¡Dios te salve María!
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ocuparse de Francisco y de su causa. El mismo Francisco nos dice, según el Espejo de Perfección: «En los primeros tiempos de mi conversión, Dios inspiró al Obispo de Asís a fin de que me aconsejara y me animara en el servicio de Cristo». En la Leyenda Mayor de San Buenaventura (3,9), cuando relata la visita de San Francisco a la curia romana, Jerónimo de Áscoli, ministro general y después papa con el nombre de Nicolás IV, intercaló un texto según el cual Inocencio III despachó indignado al siervo de Dios como si le fuera desconocido. Pero a la noche siguiente el Pontífice tuvo en sueños la visión de un arbusto que se transformaba en grandioso árbol, representando al pobre Francisco. Llegada la mañana, Inocencio ordenó que buscaran a aquel pobre, que se encontraba en el hospital de San Antonio, junto a Letrán, y dispuso que lo trajeran de inmediato a su presencia. Sabatier reprocha al Cardenal Juan el haberse aprovechado de la estancia en su casa de Francisco y sus compañeros para informarse minuciosamente, en su calidad de representante de la Curia pontificia, de las ideas y proyectos de los nuevos cofrades. Pero, dado que el hecho fuera cierto, el reproche carece en absoluto de fundamento, porque la Iglesia atravesaba en aquel entonces por tan graves y difíciles circunstancias, que toda medida prudente venía a ser para sus jefes de todo punto obligatoria. Es dar de la Edad Media una idea absolutamente falsa, hablar, como suele hacerse a menudo, «del poder de la Iglesia» en aquel período; y semejante expresión es todavía más inadmisible tratándose del pontificado de Inocencio III; porque, a la verdad, ni el siglo de la Reforma ni el de la Revolución han sido tan hostiles al Papa y a la Iglesia como lo fueron los primeros años del siglo XIII. Hoy día nadie se atrevería a cometer contra la persona del Papa los desacatos que tantas veces tuvo que soportar Inocencio. Él mismo refiere que el sábado santo 8 de abril de 1203, mientras iba de la iglesia de San Pedro a la de Letrán, se vio, no obstante la corona papal que llevaba sobre su cabeza, acometido del pueblo, que le llenó de ultrajes tan groseros, que su pluma se resiste a consignarlos. Ya en 1188 el pueblo de Roma, adelantándose a los futuros terroristas franceses, había suprimido la cronología cristiana, reemplazándola por la nueva era que empezaba en la restauración del Senado romano en 1143. Repetidas veces fue Inocencio expulsado de Roma, tomada y declarada propiedad comunal la torre que él y sus hermanos construyeran para su refugio y cuyos restos imponentes llevan todavía el nombre de familia de Inocencio, Torre dei Conti. El año 1204, en los meses de mayo a octubre, presenció el Papa, encerrado en San Juan de Letrán, la horrenda devastación de Roma perpetrada por sus enemigos los Capocci, que se habían apoderado de ella. Igual suerte corrían el poder y la autoridad de Inocencio en los escasos restos de los antiguos Estados pontificios que los Hohenstaufen se habían dignado dejar al trono de San Pedro. Para escapar al dominio temporal del Papa, las ciudades de la Italia central se rebelaban a la continua contra su supremacía espiritual, rompiendo formalmente la unidad de la Iglesia. En Orvieto, por ejemplo, los partidarios de la independencia eligieron por jefe al albigense Pedro Parenzi, que había dado muerte al podestá enviado por Inocencio. Viterbo nombró cónsules a unos herejes declarados, a despecho de todas las amenazas y prohibiciones del Papa. Narni, que había destruido la pequeña ciudad de Otrícoli, permaneció excomulgada cinco años, y no le importó un ardite tan tremendo castigo. Con la misma sangre fría la república de Orvieto desestimó las intimaciones del Papa cuando en 1209 saqueó e incendió a su vecina Acquapendente. El clero y los Obispos de Cerdeña mostraban tal hostilidad contra el Papa y su legado Blas, que en 1202 se vio éste materialmente sitiado por hambre, y poco después la gibelina Pisa arrebató al Papa la posesión de la isla. Hasta el fruto de sus victorias se le disputaba a Inocencio sin sombra de respeto. Cuando Conrado de Ürslingen vino a Narni para hacer donación al Papa de la ciudadela de Asís, los habitantes de esta ciudad destruyeron el fuerte antes que Inocencio pudiese posesionare de él, y el Papa, lejos de pensar en castigar semejante desacato, no quiso ni entrar en Asís cuando en 1198 fue a recibir los homenajes de las ciudades umbrianas. En los momentos precisos en que Francisco se hallaba en Roma, todo el mundo estaba en abierta rebelión política y espiritual contra la autoridad pontificia, ni más ni menos que ha acontecido tantas veces en siglos posteriores. En aquellas sectas, más o menos contagiadas de política, que pululaban entonces a través de Europa, encontramos a cada paso tipos acabados de puritanos, independientes, iluminados, radicales y francmasones. Incontables son los fundadores de sectas nuevas y heréticas que nos presenta la historia de la Iglesia en los comienzos del siglo XIII: ahí el asceta Pedro Valdo con sus «pobres de Lyon»; ahí panteístas de orgía, como David de Dinand y Orliebo de Estrasburgo; ahí los satanistas de la «familia de amor», cuyos miembros celebraban conventículos y misas negras en la misma Roma. De todas estas sectas la de los albigenses era la más peligrosa. Por los años de 1200 la encontramos ya esparcida por toda la Europa, desde Roma hasta Londres, desde España hasta el Mar Negro, pero principalmente en las regiones que riega el Danubio en su curso inferior, en el norte de Italia, en el mediodía de Francia y en ciertos lugares de la cuenca del Rin. Estos herejes penetraban en los diversos países con distintos nombres: en las riberas del bajo Danubio se apellidaban búlgaros o publicanos; en Lombardía, patarenos o gazarenos; y en el sur de Francia, cátaros o albigenses (de la ciudad de Albi). Pero en todas partes enseñaban una misma y sola doctrina, que venía a reducirse a la resurrección del antiguo dualismo maniqueo. Los bogomiles y paulicianos búlgaros se emparentaban directamente con los sectarios de Manes. La doctrina filosófica de los albigenses se basaba en el antiguo principio pagano de la dualidad de dioses: el dios bueno, creador de las almas, y el dios malo, creador del mundo corpóreo. Enseñaban que el hombre debía preservarse de todo lo corpóreo y rechazaban, en teoría, el matrimonio, la vida de familia y todo lo que les parecía inconciliable con la espiritualidad pura; de donde el nombre de cátaros o limpios, con que ellos mismos se llamaban, llegando algunos, en su celo fanático, hasta buscar la muerte con ciego apasionamiento. Pero la práctica del mayor número era muy otra, pues autorizaban el matrimonio, y algunos hubo como los luciferianos alemanes, cuya rigurosa continencia teórica degeneró en monstruosa carnal licencia. Semejantes herejes tenían que ser, tanto por su doctrina filosófica como por su vida práctica, enemigos natos de la Iglesia católica, que luchaba a brazo partido por conservar firme y entera una de las bases de la civilización cristiana, es a saber, el monismo teológico, aunque por mucho tiempo no echó mano en su defensa más que de las armas espirituales. La unidad de Dios: he ahí el principio por cuyo triunfo combatía la Iglesia, y en verdad que logró salir airosa del empeño. Entre el maniqueo y el cristiano mediaba todo un abismo; porque mientras a aquél se le antojaba impura y maldita la vida, obra de un demonio la naturaleza, y el deseo de vivir detestable crimen, para éste la creación era una verdadera obra de arte, pura y santa, efecto de la voluntad creadora del supremo Amor, no siendo las manchas que la afean, sino obra exclusiva de la miseria y del pecado del hombre. Por donde se ve con cuánta razón quería Roma saber de cual lado del abismo se inclinaban Francisco y sus hermanos, y si su riguroso ascetismo provenía del orgullo cátaro o de la humildad evangélica. Esto sin contar con que los nuevos penitentes venían de Asís, circunstancia que debía necesariamente suscitar desconfianza en los ánimos católicos, por cuanto Asís era una de las comunidades italianas donde los cátaros se habían adueñado del poder público, eligiendo en 1203 a un albigense por su podestá. Sobraban, pues, motivos para temer que fuese Francisco del mismo linaje y cepa que Pedro Valdo, cuyo ideal de vida había sido también, como el suyo, la pobreza evangélica. Aquel famoso comerciante lionés obtuvo en 1179, de Alejandro III, el permiso de predicar al pueblo la conversión y de vivir en pobreza apostólica; pero muy luego, en 1184, Lucio III se vio obligado a excomulgarle con sus compañeros, por rebeldes con la autoridad eclesiástica y renovadores del donatismo, permaneciendo dentro de la iglesia sólo unos cuantos valdenses acaudillados por el español Durando de Huesca. No fue larga, empero, la inquisición que tuvo que hacer el Cardenal Juan para descubrir con toda evidencia que Francisco no adolecía de ninguno de los errores valdenses. Porque la existencia de un Dios único era el fundamento de la piedad de Francisco, así como lo es de toda la teología católica. Precisamente en el Concilio de Letrán de 1215 se afirmó la doctrina de la unidad de Dios contra la herejía de los cátaros. No hay más que un solo Dios, el Dios de la creación y de la redención, el Dios de la cruz y de la gloria, el Dios de la naturaleza y de la gracia; Dios no es más que uno, como es uno el universo, como es uno el cielo; un solo Dios es alabado y bendecido en todos los dominios de la vida y del movimiento, desde el gusano de la tierra hasta el serafín glorioso, al través de las eternidades. Francisco sentía con toda la intensidad de su ser este principio esencial; lejos de ser un maniqueo renegador de la vida, la amaba entrañablemente como cristiano, no sólo en su manifestación natural con su pureza, sus bondades y encantos, su íntima dulzura, sino en toda la plenitud de la divina esencia; por donde venía a diferenciarse toto coelo de aquellos otros caracteres soberbios que se daban los nombres de puros, perfectos y elegidos, mientras en la realidad, como sucede con todos los soberbios, fluctuaban entre los dos extremos del sacrificio inútil y de la más horrenda degradación. Los cátaros que habían recibido el que llamaban «bautismo del espíritu», consolamentum, se intitulaban perfectos o elegidos. San Francisco nos da una idea muy neta de su doctrina religiosa sobre la unidad de Dios en el capítulo último de su primera Regla. El espíritu de Francisco nada tenía de negativo ni de crítico; la única crítica que ejercía era la de sí mismo. Por este lado también difería radicalmente de Valdo y sus secuaces. Un historiador moderno ha dicho hermosamente que «Francisco predicaba la bienaventuranza; Valdo, la ley; Francisco, el amor de Cristo; Valdo, sus prohibiciones; Francisco rebosaba gozo de Dios; Valdo castigaba los pecados del mundo; Francisco reunía en torno suyo a los que anhelaban salvarse, dejando a los demás que siguiesen su camino; Valdo no hacía otra cosa que condenar a los impíos y atacar las costumbres del clero» (Schmieder). La actitud a que se refieren las líneas que he citado es absolutamente propia y particular de Francisco de Asís y constituye su esencial diferencia de todos los otros reformadores de su tiempo, aun de aquellos que mostraban sentimientos respetuosos para con la iglesia, quienes, como Roberto de Arbrissel, por ejemplo, cedían siempre a la tentación de emplear su crítica contra los vicios ajenos, en vez de hacerla servir a extirpar los propios. Francisco advirtió desde un principio, con un tacto maravillosamente certero, que todas las reformas generales serían vanas y estériles mientras no se empezase por la reforma del individuo, y esta clara visión de las cosas le permitió llevar a cabo la renovación universal de las costumbres, que inútilmente habían intentado las excomuniones de los Papas y las acérrimas invectivas de los otros predicadores laicos; y así el mundo pudo palpar una vez más la exactitud de aquella sentencia inspirada: que Dios no se manifiesta en el fragor de la tempestad, sino en la calma del silencio y del recogimiento. Este carácter profundamente individual de Francisco no podía escaparse a la penetración del Cardenal Juan, quien adivinó en seguida que tenía delante de sí a un hombre absolutamente despojado de sí mismo que, no por vana palabrería ni muchos menos por vana jactancia, sino con toda sencillez, decía de sí mismo y de sus proyectos: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de las almas». E inculcaba a sus hermanos: «Así que estad sumisos a los prelados y evitad, en cuanto de vosotros dependa, un celo desordenado. Si sois hijos de la paz, ganaréis al clero y al pueblo, y esto es más agradable a Dios que ganar al pueblo sólo con escándalo del clero» (EP 54). En consecuencia, pocos días después, el Cardenal se presentó al Papa y le habló en estos términos: «He encontrado a un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» (TC 48). Acto seguido, los hermanos de Asís tuvieron acceso al Papa, quien mandó a Francisco exponer su programa, y cuando le hubo escuchado, contestó: «Hijo mío, la vida que tú y tus hermanos lleváis es demasiado dura. Yo no dudo que, llevados de vuestro primer entusiasmo, podáis continuar en ella; pero es menester que penséis en los que os sucederán, que acaso no tendrán el mismo celo ni la misma exaltación entusiasta que vosotros». A esto respondió Francisco: «Señor Papa, yo me remito en todo a mi Señor Jesucristo. Él, que nos ha prometido la vida eterna y la celeste bienaventuranza, ¿cómo nos va a negar una cosa tan insignificante cual es lo poco que necesitamos para vivir sobre la tierra?» Inocencio replicó entonces con estas palabras, en que nos parece descubrir cierta sombra de sonrisa: «Hijo mío, lo que tú dices es muy verdadero; pero no olvides que la naturaleza humana es débil y raras veces se mantiene por mucho tiempo en un mismo estado; ve, pues, hijo mío, a pedir a Dios que te revele hasta qué punto tus deseos están conformes con su voluntad». Francisco y sus hermanos se despidieron de Inocencio y éste expuso el negocio a los Cardenales en el próximo consistorio. Muchos de aquellos experimentados varones manifestaron, como era de esperarse, vehementes dudas y opusieron objeciones contra la nueva Orden, cuyos principios les parecían fuera del alcance de las fuerzas humanas. Porque, en verdad, la Orden que Francisco quería fundar no era meramente contemplativa, es decir, no perseguía un ideal solitario, con el cual sí podía, en opinión de dichos Cardenales, conciliarse la práctica de la absoluta pobreza: el ideal de San Francisco era la vida apostólica, y señaladamente el ministerio de la predicación; y ¿cómo iban a desempeñar tan ardua tarea unos hombres que no contaban para vivir más que con un escaso e inconstante salario, o con la limosna que pedían de puerta en puerta? También los valdenses habían escrito en su programa la pobreza evangélica; pero entre ellos había legos que proveían con un trabajo a las necesidades de los predicadores. Los miembros de la secta de los Humillados, afines de los valdenses por su espíritu y aspiraciones, traían su origen de una compañía de tejedores lombardos; trabajaban según el sistema comunista: reservaban para sí lo estrictamente necesario y el resto lo distribuían entre los pobres. Tenían más semejanza con las ideas de Francisco los «Pobres Católicos», miembros de una comunidad fundada por el cátaro alemán, convertido, Bernardo Primus. Estos vivían del trabajo de sus manos, por el cual no recibían ningún dinero, sino sólo víveres y vestidos. En rigor todo esto podría practicarse en tanto que las obligaciones de la orden o de la comunidad fueran solamente la oración y el trabajo. Pero Francisco había venido a Roma a solicitar del Papa la facultad de predicar, y si esta predicación franciscana había de ser algo más que la de los predicadores legos, era menester que se basase en estudios preparatorios, los cuales, a su vez, por someros y elementales que se les supusiese, exigían habitaciones fijas, vida común y claustral. Ahora bien, ¿cómo habría sido posible edificar claustros y mantener en ellos religiosos, fundando la orden sobre la base de una pobreza absoluta? Las reglas de las órdenes fundadas antes imponían también a sus profesores la pobreza, mas no era en el mismo grado en que la quería profesar Francisco. Es cierto que la regla benedictina ordenaba que el que había de abrazarla «diese antes a los pobres los bienes que poseyera» (cap. 58); que San Bernardo de Claraval habla en varias de sus epístolas en términos netamente franciscanos «de la santa pobreza» y desprecia «el oro y la plata, ese pedazo de tierra blanca o roja que no debe su valor más que a la humana insensatez».[1] Todo eso es verdad, pero también lo es que la existencia de un convento cisterciense como la de una abadía benedictina se funda sobre la existencia comunista del principio de la propiedad territorial. El monje no posee individualmente sino lo que el abad le concede; pero su voto de pobreza no quita que su convento posea bienes en común, antes al contrario, la propiedad material le es indispensable para que sus moradores puedan entregarse libremente a sus tareas espirituales sin cuidarse ni mucho ni poco de su corporal subsistencia. Francisco pensaba de un modo totalmente diverso, porque estimaba que lo que Pedro y Pablo habían podido practicar y recomendar a sus respectivos discípulos era todavía posible, es a saber, anunciar al mundo el Evangelio y vivir del propio trabajo y, si éste no da, de los dones de Ia caridad pública. Los Apóstoles nunca buscaron asilo seguro y quieto entre las cuatro paredes de un claustro, y Francisco quería imitar su ejemplo, renunciando a las ventajas de que aquellos incomparables maestros carecieron. Si bien es cierto que tales deseos de Francisco suscitaron la más fuerte oposición en el Colegio de los Cardenales, todas las objeciones se deshicieron ante la siguiente sencilla observación del Cardenal Juan Colonna: «Este hombre no pide más sino que se le permita vivir conforme al Evangelio; si nosotros damos en declarar que tal conformidad es imposible a las fuerzas humanas, por el mismo caso vendremos a establecer que la vida evangélica es impracticable, con lo que haremos gran ofensa al mismo Jesucristo, primero y único inspirador del libro sagrado». Estas palabras decidieron el triunfo en favor de Francisco, quien fue otra vez llamado a San Juan de Letrán. En la noche que precedió a esta segunda entrevista del Santo con el Papa, fue cuando éste tuvo aquel sueño misterioso en que le pareció que, estando él en su palacio de Letrán en el ángulo llamado Speculum (por la amplia vista que se goza desde ese punto), contemplando la soberbia basílica, «cabeza y madre de todas las iglesias», consagrada a los dos Juanes, Bautista y Evangelista, he aquí que de repente observó con asombro que el enorme edificio vacilaba, que se inclinaba de un lado la torre, que los muros empezaban a crujir y que la antigua basílica de Constantino amenazaba convertirse en una informe masa de escombros. Embargado por el espanto, incapacitado para mover las manos, el Pontífice no hacía más que mirar desde su palacio el espantoso peligro; quería gritar para pedir auxilio y no podía; tiraba a juntar las manos para orar y... ¡vano empeño! De súbito aparece en la plaza de Letrán un hombrecillo de humilde continente, vestido a la campesina, desnudos los pies y ceñida de tosca cuerda la cintura, quien al punto se dirige con toda resolución hacia el bamboleante edificio y, sin parar mientes en el riesgo que corre de ser aplastado por la gigantesca mole, aplica el hombro a una de las murallas que ya se venía al suelo. ¡Caso extraordinario! Fue aquello como si el raquítico y desmedrado auxiliador cobrase estatura y fuerzas equivalentes a la del muro desplomado; le aplicó las espaldas por la parte vecina al techo; hizo un enérgico movimiento hacia arriba y enderezó el muro, dejando toda la iglesia más firme y esbelta sobre su base que antes estaba. Profunda sensación de alivio sintió el Papa al ver tan oportuno y eficaz remedio. Pero en el mismo instante el hombrecillo se volvió hacia él. Inocencio pudo ver que el que por modo tan maravilloso había impedido la ruina de la cabeza y madre de las iglesias no era otro que Francisco, el penitente de Asís (LM 3,10). Cuando éste, al día siguiente, se presentó al pontífice, le hizo un discurso cuidadosamente preparado con antelación: «Señor Papa -le dijo-, voy a contaros una alegoría. Érase una doncella muy hermosa, pero muy pobre, que moraba en lo más apartado del desierto. Un día fue a verla el rey de la comarca y, prendado de su belleza la tomó por esposa con la esperanza de que ella le daría una hermosa descendencia. Verificado el casamiento se realizaron plenamente los anhelos del rey, pues la pobre esposa le hizo padre de numerosos hijos en que ella reprodujo con creces su hermosura. Cierto día se puso a razonar consigo misma: "¿Qué voy a hacer yo con estos hijos que he dado a luz? ¿Cómo los mantendré, siendo tan pobre como soy?" Pero luego se le ocurrió una idea y llamó a sus hijos y se la comunicó, diciéndoles: "No temáis, sois hijos de un gran rey. Id, pues, a su corte que él os dará todo que habéis menester". Ellos obedecieron, y cuando llegaron a la presencia del rey, éste quedó maravillado de su belleza, y viendo que se le parecían mucho, les pregunté: "¿De quién sois hijos?". A lo que ellos respondieron que eran hijos de la pobre mujer que habitaba en medio del desierto. Entonces el rey los abrazó con gozo grande de su corazón y les dijo: "No temáis, sois mis hijos. Yo siento cada día a mi mesa una muchedumbre de forasteros: ¡con cuánto mayor gusto os acogeré a vosotros, que sois mis hijos legítimos!" Y en seguida mandó decir a la mujer del desierto que le enviase todos los niños, que él desde ese momento se encargaba de su crianza y educación».[2] «Señor Papa -continuó Francisco-, yo soy esa mujer del desierto. Dios en su misericordia infinita se dignó bajarse hasta mí, y yo le he engendrado hijos en Cristo. El Rey de los reyes me ha asegurado que la vida de todos mis descendientes corre de su cuenta; porque si alimenta con tanto cuidado a los extraños, ¿con cuánto más esmero no cuidará de los de su casa? Dios concede abundancia de bienes temporales a los hombres del mundo en vista del amor que ellos tienen por sus hijos: ¡con cuánta más largueza no derramará sus dones sobre aquellos que sigan y practiquen su Evangelio y con quienes por ende El se ha comprometido a mostrarse siempre paternal!» Tales fueron las razones de Francisco, e Inocencio comprendió que no las dictaba la sabiduría de este mundo, sino el espíritu de Dios. Volviéndose, pues, a los Cardenales que estaban presentes, dijo en tono solemne e inspirado: «En verdad, este hombre es el escogido por Dios para restaurar su Iglesia». En seguida se levantó, abrazó a Francisco y le dijo a él y a sus compañeros: «Hermanos, id con Dios y predicad a todas las gentes el Evangelio de la conversión según que Él os inspire. Cuando por la virtud del Altísimo os hayáis multiplicado, venid a mí sin temor alguno y me hallaréis dispuesto a favoreceros todavía más y a confiaros más altas empresas» (1 Cel 33; TC 51). A estas palabras del Pontífice todos los hermanos cayeron de rodillas a sus pies y le juraron obediencia; en seguida los once la prestaron a Francisco como a su jefe. A él sólo le otorgó el Papa la licencia de predicar, pero con facultad de trasmitirla a los demás. Antes de retirarse los autorizó Inocencio para recibir la tonsura clerical, que después les confirió el Cardenal Juan y que debía ser el signo externo del permiso de predicar la palabra de Dios.[3] Hecha otra visita a la tumba de San Pedro y San Pablo, Francisco y sus hermanos dejaron Roma y emprendieron la vuelta a su patria a través de la campiña romana y de las cumbres azuladas del monte Soracte. Caminaban con paso apresurado, llenos de gozo, anhelando hallarse otra vez en su medio habitual practicando de nuevo la vida y trabajos cuya consagración eclesiástica acababan de impetrar del Vicario de Jesucristo en la tierra. Capítulo III - Rivotorto
Después de atravesar la campiña romana en medio de los ardores de la canícula meridional, Francisco y sus compañeros llegaron a las cercanías de Orte, al punto donde hoy se reúnen las dos líneas férreas que, por uno y otro costado de los Apeninos, bajan del monte a Roma. Allí, en un paraje montuoso, regado por las aguas rápidas, medio grises, medio verdosas del Nera, tomaron nuestros viajeros un descanso de quince días. Era tan bello este lugar, dice Celano, que los hermanos estuvieron a punto de renunciar al tenor de vida cuya aprobación pontificia acababan de obtener. Se procuraban el pan cotidiano mendigándolo de puerta en puerta por las calles de Orte, y varias veces les aconteció recoger tan abundante limosna que les sobró para el día siguiente, cosa contraria a los planes de Francisco. Pero en aquel desierto, antiguo sepulcro etrusco, no había nadie con quien compartir las sobras, y por eso se vieron forzados a aprovecharlas ellos. Era, pues, muy natural que les encantase aquella vida solitaria, apartada del bullicio mundano, en medio del silencio de los bosques; y así fue que entraron en serias dudas de si no les convendría más quedarse allí, entregados totalmente a la contemplación ascética, que no volver de nuevo al trato de los hombres, a comunicar con el mundo (1 Cel 34-35). Todo el que haya visitado alguna vez aquella región montañosa de Italia comprenderá sin esfuerzo cuán vehemente sería semejante tentación. Porque es cierto que aquella naturaleza agreste tiene en sí algo que convida poderosamente al retiro y a la meditación: en sus cóncavas rocas encuentra el asceta ermitas naturales; el clima no es nunca demasiado fuerte, aunque el invierno suele arreciar a veces más de lo que se cree; escaso alimento basta al cuerpo para sustentar sus fuerzas. Aún hoy día la gran masa del pueblo italiano vive casi exclusivamente de pan y vino, y el solitario, que no tiene vino o lo rehúsa, tiene por doquiera para apagar su sed dulces fuentes, límpidos y risueños arroyuelos. Por eso causa una impresión de todo en todo italiana la lectura de aquel capítulo de las Florecillas en que Francisco y Maseo comen su mendigado pan sentados a una gran piedra, junto a una fuente cristalina, dando gracias a Dios desde el fondo de sus corazones por el don de la vida, por la dicha que les otorga de poder gozar del sol bajo el azul del cielo transparente y saciar el hambre y apagar la sed servidos por la Señora Pobreza, con alimentos sencillos y sanos (Flor 13). Así se explica el hecho de que la historia de los santos italianos esté llena de biografías de solitarios. En una gruta vecina al monte Subiaco empezó San Benito su carrera, orando, ayunando y reduciendo su cuerpo a tal extremo, que los pastores que lo descubrieron lo tomaron en un principio por animal salvaje. Un siglo después de San Francisco, la ciudad de Sena vio también a tres de sus más nobles e ilustrados jóvenes trepar las alturas, cubiertas de cipreses, del Monte Oliveto para vestir el hábito blanco de los ermitaños benedictinos. Cualquiera comprende, pues, cuán mágico atractivo tendría para Francisco y sus compañeros semejante vida, entregada toda a la oración y a la penitencia en aquel apartado valle de los montes Sabinos, donde no se oía más rumor que el canto de los pájaros y el murmullo de los torrentes. Pero aquello era simple tentación, y quedó vencida. Francisco, dice su primer biógrafo, no se fiaba nunca de su propio y personal parecer, sino que recurría siempre a Dios en la oración, y así lo hizo ahora también, y Dios se dignó otra vez revelarle que no debía vivir para sí solo, sino consagrare a redimir las almas del poder de Satanás y conducirlas al rebaño de Cristo. Dejaron, pues, los hermanos aquel encantador paraje, siguieron su camino y bien pronto se hallaron en su nativo valle de Espoleto, instalados de nuevo en su cabaña de Rivotorto, a la sombra del bosque que rodea la capilla de la Porciúncula. Allí tuvieron, poco tiempo después, el gozo inefable de recibir en su compañía al avaro sacerdote de Asís, Silvestre, a quien, según queda apuntado más atrás, había hecho honda impresión la generosidad de Francisco y de Bernardo en la plaza de San Jorge. Desde entonces empezó a reflexionar y cambió de opinión respecto del objeto de la vida terrena. Una noche vio en sueño una gigantesca cruz, cuyos brazos abarcaban el mundo entero y cuyo tronco salía de la boca de Francisco: misteriosa visión que le hizo comprender cómo la hermandad por éste fundada era de inspiración divina e iba a extenderse por todo el orbe. Después vaciló todavía algún tiempo y, al fin, acabó por decidirse a solicitar ser admitido en el seno de la santa sociedad; por donde vino ésta a contar entre sus miembros el primer sacerdote (TC 31; LM 3,5). De regreso en Asís, con el corazón más libre gracias a la autorización apostólica que había alcanzado, Francisco se entregó de nuevo a la tarea de las misiones que ya había emprendido antes de su viaje a Roma. A tenor de la facultad obtenida, su predicación se limitaba estrictamente a las cuestiones morales y sociales: predicaba al pueblo la conversión, el abandono del mal, la práctica del bien, la paz con Dios y con el prójimo. A la intervención de su Obispo Guido debía el derecho de predicar en la catedral de Asís; por lo cual escogió este sitio para empezar la exposición del ideal cristiano, haciéndolo sin temor y sin ambages; porque, como dicen sus biógrafos, nada aconsejaba a los demás que no practicase él primero (1 Cel 36; TC 54). Sería injusto aplicar a Francisco el trillado proverbio de que «nadie es profeta en su tierra»; que él lo fue en la suya, demasiado lo prueba el aumento prodigioso del número de hermanos a partir de aquella fecha. «Muchos hombres de la ciudad, nobles y plebeyos, clérigos y laicos, impulsados del espíritu de Dios, renunciaron al mundo y sus cuidados y entraron por la senda que el Santo acababa de abrirles» (TC 54). Y la mayor parte de estos discípulos eran de Asís y sus alrededores. Francisco fue, pues, profeta en su patria. La influencia de las predicaciones de Francisco en la iglesia de San Rufino llegó hasta los corazones más refractarios. Fue aquello, según las poéticas comparaciones de Celano, como cuando surge en el horizonte esplendorosa estrella, como una espléndida mañana después de tenebrosa noche, como el risueño despertar de la naturaleza al soplo fecundador de la primavera. Aquella región, añade este biógrafo, experimentó un cambio radical bajo la acción de Francisco, que pasó por ella como un río benéfico, derramando por todas partes la fertilidad y la abundancia moral, haciendo germinar virtudes allí donde no había más que vicios y pasiones. No hay duda de que estas metáforas cuidadosamente elaboradas se le ocurrieron a Celano con ocasión de un suceso que cambió profundamente la situación social de Asís, y que, a todas luces, se debió a las predicaciones de Francisco. Me refiero a la reconciliación entre la clase alta y la clase baja, los majores y los minores de la sociedad asisiense, que se realizó en noviembre de 1210 en la sala mayor del palacio comunal. Aún se conserva el documento que entonces se redactó y que empieza así: «En el nombre de Dios. Amén. »Que la gracia del Espíritu Santo sea con vosotros. »Para la gloria de nuestro Señor Jesucristo, de la bienaventurada Virgen María, del emperador Otón y del duque Leopoldo». A esta introducción sigue una larga serie de artículos, el más importante de los cuales reza así: «Entre los majores y los minores de Asís se pacta una alianza perpetua sobre las siguientes bases: Ninguna otra alianza se podrá llevar a cabo sin el mutuo consentimiento de las dos partes que suscriben la presente, ni con el Papa, sus nuncios o legados, ni con el Emperador o el rey, sus nuncios o legados, ni con ninguna ciudad o fortaleza, ni con gran señor alguno; sino que majores y minores andarán siempre de acuerdo en todo lo que mira al honor, bienestar y progreso de la ciudad». Esta especie de Carta Magna de Asís declara en seguida que todos los habitantes de la ciudad que hasta entonces estaban sujetos a servidumbre, quedaban en libertad mediante el pago de cierta suma que debía entregarse a los cónsules, en caso de rehusar recibirla el dueño legal del manumitido. Además, los habitantes de las cercanías de Asís gozarían de los mismos derechos que los ciudadanos propiamente dichos; se aseguraba protección a los extranjeros, se fijaba definitivamente el trato que se daría a los funcionarios, se concedía amnistía plena a los cómplices de la traición de 1202, y finalmente se exhortaba a los cónsules a procurar por todos los medios posibles la terminación de la catedral, que estaba en perpetua construcción desde hacía setenta años. Recuérdese por un momento cómo se despedazaban en discordias civiles las repúblicas italianas del siglo XIII y aún de siglos posteriores, y se comprenderá la importancia que el referido pacto asisiense entrañaba para la prosperidad y bienestar pacífico de la ciudad. En otras ciudades italianas, como Arezzo, Sena, Perusa, restableció también Francisco el reinado de la paz, y la misma célebre historia del lobo de Gubbio acaso no es más que la transformación legendaria de la paz firmada entre aquella pequeña república y algún sanguinario gentilhombre, verdadera alimaña de las selvas, de ésos que tanto abundaban entonces en las montañas de Italia, donde tenían sus castillos a guisa de guaridas; todos ellos podían llevar en sus escudos esta inscripción que ostentaba en el suyo el caballero Werner de Ürslingen: «Enemigo de Dios, de la compasión y de la caridad». La escena de Francisco y del lobo de Gubbio tiene su paralelo histórico en la entrevista de San Antonio de Padua con el tirano Ezelino. A este carácter pacificador de Francisco se refiere asimismo la leyenda de la expulsión de los demonios de la ciudad de Arezzo, que representa uno de los frescos de Giotto en la iglesia superior de Asís: allí se ve a los diablos salir, en infinita variedad de horribles formas y en confuso tropel, por las chimeneas de las casas aretinas escapando y huyendo más que de prisa ante la bendición que imparte Francisco a toda la ciudad. Para nosotros, hijos del siglo XX, es cosa difícil de imaginar un espíritu malo revestido de cuerpo visible y material, como los representaban los artistas y autores de leyendas de la Edad Media; pero no por eso dejamos de sentir en determinados decisivos instantes de nuestra vida, la existencia y la presencia funesta de esos malos espíritus. Horas hay en que vemos con toda claridad cuán grande es «el poder de las tinieblas», que sentimos, no sólo en nuestro interior, sino también en derredor nuestro; hay horas en que no parece sino que una voz incorpórea murmurase en nuestro oído; que una mano hercúlea, encallecida en los yunques del infierno, se apoderase de la nuestra; que oyésemos una orden terminante, imperiosa, irresistible, que nos dice sin cesar: «¡Di esto, haz aquello!» ¡Ay! ¡Cuántos hogares no se ven por este mundo, donde se anhela con ansias vehementes la aparición de un amigo de Dios que, desde el umbral de la casa, imparta con voz de soberano imperio la misma orden que el compañero de Francisco impartió desde las puertas de la ciudad de Arezzo!: «¡En nombre de Dios todopoderoso, y de su siervo Francisco, os conjuro, malignos espíritus, a que huyáis lejos de aquí!» (LM 6,9). Hacia el mismo tiempo aconteció que un día Francisco escuchaba la lectura de la Regla de su Orden; llegado el lector al capítulo VII, a las palabras et sint minores, «sean menores», el santo le intimó pausa. Largo tiempo hacía que Francisco andaba buscando un nombre apropiado a su cofradía; porque el que hasta entonces llevaba de Viri poenitentes de Assisio, «varones penitentes de Asís», no era más que provisional, escogido para ahorrar a los hermanos el tener que dar largas explicaciones sobre el objeto de su Orden. La lectura del susodicho pasaje de la Regla le sugirió la solución que iba buscando: Sint minores, sean menores, pequeñuelos, los más pequeños de los hombres: ¡he aquí, se dijo, el nombre que me viene a mí y a los míos! Y quedó establecida la Ordo fratrum Minorum, la «Orden de los frailes menores», de los últimos, de los pequeñuelos (1 Cel 38). Tomás de Celano, en su primera biografía, describiendo la vida que hacían los hermanos en la cabaña de Rivotorto, traza un cuadro que, en limpieza de líneas y en viveza y claridad de colores, rivaliza con los más afamados de Fray Angélico. Hele aquí resumido: «Cuando por la tarde volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo largo de la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los ojos de pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de santa dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente recogidas. Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en prestarse mutuo auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que volverse a ver, ni mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre ellos ni las disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo era allí paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad. Nunca o muy raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni cesaban de dar gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se afligían por todo el mal que obraban o por las imperfecciones que cometían. Cuando a sus corazones faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían abandonados de Dios. A fin de no dormirse durante la oración nocturna, se ceñían con cinturones erizados de puntas, que al menor movimiento los clavaban y despertaban. Henchidos del espíritu de Dios, no se contentaban con el rezo del oficio divino, como los demás clérigos, sino que a la continua prorrumpían en tiernas plegarias: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos!", repetían con toda la armonía de un cántico espiritual. »El centro y el alma de aquella comunidad era naturalmente Francisco. Nada había oculto para él entre los hermanos: él leía en lo más secreto de sus corazones; todos le obedecían con una obediencia tan alta, perfecta y amorosa, que no sólo cumplían con toda puntualidad sus más insignificantes mandatos, sino que se esforzaban por adivinar sus deseos, espiando sus menores gestos, la más fugitiva expresión de su fisonomía. »El poder irresistible que el Santo ejercía sobre ellos era efecto, ante todo, de su carácter personal: era Francisco un verdadero maestro; los adoctrinaba no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo. Cuando les advertía, por ejemplo, el pecado que había en complacerse en la comida, cuando les enseñaba el deber de percatarse de la tentación que les esperaba en cada refección, le entendían sin dificultad alguna, porque junto con oírle le veían mezclar con ceniza los alimentos, o echarles agua para hacerlos aún más desabridos. Cuando los exhortaba a luchar valerosamente contra las tentaciones, a las palabras añadía la obra, arrojándose en el agua helada de un torrente en lo más crudo del invierno, para aniquilar así su molicie y deseo de bienestar. »Un hermano joven, llamado Ricerio, tenía tan alta idea de la santidad de Francisco, que siempre que éste daba su aprobación a alguna persona o cosa, él lo consideraba como signo infalible de la aprobación divina, conducta que no extrañará a quien haya tenido la buena fortuna de pasar su primera juventud al lado de una persona de relevantes cualidades morales. Pero este mismo concepto que el joven tenía de su maestro, estuvo a punto de precipitarle en el abismo de la desesperación, porque, luego de entrar en la Orden, creyó advertir que Francisco le desestimaba y le negaba las pruebas de afecto de que tan prodigo era para con los demás hermanos. Preocupado por esta falsa idea, interpretaba en su contra los menores detalles de la conducta del Santo y de sus compañeros. Si por casualidad Ricerio entraba en una pieza en el momento en que Francisco salía, al punto se figuraba que Francisco había salido para no encontrarse con él. Si Francisco conversaba con sus hermanos en el otro extremo de la mesa, y el Santo o alguno de sus compañeros, por casualidad, volvían los ojos hacia Ricerio, luego éste concluía que sus hermanos estaban arrepentidos de haberle recibido y que buscaban medios de hacerle salir de la Orden. Firme en su funesto error, no oía ni veía cosa que no se le antojaba maquinada en su contra, y por este camino fue a parar al borde mismo de la desesperación, convencido como estaba de que, siendo para Francisco objeto de malquerencia y horror, había de serlo también por necesaria consecuencia para Dios. »Tan desastroso estado de ánimo no podía ocultarse por mucho tiempo a la penetración del Santo, y así fue que un día, viendo la zozobra y la angustia pintadas en el rostro de Ricerio, le llamó aparte y le dijo con dulce y bondadoso acento: "Mi querido hijo, mira que no te dejes dominar por esos siniestros pensamientos; has de saber que me eres muy caro, que te llevo en lugar privilegiado de mi corazón y que te considero digno de todo mi amor y confianza. Ven, pues, a mí cada día y cada vez que lo desees; siempre que sientas algún pesar en el alma ven, que serás cariñosamente acogido". Estas palabras produjeron tan intensa alegría en el pecho atribulado de Ricerio, que, fuera de sí, se despidió prontamente de Francisco y se fue al sitio más espeso de la floresta, donde cayendo de rodillas empezó a dar fervientes gracias a Dios por la dicha infinita que acababa de otorgarle con el aprecio y amor de Francisco» (cf. 1 Cel 38-50). La misma afectuosa comprensión de los deseos, necesidades y sentimientos particulares de cada uno de sus hermanos se manifiesta en otros dos relatos, pertenecientes también al período de la estancia en Rivotorto. Cierta noche, leemos en el Espejo de Perfección, uno de los hermanos despertó a los compañeros, clamando con voz gemebunda: «¡Me muero!, ¡me muero!» Una vez todos despiertos, les dijo Francisco: «Levantémonos y encendamos la lámpara»; hecho esto, preguntó quién era el que había gritado que se moría. Uno de ellos respondió: «Soy yo». Francisco le preguntó: «¿Pero que te pasaba mi querido hermano, que hablabas de morir?» «Me muero de hambre», contestó el cuitado. El caso pasaba, por descontado, en los primeros tiempos de la Orden, en que los hermanos castigaban su cuerpo con penitencias y privaciones superiores a toda medida. Pero Francisco hizo al instante preparar la mesa y ordenó al hermano que se sentase a comer, dándole él mismo ejemplo y ordenando a los demás que hicieran otro tanto para evitarle al pobre la vergüenza de tener que comer solo. Terminada la refección, les dijo Francisco: «Hermanos míos, os recomiendo que cada uno considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede sustentar con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más alimentación se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo en cuenta la propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda servir al espíritu. Pues así como nos debemos guardar del exceso de la comida, que daña al cuerpo y al alma, así también hemos de huir de la inmoderada abstinencia, y con tanta mayor razón cuanto que el Señor quiere misericordia y no sacrificios» (EP 27; 2 Cel 22). El otro caso es muy parecido al anterior, y fue que, levantándose Francisco una mañana muy temprano, tomó a un hermano enfermo y lo llevó a una viña vecina, juzgando que le haría bien tomar en ayunas uno o dos racimos de uva, y, a fin de quitarle todo empacho y cortedad, se sentó él en el suelo y empezó a darle el ejemplo. Añade el Espejo de Perfección que dicho hermano conservó toda su vida el más grato recuerdo de aquel rasgo de maternal solicitud de su santo padre, y que siempre que le tocaba referirlo a los hermanos, se le llenaban de lágrimas los ojos (EP 28; 2 Cel 176). La dulce y encantadora morada de los hermanos en Rivotorto, acabó de una manera tan repentina como extraña. Un buen día, estando ellos en su tugurio orando cada cual en su respectivo sitio, entró de rondón un campesino arreando su asno y gritándole a voz en cuello: «¡Ea, Rucio, entra, que aquí vamos a instalarnos bien cómodamente!» Estas palabras que, en son de azuzar al jumento, iban dirigidas a los hermanos, significaban bien a las claras que la intención del rústico era convertir en establo la casa de oración. Francisco, por su parte, después de contemplar un momento tan descomedida conducta, dijo a los hermanos: «En verdad que Dios no nos ha llamado a cuidar establos ni asnos, sino a orar y mostrar a los hombres el camino de la eterna salvación» (TC 55; 1 Cel 44). Acto seguido se levantaron todos y abandonaron para siempre Rivotorto. A partir de ese día la Porciúncula fue el punto céntrico de todo el movimiento franciscano, eclipsando por completo la modesta mansión primitiva de la Orden. No obstante, siempre será cierto que Francisco y su noble Señora Pobreza, la dueña de su corazón, pasaron allí, en aquella tranquila soledad de Rivotorto, los primeros y acaso más felices días de su santa unión. Capítulo IV – La Porciúncula y los nuevos discípulos
La antiquísima capilla de la Porciúncula, tal cual se conserva hasta hoy día, es un edificio de forma alongada, con bóveda gótica, ábside semicircular y dos puertas, la una al frente y la otra en uno de los costados. Según una tradición, mencionada por primera vez en el Paradisus Seraphicus de Salvador Vitali (Milán, 1645), esta capilla fue edificada en el siglo IV, bajo el pontificado del Papa Liberio (352-366), por cuatro ermitaños que venían de Tierra Santa trayendo una reliquia del sepulcro de la Santísima Virgen, que les había regalado San Cirilo. Sea de esto lo que fuere, el nombre de la capilla, Santa María de los Angeles, antiquísimo también, viene de un cuadro que había en el altar y que representaba la Asunción de María en medio de multitud innumerable de ángeles. Por lo que respecta al nombre de Porciúncula, «pequeña porción» o «porcioncilla», lo emplearon primero los benedictinos del monte Subasio, a quienes perteneció siempre la capilla a contar del año 576. El edificio vino arruinándose con los años, hasta que, en el de 1075, los monjes que la habitaban se vieron forzados a abandonarla y se refugiaron en su abadía de la cima de la montaña. Cuenta la leyenda que Pica solía acudir a orar en esta capilla abandonada y que en ella obtuvo la seguridad de que daría a luz un hijo que restauraría el derruido santuario. Después de la reconstrucción, Francisco y sus hermanos frecuentaron mucho el bosque que rodeaba la iglesia, por donde puede conjeturarse el gozo que experimentaron cuando en 1211 la abadía del Subasio, propiedad entonces de los Camaldulenses, les otorgó a perpetuidad el permiso de disponer del venerado santuario. De buen grado les hubieran cedido también la propiedad a no haberse Francisco negado tenazmente a recibirla, exigiendo rigurosamente que se estipulase que sus frailes darían cada año a los monjes propietarios un canastillo de peces a guisa de canon de arrendamiento (EP 55). Arrojados de Rivotorto, Francisco y sus hermanos edificaron junto a la capilla una cabaña con ramas de árboles que cubrieron de hojas y revocaron con barro. Por camas tenían sacos de paja tendidos en el suelo, y la desnuda tierra les servía también de mesa y de silla. Un simple seto era toda la muralla del convento. Tal fue el primer lugar franciscano, el que, según voluntad expresa de Francisco, debía servir de modelo para todas las demás moradas de la naciente comunidad. Cuando más tarde el ideal de la Orden franciscana empezó a modificarse, una de las señales de esta modificación fue sustituir la palabra lugar por la de convento, expresión que implicaba ya cierto elemento de bienestar y riqueza, por donde vino a dar el nombre a los conventuales, es decir, a los miembros de la Orden representantes de la tendencia menos estricta. Pero volvamos a la historia de los primeros franciscanos. Una vez establecidos en la Porciúncula, se les agregó una verdadera falange de hermanos nuevos, que viene a ser como la segunda generación de la Orden franciscana; al lado de Bernardo, Gil, Ángel y Silvestre, la tradición y la leyenda nos han trasmitido los nombres de Rufino, Maseo, Junípero, León y otros que, aunque llegados a segunda hora, poco faltó para que eclipsaran a los primeros. Y en verdad, éstos se distinguieron por cierta marcada inclinación al aislamiento, dando más importancia a la soledad que a la vida común. Así, Silvestre gustaba de retirare a las grutas dei Carceri para entregarse al ejercicio de la meditación; Bernardo se entraba por el bosque y allí se absorbía de tal modo en Dios, que no oía ni la voz de Francisco si éste le iba a llamar, y otras veces erraba veinte o treinta días solo por las cimas de las más altas montañas todo absorto en la contemplación de las cosas del cielo (Flor 3, 16 y 28); Gil, por su parte, se lo pasaba viajando, ora a Tierra Santa, ora a España, ya a Roma, ya a Bari a visitar el santuario de San Nicolás. Así y todo, de injustos pecaríamos si, imitando a la leyenda, sólo tomáramos en cuenta a los obreros de la segunda generación, y sepultáramos en el olvido a los de la primera. Tal preterición sería singularmente inexcusable con Fray Gil, que mereció que Francisco le llamase «su caballero de la tabla Redonda», y en quien pareció tomar carne el primitivo espíritu franciscano en toda su pureza. Hasta el día de su muerte, acaecida en la fiesta de San Jorge del año 1262, aniversario de su entrada en la Orden, Gil fue constantemente un caballero de Dios, un fiel San Jorge de la noble dama Pobreza. Su vida entera es una prueba palpable del amor al trabajo que caracterizó a Francisco y a sus primeros discípulos. Su biografía, escrita por su amigo Fray León, más joven que él, abunda en rasgos geniales de esta naturaleza. Llegado a Brindis de paso para Tierra Santa y, no hallando bajel en que continuar luego su viaje, se vio forzado a detenerse allí por espacio de muchos días; obtuvo de limosna un cántaro viejo y bastante capaz, fue a un pozo y lo llenó de agua y en seguida se puso a recorrer las calles de la ciudad gritando a la manera de los vendedores ambulantes: Chi vuole dell'aqua? «¿Quién quiere agua?» Y en cambio del agua recibía pan y otros objetos necesarios para sí y su compañero. De vuelta de su viaje desembarcó en las cercanías de Ancona, y allí también se procuró trabajo, que fue cortar cañas y fabricar canastos y forros de botellas, que vendía por pan y otras cosas, menos dinero; se empleó también en sepultar cadáveres, con que se ganó un hábito nuevo para sí y otro para su compañero de viaje, y solía decir que este hábito recibido de limosna, rogaba por él mientras dormía. Es probable que en esta su estancia en Ancona sea cuando le avino un extraño caso con un sacerdote, y fue que, viéndole éste pasar por la calle ofreciendo su modesta mercancía, se acercó a él y le llamó «holgazán», palabra que hizo al pobre Fray Gil tan penosa impresión, que no hacía más que llorar, y preguntándole el compañero por qué lloraba tanto, él contestó: -- ¿Cómo quieres, hermano, que no llore, si soy un miserable holgazán, según me ha dicho hoy un sacerdote? -- ¿Y por eso no más te crees holgazán? -- Es claro, puesto que un sacerdote no puede mentir. El compañero se esforzó entonces para explicarle la diferencia que mediaba entre un sacerdote en cuanto tal y en cuanto mero hombre, y cómo en este segundo carácter podía muy bien equivocarse; con lo que se consoló algún tanto el atribulado Fray Gil. En Roma distribuía su tiempo de manera que por la mañana oía misa muy temprano, y en seguida se iba a un bosque bastante apartado de la ciudad, donde recogía leña que luego llevaba a Roma y cambiaba por pan. Un día una dama, haciéndose cargo de que compraba a un religioso, quiso darle doblado el precio que él le había pedido, a lo que Gil se negó rotundamente y acabó por no aceptar sino la mitad de dicho precio, añadiendo que lo hacía así a fin de no caer en las redes de la codicia. En tiempo de vendimia ayudaba a recoger la uva; lo mismo hacía con las aceitunas cuando estaban en sazón. Con frecuencia iba a espigar en las sementeras a una con los demás pobres, a quienes siempre daba lo que recogía, alegando que él no tenía graneros donde guardar su trigo. Solía también ir a la fuente de San Sixto, situada fuera de los muros de Roma, a traer agua para los monjes del convento de los Cuatro Coronados; o bien trabajaba de cocinero en el convento, o se ocupaba en moler trigo o hacer pan. En general, aceptaba cualquier trabajo que se le ofreciera para ganarse el sustento, siempre, empero, que le dejase libre el tiempo necesario para rezar el oficio y hacer la meditación. En medio de esta vida activa y laboriosa Gil conservaba siempre su profunda bondad franciscana. Un día, yendo de camino al santuario de Santiago de Compostela, se encontró con un pobre que le pidió limosna, y él, no teniendo más, se cortó la capucha del hábito y se la dio, y tuvo que ir sin capucha por espacio de veinte días. Andando por la Lombardía, encontró a un hombre que le llamo haciéndole una señal con la cabeza; se acercó a él, creyendo que se le llamaba para hacerle alguna limosna; pero en vez de eso, el hombre le puso en la mano un par de dados, burlándose socarronamente. Gil prosiguió su camino, no sin decir antes al liviano burlador: «¡Que Dios te perdone, hijo mío!» Otra vez iba por la vía Apia llevando el agua para los monjes de los Cuatro Coronados, y se le acercó un vagabundo a pedirle un trago de lo que llevaba en su cántaro. Gil se lo negó, por lo que el hombre se irritó tanto, que le colmó de injurias. Llegando al convento, dejó el cántaro, tomó otro, corrió a la fuente, lo llenó de agua y se volvió a buscar al enojado vagabundo, a quien no tardó en encontrar, y le rogó que bebiese ahora del agua que le ofrecía, añadiendo: «No te enojes así conmigo, que si no te di agua antes fue porque me pareció inconveniente llevarla a los monjes usada ya por otro». No porque se hallase hospedado en casa de grandes personajes, como el Cardenal Nicolás, Obispo de Túsculo, dejaba de ganarse el pan que comía en la mesa de aquel alto príncipe. Un día llovió torrencialmente, con gran contentamiento del Cardenal, que esperaba que por tal circunstancia Gil se vería obligado, siquiera una vez, a participar de su comida; pero el santo fraile bajó a la cocina y propuso al cocinero limpiarle la cocina por dos panes; la propuesta fue aceptada, y el Cardenal quedó burlado en su esperanza. Al día siguiente la lluvia continuó y Gil se ganó los dos panes afilando los cuchillos de la casa de Nicolás. Con el título de Dichos de Fray Gil se ha reunido y publicado buen número de rasgos y sentencias, que verosímilmente datan en su mayor parte de la vejez del hermano. Allí se cuenta que una vez fueron a ver a Gil dos Cardenales, quienes, al despedirse de él, le rogaron con todo respeto que orase por ellos, a lo que él respondió: «En verdad, señores míos, que es inútil que yo ruegue por vosotros, que tenéis mucha más fe y esperanza que yo». «Cómo es eso?», preguntaron ellos asombrados, y acaso un tanto desazonados, pues conocían bien el carácter incisivo de Fray Gil. El cual repuso al punto: «¿Que cómo es esto? Digo que vuestra fe es mayor que la mía, pues con poseer tal abundancia de riquezas y gozar de tantos honores, esperáis, sin embargo, salvaros, mientras yo, pobre y despojado de todo, temo, no obstante, condenarme». Fray Gil permaneció hasta su muerte fiel a los tres ideales franciscanos: pobreza, castidad y alegría. Se ha conservado un soneto compuesto por él en loor de la castidad, así como otros fragmentos de poesías suyas. En el huertecillo del convento de Monte-Rípido, cerca de Perusa, se recreaba mirando y escuchando arrullar las tortolillas y hablándoles cual si fueran sus hermanas, y en las blandas mañanas de estío se iba a las eras, donde se ponía a cantar las alabanzas de Dios frotando dos cañas y forjándose la ilusión de que se acompañaba de una viola; esta manera de acompañar su canto la había aprendido Gil de Francisco. Al revés de los discípulos de la primera generación, amantes de la soledad y del apartamiento, los de la segunda propendían más bien al consorcio y a la convivencia con su maestro; sobre todo, Fray Maseo, natural de Mariñano (aldea cercana a Asís), que acompañó a Francisco en varias de sus más importantes excursiones; era de esbelta y hermosa figura, dotado del don de la palabra y, por ende, hecho para tratar con las gentes, al revés de Francisco, de humilde apariencia y desmedrada talla y a primera vista despreciable para quien no le conociera. Por donde siempre que ambos salían juntos a mendigar, Francisco no conseguía más que escasos mendrugos de sentado pan, mientras que Maseo los obtenía grandes y abundantes, y a menudo le daban panes enteros. Este mismo apuesto y elegante y bien hablado Maseo corría en el convento de las Cárceles con la recepción de las limosnas, con la portería, con la cocina, en una palabra, con todos los quehaceres domésticos, mientras los demás hermanos se entregaban libremente a la oración y contemplación. Un día iba de viaje en compañía de Francisco. Llegados a una encrucijada en que se juntaban tres caminos, uno que llevaba a Florencia, otro a Sena y el otro a Arezzo, Maseo preguntó a Francisco cual de los tres había que tomar. Francisco le contestó: -- El que Dios quiera. -- Pero, ¿cómo sabremos qué camino quiere Dios? -volvió a preguntar Maseo. -Yo te lo voy a decir -repuso Francisco-: en nombre de la santa obediencia te ordeno darte vueltas bien ligero en círculo, como hacen los niños, allí en medio de la carretera, y no pararte hasta que yo te diga. Maseo obedeció al instante y se puso a dar vueltas como un trompo; empero, a los pocos minutos le falló la cabeza, le vino un vértigo, y cayó en tierra; mas, como Francisco no le daba todavía orden de parar, se levantó y continuó dando vueltas. Por fin, cuando ya apenas podía volverse, le dijo Francisco: -- Detente. ¿De qué lado estás vuelto? -- Del lado de Sena -contestó Maseo. -- Entonces -dijo Francisco-, la voluntad de Dios es que a Sena vayamos por ahora. Con éstas y otras humillaciones enseñaba Francisco a su gentil discípulo a tenerse por pequeño y miserable, y a fe que consiguió su objetivo, pues Maseo llegó a tan alto grado de humildad, que se juzgaba el mayor pecador del mundo, digno sólo del infierno, no obstante que de día en día iba creciendo en todo linaje de virtudes. Esta profunda humildad le valió el don de una luz interior extraordinaria, que se desbordaba al exterior en forma de una perpetua envidiable alegría. A menudo, durante la oración prorrumpía en gritos de intenso gozo, a que seguía cierta especie de murmullo monótono semejante al de la paloma: a pesar de tenerse por el más despreciado de los hombres, andaba siempre con el corazón lleno de contento y el rostro bañado en risa, absorto en la contemplación de Dios. Y así llegó a la vejez, de suerte que, habiéndole preguntado un fraile joven llamado Jacobo de Fallerone, por qué no modificaba su manera de alegrarse, por qué no ensayaba otra canción, Maseo contestó: «Porque quien encuentra su felicidad en una sola cosa, no debe entonar más que una sola canción». De los nuevos discípulos, el que más se parecía a Bernardo de Quintaval era Fray Rufino de Asís, nacido como él de familia respetable y perteneciente a la noble raza de los Scifi o Scefi. Se parecía a Bernardo en su tendencia a la vida solitaria, tendencia tan marcada, que en una ocasión estuvo a punto de separarle de Francisco, cuyo cristianismo práctico le seducía mucho menos que la vida puramente ascética de los antiguos ermitaños del desierto. Con frecuencia andaba tan absorto en la contemplación, que costaba trabajo hacerle volver en sí, y cuando esto se lograba, solía pronunciar palabras incoherentes. Murió en Asís en 1270. Muy de otra laya era el espíritu de Fray Junípero, conforme en todo con el de Francisco, quien solía repetir graciosamente: «¡Quién me diera todo un bosque de juníperos (enebros) como éste!» Un día, estando en la Porciúncula, oyó a un hermano enfermo decir murmurando que tenía ganas de comer patas de cerdo cocidas; no se hizo repetir la indicación, ni entendió sino irse a una piara que estaba cerca de allí, comiendo bellotas, le cortó una pata a uno de los cerdos, la coció en seguida y se la sirvió al enfermo. Pero luego llegó el campesino, dueño de la piara de cerdos, y entabló amarga queja ante Francisco; éste sospechó al punto que Junípero habría hecho alguna de las suyas y le hizo llamar; Junípero confesó lisa y llanamente su hecho, pero lo explicó diciendo: «Esa pata de cerdo cocida le ha hecho tanto bien a nuestro hermano, que nunca me arrepentiré de haberla cortado, y si cien patas hubiese cortado, habría sido igual». Francisco se esforzó entonces por afear a Junípero su atentado a la propiedad ajena; pero el sencillo hermano no pudo comprender por dónde habría hecho mal, y acabó por decir al Santo: «Bien, si ese hombre está tan enojado contra mí, yo iré a desenojarle», y sin más, se fue corriendo para el furibundo campesino y le expuso cómo el hermano enfermo tenía ganas de un guiso de patas de cerdo, que los cerdos habían sido creados por Dios para uso del hombre, que todo lo que existe pertenecía a todos los hombres, pues ninguno de ellos era capaz de hacer ni siquiera una hoja de hierba, que sólo Dios lo podía todo, y que, por estas razones, él había cortado la pata al cerdo para satisfacer los deseos de su hermano enfermo. Junípero expuso todos estos argumentos con lujo de detalles y con festiva sonrisa al irritado campesino, teniendo por cierto y averiguado que éste los comprendería y aprobaría la amputación que él había practicado en el cerdo. Pero nuestro hombre se encargó de probarle cuán equivocado estaba, echándole encima una andanada de insultos y vilipendios, en que le llamó ladrón, malhechor, idiota, cabeza de burro, con otros mil denuestos, que el hermano escuchaba con toda serenidad. Por fin, se dijo: «Este buen hombre no me ha entendido», y empezó de nuevo a explicarle la cosa con más prolijidad de detalles que antes; y acabó por echársele al cuello abrazándole candorosamente y diciéndole: «Vea usted, mi buen señor: yo hice eso para que mi pobre enfermo recobrase la salud, y usted me ha ayudado a ello con su cerdo; por consiguiente, no hay que estar tristes; no sea malo conmigo; alegrémonos juntos y demos gracias a Dios, que nos regala con los frutos de la tierra y los animales del campo; que quiere que todos seamos sus hijos y nos socorramos los unos a los otros como buenos hermanos y hermanas. ¿Tengo o no tengo razón?, dilo, mi querido hermano». Y así diciendo, le abrazó de nuevo y le estrechó fuertemente contra su corazón, con lo que el campesino se conmovió, por fin, a tal extremo, que se puso a llorar amargamente, pidiendo perdón a Dios y a los frailes de la dureza con que los había tratado, y no contento con esto, se fue y mató al marrano, lo asó y llevó de regalo a los frailes de la Porciúncula. Otro día llegó Fray Junípero a un pequeño convento cuando los frailes tenían que salir a su trabajo. Antes de partir le dijo el guardián que cuidase la casa y procurase tenerles preparado algo de comer para cuando volviesen, a lo que Junípero contestó que descuidasen, que cumpliría sus encargos con toda fidelidad. Una vez solo en el convento, se puso a deliberar cómo haría para salir airoso en su empeño. Mientras partía leña para hacer fuego, iba razonando consigo mismo: «¿No es una torpeza que un fraile esté ocupado todo el día en la cocina sin dejar un momento de tiempo para la oración? Yo voy a hacer ahora tanta comida que baste para muchos más frailes que éstos son, y no para hoy solamente, sino para toda una quincena». Como lo pensó lo hizo. Se fue a una aldea vecina, compró varias enormes cacerolas, carne, aves, huevos y legumbres en grande abundancia; hecho esto encendió una fogata, puso agua a las ollas y metió adentro en confusa mezcolanza todos los materiales que había traído de la aldea, y todo tal como estaba: las aves sin desplumar, las legumbres sin lavar, los huevos con cáscara y todo, y así del resto. Cuando volvieron los frailes hallaron al buen Junípero hecho todo un consumado cocinero, y era un contento verle cómo iba de una olla en otra revolviendo el guiso con un palo largo, porque el calor de la fogata no le permitía aproximarse mucho. Cuando juzgó que la vianda estaba ya en sazón, tocó la campana para la cena, y una vez que todos los frailes estuvieron reunidos, les sirvió, lleno de gozo y satisfacción, el guiso, ponderándoselo calurosamente y diciéndoles: «Coman, hermanos, regálense, que después iremos a la oración. Vean cómo les he hecho comida para más de quince días». Pero ninguno de los frailes quiso probarla, a pesar de las instancias con que los convidaba el buen cocinero, hasta que, por fin, cayó en la cuenta del desaguisado que había cometido, y entonces se echó a los pies de sus hermanos, golpeándose el pecho de modo lastimero y pidiéndoles perdón por tanto y tan inútil derroche de provisiones. Cumple advertir aquí, que éstas y otras humoradas de Junípero no siempre obedecían a mera simplicidad; que a veces las hacía por corregir, de este modo indirecto y burlesco, a sus hermanos cuando éstos se dejaban ir a la relajación del espíritu de la Orden. Por ejemplo, en el caso que acabamos de referir, es probable que aquellos frailes acostumbraban consagrar demasiado tiempo, demasiada atención a la cocina. Otra vez era la media noche, y Fray Junípero se presentó a su superior llevándole un plato de sopa y un trozo de manteca; el superior le había reprendido la víspera por demasiado pródigo de limosnas. «Padre mío -le dijo desde el umbral de la puerta con el plato de sopa en una mano y el candil en la otra-, tan pronto como tú me echaste aquella reprimenda, creí notarte muy acalorado y afiebrado, y en el acto me puse a prepararte esta sopa, que te ruego que tomes; que nada hay mejor para suavizar la garganta y el pecho». El superior penetró en seguida la intención del comedido Junípero y le dijo secamente que se fuera con sus bromas; más éste replicó: «Bien está eso; pero la sopa está hecha y debe ser comida; ya que tú no la quieres, tenme la candela, que yo me la comeré». El superior tenía alma franciscana, y no sólo se prestó a lo que le pedía Junípero, sino que le ayudó a despachar la sopa. Aventuras como las referidas no tardaron en hacer famoso el nombre de Fray Junípero, y así donde quiera que se presentaba acudían muchedumbres de gentes a verle. En una ocasión hizo un viaje a Roma, enviado por sus superiores, y cuando estaba ya cerca de la ciudad, salieron a recibirle fuera de los muros muchas personas de alta posición, elegantemente vestidas y perfumadas, como las que suelen verse hoy en día en las catacumbas examinando, a través de sus gemelos, los sepulcros de los mártires. Pero él, una vez que advirtió la presencia de aquellos curiosos, se propuso jugarles una de las que acostumbraba, para castigar su tontería disfrazada de devoción. Había por allí, junto al camino, dos muchachos jugando a la balanza, que consistía en una viga cruzada sobre otra; el uno sentado en un extremo y el otro en el extremo opuesto, se alzaban y suspendían alternativamente. Junípero pidió a uno de ellos que le cediese su puesto, lo que le fue otorgado sin dificultad, de modo que, cuando llegó la elegante comitiva, él estaba ya balanceándose de lo lindo. Grande fue la admiración de aquellas gentes al ver al varón de Dios ocupado en cosa tan baladí; sin embargo, le saludaron respetuosamente, esperando, para hablarle, que él se desocupase; pero Junípero no hizo caso alguno, ni del saludo ni de la espera, y continuó con su balanceo con más entusiasmo que antes; hasta que los romanos, cansados de aguardarle, y viendo que no daba señales de querer abandonar el juego, se marcharon furiosos y declarando por unanimidad que aquel fraile, que pasaba por un santo, no era más que un palurdo vulgar sin pizca de educación. Cuando ya se hubieron alejado, Junípero se apeó de la viga y, solo y contento, siguió camino a Roma. Junípero fue uno de los tres discípulos de Francisco que se hallaron presentes a la muerte de Santa Clara (los otros dos fueron León y Ángel Tancredi), después de haberla acompañado y asistido por muchos años desde la muerte del Santo. Cuando Junípero se acercó a la cabecera del lecho de Clara, le preguntó ésta llena de gozo: «¿Qué nuevas me traes de Dios?» Y abriendo su boca el varón santo, empezó a decirle palabras que eran verdaderas llamas de amor divino que salían del horno ardiente de su corazón. Fray Junípero murió en 1258. Hermana gemela del alma de Junípero era la de Fray Juan, apellidado el Simple, cuya vocación a la Orden cuentan las crónicas de la manera siguiente: «En cierta ocasión, cuando vivía en Santa María de la Porciúncula, siendo todavía pocos los hermanos, iba el bienaventurado Francisco por los pueblos y las iglesias de los alrededores de Asís predicando y exhortando a los hombres a la penitencia. En estas salidas iba provisto de una escoba para barrer las iglesias sucias. Al bienaventurado Francisco le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos limpia de lo que deseara. Por eso, luego que acababa la predicación, reunía a los sacerdotes presentes en un lugar apartado, para que no escucharan los seglares, y les predicaba acerca de la salvación de las almas, y, sobre todo, les exhortaba a ser cuidadosos en mantener limpias las iglesias y altares y todo lo que se necesita para la celebración de los divinos misterios. »Uno de aquellos días fue a la iglesia de una villa de la ciudad de Asís y empezó a barrerla y limpiarla humildemente. Luego corrió el rumor por todo el pueblo, y todos veían el hecho con buenos ojos y se complacían en oírlo. Tan pronto como se enteró un campesino de admirable sencillez, llamado Juan, que estaba arando su tierra, se dirigió deprisa a donde estaba Francisco, y lo encontró barriendo la iglesia con devota humildad. Al verlo, le dijo: "Hermano, déjame la escoba, que quiero ayudarte". Y, cogiendo la escoba de sus manos, barrió lo que faltaba. Sentados los dos, dijo el rústico labrador al bienaventurado Francisco: "Hace ya mucho tiempo, hermano, que quiero servir a Dios, y más aún desde que me han llegado noticias de ti y de tus hermanos; pero no sabía cómo venir a ti. Ahora que el Señor ha querido que te vea, quiero hacer lo que te agrade". »Viendo el bienaventurado Francisco el fervor del campesino, se alegró en el Señor, particularmente porque entonces tenía pocos hermanos, y esperaba que por su sencillez y pureza había de ser buen religioso. Así, le dijo: "Si quieres vivir con nosotros y alistarte en nuestra familia, es preciso que te desprendas de todo cuanto justamente puedas poseer y lo des a los pobres, para seguir el consejo del santo Evangelio, pues así lo han hecho todos mis hermanos que han podido hacerlo". »Oído esto, marchó inmediatamente al campo, donde había dejado los bueyes uncidos, y los desunció. Llevó uno al bienaventurado Francisco y le dijo: "Hermano, he servido muchos años a mi padre y a todos los de mi casa; y, aunque valga poco esta partija de mi herencia, quiero tomar este buey por la parte que me corresponde para darlo a los pobres como mejor te parezca a ti". »Cuando supieron sus padres y hermanos, todavía pequeños, que Juan quería dejarlos, rompieron a llorar amargamente y a dar tales gritos de dolor, que el bienaventurado Francisco se movió a compasión. Era familia numerosa e incapaz de valerse. Les dijo: "Preparad comida para todos y comamos juntos. No lloréis, porque os voy a dejar muy contentos". Prepararon en seguida la comida, y todos comieron con mucha alegría. Después de comer dijo el bienaventurado Francisco: "Este hijo vuestro quiere servir a Dios, y no debéis por esto entristeceros, sino alegraros inmensamente. Pues no solamente según Dios, mas también según la estima del mundo, redundará para vosotros en gran honor y bien espiritual y temporal, porque en vuestra propia carne será honrado Dios, y todos nuestros hermanos serán vuestros hijos y vuestros hermanos. Él es creatura de Dios, y quiere consagrarse al servicio de su Creador; servirle a Él es reinar, y yo no puedo ni debo dejároslo. Mas para que recibáis de él un consuelo, quiero que se desprenda de este buey y os lo dé a vosotros como pobres, si bien debería darlo a otros pobres según el Evangelio". Quedaron muy consolados con las palabras del bienaventurado Francisco y se alegraron en gran manera, porque les había entregado el buey, pues eran muy pobres. »El bienaventurado Francisco, que amaba tanto en sí como en los demás la santa sencillez, le vistió sin tardar el hábito de la Religión y lo llevaba como compañero con toda humildad. Era tan simple, que se creía obligado a imitar al bienaventurado Francisco en todo lo que hacía. Así, cuando el bienaventurado Francisco estaba en alguna iglesia o en otro lugar para orar, lo observaba con atención para imitarlo exactamente en todas sus acciones y gestos. Si el bienaventurado Francisco se arrodillaba, o levantaba las manos hacia el cielo, o escupía, o tosía, o suspiraba, también él lo hacía de igual manera. Cuando el bienaventurado Francisco se dio cuenta de esto, le comenzó a corregir cariñosamente estas simplicidades. A lo que respondió: "Hermano, yo he prometido hacer todo lo que tú haces; por eso, he de ajustarme a ti en todo". El bienaventurado Francisco se admiraba y maravillosamente se alegraba al ver en él tal sencillez y pureza de alma».[4] Pero el amigo y confidente más íntimo de Francisco, entre los hermanos de la segunda generación, y aún de todos, era Fray León de Asís, a un mismo tiempo confesor y secretario del Santo, a quien gustaba llamarle, sin duda aludiendo a su nombre, «hermano ovejuela de Dios», Frate pecorella di Dio. Cuenta el capítulo IX de las Florecillas que una vez se encontraron Francisco y León en un eremitorio sin tener breviario en que rezar el Oficio divino. Como había que rezarlo, porque ninguno de los dos se resignaba a faltar a tan sagrada obligación, Francisco dijo a su compañero: -- Carísimo, no tenemos breviario para rezar los maitines; pero vamos a emplear el tiempo en la alabanza de Dios. A lo que yo diga, tú responderás tal como yo te enseñaré; y ten cuidado de no cambiar las palabras en forma diversa de como yo te las digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantas maldades y tantos pecados en el siglo, que eres digno del infierno». Y tú, hermano León, responderás: «Así es verdad: mereces estar en lo más profundo del infierno». -- De muy buena gana, Padre. Comienza en nombre de Dios -respondió el hermano León con sencillez colombina. Entonces, San Francisco comenzó a decir: -- ¡Oh hermano Francisco!: tú cometiste tantos pecados en el mundo, que eres digno del infierno. Y el hermano León respondió: -- Dios hará por medio de ti tantos bienes, que irás al paraíso. -- No digas eso, hermano León -repuso San Francisco-, sino cuando yo diga: «¡Oh hermano Francisco!, tú has cometido tantas cosas inicuas contra Dios, que eres digno de ser arrojado por Dios como maldito», tú responderás así: «Así es verdad: mereces estar con los malditos». -- De muy buena gana, Padre -respondió el hermano León. Entonces, San Francisco, entre muchas lágrimas y suspiros y golpes de pecho dijo en voz alta: -- ¡Oh Señor mío, Dios del cielo y de la tierra!: yo he cometido contra ti tantas iniquidades y tantos pecados, que ciertamente he merecido ser arrojado de ti como maldito. Y el hermano León respondió: -- ¡Oh hermano Francisco!; Dios te hará ser tal, que, entre los benditos, tu serás singularmente bendecido. San Francisco, sorprendido al ver que el hermano León respondía siempre lo contrario de lo que él le había mandado, le reprendió, diciéndole: -- ¿Por qué no respondes como yo te indico? Te mando, por santa obediencia, que respondas como yo te digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti? Porque tú has cometido tantos pecados contra el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación, que no mereces hallar misericordia». Y tú, hermano León, ovejuela de Dios, responderás: «De ninguna manera eres digno de hallar misericordia». Pero luego, al decir San Francisco: «¡Oh hermano Francisco granuja!...», etc., el hermano León respondió: -- Dios Padre, cuya misericordia es infinita más que tu pecado, usará contigo de gran misericordia, y todavía añadirá muchas otras gracias. A esta respuesta, San Francisco, dulcemente enojado y molesto sin impacientarse, dijo al hermano León: -- ¿Cómo tienes la presunción de obrar contra la obediencia, y tantas veces has respondido lo contrario de lo que yo te he mandado? -- Dios sabe, Padre mío -respondió el hermano León con mucha humildad y reverencia-, que cada vez me disponía a responder como tú me lo mandabas; pero Dios me hace hablar como a Él le agrada y no como yo quiero. San Francisco se maravilló de esto y dijo al hermano León: -- Te ruego, por caridad, que esta vez me respondas como te he dicho. -- Habla en nombre de Dios, y te aseguro que esta vez responderé tal como quieres -replicó el hermano León. Y San Francisco dijo entre lágrimas: -- ¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti? -- Muy al contrario -respondió el hermano León-, recibirás grandes gracias de Dios, y Él te ensalzará y te glorificará eternamente, porque el que se humilla será ensalzado. Y yo no puedo decir otra cosa, porque es Dios quien habla por mi boca. Otra vez iba San Francisco (es el relato del capítulo VIII de las Florecillas) con el hermano León de Perusa a Santa María de los Angeles en tiempo de invierno. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío, llamó al hermano León, que caminaba un poco delante, y le habló así: -- ¡Oh hermano León!: aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grande ejemplo de santidad y de buena edificación, escribe y toma nota diligentemente que no está en eso la perfecta alegría. Siguiendo más adelante, le llamó San Francisco segunda vez: -- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que aún es más, resucite a un muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la perfecta alegría. Caminando luego un poco más, San Francisco gritó con fuerza: -- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la perfecta alegría. Yendo un poco más adelante, San Francisco volvió a llamarle fuerte: -- ¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la perfecta alegría. Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte: -- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la perfecta alegría. Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó: -- Padre, te pido, de parte de Dios, que me digas en que está la perfecta alegría. Y San Francisco le respondió: -- Si, cuando lleguemos a Santa María de los Angeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois vosotros?» Y nosotros le decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como a indeseables importunos, diciendo: «¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!» Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. -- Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?. Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice también el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo. Con sobrada razón dijo Renán que, desde los tiempos de los Apóstoles hasta el presente, nadie ha sabido poner en práctica la doctrina evangélica con la resolución y eficacia que lo hicieron Francisco y sus discípulos de todos los siglos. Después de esto a nadie causará maravilla la visión que cierto piadoso varón tuvo una noche, en que vio a todos los hombres heridos de incurable ceguera, reunidos en torno de la Porciúncula, de pie, juntas las manos y con el rostro levantado al cielo pidiendo a Dios el don de la vista; y he aquí que de repente se abren los cielos, y una inmensa claridad envuelve la pequeña iglesia, y toda aquella incontable muchedumbre de ciegos recobra la vista y contempla la lumbre de la salvación (TC 56). Capítulo V – Santa Clara de Asís
Mientras que los hombres, con demasiada frecuencia, se contentan con un ideal del todo teórico, bien se puede afirmar que la práctica, incluso despojada con frecuencia de toda teoría, es el dominio propio de la mujer; y nadie realiza más plenamente el ideal concebido por un hombre, que la mujer cuyo corazón se ha conquistado ese hombre. Lejos de mí afirmar que Francisco de Asís no haya puesto en práctica el Evangelio que él predicaba. Cabalmente la originalidad de su genio consiste en haber seguido de cerca al Maestro divino. Pero si buscamos la vida franciscana en su especial y característica perfección, despojada de agregados extraños, buenos o malos, en nadie encontraremos una imagen más perfecta de ella que en la ilustre discípula e hija espiritual de Francisco, Santa Clara de Asís. Justamente, Clara se preciaba de llamarse «plantita del bienaventurado padre Francisco» (RCl 1). Ella, en efecto, fue y es aún la flor del jardín franciscano, flor cuyo perfume, de exquisita fragancia y pureza, sigue manando del huertecillo donde fue plantada. Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 11 de julio. Su padre se llamaba Favarone de Scifi, y Ortolana, su madre, era descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Fiumi. Ambos eran igualmente nobles, y en especial los Scifi pertenecían a la más encopetada aristocracia de Asís. Favarone tenía el título de Conde de Sasso-Rosso, nombre de una montaña roqueña que se levanta sobre la ciudad de Asís. Aún se ve en el día de hoy el palacio fortificado que le servía de mansión en Asís, muy cerca de Puerta-Vieja y no lejos de la iglesia de Santa Clara.[5] Cinco hijos le nacieron de Ortolana: un hombre, Boson, y cuatro mujeres, Renenda, Clara, Inés y Beatriz. Era Ortolana mujer de mucha virtud y piedad, como lo manifestó llevando a cabo varias peregrinaciones, que en aquel entonces eran muy peligrosas, señaladamente a Bari y a Tierra Santa. Se cuenta que, poco antes de nacer Clara, el Señor le prometió en la oración que la hija que iba a alumbrar sería una brillante luz que alumbraría al mundo entero, y es fama que por esto la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual significa a la vez luminosa y famosa. Creció la niña en su casa de Asís en medio de aquel orden y bienestar que tan benéfico influjo suele tener en la formación de una piedad sólida. Desde su más corta edad sobresalió Clara en virtud entre niñas de su clase. Sin duda desde entonces conocería las leyendas de los Padres del Desierto, las que, antes de aparecer la Leyenda Dorada, eran la lectura predilecta de aquellos tiempos. Como quiera que fuese, se cuenta que de muy niña se mortificaba duramente usando a raíz de su delicado cuerpo ásperos cilicios de cerdas, y que (como se refiere del ermitaño Pablo de Fermo en la Historia Lausiaca), rezaba todos los días tan gran número de oraciones, que tenía que valerse de muchas piedrecillas para contarlas. Dicho se está que, a imitación de todas las personas piadosas de la Edad Media, juntaba Clara la práctica de la caridad a las mortificaciones. Así pasaron los primeros años de Clara hasta la edad en que fue una gallarda y hermosa joven. Tuvo muchos pretendientes de su mano; pero uno entre todos fue del agrado de sus padres. Hablaron de esto a su hija; más con no poca sorpresa encontraron en ella una tenaz resistencia: ni siquiera oír hablar de matrimonio quería, y como su madre la importunaba preguntándole el porqué, ella le contestó que se había consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre alguno. Este nivel de virtud era incomprensible para Favarone y Ortolana. En aquellos tiempos, como en los presentes, el cristianismo mediocre tenía viva preocupación en contra de todo lo que llamaban «exceso de celo». Muchas veces en el curso de la historia de aquella época se nos ofrecen dolorosas luchas entre padres e hijos o hijas, cuando éstos, movidos del temor de Dios, querían salirse del camino trillado. Tal aconteció a la joven Clara Scifi a la edad de dieciséis años. Dios empero no la dejó sola en el combate. Casi por este mismo tiempo había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera; de modo que muy fácilmente pudo oírle Clara, como en efecto le oyó predicar en la iglesia de San Rufino, sita muy cerca del palacio de los Scifi, y en la de San Jorge. Desde el primer momento que le vio, Clara comprendió que la forma de vida observada por el Santo era la que a ella le señalaba el Señor. Entre los discípulos de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y éstos facilitaron el camino a sus piadosos deseos. Cierto día, acompañada de una de sus parientas, a quien la tradición le da el nombre de Bona de Guelfuccio, fue a ver a Francisco. Este había ya oído hablar de ella y desde que la vio tomó la resolución, como nos dice la leyenda, de «quitar al malvado mundo tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro». Le aconsejó, pues, que, despreciando los vanos y caducos bienes del mundo, resistiese a las instancias que sus padres le hacían para casarla, que guardase su cuerpo como un templo para sólo Dios y no tuviese otro esposo que Jesucristo. Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara, la cual, bajo la dirección de tan calificado maestro, se sentía cada día más fuertemente inclinada a dar el paso decisivo, sin consideración alguna a todo lo que fuera ajeno a su deber para con Dios. Porque ella comprendía que este deber se oponía a que ella siguiera los deseos de sus padres, los cuales sólo pensaban en darle un marido terreno. En esta disposición se encontraba su alma en la Cuaresma de 1212. Predicaba Francisco, y entre sus oyentes estaba Clara. Tan «maravillosamente habló el predicador del menosprecio del mundo, de la penitencia, de la pobreza voluntaria, del cielo, de la pobreza, humillaciones y dolores de Jesús sacrificado», que el corazón de la joven ardió en vivas ansias de despojarse inmediatamente de sus vestidos preciosos y de vivir en adelante como Jesús y Francisco, en el desasimiento, en el trabajo, en la oración, en la paz y en la alegría. Tanto la apretó este deseo, que no pudiendo ya contenerlo dentro de sí, resolvió poner término al género de vida que había llevado hasta entonces. Al saberlo Francisco, le señaló la noche del Domingo de Ramos, como plazo en que debía «trocar los placeres de este mundo por el luto de las penas del Salvador». Todo aquel domingo (18 de marzo de 1212) lo ocupó Clara en despedirse del siglo del modo más solemne. Aderezada de sus más preciosos vestidos, «campeando entre las matronas y doncellas de Asís por su gracia y hermosura, se encaminó a la iglesia en compañía de su madre y de sus hermanas». La Iglesia celebra en este domingo de Ramos el recuerdo de la entrada de Cristo en Jerusalén. El sacerdote bendice ramos de palma, de olivo o de boj, y los distribuye a los fieles, que van en seguida en procesión por la iglesia, en tanto que el coro canta la hermosa antífona: Pueri Hebraeorum, portantes ramos olivarum obviaverunt Domino clamantes et dicentes: Hosanna in excelsis! «Los hijos de los Hebreos salieron al encuentro del Señor con ramos de olivos, clamando y diciendo: ¡Gloria a Dios en los cielos!» Al comenzar la distribución de los ramos y cuando todas las personas que estaban en la iglesia avanzaban hacia la reja de la comunión a recibir una palma de manos del Obispo Guido, sólo Clara Scifi permaneció inmóvil en su puesto. Sin duda la joven se debió de sentir confundida y agobiada por el pensamiento de la grave determinación que estaba a punto de tomar. ¡Cuántas veces Clara en años anteriores se arrodilló en la misma iglesia y asistió al santo sacrificio al lado de su madre y de sus hermanas sin pensar tal vez que algún día pudiera terminar para ella tan santa práctica! ¡Y aquél era el último! En pocas horas más tenía que despedirse de los suyos, o por mejor decir, abandonarlos para siempre, sin poder despedirse de ninguno, en aquella tarde que iba a ser la última que pasara en la tierra donde habían transcurrido los serenos días de su infancia y de su juventud. El recuerdo de las amorosas ternuras de su madre y de la cariñosa confianza de sus queridas hermanas se apoderaría sin duda del alma de la joven, y en aquellos solemnes momentos experimentaría todo el poder de los fuertes y a la vez suaves lazos que, sin advertirlo, forman los años entre los que viven al calor de un mismo hogar. Sin duda entonces, mujer como era, derramaría lágrimas, como las que derrama la desposada cuando ve llegar el momento de separarse de sus padres. En cualquier caso, lo cierto es que Guido vio que había permanecido inmóvil, la cabeza inclinada y con muestras de haber llorado, y, como probablemente Francisco lo había prevenido, comprendió el estado de aquella alma. Con paternal solicitud asió el ramo que Clara no se había acercado a recibir y fue en persona a dárselo en el fondo de la iglesia. La noche siguiente Clara llevó a cabo su fuga. Saliendo de su casa por una puerta falsa, que estaba obstruida por pesados maderos y piedras y que ella abrió fácilmente con sus propias manos, se encontró en la calle, donde la esperaba Bona de Guelfuccio, y acompañada de ella, se encaminó a la Porciúncula. Allí la aguardaban los religiosos Menores con antorchas encendidas. De inmediato, habiendo entrado a la capilla, se arrodilló ante la imagen de María y ratificó la renuncia hecha al mundo «por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y recostado sobre el pesebre» (RCl 2). Puso en manos de los religiosos las relumbrantes vestiduras, y recibió en cambio una anguarina tosca, semejante a la que usaban ellos; trocó el cinturón de ricas joyas adornado, por una sencilla y nudosa cuerda, y cuando Francisco, tijera en mano, derribó la blonda cabellera, en vez de adornar la cabeza con el primoroso bonetillo que había traído, la cubrió con un espeso velo negro, y descalzándose los borceguíes de seda, los mudó por sandalias de madera bajo los pies desnudos. Hizo en seguida los tres votos monásticos y, como lo habían hecho los religiosos, prometió obedecer a Francisco en todo. Así, transformada la noble dama Clara Scifi en la humilde hermana Clara, la condujo Francisco aquella misma noche al convento de las benedictinas de San Pablo, villaje cercano a Isola Romanesca (hoy Bastia), donde con anticipación le tenía preparado un albergue. Como es natural, el retiro de Clara no tardó en ser descubierto. Favarone y sus demás parientes fueron a buscarla en el convento con el propósito de inducirla a que volviese a su casa; mas la joven permaneció inquebrantable en su resolución: de nada sirvieron ni los ruegos ni las promesas. Intentaron por fin su padre y sus tíos emplear la violencia. Entonces Clara, encerrándose detrás de la reja del altar de la iglesia, les mostró la cabeza rapada en señal de su adiós al mundo. Como la familia prosiguiese luego en la pretensión de hacerla desistir de sus propósitos, juzgó prudente Francisco trasladarla a otro convento más seguro, y ese fue el del Santo Ángel de Panzo, que también pertenecía a las benedictinas.[6] Mas la indignación y enojo de Favarone subió de punto cuando dieciséis días después de la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también al convento del Santo Ángel a compartir con su hermana el mismo género de vida. De Inés se había forjado Favarone una de las más halagüeñas esperanzas; estaba ya comprometida en matrimonio y fijo el día de las bodas; mas, ¡hétela aquí tocada también de la misma locura! Irritado Favarone, pidió a su hermano Monaldo que con doce hombres armados se apoderase de Inés a viva fuerza. Las religiosas del Santo Ángel se aterrorizaron en presencia de tal aparato y, cediendo a la violencia de las armas, prometieron entregar a la fugitiva. Esta, empero, aunque apenas había salido de la infancia, se apercibió a resistir con denuedo. La golpearon inhumanamente con pies y manos; la asieron de los cabellos, esforzándose por sacarla del convento. «¡Clara, Clara, ven en mi socorro!», exclamó entonces la desgraciada Inés, en tanto que los rizos de su cabellera y los jirones de sus vestidos iban quedando enredados en las zarzas del camino. Viéndose Clara impotente para socorrer a su hermana, se retiró a su aposento a invocar el auxilio del Señor. El auxilio vino al punto: los doce robustos hombres quedaron de repente sin poder avanzar una pulgada con el leve cuerpo de Inés, que se tornó tan pesado como si fuera una roca. «No parece sino que esta rapaza hubiera comido plomo toda la noche», dijo riendo uno de los hombres. «Sí -dijo otro-, estas monjas saben lo que son buenos bocados». Aquel hecho, empero, de tal modo encolerizó a Monaldo, que, alzando la mano enguantada de hierro, intentó de un solo golpe aplastar la cabeza de aquella, para él, mal aconsejada niña. Mas le cupo la misma suerte que a sus doce hombres: quedó sin movimiento, como petrificado, la mano levantada y paralizada. En el ínterin llegó Clara, y quieras que no, Monaldo tuvo que entregarle a Inés casi muerta. Desde entonces, la familia de Clara renunció a la pretensión de impedir a las dos jóvenes que siguieran el género de vida que habían elegido. Más tarde fue a unírseles otra hermana, Beatriz, y en pos de todas ellas, su madre, la piadosa Ortolana, después de la muerte de Favarone. El convento del Santo Ángel no fue más que una morada provisional para Clara e Inés. Al no vestir el hábito de San Benito ni observar su Regla, las dos jóvenes no pertenecían a la Orden benedictina. Por esto Francisco trató de buscarles otro convento, para lo cual se dirigió a sus antiguos bienhechores, los Camaldulenses del monte Subasio. Grande tuvo que ser el regocijo del Santo cuando estos monjes, que ya le habían cedido la Porciúncula y acababan de donar a la ciudad de Asís el antiguo templo de Minerva, transformado en la iglesia de la Santísima Virgen, le comunicaron que estaban dispuestos a cederle la iglesia de San Damián con el conventito anexo. Acompañada de un reducido número de hermanas, Clara fue a vivir en aquel convento. Encerrada dentro de sus muros por espacio de cuarenta y dos años, iba Clara, según nos refiere su biógrafo, «a quebrar con los golpes de la disciplina el alabastro de su cuerpo, para llenar la Iglesia con el suave perfume de su alma» (LCl 10). Y en verdad, allí, en aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración y de trabajo, de pobreza y de alegría, que es como la flor del movimiento franciscano, y los ejemplos dados por aquellas santas mujeres hicieron eco a larga distancia. Además, parece que un gran número de mujeres de aquel tiempo habían experimentado en su corazón, más o menos conscientemente, la aspiración a una vida superior a la de los sentidos, muy bien simbolizada en las blancas paredes de una celda claustral. Y así Clara no tuvo más que transformar esa latente aspiración en un querer consciente. Muchas doncellas que aún estaban libres de lazos que podían detenerlas en el mundo, corrieron a San Damián a vivir en su compañía; y muchas otras a quienes las obligaciones de familia les impedían imitar su ejemplo, vivían en sus casas esforzándose por seguir cuanto les era posible la vida claustral. Matronas nobilísimas gastaban sus caudales en edificar monasterios, a los cuales entraban ellas mismas en seguida para hacer penitencia de su vida pasada. Fueron muchos los que, estando ligados por el matrimonio, abrazaron voluntariamente la continencia y pasaron los maridos a encerrarse en un convento franciscano y las mujeres en algún monasterio de clarisas (LCl 1). La condición exigida para que una postulante fuera admitida en San Damián era la misma que exigía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes. El convento no podía recibir donación alguna, sino que debía permanecer siendo siempre «la torre fortificada de la altísima pobreza», según frase de Clara, en que se nota el espíritu guerrero de aquel tiempo (LCl 13). Los medios de vida que tenían las monjas, como los religiosos, eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro, las otras iban a mendigar de puerta en puerta. Celano refiere como Clara recibía a las hermanas que llegaban de fuera. Siguiendo puntualmente lo que Francisco hacía con los religiosos cuando volvían al convento después de mendigar, la santa abrazaba a las hermanas y les besaba los pies. Más tarde, cuando la Orden se redujo a rigurosa clausura, los monasterios se valieron de limosneros para mendigar (LCl 12 y 37). Estas pocas normas constituyeron, más o menos, los párrafos de la forma vivendi o regla de vida que Francisco escribió poco después para las hermanas, regla cuyo principal mandato era la obligación de guardar la pobreza evangélica (TestCl). Sin duda las hermanas, por medio de Francisco, obtuvieron del Papa Inocencio III la confirmación de esta regla, confirmación más formal que la que antes había concedido a la de los religiosos. Suponen algunos que dicha confirmación no tuvo lugar hasta 1215, porque solamente aquel año fue cuando por orden expresa de Francisco aceptó Clara el título de abadesa de San Damián, y esta suposición es muy verosímil. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes; mas después que el Papa les aprobó su regla, las monjas debían tener una superiora que las gobernase, así como Francisco gobernaba a los religiosos. Se cuenta también que Inocencio escribió con su propia mano las primeras líneas de aquel singular y memorable privilegium paupertatis, «privilegio de pobreza» (tan diferente de los que suelen solicitarse a la corte romana), que aseguraba a Clara y a sus hijas el derecho de ser y permanecer pobres (LCl 12.14). Clara no sólo participaba de la idea que tenía Francisco acerca de la pobreza, considerándola como el fundamento de la perfección cristiana, conforme a las palabras del Evangelio: «No podéis servir a Dios y a Mammón», sino que también estimaba singularmente, como él, la utilidad del trabajo para la vida religiosa. A pesar de ser Superiora, tenía costumbre de servir la mesa y de suministrar el agua a las religiosas para que se lavasen las manos, y cuidaba solícitamente de todas ellas. Más que echar cargas sobre las otras, le gustaba llevarlas sobre sí misma. Cuidaba especialmente de las enfermas, a las que no rehusaba prestar cualquier servicio por repugnante que fuese. Cuando las hermanas limosneras regresaban al convento, se apresuraba ella a lavarles los pies. Sin atender a la salud propia, se levantaba todas las noches por si acaso alguna religiosa estuviera destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián, y Clara los sanaba con sus prudentes y solícitos cuidados. Ni siquiera estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así que se sentía un poco aliviada, se dedicaba en la misma cama a bordar corporales, que mandaba en seguida en cajas de seda a las iglesias pobres de las montañas del valle. El corporal es el lienzo que se extiende en el altar, encima del ara, para poner sobre él la hostia y el cáliz. Veremos más adelante como, después de la estigmatización de Francisco, la Santa le hacía calzas para los pies llagados, y le preparaba paños y vendas con que se cubriese las llagas. Así como en el trabajo era ejemplo para sus religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas, que es la última parte del Oficio divino del día, permanecía largos ratos sola en la iglesia ante aquel Crucifijo que habló a Francisco en otro tiempo y a la luz de la lamparilla solitaria que en todas las iglesias arde y brilla día y noche ante el altar del Smo. Sacramento. Allí se daba a la quieta meditación de los dolores de Cristo y rezaba el «Oficio de la Cruz» que había compuesto Francisco, de quien ella lo había aprendido. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, la primera de todas; despertaba a las demás, encendía las lámparas y tocaba la campana para la misa primera. De su cuerpo, naturalmente sano y robusto, no se cuidaba mucho ni poco. Su cama en los principios eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y por almohada un áspero cojín; por orden de Francisco se redujo después a dormir en un jergón de paja. En los ayunos de Adviento, de Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y eso con sólo pan y agua. Francisco y el obispo Guido le mandaron que comiera todos los días por lo menos onza y media de pan. Tal vez para reemplazar esta mortificación observó por largo tiempo la práctica de usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia adentro. Después consintió en mudar este vestido por un cinturón lleno de ásperos nudos. Al volver de la iglesia después de haber orado allí por largo rato, su rostro irradiaba felicidad y sus palabras estaban henchidas de alegría. Un día, habiendo oído decir que el agua bendita era símbolo de la sangre de Jesús, quedó tan impresionada, que no cesó hasta la noche de rociar con agua bendita a todas las religiosas, exhortándolas a no olvidar jamás el saludable raudal que mana de las llagas del Salvador. En la tarde de un Jueves Santo fue transportada en éxtasis, del cual no volvió sino pasadas veinticuatro horas. Al volver en sí el viernes por la noche y ver la candela que había encendido una hermana preguntó: «¿Qué necesidad hay de luz? ¿No es de día?» (LCl 31). Una noche de Navidad, estando enferma en cama y no pudiendo por este motivo acompañar en la iglesia a las demás religiosas, oyó todo el Oficio divino que se cantaba en la iglesia del nuevo convento de San Francisco y vio al Niño Jesús reclinado en el pesebre que se había hecho en el fondo de la iglesia (LCl 29). Francisco, a pesar de su humildad, no podía dejar de reconocer cuán grande era la estima en que le tenían Clara y las demás religiosas, y que una parte de sus sentimientos religiosos estaba más o menos vinculada a ese afecto hacia su persona. Con el fin, pues, de ir deshabituando a las Hermanas de esa afección hacia él y para apartar su corazón de todo lo que no era Dios, determinó alejarse de ellas poco a poco e insensiblemente. Sus visitas a San Damián, que al principio habían sido frecuentes, fueron siendo cada vez más raras. Tal proceder chocó a los mismos religiosos, quienes parece que vieron en esto una falta de caridad para con las Hermanas. Francisco entonces les manifestó las razones que a esto le movían y cómo deseaba que de allí en adelante no hubiera intermediario alguno entre Dios y las religiosas. Toda su vida y por todos los medios trató de evitar que en el corazón de la mujer se mezclase alguna afición personal hacia el sacerdote con el puro amor de Dios. «Carísimos -les dijo-, no creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago» (2 Cel 205). Con todo, un día les prometió que iría a predicar a San Damián. Le gustaba mucho a Clara oír la palabra divina. Sucedió que andando el tiempo el Papa Gregorio IX prohibió a los franciscanos que predicaran en San Damián. A tal prohibición respondió Clara despidiendo a los religiosos que, desde la clausura definitiva prescrita a las clarisas en 1219, se ocupaban en mendigar de puerta en puerta para ellas. «Si podemos privarnos -dijo Clara- del pan espiritual, podemos también vivir sin sustento del cuerpo». Con lo cual el Papa se vio forzado a retirar la prohibición (LCl 37). Así pues, el día en que Francisco, cumpliendo su promesa, iba a predicar a San Damián, las Hermanas estuvieron muy contentas, «no sólo porque iban a tener la dicha de oír la palabra de Dios, sino también porque volvían a ver a su Padre y guía espiritual». Francisco entró a la iglesia y se mantuvo de pie algunos instantes en oración con los ojos elevados al cielo. En seguida, dirigiéndose a la hermana sacristana, le pidió un poco de ceniza. Después, con la misma ceniza trazó un círculo a su alrededor y derramó sobre su cabeza el resto. Sólo entonces rompió el silencio, mas no para predicar, sino para rezar el salmo 50, el Miserere, el salmo de la penitencia. Terminado el rezo, salió de la iglesia y abandonó el monasterio, feliz por haber podido enseñar a las religiosas que él no era más que un miserable pecador vestido de saco y cubierto de ceniza (2 Cel 207). En este mismo orden de ideas se debe contar quizá la escena siguiente que refieren las Florecillas, en la cual aparece como Santa Clara comió con San Francisco y sus compañeros: «Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco: [1] - Ep. 103, n. 7; Ep. 141, n. 2; Serm. In Adv., IV, n. 1. [2] - TC 50.- El AP 35 refiere este caso de una manera algo diversa. Cf. 2 Cel 16. [3] - TC 51-52; LM 3,10; AP 36.- El P. Hilarino Felder es del sentir que esta autorización miraba sólo a la predicación moral, no a la dogmática para la cual se requería cierta formación teológica. [4] - EP 56-57; 2 Cel 190.- El villorrio en que Francisco encontró a Juan se llama Nottiano, a tres horas de camino de Asís en dirección al Este. Los habitantes de aquella aldea conservan todavía vivo el recuerdo de la aventura que acabamos de contar. No lejos de allí hay un lugar llamado Le Coste, donde se ve una gruta en que, según la tradición, moró Francisco por algún tiempo. [5] - Fray Rufino, de familia noble, era primo hermano de Santa Clara, y entró en la fraternidad probablemente en 1210. Tomo estas informaciones de la obra titulada Santa Clara de Asís, de Locatelli, publicada en Asís el año 1882. [6] - Según Critofani (Historia de San Damián, cap. X), este monasterio se hallaba en el sitio donde hoy día está el Seminarium Seraphicum de Asís. Locatelli, empero, cree que el Santo Ángel distaba como un kilómetro de la ciudad. En cuanto al monasterio de San Pablo, el propio autor lo identifica con una parte del actual convento de San Apolinar, en Asís mismo. |
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