¡Dios te salve María!
 

Capítulo VI – El crucifijo de San Damián

 

En un pasaje de su Testamento, Francisco habla de su juventud, y dice:

«Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".»

Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos». "Lugares preciosos": estas palabras designan no sólo las iglesias, sino también los tabernáculos, en que se reserva el Santísimo, y aun los vasos sagrados del altar, como los copones, píxides, etc.- (1 Cel 45; TC 37).

Por este documento, que data de los últimos años de su vida, sabemos auténticamente cuáles fueron siempre los sentimientos de nuestro personaje para con la Iglesia y el clero; y este autotestimonio ha sido plenamente confirmado por todos sus biógrafos.

Referido queda más arriba cómo Francisco demostraba gran interés por las iglesias, contribuyendo con sus propias manos a restaurarlas y embellecerlas.

Hoy día mismo, los alrededores de Asís están sembrados de santuarios casi en ruinas, iglesias o capillas edificadas a la vera de los caminos, que se mantienen siempre cerradas con candado y donde rarísimas veces se celebran oficios divinos. Mirando hacia el interior, se ve un altar con manteles todos arrugados y rasgados, floreros con flores de papel cubiertas de polvo, candeleros de madera que nunca han sido dorados y ahora están cenicientos y carcomidos. Sin embargo, abandonadas y todo, la visita de estas iglesias deja en el ánimo del viajero no sé que extraña impresión de piadoso recogimiento, que se aumenta todavía cuando, al penetrar en ellas, se encuentra uno con frescos borrosos pintados en los muros por aquellos discípulos de Giotto o de Simón Martini que, en el siglo XIV, visitaron hasta las más apartadas ciudades y los más ignorados ángulos de los Apeninos. La pila de agua bendita está vacía y polvorienta. La única música que allí escucha el visitante cuando se arrodilla para rezar, es el susurro de los castaños agitados por el viento, o el murmurar de los arroyos saltadores que, desde la cima de las montañas, bajan presurosos en busca de su lecho de piedras.

En tiempo de la juventud de Francisco había cerca de Asís, a poca distancia de las murallas, uno de esos santuarios medio arruinados: la vetusta iglesia de San Damián (que según Thode se mencionaba ya a principios del siglo XI, en 1030), a la cual se llega por un camino que parece no haber cambiado gran cosa desde entonces acá, asaz inclinado, que, pasando por delante de grandes casas blanqueadas con cal y esparcidas aquí y allá, atraviesa después algunos olivares, por debajo de cuyas torcidas ramas amarillea el trigo en el verano. El trayecto desde la ciudad a esta iglesia, que es hoy un gran convento, se hace, más o menos, en un cuarto de hora.

San Damián no era entonces más que una capilla rústica, cuyo único adorno consistía en un crucifijo bizantino que había en el altar mayor, y ante el cual tenía Francisco costumbre de venir a postrarse en oración. Un día, poco después de la visita que hizo a los leprosos, vino a venerar la devota imagen del Crucificado. Habituado, como estaba, a crucificarse a sí mismo, la crucifixión había llegado a ser su pensamiento favorito. Fijos los ojos en el divino rostro coronado de espinas, rezaba la siguiente oración que la tradición nos ha conservado:

«Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).

Desde el día aquel en que, apoyado en su bastón junto a la puerta de Asís, viera al mundo vacío y su alma desierta, todo su esfuerzo interior se había concretado y traducido en dicha sencilla oración. Todo lo que pedía a Dios, todo lo que desde entonces había constantemente deseado y buscado, no obstante sus errores y caídas, era luz para ver la voluntad de Dios y fuerza para obrar según esa misma voluntad. Toda su vida, desde aquel decisivo momento hasta ahora, puede decirse que se redujo a una continua repetición, bajo formas diversas, pero siempre fervientes y apasionadas, de estas palabras del niño Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

Y llegó el día en que el Señor juzgó a su siervo Francisco digno de escucharle, y le habló desde el crucifijo, con voz que sólo en el corazón de nuestro joven se dejó percibir: «¡Francisco, ve y repara mi casa, que se derrumba!».

Como antes en Espoleto cuando se le intimara la prohibición de seguir su viaje a la Apulia, así ahora también se mostró pronto a obedecer la orden divina. Francisco tenía alma cándida y propendía a tomarlo todo al pie de la letra. Apenas oída la voz misteriosa del crucifijo, examinó de una mirada toda la capilla, y vio que, en efecto, amenazaba ruina, y sin poder contener la emoción que le embargaba, respondió al crucifijo: «¡Señor, con el mayor gusto cumpliré tu deseo!».

Dios, había por fin, escuchado su oración; le había impuesto una tarea que él, siempre activo por naturaleza, se apresuró a realizar. Al salir encontró al rector de la iglesia, sacerdote anciano, que estaba calentándose al sol, sentado sobre una piedra; le saludó besándole la mano y en seguida, metiendo la suya en el bolsillo, sacó una valiosa moneda de oro y la dio al asombrado sacerdote, diciéndole: «Os ruego que empleéis este dinero en aceite para la lámpara del Santísimo, y cuando se os haya acabado, os suplico que me lo aviséis; porque deseo que no falte jamás».

Antes que el anciano sacerdote volviese de su estupor, Francisco había ya partido, llevando el corazón henchido de gozo por el favor que acababa de recibir. Mientras caminaba, casi maquinalmente, iba haciendo a menudo la señal de la cruz, y cada vez que repetía ese acto, sentía como que la imagen del crucificado se grababa más hondamente en su corazón. La antigua leyenda nos dice, con frase de incomparable verdad y de belleza intraducible, que, desde aquella hora, el recuerdo de los padecimientos del Salvador «derritió el corazón de Francisco», de modo que, desde entonces, «llevó el santo en su corazón las llagas del Señor Jesús» (TC 14; LM 1,5 y 2,1).

La reparación de la iglesia de San Damián iba a demandar mucho más dinero que el que Francisco podía erogar por el momento, pero él no tuvo ni un minuto de vacilación acerca de la manera cómo debía procurarse los fondos necesarios: corrió, pues, a casa tan aprisa como se lo permitieron sus piernas, cogió de la tienda de su padre varias piezas de género, las puso sobre un caballo y se fue con ellas a Foligno para venderlas en el mercado de aquella ciudad, operación que estaba acostumbrado a hacer. Realizada en poquísimo tiempo la venta, así de los géneros como del caballo, dio Francisco la vuelta a San Damián con los bolsillos repletos de dinero.

Es probable que encontrara al anciano sacerdote sentado aún en su piedra calentándose al sol; pero lo cierto es que, tan pronto como se llegó a él, le saludó de nuevo respetuosamente, le entregó la gruesa suma que había sacado de la venta, advirtiéndole que aquel dinero era para la reconstrucción de la iglesia (TC 16; 1 Cel 9). El sacerdote había recibido de buena gana la primera limosna; pero al ver esta otra tan considerable, rehusó aceptarla, temiendo que fuese una de tantas locuras del original joven. Por otra parte, aquel negocio podía muy bien concitar en su contra las iras de Bernardone; contestó, pues, al joven de la manera más resuelta que no quería ocuparse en semejante reparación. Francisco se sentó a su lado para persuadirle a retirar su negativa, empleando en ello toda su elocuencia; vano empeño; el anciano estuvo inflexible, y lo más que de él pudo obtener Francisco fue el derecho de permanecer allí cerca por algún tiempo para poder entregarse con mayor sosiego a la oración y a las prácticas devotas en la querida iglesia de San Damián.

Porque desde entonces determinó nuestro joven adoptar lo que en la Edad Media se llamaba la «vida religiosa», es decir, la vida del monje o del solitario. Y no era que tuviese ya el propósito de encerrarse en un convento; él mismo nos asegura en su Testamento que «nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio»; lo que prueba que en lo que él pensó en un principio no fue en hacerse monje, por más que, para definir el cambio que se acababa de operar en su vida, emplea la misma expresión que entonces se usaba para significar que se abrazaba a la vida monacal: exivi de saeculo: salí del siglo. El tiempo que pasó en compañía del sacerdote de San Damián puede razonablemente considerarse como su noviciado, durante el cual no tuvo más guía, director y maestro, que el espíritu de Dios.

Vecina a la casa del sacerdote había una gruta de piedra, donde Francisco, que la visitaba con frecuencia, estableció su habitación secreta; allí pasaba los días y las noches, entregado a la oración y al ayuno, vertiendo lágrimas y exhalando «gemidos inenarrables» (Rm 8,26).

Entre tanto, Pedro Bernardone volvió de su viaje, y ¡cuál no sería su asombro al entrar en su casa y no hallar en ella a su primogénito! Pica o no sabía el paradero de Francisco o, si lo sabía, se resistía a descubrirlo a su marido; pero éste no tardó mucho en averiguarlo, y en el acto fue a verse con el sacerdote de San Damián; más no encontró allí a Francisco, que a la sazón se hallaba en la gruta. Esta ocasión la aprovechó el anciano cura para devolver a Bernardone el dinero que su hijo le trajera de Foligno y que había depositado en el hueco de una de las ventanas de la iglesia. Parece ser que esta recuperación fue uno de los principales fines que determinaron la visita de Pedro Bernardone al sacerdote, pues, obtenido el dinero, pasó más de un mes sin hacer diligencia alguna para dar con el joven ermitaño, quien, sin embargo, es cierto que, entretanto, recibía alimentos de su casa, sin duda enviados por su madre, aunque, según parece, a escondidas de Bernardone (TC 16; 1 Cel 10).[1]

Por lo que respecta a la vida que durante aquel mes hizo nuestro joven, podemos decir con razón que empleó todo ese tiempo en ahondar en este gran pensamiento, que desde entonces tuvo él por la esencia del cristianismo: «La vida de Cristo debe reproducirse en cada cristiano». Uno de los escritos bíblicos que Francisco cita más a menudo en los suyos es la epístola a los Romanos, en la cual San Pablo se muestra no tan sólo un gran doctor, sino sobre todo el más grande de los místicos cristianos. Por eso creo yo que, sin temor de que nadie lo interprete como hipótesis histórica o fantasía literaria, se puede describir la vida de Francisco en aquel período de su noviciado religioso con las siguientes palabras del capítulo VIII de la referida epístola paulina: «Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte... a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu... Pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados... Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,1-29).

Además, durante aquel mes que Francisco pasó en San Damián fue cuando, sin duda, debió producirse un acontecimiento que narran las leyendas, pero sin indicar la fecha. Un día iba Francisco solo por los alrededores de la antigua capillita llamada de la Porciúncula o de Santa María de los Ángeles, que se encuentra en la llanura a los pies de Asís. Iba llorando y sollozando en alta voz, como acongojado por una grave desgracia. Ocurrió que pasó por allí un buen hombre que, al oírlo, se le acercó, movido de piedad, y le preguntó por qué lloraba. Nuestro joven le respondió: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo, por quien no debería avergonzarme de ir gimiendo en alta voz por todo el mundo». Profundamente impresionado aquel hombre, se puso también él a derramar lágrimas, y estuvieron los dos largo tiempo llorando en alta voz (TC 14; 2 Cel 11).

Así fue como Francisco de Asís comenzó la nueva vida, no ya según la carne, sino según el espíritu, que en adelante le iría conduciendo a cimas cada vez más elevadas, hasta el momento en que le permitiría alcanzar la que para el hombre es la máxima conformidad posible con la imagen de Jesucristo crucificado.


 

Capítulo VII – Francisco renuncia a su padre

 

Un día de abril de 1207, Pedro Bernardone estaba en su tienda detrás del mostrador. De repente llega a sus oídos una extraña algazara, voces de auxilio, gritos y carcajadas ruidosas; el estrépito crece y se acerca por instantes, hasta repercutir en la tienda; el mercader ordena a uno de sus dependientes que se asome para ver qué pasa; vuelve éste diciendo: «Es un loco, señor don Pedro; un loco perseguido por pilluelos y rapaces»; pero se detiene el empleado un poco a la puerta y, mejor informado, palidece: ¡acaba de reconocer al loco! Sale don Pedro de inmediato; se para en el umbral, mira hacia la turba azorado y ansioso y descubre entre la multitud alborotada a su propio hijo, a su caro Francisco, a su gentil primogénito, al objeto de sus más halagadores ensueños, de sus más hermosas y magníficas esperanzas. ¡Ahí viene Francisco vestido de andrajos, lívido, demacrado, desgreñado el cabello, marchitos los ojos, todo ensangrentado y sucio por las pedradas e inmundicias que le han arrojado en el camino los implacables pilletes que le acompañan! ¡Pobre Pedro, ahí viene tu Francisco, tu tesoro y orgullo, el báculo de tu vejez, el gozo y consuelo de tu vida! ¡Hele ahí, adonde le han traído esas malditas ideas que se le han metido en el cerebro!

Pedro Bernardone se siente desfallecer bajo el peso del dolor, de la vergüenza y de la cólera; porque los gritos y burlas, lejos de mermar, ahora se dirigen a él personalmente: «¡Oh Bernardone! ¡Aquí te traemos a tu hijo, tu lindo mozo, tu apuesto y famoso caballero! ¡Mírale como vuelve de la guerra de Apulia cubierto de gloria, desposado con una princesa y señor de la mitad de un reino!»

Don Pedro no puede más; entre la rabia y el dolor, que riñen tremenda batalla en el fondo de su pecho, opta por la primera y se lanza a la calle hecho un tigre de la selva, y para abrirse camino reparte a diestro y siniestro mojicones y puntapiés con tan desatada y poderosa furia, que el corro de maleantes que rodea a Francisco no tiene más remedio que retroceder, romperse y darle paso; él, sin proferir palabra, se apodera de su hijo, le levanta en sus robustos brazos y, jadeante y rabioso, vuela con él para adentro, le arroja en lóbrego aposento, cierra con llave la puerta y se vuelve a la tienda a reanudar la tarea. (Aquí, como en los capítulos I y V, he procurado desarrollar y completar escenas que los biógrafos narran con extremado laconismo. En general, hay que guardarse de tomar muy a la letra el retrato que ellos nos han legado del carácter de Pedro Bernardone, en que han andado severos en demasía: es lo que pasa siempre que se colocan enfrente dos tipos opuestos, de los cuales el uno encarna la perfección del idealismo, y el otro la vida común y prosaica, aunque legítima, de este bajo mundo).

El bueno de D. Pedro esperaba que con aquel encierro lograría poner término a las nuevas locuras de su hijo, y para más asegurar el éxito añadió al encierro un riguroso ayuno a pan y agua, que no podía menos que doblar la obstinación del preso, dada su antigua intemperancia y gula. En efecto, el mismo Francisco confesó años después muchas veces que, de joven, comía con frecuencia manjares exquisitos y bien condimentados, y se abstenía de los malos y sosos (TC 22).

Pero los tiempos habían cambiado, y los gustos de Francisco también, y pronto iba a llegar éste hasta el extremo de mezclar ceniza a los manjares sabrosos, alegando, para disimular su penitencia, que «la hermana ceniza es casta» (TC 15).

Salió, pues, fallido D. Pedro en su esperanza. Pocos días después del suceso antes narrado, tuvo que hacer un nuevo viaje, y Pica, aprovechando su ausencia, bajó a la prisión a ver si obtenía de su hijo con ruegos y lágrimas lo que su marido no había logrado con castigos y rigores; pero halló al joven penitente tan firme como antes en su resolución, y aun gozoso de haber, por causa de ella, padecido aquel martirio. Francisco declaró terminantemente a su madre que por nada del mundo renunciaría a su nuevo método de vida, con lo que Pica abandonó su empresa y, además, dio libertad al inocente prisionero, quien al punto la aprovechó para correr a refugiarse a su querido retiro de San Damián, como vuela a su nido el pajarillo al desatarse el lazo con que le amarró la astucia del cazador.

Cuando Bernardone volvió de su viaje, halló desierta la prisión; pero, en vez de acudir a San Damián en busca del delincuente, resolvió perseguirle por la vía judicial; en consecuencia, pidió a los cónsules de la ciudad el desheredamiento y expatriación del hijo pródigo y, además, que se le obligase a entregarle todo el dinero que tuviera en su poder; porque para él era seguro que Pica, al darle la libertad, le había llenado de oro la bolsa, y, quizá, el dinero entregado al sacerdote de San Damián para la reparación de la iglesia no era todo el que había producido la venta de Foligno.

Pedro Bernardone era, al decir del cronista Mariano, reipublicae benefactor et previsor, uno de los principales bienhechores de la ciudad,[2] y los cónsules no podían menos de acoger favorablemente su solicitud; y en efecto, despacharon a San Damián el heraldo de la ciudad con orden de traer a Francisco a la presencia del tribunal; a lo que nuestro joven se negó resueltamente, alegando que «por la gracia de Dios era ya un hombre libre y no estaba bajo la jurisdicción de los cónsules, porque era siervo del solo altísimo Dios» (TC 19), respuesta que Sabatier juzga inexplicable a menos de suponer que Francisco había recibido ya las órdenes menores, entrando de lleno en la vida religiosa, lo que le habría puesto en todo a disposición de la autoridad eclesiástica, eximiéndole de la acción del brazo secular.

Seguramente Bernardone se quedó en el palacio comunal esperando la vuelta del mensajero; pero pronto hubo de convencerse de que los cónsules se veían, bien a su pesar, obligados a inhibirse en aquel asunto. Él, sin embargo, lejos de cejar ante el fracaso con los cónsules, resolvió recurrir al jefe espiritual de la ciudad, y acto seguido se fue al palacio episcopal a interponer su demanda ante el Obispo, quien le dio lugar en el acto, citando a su presencia, para día y hora determinados, al padre y al hijo.[3] No era difícil prever de parte de quién estarían las simpatías del Prelado, el cual ordenó a Francisco entregar a su padre todo el dinero que tuviese consigo; pero se dijo en términos que necesariamente hubieron de desplacer al comerciante, y fueron éstos: «Si tu intención irrevocable es consagrarte al servicio de Dios, debes comenzar por restituir a tu padre su dinero, que tal vez ha ganado por medios injustos y, en tal caso, no estaría bien emplearle en provecho de la Iglesia» (TC 19).

Semejantes palabras, que escucharon numerosas personas venidas allí a presenciar el extraño proceso, no eran, por cierto, muy aptas para apaciguar al airado mercader, objeto de las escrutadoras miradas de los circunstantes. Francisco, sentado al lado del Obispo enfrente de su padre, ostentaba el más rico de sus trajes. Entonces acaeció uno de los hechos más admirables que registran los anales eclesiásticos, un suceso nunca visto antes ni después y que durante siglos ha sido tema inagotable de inspiración para la pintura, la poesía y la elocuencia cristiana. Francisco se levanta, tranquilo al parecer, pero en realidad presa de intensa emoción que se revela en el brillo juvenil de su mirada, y dirigiéndose al Obispo, le dice: «Señor, yo voy a entregar a mi padre, no sólo el dinero suyo que tengo, sino todos los vestidos que me ha dado». Dicho esto, y antes que ninguno de los circunstantes se diese cuenta de su intención, se entró en la pieza contigua, de donde volvió un momento después completamente desnudo, ceñidos los lomos con un cinto de pelo, y trayendo en el brazo los vestidos que había llevado puestos. Todos los asistentes, como movidos por un mismo invisible resorte, se pusieron de pie. Bernardone y su hijo se miraron un instante sin hablarse. De pronto Francisco rompe el silencio y, con voz trémula pero segura, fijos los ojos en un objeto lejano, exclamó: «¡Oíd todos lo que voy a decir! Hasta hoy he llamado padre mío a Pedro Bernardone; ahora le devuelvo todo su dinero y hasta los vestidos que me cubren, y, en adelante, en vez de ¡mi padre Bernardone!, diré: ¡Padre nuestro que estás en los cielos!».

Acto continuo se inclinó para depositar a los pies de su padre sus vestidos junto con una pequeña cantidad de oro que aún conservaba. Todos los presentes lloraban dominados de profunda emoción, incluso el Obispo; sólo Bernardone estuvo impasible; y en acabando de hablar su hijo, se inclinó también fríamente a recoger las prendas que éste le entregaba, y rugiendo de cólera se marchó sin articular palabra. Entonces el Obispo se adelantó hacia el joven y, extendiendo su manteo, le cubrió la desnudez, no sin apretarle cariñosamente contra su pecho. Desde aquel momento quedaron ampliamente satisfechos los anhelos de Francisco de ser hijo de la Iglesia y verdadero siervo de Dios.

Terminada la conmovedora escena, solo ya Francisco con el Obispo, pensó éste en buscarle otros vestidos; había por allí un manto viejo, propiedad del hortelano, y se lo dio; lo aceptó Francisco rebosando gozo, y antes de vestírselo dibujó en él con tiza una gran cruz,[4] para cumplir más a la letra el consejo evangélico de dejarlo todo, tomar la cruz y seguir a Jesucristo. Era el mes de abril de 1207.[5]

El mes de abril es en Umbría lo que en nuestros países, más fríos [el autor es danés], el mes de mayo, y aun como el de junio. Los días son claros y brillantes, el cielo azul y alegre, la atmósfera fresca y salubre, purificada como está por los chubascos del invierno; todavía no hay mucha tierra en los caminos y se puede transitar por ellos a pie sin el menor inconveniente; las campiñas se muestran plateadas por los olivares y, en los trechos que éstos dejan libres, cubiertas de verdes y lozanos trigales, bastante crecidos ya y esmaltados de innumerables encendidas amapolas. Abril es, sin disputa, la estación más hermosa en toda Italia, y nada tiene que ver con ella el abrasado y malsano otoño.

En una de esas doradas mañanas de abril fue, pues, cuando el hijo de Pedro Bernardone salió del palacio episcopal de su ciudad, vestido con deshechos de jardinero, a recorrer el mundo, hecho uno de esos «extranjeros y peregrinos» de que nos habla la santa Escritura.

La vida del hombre no es más que el producto de sus íntimos anhelos. Francisco es una prueba de esta verdad: a despecho de tantos y tan poderosos obstáculos, vino a alcanzar lo que por tanto tiempo había deseado, lo que había buscado en Roma, lo que con tan vivas ansias había pedido a Dios en la soledad de las grutas umbrianas: la facultad de seguir, en desnudez y dolor, a Jesucristo desnudo y dolorido. Alejóse, pues, de la patria de su infancia y de su juventud, de sus padres, de sus amigos y compañeros, volviendo las espaldas al pasado, a todos sus halagüeños recuerdos, y se marchó de Asís, mas no ya, como antes, a la iglesia de San Damián ni a la capilla de la Porciúncula.

Hay instantes en la vida en que el hombre anhela los más grandiosos espectáculos de la naturaleza, y sólo le satisfacen el mar y las montañas. Francisco salió de Asís por la puerta que da a la falda del Subasio y tomó el camino que sube a la montaña y no paró ni miró hacia atrás hasta que perdió de vista los techos y torres de la ciudad y se halló en la cumbre bajo el bosque de encinas que la sombrea, aun inexplorado, o entre las abruptas rocas que le sirven de salvaje corona: sin duda, iba revolviendo en su mente la sentencia evangélica que prohíbe levantar la mano del arado en que se ha puesto y mirar hacia atrás, so pena de no merecer el reino de los cielos.

Dilatado, grandioso horizonte se domina desde aquella altura, como desde la navecilla de un globo aerostático: el valle de Espoleto con sus sendas blanquecinas, sus caprichosos arroyos como cintas de bruñida plata, sus extensos campos invariablemente sembrados de olivares, sus iglesias y casas que semejan juguetes de niños; los montes que, mirados desde el valle y aún desde Asís, se ven limitar el horizonte, desde allá arriba se abaten y dejan pasar la mirada hacia otros más altos, de un azul pálido y lejano, que son los Apeninos. Francisco se encaminó hacia la parte de Gubbio, ciudad que, en línea recta, no dista de Asís más de cuatro o cinco leguas, y donde moraba un amigo de su primera juventud, el mismo tal vez que en otro tiempo solía acompañarle a la gruta en que había encontrado su tesoro. No poco trabajo le costó, como era natural, trepar la montaña, y así fue como, antes que él franqueara la escarpada y montañosa cresta que separa Asís de Valfabbrica, ya el sol declinaba al ocaso. Así y todo, Francisco iba en extremo alegre y entonando, en rimas francesas, como solía hacer en sus momentos felices, jubilosos cantares a la gloria de Dios.

De repente oye un extraño rumor, como de ramaje que se quiebra, entre los árboles del bosque: era una horda de bandidos que, saliendo de su escondite, se echaron sobre el joven peregrino y, profiriendo amenazas, le preguntaron quién era; a lo que Francisco contestó sin intimidarse: «Soy el heraldo del gran Rey». Raro debió de parecer a los malhechores este heraldo real cubierto de haraposo manto y con una cruz hecha con tiza en las espaldas; pero resolvieron dejarle sin hacerle daño; aunque luego modificaron un tanto su propósito y, para probarle que sólo al favor de ellos debía su libertad, le agarraron de brazos y piernas y le arrojaron en un bajo lleno de nieve, diciéndole: «Tente ahí, imbécil rústico, heraldo famoso». Francisco logró con gran dificultad levantarse de la nieve, pero, tan pronto como lo consiguió, tornó a sus alegres y devotos cantares y emprendió de nuevo su camino a través de la montaña.[6]

A poco dio con un pequeño convento de benedictinos, donde le dieron hospedaje a condición de que se ocupara en ayudar al hermano cocinero, lo que aceptó gustoso, y desempeñó tan humilde oficio por algún tiempo con la esperanza de merecer por este medio un hábito de monje, auque fuera raído y jubilado. Empero, todo lo más que se granjeó con su servicio fue la comida, y muy pronto hubo de continuar su viaje a Gubbio, «impelido no por la cólera -dice su primer biógrafo-, sino por la necesidad». Es más que probable que, andando los años y cuando Francisco se hizo ya célebre, el superior de dicho convento vino donde él a darle satisfacciones por aquel desaire; pero también es seguro que jamás habría pensado en dárselas si Francisco no hubiera sido el personaje que fue, no obstante que la regla de San Benito ordena «que se trate a los huéspedes como al mismo Jesucristo».[7]

Llegando a Gubbio, encontró a su amigo, quien le proporcionó el vestido que deseaba, que no era otro que el que usaban entonces los ermitaños, con un cinturón para los lomos, sandalias y un bastón.[8] Su amigo, por lo demás, no debió de hacerle ningún otro servicio, puesto que, según refieren los biógrafos, Francisco pasó su estancia en Gubbio sirviendo en un hospital de leprosos, a quienes lavaba los pies, curaba las llagas y limpiaba las úlceras, besándoles a menudo los miembros putrefactos (LM 2,6).

Pero Francisco no podía olvidar un solo instante su compromiso contraído con Dios de reparar la iglesia de San Damián, y se apresuró a cumplirlo. Es creíble que durante su ausencia se esparcieran por la vecindad de Asís graves rumores acerca de su persona, pues el sacerdote de San Damián no parece haberse alegrado gran cosa al verle tornar, y Francisco tuvo que probar que tenía autorización del Obispo para la obra que iba a acometer.

Una dificultad se le presentó en la cual acaso no había reparado aún: ¿de dónde iba a sacar dinero para la reparación de la iglesia? Porque las piedras, la cal y otras cosas que necesitaba no era fácil hallarlas gratuitamente.

Afortunadamente, no había olvidado las únicas cualidades que había adquirido en sus tiempos de juglar y trovador, y resolvió ponerlas ahora a contribución. Un buen día se fue al mercado de Asís, donde, trepado sobre una piedra, se puso a cantar delante de la multitud agrupada en torno suyo, haciendo el papel de músico vagabundo. Terminado su canto, se bajó de la piedra y empezó a pedir limosna a los circunstantes, diciendo en voz alta: «El que me dé una piedra recibirá del cielo una recompensa; el que me dé dos piedras recibirá dos recompensas, y el que me dé tres piedras, tres recompensas recibirá». Unos se mofaron de su talante y mendicación, sin que él se agraviara por ello; otros, al ver la prístina vanidad mundana de Francisco trocada en tan ferviente amor de Dios, derramaban lágrimas de ternura y edificación.

Lo cierto es que, gracias a este ingenioso ardid, Francisco logró reunir una buena cantidad de piedras, que después transportó él mismo sobre sus hombros a San Damián. Él solo quiso también ejecutar el trabajo de albañilería. Cuando alguien pasaba por el camino y, al verle trabajar cantando en francés, se paraba a contemplarle, él le decía: «Mejor será que vengas a ayudarme a reconstruir la iglesia del glorioso San Damián».

Tan generoso espíritu de sacrificio y de celo no pudo menos de captarle la voluntad del anciano sacerdote, quien, para demostrar a Francisco su reconocimiento, empezó a agasajarle y regalarle hasta donde se lo permitía su pobreza. Durante algún tiempo no se le planteó a Francisco dificultad alguna notable; pero luego le asaltó la idea de preguntarse a sí mismo si siempre y en todas partes iría a encontrar tan benévola hospitalidad, como la que le dispensaba el anciano cura de San Damián. «Esto -se dijo en son de reproche- no es vivir como pobre, que es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en puerta mendigando, escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que las gentes se dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante».

Al día siguiente, tan pronto como sonó en la ciudad la campana del mediodía y la hora en que todos los ciudadanos se sentaban a la mesa, salió Francisco con su escudilla a pedir limosna por las calles. Llamó a todas las puertas del trayecto; ninguna pasó por alto; en casi todas las casas le dieron algo: aquí dos o tres cucharadas de sopa, allí un hueso no enteramente despojado aún de su carne, más allá un pedazo de pan o un poco de ensalada, etc. Terminada la excursión, se encaminó Francisco a su residencia con la escudilla llena de una mezcla informe de viandas varias, más propia para provocar náuseas que para excitar el apetito. Sentóse al pie de una escalera y allí se estuvo largo rato luchando con la repugnancia que le causaba la sola vista de aquella nauseabunda mezcolanza, hasta que, por fin, triunfó del asco y, cerrando los ojos, tomó valientemente el primer bocado.

Esta aventura fue una repetición de la del leproso. No bien hubo Francisco gustado la repugnante vianda, sintió que el gozo del Espíritu Santo le henchía el corazón, pareciéndole que nunca en su vida había saboreado manjares más exquisitos. En vista de lo cual se volvió a San Damián y anunció al sacerdote que en adelante correría de su cuenta su propia alimentación.

Desde aquel momento el hijo de Pedro Bernardone entró de lleno a formar parte del gremio de los mendigos, asestando así el último y más terrible golpe al amor propio del irascible mercader, quien ya no pudo nunca más ver a su hijo sin encenderse en cólera y estallar en desaforadas imprecaciones, que el santo joven, con todo su heroísmo, no debió de escuchar con la indiferencia que acaso deseara, cuando se vio obligado a buscar la compañía de otro pordiosero, llamado Alberto. Cuando ambos topaban con Bernardone, Francisco se arrodillaba delante de su amigo y le decía: «Bendíceme padre mío», y luego vuelto a aquél: «Ya ves cómo Dios me ha dado un padre que me bendiga cuando tú me maldices» (TC 23).

Francisco tenía un hermano menor llamado Ángel, el cual quiso también hacer coro con los burladores del heroico mendigo. Porque fue así que, estando éste una fría mañana de invierno oyendo misa en una iglesia de Asís, dijo aquél a un amigo que le acompañaba, y en tono que su hermano pudiese oír: «Pregúntale a Francisco si quiere vendernos un poco de sudor». A lo que nuestro joven contestó al punto en la lengua francesa: «Mis sudores los tengo ya vendidos, y a buen precio, a mi Maestro y Señor».[9]

Entre tanto, el trabajo en San Damián avanzaba rápidamente, porque la verdad era que se trataba de una simple reparación más que de una reconstrucción propiamente dicha.[10] Cuando la obra estuvo terminada, Francisco quiso coronarla obsequiando al sacerdote con una cantidad considerable de aceite para las lámparas de la pequeña iglesia, sobre todo para la que ardía delante del Santísimo Sacramento. A fin de procurarse dicho aceite recurrió de nuevo a la caridad pública, saliendo a pedirlo de puerta en puerta.

Esta vez le sucedió un caso que estuvo a punto de echar al través su conversión; y fue que, pasando frente a la casa de uno de sus antiguos amigos, donde se celebraba entonces un suntuoso festín, súbitamente acudieron a su memoria las alegrías de su juventud, poniendo a espantosa prueba toda la firmeza y sinceridad de sus nuevas convicciones: él, que con tanta valentía triunfara de la rabiosa oposición de su padre y de la crueldad de los bandidos del monte Subasio, se halló aquí a un paso de la derrota, corrido de vergüenza en presencia de su antiguo compañero.

Probablemente Francisco se hallaba entonces en uno de esos momentos de crisis, fugaces pero terribles, que bien conocen los convertidos y en los cuales reviven en formas seductoras todas las ventajas y goces que se han abandonado, presentándose como cosas muy naturales y legítimas y como las más dignas de ocupar el corazón humano, en tanto que las nuevas pierden su brillo y su bondad y aparecen viles y sosas, puro artificio y convencionalismo, refractarias a toda asimilación racional, por mucho empeño que se gaste en practicarlas. ¿Tal vez el hábito del ermitaño que, desde hacía tiempo llevaba, y de ordinario con tanta resolución y alegría, le pareció ahora mero antojo veleidoso y ridículo, más propio de un miserable histrión que de un hombre de bien? ¿Acaso experimentó como un vago sentimiento de su presente vileza y le pareció ser ahora más despreciable que antes, cuando se entregaba a los transportes de juvenil entusiasmo, lujosamente vestido, en medio de tantos regocijados juglares?

Afortunadamente aquella lucha duró sólo breves instantes. Dice la leyenda que Francisco alcanzó a dar algunos pasos atrás, huyendo de la casa del festín; pero luego, avergonzado de su cobardía, volvió donde sus amigos a confesarla franca y humildemente, y en seguida les pidió, por amor de Dios, una limosna de aceite para las lámparas de San Damián.

Terminada aquella obra, Francisco, que no quería estar un momento ocioso, emprendió otra reparación: la de la iglesia de San Pedro, que se halla ahora como incrustada en los muros de Asís, y en aquel entonces estaba algo distante de ellos.[11]

Finalmente, el joven albañil emprendió la reconstrucción de otra capilla de campo, llamada Porciúncula o Santa María de los Angeles, a la que solía también retirarse a llorar los padecimientos de Jesucristo y en cuyas cercanías fijó por mucho tiempo su habitación. Según la leyenda, esta pequeña iglesia había sido edificada el año 352 por unos peregrinos que venían de vuelta de Tierra Santa. En tiempo de Francisco, pertenecía, lo mismo que San Damián, a la abadía benedictina del monte Subasio.

Sin duda alguna, Francisco seguía aún en la creencia de que su ocupación iba a consistir sólo en edificar iglesias. Más tarde, el año 1213, construyó otra entre Sangemini y Porcaria, dedicada a la Santísima Virgen,[12] y en 1216 cooperó eficazmente a la restauración de Santa María del Obispado de Asís.[13] Como todas las almas verdaderamente humildes, sabía bien que lo importante en el camino de la santidad no es lo que se hace, sino la manera como se hace. Sentíase grandemente atraído hacia lo que, siglos después, cantó el poeta Verlaine: la vida humilde empleada en trabajos engorrosos, aunque fáciles; vida que, en fuerza de su misma insignificancia, mezquindad y deslucimiento, requiere, para ser llevada, un grande amor a Dios y una extraordinaria aptitud para hacer en todo su voluntad.

Francisco era de esos caracteres enérgicos al par que alegres, que son los únicos capaces de arrostrar el género de vida que a él se le antojaba que le iba a absorber toda la existencia terrena: durante el día, el trabajo manual; por la noche, la oración en la paz de las soledades; por la mañana, la misa y la comunión en alguna de las capillas o iglesias de que estaban sembrados los caminos y aun los recodos de las montañas.

Porque, sin duda alguna, la misa, ese sacrificio litúrgico, renovación y memoria de los padecimientos y de la muerte de Jesucristo, era ya para Francisco uno de los puntos esenciales de la vida que había abrazado. Lo prueban las siguientes palabras de su Testamento, que no pueden menos de referirse a los primeros años de su conversión: «Nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre... Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados y venerados». En una de sus más antiguas Amonestaciones a los frailes de su Orden leemos también: «De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se condenan» (Adm 1). En la Carta a los fieles (2CtaF 34) dice también: «Y sepamos todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen», a saber, las de la consagración. Y en otro lugar de la misma Carta (v. 63), la fe en el sacramento de la Eucaristía y su recepción se declaran signos distintivos del hombre de bien.

En los comienzos del siglo XIII no era costumbre general que cada sacerdote católico dijese misa todos los días, sino los domingos y fiestas y cuando alguien lo pedía expresamente. Pero nuestro joven gastaba suma diligencia en buscar ocasiones de poder asistir al santo sacrificio; por lo cual el sacerdote de San Damián, deseando complacerle, solía bajar a menudo al rayar el alba a la capilla de la Porciúncula, recién restaurada, a celebrar con él los divinos oficios.

Todo el que ha vivido algún tiempo en Italia, participando de la vida religiosa del pueblo, sabe bien cuán santo atractivo tienen estas misas matinales. ¡Cuán honda y dulce impresión experimenta uno a esa hora, en que apunta el crepúsculo, mezclado al resplandor de la luna en su ocaso, o al de una que otra grande estrella visible todavía por encima de los lejanos montes, al penetrar en la campesina iglesia, donde los cirios proyectan ya su modesta lumbre sobre el retablo del altar, y el sacerdote, envuelto en su blanca vestidura, de pie cabe las gradas, santiguándose grave y devotamente, con voz baja, pero distinta y clara, empieza las oraciones de la misa con el rezo del admirable salmo 42 del Real Profeta! Y el monaguillo acude luego con sus respuestas, y el sacerdote prosigue rápido, aunque no precipitado, sus lecturas y movimientos litúrgicos en medio del silencio y de la majestuosa obscuridad de la iglesia, hasta que llega al instante supremo en que salen de sus labios las misteriosas palabras: Hoc est enim corpus meum... Hic est enim calix sanguinis mei: «Porque esto es mi Cuerpo... Porque éste es el cáliz de mi Sangre»; y mientras la campanilla redobla sus tañidos, he aquí que se levantan, por encima de las inclinadas cabezas de los fieles, la blanca hostia y el cáliz de oro, en que va ya el cuerpo y la sangre de Cristo, del Cordero de Dios que borra todos los pecados del mundo, traído allí por la palabra omnipotente de su ungido. ¡Momento solemne, en que nos sentimos levantar sobre nuestra propia miseria, en alas de la fe, de la esperanza y del deseo de amar a Dios eternamente, de cumplir siempre su voluntad, de servir sólo a Él, de no adorar nunca más los dioses falsos!...

En una de esas misas matutinas de su capillita de la Porciúncula fue donde, un día de febrero de 1209, oyó Francisco recitar un pasaje del Evangelio que le pareció nueva orden intimada a él por el Señor, más explícita que las palabras que dos años antes había escuchado en la iglesia de San Damián. Era la fiesta del apóstol S. Matías (24 de febrero), en cuya misa el anciano sacerdote, amigo de Francisco, leyó el siguiente evangelio:

«Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, ni plata, ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludad primero diciendo: ¡Paz a esta casa! Y si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros».[14]

Siempre que Francisco recordaba esta misa de S. Matías en la iglesia de la Porciúncula, si se hallaba también oyendo misa, tomaba la lectura del evangelio por verdadera revelación de lo alto. Por eso vino a decir en su Testamento: «El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio... El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz».

Los biógrafos cuentan que, cuando Francisco oyó las referidas palabras evangélicas, en acabando de explicárselas el sacerdote, exclamó entusiasmado: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22; TC 25; LM 3,1). Por medio de una verdadera revelación acababa de aprender lo que Dios exige de los que entran de lleno en su escuela, decididos a pertenecerle íntegramente, a sacrificarse por Él, a no servir a otro que a Él; en una palabra, Francisco comprendió que debía ser apóstol, es decir, un varón despojado de todo lo superfluo, libre de todo cuidado temporal, ajeno a todo humano interés y pronto a recorrer el mundo llevando a las gentes el soberano mensaje: «Convertíos, porque se acerca el Reino de los cielos».

Así, en adelante, el Francisco restaurador de iglesias, el Francisco ermitaño se va a convertir en apóstol y evangelista, en nuncio del Evangelio de la conversión y de la paz[15]. Al salir, pues, de la iglesia, se quitó los zapatos, arrojó el bastón y se despojó del manto que aún llevaba para defenderse del frío, reemplazó el cinturón por una tosca cuerda, se vistió un saco de sayal gris, semejante al que usaban los campesinos de la región y que remataba en una como capucha que cubría la cabeza, así se encontró listo y apercibido para recorrer el mundo a pie desnudo, como hicieron los apóstoles, llevando la paz del Señor a todos los que la desearan.


Libro II

El evangelista

 

Pacis et poenitentiae legationem amplectens...

Bernardo de Quintaval fue el primero que,

 acogiendo el mensaje de paz y penitencia, vendido cuanto tenía

 y entregado a los pobres según el consejo de perfección evangélica,

corrió tras el santo de Dios,

 perseverando hasta el fin en la santísima pobreza

(TC 39).

 

 

Capítulo I – Los primeros discípulos

 

La respuesta que Francisco dio a los ladrones del monte Subasio en abril de 1207: Praeco sum magni regis!, «¡Soy el heraldo del gran Rey!», constituyó desde entonces su única divisa y bandera, su lema y grito guerrero para toda la vida; pero, a decir verdad, nunca se dio cuenta cabal de su significado y alcance hasta el día de la misa referida en el capítulo anterior. Desde ese momento ya no tuvo ninguna vacilación y se consagró de lleno al desempeño de su misión de heraldo.

Durante los meses que siguieron a la misa de S. Matías, los habitantes de Asís presenciaron un curioso, nunca visto espectáculo: un extraño tipo de penitente vagabundo recorría descalzo las calles y plazas, deteniendo a los transeúntes para darles «la paz del Señor»; dondequiera que veía algún grupo de personas, allá se iba y, subiendo sobre alguna piedra o desde el umbral de la puerta más cercana, se ponía a predicarles.

Este singular personaje no era otro que el hijo de Pedro Bernardone, que empezaba ya su obra evangelizadora. Su palabra no podía ser más sencilla y ajena al artificio; no hablaba más que de una cosa: del bien supremo de la paz; paz con Dios por la observancia de sus preceptos; paz con los hombres por la rectitud de los procederes; paz consigo mismo por el testimonio de la buena conciencia (1 Cel 23; TC 25-26; LM 3,2).

Las ruidosas carcajadas con que, un año antes, acogiera el pueblo de Asís las exhibiciones del joven convertido, a partir de la escena del palacio episcopal se trocaron en respetuoso silencio; ya nadie se mofaba de él, sino que le escuchaban con atención y hasta con cierta reverencia; sus palabras no se extinguían en las ondas del aire, sino, cual granos fecundos, iban derecho a muchos corazones bien dispuestos para recibirlas y deseosos de estrechar sus relaciones con Dios.

Bien pronto se vio Francisco rodeado de compañeros e imitadores. El primero fue, según Celano, un varón sencillo y piadoso de Asís (1 Cel 24), cuyo nombre y vida posterior no nos han sido conservados por los biógrafos, por lo que el honor de haber sido históricamente el primer discípulo de Francisco pertenecerá siempre a Fray Bernardo de Quintaval.[16]

Este Bernardo era también mercader como Francisco, y verosímilmente de su misma edad, aunque no había sido de sus mismos gustos, pues no había pertenecido al grupo de jóvenes alegres que presidía el hijo de Bernardone, cuyas memorables aventuras le habían interesado bien poco. Sin duda, en un principio tuvo, al igual que otros muchos, por fantásticas y transitorias la conversión y las tareas constructoras de Francisco; pero viendo después que el tiempo corría sin que él cambiara de conducta, se trocaron sus sospechas en respeto, sus risas y burlas en sincera admiración.

Probablemente había llevado hasta entonces una vida arreglada y socialmente honorable. Lo que le tocó el corazón y le impulsó a seguir a Francisco fue lo que Sabatier define atinadamente con el nombre de «nostalgia de la santidad». El fuego sagrado prendió en su pecho, es decir, ese anhelo vehemente de abandonar el mundo, que es la esencia íntima del cristianismo, de volver las espaldas a cuanto el alma aprecia y busca inquieta y en vano, de no preocuparse más que de la única cosa verdaderamente necesaria. Poco a poco sintió que dentro de su corazón iba madurando la resolución de seguir materialmente a Francisco, así como le seguía ya moralmente, de hacerse pobre como él, de vestir como él, de compartir la vida que él llevaba. Su anhelo de privaciones y de renuncia de las cosas temporales aumentaba de día en día, sin que, sin embargo, se decidiera a comunicarselo a Francisco; el confidente de sus santos secretos era otro espíritu muy parecido al suyo, canónigo de la catedral de San Rufino, llamado Pedro Catáneo (o Cattani), quien, laico y todo, desempeñaba el oficio de consejero legal del cabildo de Asís. (El primer sacerdote que entró en la Orden fue Fray Silvestre, undécimo o duodécimo de los discípulos de Francisco en el oren cronológico. La noticia de que Pedro Catáneo era jurisperito et canónigo de la iglesia de San Rufino, pertenece a Glassberger: Analecta Franc., II, p. 6).

Cuentan las leyendas posteriores que Bernardo, antes de asociarse definitivamente a Francisco, quiso cerciorarse, por medio de un ardid arriesgado, de la santidad del joven predicador. Le invitó varias veces a alojarse en su casa, lo que Francisco aceptaba de buena gana (probando con esto que no tenía aún domicilio fijo). En cierta ocasión Bernardo hizo preparar para su huésped una cama en su propia alcoba, donde, como era costumbre entre las familias de su clase, ardía una lámpara durante toda la noche.[17] Entonces sucedió el caso siguiente, que narran la Crónica de los XXIV Generales y las Florecillas:

«Francisco, con el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces, Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía con grandísima devoción y fervor: "¡Dios mío, Dios mío!" (Deus meus et omnia: Mi Dios y mi todo). Y así estuvo hasta el amanecer, diciendo siempre entre copiosas lágrimas: "¡Dios mío!", sin añadir más» (Flor 2).

Tomás de Celano trae un relato más breve, pero que concuerda con el anterior en lo sustancial: «Bernardo -dice- lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre» (1 Cel 24). Lo cierto es que al día siguiente Bernardo tomó la resolución irrevocable de seguir a Francisco; pero se lo comunicó indirectamente en forma de demanda de consejo en un caso de conciencia:

-- Cuando alguno ha recibido de su señor, en calidad de depósito, algún bien grande o pequeño, y, después de tenerlo muchos años, no quiere retenerlo más, en tal circunstancia, ¿cuál será para él la mejor manera de obrar?

-- Debe restituir el depósito a aquel de quien lo recibió -dijo Francisco sencillamente.

-- Hermano mío, pues todo lo que yo poseo en punto a bienes temporales lo he recibido de mi Señor y Maestro Jesucristo, y ahora quiero devolvérselo: ¿cómo me aconsejas tú que haga?

-- Lo que me decís, messer Bernardo, es algo tan grande y de tal importancia, que conviene que pidamos consejo al mismo Señor Jesucristo, rogándole que se digne indicarnos la mejor manera de realizar tan grave negocio; conque vamos ahora a la iglesia a leer en el libro de los Evangelios lo que el Señor ordena a sus discípulos.

Es probable que, mientras ambos jóvenes tenían tal razonamiento, llegase por allí el canónigo Pedro Catáneo. Como quiera que fuese, lo cierto es que todos tres se encaminaron luego, por la plaza del mercado, a la iglesia de San Nicolás, situada entonces en el sitio donde ahora hay un cuartel de carabineros. Así que entraron e hicieron un poco de oración en común, Francisco se acercó al altar y, tomando el misal, lo abrió a la suerte, la cual cayó en estas palabras de S. Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). Abrió segunda vez, también al azar, el libro santo, y leyó: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). Hizo una tercera consulta y obtuvo por respuesta: «No llevéis nada para el camino» (Mc 6,8). En seguida Francisco cerró el libro y, volviéndose a los dos amigos, les dijo: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla, y también la vida y regla de todos los que deseen vivir con nosotros. Id, pues, hermanos míos, y haced lo que habéis escuchado» (TC 29).

Bernardo se apresuró a poner en ejecución el consejo evangélico: se fue a la plaza que había delante de la iglesia de San Jorge, hoy plaza de Santa Clara, donde empezó a repartir sus bienes a los pobres. Francisco estaba presente a este espectáculo, alabando a Dios con un gozo que apenas podía contener. Porque, además de tener por padre a un mendigo en lugar de Bernardone, Dios le enviaba ahora un hermano que suplía con creces al que había dejado en el hogar.

Mientras Bernardo y Francisco hacían la distribución en la plaza de San Jorge y Pedro Catáneo andaba también reuniendo sus bienes para darles igual cobro, acertó a pasar cerca de allí un sacerdote llamado Silvestre, quien suministrara piedras a Francisco para la reconstrucción de San Damián, vendiéndoselas a bajo precio, sin duda en vista del piadoso objeto a que las destinaba; pero ahora, viéndole derramar tan sin medida el oro, se acercó a Francisco y le dijo: «Las piedras que te vendí me las pagaste tú harto miserablemente». Indignado Francisco al ver tanta codicia en un siervo de Dios, tomó un puñado de monedas en el pliegue del vestido de Bernardo y se lo dio al sacerdote, añadiendo: «Resarcíos ahora, señor sacerdote».

Silvestre recibió fríamente su dinero, dio las gracias y se marchó. Pero cuentan las leyendas que aquel incidente fue para él el comienzo de una vida nueva, porque, entrando en sí y comparando su apego a los bienes terrenos con el desinterés heroico de aquellos dos jóvenes seglares, empezó a sentir en su corazón, cada vez más clara y apremiante, la triunfadora voz del Evangelio: «Nadie puede servir a dos señores». Poco tiempo después Silvestre se presentó a Francisco, suplicándole que le admitiese en el número de sus hermanos.

Unidos en un mismo deseo de seguir a Jesucristo, los tres compañeros, Francisco, Bernardo y Pedro, ordenados todos sus asuntos en Asís, se trasladaron a la Porciúncula y al punto construyeron, no lejos de la pequeña iglesia, una choza de ramas embarradas donde poder descansar durante la noche y orar durante el día.

Allí vino, ocho días después de la conversión de Bernardo, otro joven de Asís llamado Gil (o Egidio), a pedir que se le admitiese también en la santa compañía. La manera como el opulento Bernardo y el sabio jurista Pedro Catáneo habían dispuesto de sus bienes en beneficio de los pobres, no pudo menos de excitar la admiración y ser en la ciudad el tema obligado de todas las conversaciones de plazas y calles y casas particulares. Y en una de esas pláticas domésticas pasadas a la lumbre del hogar, entre el chisporroteo de los tizones de olivo o de castaño (porque las noches de abril son más que frescas en Asís), fue donde Gil oyó a sus padres hablar de Francisco y sus amigos.[18]

Al día siguiente se levantó muy de mañana, «con el alma preocupada por el negocio de su salvación», dicen las antiguas leyendas. Era el 23 de abril, día del santo mártir Jorge, y Gil se fue a la iglesia de San Jorge a oír misa, después de la cual tomó el camino que baja de Asís a la Porciúncula, donde sabía que se hallaba Francisco.

Enfrente del hospital de San Salvador de los Muros, el camino se partía en dos, y Gil, ignorando el que debía tomar, rogó a Dios que se lo inspirase, y Dios le oyó, porque, tomando una de las sendas, a poco de andar por ella divisó a Francisco que salía de un pequeño bosque. Verle, arrodillarse ante él y pedirle que le recibiese en su compañía, todo fue uno. Francisco, observando el piadoso continente del nuevo candidato, le levantó con cariño y le dijo: «Mi querido hermano, grande es la merced que te hace Dios. Si el emperador viniese a Asís y escogiese para caballero o chambelán suyo a uno de los ciudadanos, ¿no es verdad que éste se consideraría muy feliz? ¡Cuánto más te debes regocijar tú, a quien Dios ha elegido para caballero y servidor suyo, llamándote a practicar la santa perfección evangélica!»

En seguida condujo Francisco a Gil a donde estaban los otros dos hermanos y se lo presentó, diciéndoles: «Dios nuestro Señor nos envía un hermano más; gocémonos, pues, en el Señor y comamos ahora juntos en la santa caridad».

Terminada la refección, Francisco y Gil subieron a Asís a procurarse el paño para el hábito del nuevo hermano. Por el camino se encontraron con una pobre anciana que les pidió limosna, y Francisco, volviéndose a Gil, le dijo con semblante angelical: «Mi querido hermano, es preciso que, por amor de Dios, des tu manto a esta pobre mujer».

Acto seguido Gil obedeció y dio su manto a la pobre, pareciéndole, según contó más tarde, que su limosna subía al cielo, y experimentando en su corazón un placer de todo en todo inefable.[19]

Con Gil eran ya cuatro los hermanos reunidos en la cabaña de la Porciúncula. A la verdad no hubieron menester de otra morada fija en los primeros años, misionando como pasaban continuamente, ya los cuatro juntos, ya de dos en dos. Una vez, salió Francisco acompañado de Gil, que le era particularmente caro y a quien él llamaba (reminiscencia de sus lecturas románticas) «su caballero de la Tabla Redonda», y pasando las fronteras de la Umbría, llegó hasta la Marca de Ancona, región comprendida entre los Apeninos y el mar Adriático. A su vuelta tuvo la felicidad de hallar tres nuevos discípulos: Sabatino, Morico y aquel Juan que recibió después el sobrenombre de Capella, porque, contra la regla de la Orden, fue el primer discípulo que usó sombrero en vez de capucha para cubrirse la cabeza. Todos siete se pusieron de nuevo en marcha, eligiendo Francisco para su misión el valle de Rieti en los montes Sabinos.

Los discursos de Francisco y sus amigos contrastaban, por su extrema sencillez y carencia de ornato, con la oratoria oficial de las gentes de iglesia, y más que sermones elaborados eran exhortaciones ajenas a todo artificio, que salían del corazón e iban derecho al corazón. Tres eran sus temas favoritos: temer a Dios, amar a Dios y convertirse del mal al bien. Cuando Francisco acababa de hablar, siempre añadía Gil con gran ingenuidad: «Amigos míos, lo que él os ha dicho es la verdad; escuchadle y haced como él os ha enseñado».

Nuestros predicadores, vestidos a la campesina, iban por todas partes suscitando la más viva admiración y curiosidad: quiénes los tomaban por «hombres salvajes», quiénes, sobre todo las mujeres, huían al verlos acercarse, quiénes se avistaban con ellos para preguntarles de qué orden eran, a lo que ellos respondían que no eran de ninguna, sino sólo «hombres de la ciudad de Asís que hacían penitencia» (TC 37; AP 19). Pero en todo caso, penitentes o no, su porte nada tenía de triste y melancólico; iban siempre gozosos, alabando a Dios por su bondad para con ellos, y Francisco les daba el ejemplo con sus cantos en francés. «Habiéndolo dejado todo -dice uno de sus biógrafos-, no tenían por qué no regocijarse en gran manera». Cuando, a semejanza de las aves del cielo, cruzaban los viñedos de la Marca de Ancona a los dulces rayos del sol de la primavera, no cesaban de dar gracias al Creador, que los librara de tantos lazos y trabas que aprisionan y atormentan Antes de despachar para la misión a sus seis discípulos, Francisco los reunió en un bosque vecino a la Porciúncula, donde solían todos tener su oración (AP 18), y allí les habló, en su lenguaje tan lleno de dulzura como vivo y penetrante, del reino de Dios que iban a anunciar a los hombres, enseñándoles el desprecio del mundo, la renuncia de los bienes terrenos y la mortificación continua del cuerpo y de todas las pasiones. Les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno... No temáis porque aparezcáis pequeños e ignorantes; más bien anunciad con firmeza y sencillamente la penitencia, confiando en que el Señor, que venció al mundo, habla con su espíritu por vosotros y en vosotros para exhortar a todos a que se conviertan y observen sus mandamientos. Encontraréis hombres fieles, mansos y benignos, que os recibirán con alegría y acogerán vuestras palabras; y otros muchos infieles, soberbios y blasfemos, que con sarcasmo os resistirán, como también a vuestras palabras. Formad en lo más hondo del corazón el propósito de soportarlo todo con paciencia y humildad» (1 Cel 29; TC 36; LM 3,7).

Así dijo Francisco, y en seguida los abrazó a todos, uno por uno, como hacer pudiera con sus hijos la más cariñosa madre; les dio su bendición y, a guisa de viático, este consejo de la santa Escritura: «Pon tu confianza en el Señor, que Él te sostendrá» (Sal 54,23).

Con esto salieron los discípulos de dos en dos a recorrer el mundo. Al pasar por delante de una iglesia o de un crucifijo, al oír sólo un tañido de campana, aunque fuera distante, al punto se arrodillaban sobre el polvo del camino y recitaban esta breve oración que Francisco les enseñara: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Tan pronto como entraban en una de esas pequeñas ciudades que, entonces como ahora, se alzaban con sus muros y torres en la cima de los montes, se dirigían a la plaza del mercado, donde, parándose, entonaban el himno de divinas alabanzas que también les había dictado Francisco:

«Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.

»Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos.

»Dad y se os dará. Perdonad y se os perdonará.

»Y, si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará vuestros pecados; confesad todos vuestros pecados.

»Bienaventurados los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos.

»¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!

»Guardaos y absteneos de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1 R 21).

Poco tardaron los misioneros en experimentar la verdad de las previsoras advertencias de Francisco y en sentir la necesidad de atenerse a ellas; pues muchas gentes los tomaron por insensatos, colmándolos de injurias y vilipendios y arrojándoles al rostro el barro de los caminos; otros los despojaban de sus vestiduras, y ellos ningún amago hacían para defenderse, sino proseguían su camino desnudos y modestos; otros los agarraban por la capucha y se los echaban al hombro, como si fuesen fardos; otros les ponían por fuerza dados en las manos constriñéndolos a jugar; otros, por fin, los tomaban por ladrones, negándose a darles asilo durante la noche y obligándolos así a dormir en húmedas covachas, o sobre las gradas de las escaleras, o bajo los pórticos de las casas y de los templos.[20]

Bernardo de Quintaval, acompañado de otro condiscípulo (Fray Gil, según Celano), se dirigió al norte y llegó hasta Florencia, ciudad que recorrieron toda en busca de alojamiento, pero en vano. Por fin llegaron a una casa cuya dueña consintió en alojarlos debajo de un cobertizo que había a la entrada; empero, no bien habían obtenido esta autorización cuando llegó el marido y la desaprobó acremente, aunque después acabó por concederla también, en vista de la seguridad que le dio su mujer de que nada había en el cobertizo que los mendigos pudieran sustraer, sino algunos trozos de leña. La buena mujer, sin embargo, hubo de renunciar al propósito que al principio concibiera de proporcionarles algún abrigo con que se defendiesen del intenso frío que reinaba, pues era pleno invierno.

Al día siguiente, muy temprano, Bernardo y su compañero, transidos de frío y muertos de hambre, se despidieron de sus descorteses hospedadores y se fueron a la iglesia más cercana, donde habían oído que llamaban a misa. Momentos después llegó también la dueña de casa, y al verlos orar recogida y piadosamente, dijo para sus adentros: «Si estos hombres fueran maleantes y ladrones, como decía mi marido, no estarían aquí a esta hora, ni asistirían tan atentos a la celebración de los divinos oficios». Mientras tales cosas revolvía en su mente la señora, llegó también un caballero llamado Guido, quien acostumbraba ir allí todas las mañanas en busca de mendigos a quienes repartir limosna. Pasando la cuotidiana revista, llegó a donde estaban Bernardo y su hermano, los cuales rehusaron recibir la limosna que les ofrecía el generoso Guido, de lo que éste quedó no poco maravillado, en términos que hubo de preguntarles: «¿Por ventura, no sois pobres como los otros? ¿Por qué, pues, no queréis aceptarme nada?» A lo que respondió Bernardo: «Pobres somos; pero nuestra pobreza no es para nosotros fardo insoportable, pues la hemos abrazado voluntariamente por seguir el consejo evangélico». A tal respuesta subió de punto la estupefacción de Guido, que continuó sus preguntas indagatorias, y así vino a saber que Bernardo había sido hasta poco antes un hombre rico, pero que había distribuido a los pobres sus riquezas a fin de poder predicar libremente el Evangelio de la conversión y de la paz.

Mientras Guido y Bernardo sostenían su diálogo, se llegó a ellos la señora que había dado alojamiento a los dos hermanos, persuadida ya de que los había juzgado mal, puesto que ahora rehusaban tan firmemente recibir la limosna que Guido les alargaba. «Cristianos -les dijo, llamándolos con un apelativo entonces y ahora muy usado en Italia-, si queréis volver a mi casa, os hospedaré con el mayor gusto». Pero ya Guido, sabiendo su mala ventura de la víspera, les había ofrecido hospitalidad en su propia casa. Dieron, pues, las debidas gracias a la buena señora, que tan felizmente había cambiado de opinión respecto de ellos (TC 38-39; AP 20). Todos los datos convencen de que nuestros dos peregrinos llegaron esta vez hasta el célebre santuario español de Santiago de Compostela (1 Cel 30; Flor 4).

En cuanto a Francisco, queda dicho que esta vez eligió para teatro de su misión el valle del Rieti. Desde Terni, siguiendo el curso del Velino, fue visitando toda una serie de grandes y pequeñas aldeas: Estroncone, Cantalicio, Poggio Bustone, Greccio, encontrando en todas partes, dice la leyenda, el temor y el amor de Dios casi extinguidos, desierto, o poco menos, el camino de la penitencia, y, al contrario, atestado de pasajeros el camino ancho, el camino del mundo, por donde los hombres corren desalados tras la satisfacción de sus deseos; fue, pues, su principal tarea «cegar esos caminos erróneos e interminables». Y a la verdad, aún hoy día es considerada aquella predicación de Francisco por el valle de Rieti en los comienzos de su apostolado como una verdadera evangelización en el sentido literal del vocablo, una conversión de paganos al cristianismo.a los amadores del mundo (AP 15).

Durante el desempeño de esta misión fue, según sus biógrafos, cuando adquirió Francisco la dichosa certidumbre de que le habían sido perdonados sus pecados, certidumbre sin la cual le habría sido de todo en todo imposible la obra que había emprendido. A 500 metros sobre la villa de Poggio Bustone y a 1000 sobre el nivel del valle se hace una gruta a la que Francisco, fiel a su costumbre contraída ya en Asís, solía retirarse para orar más a sus anchas. Allá en la cima de la montaña, en plena soledad y silencio, donde no había más señales de vida que el fugitivo canto de algún pájaro silvestre, o la bulliciosa caída de algún torrente lejano, pasaba Francisco largas horas arrodillado sobre desnuda piedra. Si hemos de comprender plenamente a Francisco de Asís, es menester seguirle hasta aquella escarpada cumbre, hasta la cavidad de aquella roca solitaria y abrupta.

Porque siempre había y hay en él, al lado del evangelista y del misionero, el ermitaño contemplativo; donde quiera que él puso su planta, quedaron rocas y cavernas, ermitas y retiros, testigos y recuerdos de sus penitencias y oraciones. Las Cárceles cerca de Asís, San Urbano cerca de Narni, Fonte-Colombo cerca de Rieti, Monte Casale cerca de Borgo-San-Sepolcro, las Celdas cerca de Cortona, las Cuestas cerca de Nottiano, Sarteano cerca de Chiusi, el Alverna en el valle del Casentino, todos estos lugares prueban que el espíritu que animaba a Francisco de Asís era exactamente el mismo que había animado a Benito de Nursia en la antigüedad y debía animar a Ignacio de Loyola en los comienzos de la edad moderna. Francisco en Poggio Bustone y en Fonte-Colombo corresponde a Benito en el Sacro Speco cerca de Subiaco y a Ignacio en la cueva de Manresa. A todos los tres se les impuso una misma e invariable divisa: ora et labora. Todos los tres experimentaron la necesidad de robar a los quehaceres de Marta las horas que reclama el ejercicio de María.

En una de estas horas de María fue cuando Francisco buscó y encontró la gruta de Poggio Bustone. Puede que por aquel entonces hubiese compuesto ya la siguiente hermosa oración, tan profundamente concentrada como rica de sentidos y afectos, que, sin embargo, nadie oyó de sus labios, sino algún tiempo después: «¿Quién eres tú, Señor y Dios mío? ¿Quién soy yo, el más humilde gusano de la tierra entre tus siervos? ¡Oh, Señor mío, cuánto quisiera yo amarte! ¡Oh, mi Señor y mi Dios, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero cuán gustoso haría yo más por ti si pudiera!»

Como quiera que sea, de una cosa podemos estar ciertos, y es que en aquellas horas de solitaria oración vio Francisco abierto delante de sí lo que Ángela de Foligno llamó «el doble abismo»: de un lado, el abismo de la esencia, de la luz y de la hermosura divinas, y del otro, el abismo de su propia humana naturaleza con sus tinieblas y pecados. ¿Quién era él para osar constituirse en guía de los hombres, en maestro de sus hermanos, él que, pocos años antes no más, había sido un verdadero hijo del mundo, pecador entre los más pecadores? ¿Quién era para atreverse a predicar, amonestar y dirigir a los demás, él, indigno de proferir con sus labios impuros de hombre carnal el sacrosanto nombre de Jesucristo? Al pensar en lo que había sido y en lo que podía tornar a convertirse (porque siempre llevaba escondido en lo más profundo de su ser un residuo de su antigua naturaleza), y por otra parte en la idea que tenían de él los que le honraban y seguían, entonces le embestía un sentimiento de angustia y de vergüenza tan hondo, que resonaban en sus oídos las desoladas palabras del Apóstol: «¡Ay de mí, que predico a los demás, que no venga yo a ser reprobado!»

La humildad se había apoderado de todo su ser como un león de su presa, triturando en él hasta los últimos residuos del amor propio. Deshecho, triturado, anonadado, se prosternaba en la presencia de Dios, verdad suma, santidad infinita, en cuyo acatamiento sólo puede estar lo que es verdadero y santo. Francisco miraba hacia el fondo de su corazón y en él hallaba que no había en todo el mundo criatura más miserable que él, alma más extraviada y sumergida en el mal que la suya; y desde el abismo de la angustia en que esta consideración le hundía clamaba a Dios: «¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18,13).

Entonces fue cuando la gruta desierta de Poggio Bustone presenció el milagro que se opera en toda alma que, desconfiando de sí misma, se levanta hasta Dios en alas de la fe, de la esperanza y del amor: el milagro de la justificación. «De mi nativa maldad lo temo todo; de la bondad de Dios todo lo espero», repetía Francisco en su oración continua; y la respuesta fue la que Dios estila en casos semejantes: «Nada temas, hijo mío; tus pecados te son perdonados».

Desde aquel momento Francisco se sintió plenamente apercibido para la obra que le esperaba; ya había logrado penetrar en la esencia del espíritu cristiano y, precisamente por haber renunciado a todo, podía aspirar a la posesión de todo; porque no eran ya sólo su padre y su madre, su hogar y su patria, sus riquezas y comodidades lo que él había abandonado, sino también lo que el hombre tiene de más preciado y estimable, lo que debía abandonar como condición precisa para llegar a poseer a Dios: a sí mismo, su propio ser. A partir de ese momento toda su justicia fue la que, según doctrina del Apóstol, opera Cristo por medio de la fe y sobre la cual se irguió el majestuoso edificio de su heroica santidad; lo cual nos descubre una verdad más honda y más preciosa que la meramente histórica en aquel ingenuo relato del capítulo décimo de las Florecillas:

«Se hallaba Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:

-- ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?

-- ¿Qué quieres decir con eso? -repuso San Francisco.

Y el hermano Maseo:

-- Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?

Al oír esto, Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:

-- ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.

El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera humildad».[21]


 

Capítulo II – El derecho de predicar

 

Un día se hallaba Francisco en Asís, en casa del Obispo Guido. Sin duda había ido, según costumbre suya, a demandar consejo al que él miraba como «padre y señor de las almas» (TC 19); pero también es probable que fuera en busca de alguna limosna; porque en verdad las circunstancias por las que atravesaban los hermanos eran asaz penosas. A su vuelta de las misiones encontraron cuatro nuevos compañeros: Felipe Longo, Juan de San Constancio, Bárbaro y Bernardo de Vigilancio, a los cuales se agregó otro que Francisco llevaba de Rieti, llamado Ángel Tancredi, joven caballero a quien el Santo había conquistado en una calle de dicha ciudad, dirigiéndole el siguiente amoroso reproche: «Tancredi, bastante tiempo has llevado ya esa espada y esas espuelas; es menester que trueques el cinturón por la cuerda, la espada por la cruz y las espuelas por el polvo y el barro de los caminos; sígueme y te armaré caballero del ejército de Cristo».[22]

No se trataba, pues, de alimentar a tres o cuatro, como antes, sino a un grupo ya numeroso de compañeros. En un principio los habitantes de Asís, llevados de la admiración respetuosa que la vista de los hermanos les causaba, suministraban lo necesario a su manutención; pero ahora empezaban a cansarse, instigados sobre todo por los propios parientes de los hermanos, que no cesaban de perseguirlos, haciéndoles severos cargos de que «habían abandonado los bienes que poseían para abrazar un estado en que tenían que subsistir y regalarse a costa de lo ajeno».

Duplicado el número de ellos, se vieron forzados a abandonar la cabaña de la Porciúncula y a trasladarse a una casucha arruinada, distante de aquélla camino como de veinte minutos, sita en un lugar llamado Rivotorto (por la vuelta que allí daba cierto arroyuelo) y perteneciente, como otras del mismo género que había en dicho sitio, a los Crucígeros de San Salvador de los Muros. De esta Orden había sido miembro Fray Morico; por donde se supone que a su influencia se debió el que Francisco obtuviese la necesaria autorización para instalarse allí con su cofradía.[23]

 

Esta cabaña, o tugurium, de Rivotorto era de tan estrechas dimensiones, que Francisco se vio obligado, para evitar toda confusión y desorden, a escribir el nombre de cada uno en la muralla frente al respectivo lugar (1 Cel 44; TC 55). De iglesia ni de capilla no había que hablar; todos oraban delante de una gran cruz de madera que habían puesto a la entrada del tugurio (LM 4,3). Por descontado, Francisco no veía mal alguno en tan extrema pobreza, antes le agradaba sobremanera, entre otras razones porque de allí tenía camino expedito para ir, siguiendo el curso del torrente, a unas cuevas de la falda del Subasio, que se dirían hechas para la oración y que Francisco llamaba, a causa de su estrechez, sus «cárceles», carceri.

De todo esto, como era natural, se hablaba mucho en Asís y estaba bien enterado el Obispo. Muchas veces este varón excelente trató de disuadir a Francisco de aquella manera de vida que a sus ojos era demasiado rigurosa, pareciéndole de estricta necesidad que los hermanos poseyeran algunos bienes, al menos los indispensables para proveer a su cuotidiano sustento: sin duda, la mendicidad voluntaria le chocaba, como le acontece a todo hombre que mira las cosas por su lado natural y ordinario.

Pero Francisco era en este punto intransigente, sabiendo, como sabía (y el conde León Tolstoi ha venido a corroborarlo), que la posesión de una propiedad personal, por pequeña que sea, constituye siempre un obstáculo para la realización de la perfecta vida cristiana. El día aquel se trataba este punto entre ambos amigos, y Francisco vino a declarar resueltamente al Obispo: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC 35).

El propio Obispo estaba a la sazón dando buena prueba de cuán verdaderas eran las palabras de Francisco, porque se hallaba en pleito con los Crucígeros y con la abadía benedictina del monte Subasio; y así fue que no tuvo nada que replicar a la terminante respuesta de Francisco. Ya que no podía levantarse hasta la sublimidad del ideal de su joven protegido, comprendió, al menos, que carecía del derecho de estorbar por ningún medio su realización.

Por lo demás, no era cierto tampoco que la mendicidad fuese para los hermanos la única fuente de entradas, y si no, abramos el Testamento de Francisco por aquella parte donde narra los comienzos de la Orden:

«Después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más.

»Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros; y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias pobrecillas y desamparadas. Y éramos iletrados y súbditos de todos. Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el buen ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta. El Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz» (Test 14-23).

Estas palabras, escritas por la propia mano del Santo, contienen todo el programa de vida que observaban los hermanos en la Porciúncula y en Rivotorto. Francisco no quería otra cosa que lo que había querido antes el mismo Jesucristo, es a saber, que sus seguidores poseyeran las menos cosas posibles, que se ganaran el sustento con el trabajo de sus manos y que, éste no bastando, recurrieran a ajeno auxilio; que evitasen cuidados inútiles, absteniéndose de allegar bienes superfluos; que fuesen como las aves del cielo, libres de los lazos que atan a la tierra; que, en fin, ocupasen la vida entera en dar a Dios continuas gracias por sus favores y alabanzas continuas por las maravillas de su poder. «Como peregrinos y forasteros en este mundo»: he ahí el ideal de Francisco de Asís y la expresión que nunca se le caía de la boca. Quería, dice Celano, que todas las cosas de este mundo cantaran la peregrinación y el destierro: «Este hombre odiaba no sólo la ostentación de las casas, sino que detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60).

Tales máximas concuerdan de todo en todo con las prescripciones que Francisco escribió para sus frailes en la primera Regla:

«Todos los hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause detrimento a su alma; sino que sean menores y súbditos de todos los que están en la misma casa. Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el mismo oficio que conocen, si no es contrario a la salud del alma y puede realizarse con decoro... Pues dice el apóstol: "El que no quiere trabajar, no coma"; y en otra parte: "Cada uno permanezca en el arte y oficio en que fue llamado". Y por el trabajo podrán recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero. Y cuando sea necesario, vayan por limosna como los otros pobres. Y séales permitido tener las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios» (1 R 7,1-9).

«El Señor manda en el Evangelio: "Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia"; y también: "Guardaos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida". Por eso, ninguno de los hermanos, donde quiera que esté y adondequiera que vaya, en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba pecunia o dinero, ni con ocasión del vestido ni de libros, ni como precio de algún trabajo, más aún, con ninguna ocasión, a no ser por manifiesta necesidad de los hermanos enfermos; porque no debemos estimar y reputar de mayor utilidad la pecunia y el dinero que los guijarros... Guardémonos, por tanto, los que lo dejamos todo, de perder por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún lugar encontramos dinero, no nos preocupemos de él más que del polvo que hollamos con los pies... Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no obstante, de la pecunia para provecho propio» (1 R .

«Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y recuerden que ninguna otra cosa del mundo entero debemos tener, sino que, como dice el Apóstol: "Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos contentos con eso". Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente..., no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos. Y cuando la gente les ultraje y no quiera darles limosna, den gracias de ello a Dios; porque a causa de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que el ultraje no se imputa a los que lo sufren, sino a los que lo infieren. Y la limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y que nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1-8).

Con tales y otras semejantes palabras exhortaba Francisco a sus amigos a perseverar en la vida pobre y rigurosa que habían abrazado. A veces servían en los hospitales, otras ayudaban a los campesinos en sus cosechas, y nunca su salario era otra cosa que el pan cuotidiano con algunos sorbos de agua de la fuente vecina. «Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestas y útiles, estimulaban a la paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos» (1 Cel 39). Estas palabras de Celano nos dan la práctica de las citadas prescripciones de la primera Regla. Lo mismo trae Bartolomé de Pisa en su libro de las Conformidades, donde leemos: «Francisco exigía de sus hermanos que, a su ejemplo, se dedicasen al servicio de los leprosos y demás enfermos cuya vista causa horror al mundo». Las Florecillas citan asimismo muchos ejemplos que manifiestan la caridad de los frailes con los enfermos y leprosos. Por la Crónica de los XXIV Generales sabemos también que algunos frailes llegaron a quejarse de que el Santo «los distrajese de la oración por ocuparlos en cuidar leprosos». Finalmente, la Crónica de Eccleston habla de cierto fraile que «moraba con San Francisco en un hospital».

 

Pero a menudo les faltaba el trabajo, y entonces todas las puertas se les cerraban en Asís, poniendo a durísima prueba su esperanza y afligiendo por honda manera el corazón de Francisco. ¡Cuántas veces estos extremos de penuria estarían a punto de vencer la constancia de nuestros penitentes en el tugurio de Rivotorto, sobre todo en las tristes horas de lluvia, en que el agujereado techo que medio los cubría se llovía todo y, sin embargo, se veían obligados a permanecer debajo de él, porque los caminos se cubrían de barro y escarcha, haciéndose intransitables; y no tenían un pedazo de pan que comer, ni certidumbre alguna de que los hermanos que habían salido a pedirlo se lo trajeran; ni tenían fuego con que fomentar los ateridos miembros, ni menos libros para distraerse con su lectura! ¿Quién nos podrá asegurar que en esas horas sombrías y glaciales del invierno umbriano (que es corto, pero recio y penoso) ninguno de los compañeros de Francisco sintiera en su pecho la voz de la rebelión contra aquella, a ojos mundanos, descabellada aventura, resolviendo volver las espaldas a aquella cueva siniestra y a la compañía de aquellos insensatos y tornar a Asís, donde, ¡ay!, en otro tiempo tenían casa, y huerto, y dinero, y posesiones y comodidades que habían abandonado en favor de los pobres? No hay duda de que para más de alguno sonaría la hora del desaliento y de la final derrota. Sin embargo, la verdad es que los biógrafos no nos hablan sino de una sola defección, la de Juan Capella; todos los demás, refiere la leyenda, se mantuvieron firmes en su propósito, comiendo raíces de nabos en cuenta de pan: y al fin triunfaron. Porque la opinión pública, tan largo tiempo adversa, se rindió, por fin, y empezó a mirarlos con cierta admiración, que no tardó en trocarse en absoluta confianza y estima en vista de su perseverancia y piedad no desmentidas. Los viajeros que de noche pasaban por frente al tugurio de Rivotorto, oían sus rezos y plegarias; durante el día trabajaban en el hospital, o dondequiera que se les ofrecía decente ocupación. «Para evitar la ociosidad, ayudaban en las faenas del campo a pobres labradores, y éstos les daban pan por amor de Dios», dice el Espejo de Perfección (EP 55h). No obstante su extremada pobreza, siempre tenían alguna cosa que dar a los que les pedían; a veces les tocaba tener que dar el capucho o una manga de su hábito. En cuanto al dinero, persistían en la inquebrantable voluntad de no tocarlo. Un hombre les dejó cierta considerable cantidad sobre el altar de la Porciúncula, y algún tiempo después la encontró intacta a la orilla del camino en un montón de basuras.

Pero lo que sobre todo llamaba la atención era el amor más que de madre con que se trataban. Una vez dos de ellos, yendo de viaje, dieron con un loco furioso que, al verlos, se puso a tirarles piedras, sin vagar y sin compasión: entonces empezaron ellos a cambiar de lugar a cada instante, porfiando ambos por recibir las pedradas y librar de ellas el uno al otro. Si algún hermano ofendía de palabra a otro, no quedaba contento mientras no se reconciliaba con él y mientras no conseguía que le pusiese el pie sobre la boca que había osado pronunciar una palabra no envuelta en caridad cristiana. Jamás se les sorprendía gastando el tiempo en pláticas inconvenientes, mundanas o superfluas. Cuando por el camino se encontraban con una mujer, nunca la miraban a la cara, sino fijaban en el suelo los ojos y al cielo levantaban el corazón.[24]

Con cuánto desdén miraban las pompas del mundo, se vio claro en septiembre de 1209, cuando el emperador Otón de Brunswick atravesó el valle de Espoleto, camino de Roma, adonde iba a recibir la corona imperial de manos del Papa Inocencio III. De Asís, de Bettona, de Spello, de Isola Romanesca y otras ciudades y villas del llano y de la montaña acudieron en tropel las gentes a presenciar el espléndido cortejo; sólo los ermitaños de Rivotorto se mantuvieron en su retiro, excepto uno a quien Francisco ordenó presentarse ante el emperador para advertirle que los honores de este mundo eran transitorios e inseguros; palabras cuya verdad no tardó en experimentar el mismo emperador.[25]

También Francisco tenía el propósito de ir a Roma. Habiendo escrito o dictado en Rivotorto la regla de los hermanos, «con palabras breves y sencillas», como dice en su Testamento, deseaba obtener la confirmación de la Iglesia para esta regla, o forma de vida, como él gustaba de llamarla.

Tal confirmación no era todavía indispensable, porque el decreto que prohíbe fundar ninguna orden religiosa sin expresa autorización de la Santa Sede, data del concilio de Letrán, celebrado en 1215. Pero otra práctica había empezado a introducirse hacía poco: la de otorgar a los seglares el derecho de predicar, derecho antes reservado exclusivamente a Obispos y sacerdotes. Tal concesión la había alcanzado Pedro Valdo, bajo condición de someterse siempre y en todas partes a la dirección del respectivo clero. Análogo permiso habían obtenido en 1201 los hermanos Humillados, y en 1207 Durando de Huesca y sus valdenses católicos. Razón tenía, pues, Francisco para alimentar la esperanza de que Inocencio III le acogería benignamente.

Por otra parte, Francisco tenía por los Apóstoles profunda devoción, que le impulsaba irresistiblemente a visitar su tumba y la sede del sucesor de su príncipe. El ideal constantemente acariciado por el santo de Asís era restaurar la vida apostólica tal cual se describe en los Evangelios; todo debía ser del uso común entre los hermanos, «según la norma transmitida y observada por los Apóstoles»; el argumento decisivo a los ojos de Francisco era en cada caso que «así se acostumbraba en la Iglesia apostólica».[26] Leyendas posteriores afirman que los santos Apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron mientras oraba en la iglesia de San Pedro en Roma, asegurándole en la posesión de «todo el tesoro de la pobreza».

Un día del verano de 1210 la pequeña comunidad de penitentes dejó Rivotorto y tomó el camino de Roma. Pocas noticias se han conservado de este viaje: todo lo que se sabe es que Bernardo de Quintaval, y no Francisco, hizo de superior de la comitiva durante el trayecto, y a él obedecían todos; que los santos viajeros hallaron corto el camino, porque por todo él fueron piadosamente entretenidos en devotas plegarias, cantos y pláticas espirituales; que al llegar la noche encontraban siempre, merced del Señor, oportuno asilo y todo lo necesario a su subsistencia (TC 46).

Llegados a Roma, lo primero que hicieron fue visitar a su Obispo Guido, que también había ido a la Ciudad Eterna y prometido probablemente a Francisco interceder en su favor. Es cierto que los presentó al Cardenal Juan de San Pablo,[27] amigo suyo, y que por este medio se les facilitó el acceso al Papa, aunque otros historiadores pretenden que Francisco trató de llegar hasta Inocencio directamente y sin intermediario, pero que no se le permitió. Lo único históricamente cierto, al menos para nosotros, es que el Cardenal Juan, después de alojar por algunos días en su casa a los hermanos, tomó a su cargo el recomendarlos al Papa Inocencio (TC 47-49). El Obispo de Asís conocía no sólo a Francisco sino también a los otros hermanos, como afirma expresamente la Leyenda de los Tres Compañeros (n. 47). Llevado de su partidismo, Sabatier no ha querido prestar atención a este testimonio ni a otros parecidos como, por ejemplo, el de Celano, que nos dice que el obispo «honraba en todo a San Francisco y a sus hermanos y los veneraba con especial afecto» (1 Cel 32). Es cierto que, según Celano, Guido no conocía con exactitud el motivo del viaje de los frailes a Roma; pero eso no excluye en absoluto la hipótesis de un acuerdo previo, más o menos preciso, entre el Obispo y Francisco. En cualquier caso, lo cierto es que el Obispo no veía con buenos ojos la posibilidad de que los frailes tuviesen la intención de dejar la Umbría. Por tanto, no tiene ni siquiera sombra de similitud la acusación de Sabatier de que Guido puso poco empeño en ocuparse de Francisco y de su causa. El mismo Francisco nos dice, según el Espejo de Perfección: «En los primeros tiempos de mi conversión, Dios inspiró al Obispo de Asís a fin de que me aconsejara y me animara en el servicio de Cristo». En la Leyenda Mayor de San Buenaventura (3,9), cuando relata la visita de San Francisco a la curia romana, Jerónimo de Áscoli, ministro general y después papa con el nombre de Nicolás IV, intercaló un texto según el cual Inocencio III despachó indignado al siervo de Dios como si le fuera desconocido. Pero a la noche siguiente el Pontífice tuvo en sueños la visión de un arbusto que se transformaba en grandioso árbol, representando al pobre Francisco. Llegada la mañana, Inocencio ordenó que buscaran a aquel pobre, que se encontraba en el hospital de San Antonio, junto a Letrán, y dispuso que lo trajeran de inmediato a su presencia.

Sabatier reprocha al Cardenal Juan el haberse aprovechado de la estancia en su casa de Francisco y sus compañeros para informarse minuciosamente, en su calidad de representante de la Curia pontificia, de las ideas y proyectos de los nuevos cofrades. Pero, dado que el hecho fuera cierto, el reproche carece en absoluto de fundamento, porque la Iglesia atravesaba en aquel entonces por tan graves y difíciles circunstancias, que toda medida prudente venía a ser para sus jefes de todo punto obligatoria.

Es dar de la Edad Media una idea absolutamente falsa, hablar, como suele hacerse a menudo, «del poder de la Iglesia» en aquel período; y semejante expresión es todavía más inadmisible tratándose del pontificado de Inocencio III; porque, a la verdad, ni el siglo de la Reforma ni el de la Revolución han sido tan hostiles al Papa y a la Iglesia como lo fueron los primeros años del siglo XIII. Hoy día nadie se atrevería a cometer contra la persona del Papa los desacatos que tantas veces tuvo que soportar Inocencio. Él mismo refiere que el sábado santo 8 de abril de 1203, mientras iba de la iglesia de San Pedro a la de Letrán, se vio, no obstante la corona papal que llevaba sobre su cabeza, acometido del pueblo, que le llenó de ultrajes tan groseros, que su pluma se resiste a consignarlos.

Ya en 1188 el pueblo de Roma, adelantándose a los futuros terroristas franceses, había suprimido la cronología cristiana, reemplazándola por la nueva era que empezaba en la restauración del Senado romano en 1143. Repetidas veces fue Inocencio expulsado de Roma, tomada y declarada propiedad comunal la torre que él y sus hermanos construyeran para su refugio y cuyos restos imponentes llevan todavía el nombre de familia de Inocencio, Torre dei Conti. El año 1204, en los meses de mayo a octubre, presenció el Papa, encerrado en San Juan de Letrán, la horrenda devastación de Roma perpetrada por sus enemigos los Capocci, que se habían apoderado de ella.

Igual suerte corrían el poder y la autoridad de Inocencio en los escasos restos de los antiguos Estados pontificios que los Hohenstaufen se habían dignado dejar al trono de San Pedro. Para escapar al dominio temporal del Papa, las ciudades de la Italia central se rebelaban a la continua contra su supremacía espiritual, rompiendo formalmente la unidad de la Iglesia. En Orvieto, por ejemplo, los partidarios de la independencia eligieron por jefe al albigense Pedro Parenzi, que había dado muerte al podestá enviado por Inocencio. Viterbo nombró cónsules a unos herejes declarados, a despecho de todas las amenazas y prohibiciones del Papa. Narni, que había destruido la pequeña ciudad de Otrícoli, permaneció excomulgada cinco años, y no le importó un ardite tan tremendo castigo. Con la misma sangre fría la república de Orvieto desestimó las intimaciones del Papa cuando en 1209 saqueó e incendió a su vecina Acquapendente. El clero y los Obispos de Cerdeña mostraban tal hostilidad contra el Papa y su legado Blas, que en 1202 se vio éste materialmente sitiado por hambre, y poco después la gibelina Pisa arrebató al Papa la posesión de la isla.

Hasta el fruto de sus victorias se le disputaba a Inocencio sin sombra de respeto. Cuando Conrado de Ürslingen vino a Narni para hacer donación al Papa de la ciudadela de Asís, los habitantes de esta ciudad destruyeron el fuerte antes que Inocencio pudiese posesionare de él, y el Papa, lejos de pensar en castigar semejante desacato, no quiso ni entrar en Asís cuando en 1198 fue a recibir los homenajes de las ciudades umbrianas.



[1] - Una tradición de origen posterior asegura que, cuando llegó el mercader a San Damián, su hijo estaba allí escondido, y que, al abrir una puerta, ésta estrechó al joven contra la pared, que se hundió milagrosamente a su contacto, ocultándole detrás de la puerta, de modo que su padre no lo notó al pasar. Dicha hendidura, en cuyo fondo hay pintada una imagen del Santo, se muestra aún a los viajeros que visitan San Damián, con la añadidura del relato de la susodicha escapada milagrosa. Pero los documentos están en contra. Baste citar a Wadingo, quien dice que fue Santa Clara quien mandó practicar el hueco en la pared y pintar en él la imagen del Santo, después de medir su estatura (Annal. vol. I, pág. 31).

[2] - Expresión citada por Wadingo, I, p. 17.

[3] - Guido II ocupó la silla episcopal de Asís desde 1204. Véase Cristofani, Storie, I, p. 169 y sigs.

[4] - San Buenaventura es el único biógrafo que trae este pasaje (LM 2,4), tomándolo, con muchos otros detalles, del relato de Fray Iluminado de Rieti.

[5] - Esta fecha nos parece claramente indicada en el siguiente pasaje del Anónimo de Perusa (AP 3): «Cumplidos 1207 años desde la Encarnación del Señor, en el mes de abril, el 16 de las calendas de mayo, viendo Dios que su pueblo había olvidado sus preceptos..., movido por su clementísima misericordia, acordó enviar obreros a su mies, e iluminó a un varón que vivía en la ciudad de Asís, de nombre Francisco, de oficio mercader, derrochador vanísimo de las riquezas de este mundo». El 16 de las calendas de mayo de 1208 corresponde, en nuestra cronología actual, al 16 de abril de 1207.

[6] - 1 Cel 16; LM 2,5. Según la Guida di Gubbio de Lucarelli (1880), el encuentro del Santo con los salteadores fue en las cercanías de Caprignone, donde una antigua iglesia conventual conserva todavía ciertos frescos pintados entre los siglos XIV y XVI, uno de los cuales representa a Francisco vestido de andrajos.

[7] - Una tradición local no destituida de fundamento coloca este episodio en el convento de Santa María de la Roca (la Rocchicuola), entre Asís y Valfabbrica.

[8] - «Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión. En este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados» (1 Cel 21).- José Mazzatinti asienta (en Miscelanea Francescana, vol. V, págs 76-78) que el amigo que Francisco tenía en Gubbio era Federico Spadalunga, el mayor de tres hermanos. En tiempo de Aroldi se veían aún, en el palacio de los Cónsules de Gubbio, frescos que representaban el regalo hecho a Francisco por Spadalunga (Epitome Annalium Ord. Min., Roma 1662, volumen I, pág. 29).

[9] - El nombre de este hermano de Francisco se ha conservado en documentos antiguos reproducidos por Cristofani. Véase el cuadro genealógico que trae el bollandista Suysken, y lo saca de un manuscrito de 1381, en los Acta Sanctorum, octubre, II, pág. 556.

[10] - Al decir de Cristofani (Storia di S. Damiano, Asís, 1882), Francisco no emprendió ninguna nueva construcción en la iglesia antigua. Henry Thode, por su parte, cree que construyó la parte anterior con la bóveda ojival y que la parte posterior, la bóveda romana y el ábside se remontan a más antigua fecha. El crítico alemán observa que el estilo particular de bóvedas ojivales que campea en todas las iglesias edificadas por Francisco (San Damián, la Porciúncula, la chiesina del Alverna y también una de sus celdas del convento de Cortona) no se encuentra en esa época sino en monumentos del mediodía de la Francia.

[11] - San Buenaventura (LM 2,7) dice que esta iglesia «estaba distante de la ciudad»; pero hay que tener presente que el santo Doctor no había hecho a Asís más que una sola y corta visita. San Pedro estaba muy cerca de la ciudad. Según H. Thode, esta iglesia se nombra por primera vez en el año 1029; su fachada actual data del año 1268. De 1250 a 1277 perteneció a los cistercienses; hoy la sirven los benedictinos.

[12] - Wadingo, año 1213, n. 17.

[13] - Lipsin, Compendiosa Historia, Asís, 1756. Véase también en Miscel. Franc., II, págs. 33-37 el estudio de Mons. Faloci sobre la antiquísima descripción que hay en el muro del ábside de esta iglesia.

[14] - Más tarde ha sido cambiado el evangelio de les misa de S. Matías; pero el que cito en el texto formaba parte del oficio de dicha fiesta aún en el siglo XV. Véase Analecta Franciscana, vol. III, pág. 2, n. 5.- Wadingo es quien refiere, siguiendo a Mariano de Florencia, que el sacerdote de San Damián iba, por dar gusto a Francisco, a celebrar en la Porciúncula.

[15] - «Predicaba el reino de Dios y la penitencia alentado siempre con el gozo del divino espíritu» (1 Celano). «Desempeñaba misión de paz y penitencia» (TC).

[16] - 1 Cel 24; TC 27-29; LM 3,3.- Bernardo de Besa añadió, el primero, en su libro De laudibus b. Francisci, al nombre de Bernardo, el apellido «de Quintaval» (Analecta Franciscana, III, p. 667).

[17] - 1 Cel 24.- Véase también la Vita Fr. Bernardi en Analecta Franciscana, III, pág. 35 y sigs.- Allí se lee también que Francisco pasó dos años tenido comúnmente por imbécil y loco (stultus et phantasticus) y que Bernardo le invitó a su casa «a fin de averiguar su fatuidad o su santidad». En el solar que ocupaba la casa de Bernardo de Quintaval, en Asís, se alza ahora el Palazzo Sparaglini, que da a la plaza del Obispado.-

[18] - «Cuando Gil era todavía seglar, oyó a sus padres contar la aventura de la conversión de Bernardo, ocho días después de aquel en que había tenido lugar» (Vita fr. Aegidii, en Analecta Franciscana, III, p. 75.

[19] - La fuente principal para la vida de Gil es su biografía escrita, según Salimbene, por Fray León. Desgraciadamente no poseemos más que fragmentos de ella, esparcidos por otras obras; el más extenso es el que trae la Chronica XXIV Generalium (l. cit., págs. 74-75), cuya traducción italiana se puede leer en la mayor parte de las ediciones de los Fioretti. Otros más breves se citan en Acta sanctorum, abril III, pp. 118 y sigs., según un manuscrito de Perusa, y han sido reproducidos por Lemmens en sus Docum. ant. franc., I (Quaracchi, 1901). Finalmente, otros cuatro han sido recosidos en los Actus b. Francisci. Hay también una colección de Dicta b. Aegidii, reunidos por sus discípulos y publicados por los bollandistas, y recientemente por los PP. de Quaracchi en 1905. Véase la obra alemana del P. Gisbert Menge, Der Selige Aegidius vom Assisi (Paderborn, 1906). TC 32-33 y 44; 1 Cel 25 y 30; LM 3,4; EP 36.-

[20] - 1 Cel 40; TC 37-40.- En la Vida de Fray Gil, cap. II, leemos que «este hermano fue un día llamado por cierto hombre; acudió él inmediatamente, creyendo que le iba a dar limosna; pero lo que le puso en la mano que le tendía suplicante no fue sino un par de dados, con que le invitaba a jugar con él; a lo que Gil respondió humildemente: "Dios te perdone, hijo mío"». Asimismo en las Florecillas, cap. V, se cuenta que hubo gentes que «acercándose a Fray Bernardo, en Bolonia, le tiraban de la capucha hacia atrás o hacia adelante, mientras otros le arrojaban puñados de tierra y aún guijarros...; pero a todas estas injurias él respondía con la más alegre paciencia». El Anónimo de Perusa cuenta que a veces los hermanos pasaban la noche en iglesias abandonadas.

[21] - Cf. 1 Cel 26; LM 3,6. Véase el siguiente pasaje de las Revelaciones de Santa Brígida: «Francisco alcanzó la verdadera contrición de todos sus pecados y la sincera voluntad de corregirse, diciendo: Nada hay en el mundo a que yo no renuncie de buen grado por amor y en honra de mi Señor Jesucristo; ninguna dureza hay en esta vida que yo no abrace y sufra gustoso por amor de mi Señor, por cuya gloria yo quiero hacer todo lo que pueden mis fuerzas de cuerpo y alma, y quiero procurar que hagan todos los demás hasta donde me será posible, animándolos a amar a Dios con todo el corazón y sobre todas las cosas». Este pasaje nos demuestra cuán claramente veía la estática de Suecia en el perdón de los pecados la inspiración de una vida nueva y la consecución de una voluntad perfecta de ejecutar el bien: inspiratio amoris.

[22] - Waddingo, Ann., 1210, p. 80.- Debo agregar que la fuente de donde ha tomado Waddingo este relato es bien poco segura. Cfr. Acta SS., oct. II, p. 589, n 231.

[23] - San Buenaventura cuenta que, habiendo Morico enfermado gravemente en su convento de San Salvador, le sanó Francisco con sólo darle a comer un pedazo de pan empapado en el aceite de la lámpara que ardía ante el altar de la Virgen de la Porciúncula, y que, en reconocimiento de tan milagrosa curación, se agregó a la nueva orden, donde se señaló siempre por la austeridad de su vida ascética, no comiendo más que hierbas, legumbres y frutas crudas, y absteniéndose del pan, del vino, etc. (LM 4,8). Del antiguo establecimiento de los Crucígeros en Rivotorto quedan aún dos vestigios, que son las dos capillitas de San Rufinello de Arce y Santa María Magdalena, ambas más parecidas a la Porciúncula que la gran iglesia franciscana edificada mucho más tarde con el antiguo nombre de Rivotorto.

[24] - 1 Cel 39-41; TC 41-45; AP 25-29. Cf. las Florecillas, cap. III, que refiere cómo Francisco se castigó un mal pensamiento que había tenido contra Fray Bernardo, mandándole que le pusiese el pie en la boca por tres veces. Más severa pena se impuso a sí mismo Fray Bárbaro por unas palabras malas que se le escaparon (2 Cel 155).

[25] - Algunos biógrafos modernos deducen equivocadamente, por el orden en que se desarrollan los hechos en la narración de Celano, que este episodio relativo al emperador Otón tuvo lugar después del viaje de Francisco y sus hermanos a Roma, viaje que, por este motivo, adelantan a 1209. Ahora bien, Fray Gil se unió a Francisco y a sus hermanos el 23 de abril de 1209, por lo que las dos misiones, la de las Marcas y la del valle de Rieti, fueron posteriores a esa fecha. Esas misiones duraron ciertamente algunos meses, y sabemos que, desde finales de mayo de 1209, Inocencio III dejó Roma para ir a Viterbo, de donde no regresó a Roma hasta octubre, para coronar a Otón. Por todo ello, el viaje de los frailes a Roma tuvo que ser después de la coronación del emperador. En conclusión, la fecha más probable para este viaje es el verano de 1210. Cf. Waddingo, Ann., 1210. AF III, p. 5, n. 8; y Sabatier, Vie de Saint François, p. 100, n. 1.

[26] - TC 43; AP 27. Francisco fue el primero en sustituir en el Breviario Romano la invocación general de «todos los Apóstoles» por la particular de «los dos Apóstoles romanos Pedro y Pablo». Véase Bernardo de Besa en Analecta, III, p. 672.

[27] - Este prelado, vástago de la ilustre familia de los Colonna, había sido creado Cardenal por Celestino III (Waddingo, Ann., 1210, n. 7).


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