¡Dios te salve María!
 

Tal era mi opinión respecto del origen de la indulgencia de la Porciúncula cuando apareció por primera vez mi libro sobre San Francisco de Asís. Pero desde entonces acá la cuestión ha entrado en una fase enteramente nueva. El sabio franciscano Dr. Heriberto Holzapfel publicó en Archivium Franciscanum Historicum (1908) un estudio asaz nutrido de documentos inéditos, el cual refuerza considerablemente la tesis de la autenticidad de la indulgencia.

El P. Holzapfel admite sin reparos que la indulgencia fue poco conocida del gran público y aun dentro de la Orden en vida de San Francisco y durante los primeros 50 años que siguieron a su muerte. Pero veamos de qué manera tan ingeniosa nos explica él dicha ignorancia singular, que tenía por fuerza que ocasionar graves dudas sobre la autenticidad de la tradición franciscana.

Principia por recordar cuán a disgusto Honorio III concedió al Poverello tan grande y desacostumbrado favor para la Porciúncula. Sobre este punto están acordes todas las leyendas. Igual resistencia opusieron a la concesión del privilegio los Cardenales y, nótese bien, los Obispos de Asís, Foliño, Perusa y Gubbio (Sabatier).

Ahora bien, argumenta el Dr. Holzapfel, estaba en la índole y en los principios religiosos de Francisco inclinarse sumiso y reverente ante una oposición como aquella. Sabida es la extraordinaria reverencia que él guardaba y recomendaba guardar a toda autoridad eclesiástica. Era, pues, naturalísimo que en este punto hiciera lo que en tantos otros, respetar y acatar a los Prelados.

Pero guardémonos de imaginar que él hiciera con alegría aquellos sacrificios. Este sacrificio, en particular, debió serle profundamente doloroso, y en las últimas pláticas con sus fieles amigos, debió siempre traerlo a la memoria con amarga pena, como lo hacía con otros incidentes en que él se había dado por vencido, pero no por convencido. De tal manera fue cómo la indulgencia, no obstante haberse obtenido de la Curia romana, vino a aumentar el que podemos llamar tesoro de los secretos de la Orden, y continuó siendo objeto de las conversaciones de los frailes en el retiro de sus eremitorios, mientras tardaba en lucir el día en que les fuera dado lanzarlos a la publicidad.

Los años corrían y, entre tanto, el grupo de los iniciados que habían oído hablar de la indulgencia se ampliaba, al mismo tiempo que se multiplicaban los enemigos del insigne privilegio, negando obstinada e implacablemente su autenticidad. Así se explica muy bien cómo los partidarios de la indulgencia se decidieron a última hora a aprovechar los testigos autorizados que aún quedaban y levantaron aquella información notarial para establecer la efectividad del privilegio. Tal es el tardío documento de 1277, que muchas veces me sentí inclinado a creer falso, y que ahora comprendo sin dificultad alguna.

Esta interesante hipótesis es más que suficiente para justificar el extraño silencio de los primeros biógrafos. Además, tiene el gran mérito de apoyar su argumentación en uno de los rasgos más sobresalientes e indiscutibles del carácter de Francisco: su obediencia a la autoridad, aun en los casos en que él creía tener razón contra ella.

Por lo que respecta al silencio del Espejo de Perfección y de los Actus, invocado por mí contra la autenticidad de la indulgencia, me veo forzado a confesar que no es convincente, pues en cualquier caso queda en pie el hecho indiscutible de que la indulgencia era oficialmente reconocida mucho antes de la fecha en que aparecieron aquellos dos escritos (1318-1322).

Por último, es evidente que la animosidad de los obispos locales contra la indulgencia de la Porciúncula dejó de existir, y por tanto de impedir su divulgación, desde la segunda mitad del siglo XIII, cuando las sillas episcopales, sobre todo la de Asís, empezaron a ser ocupadas por franciscanos.


 

Capítulo IV – Los Capítulos de Pentecostés

 

La fraternidad fundada por Francisco fue desde sus comienzos una orden de penitentes, a la vez que de apóstoles; cuando las gentes les preguntaban quiénes eran, los primeros hermanos respondían que eran «varones penitentes oriundos de la ciudad de Asís» (TC 37). Y Francisco en persona había sido siempre el jefe de esta orden. Él fue quien escribió la Regla, quien juró obediencia al Papa, quien obtuvo el derecho de predicar juntamente con la facultad de comunicarla a los demás. Es verdad que los seis primeros hermanos participaban con Francisco el privilegio de admitir en la Orden a los nuevos candidatos; pero éstos eran siempre llevados a la Porciúncula a recibir el hábito de penitencia de manos de Francisco (TC 41). Esta admisión entre los frailes equivalía a la conversión de los antiguos monjes, e implicaba la renuncia del mundo y todas sus obras, en prueba de lo cual el nuevo hermano distribuía todos sus bienes a los pobres. La Leyenda de los Tres Compañeros dice de uno de los antiguos hermanos que, «abandonando este mundo malvado con todas sus vanidades, entró en la Religión, en la que se consagró humilde y devotamente al servicio de Dios» (TC 56). Esta afirmación expresa de los Tres Compañeros contradice formalmente las teorías de W. Muller, Sabatier y Mandonet, quienes pretenden que la primera fraternidad franciscana era una asociación de todo en todo diferente de las órdenes religiosas, y que la Tercera Orden es un vestigio de este carácter inicial de la obra de Francisco.

Al principio quería Francisco retener consigo a los hermanos todo lo más que le era posible. Por eso cuando enviaba a algunos a misionar, siempre, al despedirlos, les prefijaba el tiempo, statuto término, el máximum de lo que debía durar el viaje, terminado el cual debían todos los misioneros hallarse de nuevo en la Porciúncula (TC 41). Más tarde se fijaron dos fechas del año para dicha vuelta: la fiesta de Pentecostés y la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre). Jacobo de Vitry habla, es cierto, de un solo Capítulo anual; pero su error se explica fácilmente teniendo en cuenta que este canónigo conocía la Orden desde hacía poco tiempo y de un modo muy incompleto, y que el capitulo de Pentecostés excedía con mucho en importancia al de San Miguel.

De estas dos reuniones anuales o, como se las llamaba con palabra tomada de la antigua vida monástica, «capítulos», la de Pentecostés era la más importante. «En tal día se congregaban los hermanos y discutían la mejor manera de aplicar y practicar su Regla. Tomaban juntos y alegres su frugal alimento, y en seguida Francisco les predicaba». Es seguro que con motivo de estos Capítulos anuales pronunció el Santo sus admonitiones o avisos, de que luego hablaré. De ordinario, sus discursos versaban sobre un texto del Sermón de la Montaña, u otros pasajes evangélicos como éstos: «El que quiera salvar su vida, la perderá»; «No he venido a ser servido, sino a servir»; «El que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío». Pero el más socorrido y favorito tema de Francisco en sus prédicas de Capítulo era «el respeto debido al Smo. Sacramento del altar y, en consecuencia, la veneración debida a los sacerdotes». A veces llegaba hasta exigir a sus frailes que besasen el casco de la cabalgadura en que hubiese montado un sacerdote. Todo el afán de Francisco era que los hermanos estuvieran tan enriquecidos de buenas obras, que el Señor fuera alabado por ellas; y así les decía: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados» (TC 58). Por eso, cuando alguno de sus discípulos perdía la paz por obra de las tentaciones, recurría a él en el Capítulo y le abría su corazón; y ninguno se retiraba de él sin irse plenamente consolado.

En estos capítulos era también cuando Francisco elegía los predicadores que debía enviar a las diversas regiones o provincias, como entonces se decía. En esta elección se guiaba por las aptitudes de cada cual, y tan de grado enviaba legos como sacerdotes. Por fin, los bendecía con sentimientos de ternura paternal, y de dos en dos se dispersaban gozosos por el mundo «como peregrinos y advenedizos», sin más equipaje que los libros que habían menester para el rezo del oficio divino (TC 57-60).

La elocuencia coloreada y original de Francisco se tornaba a menudo, en estos capítulos, en una maravillosa poesía. Así se dice en una de sus Admoniciones (Adm 27), aludiendo al himno litúrgico del Jueves Santo: Ubi cháritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»:

«Donde hay caridad y sabiduría,


allí no hay temor ni ignorancia.

Donde hay paciencia y humildad,

allí no hay ira ni perturbación.

Donde hay pobreza con alegría,

allí no hay codicia ni avaricia.

Donde hay quietud y meditación,

allí no hay preocupación ni vagancia.

Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio,

allí el enemigo no puede tener un lugar para entrar.

Donde hay misericordia y discreción,

allí no hay superfluidad ni endurecimiento del corazón».

Francisco gustaba de proponer como modelo para todos los cristianos a la Sma. Virgen y Madre María. Como buen trovador, consagró una de sus más bellas laudes a celebrar las virtudes que adornaron el alma de María, y que deben resplandecer también en todas las almas cristianas. Es su Saludo a las Virtudes (SalVir):

«¡Salve, reina Sabiduría!,

el Señor te salve con tu hermana la santa pura Sencillez.

¡Señora santa Pobreza!,

el Señor te salve con tu hermana la santa Humildad.

¡Señora santa Caridad!,

el Señor te salve con tu hermana la santa Obediencia.

¡Santísimas virtudes!,

a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis. (...)

La santa Sabiduría confunde a Satanás y todas sus malicias.

La pura santa Sencillez confunde a toda la sabiduría de este mundo y a la sabiduría del cuerpo.

La santa Pobreza confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo.

La santa Humildad confunde a la soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, e igualmente a todas las cosas que hay en el mundo.

La santa Caridad confunde a todas las tentaciones diabólicas y carnales y a todos los temores carnales.

La santa Obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor».

Después de este ditirambo en loor de las virtudes, que trae en seguida a la memoria los frescos de las Alegorías de la Santa Obediencia, la Santa Castidad y la Santa Pobreza, que Giotto pintó en la Basílica Inferior de San Francisco, construida sobre la tumba del Santo, el poeta se remonta hasta el trono de la más pura de las vírgenes, a quien habla de esta manera en su Saludo a la Bienaventurada Virgen María (SalVM):

«Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien.

»Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes, que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios».

Después de entonar este cántico de alabanza a María, considerándola como el ideal de la vida cristiana, fue, sin duda, cuando San Francisco prorrumpió en las expresiones que pone en boca suya el Espejo de Perfección. En efecto, el Santo quería que, después de cantar los frailes por él enviados las alabanzas de Dios, el hermano predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?» (EP 100). Elevar las almas al cielo con el canto y las imágenes, ir de puerta en puerta cantando la hermosura y el gozo que se encierra en el servicio del Señor, he ahí lo que Francisco mismo había hecho ya de joven en Asís, y he ahí también la tarea poética que encomendó a sus frailes. «¿No sabes tú, mi querido hermano -solía decir Fray Gil-, que son la santa Penitencia, la santa Humildad, la santa Caridad, la santa Piedad y la santa Alegría, las que hacen al alma perfectamente buena y feliz?» Innumerables eran en tiempo de Francisco los que ignoraban esto, y he ahí por qué los juglares de Dios, joculatores Dei, se derramaron por el mundo a cantar estas verdades esforzándose por inculcarlas en todos los corazones.

Desde un principio la reunión de los Capítulos tuvo también por objeto la edificación recíproca los hermanos. La Orden no tenía aún ninguna organización regular y, por lo demás, ¿qué habría tenido que organizar? «Estos pobres de Cristo -escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha; no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante... Después del Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al desprecio del mundo a un gran número de hombres; no sólo a los de clases humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones; truecan así sus riquezas temporales, como en un afortunado comercio, por las riquezas espirituales y toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para cubrirse y una cuerda para ceñirse».

Los hombres que vivían así, ¿qué necesidad tenían de leyes ni reglamentos? ¿Qué más necesitan las alondras que un sorbo de agua de la fuente, y un frugal alimento que ellas mismas recogen en los campos, para entonar gozosas las divinas alabanzas, con que encantan y maravillan a los hombres? A todas las avecillas amaba Francisco, pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: «La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos» (EP 113).

Por desgracia, esta vida feliz y libre de alondras que vivían los hermanos no podía prolongarse indefinidamente. El número de ellos se aumentaba prodigiosamente de día en día. Y no venían a Francisco sólo hombres y jóvenes, sino mujeres casadas y solteras, y hombres casados también. A las doncellas era siempre fácil colocarlas, se las orientaba a conventos que estaban bajo la dirección y vigilancia de los hermanos. Pero llegaban también hombres provectos y aun ancianos diciendo al Santo que tenían mujer y no podían separarse de ella. El Anónimo de Perusa narra así estas situaciones: «Muchas mujeres, doncellas y viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a preguntarles a los hermanos: "¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras almas". Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible, los hermanos fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se nombró a uno de los hermanos para que los visitase y corrigiese. También hombres casados les decían: "Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas. Enseñadnos, pues, un camino que podamos tomar para llegar a la salvación"» (AP 41). También de estos tenía que ocuparse Francisco, también a ellos tenía que darles una respuesta, pero ¿cómo?

El movimiento iniciado por Francisco estaba a punto de desbordarse. Y no todo era del agrado del Santo. No le gustaba, en particular, que sus frailes se encargaran de visitar y asistir a las monjas, por lo que decía: «Mucho me temo que, habiendo nosotros renunciado a las mujeres por amor de Dios, el diablo nos haya dado hermanas» (cf. 2 R 11). Por otra parte, a menudo se repetía el caso de Cannara en que el Santo mismo se vio obligado a moderar el fervor de sus oyentes, los cuales todos, hombres y mujeres, casados y solteros, la población en masa quería seguirle; entonces él tuvo que decirles: «No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas» (Flor 16).

Los progresos del movimiento franciscano provocaban cada día serias dificultades. Ciertamente Francisco podía, por una parte, estar contento con la abundancia de la cosecha; pero, por otra, los graneros venían estrechos para contenerla. Las redes se le rompían, como en otro tiempo sucediera a los Apóstoles con la pesca milagrosa.

La regla que había escrito Francisco, «en pocas y sencillas palabras» como dice él mismo, podía bastar para evangelistas y juglares errantes, pero en manera alguna era conveniente para las monjas, y mucho menos para los casados. Gobernar y guiar una bandada de alondras era para Francisco empresa hacedera: los pájaros de la selva le obedecían siempre con toda prontitud. Pero ahora se le presentaban hombres que ocupaban puestos importantes, personas casadas, muchachas jóvenes, y ¿cómo iba a poder él, simple e iletrado, dar una regla de vida y un sistema de leyes a estas avecillas amansadas, de una especie que él no había previsto en absoluto?

Como por instinto buscaba Francisco a su alrededor una mano amiga que pudiera ayudarle. Y esta mano la tenía más cerca de lo que él se imaginaba. Era una mano blanca, delicada, elegante, ornada de amatista, pero robusta y enérgica: la mano del cardenal Hugolino, ministro y consejero de Inocencio III, obispo de Ostia y de Velletri.


 

Capítulo V – El cardenal Hugolino

 

Hugo o Hugolino, conde de Anagni, nacido hacia 1170, era, cuando Francisco trabó con él relaciones, un hombre maduro, de figura por extremo simpática y venerable. Educado en Bolonia y en París, atesoraba la más alta ilustración que era posible adquirir en su tiempo; sin embargo, aún más que sabio, era piadoso con piedad sincera y profunda. Dos cosas eran objeto constante de sus preocupaciones: la libertad de la Iglesia y el desarrollo de la vida monacal. En 1199 había puesto en peligro su vida al defender los derechos de la Iglesia contra el usurpador Markwald. Cultivaba profundas y constantes relaciones con los camaldulense, los monjes de Cluny y la congregación de Santa Flora (para la que había hecho edificar dos nuevos conventos), así como las tuvo después con franciscanos y dominicos. En Anagni, su patria, acababa de fundar un hospital con iglesia anexa, que confió en octubre de 1216 a los hermanos hospitalarios de Altopascio, en Toscana. En 1198 fue nombrado capellán pontificio y creado Cardenal del título de San Eustaquio. Finalmente, en mayo de 1206 fue nombrado obispo de Ostia y Velletri, que era entonces el más alto puesto eclesiástico después del papado. Poco espíritu de profecía se necesitaba, pues, para predecir, como se cuenta que lo hizo Francisco (1 Cel 100), que aquel hombre iba a ascender un día a la silla de San Pedro. De Papa continuó siendo el mismo fiel amigo de las Ordenes religiosas, y señaladamente de los franciscanos, para quienes construyó, con sus propias rentas, un convento en Viterbo, y otro en Roma para las clarisas (el monasterio de San Cosme). Muchos de los conventos de Lombardía y Toscana son también obra suya. A este hombre, pues, tocó en suerte, según leemos en su biografía, la tarea de «sacar a la Orden de los frailes menores de la inseguridad y falta de organización y de darle forma definitiva» (Vita Greg. IX).

Dicho queda que Francisco conoció a Hugolino por primera vez en 1216, hallándose en Perusa la Corte pontificia; pero este conocimiento tardó todavía en tornarse amistad estrecha, lo que no vino a acontecer sino dos años más tarde.

En 1217, Francisco se sintió especialmente triste e inquieto cuando, el 14 de mayo, asistió al Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula. Camino del Capítulo Francisco había abierto su corazón a un amigo: «Suponte que los hermanos, una vez reunidos, me instan a que les anuncie la palabra de Dios y les predique. Yo, poniéndome en pie, les dirijo la palabra según me inspire el Espíritu Santo. Luego, acabada la predicación, supongamos que todos gritan contra mí: "No queremos que tengas mando sobre nosotros, pues no tienes la elocuencia conveniente; eres, en cambio, demasiado simple e ignorante, y nos avergonzamos de tener por prelado a un hombre tan simple y despreciable. Así que no te llames en adelante prelado nuestro". Y, con esto, me echan entre vituperios y denuestos» (EP 64). El pobre Francisco estaba todo asustado por el gran número de hombres inteligentes y sabios que, poco a poco, habían ido ingresando en la Orden. Sin embargo, cuando llegó la hora del sermón, predicó con su acostumbrada manera, sencilla y sin artificio; pero, en vez de recibir los reproches y vilipendios que esperaba, vio que todos sus oyentes quedaban satisfechos y sumamente edificados, por lo cual cobró ánimo y les expuso el gran proyecto que, desde tiempo atrás, andaba meditando: que sus frailes, ya que se habían hecho tan numerosos, saliesen de Italia en sus excursiones misioneras, yendo a predicar a Alemania, Hungría, Francia, España y aun a Tierra Santa. La propuesta fue acogida con alborozo, y todos al punto se dispusieron a partir a donde se les enviara; el mundo entero quedó dividido en distritos o provincias de misiones franciscanas. La Tierra Santa quedó constituida en provincia aparte, y la misión que a ella se envió fue encargada a Fray Elías Bombarone, en quien Francisco tenía plena confianza. El Santo pidió para sí la misión de Francia, alegando «que la gente es allí católica y, sobre todo, tiene una gran reverencia al santísimo cuerpo de Cristo». Antes de separarse, pronunció Francisco una de sus ordinarias admoniciones, en que exhortó a sus frailes a ir por el mundo silenciosos y recogidos en continua oración, ni más ni menos que si cada cual estuviera en su eremitorio o en su celda, añadiendo: «Porque, dondequiera que estemos o caminemos, tenemos la celda con nosotros, ya que el hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él» (EP 65).

En las Florecillas (Flor 13) se habla de este viaje como si realmente se hubiese efectuado, relatándolo con lujo de detalles milagrosos. Pero lo único de que tenemos pruebas seguras es que Francisco, en la segunda mitad de mayo de 1217, fue a Florencia a hablar con el cardenal Hugolino.

Tomás de Celano tiene sin duda razón cuando dice que las relaciones entre Francisco y Hugolino no eran todavía muy íntimas por aquel tiempo. Ambos habían oído hablar elogiosamente el uno del otro, cada uno de ellos conocía la piedad del otro y su temor de Dios, y estaban, por consiguiente, en aptitud para estrechar amistad tan pronto como se hablaran. Hugolino había sido enviado a Toscana por Honorio III en calidad de delegado pontificio, con el doble encargo de poner paz entre las repúblicas etruscas, siempre en guerra unas contra otras, y de predicar una nueva cruzada. Tan pronto como Francisco llegó a Florencia y supo que el Cardenal estaba allí, fue a verle, fiel a su costumbre de alojarse siempre en casa de eclesiásticos más bien que de seglares. La acogida fue muy afectuosa, y en la conversación que tuvieron abrió Francisco su atribulado corazón con la misma confianza con que en otro tiempo lo hiciera ante el obispo Guido de Asís. Por fin, se echó a los pies del venerable prelado, suplicándole con instancias se dignase proteger su causa y la de sus hermanos, a lo que Hugolino accedió gustoso. Desde aquel momento nunca dejó el Santo de considerarle como su padre espiritual, rindiéndole siempre veneración profunda y filial obediencia.

El primer resultado de esta nueva amistad fue que Francisco renunciara a ir (o a tornar) a Francia, porque le dijo el Cardenal: «Hermano, no quiero que vayas a provincias ultramontanas, porque hay prelados que impedirán el bien de tu Religión en la curia romana. Yo y otros cardenales conmigo, que la amamos, de buen grado la protegeremos y le prestaremos nuestra ayuda si os quedáis en los contornos de esta provincia». El antiguo amigo de Francisco en el Sacro Colegio, el cardenal Juan de San Pablo, había muerto el año anterior; pero el Santo tenía ahora otros nuevos valedores, entre los cuales sobresalía, al lado de Hugolino, León Brancaleone, Card. presbítero, del título de Santa Cruz de Jerusalén; después, en 1219, fue creado cardenal Nicolás Chiaramonti, de quien ya hemos hecho mención, y que vino a aumentar el número de los amigos de Francisco en la Curia romana. Pues bien, Francisco quiso insistir ante Hugolino, alegando no ser justo despachar a sus frailes a misionar en regiones lejanas y sembradas de peligros, quedándose él muy tranquilo y seguro en su casa. Pero el Cardenal se mantuvo firme en su exigencia, y Francisco se vio obligado a enviar a Francia en su lugar al antiguo «rey de los versos», Fray Pacifico, con varios otros hermanos (EP 65).

Lo primero que atrajo la atención de Hugolino y ocupó su genio organizador, fue el movimiento provocado por la predicación de los frailes menores entre las mujeres. En cuanto a Clara y sus hermanas, Francisco mismo había provisto, fundándoles el convento de San Damián y prometiéndoles cuidar de ellas, mientras viviese, tanto en lo corporal como en lo espiritual. Pero, ¿cómo hacer extensiva esta promesa a las demás mujeres que en tan crecido número seguían acudiendo a los frailes en demanda de asilo para atender a su salvación?

La forma vivendi, o «regla de vida», que Francisco había dado a Clara y a sus monjas les obligaba sencillamente «a vivir conforme al Evangelio», es decir, en pobreza, trabajo y oración. Habiendo distribuido sus bienes a los pobres, las hermanas de San Damián no tenían derecho a aceptar ninguna propiedad, ni por sí ni por interpuesta persona, excepción hecha tan sólo del convento mismo, con un pedazo de terreno circundante, condición indispensable para el aislamiento del mundo. Ese terreno debía destinarse sólo a huerta para el uso particular de las hermanas (RCl 6). Este fue el «privilegio de la pobreza» que Inocencio III confirmó a Clara en 1215 sin duda por empeño de San Francisco.

A esto se reducía, pues, todo lo que había como regla para Clara y sus hermanas, y nótese que esta regla no valía sino para San Damián, puesto que Francisco no había pensado en la posibilidad de que se establecieran otros conventos de la misma clase. Por consiguiente, libres tenía las manos Hugolino ahora que se trataba de regular la situación de las numerosas doncellas que, de todas las ciudades de la región, recurrían a los frailes pidiendo ser admitidas a la vida religiosa. Esto va directamente contra las afirmaciones de Lempp en su estudio sobre los orígenes de la Orden de las Clarisas. Hablar, como hace este autor, de procedimientos violentos de parte de Hugolino contra las disposiciones tomadas por San Francisco, es desnaturalizar de un modo extraño la verdad histórica. San Damián y las hermanas de Santa Clara se hallaban, respecto de Francisco, en situación excepcional, y nada tenían que ver con los nuevos conventos de cuya fundación se trataba ahora. Es evidente que los cuidados del Santo se limitaban a las hermanas de San Damián. En su Regla, Santa Clara recuerda estas palabras de San Francisco: «Quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos» (RCl 6). De manera semejante Waddingo nos dice que Francisco «no se encargó de cuidar más que del convento de Santa Clara» (Ann. 1219, n. 44).

Por eso vemos a Hugolino ocupado por los años de 1217 a 1219, en fundar y organizar la Orden que, andando el tiempo, iba a llamarse de las Clarisas y que en los documentos de aquel tiempo se llama con otros nombres, los más diversos. Documento muy importante para la historia del desarrollo de esta Orden es un Breve dirigido con fecha 27 de agosto de 1218 por Honorio III al Cardenal Hugolino, en contestación a una carta en que éste hablaba a aquél del gran número de doncellas y otras mujeres que anhelaban huir del mundo y construirse moradas dentro de las cuales poder vivir sin poseer otra cosa que las moradas mismas, con la iglesia o capilla contigua. Añade Hugolino que, con este objeto, se le habían ofrecido varios terrenos, y pide autorización para aceptarlos en nombre de la Iglesia Romana, de manera que los conventos que en ellos se edifiquen se sustraigan a la autoridad de los Obispos locales y dependan directamente de Roma. Por dicho breve le otorga Honorio esta autorización, estableciendo que ninguna otra autoridad, ni espiritual ni temporal, fuera de la suya, podrá nada sobre los mencionados conventos, y que este privilegio de excepción les durará mientras las hermanas que los habiten permanezcan fieles a su voto de pobreza (Bull. Fran. I, p. 1).

Antes que Hugolino recibiese este breve ya el obispo Juan de Perusa había dado su consentimiento, el 31 de julio de 1218, para la construcción de un claustro de monjas de la misma a Orden, exigiendo como única compensación del privilegio de eximirse de su autoridad, el que las monjas le hiciesen anualmente, el día 15 de agosto, el regalo de una libra de cera. Hacia el mismo tiempo hallamos a Hugolino haciendo gestiones para el establecimiento de otros tres conventos de la misma naturaleza que los anteriores: uno en Sena, ante la puerta Camollia, otro en Lucca (Sta. María de Cattajola) y el tercero en Monticelli, cerca de Florencia.

El fundamento único de la vida religiosa en estos monasterios era siempre la pobreza, la ausencia de toda posesión. Como eran la predicación franciscana y la vida franciscana las que habían sacado del mundo y encerrado en el claustro a todas aquellas mujeres.

Al querer Hugolino redactar una verdadera regla para estos nuevos monasterios, tropezó desde luego con la decisión del Concilio de Letrán de 1215, que prohibía la redacción de nuevas reglas para órdenes religiosas. Dio ocasión a este decreto la multitud de órdenes que, hacia los comienzos del siglo XIII, se habían fundado, originando una gran confusión en el gobierno de la Iglesia. El Concilio establecía que, en adelante, no se diera autorización para fundar nuevas órdenes, y que, si alguien pretendía fundar una orden o construir un convento, fuese obligado a optar por alguna de las reglas ya aprobadas por la Santa Sede.

Uno de los primeros fundadores a quien afectó este decreto fue Santo Domingo. Según Jordán de Sajonia, el Concilio de Letrán aprobó ambas Ordenes, dominicana y franciscana, pero ninguna de las dos obtuvo por entonces la confirmación pontificia de su regla. A Domingo se le exhortó expresamente a que se volviese a deliberar con sus frailes sobre aquella de las reglas ya existentes que le conviniese adoptar. Es sabido que Domingo escogió la de los premonstratenses, y Honorio confirmó esta elección, proclamando de la manera más explícita que los dominicos eran «una Orden de Canónigos según la Regla de San Agustín».

Así pues, el Cardenal se vio constreñido a entrar por el mismo camino que Domingo, y escogió para sus monjas franciscanas la más antigua y venerada de todas las legislaciones de Occidente: la Regla benedictina. Con esto, Hugolino se conformó estrictamente al principio esencial de la pobreza evangélica, proclamado por Francisco. El suelo mismo en que se edificaban los conventos, lejos de ser propiedad de las hermanas, pertenecía a Hugolino a nombre de la Iglesia romana: era exactamente la forma en que Francisco había aceptado la Porciúncula, rehusando su propiedad y conviniendo con los monjes en que éstos seguirían siendo los dueños del santuario, en prenda de lo cual sus frailes les pagarían arriendo cada año (EP 55). Dicho queda que Francisco no quería que sus frailes habitasen sino en lugares sujetos a dominio ajeno, subtus dominio aliquorum. En un documento del año 1244 se menciona todavía la Porciúncula como perteneciente a la abadía del monte Subasio. Ni fue Hugolino, como cree Lempp, sino el propio Francisco quien estableció la distinción entre el derecho de propiedad (domnium) y el de uso (usus). Lempp parece atribuir una significación particular al hecho de que Hugolino adjudicase también a las monjas de Cottajola cierto bosque, y cree ver en este acto una infracción del voto de pobreza de las hermanas. Pero de la bula respectiva resulta claramente que el único motivo de mencionarse en ella el bosque era que éste ocupaba todo el terreno donde se iba a construir el convento, de modo que para hacer la construcción hubo que desmontar el pedazo necesario. De hecho, Honorio III escribe en su bula: «El Obispo de Ostia ha recibido de un ciudadano de Lucca, en nombre nuestro, un bosque que este ciudadano poseía en el lugar llamado Cottajola, y ahí se ha edificado el monasterio» (Sbaralea I, p. 10). Las clarisas se vieron obligadas a tener convento y capilla, pero sin perjuicio alguno de su voto de pobreza, pues el terreno pertenecía legalmente a otro que a ellas (en el caso presente a la Santa Sede). Todo esto estaba en perfecta armonía con el espíritu de San Francisco, y Lempp se engaña lastimosamente al pretender que esta disposición era contraria a la voluntad de Francisco y de Clara. Y Lempp se equivoca también cuando, para probar que los conventos de clarisas fundados bajo la dirección de Hugolino eran realmente propietarios, interpreta en un sentido del todo antifranciscano las siguientes palabras de una bula dirigida por Honorio el 8 de diciembre de 1219 a las clarisas de Monticelli: «Por tanto os confirmamos vuestro lugar (locum) y todo lo que poseéis justa y canónicamente en su circuito y os declaramos exentas del diezmo de vuestra clausura y de los frutos de vuestro huerto» (Sbar., I, p. 4). Expresiones análogas se encuentran en las bulas dirigidas a las monjas de Lucca y de Monteluce. Importa observar aquí dos cosas en que Lempp parece no haber parado mientes: 1.ª que la palabra locus (lugar) en la antigua terminología franciscana tiene siempre el significado de «convento», y así las palabras «todo lo que se encierra en su circuito», en manera alguna significan los terrenos, sino más bien los edificios pertenecientes al convento; 2.ª que en cada una de sus tres bulas el Papa emplea la expresión juste et cononice. Ahora bien, «justa y canónicamente» las clarisas no podían poseer otra cosa que su domicilia et oratoria (domicilios y oratorios). Finalmente, en cuanto a la exención del diezmo de los frutos del huerto, en que Lempp cree descubrir señales de posesión territorial, recuérdese que la plantación de huertos para las necesidades del monasterio era lo único que Clara permitía en los terrenos concedidos a las hermanas, como estableció en su Regla: «No reciban o tengan posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere para el decoro y el aislamiento del monasterio; y esa tierra no se cultive sino como huerto para las necesidades de las mismas hermanas» (RCl 6).

Pero volvamos a nuestra historia. Las monjas quedaron, pues, sometidas a la Regla de San Benito, aunque reforzada en cuanto a la pobreza. No estaban, sin embargo, obligadas a la letra de esta Regla, según lo declaró más tarde formalmente Inocencio IV; estaban solamente obligadas, de manera general, a llevar, enclaustradas, una vida de obediencia, pobreza y castidad. A eso se añadían normas de una clausura muy rigurosa. Ningún extraño podía penetrar en el claustro, y las hermanas debían renunciar en adelante al oficio de cuidar enfermos, tarea que Jacobo de Vitry afirma que desempeñaban en un principio. Y no hay duda de que fue Francisco mismo quien eligió esta clausura estricta para impedir toda relación entre sus frailes y las monjas. Cuéntase que Hugolino lloró de pura compasión cuando redactaba en compañía de Francisco tan severos artículos. El hecho es que, después de la muerte del Santo, Hugolino trató de mitigar algunas de las prescripciones más duras de su reglamento.

Desde el año 1219 vivieron las clarisas bajo la Regla benedictina, pero con el aditamento de lo que se llamaba «observancias de San Damián». Estas últimas son evidentemente la antigua forma de vida que Francisco había dado a Clara y que ahora pasaba a un segundo plano, aunque sin perder nada de su vigor. Tal es el sentido de un pasaje de la carta escrita por Gregorio IX el 11 de mayo de 1238, en que declara a la priora Inés de Bohemia que la Formula vitae de San Francisco «pasó a segundo rango» (post posita) cuando las clarisas recibieron la Regla benedictina (Sbar., p. 243). Por lo demás, Francisco no redactó de una sola vez esta regla, sino que, como atestigua la misma Santa Clara, «nos dio otros muchos escritos». No hace falta decir que la esencia de esas observancias es siempre el privilegio de pobreza, cuya confirmación pidió Clara después, acomodándose al uso del tiempo, a todos y cada uno de los Pontífices que iban ocupando la silla de San Pedro.

La Regla de 1219 permaneció en todo su vigor mientras vivió San Francisco, no sólo para San Damián, sino para todas las demás clarisas. Sólo después de la muerte del Santo, procuró Gregorio IX, como queda dicho, introducir mitigaciones en dicha Regla, señaladamente en el capítulo de la pobreza. Creía el Papa que, «considerada la penuria de los tiempos», era bueno que las hermanas poseyesen su poco de tierra que asegurase al monasterio alguna renta fija, y no hacer depender la subsistencia de las religiosas sólo de la mendicidad. Había comunicado éste su parecer a Clara, con negativo resultado, según queda referido. El 17 de septiembre de 1228 solicitó Clara de Gregorio, como lo había hecho con sus predecesores, la confirmación del privilegio de pobreza (el original de esta confirmación de Gregorio IX se conserva todavía en Asís). Otro tanto hicieron las clarisas de Perusa el 16 de junio de 1229, y la hermana de Clara, Inés, lo obtuvo igualmente para su monasterio de Monticelli, cerca de Florencia, como afirma en la carta que escribió hacia 1232 a Clara y a sus monjas: «Sabed, pues, que el señor Papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo había expuesto y querido, según la intención vuestra y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión de las propiedades» (BAC p. 371).

Otros conventos, por el contrario, se mostraron menos estrictos. Varios de ellos recibieron, por aquel mismo tiempo, importantes propiedades, no sólo en uso, sino en verdadera posesión, con derecho de dominio. Estas infracciones del espíritu franciscano angustiaban sobremanera el corazón de Clara, la cual se consolaba pensando que, al menos, mientras ella viviera San Damián seguiría siendo «la torre de la altísima pobreza». Pero ¿qué pasaría cuando ella ya no estuviera?

Se comprende ahora el ardiente anhelo de la Santa por reemplazar la Regla benedictina, incluso el privilegio de pobreza, con otra regla nueva, que ciertamente había concebido y redactado ella misma, y es la que confirmó Inocencio IV dos días antes de la muerte de la Santa, como queda referido (cf. más arriba, cap. V).

Esta Regla nueva de las clarisas está inspirada, en cuanto era posible, en la de los franciscanos: al igual de ésta, consta de doce capítulos que en su mayor parte reproducen los de la regla dictada por Hugolino y Francisco en 1219; pero a simple vista se nota que el único punto que preocupa el corazón de Clara es la obligación de la pobreza; y en efecto, apenas empieza ella a tratar de su querido privilegio, abandona el tono impersonal del legislador y habla en primera persona con toda el alma:

«Después que el altísimo Padre celestial se dignó iluminar con su gracia mi corazón para que, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de nuestro muy bienaventurado padre san Francisco, yo hiciera penitencia, poco después de su conversión, junto con mis hermanas le prometí voluntariamente obediencia» (RCl 6).

Y pensando en aquellos tiempos felices, ya tan lejanos, en que ella había vuelto al mundo las espaldas, se agolpan en su memoria mil otros dulces recuerdos. Recuerda las inflamadas sentencias que oyó de labios de su amado maestro y director en honor de su Dama, la noble dama Pobreza, y se apresura a ponerlas por escrito. Y con pulso firme escribe el párrafo en que se encuentra expuesto, en todo su inexorable rigor, el ideal mandamiento: «Las hermanas nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como peregrinas y forasteras en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad» (RCl . Debajo de estas palabras fue donde el papa Inocencio IV, la antevíspera de la muerte de Clara, puso solemnemente el sello de Roma. Debo añadir que no todos los monasterios de clarisas, ni mucho menos, adoptaron la Regla del 9 de agosto de 1253. La mayoría continuaron viviendo según la Regla de Hugolino, confirmada y algo modificada por Inocencio IV.


 

Capítulo VI – Las misiones extranjeras

 

Mientras Francisco y Hugolino entendían en la organización interna de la Orden, proseguían su obra los misioneros enviados a las diversas regiones por el capítulo de 1217, aunque, a decir verdad, con poco halagüeños resultados. A los misioneros enviados a Francia les preguntaron si eran albigenses, y como los frailes, sin acabar de entender la pregunta, dieron una respuesta que parecía más bien afirmativa, los trataron como herejes. No les fue mejor a los de la misión alemana, compuesta de sesenta hermanos bajo la dirección de Fray Juan de Penna. Ignoraban por completo la lengua del país y no llegaron a aprender más palabras que Ja, «sí», que les fue fatal, porque habiendo notado que, cuando al ser interpelados, la decían, obtenían pan y alojamiento, dieron en repetirla a todo propósito; pero no tardaron en ser interrogados sobre si eran herejes, y respondiendo ellos con su aprendido Ja, fueron al punto reducidos a prisión, puestos en picota y maltratados bárbaramente. La misma suerte corrieron los enviados a Hungría. Los campesinos les azuzaron los perros, y los pastores los pinchaban con sus bastones largos y puntiagudos. Admirados se preguntaban los pobres misioneros «por qué motivos los tratarían así aquellas gentes». A uno de ellos se le ocurrió que tal vez querrían los húngaros apoderarse de sus mantos, y se los dieron, pero sin mejorar de situación gran cosa. Entonces se acordaron del consejo evangélico, y pasaron a darles también los hábitos; lo que tampoco amansó a los salvajes campesinos. Añadieron después los pacientes misioneros sus paños menores, quedándose completamente desnudos. Jordán de Giano cuenta en su Crónica que uno de ellos tuvo que repetir hasta seis veces esta operación por ver si así lograba desenojar a aquellos descomedidos rústicos. Por fin, hubieron de recurrir, para librar sus ropas, al expediente extremo de embadurnarlas con estiércol de vaca, y eso apagó la codicia de los campesinos.

Todos estos fracasos tuvieron por fuerza que sumir el alma de Francisco en cierta mezcla de tristeza y desasosiego, y, sin duda alguna, por ese mismo tiempo fue cuando, según cuentan sus biógrafos, tuvo un extraño sueño en que vio una gallina chica y negra rodeada de muchedumbre de polluelos que pugnaban por cobijarse bajo sus alas, pero inútilmente, porque éstas no bastaban a cubrirlos a todos. «Yo soy esa gallina -dijo para sí al despertar-: pequeño de estatura y moreno... Pero el Señor, por su gran misericordia, me ha dado y me dará muchos hijos, a quienes por mis solas fuerzas no podré proteger» (TC 63). Y tuvo más que nunca el sentimiento de que su deber era transmitir a la Iglesia la tarea de velar sobre su Orden. Lo cual sirvió a Hugolino para conseguir de él que le acompañase a Roma a hablar con el Soberano Pontífice. Este viaje debió verificarse durante el invierno de 1217-1218, pues sabemos que el Cardenal permaneció en Roma desde el 5 de diciembre de 1217 hasta el 7 de abril del año siguiente. Comparando las fuentes, resulta que ésta fue la primera audiencia que Francisco obtuvo de Honorio III. Celano hace constar que Hugolino, durante la predicación de Francisco ante Honorio y los Cardenales, estaba «sobrecogido de temor y oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del bienaventurado varón no fuese menospreciada» (1 Cel 73).

Hugolino iba temiendo que Francisco se cortase, por la emoción y el respeto, en presencia del nuevo Papa y su Corte, y así le aconsejó que preparase y aprendiese de memoria el discurso que iba a pronunciar. Obedeció Francisco, pero una vez delante del Pontífice, le sucedió lo que había previsto el Cardenal: turbóse todo y se le olvidó por completo el discurso preparado. Estos olvidos eran en él frecuentes; pero salía del paso confesando el hecho lisa y llanamente e improvisando otro discurso que, por punto general, le resultaba mejor que el que había preparado, aunque tampoco faltaba vez en que la inspiración le fallaba del todo, y entonces se limitaba a bendecir a su auditorio, despachándolo sin predicar palabra (1 Cel 73; LM 12,7).

En nuestro caso la situación era grave por demás; pero Francisco, pasada la primera emoción, pidiendo a Honorio la bendición hincado de rodillas, empezó a hablar, y lo hizo de manera que poco a poco fue cobrando bríos y entusiasmo tales, que los oyentes le vieron agitar los pies con movimiento rítmico, como David delante del arca, según frase de Celano. Lejos de reírse de él, el Papa y los Cardenales quedaron profundamente conmovidos con sus palabras, y cuando el orador acabó por pedir que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector particular de su Orden, la gracia le fue otorgada en el acto.

En esta estancia en Roma fue también cuando Francisco se encontró con Santo Domingo, mediante el propio Hugolino, que los puso en relaciones. Fue tal la admiración que el gran fundador español sintió en su ánimo por el pobrecillo de Asís, que llegó hasta proponerle la fusión de ambas Ordenes en una sola, y como Francisco rechazase la propuesta, Domingo le pidió que le diese como recuerdo el cordón que llevaba ceñido a la cintura. Poco tiempo después se volvieron a ver, tal vez en la Porciúncula, y por tercera vez en Roma un año antes de la muerte de Domingo, es decir, en el invierno de 1220-1221. Cuéntase que en esta ocasión, meditando Hugolino una reforma general del clero, propuso a Domingo y Francisco escoger en ambas Ordenes los sujetos que debían ocupar las más altas dignidades eclesiásticas; pero uno y otro rechazaron la oferta con igual humildad. Francisco dijo que sus frailes eran menores, y no era bien que se tornasen mayores.[1] Él fue, sin duda, quien influyó en el ánimo de Domingo para que, en su Capítulo de Pentecostés celebrado en Bolonia en 1220, hiciese votar la prohibición de que sus frailes poseyesen cosa alguna, mientras el mismo Domingo había solicitado dos años antes confirmación pontificia para las posesiones donadas a la Orden; además, se sabe que en su lecho de muerte pronunció Domingo solemne maldición contra los que trataran de apartar a sus frailes de la pobreza evangélica. Domingo murió el 6 de agosto de 1221.

En 1218 tuvo lugar el primer Capítulo franciscano de Pentecostés a que asistió Hugolino en calidad de protector de la Orden. Los frailes le salieron a recibir en solemne procesión. Apeóse Hugolino de su caballo, despojóse de sus ricas vestiduras y siguió a la Porciúncula a pie descalzo y vestido de franciscano; cantó la misa, en que Francisco ofició de diácono y de lector, terminada la cual, Hugolino ayudó a los frailes en la tarea de lavar los pies a algunos pobres, tarea que era para los frailes algo más que una simple formalidad, pues en ella le aconteció a Hugolino tan extraño caso como el siguiente: el mendigo a quien le tocó lavar los pies, viendo su impericia en el arte y tomándolo por fraile franciscano, se irritó contra él y lo despidió con toda brusquedad, añadiendo: «Mira, mejor será que te vayas a tus quehaceres y cedas el puesto a otros que lo harán mejor que tú».

Como queda dicho, en este Capítulo se volvió a encontrar Francisco con Domingo que había venido en la comitiva del Cardenal. Lo que el fundador de los predicadores vio en la Porciúncula no pudo menos que dejarle una impresión imborrable. En medio de aquella innumerable multitud de hombres no se oía ni una palabra inútil o de pura charla; dondequiera que había un grupo de frailes, allí se oraba, o se rezaba el oficio, o se lloraban los pecados propios y ajenos... Su cama era la desnuda tierra y, a lo más, algunas pajas, con una piedra o un haz de leña por toda almohada. Francisco dijo a sus frailes: «Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial». Asombrado quedó Domingo, que estaba presente, al escuchar tal mandato de Francisco, y pensó que era una imprudencia soberana prohibir a tan grande asamblea preocuparse de las cosas necesarias a la vida del cuerpo. «Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción» (Flor 18).

En suma, la generosidad de los habitantes de todas las ciudades vecinas para con los frailes fue extraordinaria. Jordán de Giano cuenta que él mismo asistió a otro Capítulo cuyos miembros tuvieron que quedarse en la Porciúncula dos días más de los prefijados, a fin de consumir todas las provisiones que se les había traído (Crónica).

En el Capítulo de Pentecostés del año siguiente se tomó la resolución de reparar el fracaso de las misiones. Dos años había pasado el Cardenal preparando el camino a los nuevos misioneros, enviando cartas de recomendación a los diversos países adonde debían ir, interesando a los Obispos en favor de los frailes, de cuyas excelentes dotes y aptitud para la predicación, así como del favor que les dispensaba la Curia romana salía él garante (TC 66).

Además, justo en el momento más oportuno, el 11 de junio de 1219, tuvo la dicha de obtener para los frailes un escrito oficial de la suprema autoridad eclesiástica: un breve de Honorio III recomendando los frailes a todos Arzobispos, Obispos, Abades, Deanes, Arcedianos y demás prelados de los lugares adonde fueren. Este mismo breve declara que los frailes son católicos, que se ocupan de esparcir la simiente evangélica según la norma de los Apóstoles y que su tenor de vida cuenta con la aprobación de la Silla Apostólica.[2] Y así, provistos de ejemplares de este precioso documento y habiendo obtenido de San Francisco la facultad de recibir nuevos candidatos a la Orden, los jefes de misión, llamados desde entonces «ministros provinciales», se pusieron en camino al frente de sus respectivos grupos de hermanos. Esta vez no se envió ninguna nueva misión a Alemania, por lo mucho que aún amedrentaba a los frailes el recuerdo de las cárceles y picotas de los teutones. Los hermanos Gil y Electo fueron enviados a Túnez, el hermano Benito de Arezzo a Grecia, Fray Pacífico tornó a Francia, y un pequeño grupo, cuidadosamente elegido, recibió el encargo de realizar el antiguo proyecto de San Francisco, ir a tratar de convertir al Miramamolín de Marruecos.

La misión de Túnez se malogró casi de inmediato a causa de los cristianos mismos de aquella región, quienes, temiendo que la presencia de los misioneros les acarreara dificultades con los musulmanes, tomaron por la fuerza a Gil y a sus compañeros, los metieron en un bajel y los despacharon para Italia. Sólo el hermano Electo, que se había separado del resto de la expedición, quedó en Túnez, donde poco después padeció el martirio, recibiendo la muerte de rodillas, las manos juntas y entre ellas la Regla de su Orden, y confesando públicamente todas las faltas que hubiese podido cometer durante su vida religiosa (EP 77; 2 Cel 208).

Con muestras de particular afecto y ternura abrazó Francisco a los misioneros de Marruecos, que fueron Vidal, Berardo, Pedro, Adyuto, Acursio y Otón. Al despedirlos, dice una antigua relación que les habló de esta manera:

-- «Hijitos míos: Dios me ha mandado que os envíe a tierra de sarracenos a predicar y confesar su fe, y a combatir la ley de Mahoma. También yo iré a tierra de infieles en otra dirección y enviaré a otros hermanos hacia las cuatro partes del mundo. Preparaos, hijos, a cumplir la voluntad del Señor.

Los seis inclinaron reverentes la cabeza y respondieron:

-- Estamos dispuestos a obedecerte en todo.

A Francisco le invadió el júbilo, al comprobar una sumisión tan pronta, y, con el tono más dulce de su voz, les añadió:

-- Hijos muy amados, para que podáis mejor cumplir la orden de Dios, cuidad de permanecer siempre unidos en santa e indestructible paz y caridad fraterna; guardaos de la envidia, que es la madre del pecado original; sed pacientes en los casos adversos y humildes en los prósperos; imitad a Cristo en la pobreza, obediencia y castidad. Porque nuestro Señor Jesucristo nació pobre, vivió pobre, enseñó pobreza y en pobreza murió. Para demostrar cuánto amaba la castidad, quiso nacer de una madre virgen, vivió en estado virginal, murió rodeado de vírgenes y en todo enseñó y recomendó la santa virginidad. Obediente lo fue desde su nacimiento hasta su muerte de cruz. Esperad sólo en Dios, que es quien os guía y socorre. Llevad siempre con vosotros la Regla y el breviario y no dejéis nunca de rezar el oficio del día. Obedeced en todo al hermano Vidal, como a vuestro hermano mayor. Hijos míos: me gozo en vuestra buena voluntad, y el amor que os tengo me hace amarga la separación. Pero hemos de preferir el mandato de Dios a nuestra voluntad propia. Os suplico que tengáis siempre ante los ojos la Pasión del Señor, y ella os fortalecerá y animará a sufrir vigorosamente por Él.

Contestaron los hermanos:

-- Padre, envíanos a donde quieras que estamos prontos a ejecutar tu voluntad; pero ayúdanos tú con tus oraciones a cumplir tus mandatos, porque somos aún jóvenes y nunca hemos salido de nuestra patria. Ese pueblo adonde vamos nos es desconocido, y es enemigo jurado del hombre cristiano, y nosotros somos ignorantes y no sabemos su lengua. Cuando nos vean tan pobremente vestidos, ceñidos de tosca cuerda, nos despreciarán como a insensatos, se burlarán de nosotros y rehusarán escucharnos; por eso, ya ves cuánta necesidad tenemos de tus oraciones. ¡Oh padre bondadoso!, ¿es preciso que nos separemos de ti? ¿Y cómo podremos, sin ti, cumplir la voluntad de Dios?

Estas palabras de los misioneros conmovieron profundamente el corazón de Francisco, que les dijo con gran vehemencia:

-- Poneos en las manos de Dios, hijos míos; Él, que os envía, os dará fuerzas y será vuestra ayuda en tiempo oportuno.

Entonces los seis cayeron de rodillas, besando las manos y pidiendo la bendición de su padre. Francisco clavó en el cielo los ojos arrasados en lágrimas y los bendijo, exclamando:

-- Que la bendición del Eterno Padre descienda a vosotros, como descendió a los Apóstoles. Que Dios os fortalezca, guíe y consuele en las pruebas y tribulaciones. No temáis, que yo os prometo que el Señor siempre estará y combatirá con vosotros».[3]

Esta relación puede ser más o menos histórica en los detalles; pero en el conjunto es perfectamente verdadera, y nos da una idea tierna por extremo de las relaciones del Santo con sus hermanos.

Marcháronse los misioneros sin llevar, conforme al Evangelio, ni bastón, ni alforjas, ni calzados, ni oro, ni plata en el cinto. Pasaron por los reinos de Aragón, donde cayó enfermo Vidal y tuvieron que dejarle, Castilla y Portugal. A esta última región habían venido ya otros hermanos dos años antes, y la piadosa hermana del rey Alfonso II, doña Sancha, los había recibido muy afectuosamente, dándoles la capilla de Alenquer y una casa habitación. Poco después, la reina doña Urraca les dio también a los franciscanos un convento cerca de Coimbra.

De Portugal los cinco misioneros se encaminaron a Sevilla, sometida entonces a la dominación mahometana, y en llegando, se pusieron a predicar en la mezquita principal de la ciudad. Al punto los infieles los aprehendieron y llevaron ante las autoridades, las cuales resolvieron remitirlos al Miramamolín para que éste decidiera el tratamiento que había que darles.

Este Miramamolín, que tenía en Marruecos su residencia, era Abu-Jacoub. Después de la derrota sufrida en las Navas de Tolosa en 1212 por su padre Mohamed-el-Nazir, y perdida toda esperanza de batir a los cristianos, había resuelto halagarlos, poniendo a uno de ellos a la cabeza de su ejército, que fue el infante don Pedro de Portugal, quien, por agravios con su hermano el rey, se había ido a servir a los mahometanos. Abu-Jacoub parece haber sido un príncipe de índole mansa, cuando su mayor placer consistía en hacer de pastor, apacentando en persona sus propias ovejas. Por eso, cuando le fueron presentados los cinco prisioneros franciscanos, su primer pensamiento fue darles libertad; pero, no pudiendo hacerlo de manera oficial, hubo de limitarse a perdonarles la cárcel, entregándolos en manos del infante don Pedro, su correligionario.

Pero los frailes se aprovecharon de la libertad para comenzar de nuevo sus predicaciones por calles y plazas, pues en el camino habían logrado aprender un poco de árabe, especialmente Berardo, que era el jefe de la expedición desde la enfermedad de Vidal. Cierto día tornaba el Miramamolín de una peregrinación a la tumba de sus padres y acertó a pasar por el sitio donde Berardo estaba predicando las verdades cristianas montado sobre una carreta. Al momento ordenó que los cinco hermanos fuesen llevados a tierra de cristianos, pero sin infligirles castigo alguno. El encargado de cumplir esta orden fue don Pedro, quien embarcó a los misioneros para Ceuta, recomendándoles que de allí se fueran a Italia; mas ellos, en vez de resignarse a semejante vuelta, apenas se vieron libres, volvieron a Marruecos y se pusieron otra vez a predicar. Entonces el Miramamolín los redujo a prisión, de la que pronto los mandó sacar y conducir de nuevo a Ceuta. Escapados de allá por segunda vez y vueltos a Marruecos, se apoderó de ellos el infante don Pedro y los hizo llevar al interior del país bajo custodia, porque tanto él como los demás cristianos que moraban en la capital temían que la conducta de los hermanos fuese a suscitar alguna persecución contra ellos por parte de los musulmanes. Una vez de vuelta, encargó don Pedro a sus hombres que velasen sobre los misioneros y no les permitiesen hacer ninguna demostración demasiado pública.

Pero un viernes, que es para los mahometanos el equivalente de lo que es el domingo para nosotros, lograron evadir la vigilancia de sus guardias y empezaron a predicar en una plaza por donde sabían que tenía que pasar el Miramamolín. Esta vez la medida se colmó y no hubo manera de salvar a los intrépidos predicadores: fueron sometidos primero a horrendas torturas, una de las cuales fue hacerlos rodar toda una noche sobre una cama de pedazos de vidrio, después a un interrogatorio, en que dieron respuestas idénticas a las que daban los primitivos mártires en presencia de los jueces romanos, con las cuales lograron por fin concitar la rabia de Abu-Jacoub, que se arrojó ciego sobre ellos y los decapitó a todos con su propia cimitarra. Don Pedro hizo que los cuerpos de los gloriosos mártires fuesen recogidos y llevados a Coimbra, donde la reina doña Urraca salió a recibirlos seguida de inmensa multitud, que acompañó las santas reliquias hasta la iglesia de la Santa Cruz, donde fueron solemnemente depositadas (AF III, 583ss). [En aquellos momentos era monje agustino del monasterio de Santa Cruz de Coimbra el que luego sería conocido como Antonio de Padua, quien ya conoció a los misioneros franciscanos cuando pasaron por Coimbra camino de Marruecos. En la vocación franciscana de San Antonio tuvo gran importancia el ejemplo de nuestros frailes].

La relación de la muerte de los cinco mártires, acaecida el 16 de enero de 1220, fue leída en el Capítulo de Pentecostés del año siguiente, y cuéntase que Francisco exclamó terminada la lectura: «¡Ahora puedo decir que tengo cinco verdaderos frailes menores!» (AF III, p. 21). Palabras que nada tienen de inverosímil, dada la veneración en que Francisco tuvo siempre la corona del martirio, como recuerda Celano: «Consideraba máxima obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios pedir esta obediencia» (2 Cel 152). Otros, por el contrario, refieren que el Santo no permitió que la lectura de la relación se terminara, diciendo: «Cada uno gloríese de su propio martirio, y no del ajeno». Porque todos los frailes estaban orgullosos de tener ya cinco hermanos mártires, y Jordán de Giano refiere que él era uno de los que se gloriaban de las pruebas sufridas por otros (Crónica n. . En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que Francisco enseña en una de sus Admoniciones: «Es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

Además, es cierto que por este mismo tiempo se preparó Francisco para ir a conquistar por sí mismo la palma del martirio. Ya en 1218 había enviado a Tierra Santa una misión a cargo de Fray Elías, quien había admitido allí en la Orden al primer alemán, Cesáreo de Espira, gran sabio e infatigable viajador. En el verano de 1219, el ejército de los cruzados cristianos había intentado, por iniciativa de Honorio III, un ataque contra Egipto, y Francisco resolvió agregarse a esta guerra santa, pero de una manera muy otra. Después de encargar a Fray Mateo de Narni que fuera su vicario en la Porciúncula, para permanecer allí y para vestir el hábito de la Orden a los nuevos hermanos, y después de confiar a Fray Gregorio de Nápoles la tarea de suplirle en la dirección de la Orden en el resto de Italia, el Santo se puso en camino hacia Egipto y Palestina en compañía de su antiguo amigo Fray Pedro Cattani.


 

Capítulo VII – La Cruzada de San Francisco

 

«Los hermanos que van entre sarracenos y otros infieles -dice Francisco en su Regla no bulada-, pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque el que no vuelva a nacer del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios... Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna» (1 R 16).

Animados sin duda de tales sentimientos, Francisco y su compañero Pedro Cattani dejaron, el día de San Juan Bautista de 1219 (24-VI), el puerto de Ancona embarcándose en la flota de los cruzados. La travesía hasta Tierra Santa duraba entonces un mes entero, de modo que nuestros misioneros llegaron a fines de julio a San Juan de Acre, donde fueron recibidos por Fray Elías. Tal vez Francisco llevó entonces consigo otros hermanos más, como parece indicarlo un relato sobre Fray Bárbaro, cuya acción se sitúa en Chipre (2 Cel 155). O bien se le juntaron en San Juan de Acre los hermanos que ya estaban en Palestina con Fray Elías. Lo cierto es que Francisco se encaminó de allí, con una partida de hermanos, al campamento de los cruzados, que habían puesto sitio a la ciudad egipcia de Damieta.

Dicho sitio duraba ya desde mayo de 1218, y no llevaba trazas de concluir, no obstante que cada día se empeñaban nuevos combates. Algunos días antes de la llegada de Francisco había habido una gran batalla en la que habían muerto más de dos mil sarracenos (20 de julio). El día 31 del propio mes los cruzados intentaron un ataque general a Damieta, pero fueron rechazados por los musulmanes dirigidos por dos expertos y valientes jefes, el sultán de Egipto Mélek-el-Kamel y su hermano el sultán de Damasco, Mélek-el-Moadden, llamado Conradino por los cristianos.

Mientras Francisco aguardaba el tiempo de poder continuar su misión entre los paganos, tuvo bastante que hacer en el campo de los cruzados, cuyo ejército se hallaba en el estado más deplorable desde el punto de vista moral. Sin embargo, después de la nueva gran derrota que sufrieron el 19 de agosto, en la que quedaron en el campo de batalla unos cinco mil cristianos, los corazones de los supervivientes se hallaron mejor dispuestos para escuchar las palabras de conversión que les predicaba el Santo. Sobre los resultados de esta predicación, véase cómo se expresa Jacobo de Vitry en carta fechada en Damieta en 1219 ó 1220 y dirigida a sus amigos de Francia:

«El señor Rainero, prior de San Miguel (iglesia de San Juan de Acre), ha ingresado en la Religión de los hermanos menores. Esta Religión se está multiplicando mucho por todo el mundo, porque busca expresamente imitar la forma de la primitiva Iglesia y llevar en todo la vida de los apóstoles... En esta misma Orden ha ingresado también Colino, el inglés, clérigo nuestro, y además otros dos de nuestros compañeros: el maestro Miguel y el señor Mateo, al que había encomendado la iglesia de Santa Cruz (en San Juan de Acre); y me veo en aprietos para retener junto a mí al chantre Juan de Cambrai, a Enrique y a otros más».

Pero el objeto del viaje de Francisco era sobre todo procurarse la ocasión de realizar su viejo sueño: predicar la palabra divina a los infieles. Después de la mencionada derrota, que Francisco había anunciado a los cruzados intentando disuadirles de la batalla (2 Cel 30), entraron ambas partes beligerantes en los preliminares para ajustar la paz, y tal vez Francisco se valió de este pretexto para presentarse a Mélek-el-Kamel juntamente con otro hermano que, según San Buenaventura, fue Fray Iluminado. Al llegar a las avanzadas de los sarracenos, fueron ambos aprehendidos y tratados duramente; pero Francisco se puso a clamar: «¡Sultán! ¡Sultán!», con lo que, por fin, obtuvo ser llevado a la presencia del jefe de los Creyentes. Éste parece que no se enojó por su predicación, sino que se limitó a despedir con benignidad al intrépido evangelista, encomendándose a sus oraciones. Jacobo de Vitry relata así los acontecimientos en su Historia Oriental: «Hemos sido testigos de cómo el primer fundador y maestro de esta Orden, al que todos obedecen como a su principal prior, varón sencillo e iletrado, amado de Dios y de los hombres, llamado hermano Francisco, se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores de espíritu, que, cuando vino al ejército de los cristianos, que se hallaba ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los campamentos del sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe. Cuando le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: "Soy cristiano; llevadme a vuestro señor". Y, una vez puesto en presencia del sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención la predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que algunos de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le dijo: "Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada"». Según las Florecillas, el Sultán «concedió a Francisco y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de nadie».[4]

No sabemos cuánto tiempo permaneció Francisco en el campamento de los cruzados. El 5 de noviembre Damieta cayó en poder de éstos, que la entraron a saco de un modo tan desenfrenado y feroz, que no pudo menos que horrorizar al compasivo y dulce misionero. Bien podemos imaginar que, ante tales escenas, Francisco se sintió obligado a sacudir el polvo de sus sandalias y, dejando la compañía de aquellas bestias salvajes, marcharse a Tierra Santa, que estaba allí vecina y hacia la cual se sentía irresistiblemente arrastrado. Nada impide suponer que celebró la Natividad de 1219 en Belén, la Anunciación de 1220 en Nazaret, la Semana Santa y la Resurrección en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Sus biógrafos, a la verdad, guardan alto silencio sobre este período de su vida; pero al verle organizar y celebrar tan a lo vivo la fiesta de Navidad en Greccio, no podemos menos de pensar que reproducía alguna otra celebración que había antes presenciado en Belén; y el gran milagro de la impresión de las llagas en el monte Alverna, ¿no podemos, acaso, considerarlo como una simple manifestación externa de íntimos sentimientos experimentados cuatro años antes, el viernes santo, en el sitio mismo de la crucifixión del Salvador?

Durante esta peregrinación Francisco recibió de Italia desconsoladoras noticias que le llevó un hermano lego llamado Esteban, quien, sin que nadie se lo mandara, partió para Tierra Santa a comunicar a Francisco lo que pasaba en su patria durante su ausencia. Y la verdad es que las noticias que llevaba eran por demás inquietantes y bastantes, por sí solas, a demostrar una vez más a Francisco lo difícil que era gobernar una comunidad tan numerosa, en la que, como observa con razón Jacobo de Vitry en su carta de 1219-1220, «se enviaban a través del mundo de dos en dos, no solamente a los religiosos ya formados, sino también a los jóvenes todavía imperfectamente formados, quienes más bien debieran ser probados y sometidos durante algún tiempo a la disciplina conventual».

En primer lugar, los dos vicarios de Francisco, Gregorio de Nápoles y Mateo de Narni, habían aprobado y decretado, probablemente en el Capítulo de San Miguel de 1219, con el apoyo de otros frailes más antiguos (fratres seniores), un nuevo reglamento sobre los ayunos, que hacía significativamente más estrictas las prescripciones de la regla primitiva sobre este punto. La regla no ordenaba más ayunos, fuera de los prescriptos para la Iglesia universal, que el del miércoles y viernes, pudiendo, sin embargo, los frailes, si lo deseaban, añadir el del lunes y sábado, con tal que Francisco se lo permitiera (Jordán de Giano, Crónica n. 11). Además, Fray Felipe, en su calidad de visitador de clarisas, había ido a Roma a recabar un decreto de excomunión contra todos aquellos que osasen molestar a sus protegidas. Por último, Juan de Capella, seguido de un grupo de disidentes, había intentado separarse de la Orden y fundar otra nueva con nueva regla, cuya aprobación había ya solicitado de la Sede Apostólica.

Francisco se hallaba sentado a la mesa con Pedro Cattani cuando llegó Esteban con las malas noticias, y precisamente se preparaban a comer carne, y era uno de los días en que, según disposición de sus vicarios, los frailes no podían comer tal vianda. Entonces, echando una mirada al plato que tenía delante, dijo a su compañero:

-- «¿Señor Pedro, qué hacemos?

Y él respondió:

-- ¡Ah, señor Francisco!, lo que os parezca, ya que vos tenéis la autoridad.

Por fin, concluyó el bienaventurado Francisco:

-- Comamos, pues, como dice el Evangelio, la comida que nos han preparado».

Jordán de Giano, en su Crónica, narra estas escenas con más detalles.[5]

Las nuevas disposiciones sobre el ayuno desagradaban a Francisco, no sólo por contrarias al espíritu evangélico y duras de observar en una Orden de predicadores errantes, sino porque, para hacerlas valederas, habían recurrido dos de sus discípulos a la Silla Apostólica en demanda de privilegios, y era, acaso, lo que más hondamente le disgustaba; más tarde estableció en su Testamento: «Mando firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta persona». Por otra parte, Francisco, que obligaba a sus frailes a evacuar los conventos que habitaban tan pronto como alguien les disputara la posesión de ellos: «Guárdense los hermanos -había escrito en la Regla primera-, dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún lugar ni de defenderlo contra nadie» (1 R 7), se veía ahora en trance de tener que admitir que las clarisas estuvieran protegidas con bulas de excomunión contra quienes las molestaran. A Francisco debió de disgustarle también la noticia de que un fraile suyo, Fray Felipe, había sido constituido visitador de las clarisas. Es cierto que antes el mismo Francisco se había encargado de velar sobre las hermanas de San Damián; pero esto era un caso excepcional. Para visitador de los nuevos conventos de clarisas, Francisco había pedido a Hugolino que se eligiera al monje cisterciense llamado Ambrosio. Éste falleció durante la ausencia de Francisco, y Fray Felipe lo sustituyó a instancias del mismo Cardenal. Por ello el fraile recibió del Santo una severa reprimenda. Y más severo castigo se llevó un cierto Fray Esteban que, con licencia de Felipe, había entrado en un monasterio de clarisas (cf. 2 Cel 206). Después de la muerte de S Francisco, Gregorio IX volvió a entregar el gobierno de las clarisas al general de los franciscanos, e Inocencio IV introdujo esta disposición en la Regla de Hugolino cuando la confirmó en 1247. La Regla propia de Santa Clara, de 1253, establece en su cap. XII: «Nuestro visitador sea siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de nuestro cardenal», extendiendo así a todas las clarisas la práctica exclusiva de San Damián.

Pero volvamos a nuestra historia. Enterado, pues, por Fray Esteban, de todos estos abusos, resolvió Francisco poner pronto y eficaz remedio, y, en consecuencia, emprendió la vuelta a Italia sin pérdida de tiempo, acompañado de Pedro Cattani, Elías de Cortona, Cesáreo de Espira y algunos otros hermanos.

4) Los escritos de Jacobo de Vitry pueden verse en el volumen de la BAC que contiene los escritos y biografías de San Francisco.- Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este hecho y de otros análogos concluye el orientalista Riant que Francisco debió de obtener para sí y sus frailes algún salvoconducto por el estilo de los firmanes que después se concedieron a los franciscanos; el primero fue concedido por Zahler Bibars I (1260-1277). Así se explica también la preferencia de los Papas en escoger siempre entre los frailes menores su legado cerca de los jefes mahometanos como también, por la inversa, el que fuese un franciscano el encargado por el sultán de Egipto, en 1244, de una misión cerca del Pontífice Inocencio IV.


 

Capítulo VIII – Los primeros disgustos. Capítulo de las esteras

 

Francisco llegó a Italia probablemente a fines del verano, y al momento se fue a ver con el Cardenal Hugolino, a cuya mediación se había debido el que la Santa Sede desoyese las peticiones de Felipe y Juan Capella. Acto seguido convocó Capítulo general en la Porciúncula para la fiesta de Pentecostés de 1221.

Ya no le cabía a Francisco la menor duda sobre la necesidad de reorganizar a fundamentis la Orden entera, y no hace falta advertir que en esta reorganización tenía que tomar parte muy principal Hugolino, como de hecho la tomó, y lo consigna expresamente Bernardo de Bessa cuando escribe: «En la composición de las reglas de la Orden, el Papa Gregorio, unido a Francisco por vínculos de íntima amistad, suplía con gran celo y solicitud lo que, en punto a ciencia de legislación, faltaba al Santo» (AF III, p. 686). «Nos hemos asistido a Francisco en la composición de dicha regla», diría textualmente después Hugolino, siendo ya Papa, en la bula Quo elongati de 28 de septiembre de 1230.

La primera piedra, o más bien dicho, la piedra fundamental de esta reconstrucción fue, sin duda, la bula de Honorio III de 22 de septiembre de 1220, la cual prescribe que todo el que desee ingresar en la Orden de los frailes menores debe pasar primero un año entero de probación (Sbar. I, 6). La bula está dirigida a los priores o custodios de los hermanos menores, y es la primera vez que la palabra franciscana custodio figura en un documento oficial. Semejante medida cerraba las puertas a todos aquellos espíritus frívolos y ligeros que Francisco acostumbraba llamar «frailes moscas» (2 Cel 75), como también a todos los vagabundos, clase entonces muy numerosa, que no aspiraban más que a comer y dormir bien, y que, enemigos de la oración y del trabajo, apenas pasaban corto espacio en compañía de los frailes, se iban a otra parte con su apetito y su pereza. Además, ninguna persona ya recibida en la Orden tenía derecho para salirse sin formal autorización; y agregaba la bula que se iban a tomar medidas de severo castigo contra las numerosas personas que, vestidas de hábito franciscano, vivían a su antojo, sin relación alguna verdadera con la Orden (extra obedientiam).[6] Porque la libertad otorgada en un principio a Gil y a Rufino, no era ya posible concederla a los nuevos frailes, siendo éstos tan numerosos. Se han conservado unas palabras de Francisco que manifiestan la tremenda inquietud que le causaba la vista de aquel inmenso rebaño de que él era pastor: «Jefe de un ejército tan numeroso y tan vario, pastor de un rebaño tan amplio y extendido...» (EP). Amén de eso, la estancia en Oriente le había ocasionado una grave enfermedad de la vista. Todos estos motivos le indujeron a tomar, el año siguiente al de su llegada, una determinación de capital importancia: en el Capítulo de San Miguel de 1220 dimitió del cargo de jefe y director de la Orden, nombrando en su lugar a Pedro Cattani, y luego, por muerte de éste (10 de marzo de 1221), a su otro confidente Fray Elías Bombarone.[7]

Pensaba evidentemente que tal dimisión le permitiría dedicarse con más libertad a la tarea de reorganización que se había impuesto. Porque, en verdad, si bien era cierto que ya no sería más el director de la Orden, no por eso dejaba de ser su legislador y, a los ojos de la Curia romana, también su verdadero jefe, como lo prueba el hecho de que la Regla aprobada por Roma en 1223 diga en su capítulo primero: «El hermano Francisco [y no el hermano Elías] promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores».

En compañía del sabio hermano Cesáreo de Espira, que parece haberse ganado su confianza con la colaboración que le prestó en Oriente, puso Francisco manos a la obra que, en su concepto, era de capital importancia, es a saber, reemplazar la breve y sencilla Regla de Rivotorto aprobada por Inocencio III, por otra regla nueva y más detallada, que en seguida tendría que someterse a la aprobación solemne y definitivamente la Curia romana. La colaboración de Francisco y Cesáreo la menciona Jordán de Giano en su Crónica.

Pero antes de dar comienzo a este trabajo, Francisco tuvo el gozo de ver reunidos en torno suyo a sus frailes en número más crecido que nunca. Durante su ausencia se habían esparcido acerca de él en Italia los rumores más siniestros: unos decían que había sido tomado preso por los musulmanes; otros, que había muerto ahogado; otros, que padecido martirio. Pero tan pronto como se supo que vivía y que estaba en Italia y de vuelta, corría todo el mundo hacia él, sacerdotes y legos, frailes antiguos y novicios recién entrados; todos ansiosos de ver al maestro, de oírle, de recibir su bendición. Deseos que se cumplieron en el Capítulo celebrado en la Porciúncula y en la fiesta de Pentecostés de 1221. Este Capítulo se conoce en la historia de la Orden con el nombre de Capítulo de las Esteras, a causa de que, no habiendo cabido los tres mil (o tal vez cinco mil) frailes que a él asistieron en la casa que la ciudad de Asís les había preparado cerca de la Porciúncula, se vieron forzados a alojarse esparcidos por la campiña que rodea la ciudad, en casuchas improvisadas de ramaje o de paja tejida (stuoie, esteras), o bien al aire libre, sin más techo que la bóveda del cielo. Pentecostés cayó aquel año el 30 de mayo, de modo que a los capitulares les fue muy fácil el alojamiento al aire libre.

Hugolino estaba a la sazón ocupado en el desempeño de una nueva legación en la Alta Italia, donde el Papa le había encargado de predicar una cruzada. En los días del Capítulo se encontraba en Brescia y no pudo, por consiguiente, asistir a él, pero envió en representación suya a otro Cardenal, Rainerio Cappoccio de Viterbo, con otros varios altos dignatarios eclesiásticos. Un obispo cantó la misa solemne de Pentecostés, con su maravillosa secuencia: Veni, Creator Spiritus. Francisco leyó el evangelio y otro fraile la epístola. Después de la misa el Santo predicó, dirigiéndose primero a sus hermanos, sobre estas palabras: «Bendito el Señor, mi Dios, que prepara mis manos para la lucha» (Sal 18,35). Y en seguida se dirigió a todo el pueblo. Las Florecillas nos relatan así el suceso: «San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras: "Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita". Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo: "Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial"» (Flor 18).

Fue aquello para Francisco una verdadera fiesta de encuentro no sólo con sus frailes, sino con el pueblo cristiano. Terminado el Capítulo, que duró ocho días, los frailes fueron obligados a demorar otros dos en la Porciúncula a fin de consumir las provisiones con que se les había obsequiado.

Jordán de Giano, que estuvo presente, recuerda en su Crónica estos hechos: «Cuando estaba a punto de terminar el Capítulo, le vino a la memoria al bienaventurado Francisco que la Orden no había conseguido todavía implantarse en Alemania; encontrándose entonces Francisco delicado de salud, todo lo que tenía que comunicar al Capítulo lo decía por medio de fray Elías. El bienaventurado Francisco, sentado a los pies de éste, tiró de su hábito, quien, inclinándose hasta él y escuchando lo que quería, se irguió y dijo: "Hermanos, el Hermano -entendiendo por tal al bienaventurado Francisco, que entre ellos era llamado el hermano por excelencia- dice que existe un país, Alemania, donde viven hombres cristianos y devotos; como bien sabéis, éstos pasan muchas veces por nuestra tierra con sus largos bastones y grandes botas, cantando alabanzas a Dios y a sus santos, y aguantando, sudorosos, los ardientes rayos del sol, y visitan los sepulcros de los santos. Pero como los hermanos que fueron antes entre ellos volvieron maltratados, el Hermano no obliga a nadie a que vaya. Pero si algunos, inspirados por el celo de Dios y de las almas, quieren ir, les dará la misma obediencia, o mandato, e incluso más amplia que la que daría a cuantos van a ultramar. Y si hay algunos que tienen intención de ir, que se levanten y se pongan en un grupo aparte". Inflamados por el deseo, se levantaron cerca de 90 hermanos, dispuestos a ofrecerse a la muerte» (Crónica, 17).

A la cabeza de esta misión Francisco puso, como era natural, al hermano alemán Cesáreo de Espira, dándole por compañeros, entre otros, a Fray Juan de Pian Carpino, que sabía predicar en latín y en lombardo, a Fray Bernabé, que conocía a la vez el lombardo y el alemán, a su futuro biógrafo Tomás de Celano, y a Jordán de Giano, que en su Crónica cuenta, de manera harto divertida, cómo él se encontró enrolado en esta misión, que era como ir a enfrentarse a la muerte, en castigo de su vanagloria por conocer a quienes iban a ser importantes por su martirio. A Fray Cesáreo se le concedió la facultad de escogerse de entre los 90 a los que quisiese. En total la misión comprendió doce sacerdotes y trece hermanos laicos. Fácil es imaginar la tierna solicitud con que Francisco bendijo, tanto cuanto podía, a los misioneros y a todos aquellos que su predicación iba a ganar para la Orden. Hay que recordar que los escritos de Francisco abundan en expresiones de exquisita ternura, que el Santo solía usar para con sus hermanos.

Los nuevos misioneros esperaron el verano para partir, y no tardaron en convencerse de que no les aguardaba ningún género de martirio. Tal vez no haya en toda la historia del movimiento franciscano páginas más encantadoras que las de Jordán de Giano cuando en su Crónica nos refiere su viaje y el de sus compañeros desde Trento a Bolzano, de Bolzano a Brixen, de Brixen a Stertzing, de Stertzing a Mittenwald. A esta última ciudad llegaron entrada ya la noche; desde la mañana hasta esa hora habían caminado siete millas sin comer nada, y para no dormir con el estómago completamente vacío, resolvieron llenarlo con agua, pues pasaba por allí un arroyo; al día siguiente continuaron su viaje; pero a las pocas horas varios de ellos se sintieron tan débiles y extenuados que no podían dar un paso más; afortunadamente, hallaron luego unas manzanas silvestres, que comieron; y como era el tiempo de la cosecha del nabo, lograron alimentarse mendigando esta legumbre.

En general, los misioneros obtuvieron excelente acogida, y pronto se les vio establecerse en Estrasburgo, Espira, Worms, Maguncia, Colonia, Wurtzburgo, Ratisbona y Salzburgo. Conformándose con la antigua costumbre franciscana, se alojaban donde les tocaba, ya con los leprosos, ya en alguna covacha o iglesia abandonada. En Erfurt unos burgueses le preguntaron a Jordán, que acababa de llegar allí con otros compañeros, si querían que se les edificase un convento en forma de claustro; a lo que él, que no había visto nunca conventos en su Orden, respondió: «No sé lo que es un claustro. Construidnos simplemente una casa cerca del río para que podamos bajar a lavarnos los pies»; y así se hizo. Característico es también lo que pasó con los frailes de Salzburgo, a quienes Cesáreo escribió invitándolos a concurrir a un Capítulo que se iba a celebrar en Espira, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que, si no les parecía conveniente, no asistiesen; no queriendo ellos hacer cosa alguna por propia iniciativa, fueron a Espira a preguntar a Cesáreo por qué les había enviado una orden tan ambigua.

Pero volvamos a la Porciúncula. Disuelto el Capítulo de las Esteras y diseminados los frailes, unos por las provincias de Italia, otros por las misiones extranjeras, quedó uno a quien nadie conocía y de quien nadie parecía preocuparse. Había ido al Capítulo con los frailes de Mesina, quienes tampoco sabían de él más, sino que estaba recién entrado en la Orden, que se llamaba Antonio, que había nacido en Portugal y que, volviendo de Marruecos para su patria, había sido arrojado a Sicilia por la fuerza de una tempestad. El desconocido se acercó al superior de la provincia de Romaña, Fray Graciano, y le pidió que le permitiese ir en su compañía. Preguntóle Graciano si era sacerdote, y respondiéndole él que sí lo era, solicitó de Fray Elías el permiso necesario y se lo llevó consigo, porque los sacerdotes, en ese tiempo, eran todavía muy escasos en la Orden.

Antonio se fue, pues, con su nuevo superior a la Romaña, donde poco después se retiró al eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forlí. Pasado cierto tiempo, interrumpió su vida solitaria de oraciones y penitencias para convertirse en el gran orador popular que la Iglesia tiene en sus altares con el nombre de San Antonio de Padua. Este fraile menor, acaso el más famoso de los discípulos de San Francisco en los tiempos modernos, había nacido en Lisboa en 1195. A los quince años de edad, ingresó en el convento de agustinos de San Vicente de Fora, en su ciudad natal, de donde pronto fue trasladado al célebre monasterio de Santa Cruz en la universitaria Coimbra. Estudió allí y recibió las órdenes sagradas. En 1220, probablemente a causa de lo que vio y oyó contar de los cinco mártires de Marruecos de que ya hemos hablado, se llenó de entusiasmo por la Orden franciscana. Se pasó a ella con licencia de sus superiores y fue recibido en el convento de San Antonio de Olivares de Coimbra. Partió para Marruecos, ansioso del martirio, martirio que no pudo alcanzar, pues Abu-Jacoub parece que había vuelto a recobrar su natural indiferencia. Antonio cayó enfermo. Quiso volver a su patria, pero en lugar de eso se encontró en Sicilia, de donde fue al Capítulo de Pentecostés de 1221. De su significación en la Orden trataremos más adelante.




[1] - 2 Cel 148; EP 43. Según Sohnürer, este episodio debió tener lugar en el invierno de 1219-1220, porque en el invierno siguiente Francisco había renunciado ya al generalato, lo que hacía imposible la proposición de Hugolino.

[2] - Bula Cum dilecti, en Sbaralea, I, p. 2.- El 29 de mayo del año siguiente Honorio dirigió otra a los prelados franceses, especialmente a los de las regiones infestadas por la herejía (Ibid., p. 3).

[3] - Analecta Franciscana III, pp. 581-582, según un manuscrito del siglo XIV.

[4] - Los escritos de Jacobo de Vitry pueden verse en el volumen de la BAC que contiene los escritos y biografías de San Francisco.- Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este hecho y de otros análogos concluye el orientalista Riant que Francisco debió de obtener para sí y sus frailes algún salvoconducto por el estilo de los firmanes que después se concedieron a los franciscanos; el primero fue concedido por Zahler Bibars I (1260-1277). Así se explica también la preferencia de los Papas en escoger siempre entre los frailes menores su legado cerca de los jefes mahometanos como también, por la inversa, el que fuese un franciscano el encargado por el sultán de Egipto, en 1244, de una misión cerca del Pontífice Inocencio IV.

[5] - «Cuando el bienaventurado Francisco cruzó el mar con Pedro Cattani, dejó dos vicarios, fray Mateo de Narni y fray Gregorio de Nápoles... Ahora bien, puesto que según la primitiva Regla, los hermanos ayunaban miércoles y viernes y, con el permiso de Francisco, también lunes y sábados, mientras que los otros días comían carne, estos dos vicarios, con algunos hermanos más ancianos de Italia, tuvieron un Capítulo, en el que establecieron que los hermanos no adquirieran carne en los días permitidos, sino que la comiesen solamente en el caso de que los fieles la ofrecieran espontáneamente. Además, establecieron el ayuno obligatorio los lunes y los otros dos días, añadiendo que los lunes y sábados no debían procurarse lacticinios, sino que se debían abstener de ellos, a menos que los fieles devotos los ofrecieran de modo espontáneo. Un hermano laico... tomó consigo las constituciones y cruzó el mar sin licencia de los vicarios... Leídas las constituciones en el preciso momento en que el bienaventurado Francisco estaba sentado a la mesa y se disponía a comer la carne que le habían preparado, preguntó a fray Pedro: "¿Señor Pedro, qué hacemos?" Y él respondió: "¡Ah, señor Francisco!, lo que os parezca ya que vos tenéis la autoridad". Dado que fray Pedro era docto y noble, el bienaventurado Francisco, por cortesía, le honraba llamándole "señor"... Por fin, concluyó el bienaventurado Francisco: "Comamos, pues, como dice el Evangelio, la comida que nos han preparado"» (Jordán de Giano, Crónica, nn. 11-12).

[6] - Lempp, en su Elías de Cortona, hace a este propósito una observación de lo más extraña. Afirma que Honorio quiso con esta bula hacer imposibles «las adhesiones libres, es decir, las que hasta entonces habían sido posibles a los casados». Evidentemente Lempp se refiere a los miembros de la Orden Tercera. Pero ¿cómo se puede imaginar que el Papa haya querido llamar vagabundos a ciudadanos honrados, casados y padres de familia? Salta a la vista que con tal epíteto se refería a los giróvagos, a los frailes vagabundos, contra los cuales Francisco se pronunció repetidamente, y a veces con términos que concuerdan del todo con los de la bula de Honorio. En su carta a la Orden escribe: «Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia. Esto lo digo también de todos los otros que andan vagando, pospuesta la disciplina de la Regla». Y en la Regla se expresa en términos equivalentes: «Y sepan todos los hermanos que, como dice el profeta, cuantas veces se aparten de los mandatos del Señor y vagueen fuera de la obediencia, son malditos fuera de la obediencia mientras permanezcan en tal pecado a sabiendas» (1 R 5). También en este punto Honorio y Francisco estaban completamente de acuerdo.

[7] - La inscripción sepulcral de Pedro Cattani se ve todavía en la parte exterior de una de las paredes de la Porciúncula.


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