han escuchado, y, practicándolo, lo propongan a los demás para que lo pongan por obra. Quiero -añadió- que mis hermanos sean discípulos evangélicos y de tal modo progresen en el conocimiento de la verdad, que crezcan en pura simplicidad, sin separar la sencillez colombina de la prudencia de la serpiente, virtudes que el soberano Maestro conjuntó en la enseñanza de sus benditos labios» (100).

            2. Preguntado en la ciudad de Siena por un religioso, doctor en sagrada teología (cf. 2 Cel 103), acerca de algunas cuestiones muy difíciles de entender, le puso al descubierto con tanta claridad los misterios de la divina sabiduría, que se llenó de asombro aquel hombre sabio. Por eso exclamó todo admirado: «En verdad, la teología de este santo Padre, elevada a lo alto, como sobre alas, por su pureza y contemplación, se parece a un águila que se remonta a los cielos, mientras nuestra ciencia se arrastra por el suelo».

Aunque no era un experto en hablar, sin embargo, dotado del don de la ciencia, resolvía cuestiones dudosas y hacía luz en los puntos oscuros. Nada extraño que el Santo recibiera de Dios la inteligencia de las Escrituras, ya que por la perfecta imitación de Cristo llevaba impresa en sus obras la verdad de las mismas, y por la plenitud de la unción del Espíritu Santo poseía dentro de su corazón al Maestro de las sagradas letras.

            3. Brilló también en Francisco el espíritu de profecía en tal grado, que preveía las cosas futuras y descubría los secretos de los corazones; veía, asimismo, las cosas ausentes como si estuvieran presentes y se aparecía maravillosamente a los que estaban lejos.

En ocasión en que el ejército cristiano sitiaba la ciudad de Damieta, se encontraba allí el varón de Dios, protegido no con el poder de las armas, sino con la coraza de la fe. Al escuchar el día mismo de la batalla que los cristianos se preparaban a la lucha, el siervo de Cristo se afligió muy profundamente y dijo a su compañero (101): «El Señor me ha revelado que, si se enfrentan los dos ejércitos, el resultado será desfavorable para los cristianos; pero, si les digo esto, me tomarán por mentecato, y, si me callo, no podré evitar los remordimientos de conciencia. ¿Qué opinas tú sobre el particular?» Le respondió su compañero: «Hermano, no te importe ni mucho ni poco el juicio de los hombres, pues no es ahora cuando comienzas a ser considerado como loco. Descarga tu conciencia y teme más a Dios que a los hombres».

Al oír tal contestación, se marcha en seguida el heraldo del Evangelio, exhorta con saludables consejos a los cristianos, les disuade a presentar batalla y les predice la derrota.

Mas los soldados tomaron la verdad como si fuera un cuento, endurecieron su corazón y no quisieron retroceder de sus planes. Avanzan, chocan las armas, se entabla la batalla, y todo el ejército cristiano se bate en retirada, obteniendo como resultado no el triunfo, sino una vergonzosa derrota. Con este lamentable desastre quedó diezmado el ejército cristiano, de modo que el número de muertos y cautivos ascendió a cerca de seis mil. Así se puso de manifiesto que no debía haberse despreciado la sabiduría del pobre, porque el alma del justo anuncia, a veces, la verdad mejor que siete vigías puestos en atalaya para vigilar (102).

            4. En otra ocasión, después de haber regresado de su viaje a ultramar, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de gozo a la llegada de los pobres huéspedes. Pero, antes de ponerse a comer, el devoto varón -siguiendo su costumbre- se detuvo un poco con los ojos elevados al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: «Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres».

Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó -como mejor pudo- a recibir la muerte. Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios.

Así, la misericordiosa hospitalidad obtuvo su premio merecido, verificándose la palabra de la Verdad: Quien recibe a un profeta tendrá paga de profeta (Mt 10,41). En efecto, merced al anuncio profético del Santo, aquel piadoso caballero se previno contra una muerte imprevista, y, defendido con las armas de la penitencia, pudo evitar la condenación eterna y entrar en las eternas moradas.

            5. Cuando el siervo de Dios yacía enfermo en Rieti, le llevaron en una camilla -víctima de grave enfermedad- a un prebendado de nombre Gedeón, hombre lascivo y mundano. Con lágrimas en los ojos rogaba a Francisco, a una con los presentes, que trazase sobre él la señal de la cruz. Le repuso el Santo: «¿Cómo quieres que te bendiga con la señal de la cruz después que has vivido en el pasado según los antojos de tu carne, sin temer los juicios de Dios? No obstante, en atención a las devotas súplicas de los presentes, haré sobre ti la señal de la cruz en nombre del Señor. Mas tenlo presente: si una vez curado vuelves de nuevo al vómito del pecado (Prov 26,11), sufrirás desgracias mayores, pues por el pecado de la ingratitud se infligen siempre castigos más graves que los precedentes».

Hecha, pues, la señal de la cruz sobre el enfermo, éste, que había estado postrado con los miembros agarrotados, se levantó al instante del todo sano, y, prorrumpiendo en alabanzas a Dios, exclamó: «¡Ya estoy libre de mi enfermedad!»

Crujieron entonces los huesos de la cintura -ruido que oyeron todos- con un chasquido semejante al que se produce cuando con la mano se parte leña seca.

Mas poco tiempo después, olvidándose de Dios, volvió a entregarse a la vida licenciosa. Y he aquí que cierta tarde en que había cenado en casa de un canónigo y quedado aquella noche allí a dormir, de pronto se derrumbó la techumbre del edificio sobre los que estaban en la misma casa. Pero mientras los demás se escaparon de la muerte, sólo el miserable murió sepultado entre las ruinas.

Por justo juicio de Dios, el final de aquel hombre vino a ser peor que el principio a causa del vicio de la ingratitud y del desprecio de Dios. Porque es necesario ser agradecido por el perdón recibido y doblemente se desagrada a Dios con el pecado reiterado.

            6. En otra ocasión, una noble y piadosa señora se llegó al Santo para exponerle el dolor que la afligía y pedirle remedio. Su marido era un hombre de extremada crueldad, que le ponía obstáculos en el servicio de Cristo. Por eso pedía dicha mujer al Santo que hiciera oración por él, a fin de que el Señor, en su clemencia, se dignase ablandar su corazón. Después que la escuchó, le respondió el Santo: «Vete en paz, que, sin duda alguna, recibirás muy pronto un gran consuelo de tu marido». Y añadió: «Dile de parte de Dios y de parte mía que ahora es tiempo de misericordia y que luego será el de la justicia».

Recibida la bendición, la mujer vuelve a su casa, encuentra a su marido y le comunica las palabras del Santo. De pronto descendió sobre aquel hombre el Espíritu Santo, y, convertido de su condición antigua en un hombre nuevo, el mismo Espíritu le mueve a contestar así con toda dulzura a su mujer: «Señora, sirvamos a Dios y salvemos nuestras almas». En efecto, por insinuación de la santa mujer, vivieron durante muchos años en perfecta continencia y al fin ambos entregaron en el mismo día sus almas al Señor.

Maravilloso, en verdad, el poder del espíritu profético de este varón de Dios, que restituía el vigor a los miembros a punto de secarse e imprimía sentimientos de ternura en los corazones endurecidos. Pero no fue menos estupenda la clarividencia de su espíritu, en cuya virtud no sólo conocía de antemano acontecimientos futuros, sino que también escrutaba los secretos de las conciencias, como si, a imitación de Eliseo, hubiera heredado las dos partes del espíritu del profeta Elías (2 Re 2,9s).

            7. Hallándose Francisco en Siena, predijo a un señor, amigo suyo, algunas cosas que habían de sucederle al fin de su vida. Y, habiéndose enterado de ello aquel hombre docto -de quien antes hemos hecho mención diciendo que alguna vez conversó con el santo Padre sobre cuestiones de la Sagrada Escritura-, preguntó al Santo, para salir de dudas, si realmente él había anunciado aquellas cosas que conocía por referencias de dicho hombre. Y Francisco no sólo le confirmó la verdad de lo que había escuchado, sino que además al curioso investigador de hechos ajenos le predijo el día de su propia muerte. Y para cerciorarse mejor de lo que le anunciaba, le reveló un secreto escrúpulo de conciencia que aquel doctor no había manifestado a ningún viviente; le resolvió maravillosamente sus dudas, dejándole del todo tranquilo con sus saludables consejos. En confirmación de lo dicho, aquel religioso acabó sus días tal como se lo había profetizado el siervo de Cristo.

            8. En aquel mismo tiempo en que Francisco volvía de ultramar acompañado por el hermano Leonardo de Asís (103), sucedió que -por estar fatigado y rendido de cansancio- hubo de montar durante un breve espacio de tiempo sobre un asnillo. Le seguía su compañero, muy cansado también, que, sintiendo el peso de la humana flaqueza, comenzó a decir entre sí: «No eran de la misma condición social los padres de éste y los míos; y he aquí que él va montado, mientras yo camino a pie guiando su asno» (104).

Iba rumiando tales pensamientos, cuando de pronto se apeó el Santo y le dijo: «No es justo, hermano, que yo cabalgue y que tú vayas a pie, porque en el siglo fuiste mucho más noble y poderoso que yo».

Lleno de estupor y vergüenza al verse descubierto en su conciencia, el hermano se arrojó al instante a los pies del Santo y, todo bañado en lágrimas, le manifestó sinceramente sus pensamientos y le pidió perdón.

            9. Había un hermano [Ricerio], devoto de Dios y del siervo de Cristo, que frecuentemente daba vueltas a este pensamiento: que podría considerarse digno de la gracia divina todo aquel a quien el Santo le distinguiese con una especial amistad, y que, por el contrario, debería reputarse como excluido por Dios del número de los elegidos aquel a quien el Santo mirase como a un extraño. Atormentado muchas veces con tales pensamientos, ardía en deseos de gozar de la familiaridad del varón de Dios. A nadie había revelado su secreto; pero un día el bondadoso Padre, llamándolo dulcemente junto a sí, le habló de esta manera: «Hijo mío, no te dejes turbar por ningún pensamiento; te aseguro que eres uno de entre mis predilectos y que muy gustoso te brindo el favor de mi intimidad y afecto».

Maravillado el hermano por esta revelación, se hizo todavía más devoto del Santo, y no sólo creció en el afecto de éste, sino que, por una gracia singular del Espíritu Santo, fue también enriquecido con mayores dones.

En otra ocasión en que Francisco moraba en el monte Alverna recluido en su celda, uno de sus compañeros (105) sintió deseos de poseer algún escrito del Santo con palabras del Señor y breves anotaciones de su propia mano. Creía que de este modo se vería libre de una grave tentación -no de la carne, sino del espíritu- que lo atormentaba, o que al menos le sería más fácil superarla. Ardiendo en tales deseos, vivía interiormente angustiado, porque, vencido por la vergüenza, no se atrevía a manifestar su problema al venerable Padre. Pero lo que el hombre no le descubrió, se lo reveló el Espíritu. Mandó a dicho hermano le trajera tinta y papel y -conforme a su deseo- escribió de su propia mano las alabanzas del Señor, añadiendo al fin su bendición, y le dijo: «Toma para ti este escrito y guárdalo con cuidado hasta el día de tu muerte».

Se hizo el hermano con aquel don tan deseado, y al punto desapareció por completo su tentación. Todavía se conserva este escrito (106) y, a causa de los estupendos prodigios que posteriormente realizó, permanece como testimonio de las virtudes de Francisco.

            10. Había un hermano que, según las apariencias externas, era de una santidad relevante y de intachable conducta, pero muy dado a singularidades. Entregado continuamente a la oración, observaba tal estricto silencio, que incluso acostumbraba confesarse no de palabra, sino con señas.

Acertó a pasar por aquel lugar el santo Padre. Vio a este hermano y habló sobre él a la fraternidad. Todos ponderaban con grandes elogios la virtud de dicho hermano, mas el hombre de Dios les dijo: «Dejad, hermanos, de alabarme lo que en este hermano no es más que una ficción diabólica. Pues sabed que todo es tentación diabólica y fraude engañoso».

Muy dura les pareció a los hermanos esta apreciación, creyendo imposible que en tantos indicios de perfección se escondiera el menor atisbo de hipocresía. Pero, al cabo de no muchos días, dicho hermano salió de la Religión, y así se puso de manifiesto con cuánta penetración interior descubrió el varón de Dios los secretos de su corazón.

Del mismo modo, anunciando de antemano con toda certeza la ruina de muchos que al parecer estaban firmes en la virtud, así como la conversión a Cristo de numerosos pecadores, parecía que contemplaba de cerca el espejo de la luz eterna, con cuyo resplandor admirable su mirada interna veía las cosas corporalmente ausentes como si le estuviesen presentes.

            11. En cierta ocasión, su vicario [el hermano Elías] celebraba capítulo, mientras él permanecía en oración retirado en la celda, haciendo de intermediario entre los hermanos y Dios.

Resultó que uno de éstos -aduciendo especiosas razones en propia defensa- se negaba a someterse a la disciplina. Viendo en espíritu el Santo esta actitud, llamó a uno de sus hermanos y le dijo: «He visto al diablo sobre la espalda de ese hermano desobediente, teniéndole apretado por el cuello. Dicho hermano, sometido a las órdenes de tal jinete, se deja guiar por las bridas de sus sugestiones, una vez que ha despreciado el freno de la obediencia. He rogado a Dios por él, y el diablo ha huido en seguida totalmente confuso. Anda, pues, y dile al hermano que sin dilación someta su cerviz al yugo de la santa obediencia».

Tan pronto como el hermano recibió por intermediario esta amonestación de Francisco, convirtiéndose inmediatamente a Dios, se arrojó con humildad a los pies del vicario.

            12. Sucedió también en otra ocasión que dos hermanos llegaron de lejanas tierras al eremitorio de Greccio con el fin de ver al varón de Dios y recibir su bendición, tan deseada desde hacía tiempo. Al llegar no encontraron al Santo, porque se había ya retirado del público a la celda, por lo que marchaban desconsolados. Mas he aquí que al irse, sin que el Santo pudiera tener por medio humano conocimiento de su llegada ni de su partida, salió -contra su costumbre- de la celda, los llamó y, tal como lo deseaban, los bendijo en el nombre de Cristo, haciendo sobre ellos la señal de la cruz.

            13. Una vez vinieron dos hermanos de la Tierra de Labor (107). El más antiguo de ellos había dado durante el viaje algunos escándalos al más joven (108).

Al presentarse al Padre, éste le preguntó al más joven cómo se había comportado con él su compañero a lo largo del camino. Respondió el hermano: «¡Muy bien por cierto!» A lo que el Santo le contestó: «¡Cuida, hermano, de no mentir so capa de humildad! Sí, lo sé todo. Espera un poco y lo verás».

Quedó muy sorprendido el hermano al comprobar cómo el Santo conocía en espíritu hechos tan distantes.

Pocos días después, el hermano causante de los escándalos, despreciando la Religión, se salía de ella, sin pedir perdón al Padre ni aceptar la debida corrección y penitencia. Dos cosas se hicieron patentes a un mismo tiempo en la ruina de este hermano: la equidad de la justicia divina y la perspicacia del espíritu de profecía del Santo.

            14. Que Francisco -por intervención del poder de Dios- se hizo presente a los ausentes, queda fuera de duda por lo que más arriba se ha dicho. Basta para ello recordar cómo, estando ausente, se apareció transfigurado a sus hermanos en un carro de fuego y de qué modo se presentó en el capítulo de Arlés con los brazos en forma de cruz.

Se ha de creer que todo esto sucedió por disposición divina, para que, mediante las maravillosas apariciones de presencia corporal, se viera con claridad meridiana cuán presente y abierto estaba su espíritu a la luz de la sabiduría eterna, que es más móvil que cualquier movimiento y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas (Sab 7,24.27). El soberano Maestro, en efecto, suele descubrir sus misterios a los sencillos y pequeñuelos (Mt 11,25), como primeramente se vio en David, eximio entre los profetas; después, en Pedro, el príncipe de los apóstoles, y, finalmente, en Francisco, el pobrecillo de Cristo. Todos ellos eran sencillos e iletrados, pero llegaron a ser ilustres con una erudición infundida por el Espíritu Santo: el primero, como pastor, para apacentar el rebaño de la sinagoga sacada de Egipto; el segundo, como pescador, para llenar la red de la Iglesia con multiforme variedad de creyentes, y el tercero, como negociante, para comprar la margarita de la vida evangélica, vendiendo y distribuyendo todas las cosas por Cristo.

 


 

Capítulo XII - Eficacia de su predicación y don de curaciones

            1. Francisco, fiel siervo y ministro de Cristo, en su anhelo de hacerlo todo con fidelidad y perfección, se esforzaba en ejercitarse muy especialmente en aquellas virtudes que, al dictado del Espíritu Santo, conocía ser más del agrado de su Dios.

Por esto sucedió que le asaltara una angustiosa duda que le atormentaba en gran manera, y muchos días, al salir de la oración, se la proponía a sus compañeros más íntimos con objeto de encontrar una solución a su problema. «Hermanos -les decía-, ¿qué me aconsejáis? ¿Qué os parece más laudable: que me entregue del todo al ejercicio de la oración o que vaya a predicar por el mundo? Ciertamente, yo, pequeñuelo, simple e inexperto en el hablar, he recibido una mayor gracia para la oración que para la palabra. Me parece también que en la oración hay más ganancia y aumento de gracias; en la predicación, en cambio, más bien se distribuyen los dones recibidos del cielo. En la oración, además, se purifican los afectos interiores y se une el alma con el único, verdadero y sumo Bien, fortaleciéndose en la virtud; mas en la predicación se empolvan los pies del espíritu, se distrae la atención en muchas cosas y se rebaja la disciplina. Finalmente, en la oración hablamos con Dios y lo escuchamos, y, llevando una vida cuasi angélica, vivimos entre los ángeles; en la predicación, empero, nos vemos obligados a usar de gran condescendencia con los hombres, y -teniendo que convivir con ellos- se hace forzoso pensar, ver, hablar y oír muchas cosas humanas.

«Pero hay algo que contrasta con lo dicho y parece que ante Dios prevalece sobre todas estas cosas, y es que el Hijo unigénito de Dios, Sabiduría eterna, descendió del seno del Padre por la salvación de las almas: para amaestrar al mundo con su ejemplo y predicar el mensaje de salvación a los hombres, a quienes había de redimir con el precio de su sangre divina, purificarlos con el baño del agua y sustentarlos con su cuerpo y sangre, sin reservarse para sí mismo (109) cosa alguna que no hubiese entregado generosamente por nuestra salvación. Y como nosotros debemos obrar en todo conforme al ejemplo de lo que vemos en Él, como modelo mostrado en lo alto del monte (Ex 25,40), parece ser más del agrado de Dios que, interrumpiendo el sosiego de la oración, salga afuera a trabajar».

Y, por más que durante muchos días anduvo dando vueltas al asunto con sus hermanos, Francisco no acertaba a ver con toda claridad cuál de las dos alternativas debería elegir como más acepta a Cristo. Él, que en virtud del espíritu de profecía llegaba a conocer cosas maravillosas, no era capaz en absoluto de resolver por sí mismo esta cuestión. Lo dispuso así la divina Providencia para que se pusiera de manifiesto, por un oráculo divino, la excelencia de la predicación y al mismo tiempo quedara a salvo la humildad del siervo de Cristo.

            2. Francisco, que había aprendido lecciones sublimes del soberano Maestro, no se avergonzaba, como verdadero menor, de consultar sobre cosas menudas a los más pequeños. En efecto, su mayor preocupación consistía en averiguar el camino y el modo de servir más perfectamente a Dios conforme a su beneplácito. Ésta fue su suprema filosofía, éste su más vivo deseo mientras vivió: preguntar a sabios y sencillos, a perfectos e imperfectos, a pequeños y grandes, cómo podría llegar más eficazmente a la cumbre de la perfección.

Así, pues, llamó a dos de sus compañeros y los envió al hermano Silvestre, aquel que había visto un día salir de la boca de Francisco una cruz, y que a la sazón se encontraba en un monte cercano a la ciudad de Asís (110) consagrado de continuo a la oración. Dichos hermanos le llevaban el encargo de que consultase con el Señor cuál era su voluntad sobre la duda expuesta y comunicase después la respuesta dada de lo alto.

Idéntico encargo confió a la santa virgen Clara, encareciéndole que averiguase la voluntad del Señor sobre el particular, ya por medio de alguna de las más puras y sencillas vírgenes que vivían bajo su obediencia, ya también uniendo su oración a la de las otras hermanas (111).

Tanto el venerable sacerdote como la virgen consagrada a Dios -inspirados por el Espíritu Santo- coincidieron de modo admirable en lo mismo, a saber, que era voluntad divina que el heraldo de Cristo saliese afuera a predicar.

Tan pronto como volvieron los hermanos y le comunicaron a Francisco la voluntad del Señor tal como se les había indicado, se levantó en seguida el Santo, se ciñó y sin ninguna demora emprendió la marcha. Caminaba con tal fervor a cumplir el mandato divino y corría tan apresuradamente cual si -actuando sobre él la mano del Señor- hubiera sido revestido de una nueva fuerza celestial.

            3. Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo: «Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte».

Mientras les decía estas cosas y otras parecidas, las avecillas -gesticulando de modo admirable- comenzaron a alargar sus cuellecitos, a extender las alas, a abrir los picos y mirarle fijamente. Entre tanto, el varón de Dios, paseándose en medio de ellas con admirable fervor de espíritu, las tocaba suavemente con la fimbria de su túnica, sin que por ello ninguna se moviera de su lugar, hasta que, hecha la señal de la cruz y concedida su licencia y bendición, remontaron todas a un mismo tiempo el vuelo.

Todo esto lo contemplaron los compañeros que estaban esperando en el camino. Vuelto a ellos el varón simple y puro, comenzó a inculparse de negligencia por no haber predicado hasta entonces a las aves (112).

            4. Mientras recorría después los lugares vecinos predicando en ellos, llegó a un punto llamado Alviano, donde reunió al pueblo e impuso silencio; pero apenas se le podía oír, a causa de las golondrinas que tenían allí sus nidos, y armaban gran estrépito con sus penetrantes chirridos.

El varón de Dios se dirigió a las golondrinas -de modo que le oyeran también todos los presentes- y les dijo: «Mis hermanas golondrinas, ahora me toca a mí hablar; vosotras habéis hablado ya bastante. Escuchad la palabra de Dios, guardando silencio hasta que termine la predicación».

Al punto, las golondrinas, como si tuvieran entendimiento, enmudecieron y no se movieron de sus puestos todo el tiempo que duró el sermón.

Cuantos presenciaron este hecho, llenos de estupor, glorificaban a Dios. La fama de tal milagro, difundida por todas partes, encendió en muchos la reverencia y una confiada devoción al Santo.

            5. Sucedió otro caso parecido al anterior en la ciudad de Parma. Un estudiante, cuando se dedicaba con diligente aplicación al estudio juntamente con otros compañeros, era molestado por los importunos chirridos de una golondrina; por lo que, vuelto a los compañeros, comenzó a decirles: «Esta golondrina debe de ser alguna de aquellas que molestaban al varón de Dios Francisco mientras predicaba, hasta que les impuso silencio». Y, dirigiéndose a la golondrina, le dijo lleno de confianza: «En nombre del siervo de Dios Francisco, te mando que te calles al momento y que vengas a donde mí». La golondrina, nada más oír el nombre de Francisco -como si estuviera adoctrinada con las enseñanzas del varón de Dios-, calló al punto y se posó, como en seguro refugio, en las manos del estudiante, el cual, todo estupefacto, la dejó inmediatamente en libertad, sin que volviera a ser molestado con sus garlidos.

            6. En otra ocasión, cuando predicaba el siervo de Dios en Gaeta, a orillas del mar, una gran muchedumbre, llevada de la devoción, se precipitó sobre él para tocarle. Sintiendo horror el siervo de Cristo a tan extraordinarias muestras de veneración de las gentes, corrió a refugiarse él solo en una barca que estaba junto a la orilla. Y he aquí que la barca, como si fuera movida por un motor interior dotado de razón, sin remero alguno, se apartó de la tierra mar adentro ante la mirada y asombro de todos. Alejada a cierta distancia en medio del mar, permaneció inmóvil entre las olas el tiempo en que el Santo estuvo predicando a la muchedumbre que le esperaba en la orilla. Una vez que la muchedumbre escuchó el sermón, presenció el milagro y, recibida la bendición, se retiró para no molestar más al Santo, entonces la barca por sí sola retornó a tierra.

¿Quién sería, pues, tan obstinado e impío que despreciase la predicación de Francisco, cuyo maravilloso poder hacía que no sólo los seres irracionales se sometieran a su obediencia, sino también que los mismos cuerpos inanimados se pusieran al servicio del predicador, como si estuvieran dotados de vida?

            7. En verdad, asistían al siervo Francisco -adondequiera que se dirigiese- el espíritu del Señor, que le había ungido y enviado, y el mismo Cristo, fuerza y sabiduría de Dios (Is 61,1), para que abundase en palabras de sana doctrina y resplandeciera con milagros de gran poder.

Su palabra era como fuego ardiente que penetraba hasta lo más íntimo del ser y llenaba a todos de admiración, por cuanto no hacía alarde de ornatos de ingenio humano, sino que emitía el soplo de la inspiración divina.

Así sucedió una vez que debía predicar en presencia del papa y de los cardenales por indicación del obispo ostiense. Francisco aprendió de memoria un discurso cuidadosamente compuesto. Pero, cuando se puso en medio de ellos para dirigirles unas palabras de edificación, de tal modo se olvidó de cuanto llevaba aprendido, que no acertaba a decir palabra alguna. Confesó el Santo con verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior, invocó la gracia del Espíritu Santo. De pronto comenzó a hablar con afluencia de palabras tan eficaces y a mover a compunción con fuerza tan poderosa las almas de aquellos ilustres personajes, que se hizo patente que no era él el que hablaba, sino el Espíritu del Señor.

            8. Y como primero se convencía a sí mismo con las obras de lo que quería persuadir a los demás de palabra, sin que temiera reproche alguno, predicaba la verdad con plena seguridad. No sabía halagar los pecados de nadie, sino que los fustigaba; ni adular la vida de los pecadores, sino que la atacaba con ásperas reprensiones. Hablaba con la misma convicción a grandes que a pequeños y predicaba con idéntica alegría de espíritu a muchos que a pocos.

Hombres y mujeres de toda edad corrían a ver y oír a este hombre nuevo, enviado al mundo por el cielo. Él, recorriendo diversas regiones, anunciaba con ardor el Evangelio, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que la acompañaban (Mc 16,20).

Pues, en virtud del nombre del Señor, Francisco -pregonero de la verdad- lanzaba los demonios, sanaba a los enfermos y, lo que es más, con la eficacia de su palabra ablandaba los corazones obstinados, moviéndolos a penitencia, y devolvía, al mismo tiempo, la salud del cuerpo y del alma, como lo comprueban algunos hechos que, como muestra, vamos a referir a continuación.

            9. En la ciudad de Toscanella fue hospedado devotamente por un caballero cuyo hijo único estaba contrahecho desde su nacimiento. A las reiteradas instancias del padre, el Santo, levantando con la mano al niño, lo curó al instante: se le consolidaron, a la vista de los presentes, todos los miembros del cuerpo, y el niño -sano y robusto- se incorporó en seguida y echó a andar, dando brincos y alabando a Dios.

En Narni, a instancias del obispo, trazó la señal de la cruz, desde la cabeza hasta los pies, sobre un paralítico privado del ejercicio de todos los miembros, y el enfermo quedó completamente sano.

En la diócesis de Rieti, una madre le presentó entre sollozos a su niño, que desde hacía cuatro años padecía una hinchazón tan grande, que ni siquiera podía ver sus propias rodillas. Nada más tocarle el Santo con sus benditas manos, se curó el niño.

Había en Orte un niño tan contrahecho, que llevaba la cabeza pegada a los pies, y además tenía algunos huesos rotos. Movido el Santo por los ruegos y lágrimas de sus padres, hizo sobre él la señal de la cruz, y al punto se enderezó y se vio libre del mal.

            10. Una mujer de Gubbio tenía ambas manos tan contrahechas y secas, que no podía realizar con ellas trabajo alguno. Apenas Francisco hizo sobre ella, en el nombre del Señor, la señal de la cruz, recobró tan perfectamente la salud, que, vuelta en seguida a casa, preparó con sus propias manos -cual otra suegra de Simón- la comida para el Santo y los pobres.

A una niña del pueblo de Bevagna que estaba completamente ciega, le ungió tres veces con su propia saliva los ojos en nombre de la Trinidad, y le restituyó la deseada vista.

Había en Narni una mujer privada de la luz de los ojos. Apenas recibió la señal de la cruz trazada por el Santo, recuperó la ansiada vista.

Un niño de la ciudad de Bolonia tenía uno de sus ojos de tal modo cubierto por una mancha, que no podía ver con él absolutamente nada, ni se vislumbraba remedio alguno para su curación. El Santo trazó una señal de la cruz a lo largo de todo su cuerpo, y recuperó el enfermo una visión tan clara, que -ingresando después en la Orden de los hermanos menores- afirmaba que veía mucho mejor del ojo antes enfermo que del que siempre había tenido sano.

En el castro de San Gemini se hospedó el siervo de Dios en casa de un hombre devoto, cuya mujer era atormentada por el demonio. Francisco -después de haber orado- mandó al diablo, por santa obediencia, que saliera de aquella mujer. Y así, con el poder divino, lo ahuyentó tan rápidamente, que se hizo patente con claridad meridiana que la contumacia diabólica no es capaz de resistir al poder de la santa obediencia.

En Città di Castello, un furioso y maligno espíritu se había posesionado de una mujer. Intimó el Santo al demonio con el mandato de la obediencia, y éste marchó indignado, dejando libre en el espíritu y en el cuerpo a la mujer que había tenido posesa.

            11. Un hermano era víctima de una enfermedad tan horrible, que, a juicio de muchos, se trataba, más que de una enfermedad natural, de una actuación maléfica del demonio. En efecto, con frecuencia caía al suelo y se revolcaba echando espumarajos, quedando los miembros de su cuerpo ya contraídos, ya extendidos; ahora plegados, luego torcidos, y tan pronto rígidos como duros. Estando así algunas veces su cuerpo todo erguido y rígido, de repente se alzaba en alto, juntando los pies con la cabeza, para volver a caer de nuevo en tierra de una forma horrible. El siervo de Cristo, lleno de misericordia, se compadeció de este enfermo, atormentado por una dolencia tan lastimosa e irremediable, y le alargó un pedazo de pan, del mismo que él estaba comiendo. Apenas gustó el pan, sintió en sí el enfermo tal fuerza, que de allí en adelante no sufrió más las dolencias de aquella enfermedad.

En el condado de Arezzo, una mujer se debatía por largos días en medio de los dolores de parto, y estaba ya a las puertas de la muerte, sin que para ella hubiese ninguna esperanza ni remedio humano, sino el de Dios. Acertó a pasar por aquella región el siervo de Cristo, montado a caballo a causa de su enfermedad corporal, y sucedió que el animal retornó por la casa donde se encontraba la enferma. Viendo los hombres de aquel lugar el caballo que había montado el Santo, le quitaron el freno para aplicárselo a la mujer. A su contacto desapareció prodigiosamente todo peligro, y la señora al punto dio a luz, quedando sana y salva.

Un hombre de Castello della Pieve muy religioso y temeroso de Dios conservaba consigo el cordón que había ceñido el Padre santo. Como muchos hombres y mujeres de aquella región eran atacados por diversas enfermedades, este buen hombre recorría las casas de los enfermos y, mojando el cordón en agua, daba de beber a los pacientes, y de este modo muchos quedaban curados.

Asimismo, enfermos que gustaban el pan tocado por las manos del varón de Dios, por virtud divina conseguían al punto el remedio y la salud.

            12. Al ir acompañada la predicación del pregonero de Cristo con el fulgor de estos y otros muchos estupendos milagros, la gente escuchaba sus palabras como si les hablara un ángel del Señor.

En efecto, la excelente prerrogativa de sus virtudes, el espíritu de profecía, el don de hacer milagros, el oráculo recibido del cielo en orden a la predicación, la obediencia de las criaturas irracionales, el profundo cambio de los corazones al escuchar su palabra, la ciencia infundida por el Espíritu Santo fuera de todo humano adoctrinamiento, la facultad de predicar concedida, no sin divina revelación, por el sumo pontífice, y además la Regla, confirmada por el mismo vicario de Cristo, en la que se expresa la forma de predicar, y, finalmente, las señales del Rey soberano, impresas a modo de sello en su cuerpo, son como diez testimonios que proclaman de manera inequívoca al mundo entero que Francisco, pregonero de Cristo, fue digno de veneración por su oficio, auténtico en su doctrina y admirable por su santidad; y que por esto predicó el Evangelio de Cristo como verdadero enviado de Dios.


 

Capítulo XIII - Las sagradas llagas

            1. Era costumbre en el angélico varón Francisco no cesar nunca en la práctica del bien, antes, por el contrario, a semejanza de los espíritus celestiales en la escala de Jacob, o subía hacia Dios o descendía hasta el prójimo (Gén 28,12). En efecto, había aprendido a distribuir tan prudentemente el tiempo puesto a su disposición para merecer, que parte de él lo empleaba en trabajosas ganancias en favor del prójimo y la otra parte la dedicaba a las tranquilas elevaciones de la contemplación. Por eso, después de haberse empeñado en procurar la salvación de los demás según lo exigían las circunstancias de lugares y tiempos, abandonando el bullicio de las turbas, se dirigía a lo más recóndito de la soledad, a un sitio apacible, donde, entregado más libremente al Señor, pudiera sacudir el polvo que tal vez se le hubiera pegado en el trato con los hombres.

Así, dos años antes de entregar su espíritu a Dios y tras haber sobrellevado tantos trabajos y fatigas, fue conducido, bajo la guía de la divina Providencia, a un monte elevado y solitario llamado Alverna. Allí dio comienzo a la cuaresma de ayuno que solía practicar en honor del arcángel San Miguel, y de pronto se sintió recreado más abundantemente que de ordinario con la dulzura de la divina contemplación; e, inflamado en deseos más ardientes del cielo, comenzó a experimentar en sí un mayor cúmulo de dones y gracias divinas. Se elevaba a lo alto no como curioso escudriñador de la majestad divina para ser oprimido por su gloria (Prov 25,27), sino como siervo fiel y prudente, que investiga el beneplácito divino, al que deseaba vivamente conformarse en todo.

            2. Conoció por divina inspiración que, abriendo el libro de los santos evangelios (114), le manifestaría Cristo lo que fuera más acepto a Dios en su persona y en todas sus cosas. Después e una prolongada y fervorosa oración, hizo que su compañero, varón devoto y santo, tomara del altar el libro sagrado de los evangelios y lo abriera tres veces en nombre de la santa Trinidad. Y como en la triple apertura apareciera siempre la pasión del Señor, comprendió el varón lleno de Dios que como había imitado a Cristo en las acciones de su vida, así también debía configurarse con Él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo.

Y aunque, por las muchas austeridades de su vida anterior y por haber llevado continuamente la cruz del Señor, estaba ya muy debilitado en su cuerpo, no se intimidó en absoluto, sino que se sintió aún más fuertemente animado para sufrir el martirio. En efecto, en tal grado había prendido en él el incendio incontenible de amor hacia el buen Jesús hasta convertirse en una gran llamarada de fuego, que las aguas torrenciales no serían capaces de extinguir su caridad tan apasionada (Ct 8,6-7).

            3. Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (115), mientras oraba en uno de los flancos del monte (116), vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo.

Ante tal aparición quedó lleno de estupor el Santo y experimentó en su corazón un gozo mezclado de dolor. Se alegraba, en efecto, con aquella graciosa mirada con que se veía contemplado por Cristo bajo la imagen de un serafín; pero, al mismo tiempo, el verlo clavado a la cruz era como una espada de dolor compasivo que atravesaba su alma.

Estaba sumamente admirado ante una visión tan misteriosa, sabiendo que el dolor de la pasión de ningún modo podía avenirse con la dicha inmortal de un serafín. Por fin, el Señor le dio a entender que aquella visión le había sido presentada así por la divina Providencia para que el amigo de Cristo supiera de antemano que había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu. Así sucedió, porque al desaparecer la visión dejó en su corazón un ardor maravilloso, y no fue menos maravillosa la efigie de las señales que imprimió en su carne.

Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras en las manos y en los pies; las puntas, formadas de la misma carne y sobresaliendo de ella, aparecían alargadas, retorcidas y como remachadas. Así, también el costado derecho -como si hubiera sido traspasado por una lanza- escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones.

            4. Viendo el siervo de Cristo que no podían permanecer ocultas a sus compañeros más íntimos aquellas llagas tan claramente impresas en su carne y temeroso, por otra parte, de publicar el secreto del Señor, se vio envuelto en una angustiosa incertidumbre, sin saber a qué atenerse: si manifestar o más bien callar la visión tenida.

Por eso llamó a algunos de sus hermanos, y, hablándoles en términos generales, les propuso la duda y les pidió consejo. Entonces, uno de los hermanos, Iluminado por gracia y de nombre, comprendiendo que algo muy maravilloso debía de haber visto el Santo, puesto que parecía como fuera de sí por el asombro, le habló de esta manera: «Has de saber, hermano, que los secretos divinos te son manifestados algunas veces no sólo para ti, sino también para provecho de los demás. Por tanto, parece que debes de temer con razón que, si ocultas el don recibido para bien de muchos, seas juzgado digno de reprensión por haber ocultado el talento a ti confiado» (117). Animado el Santo con estas palabras, aunque en otras ocasiones solía decir: Mi secreto para mí (Is 24,16), esta vez relató detalladamente -no sin mucho temor- la predicha visión; y añadió que Aquel que se le había aparecido le dijo algunas cosas que jamas mientras viviera revelaría a hombre alguno.

Se ha de creer, sin duda, que las palabras de aquel serafín celestial aparecido admirablemente en forma de cruz eran tan misteriosas, que tal vez no era lícito comunicarlas a los hombres.

            5. Después que el verdadero amor de Cristo había transformado en su propia imagen a este amante suyo, terminado el plazo de cuarenta días que se había propuesto pasar en soledad y próxima ya la solemnidad del arcángel Miguel [el 29 de septiembre], bajó del monte el angélico varón Francisco llevando consigo la efigie del Crucificado, no esculpida por mano de algún artífice en tablas de piedra o de madera, sino impresa por el dedo de Dios vivo en los miembros de su carne. Y como es bueno ocultar el secreto del rey (Job 12,7), consciente el Santo de ser depositario de un secreto real, trataba de esconder con toda diligencia aquellas sagradas señales. Pero como también es propio de Dios revelar para su gloria las grandes maravillas que realiza, el mismo Señor que había impreso secretamente aquellas señales, mostró abiertamente por ellas algunos milagros, para que con la evidencia de los signos se hiciera patente la fuerza oculta y maravillosa de aquellas llagas.

            6. En la provincia de Rieti se había propagado una peste tan devastadora, que arrasaba despiadadamente todo ganado lanar y vacuno, hasta el punto de no poder encontrarse remedio alguno.

Pero un hombre temeroso de Dios fue advertido por medio de una visión nocturna que se llegase apresuradamente al eremitorio de los hermanos, donde a la sazón moraba Francisco, y que, tomando el agua en que se había lavado las manos y los pies el siervo de Dios, rociase con ella todos los animales.

Levantándose muy de mañana, se fue a dicho lugar, y, obtenida ocultamente el agua mediante los compañeros del Santo, roció con ella las ovejas y bueyes enfermos. Y ¡oh, maravilla! Tan pronto como el agua, aun en pequeña cantidad, llegaba a tocar a los animales enfermos y postrados en tierra, se levantaban al punto, recobrando el vigor de antes, y, como si no hubiesen sufrido mal alguno, corrían a pastar en los campos.

Así, resultó que, por el admirable poder de aquella agua que había tocado las sagradas llagas, cesara del todo la plaga y huyera de los rebaños la mortífera peste.

            7. Antes de la permanencia del Santo en el monte Alverna, solía suceder que una nube formada cerca del mismo monte desencadenaba en las cercanías tan violenta tempestad de granizo, que devastaba periódicamente los frutos de la tierra. Pero después de aquella feliz aparición cesó el granizo, no sin admiración de los habitantes del lugar, de modo que el mismo cielo, serenando su rostro como no era costumbre, ponía de manifiesto la excelencia de aquella celeste visión y el poder de las llagas que allí fueron impresas.

Sucedió también que, caminando el Santo durante el invierno montado en el jumentillo de un hombre pobre a causa de la debilidad del cuerpo y de la aspereza de los senderos, hubo de pernoctar al cobijo de la prominencia de una roca para evitar de algún modo las incomodidades de la nieve y de la noche, que se le echaban encima y le impedían llegar al lugar del albergue. Notando el santo varón que el hombre que le acompañaba se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella. ¡Cosa admirable! De repente, al contacto de aquella mano sagrada, que portaba en sí el fuego recibido de la brasa del serafín (Is 6,6-7), huyó todo frío y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Porque, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaraba más tarde.

Consta, pues, con pruebas ciertas que las sagradas llagas fueron impresas por el poder de Aquel que, mediante el amor seráfico, limpia, ilumina e inflama (118), puesto que dichas llagas con admirable eficacia contribuyeron a dar salud a los animales, limpiándolos de la peste; devolvieron la serenidad del cielo, ahuyentando la tormenta, y prestaron calor a los cuerpos, ateridos por el frío. Todo esto se puso de manifiesto con más evidentes prodigios después de la muerte del Santo, como se anotará más tarde en su debido lugar.

            8. Por más diligencia que ponía el Santo en tener oculto el tesoro encontrado en el campo (Mt 13,44), no pudo evitar que algunos llegaran a ver las llagas de sus manos y pies, no obstante llevar casi siempre cubiertas las manos y andar desde entonces con los pies calzados.

Muchos hermanos vieron las llagas durante la vida del Santo; y aunque por su santidad relevante eran dignos de todo crédito, sin embargo, para eliminar toda posible duda, afirmaron bajo juramento, con las manos puestas sobre los evangelios, ser verdad que las habían visto.

Las vieron también algunos cardenales que gozaban de especial intimidad con el Santo, los cuales, consignando con toda veracidad el hecho, enaltecieron dichas sagradas llagas en prosa, en himnos y antífonas que compusieron en honor del siervo de Dios, y tanto de palabra como por escrito dieron testimonio de la verdad (119).

Asimismo, el sumo pontífice señor Alejandro, una vez que predicaba al pueblo en presencia de muchos hermanos -entre ellos me encontraba yo-, afirmó haber visto con sus propios ojos las sagradas llagas mientras vivía aún el Santo (120).

Las vieron, con ocasión de su muerte, más de cincuenta hermanos, y la virgen devotísima de Dios Clara, junto con sus hermanas de comunidad y un grupo incontable de seglares, muchos de los cuales -como se dirá en su lugar-, movidos por la devoción y el afecto, llegaron a besar y tocar con sus propias manos las llagas para confirmación testimonial.

En cuanto a la llaga del costado, la ocultó tan sigilosamente el Santo, que nadie pudo verla mientras él vivió, si no era de manera furtiva. Así sucedió cuando un hermano que solía atenderle con gran solicitud le indujo con piadosa cautela a quitarse la túnica para sacudirla; entonces miró atentamente y le vio la llaga (121), incluso llegó a tocarla aplicando rápidamente tres dedos. De este modo pudo percibir no sólo con el tacto, sino también con la vista, la magnitud de la herida.

Valiéndose de parecida estratagema, la vio también aquel hermano que a la sazón era su vicario (122).

En otra ocasión, uno de los compañeros del Santo (123), hombre de extraordinaria simplicidad, al frotarle, por causa de la enfermedad, la espalda dolorida, extendió la mano por debajo de la capucha, y casualmente la deslizó hasta la sagrada llaga, produciéndole un intenso dolor. A raíz de esto llevó unos calzones que le llegaban hasta el arranque de los brazos, para cubrir así la llaga del costado.

Asimismo, los hermanos que lavaban la ropa del Santo o sacudían a su tiempo la túnica porque las encontraban con algunas manchas de sangre, llegaron a conocer palpablemente por estos signos evidentes la existencia de la sagrada llaga, que después, al ser amortajado el cadáver del Santo, contemplaron y veneraron.

            9. ¡Ea, pues, valerosísimo caballero de Cristo, empuña las armas del muy invicto capitán! Defendido con ellas de modo tan insigne, vencerás a todos los adversarios. ¡Enarbola el estandarte del Rey altísimo, a cuya vista cobren valor los combatientes todos del ejército divino! ¡Ostenta el sello del sumo pontífice Cristo, con el que todos reconozcan como irreprensibles y auténticas tus palabras y tus hechos! Por las marcas del Señor Jesús que llevas en tu cuerpo, nadie debe serte molesto (Gál 6,17), antes bien todo siervo de Cristo está obligado a profesarte singular afecto y devoción. Estas señales evidentísimas, que han sido comprobadas no justamente por dos o tres testigos (Dt 19,15), sino superabundantemente por muchísimos, hacen que las manifestaciones de Dios en ti y por ti sean tan dignas de crédito, que quitan a los incrédulos la más leve excusa, mientras los creyentes se afianzan en la fe, se elevan con una fundada esperanza y se inflaman en el fuego de la caridad.

            10. Ya se ha cumplido verdaderamente aquella primera visión en que contemplaste cómo llegarías a ser caudillo en la milicia de Cristo y se te aseguró que serías decorado con armas celestes selladas con la insignia de la cruz.

Ya puede tenerse por verdadera, sin ningún género de duda, aquella visión del Crucificado que tuviste al principio de tu conversión, y que traspasó tu alma con la espada de una dolorosa compasión, así como también aquella voz que escuchaste, procedente de la cruz como del trono sublime de Cristo y de su secreto propiciatorio, según tú mismo lo afirmaste con tus sagradas palabras.

Ya también se puede creer y asegurar con certeza que no fueron puras visiones imaginarias, sino verdaderas revelaciones del cielo, aquellos hechos acaecidos durante el desarrollo de tu conversión: la cruz que el hermano Silvestre vio salir prodigiosamente de tu boca; las espadas en forma de cruz que vio atravesar tu cuerpo el santo hermano Pacífico, y tu misma aparición en figura de cruz elevada en el aire cuando San Antonio predicaba acerca del título de la cruz, conforme a la visión tenida por el angélico varón Monaldo.

Ya por fin, hacia los últimos días de tu vida, el habérsete mostrado en una misma visión la sublime imagen del Serafín y la humilde efigie del Crucificado, que te abrasó en el interior y te signó al exterior como a otro ángel que sube del oriente para que lleves en ti el sello de Dios vivo (Ap 7,2): todo ello corrobora más y más la fe en las cosas antes referidas y, a su vez, recibe de éstas un testimonio de su veracidad.

He aquí las siete maravillosas apariciones de la cruz de Cristo verificadas en ti y en torno a tu persona y mostradas según el orden cronológico. A través de las seis primeras, como por otras tantas gradas, llegaste a la séptima, donde hallarías finalmente reposo. En efecto, la cruz de Cristo, que en los inicios de tu conversión te fue propuesta y que tú asumiste; esa cruz que después a lo largo de tu existencia llevaste continuamente en ti con una vida santísima y la mostraste para ejemplo de los demás, deja entrever con tal claridad y certeza el hecho de haber tú alcanzado finalmente el ápice de la perfección evangélica, que ninguna persona verdaderamente devota puede rechazar esta demostración de la sabiduría cristiana esculpida en el polvo de tu carne, ningún verdadero fiel la puede impugnar, ni despreciarla ninguno que sea verdaderamente humilde, porque se trata de una demostración expresada por el mismo Dios, y digna, por tanto, de ser plenamente aceptada.

 


 

Capítulo XIV - Paciencia del Santo y su muerte

            1. Clavado ya en cuerpo y alma a la cruz juntamente con Cristo, Francisco no sólo ardía en amor seráfico a Dios, sino que también, a una con Cristo crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número de los que han de salvarse. No pudiendo caminar a pie a causa de los clavos que sobresalían en la planta de sus pies, se hacía llevar su cuerpo medio muerto a través de las ciudades y aldeas para animar a todos a llevar la cruz de Cristo.

Y, dirigiéndose a sus hermanos, les decía: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor nuestro Dios, porque bien poco es lo que hasta ahora hemos progresado».

Se abrasaba también en el ardiente deseo de volver a la humildad de los primeros tiempos, para servir, como al principio, a los leprosos y reducir a la antigua servidumbre su cuerpo, desgastado ya por el trabajo y sufrimiento.

Proponíase, bajo la guía de Cristo, llevar a cabo cosas grandes, y, aunque sumamente débil en su cuerpo, pero vigoroso y férvido en el espíritu, soñaba con nuevas batallas y nuevos triunfos sobre el enemigo, pues no hay lugar para la flojedad y la pereza allí donde el estímulo del amor apremia siempre a empresas mayores.

Era tal la armonía que reinaba entre su carne y su espíritu, tal la prontitud de mutua obediencia, que, cuando el espíritu se esforzaba por tender a la cima más alta de la santidad, la carne no sólo no le ponía el menor obstáculo, sino que procuraba adelantarse a sus deseos.

            2. A fin de que el varón de Dios fuera creciendo en el cúmulo de méritos que hallan su verdadera consumación en la paciencia, comenzó a padecer tantas y tan graves enfermedades, que apenas quedaba en su cuerpo miembro alguno sin gran dolor y sufrimiento. Al fin fue reducido a tal estado por estas variadas, prolongadas y continuas dolencias, que, consumidas ya sus carnes, sólo parecía quedársele la piel adherida a los huesos. Y, a pesar de sufrir en su cuerpo tan acerbos dolores, pensaba que a sus angustias no se les debía llamar penas, sino hermanas.

Cierto día en que se veía más fuertemente afligido que de ordinario por las punzadas del dolor, le dijo un hermano de gran simplicidad: «Hermano, ruega al Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo debido el peso de su mano». Al oír estas palabras, exclamó el Santo con un gran gemido: «Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los juicios de Dios respecto de mi persona». Y, aunque estaba su cuerpo triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo: «Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego, Señor mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy grato que no me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi supremo consuelo se cifra en cumplir tu santa voluntad». Por ello les parecía a sus hermanos ver en él a un nuevo Job, en quien, a medida que crecía la debilidad de la carne, se intensificaba el vigor del espíritu.

El Santo tuvo con mucha antelación conocimiento de la hora de su muerte, y, estando cercano el día de su tránsito, comunicó a sus hermanos que muy pronto iba a abandonar la tienda de su cuerpo, según se lo había revelado el mismo Cristo.

            3. Probado, pues, con múltiples y dolorosas enfermedades durante los dos años que siguieron a la impresión de las sagradas llagas y trabajado a base de tantos golpes, como piedra destinada a colocarse en el edificio de la Jerusalén celeste y como material dúctil fabricado hasta la perfección con el martillo de numerosas tribulaciones, el vigésimo año de su conversión Francisco pidió ser trasladado a Santa María de la Porciúncula para exhalar el último aliento de su vida allí donde había recibido el espíritu de gracia. Habiendo llegado a este lugar, con el fin de mostrar con un ejemplo de verdad que nada tenía él de común con el mundo en medio de aquella enfermedad tan grave que dio término a todas sus dolencias, llevado del fervor de su espíritu, se postró totalmente desnudo sobre la desnuda tierra, dispuesto en aquel trance supremo -en que el enemigo podía aún desfogar sus iras- a luchar desnudo con el desnudo (124).

Postrado así en tierra y despojado de su vestido de saco, elevó, en la forma acostumbrada, su rostro al cielo, y, fijando toda su atención en aquella gloria, cubrió con la mano izquierda la herida del costado derecho a fin de que no fuera vista. Y, vuelto a sus hermanos, les dijo: «Por mi parte he cumplido lo que me incumbía; que Cristo os enseñe a vosotros lo que debéis hacer».

            4. Lloraban los compañeros del Santo, con el corazón traspasado por el dardo de una extraordinaria compasión, y uno de ellos, a quien Francisco llamaba su guardián, conociendo por divina inspiración los deseos del enfermo, corrió presuroso en busca de la túnica, la cuerda y los calzones, y, ofreciendo estas prendas al pobrecillo de Cristo, le dijo: «Te las presto como a pobre que eres y te mando por santa obediencia que las recibas».

Se alegra de ello el santo varón y su corazón salta de júbilo al comprobar que hasta el fin ha guardado fidelidad a dama Pobreza y, elevando las manos al cielo, glorifica a su Cristo, porque, despojado de todo, se dirige libremente a su encuentro. Todo esto lo hizo llevado de su ardiente amor a la pobreza, de modo que no quiso tener ni siquiera el hábito sino prestado.

Ciertamente, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo. Por esto, al principio de su conversión permaneció desnudo ante el obispo, y, asimismo, al término de su vida quiso salir desnudo de este mundo. Y a los hermanos que le asistían les mandó por obediencia de caridad (125) que, cuando le viesen ya muerto, le dejasen yacer desnudo sobre la tierra tanto espacio de tiempo cuanto necesita una persona para recorrer pausadamente una milla de camino.

¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!

            5. Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.

Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: «Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos».

Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua (Jn 13,1). Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa (Sal 141).

            6. Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado (126).

Uno de sus hermanos y discípulos [Jacobo de Asís] vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo.

Asimismo, el hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra de Labor, varón santo y justo -que se encontraba a punto de morir y hacía ya tiempo que había perdido el habla-, de pronto exclamó ante los hermanos que le oían: «¡Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!» Pasmados los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él contestó: «Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo?» Y al momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo.

El obispo de Asís había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: «Mira, dejo el mundo y me voy al cielo». Al levantarse a la mañana siguiente, el obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación, que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este mundo el bienaventurado Padre.

Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo iba a seguirle ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y, revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces las había solido invitar al canto de las alabanzas divinas.

 


 

Capítulo XV - Canonización. Traslado de su cuerpo

            1. Francisco, siervo y amigo del Altísimo, fundador y guía de la Orden de los hermanos menores, seguidor de la pobreza, modelo de penitencia, pregonero de la verdad, espejo de santidad y ejemplar de toda perfección evangélica, prevenido por la gracia divina, ascendió, en forma progresiva y ordenada, de los grados más ínfimos a las cimas más altas.

El Señor, que esclareció portentosamente en su vida a este hombre admirable, por cuanto lo hizo muy rico en la pobreza, sublime en la humildad, vigoroso en la mortificación, prudente en la simplicidad e insigne por la integridad y pureza de costumbres, en su muerte lo hizo aún incomparablemente más glorioso.

Pues, al emigrar de este mundo el bienaventurado varón y penetrar su bendita alma en la morada de la eternidad para gustar plenamente de la fuente de vida transformado en un ser glorioso, dejó impresas en su cuerpo unas señales de su futura gloria, de modo que aquella carne santísima que, crucificada con los vicios, se había convertido en una nueva criatura (Gál 5,24), no sólo llevase grabada, por singular privilegio, la efigie de la pasión de Cristo, sino que también anunciase, por la novedad del milagro, una cierta especie de resurrección.

            2. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado -no infligida ni producida por mano humana-, semejante a la del costado herido del Salvador, que hizo patente en el mismo Redentor nuestro el sacramento de la redención y regeneración de los hombres.

El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo -antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno- brillaba ahora con una blancura extraordinaria, como dando a entender la hermosura de su vestido de gloria.

            3. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia y se presentaban adornados con algunas señales evidentes de inocencia.

En su carne blanquísima contrastaba la negrura de los clavos, mientras la herida del costado aparecía rubicunda como una rosa de primavera. No es extraño que tan bella y prodigiosa variedad suscitara en cuantos la contemplaban sentimientos de gozo y admiración.

Lloraban los hijos por la pérdida de tan amable Padre, pero al mismo tiempo experimentaban no pequeña alegría al besar en aquel cuerpo las señales del Rey soberano. La novedad del milagro convertía el llanto en júbilo, y el entendimiento se llenaba de estupor al indagar el hecho. Era, en efecto, un espectáculo tan insólito y sorprendente, que para cuantos lo contemplaban constituía un afianzamiento en la fe y un incentivo de amor; y para quienes solamente oían hablar de él, se convertía en objeto de admiración, que despertaba un vivo deseo de verlo.

            4. Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor. Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas llagas.

Uno de ellos llamado Jerónimo (127), caballero culto y prudente además de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió, entre otros, en un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros sagrados.

            5. Los hermanos e hijos, que fueron convocados para asistir al tránsito del Padre a una con la gran masa de gente que acudió, consagraron aquella noche en que falleció el santo confesor de Cristo a la recitación de las alabanzas divinas, de tal suerte que aquello, más que exequias de difuntos, parecía una vigilia de ángeles.

Una vez que amaneció, la muchedumbre que había concurrido tomó ramos de árboles y gran profusión de velas encendidas y trasladó el sagrado cadáver a la ciudad de Asís entre himnos y cánticos.

Al pasar por la iglesia de San Damián, donde moraba enclaustrada, junto con otras vírgenes, aquella noble virgen Clara, ahora gloriosa en el cielo, se detuvieron allí un poco de tiempo y les presentaron a aquellas vírgenes consagradas el sagrado cuerpo, adornado con perlas celestiales, para que lo vieran y lo besaran.

Llegados por fin, radiantes de júbilo, a la ciudad, depositaron con toda reverencia el precioso tesoro que llevaban en la iglesia de San Jorge (128). Éste era precisamente el lugar en que siendo niño aprendió las primeras letras y donde más tarde comenzó su predicación; aquí mismo, finalmente, encontró su primer lugar de descanso.

            6. El venerable Padre pasó del naufragio de este mundo el día 3 de octubre del año 1226 de la encarnación del Señor al atardecer del sábado, y fue sepultado al día siguiente, domingo.

Muy pronto el bienaventurado varón -como si irradiara desde lo alto el resplandor de su visión de la faz divina- comenzó a brillar con grandes y numerosos milagros. Así, aquella sublime santidad de Francisco, que mientras vivió en carne mortal se había hecho patente al mundo con ejemplos de una perfecta justicia, convirtiéndolo en guía de virtud, ahora que reinaba con Cristo venía corroborada por el cielo mediante los milagros que realizaba la omnipotencia divina para una absoluta confirmación de la fe.

Los gloriosos milagros que se realizaron en diversas partes del mundo y los abundantes beneficios obtenidos por intercesión de Francisco, encendían a muchos en el amor a Cristo y los movían a venerar al Santo, a quien aclamaban no sólo con el lenguaje de las palabras, sino también con el de las obras. De este modo, las maravillas que Dios

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