¡Dios te salve María!
 

observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo: "Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial"» (Flor 18).

Fue aquello para Francisco una verdadera fiesta de encuentro no sólo con sus frailes, sino con el pueblo cristiano. Terminado el Capítulo, que duró ocho días, los frailes fueron obligados a demorar otros dos en la Porciúncula a fin de consumir las provisiones con que se les había obsequiado.

Jordán de Giano, que estuvo presente, recuerda en su Crónica estos hechos: «Cuando estaba a punto de terminar el Capítulo, le vino a la memoria al bienaventurado Francisco que la Orden no había conseguido todavía implantarse en Alemania; encontrándose entonces Francisco delicado de salud, todo lo que tenía que comunicar al Capítulo lo decía por medio de fray Elías. El bienaventurado Francisco, sentado a los pies de éste, tiró de su hábito, quien, inclinándose hasta él y escuchando lo que quería, se irguió y dijo: "Hermanos, el Hermano -entendiendo por tal al bienaventurado Francisco, que entre ellos era llamado el hermano por excelencia- dice que existe un país, Alemania, donde viven hombres cristianos y devotos; como bien sabéis, éstos pasan muchas veces por nuestra tierra con sus largos bastones y grandes botas, cantando alabanzas a Dios y a sus santos, y aguantando, sudorosos, los ardientes rayos del sol, y visitan los sepulcros de los santos. Pero como los hermanos que fueron antes entre ellos volvieron maltratados, el Hermano no obliga a nadie a que vaya. Pero si algunos, inspirados por el celo de Dios y de las almas, quieren ir, les dará la misma obediencia, o mandato, e incluso más amplia que la que daría a cuantos van a ultramar. Y si hay algunos que tienen intención de ir, que se levanten y se pongan en un grupo aparte". Inflamados por el deseo, se levantaron cerca de 90 hermanos, dispuestos a ofrecerse a la muerte» (Crónica, 17).

A la cabeza de esta misión Francisco puso, como era natural, al hermano alemán Cesáreo de Espira, dándole por compañeros, entre otros, a Fray Juan de Pian Carpino, que sabía predicar en latín y en lombardo, a Fray Bernabé, que conocía a la vez el lombardo y el alemán, a su futuro biógrafo Tomás de Celano, y a Jordán de Giano, que en su Crónica cuenta, de manera harto divertida, cómo él se encontró enrolado en esta misión, que era como ir a enfrentarse a la muerte, en castigo de su vanagloria por conocer a quienes iban a ser importantes por su martirio. A Fray Cesáreo se le concedió la facultad de escogerse de entre los 90 a los que quisiese. En total la misión comprendió doce sacerdotes y trece hermanos laicos. Fácil es imaginar la tierna solicitud con que Francisco bendijo, tanto cuanto podía, a los misioneros y a todos aquellos que su predicación iba a ganar para la Orden. Hay que recordar que los escritos de Francisco abundan en expresiones de exquisita ternura, que el Santo solía usar para con sus hermanos.

Los nuevos misioneros esperaron el verano para partir, y no tardaron en convencerse de que no les aguardaba ningún género de martirio. Tal vez no haya en toda la historia del movimiento franciscano páginas más encantadoras que las de Jordán de Giano cuando en su Crónica nos refiere su viaje y el de sus compañeros desde Trento a Bolzano, de Bolzano a Brixen, de Brixen a Stertzing, de Stertzing a Mittenwald. A esta última ciudad llegaron entrada ya la noche; desde la mañana hasta esa hora habían caminado siete millas sin comer nada, y para no dormir con el estómago completamente vacío, resolvieron llenarlo con agua, pues pasaba por allí un arroyo; al día siguiente continuaron su viaje; pero a las pocas horas varios de ellos se sintieron tan débiles y extenuados que no podían dar un paso más; afortunadamente, hallaron luego unas manzanas silvestres, que comieron; y como era el tiempo de la cosecha del nabo, lograron alimentarse mendigando esta legumbre.

En general, los misioneros obtuvieron excelente acogida, y pronto se les vio establecerse en Estrasburgo, Espira, Worms, Maguncia, Colonia, Wurtzburgo, Ratisbona y Salzburgo. Conformándose con la antigua costumbre franciscana, se alojaban donde les tocaba, ya con los leprosos, ya en alguna covacha o iglesia abandonada. En Erfurt unos burgueses le preguntaron a Jordán, que acababa de llegar allí con otros compañeros, si querían que se les edificase un convento en forma de claustro; a lo que él, que no había visto nunca conventos en su Orden, respondió: «No sé lo que es un claustro. Construidnos simplemente una casa cerca del río para que podamos bajar a lavarnos los pies»; y así se hizo. Característico es también lo que pasó con los frailes de Salzburgo, a quienes Cesáreo escribió invitándolos a concurrir a un Capítulo que se iba a celebrar en Espira, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que, si no les parecía conveniente, no asistiesen; no queriendo ellos hacer cosa alguna por propia iniciativa, fueron a Espira a preguntar a Cesáreo por qué les había enviado una orden tan ambigua.

Pero volvamos a la Porciúncula. Disuelto el Capítulo de las Esteras y diseminados los frailes, unos por las provincias de Italia, otros por las misiones extranjeras, quedó uno a quien nadie conocía y de quien nadie parecía preocuparse. Había ido al Capítulo con los frailes de Mesina, quienes tampoco sabían de él más, sino que estaba recién entrado en la Orden, que se llamaba Antonio, que había nacido en Portugal y que, volviendo de Marruecos para su patria, había sido arrojado a Sicilia por la fuerza de una tempestad. El desconocido se acercó al superior de la provincia de Romaña, Fray Graciano, y le pidió que le permitiese ir en su compañía. Preguntóle Graciano si era sacerdote, y respondiéndole él que sí lo era, solicitó de Fray Elías el permiso necesario y se lo llevó consigo, porque los sacerdotes, en ese tiempo, eran todavía muy escasos en la Orden.

Antonio se fue, pues, con su nuevo superior a la Romaña, donde poco después se retiró al eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forlí. Pasado cierto tiempo, interrumpió su vida solitaria de oraciones y penitencias para convertirse en el gran orador popular que la Iglesia tiene en sus altares con el nombre de San Antonio de Padua. Este fraile menor, acaso el más famoso de los discípulos de San Francisco en los tiempos modernos, había nacido en Lisboa en 1195. A los quince años de edad, ingresó en el convento de agustinos de San Vicente de Fora, en su ciudad natal, de donde pronto fue trasladado al célebre monasterio de Santa Cruz en la universitaria Coimbra. Estudió allí y recibió las órdenes sagradas. En 1220, probablemente a causa de lo que vio y oyó contar de los cinco mártires de Marruecos de que ya hemos hablado, se llenó de entusiasmo por la Orden franciscana. Se pasó a ella con licencia de sus superiores y fue recibido en el convento de San Antonio de Olivares de Coimbra. Partió para Marruecos, ansioso del martirio, martirio que no pudo alcanzar, pues Abu-Jacoub parece que había vuelto a recobrar su natural indiferencia. Antonio cayó enfermo. Quiso volver a su patria, pero en lugar de eso se encontró en Sicilia, de donde fue al Capítulo de Pentecostés de 1221. De su significación en la Orden trataremos más adelante.


 

Capítulo IX – Las admoniciones y las Reglas

 

Cesáreo de Espira no partió inmediatamente con sus compañeros para su misión de Alemania, porque Francisco lo retuvo consigo algún tiempo para que le ayudase en la redacción de la nueva regla. Cesáreo, por su parte, se quedó de buen grado por gozar un poco más de la compañía de su maestro, a quien temía no volver a ver en la tierra. Esta permanencia fue de unos tres meses, que Cesáreo pasó todavía en el valle de Espoleto, parte en la Porciúncula, parte en la soledad del convento de las Cárceles. Así lo afirma Jordán de Giano en dos pasajes de su Crónica: «Y viendo el bienaventurado Francisco que fray Cesáreo era docto en Sagrada Escritura, le confió el trabajo de adornar con palabras del Evangelio la Regla redactada por él con palabras sencillas. Y él lo hizo». También: «Después que hubo escogido a los hermanos para la misión de Alemania, fray Cesáreo, que era un hombre piadoso y abandonaba de mala gana al bienaventurado Francisco y a los otros santos hermanos, con la autorización del bienaventurado Francisco distribuyó a los compañeros asignados por las distintas casas de Lombardía para que esperasen allí sus instrucciones. Él mismo se entretuvo durante tres meses en el valle de Espoleto» (Crónica, 15 y 19). Estos pasajes no nos permiten aceptar la afirmación de Lempp y otros, según la cual Francisco habría leído en el Capítulo de Pentecostés de 1221 la redacción primitiva de su regla, tal como acababa de elaborarla con la ayuda de Cesáreo de Espira. Si las cosas hubieran ocurrido así, Jordán, sin duda, habría dejado constancia de ello; en cambio, es evidente que la colaboración entre Francisco y Cesáreo no comenzó hasta después del mencionado Capítulo.

La primera regla que Francisco había escrito en Rivotorto era muy breve y sencilla, según él mismo lo dice en su Testamento y lo confirman todos los biógrafos: «Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me la confirmó». En su mayor parte esta regla primitiva se componía de pasajes sacados de la Biblia, principalmente del Evangelio de San Mateo (10,9-10; 19,21; 16,24) y de San Lucas (9,3). Por eso solía llamarla Francisco forma sancti Evangelii, «forma de vida evangélica». En suma, lo que él quería era indicar a los hermanos la mejor manera de «seguir el Evangelio».

No poseemos hoy esta primera regla franciscana, y todos los esfuerzos que se han hecho para reconstituirla, aunque sutiles y numerosos, han resultado fallidos. Sin embargo, hay que convenir en que todas esas tentativas han partido de un principio verdadero, es a saber, que eso que se designa con el nombre de Regula Prima, Regla de 1221 o Regla no bulada, nos presenta incontestablemente la regla primitiva de la Orden, desfigurada, eso sí, con una muchedumbre de adiciones, modificaciones y ampliaciones posteriores.

La descripción que hace Jacobo de Vitry de los Capítulos franciscanos, nos deja entrever el modo cómo se operó el desarrollo de la regla. Cuenta el prelado francés en una carta suya de 1216: «Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor papa». Estos «santos varones» que asistían a los frailes son, sin duda alguna, los Cardenales protectores de la Orden, pues cuando Francisco hizo amistad con ellos, que fue en el verano de 1212, Jacobo de Vitry moraba en la corte pontificia. Por lo demás, la relación de éste concuerda perfectamente con lo que sabemos por otras fuentes, por ejemplo, la Leyenda de los Tres Compañeros que dice: «En Pentecostés se reunían todos los hermanos en Santa María y trataban de cómo observar con mayor perfección la Regla» (TC 57). El mismo Francisco, en su carta a un ministro, dice: «De todos los capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor...» (CtaM); sigue en la carta lo que Francisco quería proponer al Capítulo y que es, en sustancia, lo que encontramos en el capítulo VII de la Regla aprobada por el Papa en 1223.

Como era natural, la autoridad de Francisco preponderaba en estas deliberaciones. «San Francisco -sigue diciendo la Leyenda de los Tres Compañeros- amonestaba, reprendía y daba órdenes» (TC 57), o como dicen más precisamente las palabras latinas: faciebat admonitiones, reprehensiones et praecepta. Y en efecto, entre los escritos de San Francisco hay toda una colección que lleva por título Admonitiones, «Admoniciones», entre las cuales se hallan las primeras adiciones a la regla primitiva, como lo indica la inscripción misma puesta al principio de la serie en muchos códices: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Éstas son las palabras de santa admonición de nuestro venerable padre san Francisco a todos los frailes».

Ahora bien, estas admoniciones contienen exactamente lo que refiere Tomás de Celano, después de hablar de la redacción de la regla: «Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente» (1 Cel 32). Hélas aquí con indicación del título y resumen de su contenido:

Cap. I: Del cuerpo del Señor.- La primera cosa que Francisco deseaba enseñar a sus discípulos y grabarles en lo más hondo del corazón, era una gran veneración y un grande amor al Dios revelado a los ojos de la fe en la santa Hostia.

Cap. II: Del mal de la propia voluntad.- La propia voluntad fue la que produjo el pecado original.

Cap. III: De la perfecta obediencia.- El que no renuncia a todo, principiando por su propia voluntad, no puede ser discípulo de Jesús.

Cap. IV: Que nadie se apropie la prelacía.- Porque es cosa mucho más útil para la salud del hombre lavar los pies a los hermanos, que no mandar.

Cap. V: Que nadie se ensoberbezca, sino que se gloríe en la cruz del Señor.- Esta idea está largamente desarrollada en ocho célebres capítulos de las Florecillas.

Cap. VI: De la imitación del Señor.- «Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor».

Cap. VII: Que el buen obrar siga a la ciencia.- No hay ciencia verdadera y digna de ser investigada, sino aquella que conduce directamente a buenas acciones: sobre esta idea Francisco insistía de continuo.

Cap. VIII: Del pecado de envidia, que se ha de evitar.- Sobre todo no hay que envidiar el bien que Dios realiza en los demás.

Cap. IX: Del amor.- Solo ama a sus enemigos aquel que, cuando padece alguna injusticia, piensa ante todo y únicamente en el daño que el injusto se infiere a sí mismo al cometer la injusticia.

Cap. X: Del castigo del cuerpo.- Hay un enemigo al que no estamos en absoluto obligados a amar, y es nuestro cuerpo. Si le combatimos enérgicamente y sin tregua, ningún otro enemigo, visible o invisible, nos podrá dañar en lo más mínimo.

Cap. XI: Que nadie se altere por el pecado de otro.- De cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa, carga sobre sí el daño del pecado ajeno.

Cap. XII: De cómo conocer el espíritu del Señor.- Cuanto mejor se vuelve uno, tanto peor se considera a sí mismo.

Cap. XIII: De la paciencia.- Los puntos de paciencia que uno calza se conocen cuando llega la ocasión de impacientarse.

Cap. XIV: De la pobreza de espíritu.- La pobreza de espíritu prescrita en el Evangelio no consiste en grandes ayunos y mortificaciones, sino en que, cuando uno reciba una bofetada en la mejilla derecha, ofrezca también la izquierda.

Cap. XV: De la paz.- Bienaventurados los pacíficos.

Cap. XVI: De la limpieza del corazón.- Limpios de corazón son los que desprecian las cosas terrenas, buscan las del cielo y tienen siempre a Dios ante los ojos.

Cap. XVII: Del humilde siervo de Dios.- El siervo de Dios no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro, y no exige de su prójimo más de lo que él mismo está dispuesto a dar al Señor.

Cap. XVIII: De la compasión del prójimo.- Bienaventurado el hombre que soporta con tanta indulgencia y compasión las fragilidades de su prójimo como querría que los demás soportaran las suyas.

Cap. XIX: Del humilde siervo de Dios.- Bienaventurado el que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y exaltado por los hombres, que cuando es tenido por vil, simple y despreciado, porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más.

Cap. XX: Del religioso bueno y del religioso vano.- Bienaventurado el religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría. ¡Ay del religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con ellas conduce a los hombres a la risa!

Cap. XXI: Del religioso frívolo y locuaz.- Bienaventurado el que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es ligero para hablar, sino que prevé sabiamente lo que debe hablar y responder.

Cap. XXII: De la corrección.- Bienaventurado el que soporta tan pacientemente la advertencia, acusación y reprensión que procede de otro, como si procediera de sí mismo, y no es ligero para excusarse, sino que humildemente soporta la vergüenza y la reprensión de un pecado, aun cuando no incurrió en culpa.

Cap. XXIII: De la humildad.- Bienaventurado el hermano a quien se encuentra tan humilde entre sus súbditos, como si estuviera entre sus señores.

Cap. XXIV: Del verdadero amor.- Bienaventurado el siervo de Dios que ama tanto a su hermano cuando está enfermo, que no puede recompensarle, como cuando está sano, que puede recompensarle.

Cap. XXV: De nuevo sobre lo mismo.- Bienaventurado el siervo de Dios que ama y respeta tanto a su hermano cuando está lejos de él, como cuando está con él, y no dice nada detrás de él, que no pueda decir con caridad delante de él.

Cap. XXVI: Que los siervos de Dios honren a los sacerdotes.- Bienaventurado el siervo de Dios que tiene fe en los sacerdotes que viven rectamente según la forma de la Iglesia Romana. Y ¡ay de aquellos que los desprecian! Pues, aunque sean pecadores, nadie, sin embargo, debe juzgarlos, porque solo el Señor en persona se reserva el juzgarlos, pues sólo ellos tienen el maravilloso privilegio de disponer del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo.

Cap. XXVII: De la virtud que ahuyenta al vicio.- Esta admonición es la laude en honor de todas las virtudes, que hemos reproducido más arriba en el cap. IV.

Cap. XXVIII: Hay que esconder el bien para que no se pierda.- Dios ve en las tinieblas. Para Él solo debemos obrar, y así atesoramos en el cielo.

Haec sunt documenta pii Patris, «éstas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que formaba a los nuevos hijos», podemos decir con palabras de Tomás de Celano, después de haber examinado esos veintiocho textos breves (1 Cel 41; LM 4,3). Ciertamente, Francisco era un maravilloso «maestro de novicios», para usar la frase consagrada en los claustros. Pero también es cierto que estos aforismos, de tan profunda psicología religiosa, no pueden considerarse como regla de una Orden.

 

Por la inversa, en un pequeño fragmento de reglamentación que se nos ha conservado y que incontestablemente es obra de Francisco, descubrimos bien el verdadero estilo que él usaba cuando escribía reglas: «En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos» (Flor 4), los frailes gastaban la mayor parte del tiempo en viajes de misiones, y se alojaban donde y como les tocaba y podían. Pero de cuando en cuando gustaban de retirarse a la soledad y a la oración y fortificar sus almas para nuevas empresas apostólicas, a ejemplo de su maestro, quien cuando predicaba a los otros la conversión de costumbres y de corazones, lo hacía con firmeza y resolución «ya que antes se había convencido a sí mismo viviendo lo que recomendaba con las palabras» (1 Cel 36). Tal fue el origen de los primeros conventos franciscanos, si es que tal nombre merecían, porque el de la Porciúncula no era más que un grupo de cabañas, rodeadas de un seto o cerca; el de las Cárceles se reducía a unas cuantas grutas formadas en la roca; dígase otro tanto de los de Fonte Colombo y el Alverna. En las Florecillas se encuentran a cada paso alusiones a estos pequeños conventos, donde los frailes dormían en el suelo o sobre lechos de hojas o pajas. Tampoco se empleaba la palabra claustrum para designar estas residencias franciscanas, y ya hemos visto cómo el pobre hermano Jordán de Giano quedó estupefacto cuando en Erfurt se les ofreció edificarles «un convento con claustro». Para tales residencias no había más palabras que las de locus, «lugar», eremo, eremitorium, «eremitorio», o también «retiro». Y precisamente para los frailes que deseaban refugiarse en estos eremitorios escribió Francisco la regla, o más bien dicho, reglamento que leeremos a continuación, tanto más precioso para nosotros cuanto que sabemos a ciencia cierta que fue escrito sólo por el Santo, sin el auxilio de ningún colaborador, ni de Hugolino, ni de Cesáreo. He aquí el texto completo, al que con mucha frecuencia se le ha dado el título «De religiosa habitatione in eremo»:

 

Regla para los eremitorios

«Aquellos que quieren vivir como religiosos en los eremitorios, sean tres hermanos o cuatro a lo más; dos de ellos sean madres, y tengan dos hijos o uno por lo menos. Los dos que son madres lleven la vida de Marta, y los dos hijos lleven la vida de María; y tengan un cercado en el que cada uno tenga su celdilla, en la cual ore y duerma. Y digan siempre las completas del día inmediatamente después de la puesta del sol; y esfuércense por mantener el silencio; y digan sus horas; y levántense a maitines y busquen primeramente el reino de Dios y su justicia. Y digan prima a la hora que conviene, y después de tercia se concluye el silencio; y pueden hablar e ir a sus madres. Y cuando les plazca, pueden pedirles limosna a ellas como pobres pequeñuelos por amor del Señor Dios. Y después digan sexta y nona; y digan vísperas a la hora que conviene.

»Y en el cercado donde moran, no permitan entrar a persona alguna, ni coman allí. Los hermanos que son madres esfuércense por permanecer lejos de toda persona; y por obediencia a su ministro guarden a sus hijos de toda persona, para que nadie pueda hablar con ellos. Y los hijos no hablen con persona alguna, sino con sus madres y con su ministro y su custodio, cuando a éstos les plazca visitarlos con la bendición del Señor Dios. Y los hijos asuman de vez en cuando el oficio de madres, alternativamente, por el tiempo que les hubiera parecido conveniente establecer, para que solícita y esforzadamente se esfuercen en guardar todo lo sobredicho».

He aquí una regla tal cual Francisco era capaz de escribirla. ¡Y qué cosa más encantadora que este ideal de vida de cuatro ermitaños retirados allá en la cima soledosa y montaraz de Fonte Colombo o de las Cárceles, dos de los cuales, como la Marta del Evangelio, cuidan de las cosas temporales, mientras los otros dos, como María, permanecen sentados a los pies del Salvador! Y después, a la hora del mediodía, van donde los otros dos, y humilde y tímidamente les piden de comer, como los niños buenos a su buena madre. Son los sentimientos y el lenguaje de Francisco: «Te digo, hijo mío, como una madre...», escribía a su discípulo favorito, Fray León, en cuya compañía había permanecido muchas veces en los eremitorios. De manera parecida, Celano dice que Francisco había escogido para sí como madre a Fray Elías (1 Cel 98); y también que Fray Pacífico dijo al Santo: «Bendícenos, madre amadísima» (2 Cel 137). Con todo, el mismo Celano, más adelante tiene que lamentar que «son muchos los que convierten el lugar de contemplación en lugar de ocio» (2 Cel 179).

Al lado de la breve regla primitiva de 1210 y de este reglamento para los eremitorios hay que citar otra regla hecha exclusivamente para la Porciúncula, y que se nos ha conservado en el número 55 del Espejo de Perfección. Esta regla se parece mucho al reglamento de los eremitorios: también ella prohíbe que los extraños penetren en los loci o lugares de los frailes. Ninguna conversación de cosas temporales, ninguna palabra superflua debe oírse en la Porciúncula; los frailes que han de habitar en este «lugar» se escogerán entre los mejores y más piadosos de toda la Orden, y deberán edificar a los demás en la manera de rezar el oficio divino. «Quiero que en este lugar -decía Francisco- nada en absoluto se diga ni se haga inútilmente, sino que el lugar todo entero sea mantenido puro y santo en himnos y alabanzas al Señor» (EP 55). El número 82 del mismo Espejo recoge el celo con que Francisco cuidó la santidad de vida en la Porciúncula y las normas que estableció contra las conversaciones ociosas en aquel lugar.

Como se ve por lo que antecede, la obra legislativa de Francisco está compuesta toda ella de trabajos de circunstancias. Por ejemplo, se le decía en un Capítulo que había muchos frailes que se mortificaban el cuerpo con cilicios y cintos de hierro sobre la desnuda carne, y hacían otras penitencias por el estilo; y al punto el Santo promulgaba una norma que prohibía a los frailes el uso de estos medios ascéticos. En otro Capítulo general hizo escribir, para enseñanza de todos, esta amonestación: «Guárdense los hermanos de mostrarse ceñudos exteriormente e hipócritamente tristes; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor, alegres y jocundos y debidamente agradables» (2 Cel 128). Este pasaje se transcribió luego en el capítulo VII de la Regla primera (1 R 7,16). Otra exhortación, que se conserva en el n. 96 del Espejo de Perfección, es exactamente una de las admoniciones que conocemos (Adm 20). El capítulo XXII de la Regla primera lleva esta inscripción: De la amonestación de los hermanos.

Así como la regla de Rivotorto nos da los fundamentos de todo el edificio de la regla futura, así también las prescripciones circunstanciales y las admoniciones emitidas en los diferentes Capítulos pueden ser consideradas como el primer piso de ese mismo edificio. Sobre el piso así formado, la construcción prosigue bajo la influencia de los tiempos y los acontecimientos. En 1217 se inauguran las grandes misiones franciscanas, y ciertamente en vista de ellas se escribieron los capítulos XIV y XVI de la Regla Primera, que llevan por título «Cómo han de ir los hermanos por el mundo» y «De los que van entre sarracenos y otros infieles». Los biógrafos de San Francisco nos han conservado varios ejemplos de las exhortaciones de despedida, y así en el Espejo de Perfección puede verse en particular el discurso dirigido por Francisco a los hermanos que se van: «En el nombre del Señor, id de dos en dos por el camino con humildad y dignidad, y, sobre todo, en riguroso silencio desde la mañana hasta pasada la hora de tercia, orando al Señor en vuestros corazones y sin que salgan de vuestra boca palabras ociosas e inútiles. Aunque vayáis de viaje, sea vuestro hablar tan humilde y mirado como si estuvieseis en el eremitorio o en la celda...» (EP 65). Asimismo, son varios los pasajes de la Regla primera en que el discurso empieza con las palabras In nomine Domini, «En el nombre del Señor», fórmula con que se acostumbraba entonces encabezar todos los documentos oficiales (1 R 4 y 24).

Por lo demás, podemos admitir sin temor de errar que estas admoniciones, que se iban esparciendo a medida del desarrollo de la Orden, fueron luego puestas por escrito. Su objeto era eminentemente práctico, es a saber, indicar la manera como quería Francisco que se portasen sus frailes, y los preceptos que deseaba que pusiesen en práctica. Sus cartas posteriores demuestran asimismo cuánto deseaba el Santo que los frailes copiasen dichas reglas y que llevasen siempre consigo un ejemplar de ellas, a fin de que mejor pudiesen observar sus prescripciones.

Para precisar, pues, en qué consistió la colaboración de Francisco y Cesáreo en el verano de 1221 para la redacción de la regla nueva, hay que convenir primero en que ambos redactores tuvieron presente, no sólo la regla primitiva de 1210, sino también toda la serie de admoniciones y prescripciones de los años posteriores, y que de todos estos materiales echaron mano para su nueva redacción. Esto nos viene confirmado por una visión que Francisco tuvo por aquel mismo tiempo: vio que todos sus frailes se reunían en torno suyo acosados por el hambre, pidiéndole de comer; Francisco no tenía más que unas migajas de pan que se le caían por entre los dedos; pero luego oyó una voz que le dijo: «Francisco, con todas las migajas haz una hostia y da de comer a los que quieran». Al día siguiente comprendió el Santo que las migajas eran las Verba evangélica, y que la hostia significaba la regla que debía formar con las palabras del Evangelio (LM 4,11; 2 Cel 209). El hecho es que los dos redactores, Francisco y Cesáreo, se contentaron con poner íntegro, a menudo sin orden alguno, lo antiguo y lo nuevo, y así fue como resultó esa colección o reunión de preceptos que los historiadores antiguos llamaban Regla primera, y los modernos Regla de 1221 o Regla no bulada, pero que, en realidad, nunca llegó a ser la verdadera Regla de la Orden.

Sin pretender nosotros distinguir detalladamente, como hacen Karl Muller y Boehmer, lo que en esta gran colección de materiales proviene de la regla primitiva y lo que son añadiduras posteriores, podemos, sin embargo, formarnos una idea general suficientemente clara de la distinción entre ambos orígenes. Así, a la regla de Rivotorto se remontan incontestablemente, además de la introducción en que Francisco promete obediencia al Papa Inocencio, los capítulos: I, sobre los tres votos de pobreza, obediencia y castidad; II, sobre la admisión y vestido de los hermanos; III, sobre el rezo del oficio divino y los ayunos; VII, sobre la obligación de servir y trabajar; IX, sobre la facultad para mendigar en caso de necesidad y la prohibición de recibir dinero; XII, sobre la obligación de evitar el consorcio con mujeres; XIV, sobre la obligación de no llevar nada para el camino, y de no oponer resistencia a los malos; XIX, sobre el respeto debido a los sacerdotes. Tal vez estos capítulos no pasaron de la regla primitiva a la nueva al pie de la letra; pero es seguro que pasaron en cuanto a la sustancia y al sentido. Sólo la obligación del ayuno parece haber sido más rigurosa en la regla antigua que en la nueva: la Regla primera (1 R 3) no prescribe sino un día de ayuno en la semana, el viernes, mientras que la de 1210 prescribía también, según Jordán de Giano, el miércoles.

Por otra parte, podemos considerar con certeza como adición a la regla primitiva el capítulo IV, con el encabezamiento típico de los documentos públicos: In nomine Domini!, «¡En el nombre del Señor!» Este capítulo trata de las relaciones entre los ministros franciscanos y los otros hermanos, y por tanto debió redactarse en la asamblea franciscana en que fueron instituidos los primeros ministros. Otros capítulos de la Regla concuerdan casi literalmente con admoniciones que han llegado hasta nosotros; así, por ejemplo, puede compararse el capítulo V de la Regla con las admoniciones 4 y 11, o el capítulo XXII con las admoniciones 9 y 10. Tomás de Celano menciona otra admonición (2 Cel 68) que no se encuentra en la colección de las que han llegado hasta nosotros, pero que se recogió en la Regla primera y forma parte de su capítulo VIII. Compárese 2 Cel 128 con 1 R 7. De igual manera, el n. 42 del Espejo de Perfección trae una admonición a los enfermos que aparece también en el cap. X de la Regla primera.

En fin, la Regla primera contiene un tercer elemento, formado por lo que podríamos llamar la poesía religiosa de San Francisco. En esta categoría debe colocarse en primer lugar la Laude de que queda hecha mención más arriba y que constituye el capítulo XXI de la Regla. Francisco ordena a sus hermanos que, como buenos juglares de Dios, vayan proclamando este canto de alabanza por las ciudades por donde pasan, y en el mismo aparecen ya algunas imágenes y acentos que hacen pensar en el famoso Cántico del Hermano Sol: «¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!», dice la Regla, y el Cántico: «¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal! Bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal». El gran objeto de la obra de Francisco era, en efecto, inspirar a los hombres el entusiasmo por Dios. Y así, después de un nuevo capítulo, el XXII, que es una última Amonestación de los hermanos, y nótese que Francisco y Cesáreo han transcrito incluso el viejo título De admonitione fratrum, he aquí que el escrito común de ambos legisladores se trueca en un himno magnífico y triunfal de alabanza, que va por grados elevándose y derramándose como la voz de un órgano maravilloso, hasta llegar a un punto en que toda voz humana se apaga, en que todo pensamiento humano desfallece, y sólo se escucha el eterno Santo, Santo, Santo de los ángeles, el infinito Aleluya de los bienaventurados. Este último capítulo de la Regla primera, el XXIII, aunque muy difícil de traducir, debe transcribirse íntegro:

 

Oración, canto de alabanza y acción de gracias

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste, hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo (Mt 25,34).

»Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya.

»Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, a los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los bienaventurados patriarcas, profetas, Inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Enoc, y a todos los santos que fueron y que serán y que son, humildemente les suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti, sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

»Y a todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y apostólica, y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y todos los clérigos, todos los religiosos y religiosas, todos los donados y postulantes, pobres y necesitados, reyes y príncipes, trabajadores y agricultores, siervos y señores, todas las vírgenes y continentes y casadas, laicos, varones y mujeres, todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, todos los pequeños y grandes, y todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, y todas las naciones y todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y que serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse.

»Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas, con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.

»Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en él y lo aman a él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén».


 

Capítulo X – La lucha por el espíritu de pobreza

 

Dos años pasaron todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221 partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de 1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible.

Para dar con el punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores.

Como hemos visto, Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante; así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos, le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica, n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica, otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco.

Desde un principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica, 13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos. Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco. De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de «ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri, que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo.

Aunque sea de pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias), gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de «ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de «hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101).

Bolonia venía a ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en una casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia, Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos.

La noticia de esta inauguración indignó profundamente a Francisco, que durante toda su vida había gustado de llamarse y de ser un idiota, es decir, un hombre sencillo e iletrado. Hablando en general, Francisco no era enemigo de los estudios, diga lo que quiera Sabatier, que le atribuye cierta mal disimulada ojeriza contra toda ciencia. Al contrario, véase lo que una vez escribió en forma de admonición: «A todos los teólogos y a los que nos administran las palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida», palabras estas que repitió literalmente en su Testamento (Test 13). Pero entendía que los estudios debían tener un objeto práctico y servir al fin de la proclamación de la palabra de Dios. Por eso creía que no había para qué tener muchos libros; que era en la oración donde mejor se aprendía a tocar y mover los corazones. Él mismo, según lo manifiestan sus escritos, leía mucho las Santas Escrituras; sin embargo, a medida que avanzaba en edad, se iba persuadiendo de que las había leído hasta demasiado y de que lo mejor era dedicarse a meditar y poner en práctica las cosas que había leído. A un hermano que le recomendaba que le leyeran un pasaje de la Escritura para su consuelo, le dijo Francisco, que estaba muy enfermo: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre: la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.

En su Regla Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores, oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa, contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».

El Espejo de Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino perjudicial»:

En cierta otra ocasión, un novicio que malamente sabía leer el salterio, obtuvo licencia de Fray Elías para tener uno. Mas, como oía decir a los hermanos que el bienaventurado Francisco no quería a sus hijos ansiosos ni de ciencia ni de libros, no estaba tranquilo, y quería obtener su consentimiento. Como pasara Francisco por el lugar donde estaba el novicio, éste le dijo:

-- Padre, me serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro general, pero quisiera también tu consentimiento.

El bienaventurado Francisco le respondió:

-- El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias, dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6).

Que es como si dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1).

Pocos días después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre, volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta:

-- Después que tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano, diciendo: ¡Tráeme el breviario!

Mientras esto decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza, y decía:

-- ¡Yo el breviario! ¡Yo el breviario!

Y lo repitió muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo:

-- Hermano, también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas (Lc 8,9-10).

Dicho esto, calló Francisco un breve rato; después añadió:

-- Hay muchos que se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195).

Meses después, Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo:

-- Hermano, has de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado.

En adelante, a cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta. Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al árbol» (cf. Mt 12,13).

No menos significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección:

«Le dolía mucho al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69).

Tenía razón Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza, Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo. Al mismo tiempo las tres grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger a sus hijos (AF III, 75).

Al principio toda su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en vista de su contumacia.

Pero es que Fray Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo lo que da de más al estudio» (2 Cel 185).

Desgraciadamente, para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223, atrajeron a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y discretas razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle escuchado con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al medio de la asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68).

¿Tenía razón Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad.

Pero es evidente que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.

Acostumbrado desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco: «Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas". Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura» (EP 72).

A Francisco le gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5)

La oración y, de una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla) el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).

La Regla a que alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la sazón, pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho no lo estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223. Ahora bien, Antonio se trasladó de Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron antes de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos meses. En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue concedido durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba entonces en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí, es decir, en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad universitaria.

Por lo demás, Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden, gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de 1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales, que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y la devoción hacia el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel, tratando de tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito de su pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las Florecillas, en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco convirtió a dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y el otro Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era gran canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía con el espíritu franciscano.

No es posible leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio; por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural, espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas; siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi pacem!, «El Señor te dé la paz».

 


 

Capítulo XI – La Tercera Orden

 

Entre tanto, las nuevas ideas, a las que Francisco había opuesto tan tenaz resistencia, continuaban su curso: los frailes menores se trocaban en Orden estudiosa y sabia, ni más ni menos que la de los predicadores.

Después del Capítulo de Pentecostés de 1219, Fray Pacífico y sus compañeros volvieron a Francia premunidos de una carta de recomendación pontificia, fechada el 11 de junio de aquel mismo año. Su intento era ahora establecerse en París, adonde, sin duda, no pudieron llegar en su viaje de 1217. Parece ser que el clero francés no se dio por satisfecho con la carta comendaticia que le presentaron los hermanos, y resolvió pedir nuevos informes a Roma; a esta consulta respondió el Papa con una nueva recomendación datada el 29 de mayo de 1220 (Pro dilectis filiis, en Sbaralea, I, 5), merced a la cual obtuvieron los frailes licencia para habitar en una casa del barrio de San Dionisio, en las afueras de París. Al principio no tuvieron capilla, sino que hacían sus oficios divinos en la iglesia de la vecina parroquia; pero, en cambio, a los pocos años se les hizo donación de un gran convento, especialmente destinado a su uso en San Germán del Prado, donde luego se fundó un colegio universitario con capacidad para 214 estudiantes, número que pronto se llenó de tal manera que los nuevos candidatos se veían constreñidos a contentarse con quedar matriculados, esperando las vacantes por años enteros.

Los franciscanos de las primeras generaciones miraban esta nueva tendencia con muy malos ojos. Fray Gil, en particular, la combatió con tesón, infatigable, mofándose a la continua, con sarcasmos por extremo picantes, de aquellos frailes menores sabios, que le parecían hijos falsos del padre San Francisco. «Hay gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo entero».

Y en otra ocasión: «¿Quién es más rico, el que posee pequeño huerto que cultiva y hace fructificar, u otro que, poseyendo la tierra toda, ningún provecho saca de ella? La mucha ciencia de nada sirve para la salvación; el que desee ser verdaderamente sabio debe trabajar mucho y traer la cabeza profundamente gacha».

Un fraile predicador vino donde el Beato Gil a pedirle su bendición para ir a pronunciar un gran discurso en plena plaza de Perusa, y Gil le contestó: «Sí, te doy mi bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!», mucho digo y poco hago.

Otro día estaba Gil en el huerto del eremitorio de Monte Rípido, cerca de Perusa, donde habitó más de treinta años después de la muerte de San Francisco. De repente oyó una extraña bulla en la parte baja del monte: era un viñero que airado reñía a sus trabajadores, porque, en vez de trabajar, se llevaban charlando alegremente, y les gritaba: ¡Fate, fate, e non parlate! De perlas pareció a Fray Gil la sentencia del viñero, y al momento se propuso aprovecharla y, saliendo de su celda, se puso a gritar a los demás frailes: «Escuchad el consejo que nos da este hombre: ¡Haced, haced, y no charléis!».

Otra vez oyó Gil a una tortolilla gemir en uno de los árboles de su huerto, y la apostrofó de esta manera: «¡Hermana tortolilla, tú me enseñas a servir al Señor, pues me repites siempre ¡qua, qua! y no ¡la, la!, es decir, que es aquí en la tierra donde nos hemos de emplear en su servicio, no en el cielo. ¡Oh, hermana tortolilla, qué bien que arrullas! ¡Y que los hombres se hagan sordos a la sabiduría de tus lecciones!». Y el santo fraile se ponía a imaginar que habían vuelto aquellos tiempos felices en que él y Francisco erraban por los caminos, como juglares de Dios, entonando férvidos cantares a la reina Pobreza y a su noble hermana la dama Castidad; y arrobado con semejantes dulces memorias se paseaba por los floridos senderos frotando dos varillas y cantando, como quien se acompaña de una viola (AF III, 86 y 101).

Pero pronto volvía de su éxtasis, desaparecían los recuerdos, y venía la triste realidad a advertirle que aquellos hermosos tiempos eran irremisiblemente pasados, que Francisco había muerto y que él no era ya más que un pobre viejo de cuya opinión y autoridad nadie se curaba. Y entonces le parecía que el sol perdía sus resplandores, que las flores no tenían ya fragancia y que las tortolillas del bosque se quedaban mudas; y lanzaba profundos y largos suspiros, exclamando: «¡Nuestro bajel hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda! ¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!». Tan lastimeras quejas hallaron eco más tarde en los versos inflamados del poeta Jacopone de Todi, uno de los más genuinos hijos del santo: «¡Maldito París, que has destruido Asís!».

Una vez, siendo ya muy anciano, fue el hermano Gil donde se hallaba Fray Buenaventura, entonces Ministro General de la Orden, y le dijo:

-- Padre mío: a ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros, ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos?

El hermano Buenaventura le contestó:

-- Aunque Dios le diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bastaría.

Gil, con un poco de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle:

-- ¿Puede un analfabeto amar a Dios tanto como un letrado?

Y el perspicaz Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado:

-- Una viejecita puede amarle más que un maestro en teología.

Entonces el hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual, que era como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar:

-- ¡Tú, vieja pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el hermano Buenaventura! (AF III, 101).

San Buenaventura menciona a Fray Gil muchas veces en sus obras, citándole al par de San Agustín y de Ricardo de San Víctor, y parece haber conservado siempre fresco el recuerdo de esta aventura, pues leemos en sus Collationes: «Una pobre viejecita que no posee sino un pequeño huerto recoge de él más pingüe fruto que no recoge del suyo el dueño de un huerto muy extenso; aquella, cierto, no cultiva sino un solo árbol, pero este árbol es la caridad; el otro conoce todos los misterios y esencias de las cosas, pero ese conocimiento por sí solo poco o nada aprovecha» (Opera omnia, V, 418).

Poco tiempo después, el 22 de abril de 1262, este verdadero y fiel discípulo de Francisco de Asís fue a juntarse en el cielo con su maestro y sus demás compañeros muertos antes que él. Era la víspera del día de San Jorge, aniversario de aquel día memorable en que, hacía más de medio siglo, sentado a la lumbre del hogar paterno en compañía de su familia, oyendo contar a sus padres las maravillas que obraba Francisco, concibió el propósito de seguir sus huellas y abrazar su mismo género de vida. Desde aquel día hasta el último de su carrera conservó en su corazón intacto e inmaculado el amor primero de su inocente juventud.

Pero volvamos al desarrollo científico de la Orden, el cual dio un paso extraordinario cuando en septiembre de 1224 se establecieron los frailes en Inglaterra, viniendo de Francia bajo las órdenes de Fray Agnello, que había sido custodio en París. Al principio fijaron su residencia en Cantorbery; pero el 1 de noviembre de aquel mismo año se establecieron ya en Oxford, donde no tardaron en ir a juntárseles gran número de estudiantes y candidatos de la célebre universidad. En parte alguna del mundo hubo jamás tan vivo entusiasmo por el estudio como en esta colonia de frailes ingleses. Refiere Eccleston que los frailes atravesaban considerables distancias, hollando nieve y escarchas y desafiando furiosas tempestades, por acudir a las lecciones de Oxford. Sin embargo, aquellos frailes tan apasionados por el estudio eran los más celosos guardadores de la pobreza franciscana; y no brillaba menos en ellos la alegría franciscana, que siempre que se encontraban se saludaban con demostraciones de intenso júbilo, y en las iglesias los embargaba el gozo de tal suerte, que se arrobaban en éxtasis y no podían seguir el canto de los oficios divinos (AF I, 217-218 y 226-230).

Así pues, el estudio no impidió a los frailes ingleses el permanecer fieles al espíritu franciscano, y uno de ellos, Adán de Marsh, vino a ser el martillo más implacable de las infracciones de la Regla cometidas durante el generalato de Fray Elías de Cortona. Aunque, por otra parte, un general inglés, Haymón de Faversham, fue quien decretó que sólo los frailes ilustrados pudiesen desempeñar los cargos altos y de superioridad en la Orden (AF I, 251).

¡Ay!, el tipo de frailes como Gil y Junípero habían irremisiblemente pasado a la historia, y no era dable resucitarlo. ¿Cómo podía esperar Francisco que los tres mil y tantos discípulos reunidos en el Capitulo de las Esteras en 1221 fuesen todos de la misma cepa que sus doce primeros «caballeros de la Tabla Redonda»? Jordán de Giano refiere ingenuamente las perplejidades porque tuvo que pasar él mismo antes de decidirse a formar parte de la misión de Alemania. En frailes así no veía ya Francisco a sus alondras, señoras del espacio, sino tímidos polluelos, perpetuamente necesitados del abrigo de las maternas alas. Y tenía razón el Santo.

Igual tendencia que en la primera Orden empezó luego a dominar en la tercera Orden fundada por Francisco, en la cual se admitía a hombres y mujeres casados.

Tomás de Celano refiere que, después de su predicación a los pájaros en Bevagna, se trasladó Francisco, acompañado de Maseo, a la ciudad de Alviano, sita entre Orte y Orvieto, no lejos de Todi, y en llegando se fue derecho a la plaza principal con ánimo de predicar al pueblo. Ya atardecía, y una banda de golondrinas, salidas en tropel de los tejados y torres de Alviano, empezaron a revolotear piando sin descanso por la plaza y cruzando el aire en todas direcciones. Francisco y Maseo entonaron su acostumbrado canto de alabanza: Timete et honorate (1 R 21), que la multitud escuchó todo entero con religioso silencio. No así las golondrinas, que, en bandadas cada vez más numerosas, seguían hendiendo los aires con ruidosos gorjeos hasta hacer punto menos que imposible entender lo que decía el santo predicador. Entonces éste se volvió a ellas y, con acento grave y cariñoso a la vez, les dijo: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Al instante los pajarillos se quedaron quietos y en silencio profundo, y así se estuvieron todo el tiempo que duró la predicación de Francisco.

«A la vista de semejante prodigio y de las inflamadas palabras que el Santo había pronunciado, todos los habitantes del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo:

-- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas».

Y añaden las Florecillas: «Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos».[1]

No era ésta, sin embargo, la primera vez que el Santo había tenido que dar respuesta semejante. En otra ocasión se le acercó después de oírle un sacerdote, pidiéndole que le admitiese a llevar su mismo género de vida, pero sin abandonar el empleo que tenía en la parroquia. Condescendió Francisco, exigiéndole solamente que todos los años, al cobrar los diezmos, repartiese a los pobres lo que le hubiera sobrado del año anterior.[2] Fue esto una como transacción del espíritu franciscano con las exigencias de las circunstancias.

Otra vez, estando Francisco en su retiro de las Celle, cerca de Cortona, vino a él, desde lugar lejano, una mujer que tenía un marido cruel a consultarle sobre puntos de vida espiritual. Preguntóle el Santo si era casada, y respondiendo ella que sí lo era, le ordenó que volviese a juntarse con su marido, el cual se convirtió luego y ambos acordaron vivir en continencia (2 Cel 38).

En uno de sus viajes por la Toscana encontró Francisco en la ciudad de Poggibonsi, entre Florencia y Siena, un mercader llamado Luquesio, a quien había conocido en su primera juventud y que, al igual del senense Juan Colombini, de duro y avaricioso habíase trocado de repente en bueno y compasivo para con los pobres, peregrinos, viudas y huérfanos, a quienes no sólo socorría cuando se le presentaban, sino que los iba buscando con gran diligencia para hacerlos partícipes de sus bienes de fortuna. Francisco no tuvo, pues, parte en la conversión de este hombre, verificada ya antes del encuentro de ambos en Poggibonsi; pero le dio a él y a su mujer un vestido de penitencia, y desde ese día se consagró Luquesio con más fervor que antes al ejercicio de las obras de misericordia, sirviendo a los enfermos en los hospitales y llevando verdaderos cargamentos de medicinas a muchos lugares infestados de la fiebre. En estas obras empleó toda su hacienda, reservándose tan sólo un pequeño lote de terreno, que cultivaba con sus propias manos, y cuando el producto de éste no alcanzaba para su manutención, salía a pedir limosna de puerta en puerta. Parece que su consorte, como la de Juan Colombini, fue por mucho tiempo contraria a semejante prodigalidad y le reñía por ello continuamente; pero Dios la convirtió también, por medio de un milagro con que quiso premiar la caridad de su marido, y desde entonces marcharon en perfecto acuerdo. Murieron ambos en un mismo día y con intervalo de breves momentos, el 28 de abril de 1260.

Alrededor de Luquesio se formó en Poggibonsi un círculo de hombres animados de sus mismas ideas y sentimientos, y otros grupos más se fueron formando poco a poco por todas las ciudades de Italia, grupos que Gregorio IX llamó más tarde paenitentium collegia, «Comunidades de penitentes».[3] Todo induce a admitir que fue Francisco mismo quien dio a estas comunidades su norma de vida, pues acostumbraba siempre dictar reglas y preceptos a cuantos acudían a él en demanda de dirección espiritual. Desgraciadamente, ninguna de estas reglas locales se nos ha conservado, y tenemos que contentarnos con rastrear su contenido esencial al través de reglas posteriores.[4]

Por lo general, el rasgo característico de la vida de estos hermanos penitentes, pues la expresión «miembros de la Tercera Orden» no se empleó sino más tarde, consistía en esforzarse, cada cual dentro de las condiciones especiales de su existencia ordinaria, por llevar el mismo tipo de vida que llevaban Francisco y sus compañeros. Debían vivir en el mundo, pero sin pertenecer al mundo. Desde su entrada en la hermandad se comprometían a restituir todo bien injustamente adquirido (lo que equivalía en muchos casos a la renuncia completa de todos los bienes), a pagar puntualmente los diezmos a la Iglesia, a hacer su testamento sin aguardar la hora de la muerte, para quitar todo motivo de división entre los herederos, a abstenerse de todo juramento, si no era en circunstancias excepcionales, a no llevar armas, a no aceptar ningún empleo público. Usaban un traje especial, pobre y sencillo, y distribuían su tiempo entre la oración y las obras de caridad. Los más vivían con su familia; pero los había también que preferían retirarse a la soledad, ni más ni menos que los frailes menores.

Instituidas del modo dicho en los diversos lugares, estas comunidades no tardaron en verse envueltas en serios conflictos con las autoridades civiles a causa de los principios de su regla. Tal aconteció particularmente, y por manera asaz digna de notarse, en 1221 en la ciudad de Faenza, cerca de Rímini, donde un gran número de ciudadanos se había afiliado en la hermandad. Un día quiso el Podestá obligarlos a comprometerse con juramento a llevar armas cada vez y cuando él se lo exigiese; se negaron los hermanos, en vista de que su regla les prohibía ambas cosas: el juramento y las armas. Insistió el Podestá, recurriendo a toda clase de medios para doblar la resistencia de los penitentes, hasta que, por fin, éstos, por zafarse del enojoso embarazo, recurrieron al grande amigo de todos los franciscanos, el Cardenal Hugolino, por donde venimos nosotros a explicarnos un Breve dirigido por Honorio III al Obispo de Rímini, en que le encarga que tome bajo su protección a los «hermanos penitentes» de Faenza.[5]

Pero esta lucha entre los penitentes y las autoridades temporales no se circunscribió a determinados lugares, sino que se extendió a toda Italia. En multitud de ciudades se impusieron a los hermanos, a guisa de castigos, contribuciones especiales y se les prohibió distribuir sus bienes a los pobres, lo que obligó a Honorio a enviar una circular, hoy desgraciadamente perdida, al clero italiano, ordenándole amparar y sostener la causa de los «hermanos penitentes» y velar cuidadosamente porque no se les irrogase ningún daño. Otro tanto hizo después Gregorio IX desde el comienzo de su pontificado, amenazando repetidas veces a los enemigos de la hermandad con «la ira del Todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo».[6] Así fue cómo los hermanos penitentes pudieron con mayor facilidad que los Cuákeros y Adventistas de los siglos posteriores, introducir en las repúblicas italianas, siempre ávidas de lucha, cierto relativo desarme y preparar el advenimiento de tiempos más pacíficos: nuevo triunfo de Francisco, o si se quiere, del movimiento iniciado por él, sobre los rencorosos y sanguinarios «lobos» de la Edad Media.

Por otra parte, el conflicto de Rímini sugirió naturalmente a Hugolino la idea de reunir a las distintas hermandades locales en un todo compacto y orgánico, que fuese más capaz de defenderse de los ataques de sus poderosos enemigos, y precisamente en el verano de 1221 el Cardenal estaba en Bolonia y podía, por consiguiente, mantener continua correspondencia con los habitantes de Faenza. Y en tal ocasión fue, sin duda, cuando Hugolino y Francisco redactaron juntos la regla para los «hermanos penitentes» franciscanos, a quienes Bernardo de Bessa llamó poco más tarde Tercera Orden (los frailes menores componen la Orden Primera, y la Segunda las clarisas). «Esta Tercera Orden -escribe el secretario de San Buenaventura- abre sus puertas indistintamente a sacerdotes y laicos, a vírgenes, viudas y personas casadas. La obligación constante de hermanos y hermanas es ser y vivir honestamente cada cual en sus respectivos hogares, ocuparse en obras piadosas y evitar el contagio mundano». Se ve entre ellos a nobles caballeros y grandes del mundo vestir humildemente y conducirse de tan hermosa manera con pobres y ricos, que a la legua se advierte cuán verdadero es el temor de Dios que los guía y anima.

No poseemos la regla primitiva de la Orden Tercera tal cual Francisco y Hugolino la escribieron. Pero no hay duda alguna de que, basándose en ella, se redactó la otra de 1228, que Sabatier ha tenido la fortuna de hallar y que debió tener vigencia en alguna de las ciudades donde era de uso corriente la moneda de Ravena, acaso en Faenza misma. He aquí en qué consiste dicha regla:

Los capítulos I y V contienen prescripciones sobre el vestido, los ayunos y las oraciones. El párrafo 1.º del capítulo IV trata de las confesiones y comuniones de los hermanos, que deben ser tres veces al año, a saber: por Navidad, Pascua de Resurrección y Pentecostés. El párrafo 2.º insiste sobre la obligación de pagar los diezmos en conciencia; él 3.º prohíbe llevar armas; el 4.º prohíbe el juramento, como no sea el de fidelidad y el que se exige en los tribunales; el 5.º va contra el juramento vano y las malas palabras. El capítulo VI ordena las reuniones de los hermanos, que deben tenerse una vez al mes y consistir en una misa, sermón y deliberación de los asociados. El capítulo VIII se dedica a los enfermos, que han de ser visitados al menos una vez por semana, debiéndoseles socorrer tanto corporal como espiritualmente. El capítulo IX establece la obligación de orar por los hermanos difuntos y de asistir a sus exequias. El párrafo 1.º del capítulo X obliga a todo miembro de la Orden a hacer testamento dentro de los tres primeros meses después de su ingreso; el párrafo 2.º obliga al terciario a reconciliarse con sus enemigos; el 3.º prescribe las medidas que hay que tomar contra los atropellos de las autoridades civiles; en tales casos el superior de la cofradía debe dirigirse al Obispo; el 5.º especifica las condiciones necesarias para entrar en la Orden: reconciliación con los enemigos, restitución de les bienes mal adquiridos, pago anticipado de los diezmos. El párrafo 1.º del capítulo XI prohíbe admitir a los herejes; el 2.º prohíbe admitir a las mujeres sin consentimiento de sus maridos. Los capítulos XII y XIII tratan de la disciplina interna de la Orden. Son dignos de notarse particularmente los párrafos 8.º y 9.º del capítulo XIII, por los que se manda que el hermano que diere algún escándalo público, manchando, por ende, el honor de la Orden, sea obligado a confesar su falta en plena asamblea de los hermanos y a pagar una multa; y si la falta es muy grave, el hermano podrá ser expulsado de la Orden. Los párrafos 13.º y 15.º prohíben entablar querellas ante la justicia civil contra algún hermano o hermana; todas las contiendas deben dirimirse dentro de la Orden. Por último, en el párrafo 12.º del mismo capítulo se explica más el susodicho mandamiento de restituir los bienes mal adquiridos, y se ordena que, cuando el candidato no pudiere encontrar la persona a quien debe restituir ni a su heredero, procure que un heraldo público, o el sacerdote desde el púlpito, obligue a los acreedores a presentarse reclamando sus bienes.

La regla de otra Comunidad de la Orden Tercera, tal cono la trae Mariano en el manuscrito de Florencia, parece diferir sensiblemente de la que Sabatier encontró en el manuscrito de Capistrano. Pero, como la Tercera Orden se formó de la fusión de diversas confraternidades, al principio independientes unas de otras, es lógico admitir que se hayan conservado esas particularidades locales al par de la reglamentación común. Sobre el desarrollo ulterior de la Tercera Orden, véase la obra de Karl Müller, advirtiendo, sin embargo, que en ella se contienen no pocas afirmaciones inaceptables. Su Santidad León XIII reorganizó la Tercera Orden franciscana en 1883 por su breve Misericors Dei Filius. [Por último, el papa Pablo VI, mediante el breve apostólico Seraphicus Patriarcha, de fecha 24 de junio de 1978, aprobó y confirmó la nueva Regla de la Orden Franciscana Seglar.

 


 

Capítulo XII – La Regla de 1223

 

Con toda verosimilitud, la colaboración de Francisco y Hugolino en la Regla de los frailes menores tuvo el mismo carácter que el trabajo común en la Regla de la Tercera Orden. «San Francisco -dice Mariano de Florencia- comunicaba al Cardenal lo que el Espíritu le inspiraba, y el Cardenal lo ponía por escrito, añadiendo lo que le parecía necesario». Un relato de la Leyenda Antigua o Leyenda de Perusa nos revela el género de la contribución prestada por Hugolino a Francisco en la obra de la redacción de la Regla. Quería Francisco introducir en ésta el artículo siguiente: «Cuando los ministros no se cuidaren de que los hermanos observen la Regla en todo su rigor, podrán éstos observarla, aun contra la voluntad de los ministros». Semejante libertad la había ya dado antes Francisco a Cesáreo de Espira y a los que se le unieran, caso de que los otros frailes rehusaran permanecer fieles a la letra de la Regla y pretendieran adulterarla con torcidas interpretaciones. Se ve que el Santo quería dejar una salida para los hermanos que se resistieran a ir con la mayoría en las cuestiones relativas al estudio y a la pobreza. Pero Hugolino veía en ello una fuente segura de conflictos y divisiones que podían llevar la Orden a completa ruina; por eso dijo a Francisco: «Pues bien, yo lo arreglaré de manera que lo que tú deseas quede en la Regla en cuanto a la sustancia, aunque variando la expresión». El Santo consintió en esta fórmula; pero es lo cierto que su artículo no se insertó sino con notables atenuaciones.

Según la idea primera de Francisco se permitía y aun se mandaba por obediencia a los frailes desobedecer a sus superiores siempre que ello fuere necesario para la observancia literal de la Regla, pues, en el concepto de Francisco, la Regla estaba sobre los ministros, y el voto de obediencia se refería, no a los ministros, sino a la Regla.[7] En la redacción de Hugolino, por el contrario, estos hermanos, en quienes Francisco reconocía a sus verdaderos hijos y a quienes había bendecido en la persona de Cesáreo de Espira, aparecían como celantes demasiado escrupulosos, y el artículo de la Regla exhortaba a los ministros a usar de precauciones con respecto a ellos y a procurar persuadirlos. Los que para Francisco eran campeones de la buena causa, en la regla de Hugolino aparecían como enfermos dignos de compasión.[8]

Además de Hugolino, también Fray Elías, como vicario general de la Orden, ejerció gran influencia en la redacción definitiva de la Regla, según lo testifica una carta a él dirigida por Francisco en el invierno de 1222-1223. Sin duda, Elías se había quejado ante Francisco de la conducta de los frailes, rogándole que le ayudara a reducirlos a mejores sentimientos. He aquí la contestación del Santo:

«Acerca del caso de tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, porque sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos» (Carta a un Ministro, 2-7).

Con el mismo espíritu de amor, que todo lo acepta como venido de la mano de Dios, que no hurta el cuerpo a los lances desagradables y llega hasta abstenerse de desear la mejora del prójimo cuando ésta ha de ceder en provecho suyo, toca Francisco en su carta a Elías otra cuestión: la manera cómo deben los ministros portarse con los frailes que pecan. Seguramente, era éste un punto ya por ambos repetidas veces dilucidado, mostrándose Elías partidario de las medidas rigurosas, conducentes al mejoramiento del prójimo. Francisco, por el contrario, le escribe:

«En esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así.

»Y de todos los capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor: "Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal. De igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante. Y si cayera en un pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar más".

»Para que este escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí [en la Porciúncula, evidentemente] estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos en la Regla» (Carta a un Ministro, 9-22).

Pocos pasajes hablan tan alto como éste de la inagotable indulgencia y ternura de que rebosaba el corazón de Francisco. ¡Cuán lejos estaba el Santo de soplar a la llama próxima a extinguirse ni de golpear la caña ya doblada! ¡Y cuánto dista de este incendio de caridad paternal el frío y lacónico artículo a que vino a quedar reducido el proyecto de Francisco en la Regla redactada y votada en el Capítulo de Pentecostés de 1223, a que se alude en la citada carta! Véase si no:

«Si algunos de los hermanos, por instigación del enemigo, pecaran mortalmente, para aquellos pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se recurra a solos los ministros provinciales, estén obligados dichos hermanos a recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin tardanza. Y los ministros mismos, si son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia; y si no son presbíteros, hagan que se les imponga por otros sacerdotes de la orden, como mejor les parezca que conviene según Dios. Y deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7).

Este artículo es una norma perfectamente ajustada a la ley canónica y contiene muy poco más de lo que debe hacer en tales casos todo superior que quiera proceder en justicia; hay, es cierto, alguna que otra palabra puesta allí, sin duda, para contentar a Francisco; pero ¿qué queda del inmenso amor evangélico que respira la carta a Fray Elías, de aquel amor que se entrega todo entero y sin reservas aun al pecador más empedernido, se arroja en sus brazos y le dice al oído con infinita ternura: «¿Es verdad, hermano muy amado, que no quieres pedir perdón?» ¿Qué se ha hecho del mandato de


[1] - Flor 16; 1 Cel 59; LM 12,4. Los Actus y las Florecillas colocan esta escena en Cannara, entre Foligno y Bevagna; Celano y San Buenaventura en Alviano, que debe ser el villorrio de Laviano en el valle de Chiana, o, como cree Waddingo, el de Alviano en las cercanías de Todi.

[2] - Bernardo de Bessa, en Analecta Franciscana, III, pp. 686-687.

[3] - Carta de Gregorio IX a Inés de Bohemia, fechada el 9 de mayo de 1238 (Sbaralea, I, p. 241).

[4] - En toda esta relación no hago más que seguir a Karl Müller y a Le Mounier. La Regula et Vita fratrum vel sororum poenitentium, descubierta por Sabatier en el convento franciscano de Capistrano en los Abruzos y publicada por él en los Opuscules (1, pp. 16-30), contiene verosímilmente una parte importante de la regla escrita por Francisco y Hugolino para los hermanos penitentes. En todo caso este documento data, salvo algunas adiciones posteriores, del año 1228.

[5] - Breve Significatum est, en Sbaralea, I, p. 8.

[6] - El propio Gregorio IX, en un Breve del 28 de marzo de 1230 (Sbaralea, I, p. 39), cita la bula de su predecesor. Los demás Breves de Gregorio en favor de la Tercera Orden pueden verse en Sbaralea, I, pp. 30 y 65.

[7] - El mismo pensamiento se revela en estas palabras de Celano: Obedientiis cunctis Franciscum omnino propono, «En suma, propongo de modo absoluto a Francisco por modelo para todas las obediencias» (2 Cel 120).

[8] - Confróntense ambos textos: Texto de Francisco: «Que los hermanos deban y puedan recurrir a sus ministros, y que los ministros estén obligados por obediencia a conceder a dichos hermanos con toda benevolencia y liberalidad las cosas que les pidan; y si los ministros rehusaren concedérselas, los hermanos podrán observar literalmente la Regla, porque todos, ministros y súbditos, están por igual sometidos a la Regla» (Sabatier, Opúsculos, I, p. 94). Texto de Hugolino: «Por lo que firmemente les mando que obedezcan a sus ministros en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra Regla. Y dondequiera que haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,3-6).


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