¡Dios te salve María!
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exclamó entonces la desgraciada Inés, en tanto que los rizos de su cabellera y los jirones de sus vestidos iban quedando enredados en las zarzas del camino. Viéndose Clara impotente para socorrer a su hermana, se retiró a su aposento a invocar el auxilio del Señor. El auxilio vino al punto: los doce robustos hombres quedaron de repente sin poder avanzar una pulgada con el leve cuerpo de Inés, que se tornó tan pesado como si fuera una roca. «No parece sino que esta rapaza hubiera comido plomo toda la noche», dijo riendo uno de los hombres. «Sí -dijo otro-, estas monjas saben lo que son buenos bocados». Aquel hecho, empero, de tal modo encolerizó a Monaldo, que, alzando la mano enguantada de hierro, intentó de un solo golpe aplastar la cabeza de aquella, para él, mal aconsejada niña. Mas le cupo la misma suerte que a sus doce hombres: quedó sin movimiento, como petrificado, la mano levantada y paralizada. En el ínterin llegó Clara, y quieras que no, Monaldo tuvo que entregarle a Inés casi muerta. Desde entonces, la familia de Clara renunció a la pretensión de impedir a las dos jóvenes que siguieran el género de vida que habían elegido. Más tarde fue a unírseles otra hermana, Beatriz, y en pos de todas ellas, su madre, la piadosa Ortolana, después de la muerte de Favarone. El convento del Santo Ángel no fue más que una morada provisional para Clara e Inés. Al no vestir el hábito de San Benito ni observar su Regla, las dos jóvenes no pertenecían a la Orden benedictina. Por esto Francisco trató de buscarles otro convento, para lo cual se dirigió a sus antiguos bienhechores, los Camaldulenses del monte Subasio. Grande tuvo que ser el regocijo del Santo cuando estos monjes, que ya le habían cedido la Porciúncula y acababan de donar a la ciudad de Asís el antiguo templo de Minerva, transformado en la iglesia de la Santísima Virgen, le comunicaron que estaban dispuestos a cederle la iglesia de San Damián con el conventito anexo. Acompañada de un reducido número de hermanas, Clara fue a vivir en aquel convento. Encerrada dentro de sus muros por espacio de cuarenta y dos años, iba Clara, según nos refiere su biógrafo, «a quebrar con los golpes de la disciplina el alabastro de su cuerpo, para llenar la Iglesia con el suave perfume de su alma» (LCl 10). Y en verdad, allí, en aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración y de trabajo, de pobreza y de alegría, que es como la flor del movimiento franciscano, y los ejemplos dados por aquellas santas mujeres hicieron eco a larga distancia. Además, parece que un gran número de mujeres de aquel tiempo habían experimentado en su corazón, más o menos conscientemente, la aspiración a una vida superior a la de los sentidos, muy bien simbolizada en las blancas paredes de una celda claustral. Y así Clara no tuvo más que transformar esa latente aspiración en un querer consciente. Muchas doncellas que aún estaban libres de lazos que podían detenerlas en el mundo, corrieron a San Damián a vivir en su compañía; y muchas otras a quienes las obligaciones de familia les impedían imitar su ejemplo, vivían en sus casas esforzándose por seguir cuanto les era posible la vida claustral. Matronas nobilísimas gastaban sus caudales en edificar monasterios, a los cuales entraban ellas mismas en seguida para hacer penitencia de su vida pasada. Fueron muchos los que, estando ligados por el matrimonio, abrazaron voluntariamente la continencia y pasaron los maridos a encerrarse en un convento franciscano y las mujeres en algún monasterio de clarisas (LCl 1). La condición exigida para que una postulante fuera admitida en San Damián era la misma que exigía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes. El convento no podía recibir donación alguna, sino que debía permanecer siendo siempre «la torre fortificada de la altísima pobreza», según frase de Clara, en que se nota el espíritu guerrero de aquel tiempo (LCl 13). Los medios de vida que tenían las monjas, como los religiosos, eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro, las otras iban a mendigar de puerta en puerta. Celano refiere como Clara recibía a las hermanas que llegaban de fuera. Siguiendo puntualmente lo que Francisco hacía con los religiosos cuando volvían al convento después de mendigar, la santa abrazaba a las hermanas y les besaba los pies. Más tarde, cuando la Orden se redujo a rigurosa clausura, los monasterios se valieron de limosneros para mendigar (LCl 12 y 37). Estas pocas normas constituyeron, más o menos, los párrafos de la forma vivendi o regla de vida que Francisco escribió poco después para las hermanas, regla cuyo principal mandato era la obligación de guardar la pobreza evangélica (TestCl). Sin duda las hermanas, por medio de Francisco, obtuvieron del Papa Inocencio III la confirmación de esta regla, confirmación más formal que la que antes había concedido a la de los religiosos. Suponen algunos que dicha confirmación no tuvo lugar hasta 1215, porque solamente aquel año fue cuando por orden expresa de Francisco aceptó Clara el título de abadesa de San Damián, y esta suposición es muy verosímil. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes; mas después que el Papa les aprobó su regla, las monjas debían tener una superiora que las gobernase, así como Francisco gobernaba a los religiosos. Se cuenta también que Inocencio escribió con su propia mano las primeras líneas de aquel singular y memorable privilegium paupertatis, «privilegio de pobreza» (tan diferente de los que suelen solicitarse a la corte romana), que aseguraba a Clara y a sus hijas el derecho de ser y permanecer pobres (LCl 12.14). Clara no sólo participaba de la idea que tenía Francisco acerca de la pobreza, considerándola como el fundamento de la perfección cristiana, conforme a las palabras del Evangelio: «No podéis servir a Dios y a Mammón», sino que también estimaba singularmente, como él, la utilidad del trabajo para la vida religiosa. A pesar de ser Superiora, tenía costumbre de servir la mesa y de suministrar el agua a las religiosas para que se lavasen las manos, y cuidaba solícitamente de todas ellas. Más que echar cargas sobre las otras, le gustaba llevarlas sobre sí misma. Cuidaba especialmente de las enfermas, a las que no rehusaba prestar cualquier servicio por repugnante que fuese. Cuando las hermanas limosneras regresaban al convento, se apresuraba ella a lavarles los pies. Sin atender a la salud propia, se levantaba todas las noches por si acaso alguna religiosa estuviera destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián, y Clara los sanaba con sus prudentes y solícitos cuidados. Ni siquiera estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así que se sentía un poco aliviada, se dedicaba en la misma cama a bordar corporales, que mandaba en seguida en cajas de seda a las iglesias pobres de las montañas del valle. El corporal es el lienzo que se extiende en el altar, encima del ara, para poner sobre él la hostia y el cáliz. Veremos más adelante como, después de la estigmatización de Francisco, la Santa le hacía calzas para los pies llagados, y le preparaba paños y vendas con que se cubriese las llagas. Así como en el trabajo era ejemplo para sus religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas, que es la última parte del Oficio divino del día, permanecía largos ratos sola en la iglesia ante aquel Crucifijo que habló a Francisco en otro tiempo y a la luz de la lamparilla solitaria que en todas las iglesias arde y brilla día y noche ante el altar del Smo. Sacramento. Allí se daba a la quieta meditación de los dolores de Cristo y rezaba el «Oficio de la Cruz» que había compuesto Francisco, de quien ella lo había aprendido. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, la primera de todas; despertaba a las demás, encendía las lámparas y tocaba la campana para la misa primera. De su cuerpo, naturalmente sano y robusto, no se cuidaba mucho ni poco. Su cama en los principios eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y por almohada un áspero cojín; por orden de Francisco se redujo después a dormir en un jergón de paja. En los ayunos de Adviento, de Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y eso con sólo pan y agua. Francisco y el obispo Guido le mandaron que comiera todos los días por lo menos onza y media de pan. Tal vez para reemplazar esta mortificación observó por largo tiempo la práctica de usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia adentro. Después consintió en mudar este vestido por un cinturón lleno de ásperos nudos. Al volver de la iglesia después de haber orado allí por largo rato, su rostro irradiaba felicidad y sus palabras estaban henchidas de alegría. Un día, habiendo oído decir que el agua bendita era símbolo de la sangre de Jesús, quedó tan impresionada, que no cesó hasta la noche de rociar con agua bendita a todas las religiosas, exhortándolas a no olvidar jamás el saludable raudal que mana de las llagas del Salvador. En la tarde de un Jueves Santo fue transportada en éxtasis, del cual no volvió sino pasadas veinticuatro horas. Al volver en sí el viernes por la noche y ver la candela que había encendido una hermana preguntó: «¿Qué necesidad hay de luz? ¿No es de día?» (LCl 31). Una noche de Navidad, estando enferma en cama y no pudiendo por este motivo acompañar en la iglesia a las demás religiosas, oyó todo el Oficio divino que se cantaba en la iglesia del nuevo convento de San Francisco y vio al Niño Jesús reclinado en el pesebre que se había hecho en el fondo de la iglesia (LCl 29). Francisco, a pesar de su humildad, no podía dejar de reconocer cuán grande era la estima en que le tenían Clara y las demás religiosas, y que una parte de sus sentimientos religiosos estaba más o menos vinculada a ese afecto hacia su persona. Con el fin, pues, de ir deshabituando a las Hermanas de esa afección hacia él y para apartar su corazón de todo lo que no era Dios, determinó alejarse de ellas poco a poco e insensiblemente. Sus visitas a San Damián, que al principio habían sido frecuentes, fueron siendo cada vez más raras. Tal proceder chocó a los mismos religiosos, quienes parece que vieron en esto una falta de caridad para con las Hermanas. Francisco entonces les manifestó las razones que a esto le movían y cómo deseaba que de allí en adelante no hubiera intermediario alguno entre Dios y las religiosas. Toda su vida y por todos los medios trató de evitar que en el corazón de la mujer se mezclase alguna afición personal hacia el sacerdote con el puro amor de Dios. «Carísimos -les dijo-, no creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago» (2 Cel 205). Con todo, un día les prometió que iría a predicar a San Damián. Le gustaba mucho a Clara oír la palabra divina. Sucedió que andando el tiempo el Papa Gregorio IX prohibió a los franciscanos que predicaran en San Damián. A tal prohibición respondió Clara despidiendo a los religiosos que, desde la clausura definitiva prescrita a las clarisas en 1219, se ocupaban en mendigar de puerta en puerta para ellas. «Si podemos privarnos -dijo Clara- del pan espiritual, podemos también vivir sin sustento del cuerpo». Con lo cual el Papa se vio forzado a retirar la prohibición (LCl 37). Así pues, el día en que Francisco, cumpliendo su promesa, iba a predicar a San Damián, las Hermanas estuvieron muy contentas, «no sólo porque iban a tener la dicha de oír la palabra de Dios, sino también porque volvían a ver a su Padre y guía espiritual». Francisco entró a la iglesia y se mantuvo de pie algunos instantes en oración con los ojos elevados al cielo. En seguida, dirigiéndose a la hermana sacristana, le pidió un poco de ceniza. Después, con la misma ceniza trazó un círculo a su alrededor y derramó sobre su cabeza el resto. Sólo entonces rompió el silencio, mas no para predicar, sino para rezar el salmo 50, el Miserere, el salmo de la penitencia. Terminado el rezo, salió de la iglesia y abandonó el monasterio, feliz por haber podido enseñar a las religiosas que él no era más que un miserable pecador vestido de saco y cubierto de ceniza (2 Cel 207). En este mismo orden de ideas se debe contar quizá la escena siguiente que refieren las Florecillas, en la cual aparece como Santa Clara comió con San Francisco y sus compañeros: «Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco: -- Padre, nos parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa tu planta espiritual. -- Entonces, ¿os parece que la debo complacer? -respondió San Francisco. -- Sí, Padre -le dijeron los compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo. Dijo entonces San Francisco: -- Puesto que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa María, donde le fue cortado el cabello y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos juntos en el nombre de Dios. El día convenido salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Angeles. Saludó devotamente a la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había recibido el velo, y luego la llevaron a ver el convento hasta que llegó la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo preparar la mesa sobre el suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa Clara; y después se acercaron humildemente a la mesa todos los demás compañeros. Como primera vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal elevación y tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la divina gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados, elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo el convento y el bosque que había entonces al lado del convento ardían violentamente, como si fueran pasto de las llamas la iglesia, el convento y el bosque al mismo tiempo; por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos de que todo estaba ardiendo. Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco con Santa Clara y con todos los compañeros arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación, sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquellos santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron con el corazón lleno de consuelo y santamente edificados. Al volver en sí, después de un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás, bien refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara volvió bien acompañada a San Damián» (Flor 15). Empero, si Clara, en presencia de Francisco, manifestaba la debilidad propia de la mujer, que necesita consuelo y aliento, ante sus hijas era la madre revestida de fortaleza para defenderlas y protegerlas. La sangre de los antiguos guerreros que corría por sus venas quizá influía no poco en el temperamento de Clara. De esta invencible fortaleza dio pruebas las dos veces que San Damián fue sitiado por el ejército de Federico II. Como este malicioso y astuto príncipe mantuviese guerra con el Papa, lanzó a los Estados de la Iglesia sus arqueros mahometanos, sobre los cuales no tenían ningún poder las excomuniones del Papa. Desde la cima de la fortaleza de Nocera, a corta distancia de Asís, aquellos sarracenos cayeron sobre el valle de Espoleto como «un enjambre de abejas» y fueron a embestir contra el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el monasterio significaba para las Hermanas no sólo la muerte, sino también la más vergonzosa de las ignominias. Afligidas en extremo se acogieron en torno de Clara, quien en aquellos momentos se hallaba (lo que ocurría con frecuencia en sus últimos años) en cama postrada por gravísima enfermedad. Mas ella, sin perder un momento la calma y el valor, se hizo trasladar a la puerta del convento, ofreciéndose la primera al peligro; mandó que le trajesen la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se reservaba el Santísimo, y cayó de rodillas delante de él, pidiendo amparo al cielo para sí y sus hijas. De repente oye que desde dentro del sagrado vaso sale una voz «como de niño» que le dice: «Yo os guardaré siempre», y en seguida, llena de fe y confianza, se alzó de la oración. El evento confirmó en el acto la promesa divina, porque en el mimo instante los sarracenos levantaron el sitio del monasterio y se fueron a otra parte a continuar su vandálica obra (LCl 21-22). En recuerdo de este suceso, acaecido en 1230, se representa con frecuencia a Clara con una custodia en la mano. Más tarde la leyenda exornó considerablemente el primitivo relato, según se ve aún hoy día en un fresco medio borrado que se venera en San Damián y que representa a Clara con el Santísimo avanzando resuelta al encuentro de los sarracenos, y a estos bajando precipitadamente las escalas y huyendo despavoridos. Cuatro años más tarde (junio de 1234), un milagro parecido impidió que las tropas de Federico, capitaneadas por Vital de Aversa, se apoderasen, no ya sólo de San Damián, sino de toda Asís, acontecimiento cuyo aniversario han celebrado siempre los asisienses como fiesta nacional. También en otra circunstancia demostró Clara su ánimo resuelto y varonil. Cuando en 1220 llegó a Italia, procedente de Marruecos, la noticia de la muerte de los cinco primeros mártires franciscanos, la Santa quedó tan impresionada que resolvió ir ella también entre los infieles y recibir allí con sus hermanas la palma del martirio; y fue necesaria la prohibición expresa de Francisco para impedirle que llevara a cabo ese proyecto. Pero en lo que se manifestó más enérgica e inflexible fue en la lucha que sostuvo durante años, incluso con el Papa mismo, para poder permanecer fiel a su voto de pobreza. Constantemente, su devoto amigo Hugolino, que llegó a ser papa en 1227 con el nombre de Gregorio IX, animado ciertamente de los mejores propósitos, se esforzaba en convencerla de que debía aceptar, para sí y su convento, algunos bienes temporales que les permitiesen vivir en calma y en paz, como lo hacían las religiosas de otras órdenes. Pero ella se opuso obstinadamente a todos esos esfuerzos. Por fin, cuando Gregorio IX llegó a decirle: «Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto», ella replicó con santa intrepidez: «Santísimo padre, absolvedme de mis pecados, pero no de la obligación de seguir a nuestro Señor Jesucristo» (LCl 14). Sólo dos días antes de morir tuvo Clara la gran alegría de obtener de Inocencio IV y a perpetuidad, para sí misma y para sus hermanas, el derecho de ser y permanecer siempre pobre.[1] Al revés de Francisco, y a pesar del extremado rigor de su vida, Clara estaba destinada a vivir larga vida: murió a los sesenta años, después de cuarenta y dos de vida monacal, la mayoría de los cuales estuvo afligida por el triste recuerdo, siempre fresco en su memoria, de la muerte de su seráfico maestro, acaecida en 1226. Cuando Francisco estaba ya para morir, tendido en su lecho, en su pobre celda de la Porciúncula, adonde acababa de hacerse trasladar presintiendo su fin, envió Clara un mensajero a decirle que deseaba mucho verle, ya que iba a ser la última vez, al cual contestó Francisco: «Ve a decirle a la hermana Clara que, por el momento, no es posible que ella venga acá; pero que se alegre, porque ni ella ni sus hijas morirán antes de haberme visto otra vez, y que tal vista las consolará en gran manera». Pocos días después voló al cielo Francisco, y los habitantes de Asís bajaron a la Porciúncula para llevarse el sagrado cadáver, lo que hicieron en compañía de los frailes, en solemne procesión, en medio de himnos y cánticos de alabanza, con palmas y antorchas encendidas y al son de trompetas. Era una de esas mañanas en que el sol de octubre dibuja una neblina en el valle de Umbría con colores de violeta que se extienden por todo él como un mar sosegado y sin orillas. El devoto cortejo no tardó mucho en llegar al monasterio de San Damián, a cuyo frente se paró. Los portadores de la preciosa carga penetraron con ella en la iglesia, la colocaron junto a la reja de las hermanas y éstas pudieron así contemplar por última vez el rostro ya inanimado de su padre y maestro. Dice el Espejo de Perfección: «Removida la reja de hierro por donde las monjas solían comulgar y escuchar la palabra de Dios, los hermanos levantaron del ataúd el santo cuerpo y lo sostuvieron en sus brazos ante la ventanilla por buen espacio de tiempo, mientras la señora Clara y sus hermanas se consolaban con verlo, aunque llenas de pena y de lágrimas al verse privadas de los consuelos y exhortaciones de tan gran padre» (EP 108). Al contemplarlo, añade Celano, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, que inundaban todos los ámbitos de la pequeña iglesia y se contagiaron a todos los presentes, pues «era casi imposible que pudiera cesar el llanto cuando aquellos ángeles de paz tan amargamente lloraban» (1 Cel 117). Muchos años sobrevivió Clara a Francisco, durante los cuales nunca dejaron de visitarla los más íntimos amigos del Santo. León, Ángel, Junípero, iban a la continua donde ella a recrearse con su conversación y con los dulces recuerdos de su común maestro. Lo mismo hacía, aunque con menor frecuencia, Fray Gil, de quien solía decir Bernardo de Quintaval que permanecía constantemente encerrado en su celda como una virgen en su cámara. En una de esas visitas pasó en San Damián un caso que merece mencionarse por el espíritu franciscano que lo informa. Coincidieron en San Damián el maestro Fray Alejandro de Hales y Fray Gil. Clara, a quien le gustaban los sermones doctos y bien hablados, le pidió a Alejandro que hablara para sus hermanas. Llevaba ya algún tiempo el doctor inglés predicando un sermón que, sin duda, rebosaba ciencia y erudición, y distaba, por ende, toto coelo de las sencillas pláticas que tantas veces había predicado Francisco desde aquella misma cátedra. De repente se levanta Fray Gil en medio de la iglesia y, con extrañeza de todos, exclama dirigiéndose al orador: -- Cállate, maestro, que quiero predicar yo. Y el maestro Alejandro se calló. Y el hermano Gil, sin cultura y sin complejos, pronunció unas cuantas frases férvidas y sabrosas. Luego le dijo al teólogo: -- Hermano, completa ahora tu sermón. Y el hermano teólogo retomó el hilo de su prédica hasta el fin. Y la hermana Clara, que había presenciado la inesperada escena con sus hermosos ojos abiertos por el gozo del asombro, dijo al final: -- Ahora he visto cumplido el deseo de nuestro muy santo padre Francisco, el cual me dijo una vez: «Deseo ardientemente que mis hermanos clérigos lleguen a tanta humildad, que un maestro en teología interrumpa su sermón si un hermano sin letras le dice que quiere predicar». Os digo, hermanos y hermanas, que me ha causado este maestro más admiración que si le hubiera visto resucitar a un muerto. Pero volvamos a nuestra historia. Por fin llegó para Clara el término de la mortal carrera. Veintiocho largos años había pasado entre los tormentos de crueles enfermedades, que en el otoño de 1252 pareció que iban a acabar con su santa existencia, no sin alguna pena de parte suya, por cuanto no había logrado aún el cumplimiento de su más íntimo anhelo: la confirmación decisiva y completa de su «privilegio de pobreza». Por aquel tiempo volvió Inocencio IV a Italia procedente de Lyón en Francia, donde se había visto obligado a refugiarse huyendo de los ejércitos de Federico II. Muerto este emperador en Fiorenzuola en 1250, en septiembre de 1252 pudo ya el Papa establecerse tranquilamente en Perusa, y el Cardenal Rainaldo, sostén y defensor de las clarisas y futuro Alejandro IV, trasladarse a San Damián a administrar la comunión a la santa enferma, que aprovechó la ocasión para suplicarle con las más vivas instancias que le obtuviese del Papa dicho ansiado privilegio. En el verano del año siguiente, 1253, vino a Asís el Papa en persona acompañado de toda su corte, y su primer cuidado fue visitar a Clara, que yacía postrada en el lecho del dolor. Ella al punto le pidió la bendición apostólica y la absolución de todos sus pecados, a lo que contestó suspirando el Pontífice: «¡Ojalá no tuviera yo más necesidad que tú de la indulgencia de Dios!» Cuando Inocencio se retiró, como aquel día había recibido la comunión, dijo Clara a sus hermanas, reunidas sobre su lecho: «Hijitas mías, alabad al Señor, ya que Cristo se ha dignado concederme hoy tales beneficios, que cielo y tierra no se bastarían para pagarlos. Hoy -prosiguió- he recibido al Altísimo y he merecido ver a su Vicario» (LCl 42). Desde aquel instante ya las monjas no se separaron más de la presencia de su madre. Su hermana Inés, que por treinta años rigiera el monasterio de Monticelli, cerca de Florencia, estaba también allí, arrodillada, sollozante, solícita. Pasaron días, y la enferma en el mismo estado. En dos semanas no pudo tomar ningún alimento, pero las fuerzas no le faltaban. El confesor la exhortaba a la paciencia, y ella respondía: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil de soportar». Después mandó rogar a sus amigos de la Porciúncula: León, Ángel y Junípero, que viniesen a leerle la historia de la Pasión del Señor; ellos acudieron en seguida. Y entonces fue cuando Fray Junípero le ofreció aquella mística provisión de «saetas de Dios», mientras León, arrodillado junto a su lecho, besaba lloroso el saco de pajas que le servía de colchón, y Ángel se esforzaba por consolar a las tristes y gemebundas hermanas. De repente los interrumpió la enferma, diciendo quedamente a su alma: «¡Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó; y guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor, seas bendito porque me creaste» (LCl 46). Dicho esto, se calló y quedó inmóvil, con los ojos abiertos, como quien espera una respuesta. «¿Con quién hablas?», le pregunta una de las hermanas. «Con mi alma», contesta Clara en tono solemne, y luego añade: «¿Ves tú, ¡oh hija!, al Rey de la gloria, a quien estoy yo contemplando?» Todos los ojos, arrasados en lágrimas, se fijan en la moribunda; pero ésta ya no ve a nadie; sólo mira hacia la puerta de la celda, y he aquí que de repente la puerta se abre, y Clara ve entrar por ella muchedumbre de vírgenes vestidas todas de blanco, ceñida de franjas doradas la frente luminosa; vienen a llevarse a su hermana a la nueva patria. Una de ellas sobresale entre todas por su hermosura y gentileza, y esparce por la modesta estancia tal resplandor, que con él fuera sombra el brillo del más claro día. La soberana Señora avanza radiante de belleza por entre las filas de sus compañeras hacia el lecho de la moribunda, se inclina hacia ella y la cubre con su manto de luz. En el mismo instante y en los brazos maternales de la Reina del cielo vuela Clara hacia las moradas eternas. Los circunstantes no lo advirtieron sino cuando notaron el santo cuerpo yerto sobre el lecho, pero flexible y hermoso, y en sus manos la bula, fechada dos días antes, en que el Sumo Pontífice le concedía a ella y a sus hijas formal y definitivamente el derecho de vivir de todo en todo conforme al ideal franciscano (LCl 46). El convento de San Damián se conserva aún casi en el mismo estado en que lo habitaron Clara y sus compañeras: allí está el mismo estrecho coro en que ellas rezaban el divino oficio, con sus asientos de primitiva y tosca hechura, y en medio el apolillado facistol con su vetusto antifonario abierto en la fiesta del día. En otra parte se exhibe la campana de que Clara se servía para llamar a sus monjas a la oración; el cáliz en que bebía después de recibir el Santísimo Sacramento; el breviario de su uso, escrito de su puño y letra de Fray León, y un relicario que le había regalado el Papa Inocencio IV. Allí está también el mismo refectorio donde Gregorio IX fue comensal de Clara, y donde aquél mandó a ésta que bendijese los panes, y, como ella los iba bendiciendo, se dibujaba sobre ellos milagrosa cruz. Allí, por fin, después de visitar la pequeña y baja estancia donde habitó y murió la santa virgen, se pasa al que aún se llama «su jardín», que no es más que un estrecho terrazo plantado de flores y cercado de altos parapetos; pero a vueltas de su estrechez es un magnífico mirador, desde el cual se domina y contempla todo el opulento valle umbriano con sus ciudades y viñedos y olivares, con sus torcidos arroyuelos y blanquecinos senderos; desde allí se divisan perfectamente Rivotorto, Bettona y la Porciúncula. El jardincito semeja un canastillo de flores. Cuenta la tradición que Clara no cultivaba en él sino tres clases de plantas: la azucena, símbolo de la pureza, la violeta, de la humildad, y la rosa, del amor a Dios y al prójimo. Libro III El cantor de Dios Quid enim sunt servi Dei, nisi quidam joculatores ejus, qui corda hominum erigere debent et movere ad laetitiam spiritualen? ¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual? (San Francisco, EP 100). Capítulo I – El sermón a los pájaros
Parece ser que Francisco, al contemplar la vida tranquila, dichosa, de todo en todo interior en que vivían Clara y sus primeras discípulas en la bendita soledad de San Damián, sintió renacer en su conciencia las antiguas dudas sobre la verdad de su vocación: si no le estaría mejor consagrarse, como los anacoretas de otros tiempos, al silencio y retiro de la vida contemplativa, ajeno a toda relación con el mundo, entregado todo a los intereses de su propia alma. Y a la verdad, algunos de sus discípulos, como Silvestre, Rufino y algo también Gil, habían entrado por ese camino. Francisco, por su parte, no dejaba de ver los peligros que llevaba consigo la vida del solitario (egoísmo espiritual y orgullo ascético), como se ve por un pasaje harto característico de las Florecillas (Flor 29); pero tampoco se le ocultaba que la vida errante del predicador no podía menos de estar continuamente expuesta a lo que él llamaba «el empolvoramiento de los pies del espíritu» (LM 12,1), palabras cuyo cabal significado sólo podremos alcanzar siguiendo al Santo en sus viajes misioneros de los años 1211 y 1212. Referido queda ya cómo, yendo Francisco camino de Toscana en compañía de Silvestre, le tocó restablecer la paz entre los diversos partidos en que estaba dividida la ciudad de Perusa. En Cortona convirtió y llevó consigo a Guido Vagnotelli, a quien se refiere sin duda el capítulo 37 de las Florecillas, y también, si hemos de atenernos a Waddingo, a aquel Elías Bombarone, que tan célebre y temeroso papel había de desempeñar en la Orden. Después de fundar en las cercanías de Cortona el ermitorio de le Celle, siguió viaje a Arezzo y Florencia. En esta última ciudad se agregó a su escuela un gran jurisconsulto llamada Juan Parenti, doctor de la Universidad de Bolonia, que a la sazón desempeñaba las funciones de juez en Civitá Castellana, y cuya vocación a la Orden ligan Waddingo y Rodulfo a extraña y curiosa anécdota. Paseando un día nuestro magistrado por los alrededores de la ciudad, vio a un porquero afanado en hacer entrar al corral su indócil piara al grito de «¡Entrad como entran los jueces en el infierno!», grito que concuerda con esta otra sentencia entonces corriente y popular: que jurista y mal cristiano van de la mano. El hecho es que, en llegando Francisco a Florencia, Parenti renunció a su empleo y se hizo franciscano; por aquel mismo tiempo, otro sabio jurista de Bolonia, Nicolás de Pepoli, tomaba sobre sí el cargo de servir los intereses de la misión franciscana de la misma ciudad. Parente fue General de la Orden de 1227 a 1232. De Florencia pasó el Santo a Pisa, donde se le juntó otro futuro general de la Orden, Fray Alberto de Pisa (1239-1240), y también Fray Agnelo de Pisa, el futuro jefe de la primera misión franciscana de Inglaterra. Después, pasando por San Geminiano en el valle de Elsa, por Chiusi y por Cortona, volvió a Asís después de más de un año de ausencia, y entonces fue cuando predicó en la catedral aquellos memorables sermones cuaresmales de que ya hemos hecho mención. Esta última parte del viaje de Francisco asumió las proporciones de una marcha triunfal: en todas las ciudades se echaban a vuelo las campanas al anuncio de su arribo; el pueblo acudía en masa a vitorearle con palmas en las manos, llevándole en solemne procesión hacia la casa parroquial, donde él tenía costumbre de alojarse y adonde le llevaban panes para que él los bendijese, y las gentes los guardaba como reliquias. El grito: Ecco il Santo!, «¡He aquí el Santo!», tan espontáneo en boca del pueblo italiano, resonaba a la continua por todas partes (1 Cel 62-63). La Leyenda de los Tres Compañeros dice de los antiguos hermanos que, «cuando llegaba la hora de hospedarse, de mejor gana se quedaban en casa de sacerdotes que de seglares» (TC 59). No faltaban entre sus discípulos quienes hallaban un tanto excesivos tales honores, y muchas veces fueron a su maestro, como los Apóstoles al suyo, con éstas o parecidas preguntas: «¿No oyes lo que dicen de ti esos hombres?» A lo que contestaba Francisco que tales loores no le afectaban a él más que a las estatuas y pinturas los que se les tributa en las iglesias; esas representaciones no son para los cristianos otra cosa que imágenes de Dios, y sólo en tal carácter se las venera; y añadía Francisco que ni su carne ni su sangre ni su persona individual participaban de los honores de que era objeto más que la madera o la piedra de que estaban hechas las mencionadas imágenes. Pero a la larga a Francisco le pareció insuficiente semejante respuesta y comenzó a turbarse con las aclamaciones de la multitud, de modo que se esforzó cuanto pudo por rebajarse a sí mismo. «No queráis alabarme como a quien está seguro -decía al pueblo-; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo fin es incierto». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú»(2 Cel 133). Un día debía Francisco predicar al pueblo de Terni en presencia del Obispo; pero antes que él empezara, quiso éste presentarle a la gente y dijo, entre otras cosas, cómo era gran maravilla que un hombre tan simple y sin letras como Francisco obtuviese tan señalados éxitos en la predicación; oyendo lo cual Francisco se gozó en gran manera y dio al prelado las más rendidas gracias (2 Cel 141). A los que le encomiaban por su riguroso tenor de vida, solía responder: «Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste -decía- puede ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a Él -sirviéndole con fidelidad- los dones que nos regala» (LM 6,3). Francisco se reprochaba a sí mismo muchas infidelidades contra Dios, y eso sin curarse de si otros le escuchaban o no. En cierta ocasión cayó enfermo y consintió en comer guiso de ave durante la enfermedad. Una vez restablecido, ordenó a uno de los hermanos que le sacase desnudo por las calles, tirándole del cuello por una cuerda y gritando: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado de carne de gallina sin que vosotros lo supierais» (1 Cel 52). Y como esta medida no lograse más que nuevas entusiastas alabanzas por su humildad, mandó a otro hermano que le fuese insultando continuamente, a fin de que hubiese siquiera una boca que le dijese la verdad, aunque fuera por su propia cuenta. Así lo hizo el hermano, arrastrado por la obediencia y violentando atrozmente su corazón, y se puso a injuriar a su maestro llamándole grosero, holgazán, siervo inútil, con otros denuestos; todo lo cual escuchaba Francisco bañado el rostro en plácido contentamiento, y al fin respondió: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone» (1 Cel 53). Otras veces Francisco procuraba sustraerse a las alabanzas del pueblo retirándose a la soledad. Por tal motivo se refiere que pasó toda la cuaresma de 1219 en una isla inhabitada del lago Trasimeno (Flor 7), y gran parte del invierno del mismo año la pasó enterrado en el eremitorio montuoso de Sarteano, cerca de Chiusi, cuyas chozas, hechas de ramas, parecían más guaridas de alimañas que no moradas de seres racionales; pero a Francisco le placían en gran manera, «en parte por su misma salvajez, en parte por su soledad, en parte, en fin, porque desde allí podía divisar en lontananza a su querida Asís». En este retiro de Sarteano fue precisamente donde le acometieron las más fieras tentaciones, que estuvieron a punto de arrojarle en el abismo de la desesperación: «No hay en el mundo -le decía una voz interior- ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, como tú, nunca jamás hallará misericordia». La más recia de tales tentaciones era la que le incitaba a renunciar al celibato y a casarse. Al principio la resistió por los mismos medios que los antiguos anacoretas, azotándose y desgarrándose cruelmente los lomos con la cuerda que llevaba ceñida a la cintura; pero viendo que tal castigo no bastaba para sosegar «al hermano asno», como él llamaba a su cuerpo, imaginó otro, que fue arrojarse una noche medio desnudo en la gruesa capa de nieve que se había hecho delante de su celda. Allí se puso a fabricar, con trozos de nieve, figuras humanas de diferentes tamaños, y cuando ya tuvo siete forjadas, empezó a decirse a sí mismo: «Mira, Francisco, esta mayor es tu mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las otras dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo» (2 Cel 116-117). San Buenaventura, que también refiere el hecho, añade: «Un hermano, que entonces estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al resplandor de la luna, en fase creciente» (LM 5,4). Todo esto no hacía sino reavivar más y más en el corazón de Francisco el deseo de retirarse del mundo de un modo definitivo y completo. Continuamente iba confiriendo el caso con los otros compañeros y pensando las razones que, a su juicio, abonaban el pro y el contra. De las segundas sólo una hallaba que le retraía imperiosamente de abrazar la vida eremítica, y era el ejemplo del Salvador. Jesús habría podido quedarse a la diestra del Padre, gozando eternamente de los esplendores de su gloria; pero no, prefirió bajar a la tierra a someterse a todas las asperezas de la condición humana, a arrostrar una muerte llena de todo linaje de afrentas y dolores; y esta muerte de cruz era precisamente para Francisco, desde el día de su conversión, el objeto de todos sus anhelos, el tema obligado de sus meditaciones, el dechado a que procuraba ajustar su vida toda (LM 12,1-2). La amargura de esta duda tomaba cuerpo y era cada vez más vehemente y premiosa. Por fin, Francisco resolvió salir de ella de una vez por todas y acudir al juicio de Dios, prometiendo al mismo tiempo acatar y poner en práctica a ojos cerrados lo que Dios fuera servido de sentenciar. En otras perplejidades había recurrido al expediente de abrir al azar el libro de los Evangelios, tomando por respuesta escrita para él el pasaje que el acaso le presentara; mas ahora determinó someterse a lo que juzgasen dos almas escogidas, de extraordinaria santidad. En consecuencia, envió a Fray Maseo primero donde Clara, y en seguida donde Fray Silvestre, quien hacía vida solitaria en una de las grutas del monte Subasio, en el sitio donde después se edificó el convento de las Cárceles, cuyo bosque está sembrado de celdillas, testigos de la primitiva piedad franciscana. Al juicio, pues, de Silvestre y de Clara resolvió Francisco atenerse absolutamente, abandonando todo escrúpulo e indecisión, seguro de que lo que ambos dijesen sería la expresión neta de la voluntad de Dios. El resultado de la consulta lo refieren los Actus Beati Francisci de la siguiente manera: «Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así: -- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él. Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre. Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó: -- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo? El hermano Maseo respondió: -- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás. Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y dijo: -- ¡Vamos en el nombre de Dios! Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel, dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Y llegaron a un lugar situado entre Cannara y Bevagna. En este lugar observó Francisco algunos árboles a la orilla del camino, cubiertos de innumerable muchedumbre de variados y nunca vistos pajarillos, que no cabiendo en las ramas, se esparcían también por el campo y cubrían el suelo debajo de los árboles. Con tal espectáculo Francisco se sintió de nuevo levantado en espíritu y dijo a sus dos compañeros: -- Esperad un momento, que voy a predicar a los hermanos pájaros. Y así diciendo, se entró por el campo en dirección al terreno ocupado por las aves, las cuales, cuando le vieron venir, le salieron también al encuentro, tanto las que estaban en el suelo como las que poblaban las ramas de los árboles; luego se quedaron todas quietas y tan vecinas a él, que muchas le tocaban el hábito. Y Francisco habló así a los pájaros: -- ¡Carísimos hermanos pájaros! Mucho debéis vosotros a Dios, y es menester que siempre y en todas partes les alabéis y bendigáis: he aquí que os ha dado esas alas, con que medís y cruzáis en todas direcciones el espacio. Él os ha adornado con ese manto de mil y mil colores lindos y delicados. Él cuida solícito de vuestro sustento, sin que vosotros tengáis que sembrar ni cosechar, y apaga vuestra sed con las límpidas aguas de los arroyuelos del bosque, y puso en vuestras gargantas argentinas voces con que llenáis los aires de dulcísimas armonías. Y para vosotros, para vuestro abrigo y recreo, levantó las colinas y los montes, y aventó y suspendió las abruptas rocas. Y para que tuviéseis donde fabricar vuestros nidos, creó y riega y mantiene la enmarañada floresta. Y para que no tengáis que afanaros en hilar ni en tejer, cuida de vuestro vestido y del de vuestros hijuelos. ¡Oh!, mucho os ama vuestro soberano Creador, cuando os colma de tantos beneficios. Guardaos, pues, oh mis amados hermanitos, de serle ingratos, y pagadle siempre el tributo de alabanzas que le debéis. No bien calló Francisco cuando los pajarillos empezaron a abrir sus picos y, batiendo las alas, tendiendo el cuello, inclinando al suelo la cabeza y haciendo mil otros graciosos meneos, prorrumpieron en alegres trinos, con que demostraban entero asentimiento a las palabras del santo predicador. Éste, por su parte, lleno de contento y gozo, no se hartaba de contemplar tanta multitud y variedad de pájaros, tan mansos y dóciles. Y alabó también él al Señor y les encargó a ellos que nunca se cansasen de alabarle. Y habiendo Francisco terminado su predicación y exhortación, hizo sobre sus alados oyentes la señal de la cruz para bendecirlos, y ellos al punto se lanzaron a los aires exhalando cantos maravillosos, y pronto se separaron y dispersaron en todas direcciones» (Actus 17; Flor 16; 1 Cel 58; LM 12,3). Capítulo II – Las misiones de Italia
No era la intención de Francisco limitar sus nuevas misiones a sólo el territorio de Italia. Mucho más vastos eran sus proyectos, sobre todo después de la consulta referida en el capítulo anterior. Por otra parte, frisaba ya en los treinta años, la edad del entusiasmo, de los anhelos generosos, de las empresas heroicas. Además, reinaba por aquel entonces una verdadera fiebre de cruzadas. Poco tiempo faltaba para que Juan de Briena, hermano de aquel Gualterio que había sido el héroe favorito del joven Francisco, se encaminase a Damieta a la cabeza de un numeroso ejército cristiano. También Francisco deseaba organizar una cruzada, pero sin más armas que la cruz y el Evangelio: toda su ambición era ir a predicar a los Sarracenos la fe cristiana y la conversión (1 Cel 55). Pero antes quería obtener la autorización del Papa para su nueva empresa. Se ha dicho de Santo Domingo que «siempre se le encuentra viajando a Roma a recibir instrucciones» (Sabatier). Otro tanto pudiéramos afirmar de San Francisco. Dos años después que Inocencio III confirmó de viva voz las reglas de su Orden, le hallamos de nuevo en Roma, adonde fue a recabar del Papa el cumplimiento de la promesa que éste le hiciera en 1210, porque ya estaba en condición de poder afirmar a Inocencio que «Dios había multiplicado el número de sus hermanos» y, en consecuencia, de pedir que se le confiase «una misión de mayor empeño». Por desgracia, son pocas las noticias que tenemos de este tercer viaje de Francisco a Roma. De pasada visitó Alviano, aldea vecina a Todi, y cuentan los biógrafos que allí impuso silencio a una bandada de golondrinas que con sus gorjeos les estorbaban la predicación (1 Cel 59; LM 12,4). Probablemente pasó también por Narni y por Toscanella. En Roma continuó su costumbre de predicar en las calles y encrucijadas, y dicen que en una de estas predicaciones conquistó dos nuevos discípulos: Zacarías, futuro misionero en España, y Guillermo, que fue el primer inglés que abrazó la Orden. Mucho más importante para el destino futuro de la Orden fue la amistad que entonces trabó con una señora a la que luego llamó, por cortesía y por su carácter varonil, «Fray Jacoba»: era la dama Jacoba de Settesoli, esposa del noble romano Graciano de Frangipani, la cual tendría entonces unos veinticinco años de edad. La familia de los Frangipani es una de las más antiguas de Roma, como que se la hace descender de aquella Gens Anitia, que en el curso de los siglos ha contado entre sus vástagos a un Benito de Nursia, a un Paulino de Nola, y a un Gregorio Magno. El año 717 fue cuando el jefe de esta familia, que entonces lo era Flavio Anicio, se granjeó el honroso sobrenombre de Frangipani, «partidor del pan», por una copiosa distribución de panes que hizo en una hambre que afligió a la Ciudad Eterna en dicho año. A principios del siglo XIII los Frangipani poseían en Roma extensas propiedades en el barrio del Transtévere y sobre el monte Esquilino, donde, entre otras cosas, les pertenecían los restos imponentes del famoso Septizonium de Septimio Severo, nombre que aún subsiste en Roma, aunque un poco alterado, en la Via delle Sette Sale, que es de donde le venía a la esposa de Graciano Frangipani el apellido de Settesoli. Por lo que respecta a Jacoba, afirman que descendía de una familia normanda de Sicilia. Su nacimiento puede colocarse por los años de 1190, puesto que ya en 1210 estaba casada y era madre de un hijo, llamado Juan. En 1217, pocas semanas después de la muerte de su marido, dio a luz otro hijo, a quien puso el nombre de Graciano. Pero sus relaciones con Francisco datan de 1212, relaciones que las ulteriores visitas del apóstol umbriano trocaron en la más piadosa y fiel amistad. Poco trabajo le costó, por cierto, a Francisco obtener de Inocencio III la bendición apostólica para su empresa. Y poco tiempo después, sin que sepamos en qué puerto, embarcó para llevar a cabo su viaje. Pero violentas tempestades desviaron el navío que le transportaba, arrojándolo hacia las costas de Eslavonia, donde se vio forzado a permanecer algún tiempo, sin encontrar medio alguno para continuar el viaje a Oriente. Como el tiempo pasaba, haciéndose cada día más desfavorable para la navegación, resolvió, por fin, embarcarse con su compañero en un bajel que se hacía a la vela para Ancona. Pero resultó estar ya la embarcación tan repleta de carga, que los marineros se negaron a transportar a nuestros cruzados, viendo lo cual, éstos se metieron furtivamente en la bodega del buque, de donde no salieron a cubierta sino cuando éste iba en alta mar. Protestaron los marineros al verlos; pero, prolongándose la travesía a causa del mal tiempo y agotándose los víveres de la tripulación, sacó el Santo los que había acopiado para su frustrado viaje y los distribuyó entre todos, con lo que se captó la benevolencia y el perdón de la gente del navío (1 Cel 55). Tan pronto como Francisco volvió a pisar tierra italiana, empezó de nuevo a predicar de ciudad en ciudad, y fueron tales los frutos de su predicación, que en sólo Ascoli se le presentaron treinta sujetos, entre clérigos y laicos, a pedirle que los admitiese en la Orden (1 Cel 62). Por donde pasaba le salían al encuentro muchedumbres de gentes, aclamándole con desmedido entusiasmo y pugnando por tocar siquiera la fimbria de su hábito. Sólo los cátaros, asaz numerosos y esparcidos por toda la Marca de Ancora, rehusaban acercarse a él. Demasiado sabían aquellos herejes que la base de la predicación de Francisco, como también de toda su vida religiosa, era la sumisión absoluta y sin reserva a la Iglesia Romana, la indulgencia y caridad con que miraba las faltas ajenas con tal que no dañasen a la comunidad, y, como consecuencia de aquella sumisión, un respeto profundo por los sacerdotes de la misma Iglesia, en quienes no quería ver otra cosa que su sagrado carácter, nunca sus personas. Esta misión y otras del mismo estilo, tuvo, sin duda, en vista cuando habló en su Testamento de «los pobrecillos sacerdotes de este siglo que moran en sus parroquias», a quienes siempre y a pesar de todo «quiere temer, amar y honrar como a sus señores, sin considerar en ellos pecado alguno, porque discierne en ellos al Hijo de Dios, y son señores suyos» (Test 7-9). Ahora bien, en esto último era precisamente en lo que más diferían de Francisco los predicadores cátaros, a quienes gustaba ensañarse contra los pecados de los sacerdotes, con lo que arrebataban a la Iglesia multitud de fieles. No era así Francisco. Su mente sana y lúcida sabía distinguir bien entre las cosas y las personas, y procuraba infundir iguales sentimientos en sus hermanos. Un día preguntó ingenuamente Fray Gil (como queda ya referido) si por ventura un sacerdote podía mentir, cosa que él rechazaba en absoluto (1 Cel 46). Durante esta su estancia en la Marca de Ancona fue cuando Francisco tuvo la felicidad de convertir a uno de los hombres más famosos de su tiempo, el trovador Guillermo Divini, poeta laureado en el Capitolio de Roma y proclamado por el pueblo «rey de los versos». Hallábase éste de visita en la aldea de San Severino, donde tenía una pariente religiosa, que moraba en el convento donde había ido a predicar Francisco. Allí oyó Divini al Santo y se convirtió. Todos los testigos afirman que en la manera de hablar de Francisco había un no sé qué de enérgico y penetrante que arrastraba a la persuasión. Tomás de Spalato refiere que sus discursos eran, más que predicaciones, conciones, alocuciones o conferencias sobre asuntos puramente prácticos relativos a la reforma de las costumbres. Francisco era un moralista implacable. Lo que le parecía malo, lo atacaba y lo condenaba con toda franqueza y sin apelación. Así se explica como, a pesar de su continente poco garboso y poco apuesto, había logrado inspirar en sus oyentes, no sólo admiración, sino saludable temor. Tenía en sí un poco del alma terrible de un Juan Bautista. Sus escritos abundan en severas invectivas contra los pecadores, condenados al fuego eterno; su voz dijérase hecha para intimar los juicios de Dios. Con razón se ha dicho que sus discursos eran como una espada, que traspasaba los corazones. Guillermo Divini había ido a escucharle al convento de San Severino, guiado de sola curiosidad, lo mismo que otros alegres compañeros suyos; y, sin duda, el predicador de penitencia no labró al principio gran cosa en sus ánimos; pero luego comenzó «el rey de los versos» a prestarle mayor atención, y entonces le pareció que el pobre de Asís no se dirigía sino a él solo; cada palabra del discurso le venía a él directamente y se clavaba en su corazón, como saeta disparada por mano certera. ¿Y de qué habló Francisco? Pues de su tema favorito: de la necesidad de despreciar y abandonar el mundo y convertirse a Dios para escapar a la justa cólera, próxima a desatarse sobre los ciegos amadores del mundo. Acabado el sermón, se produjo una sencilla pero grandiosa escena: Guillermo Divini se levanta y va a arrojarse a los pies de Francisco, exclamando: «Hermano, sácame de entre los hombres y devuélveme al gran Emperador». Al día siguiente, Francisco le vistió el hábito gris de los Frailes Menores, le ciñó a la cintura una ruda cuerda y le impuso el nombre de Pacífico en señal de que lo sacaba del tumulto del siglo y lo devolvía a la paz de Dios (2 Cel 106). Fray Pacífico fue enviado a Francia en 1217 en calidad de superior de la misión franciscana. Cien años más tarde, otro poeta muy superior a Divini acudió también en busca de paz a los hijos de San Francisco de Asís. Canoso y encorvado por la edad y los desengaños, llegó una tarde Dante a la puerta de un convento solitario de los Apeninos. Llamó a la puerta y, cuando el portero le preguntó qué buscaba, el gran florentino contestó con una palabra sola, pero de inmenso sentido, que encerraba todo un mundo: ¡Pace!, ¡la paz! Aunque Francisco recibía inmediatamente a todo el que venía a él con corazón arrepentido, vistiéndole el hábito de la Orden sin más indagación ni prueba (el año de prueba o de noviciado sólo vino a ser obligatorio en 1220), sabía, sin embargo, distinguir perfectamente y escoger entre los numerosos candidatos que, año tras año, se le presentaban solicitando ser admitidos en su compañía. Poco tiempo después de la conversación de Fray Pacífico, vino a encontrarse con el Santo cierto joven noble de Lucca, y prosternándose en su presencia le pidió con lágrimas en los ojos que lo admitiera entre sus hijos. Francisco le contestó con dureza en él desacostumbrada: «Tu llanto es carnal y tu corazón no está en Dios. ¿Cómo pretendes engañar al Espíritu Santo y a mí, su humilde siervo?». No obstante, lo admitió; pero el efecto se encargó bien pronto de probar que aquella vocación no era sincera, sino pasajero capricho, fruto acaso de alguna accidental desazón en sus relaciones domésticas, porque el hecho fue que, apenas vinieron sus parientes a rogarle que se volviese con ellos a casa, los siguió sin la menor dificultad (2 Cel 40). En la recepción de los hombres instruidos, de los viri litterati, era cuando Francisco se portaba con más circunspección. «La ciencia -observaba- hace indóciles a muchos, impidiendo que cierto engolamiento que se da en ellos se pliegue a enseñanzas humildes. Por eso -continuó- quisiera que el hombre de letras me hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios. Te pido que me señales un lugar separado del estrépito del mundo donde pueda pensar con dolor en mis años pasados y, recogiéndome de las disipaciones del corazón, enderece mi espíritu hacia cosas mejores"» (2 Cel 194). Por el contrario, con los desheredados del mundo, con los pobres, oprimidos, humillados y vejados, con los leprosos y hasta con los ladrones y bandidos, el corazón de Francisco se expandía y brindaba todo y sin reservas. La Regla de San Benito estatuía ya, es cierto, que «los huéspedes fueran recibidos y tratados como el mismo Cristo»; pero Francisco había tenido en su juventud ocasión de comprobar que ese estatuto no era practicado siempre a la letra, o más bien que lo era según los huéspedes; que mientras, por excepción, merecían a1gunos recepción atenta y cortés, para los más necesitados de alimento y abrigo, para los pordioseros y vagabundos no había asilo en dichos monasterios. Seguramente Francisco recordaba la aventura de Santa María de la Roca cuando estampaba, al principio de su primera Regla, estas hermosas palabras: «Todo el que venga donde los frailes, sea amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7,14). Sus discípulos, sin embargo, aun los más allegados a él, encontraban difícil seguirle en este punto. El Espejo de Perfección cuenta a este propósito un caso harto característico, que se refiere a los primeros tiempos de la Orden, y es como sigue: «Había un eremitorio de los hermanos encima de Borgo San Sepolcro (se trata del convento de Monte Casale), y unos bandoleros que se ocultaban en los bosques y se dedicaban a robar a los transeúntes venían a veces a él en busca de pan. Algunos hermanos decían que no estaba bien darles limosna, y otros se la daban por compasión, exhortándolos a la penitencia. Entre tanto, el bienaventurado Francisco vino allí, y le preguntaron los hermanos si estaba bien darles limosna. El bienaventurado Francisco les dio la lección: "Si hiciereis lo que os dijere, tengo confianza en el Señor de que ganaríais sus almas. Mirad: haceos con buen pan y buen vino y llevádselo al bosque donde viven; y gritad, diciendo: 'Hermanos ladrones, venid hasta nosotros, pues somos hermanos y os traemos buen pan y mejor vino'. Ellos vendrán al instante. Vosotros entonces extended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan y el vino, y servidles con humildad y alegría mientras comen. Después de la comida les comunicaréis algo de la palabra del Señor y, finalmente, les haréis, por el amor de Dios, una primera petición: que os prometan que no maltratarán ni harán mal a ninguna persona. Porque, si les pidieseis todo de una vez, no os harían caso; pero ellos, en atención a vuestra humildad y caridad, os lo prometerán. Otro día, como recompensa a su promesa, les llevaréis, con el pan y el vino, huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Después de la comida les diréis: '¿Por qué estáis por aquí todo el día muriéndoos de hambre y soportando tantas adversidades? Además, cometéis tantos males de deseo y de obra, que vais a perder vuestras almas si no os convertís al Señor. Mejor es que empleéis vuestras fuerzas en el servicio del Señor, y Él os dará en este mundo lo necesario para el cuerpo y, finalmente, salvará vuestras almas'. Entonces, el Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que les habéis demostrado". Los hermanos lo hicieron tal como les había ordenado el bienaventurado Francisco, y los ladrones, por la gracia y misericordia de Dios, escucharon y cumplieron literal y puntualmente cuanto los hermanos les pidieron con tanta humildad. Es más: por la humildad y afabilidad con que los hermanos los habían tratado, comenzaron ellos también a servir humildemente a los hermanos, llevando sobre sus hombros haces de leña al eremitorio; y algunos, por fin, entraron en la Religión. Otros, habiendo confesado sus pecados, hicieron penitencia de su mala vida y prometieron en manos de los hermanos que en adelante querían vivir del trabajo de sus manos y que no volverían a las andadas» (EP 66). Las Florecillas, cap. 26, cuentan el caso con más detalles, porque dicen que fue el Guardián quien despidió a los bandidos con palabras injuriosas; pero después llegó Francisco, trayendo pan y una botella de vino en su alforja, y, sabedor de lo que había ocurrido, reprendió al Guardián, mandándole, a guisa de penitencia, que fuese tras los bandidos por montes y valles y no parase hasta encontrarlos, y que se les arrodillase pidiéndoles con toda humildad perdón por el mal recibimiento que les había hecho. Este relato, tal cual nos lo han conservado las más antiguas tradiciones, nos da una alta idea tanto de la admirable penetración psicológica de Francisco (que harto sabía que es inútil predicar a un hambriento y que Roma no se construyó en un día), como de su caridad para con todo linaje de menesterosos: pocos hombres ha habido en el mundo tan libres del espíritu farisaico como nuestro Santo. Con él asistimos a un momento de la historia de la cristiandad en que las palabras del Evangelio son comprendidas y practicadas exactamente como fueron dichas: «Si sólo amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Vosotros haced el bien sin esperar nada a cambio. Entonces vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos» (Mt 5,46; Lc 6,35). Estas palabras del Evangelio hicieron siempre honda impresión en el ánimo de Francisco, como lo prueban estas palabras suyas: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos» (Flor 37). Pero si Francisco se portaba tan indulgente con los grandes pecadores, a las almas escogidas solía someterlas a rigurosas pruebas, conforme al Evangelio, que dice: «A quien mucho se le ha dado, mucho se le exigirá». Las Florecillas traen muchos relatos que comprueban este rasgo del carácter de Francisco. Así cuentan que a Rufino, que pertenecía a una de las principales familias de Asís, le ordenó una vez que fuera desnudo de la Porciúncula a la ciudad y que desnudo predicara en la catedral (Flor 30). Igual mandato impuso, cerca de Borgo San Sepolcro, a Fray Ángel, natural de aquella ciudad y, como Rufino, proveniente de familia noble. También a él lo obligó a adelantarse a la ciudad desnudo, para anunciar que Francisco llegaría al día siguiente y tenía la intención de predicar. Fray Ángel obedeció de inmediato, pero antes de que llegase a la puerta de la ciudad, le llamó para prometerle el paraíso por la prontitud con que había ejecutado aquel acto de humillación (Waddingo, 1213, n. 24). Pocas noticias ciertas tenemos acerca de la vida de Francisco en los dos o tres años siguientes. Toda la exquisita diligencia de Waddingo no ha bastado para arrojar luz sobre este período, a pesar del cuidado que ha puesto el grande analista en reunir, como en un primoroso mosaico, todo el material hagiográfico que logró allegar. El fracaso es evidente, y cuando nos cuenta la enfermedad de Francisco en el invierno de 1212-1213, y nos representa al Santo dictando desde el lecho su Carta todos los fieles, confunde Waddingo circunstancias de fecha muy posterior. En cualquier caso, podemos suponer, sin temor de errar, que Francisco prosiguió la serie de sus misiones a través de la Italia. En la primavera de 1213 le hallamos ocupado en una misión nueva en la provincia de Romaña. En esta región, no lejos de la pequeña república de San Marino, se elevaba una fortaleza señorial llamada Montefeltro (hoy día Sasso Feltrio, en las cercanías del pueblo de San León). Un buen día Francisco y su compañero llegaron a la puerta de este castillo; las banderas flameaban gallardamente en la torre, y el sonido de las trompetas llenaba los aires, anunciando que una fiesta solemne se celebraba adentro; los pajes y criados, vistosamente aderezados, iban y venían afanosos por los puentes levadizos; los caballeros se apeaban de sus cabalgaduras; gran cantidad de carros llegaban, conduciendo por el abrupto sendero a damas y doncellas lujosamente vestidas. Todo indicaba que un torneo solemne iba a celebrarse en Montefeltro con asistencia de toda la nobleza de los alrededores. A pesar de tanto aparato y esplendidez, Francisco no se escandalizó, que no era él como tantas personas piadosas demasiado propensas, por desgracia, a ofenderse de los espectáculos que presencian. Francisco ponía gran esmero en prevenir a sus discípulos contra semejante propensión, exhortándolos a no juzgar ni menospreciar «a los que viven con regalo y se visten con lujo y vanidad, porque Dios es Señor nuestro y de ellos, y los puede llamar hacia sí, y, una vez llamados, justificarlos» (TC 58), que era precisamente lo que había hecho con él mismo. En su Regla definitiva Francisco repetirá: «Amonesto y exhorto a mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17). Llegado que hubo Francisco al castillo, se detuvo un instante y, contemplando el pendón que, agitado por el viento, ostentaba, por sobre la puerta, las armas del castellano de Montefeltro, vuelto a su compañero le dijo sonriéndose: «Y bien, hermano, ¿qué piensas tú?, ¿crees que conviene que entremos también nosotros a tomar parte en la fiesta? ¿Quién nos asegura que no tendremos la suerte de ganar aquí algún caballero para la causa de Dios?» Como lo pensó lo hizo. La fiesta tenía por objeto celebrar la mayor edad de un joven paje que iba a ser armado caballero. Todos los invitados asistieron primero a una misa, en que el joven festejado pronunció sus votos de caballería. Después de esta ceremonia, subió Francisco a las gradas de una escalera que había en el patio del castillo y empezó a predicar a la concurrencia, tomando por tema este dístico rimado: Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni pena m'é diletto. Tanto es el bien que espero, que el penar me es placentero. Sin duda, Francisco, que tenía aún frescos en la memoria los relatos del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda, desarrolló este texto poco más o menos en los siguientes términos: «El caballero que quiere ganarse el amor una dama, debe estar dispuesto a pasar por numerosas y difíciles pruebas. Tal vez le exigirá ella que emprenda una cruzada contra el Sultán, tal vez que le traiga el cuerno del Unicornio o un huevo del ave Fénix, que libre a una doncella cautiva, o que armado de pesadas armas y montado sobre brioso corcel atraviese un puente tan angosto, que apenas se pueda pasar por él a pie y por debajo del cual ruja un torrente furioso. Y el noble caballero arrostrará todos estos peligros y acometerá todas estas empresas sólo porque se lo manda su dama, alentando y sosteniendo y multiplicando sus fuerzas y bríos el recuerdo de la mano alabastrina donde espera posar sus labios cuando vuelva del teatro de sus hazañas. »Ahora bien, hay una caballería muy otra de la del mundo, y mucho más alta y noble que ella, a la cual son llamados no solamente los hombres de señoril linaje, sino todos cuantos hay en el mundo. También en ésta hay que acometer combates, pero no ya para complacer a beldad terrena alguna, sino para cumplir el mandato de la suprema y eterna Belleza, que es Dios. Porque, a la verdad, ¿no es Dios, por ventura, mucho más hermoso que las damas más bellas, que no son sino obra de sus manos, por Él amasadas del limo de la tierra? ¿Es que quien ha creado tantas y tan seductoras bellezas, no ha de ser más hermoso que todas sus criaturas? Sí, ciertamente lo es, y merece, por ende, que nosotros acometamos por su nombre toda clase de empresas heroicas, y que luchemos varonilmente en su honor contra sus enemigos, que son la carne, el mundo y el demonio. ¿Y qué recompensa nos promete para el día en que hayamos soportado todas las pruebas, como el caballero por su dama, sin haber desmayado en su servicio ni retrocedido ante ninguna aspereza ni dificultad? La recompensa que nos tiene aparejada es infinitamente mayor y más preciosa que cuantas pueden otorgar a sus galanes las más bellas y generosas damas del mundo. Porque una dama terrena no tiene más que ofrecer que su mano y su corazón; pero esa mano va a perder muy en breve su hermosura, y ese corazón pronto tiene que cesar en sus latidos, mientras que Dios, dándosenos a sí mismo como recompensa del torneo a que nos lanzamos por Él, nos da por el mismo hecho la vida, la luz, la dicha en una eternidad que jamás se marchita ni perece».[2] Así fue, sin duda, como habló el hermano Francisco, y sin duda sus palabras hicieron honda impresión en el ánimo de más de un joven y noble corazón. Lo cierto es que uno de ellos, el joven conde Orlando de Cattani, señor del castillo de Chiusi, en el Casentino, se acercó a Francisco y le dijo: -- Padre, yo quisiera tratar contigo sobre los asuntos de mi alma. Francisco acostumbraba dar tiempo al espíritu de Dios para que arraigase en las almas, y así, sin apresurarse, contestó a Orlando: -- Me parece muy bien; pero ahora vete y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a la fiesta, come con ellos, y después de la comida y fiesta hablaremos todo lo que tú quieras. Después del torneo volvió el joven donde Francisco y tuvo con él larga conversación. Antes de despedirse le dijo: -- Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna; es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros por la salud de mi alma. Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos: -- Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.[3] Nótese que Francisco no fue en persona a examinar el sitio ofrecido por el conde Orlando. Y es que, en aquel momento de su vida, él entreveía en su horizonte la corona del martirio. Ya que hasta entonces no había podido ir a Tierra Santa, se proponía ahora ir a anunciar el Evangelio a los musulmanes en las lejanas riberas del Mediterráneo marroquí. El sultán Mahomed ben Nasser (Miramolín, como le llamaban los cristianos deformando el nombre árabe Emir el Munenin, «el comendador de los creyentes»), derrotado en las Navas de Tolosa por los españoles en 1212, se había visto forzado a retirarse a la costa africana, y allá había Francisco formado el propósito de ir a convertirle. Se puso en camino verosímilmente en el invierno de 1213-1214,[4] y llegó a España, donde cayó enfermo antes de alcanzar la meta de su viaje, y se vio obligado, una vez más, a regresar a Italia, después de haber fracasado en su intento. De vuelta en la Porciúncula, tuvo el consuelo de recibir en la Orden, entre varios otros candidatos, a su futuro biógrafo Tomás de Celano.[5] Es muy probable que el año siguiente a este desgraciado viaje fue cuando Francisco asistió al IV Concilio de Letrán, y sin duda aprovechó esta ocasión para obtener el privilegio de la pobreza para Santa Clara y sus monjas. Por este mismo tiempo, el sabio prelado francés Jacobo de Vitry, de vuelta de Tierra Santa, atravesó Italia y trabó relaciones con los primeros frailes menores. En una carta dirigida, desde Génova, a sus amigos franceses en octubre de 1216, se expresaba el sabio canónigo en los términos siguientes: «Durante mi permanencia en la Corte pontificia (que estaba entonces en Perusa), vi muchas cosas que me causaron profunda tristeza: todo el mundo estaba tan ocupado en cuestiones temporales y mundanas, de política y de derecho, que apenas si me fue posible decir u oír una sola palabra sobre asuntos espirituales. »Sin embargo, por aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores. Son tenidos en gran honor por el señor Papa y los cardenales. No se ocupan para nada de las cosas temporales, sino que, llenos de un fervoroso anhelo y de un vehemente empeño, se dedican diariamente a rescatar de las vanidades del siglo a las almas... y han ganado a muchos, pues sucede que el que escucha dice "ven" y un grupo atrae a otro grupo. »Viven según la forma de la primitiva Iglesia, conforme de ella se escribió: La multitud de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos... Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor Papa. Después de esto, durante todo el año se dispersan por Lombardía, Toscana, la Pulla y Sicilia. Hace algún tiempo, el hermano Nicolás, coterráneo del señor Papa, varón santo y religioso, abandonó la curia y se retiró con estos hombres; pero el señor Papa, como le era muy necesario junto a sí, lo hizo volver» (BAC p. 963-4). En el verano de 1216 se trasladó a Perusa la Corte pontificia, y ya, según las últimas líneas citadas de Jacobo de Vitry, el movimiento iniciado por Francisco empezaba a invadir hasta los más altos grados de la jerarquía eclesiástica. El Nicolás aludido por el canónigo francés no es otro que el obispo de Túsculum y futuro Cardenal Chiaramonti, de quien sabemos que fue celoso defensor de los franciscanos y gustaba de tener consigo a uno de ellos. A la misma fecha conviene acaso referir la visita que hizo a los Menores otro gran dignatario de la Iglesia, es a saber, Hugolino, Cardenal ostiense. Cuenta el Espejo de Perfección que este prelado, que pronto se iba a constituir en el más infatigable defensor y protector de la Orden, llegó, acompañado de numerosa multitud de clérigos y hombres de armas, a la Porciúncula, donde los frailes se hallaban reunidos, y al verlos vivir tan pobremente y dormir sobre la desnuda tierra, se sintió tan conmovido, que exclamó derramando lágrimas: «¿Qué nos aguarda en la otra vida a nosotros, que pasamos la presente en el lujo y el placer?» En cualquier caso, es cosa cierta que desde este período se estrecharon más y más las relaciones entre Francisco y la Corte pontificia. Poca distancia media entre la Porciúncula y Perusa, donde, como queda dicho, pasó la Curia romana la mayor parte del estío de 1216, y las visitas de una y otra parte parecen haber sido frecuentes. De todos los escritores, sólo Eccleston afirma que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio III, que ocurrió en Perusa el 16 de julio de 1216. Y en este verano, según refiere la mayor parte de los biógrafos, se produjo uno de los acontecimientos más discutidos de la vida de Francisco: en los muy primeros días del pontificado de Honorio III, el Pobrecillo de Asís habría ido a arrodillarse ante el Vicario de Cristo, y le habría pedido y habría obtenido de él la famosa «indulgencia de la Porciúncula». Capítulo III – La Indulgencia de la Porciúncula
Empezaremos por advertir que, antes de la institución de la Indulgencia de la Porciúncula, no se reconocía en la Iglesia otra indulgencia plenaria que la otorgada a los que tomaban la cruz e iban a combatir por la Tierra Santa. Todo cruzado, con sólo confesarse, obtenía remisión completa, no sólo de todas las penas eclesiásticas, sino también de todas las del purgatorio, de modo que su alma podía pasar inmediatamente de su envoltura corporal a la gloria del paraíso. Esta indulgencia de la cruzada, que se llamaba indulgencia de Tierra Santa, fue después extendida a los que, impedidos por alguna causa grave, no podían ir a la guerra santa, pero contribuían a ella con dinero o con tropas armadas; y es digno de notarse que los encargados de dispensar esta indulgencia así ampliada, fueron precisamente los frailes franciscanos. En todos los demás casos en que la Iglesia concedía una indulgencia, por ejemplo, con motivo de la consagración de una iglesia, la cosa se hacía de forma mucho más restringida. El Concilio de Letrán de 1215 acababa de hacer aún más excepcional esta práctica. Según este Concilio, la indulgencia otorgada con ocasión de la consagración misma de una iglesia no podía consistir más que en la remisión de las penas eclesiásticas por un año; por cuarenta días, si sólo se trataba del aniversario de la consagración. Por excepción rarísima concedió Gregorio IX, cuando la consagración de la iglesia de San Francisco en Asís, indulgencia de tres años a los que, para asistir a la fiesta, hubiesen tenido que atravesar mares; de dos, a los peregrinos del otro lado de los Alpes, y la ordinaria de un año a los de dentro de Italia. Esto supuesto, ¿en qué consiste lo que Francisco fue a pedir al Papa y lo que se asegura que éste le otorgó? Si nos atenemos a las fuentes (cuyo valor examinaremos más adelante), el Santo se presentó un día, acompañado de Fray Maseo de Mariñano, delante de Honorio III pidiendo para su iglesia de la Porciúncula la misma remisión plenaria que se concedía a los cruzados de Tierra Santa. «Deseo -habría dicho al Papa- que todo el que entre en esta iglesia arrepentido de sus pecados, y se confiese y haya obtenido la absolución, quede libre de todas las faltas que hubiera cometido y de todas las penas que hubiera merecido desde el día de su bautismo hasta en el día y hora en que haya entrado en dicha iglesia». En vano el Papa le hizo presente que la Curia romana no tenía costumbre de conceder tan amplia indulgencia a ninguna iglesia; en vano se esforzó por persuadir a Francisco de que debía contentarse con una de las indulgencias ordinarias, de las que hemos hablado antes. Francisco se mantuvo inflexible y declaró al Papa que era Dios quien le había enviado allí a pedir esta indulgencia. Entonces Honorio cedió de repente, como alumbrado por divina inspiración; pero a continuación tomaron la palabra los Cardenales para hacer presente a Honorio el gran perjuicio que semejante excesivo favor acarrearía a la indulgencia de Tierra Santa, con lo que lograron restringir la nueva indulgencia de manera que no fuese permanente, sino que se pudiese ganar un solo día al año, desde las vísperas de la vigilia hasta la medianoche del día siguiente, es decir, treinta y seis horas. Francisco entonces se retiró todo satisfecho. Preguntado luego por el Papa si no deseaba alguna confirmación por escrito, respondió que tal documento era superfluo, porque «Dios mismo se encargaría de propagar y recomendar su propia obra». Tal es el relato esencial de la Indulgencia de la Porciúncula, que las leyendas han recargado de una multitud de circunstancias prodigiosas, como la «leyenda de las rosas» que Overbeck representó sobre la fachada de la capilla de la Porciúncula. Pero todos estos ornatos agregados a la primitiva relación aparecen por primera vez en obras del siglo siguiente, mientras los hechos que acabamos de resumir se hallan en fuentes mucho más antiguas. Yo añadiría que los referidos hechos se presentan a primera vista con muchos caracteres de verosimilitud. En efecto, todos los biógrafos nos hablan del especial cariño con que miraba Francisco a la Porciúncula, y conocemos su ardoroso celo por la conversión de los pecadores. Según Tomás de Celano, tuvo el Santo cierto día una extraña visión en que vio gran multitud de hombres de todas las razas y pueblos afluir a la pequeña iglesia de la Porciúncula (1 Cel 27). Idéntica visión tuvo también otro de sus discípulos (TC 56). El primitivo relato contiene, además, un detalle de todo en todo característico de Francisco: su negativa a la oferta del Papal de concederle por escrito la indulgencia. El Santo miró siempre con marcada repugnancia los documentos escritos. En 1210 se contentó de buen grado con la aprobación de su Orden por Inocencio III, y si del Concilio lateranense solicitó y obtuvo algún apoyo, fue éste puramente moral. Cuando Orlando de Cattani le donó el monte Alverna, la donación se hizo «sin ninguna escritura», como dice expresamente el texto de la donación oficial hecha por los hijos del conde en 1274. Finalmente, en su Testamento, prohíbe a sus frailes de la manera más terminante que acudan a la Curia romana en demanda de privilegios escritos, ni para iglesia ni para lugar alguno. Nadie, pues, se extrañará de que el antiguo relato diga que Francisco se negó a aceptar el documento que Honorio le ofrecía. Por el contrario, la actitud y el tono imperioso que allí se atribuye al Santo no concuerda bien con lo que sabemos de la profunda humildad que siempre usaba al hablar con Honorio, como se desprende de las siguientes palabras que le dijo en una ocasión en que, por intermedio del Cardenal Hugolino, obtuvo audiencia del Papa: «Cuando hay tantos nobles y ricos y tantos religiosos que no pueden tener audiencia con vos, nosotros, que somos los más pobres y despreciables entre todos los religiosos, deberíamos estar sobrecogidos de temor y avergonzados viendo que no sólo se nos permite llegar hasta vos, sino estar ante vuestra puerta y presumir pulsar el tabernáculo que encierra el poder de los cristianos» (TC 65; cf. 1 Cel 73). Pero la cuestión sigue siendo saber si en realidad, de verdad, el Santo dio esa respuesta a Honorio, o, en otros términos, si un suceso como el que nos cuentan los autores del antiguo relato tuvo lugar verdaderamente. Lo primero que cumple advertir es que ninguna de las fuentes auténticas e indubitables del siglo XIII contiene ni una sola palabra relativa a la Indulgencia de la Porciúncula. Tomás de Celano sabe de las indulgencias concedidas a la basílica de Asís por Gregorio IX; pero ni él, ni los Tres Compañeros, ni Julián de Espira, ni el Anónimo de Perusa, ni San Buenaventura tienen la menor noticia de tal indulgencia de la Porciúncula. Y, sin embargo, los autores del relato de esta Indulgencia afirman que a partir de 1216, todos los años, en la fecha fijada por Honorio III, es decir, desde la tarde del 1 de agosto hasta la noche del 2, la indulgencia se ganaba por numerosos peregrinos. Se ha querido explicar el silencio de los biógrafos atribuyéndolo a la falta de todo documento escrito, o bien a la oposición de Elías de Cortona y su partido contra «los hombres de la Porciúncula», representantes de la tendencia estricta en la Orden francisana, lo cual supondría que dichos biógrafos se habían puesto del lado de esa oposición. Pero, si esta última explicación valiese, sería de esperar que, por el contrario, mencionaran la indulgencia de la Porciúncula, poniéndola en un lugar de honor, las leyendas provenientes del partido rigorista, como el Espejo de Perfección, los Actus Beati Francisci y las Florecillas. Mas la verdad es que también éstas guardan total silenció sobre el particular. Si la leyenda italiana de Melchiorri (s. XIV) fuese copia fiel y libre de toda interpolación de la primitiva Leyenda de los Tres Compañeros, esa sería el único vestigio, el único testimonio franciscano de la indulgencia de la Porciúncula, por cuanto sólo ahí se halla el relato que ya he citado. Pero hasta ahora nadie, ni el mismo Sabatier (por más que esté convencido de la autenticidad de la famosa indulgencia), se ha atrevido a prestar entera fe a este texto del siglo XIV. La tradición de esta indulgencia descansa, indirectamente si no en primer lugar, en el testimonio de Fray León y de otros amigos íntimos de San Francisco. La primera mención auténtica que de ella conocemos es un atestado hecho el 31 de octubre de 1277, delante de numerosos testigos y firmado por el notarius publicus de Arezzo. Los que testifican son dos franciscanos, Fray Benito de Arezzo, «que estuvo un tiempo con San Francisco cuando éste vivía aún», y Fray Rainerio de Arezzo, que declara haber sido amigo íntimo de Fray Maseo de Mariñano. En este documento afirman ambos frailes haber oído a Fray Maseo, «que era la verdad misma», contar que Francisco y él habían ido juntos a Perusa e impetrado del Papa Honorio la susodicha indulgencia, «si bien el Papa le dijo que la Sede apostólica no tenía costumbre de otorgar semejantes favores». La relación de los hechos es aquí breve, y hay que reconocer que el documento tiene fecha cierta y presenta todos los caracteres de la autenticidad. «En el año 1277, no siendo nadie emperador, vacante la Sede pontificia», dice. En efecto, Rodolfo de Habsburgo, elegido en 1273, en 1277 no estaba aún coronado. La Sede pontificia estuvo vacante desde el 20 de mayo hasta el 25 de noviembre de 1277, y el documento está fechado el 31 de octubre. Pero el original de este documento ha perecido, y a lo más podemos admitir con Sabatier que la copia de él que se conserva en Asís se remonte a los últimos años del siglo XIII; otra, muy abreviada, que forma parte de un manuscrito de Volaterra, es incontestablemente del siglo XIV. Varias otras relaciones del mismo tiempo se apoyan también en el testimonio de Fray Maseo, siempre por intermedio de Benito de Arezzo. Sabatier las ha reproducido en su edición del libro de Francisco Bartoli sobre la Indulgencia de la Porciúncula, libro que fue escrito por los años de 1335; pero ningún detalle nuevo contienen, sea que tengan por autor a Fray Juan de Alverna o a Fray Otón de Aquasparta. Siempre aparece una sola y misma fuente: Maseo-Benito. La única adición, por lo demás de poca importancia, que merece destacarse es la afirmación de que el anciano Pedro Zalfani asistió en su juventud a la consagración de la iglesia de la Porciúncula, y cree haber visto allí a Francisco «de pie con un papel en la mano», papel que, según sospecha el buen viejo, sería la bula del Papa, mientras se nos afirma, por otra parte, que Francisco rehusó obstinadamente aceptar confirmación alguna por escrito. Zalfani afirma también que Francisco proclamó la indulgencia en presencia de siete obispos, afirmación que adoptan las leyendas posteriores, imaginando que el Papa encomendó la promulgación de la indulgencia a los Obispos de Asís, Perusa, Todi, Espoleto, Nocera y Gubbio. A esta tradición se atuvo Tiberio de Asís al pintar su fresco de Capilla de las Rosas, cerca de Asís. Otro grupo de testigos, más o menos del mismo tiempo, se apoya no en Fray Maseo, sino en Fray León. Un noble de Perusa, Jacobo Coppoli, que el 11 de febrero de 1276 dio a los franciscanos de su patria el monte donde se levanta el antiguo convento de Monte Rípido, asegura, con la misma fecha y en los mismos términos que Benito de Arezzo, haber oído contar la historia de la indulgencia de la Porciúncula a Fray León. Según este relato, el Papa llega a ofrecer a Francisco una indulgencia de siete años, sin lograr satisfacer al Santo; por fin, le concede la de Tierra Santa, pero en seguida los Cardenales le persuaden a restringirla. Habiendo referido todo esto Francisco a León, le ordenó que, mientras le durase la vida, nada hablase de esta indulgencia, porque «debía estar oculta por algún tiempo; pero luego el Señor la revelaría al mundo». Todo esto está en abierta contradicción con el relato de Zalfani, según el cual la indulgencia fue proclamada por Francisco «delante de siete Obispos», lo que está muy lejos de implicar deseo de guardarla en secreto. Waddingo establece de manera indubitable que este testimonio data igualmente del año 1277. Se ve claramente que por aquel tiempo, es decir, dos generaciones después de la presunta fecha de la consecución de la indulgencia, la Orden Franciscana, o mejor dicho, los representantes de la tendencia de la estricta observancia de la Orden, entre los cuales se cuenta Benito de Arezzo, se esforzaban, de una parte, por establecer a todo trance la efectividad de la indulgencia, y de otra, por explicar de forma verosímil el prolongado misterio que acerca de ella se había guardado. Por tal motivo prestó Benito de Arezzo su declaración delante de notario, y Jacobo Coppoli la suya en presencia de numerosos testigos y de Fray Ángel, ministro Provincial de la Umbría por aquel entonces (1274-1280). Por idéntico motivo, según el relato de Coppoli, Francisco impone a su secretario la extraña prohibición de revelar hasta su muerte, que ocurrió en 1273, cosa alguna de tal indulgencia, prohibición que León no respetó, puesto que refirió dos veces, con corto intervalo, la historia, la segunda de las veces para satisfacer (detalle harto significativo) las dudas que a Coppoli le asaltaban sobre la autenticidad de dicha historia (Sabatier). Por el mismo tiempo, o poco antes, Fray Francisco de Fabriano asegura haber oído él mismo de boca de Fray León el relato de la indulgencia de la Porciúncula. Pero este testigo no escribió su relación sino en los últimos años de su vida, porque cita un documento que no puede haber sido escrito antes de 1310 cuando él, nacido en 1251, debía tener cerca de 70 años de edad, y cuando la leyenda de la indulgencia corría ya por toda Italia con una notoriedad y una abundancia de detalles que él no podía haber conocido en su juventud. ¿Cómo no suponer que el anciano religioso escribía influido, sin saberlo, por la opinión corriente, tanto más que él, como Coppoli, nos presenta a Fray León hablando francamente sobre lo que Francisco le había prohibido revelar? Que Francisco de Fabriano fuese a la Porciúncula el año que él dice que fue, no tenemos por qué dudarlo. Pero nadie nos negará la posibilidad de que él se haya figurado sin suficiente razón que el objeto de esa peregrinación fuese ganar la indulgencia, pues esta idea le vino a él en su extrema vejez. Desde un principio acudían los franciscanos en numerosas peregrinaciones a la tumba de su Padre y a la Porciúncula, y Kirsch hace constar, a este propósito, que el Papa Nicolás IV (franciscano también), en un Breve de 14 de mayo de 1284, habla de «la muchedumbre de frailes» que afluyen a Asís, pero sin decir palabra de la indulgencia de la Porciúncula, que debería ser el principal motivo de tal afluencia. Estos peregrinos, según el Papa Nicolás, visitan la tumba del Santo y la capilla de la Porciúncula, pero sólo «para honrar a San Francisco», no para ganar indulgencias. La conclusión que acabamos de sacar del Breve de Nicolás se confirma también por otro hecho. Angela de Foliño (1248-1309) fue a Asís en peregrinación poco después de ingresar en la Orden Tercera; ella misma relata el viaje, pero nada dice de la Porciúncula, mencionando solamente las dos veces que estuvo en la «iglesia del sepulcro», no obstante pertenecer ella a la categoría de los franciscanos de la observancia rigurosa. El principal jefe de este partido, Hubertino de Casale, vino a visitarla poco antes que muriese y de ella nos habla con gran respeto en el prólogo de su Arbor Vitae. Cierto es que Angela pudo haber hecho el viaje en tiempo diferente del tiempo en que se ganaba la indulgencia. Pero no por eso deja de llamar la atención que guardase tan profundo silencio sobre la Porciúncula. Eso sin contar con que, si ya existía la indulgencia, era natural que dispusiera su viaje para el tiempo en que correspondía ganarla, como lo hizo una amiga de Margarita de Cortona cuando ya la tradición de la indulgencia estaba en boga. Margarita, fallecida el 22 de febrero de 1297, sobrevivió a su amiga. Los hechos referidos indican que sólo en el último cuarto del siglo XIII (o si admitimos el testimonio de Fabriano, en el último tercio) la indulgencia de la Porciúncula empezó a ser conocida. Y, si nos fuera permitido aplicar nuestros criterios modernos a las circunstancias de aquellos tiempos, nos sentiríamos tentados a colocar el origen de la indulgencia en la fecha del quincuagésimo aniversario de la adquisición de la Porciúncula (1212-1262). En cualquier caso, lo cierto es que la indulgencia, desde el día en que salió a luz, encontró una viva oposición, y para probarlo bastan las atestaciones oficiales, ante de notario, de Benito de Arezzo, de Rainerio de Arezzo, de Coppoli y de Zalfani. Hasta la llegada del jefe de los franciscanos estrictos, Pedro Juan Olivi, todos se sentían obligados a tratar activamente la cuestión de la indulgencia. Olivi, en un opúsculo desgraciadamente de fecha incierta, se esfuerza por demostrar la autenticidad de la indulgencia recurriendo primeramente a argumentos dogmáticos, y después a motivos históricos. La mala fortuna ha querido que precisamente esta segunda parte de su escrito, que es la histórica, se haya perdido (Acta Minorum XIV). El testigo principal de la autenticidad de la indulgencia es, pues, Fray Benito de Arezzo, a quien Tomás de Celano dedicó, con fecha posterior a 1230, su Leyenda de San Francisco (Legenda ad usum chori), que escribió expresamente para uso de los conventos. En muchos lugares de este opúsculo habla Celano de las gracias otorgadas por Gregorio IX a la basílica de Asís, pero ni la menor mención hace de la indulgencia de la Porciúncula, que no podía menos de registrarse en una biografía del Santo, por sucinta y compendiosa que se la suponga. De Benito de Arezzo sabemos por Salimbene que fue enviado a Oriente por San Francisco en calidad de jefe de la misión oriental, y que él fue quien admitió en la Orden franciscana al Rey de Jerusalén Juan de Briena. La única biografía contemporánea que poseemos de Fray Benito, escrita en 1302 por Juan de Arezzo, coloca su muerte en 1242, mientras otros documentos prueban que en 1268 vivía aún (Golubovich), y de hecho en 1277 prestó su atestación de la autenticidad de la famosa indulgencia. El trabajo de Juan de Arezzo nos pinta a Fray Benito como un carácter sumamente raro y antojadizo. Esta biografía está llena de aventuras que sólo el mismo Benito podía relatar. Así, durante su permanencia en Oriente, le acometió un dragón y, arrebatándole en el aire, le llevó a Babilonia para que visitase la tumba del profeta Daniel. Otra vez fue transportado en una nube al Paraíso, donde conversó con Enoch y Elías, recibió su bendición y les dio el ósculo de paz. ¿Quién no percibe el sabor oriental de estos relatos? No en balde pasó Benito en Oriente la mayor parte de su vida. Por eso cree Kirsch que la atestación de 1277 es toda fantástica. Y aunque no se llegue a compartir ese parecer, está claro que no se puede prestar mucha fe al testimonio de un hombre tan inclinado a la exageración, por no decir otra cosa. El segundo testigo, Fr. Rainerio de Arezzo, entró en la Orden en 1258, y pudo muy bien, por consiguiente, haber conocido a Fray Maseo, que vivió hasta el año 1280. Pero nos creemos con derecho a preguntar: ¿por ventura todo lo que contó Fray Maseo debe tenerse por absolutamente verídico? Es indudable que sus recuerdos relativos a la vida de su maestro se han tenido que ir borrado y mezclando con ficciones a medida que avanzaba en años, como aconteció a otros franciscanos de las primeras generaciones, cuyos relatos nos cuesta a veces harto trabajo recibir si no es a beneficio de inventario, por ejemplo, las anécdotas sobre San Francisco que refiere Fray Conrado de Offida como aprendidas de boca de Fray León (Sabatier). Si se quiere comprender cómo pudo nacer realmente la indulgencia de la Porciúncula hacia finales del siglo XIII, sólo una explicación nos parece posible. El capítulo primero del libro de Francisco Bartoli sobre esta indulgencia, escrito en 1335, contiene el siguiente relato, muy poco atendido hasta ahora y que reza así: «Fray Hugo de Castello dijo haber oído contar a Fray Juan Morico de Asís que había un campesino que moraba muy cerca de Santa María de la Porciúncula, y que durante mucho tiempo había estado oyendo por la noche cantos de ángeles en la iglesia. Se lo hizo saber al capellán de la iglesia, que era de la familia de los Mazancolli de Asís, y al propio tiempo le dijo: -- ¿Por qué no vas a buscar a Francisco, que vive con algunos hermanos en Rivotorto, y lo traes aquí? El sacerdote fue a buscar a Francisco. Y estando éste en la Porciúncula, tuvo una visión: por la noche, mientras dormía, vio a Cristo y a su Madre María, de pie, junto al lecho. Y Francisco les preguntó: -- ¿Quiénes sois? Jesús respondió: -- Yo soy Cristo, y mi madre es la que está conmigo. Francisco repuso: --¿De dónde venís? -- De Tierra Santa. -- ¿Y a qué habéis venido aquí? -- A consagrar este lugar a mi Madre. Dicho esto, desaparecieron. Pero Francisco se levantó lleno de gozo y dijo: -- No quiero irme más de aquí. Id a traer acá a los otros hermanos» (Sabatier). Esta relación, que ciertamente no ha sido inventada por Bartoli, tiene para nosotros un sentido tan claro o más que cualquiera de las otras leyendas simbólicas del tiempo. Significa que, cuando la Tierra Santa podía considerarse ya como perdida (la última ciudadela de los cristianos, San Juan de Acre, cayó en 1291), la indulgencia de Tierra Santa, cuya concesión había sido confiada por el Papa a las franciscanos, se trasladó a la iglesia de la Porciúncula. La hipótesis puede parecer atrevida, pero, en verdad, no hay otra explicación posible. El hecho mismo de que Bartoli coloque el relato antes citado al principio de su libro sobre la indulgencia, prueba indirectamente que el origen de ésta fue en realidad una sustitución de Tierra Santa por la Porciúncula. Después que Nicolás IV, en 1289, concedió una indulgencia a la nueva iglesia donde estaba la tumba del Santo (lo que significaba necesariamente cierta depreciación de la Porciúncula en beneficio de esta iglesia), los franciscanos de la estricta observancia se creyeron obligados a hacer nuevos esfuerzos para mantener la primacía de la suya aun en el terreno de las indulgencias, ya que había sido la preferida de San Francisco. No obstante, me parece que Kirsch va demasiado lejos cuando pretende ver en esta oposición de los celantes al privilegio de la nueva basílica el único y entero origen de la indulgencia de la Porciúncula. En todo caso, la indulgencia era universalmente admitida cuando en 1295 el general de los franciscanos, Raimundo Godofredo, publicó un reglamento para las peregrinaciones de los frailes que deseasen ir «a ganar la indulgencia» (Ehrle). La fecha elegida para tal objeto era el 2 de agosto, probablemente por ser el aniversario de la consagración de la iglesia. Esta elección por lo demás era muy conforme al espíritu franciscano, pues en ese día se celebra la fiesta de San Pedro ad Víncula, y es sabida la gran devoción de San Francisco al príncipe de los Apóstoles. En la colecta de la misa de ese día se lee: «Señor, tú que sacaste a Pedro incólume de la prisión, líbranos también a nosotros de las cadenas de nuestros pecados». Así fue como la capilla de la Porciúncula vino a convertirse en una nueva Tierra Santa, donde los franciscanos siguieron distribuyendo, en virtud de la autorización que para ello tenían, la indulgencia de los Cruzados y librando a multitud de peregrinos penitentes de las cadenas del pecado y del castigo para devolverlos a la sagrada región de la inocencia.[6] * * * [1] - Bula Solet annuere de 9 de agosto de 1253. Clara murió dos días después, el 11 de agosto del mismo año.- En capítulo aparte estudiaré la cuestión interesante, aunque todavía oscura, de la elaboración de la Regla de las Clarisas. [2] - Sabatier habla extensamente del contraste entre quien sirve a Dios por puro amor y quien le sirve por interés de la recompensa, y pretende que el primero es el espíritu franciscano, y el segundo el que anima a los príncipes de la iglesia. Pero tal oposición es pura fantasía. Francisco, en su predicación, se apoyaba sin cesar en la consideración del premio y del castigo. En el Capítulo de las Esteras pronunció estas palabras, cuyo sentido es bien claro: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita» (Flor 18; 2 Cel 191). Su Carta a todos los fieles está basada toda ella en la idea de la recompensa, y en el cap. IX de la Regla de 1223 recomienda a sus frailes, como tema de predicación, «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria» (2 R 9,4). Abundando en la mima idea, el Beato Juan de Parma pone en boca de «Dama Pobreza» estas palabras que dirige a sus fieles: «No os acobarde la magnitud de la lucha, que mayor ha de ser la recompensa» (Sacrum Commercium). Toda esta obra de Juan de Parma, que pertenece al campo franciscano más riguroso e intransigente, está saturada del pensamiento de una «recompensa» que extrañamente parece disgustar a Sabatier, quien igualmente debería lamentarla también en Cristo (Mt 6,1) y en San Pablo (Rm 8,18). [3] - Cf. la Primera consideración sobre la Llagas, en el apéndice de las Florecillas.- El Casentino es el valle superior del Arno.- Nunca consintió Francisco en que se le diese documento que le asegurase derecho alguno sobre el Alverna. Sólo después de su muerte, en 1274, los hijos de Orlando hicieron formal donación de aquel monte a la Orden, donación cuyo texto puede verse en el Bullarium Franciscanum de Sbaralea (Roma 1768, t. IV, p. 156, nota h), y es copia del original existente en el archivo de Borgo San Sepolcro. Allí leemos que los hijos del conde ratifican, por orden expresa de éste, una donación que hasta entonces no se había hecho más que de viva voz y sin escrito alguno. Al mismo tiempo los hijos de Orlando de Chiusi hacen al convento del Alverna formal donación de algunas reliquias de S. Francisco y del cordón de cuero que éste ciñera a su padre cuando le admitió en la Tercera Orden. [4] - Celano dice que este segundo viaje lo emprendió Francisco poco tiempo después de su vuelta de Eslavonia (1 Cel 56). Sabatier coloca la fecha de este viaje en 1214-1215. [5] - 1 Cel 57.- Los biógrafos posteriores hacen llegar esta vez a Francisco hasta Santiago de Compostela, atribuyéndole una multitud de fundaciones de conventos en España, Piamonte y el Mediodía de Francia (AF III, p. 9); pero los Bolandistas rechazan abiertamente todas estas tradiciones. Lo que sí es cierto es lo que dice Lucas de Tuy en su Hist. univ., el año 1217: «Por esta fecha los frailes menores construyeron conventos en toda España» (Acta SS., oct. II, p. 603, n. 303) [6] - Puede que esta asociación de ideas entre Tierra Santa y la Porciúncula deba también su origen a una tradición local que desde antiguo corría en Italia y según la cual ésta última iglesia fue construida por cuatro peregrinos provenientes de Tierra Santa a imitación del santuario de Nuestra Señora del Valle de Josafat, en la Palestina. De este modo la Virgen, arrojada de Tierra Santa por los infieles, halló su segunda patria en la Umbría. Ya, en un sentido diferente y meramente poético, Tomás de Celano había llamado a Greccio «una nueva Belén» (1 Cel 85); y, de manera semejante, se veía un nuevo Sinaí en Fonte Colombo, donde Francisco había escrito la Regla de su Orden, y un nuevo Gólgota en monte Alverna, donde recibió los estigmas de la Pasión de Cristo. Todo esto obedece a la idea de la «conformidad» entre Francisco y el divino Maestro, que Bartolomé de Pisa desenvolvió después sistemáticamente. En cuanto a las leyendas poéticas que después vinieron a juntarse a la de la indulgencia y de las cuales la más célebre es la del «Milagro de las rosas», hay que decir que sólo comenzaron en el primer tercio del siglo XIV. Se hallan por primera vez en el diploma de Conrado, Obispo de Asís, en favor de la autenticidad de la indulgencia, diploma que lleva fecha de 1335 (Sabatier). El milagro de las rosas, en particular, está tomado evidentemente de la leyenda de San Benito de Nursia. Sabemos que Francisco visitó en 1222 Subiaco y el Sacro Speco, donde están las zarzas que la sangre de San Benito cambió en rosal florido. El retrato de Francisco que Fray Otón pintó en el muro de la capilla de Gregorio IX en Subiaco, parece tomado del natural durante la estancia del Santo en aquel sitio (Thode). No es imposible que Maseo o León acompañaran a Francisco a Subiaco y que después hayan mezclado en su imaginación las impresiones que de allá trajeron con los recuerdos de la vida real de su maestro. Subiaco recuerda las Cárceles o Greccio, y Francisco debió sentir profunda emoción al ver en sí el vivo retrato de su célebre predecesor. |
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